Introducción
Siempre envuelta en un manto de distorsión, ideas simplificadas y verdades a medias, la historia del rock en Cuba contiene algunos de los de los episodios más polémicos de la cultura nacional desde 1959, a decir de autores como Manduley (2015), Borges-Triana (2015) y Fariñas (2015).
Como objeto de incomprensión y censura, en sus cinco primeras décadas de presencia en la Isla, el rock ha pasado del silenciamiento a la tolerancia, y de esta última al amparo oficial. Determinar qué variables han mediado en estos cambios, qué elementos contextuales han distinguido a cada etapa y qué impacto ha generado en los sujetos implicados, son algunas de las cuestiones que intentará esclarecer este artículo.
Para ello -y tomando como referencia un grupo de presupuestos teórico-conceptuales sobre cultura, ideología, subcultura y contracultura-, cabría preguntarse: ¿qué relación ha existido entre las directrices culturales del Estado cubano y el carácter subcultural y contracultural del rock en Cuba durante el período 1960-2010?
Autopista al infierno: Cultura, subcultura y contracultura
Calificada por Williams (1975) como una de las dos o tres palabras más difíciles de la lengua inglesa, la cultura se mantiene aún entre los objetos de análisis más complejos de las Ciencias Sociales, debido a su amplio concepto y su inatrapable definición.
Con el surgimiento de los Estudios Culturales (EC), la concepción de cultura se separó de la de alta cultura; mientras la nueva tendencia se comprometió con el estudio de las artes, creencias e instituciones de la sociedad, así como de sus diversas actividades culturales (Grandi, 2002). De esta forma, la cultura popular fue concebida como un ente dotado de valor propio y no como el vehículo de superchería ideológica descrito desde la Teoría Crítica por Adorno y Horkheimer (1998).
La cultura, vista como un proceso dinámico en constante renovación, fue definida por el propio Williams (1975) como el modo de vida particular de un grupo, pueblo o período histórico -sus prácticas sociales-, y las actividades intelectuales y artísticas llevadas a cabo por el hombre.
Entendiendo que la cultura nunca puede estudiarse separada del fenómeno ideológico, es necesario aclarar que la ideología de una cultura no siempre se mantiene estática, y puede ocurrir que en una misma cultura puedan coexistir diferentes ideologías.
A juicio de González (2009), la ideología adquiere un papel preponderante respecto a la cultura, pues no hay ideología que no presuponga a la cultura como condición y, viceversa, no hay cultura que no lleve -implícita o explícitamente- alguna clase de ideología imbuida: “son factores paralelos, complementarios, y entre estos no existe contradicción; de hecho, la cultura (…) es el ámbito o el suelo donde germina toda suerte de ideologías” (p. 8).
La lucha entre discursos, definiciones y significados dentro de la ideología es siempre, por consiguiente y al mismo tiempo, una lucha dentro de la significación, “una lucha por la posesión del signo que se extiende hasta las áreas más triviales de la vida cotidiana” (Hebdige, 2016, p. 33). Autores como Thompson (1993), y Rizo y Romeu (2006), entienden a la cultura como un terreno efectivo desde donde se construye la hegemonía, y en el cual las diversas corrientes ideológicas recrean puntos de articulación: “la cultura se instaura en las formas en las que las relaciones históricas de dominación inciden (…) en la concepción de las identidades de los sujetos y grupos sociales involucrados” (Rizo y Romeu, 2006, p.4)
Antes de abordar las definiciones de subcultura y contracultura, González (2009) recapitula que si la ideología dominante en una cultura acuña para sí todas las determinaciones de una sociedad, entonces se transforma en un establishment, es decir, en un sistema que ordena y controla el entorno en correspondencia con su modo homogéneo de concebir el mundo y la vida.
Dentro de ese sistema, de acuerdo con Britto García (2005), las subculturas surgen como una búsqueda de identidad y una respuesta de grupos excluidos o marginados de la sociedad y que no comparten los valores de la cultura hegemónica. Entonces, cuando los individuos se integran a un grupo con tendencias, modas y pensamientos afines, se sentirán identificados con este, así como con sus símbolos y ritualidades. A criterio de García Naharro (2012), mediante la celebración de lo anormal y prohibido se produce el contraste y la oposición de sus sistemas de valores frente a los valores de la cultura instituida. La idea es desarrollada de forma amplia por Hebdige (2016):
El estilo en la subcultura viene (...) cargado de significación. Sus transformaciones van “contra natura”, interrumpiendo el proceso de “normalización”. Como tales, son gestos, movimientos hacia un discurso que ofenda a la “mayoría silenciosa”, que ponga en jaque el principio de unidad y cohesión, que contradiga el mito del consenso. Esta alienación ante la falaz “inocencia” de las apariencias es lo que inyecta en los (…) grupos de “desviados” (…), el ímpetu para pasar (…) a un artificio genuinamente expresivo; un estilo verdaderamente subterráneo. Como simbólica violación del orden social, un movimiento de esta índole atrae y seguirá atrayendo la atención, provocando censuras. (pp. 34-35)
En ese contexto, pueden darse dos escenarios opuestos. En el primero, la subcultura comienza a acuñar una pose comercializable, su vocabulario y códigos se tornan “familiares” y encajan de alguna manera en la sociedad (Hebdige, 2016). En el segundo, ocurre que el sistema cierra la posibilidad de integración a la subcultura, esta pasa a ser contracultura, y los sectores que la componen son definidos como marginales, no integrados, o excluidos (Britto García, 2005).
La contracultura, como acota Dezcallar (1984), apunta en la dirección en la que deben ir los movimientos que intenten transformar las sociedades contemporáneas en un sentido revolucionario. Es negación de lo establecido y ruptura de concepciones arraigadas; su ascenso, por tanto, desencadena una serie de luchas simbólicas contra la ideología de la cultura dominante.
Si los cultores (…) son numerosos, la sociedad no puede resolver la diferencia aislándolos o liquidándolos físicamente en masa, porque el costo político y económico de tales medidas sería prohibitivo, y porque las mismas podrían obligar al grupo disidente a rebelarse en defensa de su supervivencia. Debe, pues, sostener una ofensiva ideológica, (…) destinada a devorar a sus propios hijos, a negar su propia capacidad de transformarse. (Britto García, 2005, p. 14)
La definición de lo contracultural, por tanto, añade nuevos matices a la subcultura, pues mientras las arenas subculturales tienden a aceptar algunos elementos y rechazar otros, su propuesta nunca contempla “salirse del sistema”. Por otro lado, el código genético de la contracultura infiere “el rechazo frontal a lo instituido, la búsqueda del colapso normativo y la superación de las corrupciones de la cultura dominante” (García Naharro, 2012, p. 304). Mientras una subcultura se erige sobre una divergencia o parcialidad -un ruido- dentro de un sistema cultural, una contracultura es “la expresión de la discordia entre grupos que ya no se encuentran integrados ni protegidos dentro del conjunto del cuerpo social” (Britto García, 2005, p. 18).
Rompiendo la ley. El rock como ideología
El rock como creación cultural es uno de los raros acontecimientos sociales que, a decir de González (2009), se dejan estudiar desde diversas ópticas y por diferentes disciplinas, pues además de ser una expresión del arte, posee una fuerte carga ideológica.
Desde el punto de vista musical, incluye varios estilos y subgéneros nacidos a finales de los años cincuenta e inicios de los sesenta del siglo XX como derivados del rock and roll, un género que, para Sierra (2016), había sido la suma de las expresiones sonoras más populares de la época: country, blues y R&B.
Llamado a ser durante mucho tiempo un ritmo «auténtico» y de «gente común» (Montagu, 2008, citado en Latham, 2008, p. 1290), incorporó influencias de jazz, disco, música clásica y otras vertientes sonoras, lo cual desembocó en un espectro melódico de constante renovación. A su vez, la música fue dotada de una ideología propia, nunca vista en el mundo occidental. Ello puede notarse en la introducción al Libro Hippie, donde su autor, Hopkins, (1968) escribe:
Algo está pasando. Algo intimidante y misterioso y desdibujado y vivo. Algo que amenaza a muchas de las sagradas tradiciones de este país, mientras pretende ofrecer a la nación su última posibilidad de salvación. Los que lo hacen son llamados hippies (…) La palabra “generación” está precedida por la palabra “amor”, y la revolución se denomina “psicodélica”. (p. 5)
El boom de la música rock permitió el desarrollo de una contracultura que a través de prácticas y vivencias culturales se enfrentó al modo de vida americano durante las décadas del 60 y el 70. Las vestimentas extravagantes, los cabellos largos, el consumo de drogas, los cantos a la paz y las referencias al amor, se convirtieron en una válvula de escape frente a la inconformidad generada por el contraste entre el modelo capitalista estadounidense y la realidad que intentaban desenmascarar los jóvenes (Landínez, 2014). Por primera vez, el rock no solo era un sonido, sino también, una forma de pensar y actuar.
Sobre la inmersión en la vida social de la música, Mendívil (2011) y Borges-Triana (2015) opinan que el estilo o género musical consumido influye en los patrones de conducta, así como en el lenguaje, ritualidad, códigos y modos de aprender. La dimensión cultural de la música no se limita al proceso de producción, sino que se extiende a las adaptaciones y transformaciones que ocurren durante el consumo; de ahí que las culturas erigidas alrededor de una determinada expresión musical, construyan un conjunto de creencias, actitudes y valores.
García (2008) entiende las raíces ideológicas del rock como un cruce entre elementos del Romanticismo y la religión cristiana: son notables la exaltación de la pobreza, el valor del sacrificio, la supremacía de los juicios éticos y la figura del mártir.
(…) muchos artistas reivindican en su discurso el que ¡siguen siendo los mismos!, e incluso, como parte de su puesta en escena (…), pueden mantener, a pesar de su éxito y reconocimiento, o a propósito de él, su aspecto auténtico de pobres. (p. 193)
Sobre este último punto se refiere también Urán (1996), cuando afirma que el campo del rock se expresa en un arraigado populismo que visualiza a los grupos auténticos sin recursos materiales, sin educación musical, sin sentido profesional, sin dinero de por medio y sin apelación a los medios de masas. Manduley (2015) lo secunda al plantear que el rock suele florecer al margen de corsés institucionales: “El hecho [de] que una parte de sus cultores se haya incorporado al gran mercado no se aplica a la vastedad del género. En momentos en que se siguen creando emporios comerciales, el rock basa su respuesta en trabajos de pequeñas compañías” (p. 128).
Para Penalva-Verdú (2014), el valor del rock trasciende el espectro sonoro y se sustenta en un discurso contracultural, opuesto a la hegemonía del pop y la industria cultural. En tal sistema discursivo, ser rockero consiste más en ser libre, rebelde, crítico, marginal, minoritario y populista (hacia su público meta), “que en aplicar determinadas estructuras composicionales en cuanto a ritmo, armonía o tecnología incorporada o en adoptar diferentes formas de ejecutar los instrumentos” (p. 258). En resumen, según González (2009):
La contracultura rock, por antonomasia, podría definirse como contrapropuesta, como oposición, en primer lugar, a la violencia oficial y a la desesperanza, y en segundo lugar al mercantilismo y al consumismo, propios de una civilización que acostumbra a uniformar las mentes y los gustos. (p. 15)
En el plano psicológico, la predilección hacia un género musical fuera de los cánones de la cultura dominante ayuda a ciertos individuos a sentirse más “únicos”, y esto favorece la creación de un sentido de exclusividad o excepcionalidad tanto individual como colectiva, lo que favorece la autoestima del sujeto y la socialización con individuos y grupos humanos (Swami et al., 2013).
Distorsión tropical. Cinco décadas de rock en Cuba
Aunque no está del todo claro el momento que desencadenó la ruptura entre la música rock y la Revolución Cubana, una de las primeras referencias al tema proviene de un discurso del entonces Primer Ministro, Fidel Castro. En la clausura del acto por el VI aniversario del asalto al Palacio Presidencial, el 13 de marzo de 1963, bastaron dos palabras para que el rock quedara ligado a la marginalidad, la extravagancia y la homosexualidad:
Muchos de esos pepillos vagos, hijos de burgueses, andan por ahí con unos pantaloncitos demasiado estrechos; algunos de ellos con una guitarrita en actitudes elvispreslianas, y que han llevado su libertinaje a extremos de querer ir a algunos sitios de concurrencia pública a organizar sus shows feminoides por la libre. (…) todos son parientes: el lumpencito, el vago, el elvispresliano, el “pitusa”. (Castro Ruz, 1963)
Como antes había sucedido con Palabras a los intelectuales (1961), las reacciones al discurso no se hicieron esperar por los extremistas. Según Castellanos, a los seguidores del rock, “que no necesariamente tenían que ser elvispreslianos, pepillitos, ni tampoco entonces se les conocía como rockeros, se les midió con el mismo cartabón que a los homosexuales y a los lumpens en todos sus estratos”.
Desde entonces, melenas, sandalias masculinas, pantalones cortos y ajustados, minifaldas y otras prendas llamativas, se convirtieron en indicadores de un sujeto débil y políticamente marginal, a decir de Coyula (2007) y Fornet (2007).
Los jóvenes que osaron llevar barbas, pelos largos, camisolas y collares de semillas fueron criticados como “extravagantes”, sin comprender que esa onda hippie estaba asociada a la droga suave, pero también a un humanismo pacifista que los hacía compañeros de viaje de nuestro proyecto social. De hecho, esa moda había sido impuesta en el mundo por los rebeldes cubanos de la Sierra, y no reconocerlo fue un fallo de marketing que el empresario capitalista más obtuso no hubiera desperdiciado. (Coyula, 2007, p. 4)
De forma paralela a los prejuicios, germinó una aversión de las autoridades hacia la música cantada en inglés, de la cual el rock era su manifestación más conocida. La leyenda negra que se cierne sobre la prohibición rockera es aún motivo de debate entre intelectuales, investigadores, intérpretes y seguidores de la música anglosajona, con extremos que refieren desde una desacertada política de difusión cultural hasta un silencio obligatorio y represor, especialmente para los seguidores del cuarteto británico The Beatles.
Para Rodríguez Rivera (2017), esta animosidad hacia el rock se debía, sobre todo, a un prejuicio idiomático: “nuestros políticos identificaban la ideología con idioma: no solo las canciones norteamericanas estaban prohibidas en la radio y la televisión, sino que The Beatles, siendo ingleses, tampoco se escuchaban (p. 224).
La ignorancia de quienes debían orientar la política cultural se materializó en una escasísima promoción de la música anglocantanda y la propuesta de un sustituto: “enviado al ostracismo todo lo que oliera a inglés (…) no hallaron mejor remedio para repudiar aquel idioma que importar lo diferente desde España”, explica Manduley (2020). Lo más irónico radicaba en que muchas de las piezas interpretadas por los españoles eran versiones de los éxitos europeos y norteamericanos.
Para rematar, los seguidores de la música rock fueron colocados bajo la etiqueta del diversionismo ideológico, un término que, enmarcado en la esfera del pensamiento y sin hallar concretas verificaciones, “solo podía derivar a la esfera de la sospecha, en la cual el prejuicio tiene su dominio” (Rodríguez Rivera, 2017, p. 193). En otras palabras, las deficiencias políticas e ideológicas fueron exacerbadas por una mentalidad de fortaleza sitiada. Para Valdés (2016), más que arbitraria, la censura contra el rock se derivó de un sentimiento antimperialista y antiestadounidense que, si bien se manifestó de forma extrema, no era del todo descabellado:
Mientras Estados Unidos experimentó una «invasión británica» con la música de The Beatles, Cuba había experimentado una invasión militar real. Mientras las adolescentes estadounidenses experimentaron orgasmos metafóricos observando a Ringo, los adolescentes cubanos estaban participando en la campaña de alfabetización o preparándose para una posible invasión como consecuencia de la Crisis de Octubre.
Con el incremento de las tensiones entre ambos países, considera Vilar (2016), cada cual asumió cómo defenderse, “no solo en el terreno de las armas, sino además desde las posiciones teóricas y las circunstancias más diversas, con todos los aciertos y errores que pueda traer consigo cada caso”. Pese a la nula difusión en Cuba, según Manduley (2015) para mediados de la década The Beatles era una banda de culto entre los aficionados cubanos del rock and roll; sus canciones eran el secreto a voces de la época, y aunque poco figuraron en la radio nacional, eran conocidos a través de una difusión underground: “discos de rock camuflados en carátulas de orquestas cubanas, y estaciones radiales norteamericanas escuchadas a escondidas, fueron los vínculos principales de sus seguidores”.
Aun cuando la proyección del cuarteto británico fue madurando con el transcurso de la década, e incluso se opusieron al intervencionismo estadounidense (1966), la asimilación de su música, junto a muchos otros cultores de su época, seguía distando del visto bueno.
Así, Manduley (2015) refiere una nota publicada en el diario Juventud Rebelde, donde se describe la “recogida de Coppelia”, una redada policial a los hippies habaneros en 1968:
Alentados por los héroes de papel del imperialismo e inspirados por el funcionamiento de sus pandillas juveniles, pretendieron dar una estructura a su desorganización. De inmediato comenzaron a surgir grupos o bandas a los que identificaban con diferentes nombres, entre ellos: The Zids, Los Chicos Now, Los Chicos Melenudos (…)
De acuerdo con el investigador cubano, los hippies eran considerados desafectos al sistema, y aunque en todos los estratos sociales existieron individuos con poca o nula integración al proceso revolucionario, los rockeros “cargaron con el sambenito de todas las culpas, reales o fabricadas”. Curioso resulta, sin embargo, que mientras en Cuba los rockeros fueron llamados diversionistas, contrarrevolucionarios y pro-imperialistas, en otras naciones eran censurados y hasta perseguidos por una supuesta inclinación izquierdista.
De esta manera, se cumple una de las ideas principales de Szasz (1973) sobre las disidencias en la ideología: muchos de los individuos y grupos calificados por el poder como “desviados”, no han violado en realidad norma alguna, y solo son caracterizados como tal porque las autoridades los encasillaron en ese rol, por una u otra razón.
Aun con la atmósfera caldeada por prejuicios y comportamientos extremistas, nunca dejó de hacerse rock en La Habana. Apoyado en los covers de los artistas consagrados y con unas condiciones materiales precarias, el movimiento capitalino se mostraba fragmentado y aún sin identidad propia, pero, en esencia, latente.
Los años que coincidieron con el Quinquenio Gris mantuvieron la tónica del poco o nulo apoyo institucional hacia cualquier manifestación de rock. Los grupos aficionados se agenciaban las presentaciones en fiestas privadas y, con suerte, en casas de cultura; en tanto reciclaban materiales para mantener sus instrumentos.
La sonoridad nacional, por otro lado, debería esperar hasta los años 80 para consolidarse, pero ya al menos con el grupo Arte Vivo, en los 70, se notaba un atisbo de intento. Consagrado como trío en 1978, con el reconocimiento en un concurso de Jóvenes Intérpretes de la UNEAC, su propuesta de rock vanguardista fue incomprendida por los seguidores del rock y desatendida por las autoridades culturales.
Probablemente un evento como el Havana Jam (1979) -que reunió a músicos cubanos y estadounidenses-, podría haber sido inspirador para el crecimiento del rock nacional, pero fue desaprovechado. Mientras Estados Unidos proponía una representación de sonoridades del momento, la parte cubana incluyó a artistas tradicionales, poco o nada relacionados con el rock. Sin una promoción efectiva, casi rozando el secretismo, el acceso a los conciertos estuvo fuertemente restringido, de modo que muchos interesados y conocedores se vieron imposibilitados de asistir (Manduley, 2015).
No obstante, los años ochenta llegaron con nuevos aires para la escena habanera. Mientras en diciembre de 1981 se celebraba el primer festival rockero, Invierno Caliente, nuevas y no tan nuevas bandas comenzaban a migrar de los covers hacia las composiciones personales. Gens (1980) y Venus (1982) fueron dos de los conjuntos que contribuyeron al despertar del rock nacional.
Por otro lado, en el discurso oficial se avizoraba un cambio en la percepción. Aunque todavía arraigadas en las tendencias prejuiciosas, homofóbicas y machistas, reflexiones como las del vicepresidente del Consejo de Estado, Carlos Rafael Rodríguez (1980), reflejaban cierto avance de tolerancia en el campo artístico:
(…) decir que la música de cierto carácter es un vehículo de la contrarrevolución, no lo creo lícito. Decir que la pintura de cierto tipo es un vehículo de la contrarrevolución, tampoco (…) lo contrarrevolucionario sería empezar a perseguir a la gente que pinta de esa manera o que compone de esa manera, porque creo que ha sido más nocivo para ciertos países la persecución de determinadas manifestaciones del arte, que el efecto que puedan lograr esas manifestaciones del arte. (p. 99)
A mediados y finales de los 80, los cubanos descubrieron el heavy metal de mano de Iron Maiden, Mötley Crüe, Motörhead y Metallica. En su faceta disipadora de la ira y la frustración hacia la cultura dominante, y como tendencia más agresiva y rebelde que el hard rock, el metal comenzó a ganar adeptos, y no pocos grupos comenzaron a incorporar influencias a su repertorio.
Los albores del heavy en La Habana coincidieron en tiempo con el inicio del proceso de rectificación de errores y tendencias negativas (1986), un conjunto de pautas trazadas por el gobierno con el propósito de “erradicar la asimilación acrítica de las experiencias soviéticas y crear un modelo socialista en correspondencia con la realidad nacional vigente” (Silva León, 2008, pp. 117-118).
La tendencia rectificadora bien podría interpretarse como una luz verde para el rock, aunque, en realidad, no existió una postura oficial al respecto. “Nadie lo prohíbe, pero nadie lo estimula tampoco. O se estimula a medias. Como si fuera ajeno a nuestro panorama cultural actual y debiera serlo por los años de los años», aseveró entonces Del Llano (citado en Borges-Triana, 2003, p. 27).
Precisamente fue la banda Venus, pionera del repertorio original y cantado en español, una de las que más sufrió el embate de los extremistas. El grupo mantenía una peña en el Anfiteatro de la Habana Vieja, y para 1986 se había convertido en una banda insignia del rock cubano, al punto de congregar a cinco mil personas en un mismo sitio sin el apoyo de los medios (Borges-Triana, 2003). Su notoriedad despertó recelos entre la oficialidad cultural y las organizaciones políticas, y para 1988 las presiones sobre sus integrantes habían provocado un temprano decaimiento devenido separación:
A Venus empieza a mirársele con desconfianza por determinadas actitudes de una fracción de su público, por vestirse «extravagantemente», por su desmedida fama. (…) se les consideró eje de los problemas que a veces creaban sus devotos y otros que imaginaban ciertos individuos. No se les apoyaba, pero se les exigía por cualquier cosa que no saliera bien. (Del Llano, 1990, pp. 22-23)
Mientras la crisis de espacios se agudizaba y Venus vivía sus últimos tiempos, varios músicos y promotores concibieron un pequeño festival en la casa de cultura de Arroyo Naranjo. La serie de conciertos tuvo lugar durante dos noches consecutivas, y terminó con una abrupta intervención policial en la que varios asistentes fueron detenidos y trasladados a la 14º estación de la policía.
El acontecimiento, conocido como el Festival de la 14, motivó la creación de una entidad que representara a las bandas de rock ante las instituciones oficiales. Así, el 7 de enero de 1988, quedó constituida la Asociación de Músicos y Autores de Rock (AMAR), según su fundador, Luis Kohly (2016), “por la necesidad de que los artistas de rock tuvieran algún tipo de amparo legal”, y porque “hubo una orientación gubernamental de desestimular toda actividad rockera en el país” (citado en Redacción PMU, 2016).
Las actividades de la AMAR contemplaban talleres de superación para músicos, audiciones comentadas, conciertos y otras acciones dirigidas a la consolidación de una escena nacional. Los resultados, pese a la unión, no fueron los deseados: cuando se solicitó un reconocimiento oficial, el Registro Nacional de Asociaciones rechazó la propuesta, y ni un litigio en los tribunales los salvó de la eventual fragmentación.
Casi simultáneos a ese hecho ocurrieron tres hechos significativos para el rock en los 80: el estreno de la primera ópera rock en el país, Violente (1987), el ingreso de Gens a la Asociación Hermanos Saíz y al Movimiento de la Nueva Trova (1987), y el lanzamiento del disco Ancestros (1988), por el grupo Síntesis.
A pesar de una acogida favorable por el público y la crítica, Violente cayó en el olvido por la escasa difusión que recibió y su reconocimiento como una obra de teatro más. Por su parte, el repertorio trovadoresco de Gens (que versionaba canciones de Silvio Rodríguez), su estética menos agresiva y la fortuita difusión radial de sus canciones, le permitieron consolidarse y lograr una mayor tolerancia de las autoridades, hasta su reconocimiento oficial.
En el caso de Síntesis, el disco Ancestros vio la luz con tintes rockeros apoyados en percusión afrocubana y cantos yorubas. La sonoridad fue enarbolada por las instituciones oficiales como un paradigma de lo que debía ser rock cubano, y se alzó con el Premio EGREM en dicha categoría. Este galardón, a juicio de Manduley (2015) fue esgrimido para legitimar determinadas formas de creación que respondían a los patrones de la música cubana. “Equivalió a decir: 'este es el rock que aceptamos, no el otro'” (entrevista vía e-mail, 2 de febrero de 2020).
A raíz de esos hechos, comenzó a perfilarse un rock institucional, aprobado por las autoridades y representado por bandas profesionales y “aceptadas”, y uno underground o “de la calle” -música espontánea y contestataria-. Bajo esta diferenciación, los grupos aficionados fueron rechazados por un nuevo dogma: “si antes su música no era aceptada por tratarse de rock; ahora no lo era porque no respondía a un tipo oficializado de rock” (Remón y González, 2010, p. 13).
Pese al aporte de los grupos institucionales, los acontecimientos más significativos partieron de los cultores aficionados, cuya falta de espacios para presentarse figuraba entre sus principales limitantes. El movimiento cuasi-nómada del rock logró establecer su centro de operaciones en la Casa Comunal de Cultura «Roberto Branly», de la que una historiadora del arte, María Gattorno, era jefa de actividades.
Con el surgimiento y consolidación del Patio de María -nombre con el que ha trascendido el sitio- las vertientes más poderosas del rock cobraron popularidad y la escena local comenzó a configurar su cultura a partir de bandas como Zeus, Agonizer y Tendencia.
Tras la caída del campo socialista de Europa del Este y la desintegración de la Unión Soviética, la economía cubana sufrió el mayor desplome de su historia. Una de las medidas gubernamentales fue el recorte de los fondos destinados a la cultura; y en la esfera de la música, golpeada sobremanera por el fenómeno, el exiguo presupuesto fue destinado a manifestaciones más rentables.
A pesar del éxodo migratorio de 1994 y la crisis, la década devino etapa de crecimiento del rock, que no solo trascendía por las presentaciones en el Patio, sino también por los nuevos festivales y los proyectos de bienestar social en que se involucraban los rockeros. En el plano mediático, algunas emisoras de radio comenzaron a difundir rock nacional e internacional con regularidad, lo que aumentó la presencia del género en la vida cultural del país.
A su vez, tendencias internacionales en pleno apogeo como el rock alternativo, el pop rock y el rap rock, dejaron su huella en grupos como Havana, Monte de Espuma y Garaje H, y en solistas como Tanya y Athanai, que legaron en su obra un testimonio sonoro de la época. Además de las grabaciones de las disqueras foráneas interesadas en el rock cubano, el fin de siglo trajo como novedad los primeros discos producidos por discográficas nacionales. Saliendo a flote (EGREM) y Vendiéndolo todo (Bis Music) fueron dos producciones que incluyeron a artistas como Cetros, Extraño Corazón y Lucha Almada. Más adelante, la EGREM comercializó los álbumes Cuando duerme La Habana (1999), de Moneda Dura, e Invisible Bridges, de Cosa Nostra; en tanto Bis Music lanzó Verde Melón (1997), de Superávit.
Dichas producciones, aunque loables, llegaron en un momento tardío, con un alcance limitado y una pobre repercusión, por lo que son incluso soslayadas en el estudio más completo sobre la discografía cubana (Reyes Fortún, 2017). Asimismo, decenas de bandas cayeron en el olvido, porque nunca una discográfica les abrió las puertas a tiempo.
Pese a las dificultades económicas, las migraciones y los todavía incipientes canales de grabación, producción y distribución de rock cubano, los años 90 dejaron un balance favorable.
La nueva década arrancaría con un optimismo similar. El 8 de diciembre del 2000, al cumplirse veinte años del asesinato de John Lennon, fue develada una estatua en honor al ex integrante de The Beatles. El acontecimiento -interpretado como una posición de apertura y reconocimiento oficial- fue objeto de controversias por la politización en los medios de la figura, que fue despojada de sus aristas más polémicas y calificada como un músico que “se destacó por su apoyo a la lucha de los pueblos y en contra de la opresión imperial” Redacción de Granma, 2000, p. 1). Algo similar ocurrió con la visita del grupo galés de tendencia izquierdista Manic Street Preachers, que ofreció una presentación en el Karl Marx con la presencia de Fidel, y fue exaltado en la prensa por sus inclinaciones políticas, y no por sus virtudes musicales.
Mientras la presencia del rock foráneo en Cuba se incrementaba, la marea nacional comenzó a disiparse con el cierre del Patio de María, en octubre del 2003, por una controvertida decisión gubernamental. La clausura desencadenó una temporada en que las bandas tuvieron que deambular entre teatros, cines, parques y casas de cultura; y mientras una minoría de grupos lograba un aval profesional en empresas e instituciones no especializadas en rock, otros optaban por la migración, la creación de proyectos paralelos o la ruptura.
Luego de constantes reclamos de grupos, promotores y aficionados, los organismos culturales certificaron la institucionalización del género, y aprobaron, en julio de 2007, la creación de la Agencia Cubana de Rock (ACR), el primer espacio oficial dedicado al género.
En declaraciones a la prensa, el entonces presidente de la Asociación Hermanos Saíz, Luis Morlote Rivas, reconoció la escasa promoción rockera y aseguró que la nueva entidad serviría para responder estas necesidades: «[el rock cubano] manifiesta calidad en las propuestas musicales (…) existe un movimiento consolidado, respetuoso y consecuente con la cultura nacional» (Hernández, 2007, p. 6). Se inauguraba así una etapa de una etapa de reconocimiento institucional para el rock cubano, no exenta, sin embargo, de desafíos y controversias.
Conclusiones
Los acontecimientos ocurridos en torno al rock en Cuba entre 1960 y 2010 demuestran la existencia de una estrecha relación de acción-reacción entre las directrices culturales oficiales y el carácter subcultural y contracultural de los seguidores de esta música.
Las décadas del 60 y el 70 constituyen los momentos más claros del rock como contracultura en Cuba: al haber cerrado las puertas a ese discurso que ofendía a “la mayoría silenciosa” y contradecía el “mito del consenso” (Hebdige, 2016), buena parte de los cultores y consumidores del rock reforzaron su postura de desafío y confrontación a través de escuchas secretas de música, eventos clandestinos, redes de distribución alternativas y la no renuncia a la estética que los distinguía.
Tras la creación del Ministerio de Cultura en 1976 y el proceso de rectificación de errores, fueron abiertos determinados espacios para el rock que influyeron en un retorno hacia las mareas subculturales, pero episodios como las presiones sobre Venus, la suspensión de conciertos, las redadas policiales y el cierre del Patio de María, mantuvieron o reavivaron la matriz confrontativa de lo contracultural (Britto, 2005).
La tolerancia y reconocimiento oficial en la Agencia Cubana de Rock pudo abrir una puerta a la aceptación de la subcultura como parte de la sociedad, pero las luchas simbólicas entre una manifestación rebelde y espontánea por naturaleza y una institucionalidad que intentará regularla, continuarán de seguro.
El rock en Cuba, en definitiva, se ha manifestado como subcultura o contracultura, en dependencia de los contextos en los que se ha desenvuelto. En tanto se mantiene al margen de la cultura principal y crea su estructura de patrones de consumo cultural, costumbres y ritualidades, subsiste como una subcultura que representa un ruido en el canal principal, pero no es necesaria o totalmente confrontativa u hostil.
Si, por el contrario, ve cerrada sus puertas por la cultura dominante y su integración deja de ser tolerada, para convertirse en perseguida o reprimida, se moverá hacia las arenas contraculturales, desde donde defenderá sus principios a toda costa.