Introducción
La complejidad inherente al estudio de la violencia escolar, como refieren investigadores del tema (Abramovay, 2015; Kaplan y Di Napoli, 2017) resulta tanto de los sujetos en interacción, como de los contextos educativos estudiados. En ello, un aspecto importante se vincula con la transformación en la representación social de la infancia, cual edad de la inocencia; la sociedad, como escenario democrático, y de la escuela, como espacio de paz (Charlot, 2002; Abramovay 2005; Kaplan y García, 2006).
Los cambios en las concepciones de la violencia, a raíz de los cuales prevalecen imágenes, grafías y creencias que no llevan implícita siempre la agresión física también influyen de forma significativa en las matrices heterogéneas que pululan sobre este fenómeno. A dicha realidad, se interconectan, de forma directa e indirecta, los sistemas socioeconómicos, políticos, culturales y tecnológicos que abrazan cada sociedad, pero no siempre se expresan dentro de los escrutinios interpretativos del tema.
Desde las Ciencias Sociales, la necesidad de estudiar la violencia escolar ha tendido a converger con la magnitud del daño físico o psicológico propinado a los sujetos en interacción. En igual media, los acercamientos reiterados y diversos al tema han permitido alertar de fisuras y modificaciones relevantes en las relaciones escolares, donde la violencia toma lugar primordial.
En Cuba, a diferencia de las miradas internacionales, las investigaciones en materia de violencia escolar no han constituido directamente un epicentro analítico en las Ciencias Sociales. Muy por el contrario, el desarrollo y resurgir de la educación en el país (desde 1959); han tendido a superponerse sobre sus sistemas relacionales antagónicos de origen.
En el marco de los registros sociológicos, su ausencia hasta el siglo XX en el análisis del escenario escolar, así como su precario contacto en la actualidad (en contraste con la pedagogía y la psicología), han sido propensos a la irrupción de discursos segregados y ambiguos sobre la violencia escolar y su construcción. Esta realidad, también se acompaña de la inexistencia de revistas especializadas en sociología (incluso desde el perfil de la Sociología de la Educación) y de un declive académico de esta ciencia (cierres de la carrera (Núñez, 1997)( en su desarrollo.
Hasta el momento, la visibilidad lograda, sobre todo desde otras ciencias, si bien insuficiente, se asocia con el impacto de las transformaciones socioeconómicas, políticas, culturales y tecnológicas por las que el país transita, tanto dentro como fuera del escenario escolar. No obstante, ha sido el posicionamiento reiterado de la violencia escolar en los medios de difusión y el cine el que más ha tributado a su reconocimiento, al llevar al discurso mediático un tema hasta ahora ausente del debate nacional; sin embargo, aún persisten brechas para su identificación.
En tal sentido, el artículo apuesta por establecer las rutas epistemológicas y sistemas relacionales en los que se ha configurado la construcción social de la violencia escolar en el territorio nacional, en aras de contribuir a su visibilidad y comprensión. Desde una mirada sociológica, el estudio se organiza en función de los registros investigativos que constituyen antecedentes del tema, y aquellos referentes directos de su abordaje en el contexto actual. En igual medida, se auxilia de las ordenanzas ministeriales de la política educativa, a partir de las cuales se ilustra, tangencialmente, su existencia.
Desarrollo
Una mirada panorámica al desarrollo del archipiélago cubano durante los siglos XVI, XVII y XVIII remite reconocer cómo las constantes injusticias calaban en ellos. En el marco de las relaciones sociales, los embates a la población por el yugo colonial español superpusieron, con un arraigado etnocentrismo, los designios y preceptos socioeducativos europeos, cual quimera irrefutable en la conformación de la sociedad. En corolario, se produce una reconfiguración urbana de esta desde su distribución y organización socio espacial, poblacional, territorial, del sistema de trabajo, entre otros.
En el orden educativo, los fuertes influjos del catolicismo, los castigos públicos y tratos denigrantes hacia los nativos y criollos, signan las tradiciones formativas del período; en vínculo con la esclavitud y el crisol racial floreciente. La segregación socioespacial característica de la sociedad, junto al perfil dogmático y al carácter elitista y excluyente de la educación (Solá, 1993; Sosa y Penabad, 2001, 2003), consolidan las primeras expresiones de la violencia escolar en la Isla. Las lecturas críticas de González (1793), Vélez y Rodrigo (1817), Troncoso (2001), Cordoví (2005, 2009, 2012), Rodney y García (2014) sobre el proceso docente, la indisciplina en el centro y la violencia, durante esos años, advierten, de igual forma, sobre la emergencia de la violencia en las relaciones escolares por medio de los castigos corporales y el trato como prisionero profeso a los colegiales. Entre sus manifestaciones diarias, en los “colegios conventuales y parroquiales de la época y los creados por la Asociación de Amigos del País” (Cordoví, 2009, p. 290) se señalan los coscorrones, pellizcos de gavilán o poner a los etiquetados de más inquietos en cruz mientras sostenían en cada mano, por largo tiempo, una piedra de 2 o 3 libras de peso (Sosa, 2001; Rodney y García, 2014).
Una mirada al trasfondo fenomenológico de su naturalización toma como cimientos relacionales parte importante del entramado social y desigual del período, anteriormente enunciado; así como los influjos hegemónicos escolásticos derivados de la iglesia católica. Además de los principios pedagógicos procedentes del modelo educativo español afianzados en una disciplina rígida, memorización de la enseñanza o el abuso del razonamiento deductivo bajo la autoridad absoluta de los maestros (Solá, 1993).
Otros vehículos comunicativos interconectan relacionalmente procesos sociopolíticos, educativos y familiares de la etapa, con los significados y percepciones denigrantes sobre el clero no burgués (tanto por su condición social como racial), las representaciones socio-religiosas en torno al delito (circunscritos al robo y a todo acto de afrentas hacia las normas europeas impuestas( (Cordoví, 2005), los castigos corporales como mecanismos de sanción moral (Cordoví, 2009), y códigos prerreflexivos de control oriundos de las formas de corrección y sometimiento a los “actos de rebeldía y desobediencia de los esclavos” (Vélez y Rodrigo, 1817, p. 357). Su acoplamiento es evidente en la externalización de la violencia descrita durante la praxis pedagógica; toda vez que subjetivan esquemas comportamentales de poder, los cuales hacen de la figura del maestro una persona con potestad para su implementación. De esta manera, y mediante un proceso de intercambio (en el que la conducta de un sujeto guía y orienta la de su alter ego y la del resto de los actores escolares), se instaura subyacentemente la agresión física como método de enseñanza, a partir de una rígida jurisdicción docente.
La aceptación de los improperios descritos por las clases no burguesas se acuñaba al prestigio social que remitía saber leer y escribir a tenor de su condición social inferior. Además, el reconocimiento dado a la figura del maestro, visto como una fuente de sapiencia y potestad moral, tributa a la legitimación de la violencia en las relaciones escolares, dejando dicha realidad pasar inadvertida en la historiografía educativa de nuestra sociedad. Véase, sobre todo en esos años, la figura de los docentes en los sacerdotes, curas, frailes y monjas con el encargo formativo y educativo de las masas.
A mediados del siglo XVIII y durante todo el XIX, los reclamos y fuertes críticas de los intelectuales criollos tributaron a mitigar dichos modelos escolásticos de la educación. Entre ellos, pedagogos como José de la Luz y Caballero (1792), Félix Varela (1871) e instituciones como el Colegio Nacional y Extranjero de San Francisco de Asís y el Real Cubano (1865) abogaban por la paz y el respeto en el escenario escolar. Mientras, en los finales del XIX, la labor de José Martí (1975) y Enrique José Varona (1985) en oposición al ideario educativo hispano-escolástico propician cambios en ellos, entrelazados con los desarrollados durante el siglo XX. No obstante, pervivía la aplicación de los “castigos físicos y otros procedimientos violentos a los alumnos en gran parte de los colegios, con tipologías correctivas muy similares a lo largo de los siglos XIX, XX” (Cordoví, 2009, p. 290). Evidentes al “poner a los estudiantes de rodillas en el suelo por tiempo prolongado o propiciarles reglazos sobre el cuerpo” (Rodney y García, 2014, p.46). De igual manera, vestigios racistas y clasistas se presentaban en el escenario escolar, favoreciendo al trato desigual y excluyente hacia los colegiales.
La estructuración de estas prácticas violentas en las escuelas, en semejanza a las épocas anteriores, se auxilia de una rígida autoridad docente y del verticalismo institucional. Su articulación relacional logra converger, de forma divergente, relaciones socioeconómicas y mercantilistas del sistema escolar, a partir de las élites de poder y del uso mismo de dicho poder durante los intercambios escolares. Incorpórense, a su vez, los antagonismos de la cultura androcéntrica presentes en la sociedad y de las relaciones sociopolíticas reproducidas en los planteles educativos, respecto a la clase, el género, la raza de los colegiales, y desde la represión y expulsión de todo aquel con discursos políticos de resistencia contra el régimen imperante, tanto en escuelas privadas como públicas (Orrego, 2008; Rivero, 2013; Cordoví, 2013). Las huellas del viejo sistema colonial español, agenciado aún en un gran número de maestros procedentes de dicha etapa, exacerban esta realidad y tributan a la persistencia de los castigos (Rodney y García, 2014) y de los procesos discriminatorios del estudiantado. Aunque, la figura del maestro seguía teniendo un prestigio irrefutable, y la realidad aludida se solapa al no ser del interés social.
Los acercamientos más explícitos a las grafías de la violencia en los colegios cubanos se pueden ilustrar en los estudios sobre el “choteo” (Mañach, 1955, p.103). Aunque desde un enfoque diferente, Mañach logra advertir cómo la violencia intencional o no (aspectos no aludidos en estos términos por el autor( se consolida en función de los influjos relacionales propios del sistema sociocultural de la época y de los códigos lingüísticos que lo determinan a base de prácticas ilegítimas de poder. Es decir, como resultante de los “vicios o faltas de atención derivadas de la misma psicología criolla del cubano” (Mañach, 1955, p. 102). De esa forma, las burlas y ofensas referidas al choteo pasan a ser constructos comunicativos tipificantes de las relaciones socioescolares, cual expresión de cubanía; pero sin desconocer lo peligroso de este para la persona objeto de la risa. Tales contribuciones redimensionan y enriquecen la relación verticalista profesor- estudiante existente, e ilustran una tipología de violencia escolar que dimana de “la mueca puramente instintiva del niño al maestro o cuando se acerca a la mera protesta porque le atribuye a la burla una comicidad que no tiene” (Mañach, 1955, p. 107).
Con el triunfo revolucionario en 1959 y el cambio en la estructura social se propiciaron una serie de transformaciones socioeducativas, políticas y económicas hacederas de la desarticulación de estas prácticas punitivas. Los nuevos escenarios, si bien favorecieron la inserción masiva a las aulas, sin distinción de raza o credo y desde el fomento de la igualdad (Constitución de la República, 1976; González (1973); Chávez y Deler, 2013), contribuyeron, indirectamente, a limitar el papel de la familia en la educación del menor y colocan sin proponérselo, nuevas formas de coerción estructural. Lo primero resulta consecuencia imprevista de la inserción del colegial en las secundarias básicas en el campo -distanciando del cuidado familiar-, y en las que persistía el autoritarismo del maestro. Herencia, este último, del arraigo formativo español que dificultó cambiar sus concepciones verticalistas, en base a una disciplina rígida y la autoridad excesiva del docente (Cordoví, 2013). Mientras, lo segundo, deviene del carácter centralizado del sistema escolar y su dinámica. Poder unidireccional, con fuertes vestigios de su presencia hasta nuestros días y que supone un reto permanente de nuestro sistema educativo; en tanto, es el Ministerio de Educación quien elabora las normativas y resoluciones pautadas por la política educativa nacional, pese al diálogo con la ciudadanía (Rivero, 2013; MINED, 2004, 2015). Independientemente, son innegables los avances en materia educativa y de participación de la sociedad cubana después del triunfo revolucionario; reconocidos incluso a nivel internacional.
La caída del campo socialista en los años noventa, marca un cierto retroceso en el desarrollo del sistema educativo, y propicia una nueva reconfiguración de la sociedad, así como de los acercamientos a la violencia escolar y de sus directrices epistemológicas. En este sentido, los cambios dispuestos en el orden administrativo y económicos por el Estado, favorecen, indirectamente, la desestructuración del tejido social de la época (Togores, 1999; Ferriol, 2003) expreso en la (re)emergencia de brechas familiares, de equidad, género y raciales subsumidas en las dinámicas internas del país (Zabala y Morales, 2004; Espina, 2008b). Tales problemáticas rigen los centros de los debates científicos de esos años, al interior de las cuales la violencia escolar tangencialmente se suele posicionar. Sus rastros empíricos la muestran, sobre todo, dentro de los estudios acerca de la educación, la participación, el género, y a partir de las normativas escolares.
En el análisis de la educación y los procesos de participación de los actores escolares, la violencia simbólica en el escenario educativo cubano se patentiza implícita en la comunicación vertical, autoritaria y asimétrica característica del proceso de enseñanza (Castillo, 2008; Rivero, 2013). Esta, a su vez, se acompañaba del predominio de una formación adultocéntrica y unidireccional de profesor al alumno, focalizada en la instrucción y en la evaluación (Castilla, 2010). Asimismo, irrumpía un estilo perpendicular de comunicación desde los colectivos de ciclo (Rivero, 2001, 2004) y una participación pasiva de los docentes depositarios de los mandatos de las autoridades escolares. Un aspecto medular de la violencia simbólica deviene de la precaria formación integral y psicopedagógica para el tratamiento diferencial a los colegiales, y para el desarrollo de estrategias de prevención de los docentes (Regueira, 2008) junto a la propia organización del sistema escolar (Cordoví, 2013; Rivero, 2013; Rego, 2016).
Desde las relaciones de género, en vínculo con la educación sexual y con los inicios del proceso de integración social en Cuba, Castro (2011, 2014a y b) da cuenta furtivamente de la presencia de este flagelo en la discriminación hacia los homosexuales, los amanerados, gays o todos aquellos que tuviesen un comportamiento socio-sexual al margen de lo socialmente aceptado dentro y fuera del contexto escolar (Garcés, 2015, Robert, 2016). Sin embargo, es la investigación de Suárez, Rodríguez, Rio, Alfonso y Suárez (2018)sobre el bullying homo, lesbo y transfóbico en las escuelas cubanas, desde un enfoque retrospectivo, donde se exponen de manera explícita los abusos, discriminaciones, burlas y ofensas sufridas por este grupo en el centro escolar, a finales del siglo XX, por parte de otros colegiales y de los docentes. También señalan la deserción escolar cual estrategia de supervivencia más viable.
Otras problemáticas sociales presentes en el país, como la desigualdad, la violencia intrafamiliar y de género, junto al racismo, abordadas por Artiles, 1996; Proveyer, 1999; Durán 2001, etc., indistintamente, ubican el escenario comunitario y familiar como epicentro de prácticas violentas. Situaciones que, de una forma u otra, dañaban a los infantes y demás actores escolares. Ellas, a tono con el carácter reproductor y dependiente del sistema educativo, apuntan a formas indirectas de aparición de la violencia escolar en esos años.
Para la fecha, las ordenanzas escolares comienzan a identificar situaciones (violentas) lacerantes de la dinámica educativa y la necesidad de su tratamiento diferencial. Específicamente, en el artículo 2 del Decreto ley 64/1982 (estatuto rector actual del trabajo preventivo de la política social educativa( se alude a “categorías de indisciplinas graves, conductas antisociales y hechos antisociales de elevada peligrosidad social incluidos los que participen en hechos que la Ley tipifica como delitos” (Decreto ley 64,1982, p.2). La primera hace referencia a: “indisciplinas graves o trastornos permanentes de la conducta”. La segunda refiere: “conductas disociales o manifestaciones antisociales que no lleguen a constituir índices significativos de desviación y peligrosidad social, o que incurren en hechos antisociales que no muestren gran peligrosidad social en la conducta”. Mientras, la tercera refiere a: “hechos antisociales de elevada peligrosidad social incluidos los que participen en hechos que la Ley tipifica como delitos”. (Decreto Ley 64, 1982, p. 2). Asimismo, el enfoque ambiguo presente en su interpretación favorece la irrupción de procesos discriminatorios hacia los infantes por su condición y procedencia social, o por asociar los hechos antisociales con la categoría de delitos de la Constitución de 1976 y de 2019, en la actualidad.
En el caso de la Resolución Ministerial 88/98 referida al Reglamento Docente, en 5 de sus artículos (6, 11, 12, 13 y 30) se exponen herramientas preventivas para desestructurar formas de discriminación y maltrato escolar como las enunciadas. No obstante, perdura el reto de superar la mirada unidireccional de concebirlas, al excluir la figura del docente como constructor de prácticas estigmatizantes y denigrantes del estudiante, a tono con las realidades procedentes de la sociedad. Al margen de su derogación, dicha fisura se advierte en las resoluciones contemporáneas.
Grosso modo, los estudios abordados como antecedentes indirectos de la violencia escolar en Cuba, la ubican sin mencionarla como una problemática de segundo orden matizada por el carácter estructuralista y arbitrario del sistema educativo y sus relaciones; así como por la violencia física y los procesos de discriminación y exclusión de los sujetos por razones de género, raza y clase social. Al margen de los avances y desarrollos de la educación en el país, su construcción epistemológica da cuenta de influjos relacionales recíprocos que conectan insuficiencias en el arte de enseñar y procesos de desigualdad y segregación social con relaciones económicas, sociopolíticas, culturales y normativas objetivadas, fundamentalmente, en los castigos corporales y discriminaciones sociorraciales previo a 1959, que en una medida u otra se extrapolan hacia las realidades escolares posterior a la fecha, junto a la violencia de género, verbal o simbólica, pero que son silenciadas y subsumidas dentro de las categorías de indisciplinas, conductas y hechos antisociales de los estatutos educativos.
Cambio o continuidad: visibilidad de la violencia escolar como problemática social
La llegada del siglo XXI marcó un vuelco significativo en el reordenamiento y progreso del sistema educativo cubano, aunque igual favoreció, de forma espontánea a la irrupción de este fenómeno. Algunas de las medidas tomadas, desde la política educativa, abogaban por una mayor atención al estudiante mediante su “concentración por casi 8 horas en los colegios, el carácter de trabajador social de los docentes, la inserción de las teleclases, entre otras” (MINED, 2004, p. 5); sin embargo, aun con la derogación de esta última, bajo la concepción educativa del año 2000, en la actualidad, se pueden advertir consecuencias no previstas de su implementación. Entre ellas se apunta a cómo contribuyeron a acrecentar la precaria participación de la familia en la formación del escolar, brecha educativa arrastrada de otros años. Además, tributaron al deterioro del protagonismo docente en los centros, junto a una sobrecarga de su labor, revertidas en la atención al estudiante y en el proceso de enseñanza.
Parte de lo enunciado se señala al interior de los estudios de la violencia escolar que comienzan a germinar de forma explícita en el país. Al respecto, sobresalen los registros procedentes de las ciencias pedagógicas, sociales y médicas, en diferentes provincias y bajo matices interpretativos heterogéneos (Santiesteban, 2013; Rodney, y García, 2014; Rodney, Lorenzo, Cruz y Muñoz, 2015; Campañat, 2017; Rodríguez y Ramos, 2018; Torres et al., 2019). Ellos, aunque insuficientes, dan cuenta del acceso hacia la visibilidad de la violencia escolar en el territorio nacional, todavía en franca epopeya; pues persiste su ausencia en los estatutos e indicadores de la política social educativa.
Ciertamente, muchos son los avances en el sector educativo que han caracterizado la sociedad cubana, y los procesos de perfeccionamiento del sistema de enseñanza efectuados, en aras de subsanar las fisuras implícitas en este. Asimismo, la reorganización de sus programas de enseñanza, de preparación del maestro y del trabajo articulado con la familia y la comunidad, junto a la creación de centros de investigación e instituciones educativas para la atención cada vez más pormenorizada del menor, entre otras, constituyen antesala de la preocupación del país por este grupo vulnerable, y por la violencia que los afecta. Sin embargo, en el tratamiento y visibilidad de la violencia escolar, queda mucho por hacer, siendo también, un desafío importante para las ciencias sociales, a tenor de la realidad macrosocial que enfrenta el país.
Un análisis del despunte de los estudios sobre violencia escolar, en los últimos 15 años, se vincula con los nuevos cambios, socioeconómicos, tecnológicos y culturales por los que atravesó y aún afecta al país. Se alerta así la persistencia de una acrecentada desigualdad social (Espina, 2008a; Zabala et al., 2018), la reorganización de la política económica (PCC, 2017), incremento del trabajo por cuenta propia, las altas tasas de migraciones y de envejecimiento poblacional, el recrudecimiento del bloqueo y la crisis y sanitaria económica que desde finales del 2019 experimenta el país, entre otros. Condicionantes sobre las cuales se sustenta el carácter sui generis de la construcción de la violencia escolar en nuestra cotidianidad, pero pocas veces presente en sus interpretaciones.
En este orden de ideas, también ha sido medular, en su visibilidad, el posicionamiento con gran reiteración de situaciones de violencia escolar en los medios de difusión (la televisión y la prensa) y el cine. Los universos simbólicos objetivantes que sobre el tema se exponen (discriminación de los estudiantes por su condición social, color de piel y de género, prácticas violentas extrapoladas de la familia y la comunidad, etc.), pese a no constituir siempre un reflejo tácito de la realidad y centrarse en el bullying, alertan de sus formas de irrupción.
Desde las investigaciones enunciadas, indistintas de su heterogeneidad geográfica, las posturas científicas y tipología de estudios, predominan las interpretaciones en función de las relaciones de poder (Rodney y García, 2014; Rodney, Lorenzo, Cruz y Muñoz, 2015; Campañat, 2017; Suárez, et al., 2018; Torres, et al., 2019). Sus epistemes teóricos se orientan a partir de miradas socio-pedagógicas y médicas que la explicitan a tono con los enfoques de violencia de género de la década de los 90 (se apuesta por una matriz sociocultural basada en el poder como medio de los antagonismos y discriminaciones de los hombres hacia las mujeres, corolario de una cultura patriarcal heredada(, junto a la perspectiva histórico-cultural y ley general de desarrollo cultural de Vigotsky (1995). En tal sentido, la violencia escolar construida se consolida y entiende resultante de relaciones de poder estructuradas en “tipologías de daño intencional durante las interacciones entre estudiantes, profesores, directivos, familiares y auxiliares” (Rodney, 2010, p.36).
Más allá de lo aludido, en el orden metodológico, se reducen hacia las interacciones entre iguales, prevaleciendo en ellos una fuerte inclinación hacia los estudios del bullying (Rodney, y García, 2014; Rodney et al, 2015ay b; Campañat, 2017; Rodríguez y Ramos, 2018). Asimismo, los influjos relacionales educativos, políticos, económicos u otros, desde donde el sujeto aprende modos de actuación y códigos de interacción, se tienden a condicionar a una causalidad lineal en función de realidades externas al centro o a soslayarse en sus interpretaciones. De esta forma, refuerzan el verticalismo estructuralista destacado a nivel internacional y restringen el protagonismo del sujeto a la mera reproducción de una realidad foránea al centro; aunque también resaltan la labor docente como fuente de su exacerbación, pero teniendo escasamente presente a los actores colectivos como parte activa del proceso.
Por otro lado, en muchas de las investigaciones, se adolece de un sustento teórico que las explique y sobresale un enfoque descriptivo e informativo, abocado más hacia su visibilidad que a su comprensión. Este elemento, tributa, a su vez, a los vacíos emergentes respecto a dicho particular, pero posibilitan reconocer la externalización de la violencia escolar en la agresión física, verbal y el hostigamiento. Su objetivación se articula recíprocamente con relaciones de género y vehículos comunicativos, como: los vestigios machistas que otorgan sentido al acto de discriminar al otro en función de su orientación sexual o sus conductas no heteronormativas (Rodney, et al., 2015; Rodríguez y Ramos, 2018; Suárez et al, 2018).
Respecto al hostigamiento o bullying (Rodney, 2015; Rodney, et al., 2015; Suárez et. al, 2018), como se alude en los estudios del tema, las referencias empíricas tienden adolecer de la interconexión relacional de sus indicadores constituyentes: intimidación, intencionalidad, sistematicidad, relaciones de poder, y el anonimato de las víctimas. En contraparte, apuntan a procesos de intimidación o exclusión sobre los estudiantes, donde el carácter intencional y sistemático, de estas, no se encuentra siempre presente. Así, la burla y el juego, culturalmente hablando y cómo recurso de socialización, han pervivido en las relaciones escolares reconfigurando su multiplicidad dentro y fuera del escenario escolar. Lógicamente, indistinto de su naturaleza y carácter, intencional o no, los maltratos que de ellas dimanan remiten formas de agresión al sujeto a partir de la naturaleza del acto cometido.
Otras variables apuntan a métodos pedagógicos inadecuados para la identificación y corrección de las prácticas docentes (Regueira, 2008; Ferrer, 2009; Isalgué, 2015), insuficiente nivel de concientización y comprensión de la violencia escolar tanto en directivos, profesores y estudiantes; al igual que, la ausencia de límites en las relaciones entre los profesores y los colegiales, etc. (Sánchez, et al., 2018). Su acoplamiento relacional da lugar a la emergencia de la violencia desde prácticas negligentes, arbitrarias y desde afecciones psicológicas a los actores durante sus intercambios. Sin embargo, aún es un reto pendiente, integrar, desde un enfoque interseccional, variables asociadas a la afiliación religiosa, color de la piel, o posición y condición social de los infantes y sus familiares.
Los acercamientos sociológicos a la violencia escolar todavía la colocan tangencialmente dentro de los estudios de género y participación, aludiendo a diferencias sexistas desde el currículum oculto y discriminación de los homosexuales, o a la participación alienante de los actores escolares en la conformación del sistema educativo, respectivamente (Romero, 2008 citado por Vasallo y Díaz, 2008; Rivero, 2013; Castro, 2014a, y b; Robert, 2016). Aunque, germinan, de forma incipiente, registros explícitos sobre dicho particular en el municipio Santiago de Cuba (Cala y Benítez, 2018; Benítez, 2019; Cala 2020) a partir de investigaciones desarrolladas por el Departamento de Sociología de la Universidad de Oriente. Sus interpretaciones apuestan por una perspectiva relacional que integre las interacciones escolares con los influjos del contexto socioeconómico, familiar, comunitario, escolar, normativo, político, y demás, característicos de la sociedad. Concretamente, la violencia escolar, desde el prisma relacional que defienden, se asume como un producto sui generis a partir de entender su construcción como “relaciones recíprocas autoorganizadas” (Cala, 2019, p. 17).
O sea, producto social sui generis resultante de las interacciones recíprocas entre los actores individuales y colectivos convergentes en el centro, expreso en diversas tipologías de daños, que se articulan simultáneamente por unos vehículos comunicativos, sistemas relacionales y contextos de emergencia dando lugar al sistema construido de la violencia escolar como una realidad cualitativamente nueva (Cala, 2019, p. 18)
Los resultados obtenidos, en correspondencia con dicha concepción teórica, reconocen en el municipio santiaguero, cómo la construcción de esta problemática deriva de la convergencia simultánea y circular de un conjunto de relaciones: simbólico-comunicativas, económicas, de poder, de género, educativas, familiares, comunitarias e ilícitas, asociadas a las interacciones entre los actores (individuales y colectivos), y entre dichas relaciones y ellos. Su autoorganización, durante el proceso de intercambio, es posible gracias a los usos que los sujetos hacen del lenguaje, el poder, el conocimiento, los estereotipos de género, la reflexividad relacional y otros, desde donde la violencia escolar emerge en el acto de golpear, humillar, acosar, abandonar, etc., a los demás, durante sus intercambios.
El carácter contingente y heterogéneo de su construcción se expresa en correlación con la condición socioeconómica de los actores, el rendimiento académico, la experiencia laboral, patrones de belleza y otros, que irrumpen, fundamentalmente, al interior de las relaciones en el aula, pero no siempre de forma intencional ni fuera del grupo de amigos. Su configuración estructural, además, toma en cuenta la interrelación entre profesores y estudiantes, entre estos últimos, de los colegiales hacia los profesores, de los familiares a los docentes y viceversa.
Las consecuencias imprevistas más relevantes de los hallazgos del estudio de C. Cala (2019), advierten de la institucionalización en las relaciones escolares de la violencia intragenérica, física, simbólica y cultural. Además de un proceso informal de mercantilización en especie de la enseñanza, y de la discriminación racial hacia las adolescentes negras, por su estilo afro de peinar. Asimismo, cabe destacar que, indistinto de la pertinencia del aporte aludido, queda pendiente la incorporación más asidua del sistema religioso, cultural, político, racial y económico en la interpretación de las formas de construcción social de la violencia escolar, así como lograr su posicionamiento y reconocimiento nacional dentro de los centros de debate educativo existentes.
Desde las Resoluciones Ministeriales 139/11, 11/2012 y 111/2017 y los Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución para el 2030, junto al Decreto 64/82, la visibilidad de este flagelo se mantiene, pero distante de las investigaciones enunciadas. Persisten sus aproximaciones asociadas a tipologías sutiles de agravio y no desde su dimensión real. En la Resolución 139/2011, su aproximación se explicita a través del tratamiento a las formas de discriminación por cuestiones de género (Ministerio de Educación, 2011, p. 2-4), aunque carecen de constatación fáctica y dejan su implementación a la subjetividad del docente o director.
En el caso de la Resolución Ministerial 11/2012 la violencia se asocia con categorías cautelosas, como: conductas “muy graves, graves y menos graves” (Ministerio de Educación, 2012, p. 22-23), en función de los comportamientos establecidos para estar en el centro, así como los deberes y derechos del estudiantado. Lamentablemente, sus expresiones siguen reducidas a la concepción de delito del 2019 y solo desde el accionar de los estudiantes. Mientras, en la Resolución 111/2017, sus manifestaciones se enmarcan en las condiciones de vulnerabilidad que afectan al infante, alejadas de las derivadas del escenario escolar, cultural y otros. Por último, en las proyecciones de los Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución para el período 2016-2021 (PCC,2017) el tratamiento a dicha problemática ha de inferirse dentro de la categoría de perfeccionamiento del sistema de enseñanza “en función de la elevación de la calidad y rigor del proceso docente educativo” (PCC, 2017, p. 22), pero al no ser específico en su definición ni en los indicadores de las preparaciones metodológicas a nivel nacional (2017-2018), su atención pasa inadvertida desde cada centro.
Con el auge de las nuevas tendencias comunicativas (Facebook, WhatsApp, Instagram, Telegram, YouTube, etc.) de la era tecnológica y las dinámicas socioeducativas que acompañaron el confinamiento y cierre temporal de los centros escolares, producto de la pandemia de la COVID-19, nuevas grafías reconstruidas de la violencia escolar emergieron. Así, se abrió pasos a procesos de exclusión indirectos e imprevistos hacia los colegiales de familias carentes de televisores o equipos tecnológicos (celulares, Tables, computadoras, flas memory), para dar seguimiento al proceso de enseñanza. Si bien muchas estrategias se dispusieron en el país en aras de atender tales diferencias, las diversas interseccionalidades que ubicaban en condiciones de vulnerabilidad a familias cubanas demostraron su insostenibilidad para hacerle frente. Asimismo, estudios refuerzan la presencia, en los grupos de trabajo escolar desarrollados virtualmente por los estudiantes, de humillaciones, burlas y memes denigrantes cual expresión de ciberacoso resultante, en muchos casos, en el abandono del grupo de la persona objeto de violencia y de un retroceso en su formación. Práctica presente aún en los albores de la nueva normalidad escolar, donde dichas estrategias educativas se han mantenido, aun sin el garante de un capital económico que lo respalde.
Cabe destacar que, lo expuesto no sería solo un problema a nivel de las relaciones estudiantes, pues, en igual medida, afecta de forma considerable a profesores y directivos, como al equipo de trabajo preventivo, la escuela de padre, ahora funcionando vía WhatsApp, etc. En tal sentido, las brechas educativas, bajo este nuevo escenario se tienden a fragmentar con mayor asiduidad, ubicando franjas de desigualdad cada vez más complejas de surcar. Situación que remite grandes desafíos para las políticas sociales no solo en materia educativa, sino económica, social, cultural u otras.
Quedaría, de igual forma, reflexionar si durante el período de pandemia pudiésemos estar hablando o no de violencia escolar; sin embargo, apunto que el proceso de enseñanza-aprendizaje desarrollado por los centros escolares, no se ha detenido, sino ha venido a consolidar nuevas formas de relacionar las relaciones dentro del mismo, secuela de la pandemia del COVID-19. O sea, la dinámica educativa, a su interior, dejó de producirse en un espacio cerrado y privado para efectuarse, temporalmente, desde uno abierto y público, con mayor participación de los miembros del hogar. Espacio permanente de diálogo virtual incluso con la modalidad presencial que nos acompaña.
En síntesis, el reconocimiento de los registros pedagógicos y psicosociológicos sobre la violencia escolar, logran insertarla en las agencias de debate; no obstante, sus interpretaciones se reducen a relaciones de poder que contribuyen a reforzar el carácter estructuralista y estado- dependiente de nuestro sistema educativo. En tal sentido, las rutas epistemológicas de su construcción se consolidan en la permanencia, desde el orden normativo, de categorías conservadoras (conductas graves, muy leves y leves) para aludir a sus formas de emergencia, contrario con los avances investigativos en dicha materia. Elementos que tributan a minimizar la magnitud e impacto social de la violencia en las escuelas y a las incongruencias en las representaciones sociales que sobre esta problemática se construyen en la sociedad. Lo expuesto no demerita los alcances de nuestro proceso educativo, ni sus logros y reconocimientos internacionales y territoriales, sino alerta de las brechas imprevistas en su conformación.
A modo de conclusión
La complejidad inherente al estudio de la violencia escolar en el escenario cubano, así como sus significaciones socioeducativas, advierten en su construcción epistemológica de retos aún persistentes en el sistema educacional. Las franjas expuestas permiten reconocer reconfiguraciones importantes en sus formas de emergencia que van de la agresión física, la discriminación, la exclusión, el bullying, la violencia simbólica, e incluso sociocultural, pero matizadas por códigos conservadores en su representación. Sus rutas epistemológicas previo a 1959 destacan los acercamientos a este flagelo a interior de los estudios de la educación, la indisciplina escolar, los castigos corporales y el choteo y desde las normativas educativas que en el marco de las conductas antiescolares se pueden ubicar. Posterior a 1959, y pese a su reconocimiento como una problemática lacerante del escenario escolar, son los estudios de la violencia, el proceso de enseñanza, la discriminación de género, la participación, la violencia en las relaciones escolares quienes, desde la pedagogía, la psicología y la sociología delimitan sus construcciones epistemológicas.
Al abordar la multiplicidad de sistemas relacionales que convergen en su construcción, prevalecen, en relación con los contextos sociohistóricos estudiados, el sistema sociopolítico, educativos, simbólico-comunicativo, cultural, familiar, de poder, jurídico-normativo, entre otros. Estos, si bien dan cuenta de la complejidad de la emergencia construida de la violencia escolar, se reducen y superponen por los de relaciones de poder.
En tal sentido, urge romper, en base a la matriz relacional de construcción de dicha problemática, los reduccionismos normativos que la invisibilizan cual realidad manifiesta en nuestra sociedad. En igual medida, requiere repensar y articular desde la voluntad política formas de capacitación y preparación de los actores escolares, lejos del velo de la mirada externa hacia esta problemática, reconociéndola como una práctica construida desde los propios centros. Su visibilidad y comprensión desde los matices heterogéneos del sistema educativo en cada período servirá, para advertir su importancia y significación social a tenor de las nuevas transformaciones y modificaciones que se instrumenten en el perfeccionamiento del sistema educacional.