Introducción
Comenzando el año 2021, el mundo sigue viviendo un dramático proceso epidémico asociado a la enfermedad emergente, COVID-19, provocada por el nuevo coronavirus (SARS- CoV-2). Mucho se ha aprendido en el curso de 2020 acerca del comportamiento del virus, tanto en el organismo como en la sociedad. Hoy se cuenta con protocolos bien definidos y específicos para el de enfermos,1,2 con los cuales se ha conseguido mitigar el rastro de muertes que la diseminación del virus deja tras de sí y se hallan en distintas fases experimentales decenas de candidatos vacunales que pudieran llegar a ser efectivos y seguros para prevenir la infección.
La higiene personal ‒particularmente de manos‒, el distanciamiento físico, la evitación de aglomeraciones en espacios cerrados y el uso de mascarillas, se identificaron prontamente como los recursos más eficaces para evitar el contagio.3 A nivel colectivo, se han adicionado medidas tales como cierre de fronteras y confinamientos. Se trata de medidas preventivas que, no sin polémicas diversas, se tornaron casi universalmente aceptadas desde comienzos del siglo xx, como puede apreciarse en estudios históricos.4 Así lo atestigua también un artículo asombrosamente vigente publicado en el periódico norteamericano Douglas Island News hace más de un siglo,5 con motivo de la epidemia de la mal llamada “gripe española”.
Actualmente la epidemia exhibe una dinámica agresiva y, según la Organización Panamericana de la Salud (OPS), estamos lejos de arribar a una etapa endémica.6 Desde mayo, la Organización Mundial de la Salud (OMS) había admitido esa posibilidad. Más recientemente sus autoridades han reiterado que , aún si se llegara a contar con una o más vacunas eficientes y seguras, es posible que la COVID-19 permanezca como enfermedad endémica en el mundo, tanto por la gran difusión que ha alcanzado ‒multiplica su capacidad de contar con reservorios humanos para el agente‒ como por su potencialidad para sobrevivir en reservorio animal.7
Los nuevos conocimientos se suceden a gran velocidad en medio de urgencias y consecuentes desafíos operativos para todos los países. La profusión de datos que procuran caracterizar la pandemia es notable. Identificar los que son verdaderamente valiosos, condensarlos y, sobre todo, traducirlos en posibles acciones comunitarias útiles para decisores y ciudadanos, entraña una apremiante necesidad.
EndCoronavirus es una de las coaliciones de científicos que se instaló a propósito de la pandemia.8 Radicada en el Instituto de Sistemas Complejos de Nueva Inglaterra (NECSI), administra una plataforma abierta donde comparte análisis y datos de todo el mundo. Instrumentos análogos han creado, entre otros, el Centro de Recursos de la Universidad de John Hopkins,9la Brown School of Public Health10 y la Organización Mundial de la Salud.11
Un recorrido por estos sitios permite una mirada panorámica de los datos sobre la COVID-19 a nivel global y los diferentes patrones a nivel nacional. La pandemia se ha expandido a lo largo de los meses con escasa o nula contención en algunos países (tales como Brasil, Estados Unidos o Reino Unido) y con tardíos y frecuentes recrudecimientos en muchos de los que habían llegado a conseguir escenarios promisoriamente favorables (es el caso de Alemania, Malasia o Belarús), aunque también se consigna la existencia de países que actualmente muestran síntomas de control efectivos (como Islandia, Nueva Zelanda o Singapur).
Espacios informativos de este tipo, sin embargo, suelen ofrecer caracterizaciones temporales, básicamente relacionadas con la distribución de la enfermedad, que no profundizan en el otro aspecto central que ocupa a la epidemiología: la determinación de la enfermedad o la salud.
En toda epidemia lo meramente médico alcanza una connotación hondamente social. La ciencia epidemiológica, especialmente su vertiente crítica, encuentra en este escenario el espacio propicio para desentrañar no solo la distribución de la enfermedad sino sus procesos de determinación, que reconocen la importancia del entramado social. En medios periodísticos o digitales no solo se suele secuestrar este análisis social del problema, sino que ocasionalmente se le banaliza o se le contamina de sensacionalismos, tergiversaciones y sesgos políticos.12
En este marco, la epidemiología está urgida de realizar aportes a partir de sus más importantes encomiendas: la identificación de patrones espaciales y temporales de la pandemia por una parte y, por otra, la evolución incierta y cambiante que la caracteriza. Al mismo tiempo, debe profundizar en el examen crítico de los resultados alcanzados en función de las acciones de respuesta desplegadas en diferentes contextos.
Ahora, tras 12 meses de contienda para contener la epidemia desde su arribo a América Latina, procede aproximarnos a un diagnóstico de la situación prevaleciente en la región, realizar un análisis del derrotero seguido por el proceso epidémico hasta llegar al punto en que nos encontramos y valorar aspectos relacionados con el modo en que ha sido tratada la epidemia por los medios. Sabemos que cualquier caracterización está condenada a ser efímera o provisional por concernir a un proceso mutante y en pleno desarrollo. No obstante, ‒aun siendo los resultados necesariamente provisionales‒ el presente análisis puede iluminarnos sobre los procesos de determinación en este fenómeno nuevo y cargado de incertidumbre. Se suma a esto el valor metodológico que se deriva del ejercicio consistente en ilustrar algunas vías de análisis que trasciendan la mera exposición fenomenológica en un período dado del proceso epidémico. Por todo lo planteado, nos proponemos examinar el panorama epidemiológico prevaleciente a mediados del mes de marzo de 2021 en 16 países de la región y el desempeño en el tiempo en los dos países con mejores resultados.
Métodos
Se trata de un estudio descriptivo donde se realizó un examen de la realidad que prevalece en la mayoría de los países de Latinoamérica transcurrido un año desde la irrupción de la epidemia en la región. Se analizaron los resultados correspondientes a 16 países de Latinoamérica. Algunas naciones fueron excluidas debido a la dudosa confiabilidad de los datos que ofrecen. Esta se atribuye a la debilidad de los sistemas estadísticos (caso de Haití), 13 a que los datos oficiales no se ajustan a los estándares reclamados por los organismos internacionales (es el caso de Nicaragua) 14,15 o a que la validez de las cifras reportadas ha despertado no pocas suspicacias y cuestionamientos (caso de Venezuela 16) y de El Salvador. 17,18).
Si bien existen numerosos indicadores susceptibles de ser empleados en este empeño‒ vinculados con la prevención, los servicios de salud, la participación comunitaria y la vigilancia, entre otras áreas‒, por su trascendencia desde el punto de vista socioepidemiológico y salubrista, nos hemos concentrado en dos esferas del problema: morbilidad y mortalidad.
Para ese análisis inicial se operó con respectivos indicadores clásicos de la epidemiología descriptiva: tasa de mortalidad , y tasa de incidencia acumulada de casos detectados , ambos por millón de habitantes. Tanto las definiciones de las tasas como de los datos empleados son los que figuran en el sitio https://ourworldindata.org/coronavirus
Llamemos a la i-ésima tasa (i:1,2) correspondiente al país j-ésimo (j:1,···,16), es el menor valor entre las tasas de los 16 países considerados y al mayor valor de dichos valores. Se computó el riesgo relativo de morir y de enfermar para cada país en relación con el que exhibía menor tasa.A Es decir, se computó:
Para establecer un orden entre los países sobre el impacto de la epidemia con base en dos indicadores que conciernen a dimensiones conceptualmente diferentes, se construyó un índice único de impacto. Primero se calculó un índice relativo de impacto para cada una de las tasas y para cada país, al que llamaremos “tasa relativa” (TR):
donde, obviamente, alcanza el valor máximo igual a 1 para el país con menor valor de y el valor mínimo igual a 0 para el que tenga la mayor. Finalmente, el índice se computa para cada país a través de la media ponderada de las dos tasas relativas; la fórmula otorga más peso a la mortalidad que a la morbilidad (ponderaciones 0,6 y 0,4; respectivamente): .
En un segundo momento, a partir de los resultados obtenidos, se consideraron los dos países con mejores indicadores hasta la fecha del análisis (10 de marzo de 2021), que resultaron ser Cuba y Uruguay. Se examinaron detalladamente sus resultados a lo largo de todo el período desde la irrupción de la epidemia. El énfasis se puso en el desenvolvimiento diario de los siguientes cinco indicadores.
donde los casos activos en un día es el número de sujetos que han sido diagnosticados como enfermos hasta ese día, menos el total de fallecidos y de recuperados hasta entonces.
Se trata del cálculo, para cada día, del promedio de casos nuevos detectados a lo largo de la semana previa, también conocido como índice P7 de Harvard.19
Ocasionalmente se emplean umbrales absolutos para monitorizar el curso de la epidemia. Uno de ellos, promovido por la OMS,20 es el empleo de la llamada “tasa de positividad” en un lapso determinado por dos momentos , , definida como:
En este trabajo, se calculó la TP correspondiente a siete días consecutivos. Es decir, para cada día, el numerador es la suma de casos detectados ese día y los seis días previos , y donde el denominador es la suma de las pruebas realizadas en esos siete días. Para subrayar que ese es el lapso elegido, en lo sucesivo le llamaremos TP7.
El criterio de recuperación no es el mismo en todos los países. En particular, así ocurre en Cuba y Uruguay: mientras que en Cuba siempre se ha considerado como criterio de recuperación la negativización del PCR (reacción en cadena de la polimerasa), en Uruguay, a partir del mes de octubre, se aplican criterios clínicos y evolutivos para conceder el alta sin que se exija un PCR negativo.
Para todos estos cálculos se emplearon los partes oficiales diarios aportados por el Sistema Nacional de Emergencias de Uruguay21,22 y por el Ministerio de Salud Pública de Cuba 23. El artículo se basa, por tanto, enteramente en datos secundarios procedentes de sitios de público acceso. Consecuentemente, no concurren potenciales problemas éticos.
Resultados
La situación en Latinoamérica
La tabla recoge datos relevantes de mortalidad y morbilidad por COVID-19 en los 16 países latinoamericanos incluidos en el estudio.
Como se observa, Cuba se toma como referencia a los efectos de calcular riesgos relativos (columnas 3 y 6). Ello se debe a que ocupa la mejor posición para ambos indicadores a mediados de marzo de 2021. En materia de mortalidad, le sigue Uruguay, aunque con una diferencia apreciable: una tasa cruda de mortalidad 6,2 veces más elevada, a su vez muy distante del resto. En la morbilidad, luego de Cuba, se ubican varios países con tasas similares.
Para el promedio ponderado de tasas relativas (columna 7), que condensa el impacto de la epidemia en materia de mortalidad y morbilidad, Cuba y Uruguay, por ese orden, ocupan los mejores lugares.
*Riesgo relativo de morir por COVID19 (razón de tasas): Tasa de mortalidad por COVID19 en el país/Tasa de mortalidad por COVID19 en Cuba;
** Riesgo relativo de enfermar por COVID19 (razón de tasas): Tasa de incidencia) por COVID19 en el país/Tasa de incidencia por COVID19 en Cuba.
Fuente: Tabla elaborada a partir de datos procedentes del sitio https://www.ourworldindata.org/coronavirus
La evolución de la epidemia en Cuba y Uruguay
La comparación de Cuba y Uruguay resulta atractiva por tratarse de los dos países con mejores resultados, así como por su similitud en algunos rubros directa o indirectamente relacionados con la epidemia.
Son naciones relativamente aisladas ‒Uruguay por su latitud meridional y Cuba por la insularidad‒ y son países relativamente pequeños que tienen vecinos de grandes dimensiones (Brasil y Estados Unidos, respectivamente) con muy altos niveles de diseminación del SARS-CoV-2. Ambos poseen sistemas de salud y atención primaria de calidad. Cuba y Uruguay tienen las poblaciones más envejecidas de la región: las edades medianas son las más altas (43,1 y 35,6 años, respectivamente), también sus porcentajes de personas con más de 70 años (9,7 % y 10,4 %) son los mayores. Sus poblaciones tienen un nivel educacional alto en el contexto del América Latina, exhiben las tasas de mortalidad infantil más bajas del continente (4,7 fallecidos por cada mil nacidos vivos en Cuba y 7,0 en Uruguay) y tienen muy altas calificaciones para el Índice de Desarrollo Humano (IDH) que despliega el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) dentro del contexto considerado (el valor para Uruguay es 0,817 y el de Cuba asciende a 0,783, según el Informe de 2019).24
También se equiparan en la distribución equitativa del ingreso según el Coeficiente Gini (CG). En Uruguay es de 0,42. En Cuba, aunque la última medición conocida es de 1999 (CG 0,41), se estima que en años sucesivos se haya mantenido en el mismo nivel.25 Con estos valores, Cuba y Uruguay ocupan los mejores lugares de América Latina y el Caribe para este relevante indicador.
Una diferencia notable radica en el sistema político. Cuba es un país socialista, en tanto que Uruguay está gobernado por una coalición de derecha y centro-derecha, aunque es sucesora de un frente de izquierda que gobernó durante 15 años y finalizó justo antes del inicio de la pandemia, el 1ero. de marzo de 2020.
Otra similitud, ya en el marco epidemiológico de la COVID-19, es el crecimiento sostenido que ambos países han presentado en el número de casos activos a lo largo del último trimestre, luego de varios meses de evolución muy favorable, hasta llegar a lo que pueden considerarse los peores momentos de la epidemia en uno y otro país.
Tanto los éxitos de Uruguay como los de Cuba en los primeros meses se han visto progresiva y seriamente comprometidos en el transcurso de 2021. En los primeros meses de este año, el número de casos activos en un mismo día se disparó y rompía los récords en ambas naciones: para Cuba, dicho número ascendió a 5800 (1 de febrero) mientras que para Uruguay llegaba a 9261 (11 de marzo). Solo a lo largo de sus 10 primeras semanas, en Uruguay se acumuló 74 % de todos los fallecidos y 72 % de la totalidad de casos diagnosticados. Para Cuba, estos datos son similarmente inquietantes (61 % de los muertos y 82 % de los casos).
La figura 1 permite apreciar que, a poco de comenzar el año 2021, el examen de la evolución, analizada por separado para cualquiera de los dos países, muestra una tendencia epidémica que bien podría calificarse de “alarmante”. Las dos curvas allí reflejadas registran la dinámica creciente de la epidemia en ambos países. Se ha criticado que se establezcan juicios basados en números absolutos y no en tasas 26; por ejemplo, suelen adelantarse afirmaciones tales como que en determinado país o región se ubica “el epicentro de la epidemia”, que son cuestionables por basarse en números de ese tipo (cantidad de casos acumulados o de muertos registrados) en lugar de emplearse las tasas correspondientes. Consecuentemente, para establecer una comparación adecuada entre las mencionadas evoluciones; se calcularon las tasas de casos activos por millón de habitantes. Se aprecia que la situación de Uruguay en este rubro el día 10 de marzo de 2021 era 6 veces más crítica que la de Cuba, según se deriva de las tasas mencionadas (que ascendieron a 2505,1 y 410,8 respectivamente).
Obsérvese (Fig. 1) que el crecimiento de la curva de TPCA para Cuba, cuando lo colocamos en un contexto que abarca los dos países, se torna mucho menos pronunciada. La similitud de las curvas expuestas es muy marcada en los primeros ocho meses de la epidemia. Se observa la ausencia de una “primera ola” concretada en una alta incidencia de casos nuevos, que afectó a los restantes países de la región durante 2020, pero no así a Cuba ni a Uruguay. Pero esa gran similitud, vigente durante los primeros meses, desaparece a lo largo del último semestre. Y la tendencia permite atisbar un crecimiento que pudiera ser galopante para las próximas semanas. Este patrón se repite cuando examinamos otros indicadores seleccionados.
En relación con el Índice IP7, que mide la situación inmediata anterior que se experimenta cada día en términos de casos nuevos, la similitud entre los dos países es notable hasta mediados de noviembre, cuando comienza un despegue acusado de los datos uruguayos (Fig. 2).
Procede apuntar que, cuanto más reducido sea el número de pruebas realizadas, menos casos se detectarán. Consecuentemente, un país con una tasa menor de pruebas que otro, se vería “beneficiado” cuando los países se comparan usando indicadores que se incrementan al aumentar dicha tasa, como ocurre con la TPCA y el IP7. Este problema, sin embargo, no se presenta en nuestro análisis, ya que las tasas de pruebas realizadas por 1000 habitantes en Cuba y Uruguay en el período en que las diferencias fueron más acusadas son bastante similares: 100,6 y 135,7 respectivamente a lo largo de 2021.
Otro indicador analizado es la tasa de positividad en las pruebas diagnósticas realizadas durante 7 días sucesivos (TP7). Hasta mediados de noviembre, esta tasa fluctúa por debajo de 2 % para ambos países; a partir de entonces en los dos el índice crece. Sin embargo, mientras que en Cuba la TP7 se mantiene por debajo de 5 %, el umbral conceptuado como máximo aceptable por la OMS,27 en Uruguay fluctúa en torno a 10 % (Fig. 3).
Las tasas de recuperación de pacientes previamente diagnosticados como enfermos han sido altas y similares a lo largo de todo el período (Fig. 4). Cuba ha exhibido resultados mejores en esta materia durante buena parte del período, pero desde mediados de octubre, los porcentajes tienden a equipararse y se hallan a muy alto nivel.
La mortalidad es a nuestro juicio el más importante de todos los indicadores por razones obvias. Nuevamente, luego de una notable similitud hasta la mitad del 2020, la tasa de Uruguay comienza a despegarse muy notablemente (Fig. 5), hasta llegar a la situación de hoy, 12 de marzo: Cuba ha lamentado 361 muertos y Uruguay 688, teniendo este último país una población 3 veces menor (3 461 734 vs 11 333 483 habitantes), lo cual produce una tasa de mortalidad por millón de habitantes más de 6 veces mayor en Uruguay, como ya se había hecho notar en la tabla.
Cabe subrayar, sin embargo, que en ambos países la mayoría de las muertes corresponden a sujetos que fallecieron “con” COVID, y no estrictamente “por” COVID en el sentido de que, en su mayoría, eran ancianos que en el momento del deceso padecían importantes comorbilidades tales como enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC), dolencias cardiovasculares, diabetes, enfermedad renal crónica, cáncer y obesidad, entre otras enfermedades crónicas. La edad media de los fallecidos ha sido elevada y casi la misma en los dos países: aproximadamente 75 años. No se han producido decesos en edades pediátricas. A excepción de cuatro ciudadanos uruguayos y uno cubano, ninguno de los restantes 1044 fallecidos hasta la fecha tenía menos de 35 años.
El tratamiento de la epidemia en el espacio mediático
En el marco de la comparación entre Cuba y Uruguay que propone este estudio, la información que se ha brindado sobre la exhibe rasgos singulares. Por ejemplo, Cuba y Uruguay fueron los únicos países de la región que dieron acogida a un crucero internacional a poco del inicio de la pandemia. Cuando ya prevalecía a nivel mundial un estado de enorme zozobra ante una grave amenaza aún poco estudiada, el día 13 de marzo de 2020, el crucero tablacon numerosos pasajeros enfermos, daba tumbos por el Mar Caribe sin que país alguno accediera a recibirlo como solicitaba el gobierno británico. Solo Cuba asumió los enormes peligros que suponía recibir a los viajeros y facilitar su regreso por vía aérea a Londres. 28) “ BBC Mundo” ignoró la noticia. Resulta difícil creer que, tratándose de un hecho de tan extraordinaria significación, la omisión haya sido fruto de la distracción. Un gesto similar del gobierno uruguayo, ocurrido un mes más tarde con el crucero australiano “Greg Mortimer”, fue motivo de los más laudatorios reconocimientos por parte de la propia agencia. 29)
Como es bien conocido, el “virus” de la información tergiversada, tendenciosa o directamente inventada, la llamada “infodemia”, se hizo presente mundialmente desde que comenzó esta emergencia sanitaria. En efecto, la pandemia del nuevo coronavirus ha constituido una oportunidad no desaprovechada para construir relatos acordes a determinados intereses extracientíficos. A la promoción de ciertos estereotipos, se han sumado los esfuerzos por invisibilizar verdades que los cuestionen. Es decir, a la diseminación de información falsa en espacios noticiosos y redes, en ocasiones se adiciona el escamoteo deliberado de datos.
En este contexto informativo, se destaca la reiterada ausencia de Cuba cuando se citan referencias que dan cuenta de una buena gestión de la epidemia.
Durante un lapso prolongado se resaltó la situación de algunos países, como Uruguay, Costa Rica o Paraguay, que eran considerados “los” tres países que estaban “ganando” a la COVID-19,30 a la vez que se omitía toda mención a Cuba, país que compartía ese sitial de privilegio en la epidemiología de la COVID en la región. La politización de los discursos complementa el sesgo informativo. A modo de ilustración, repárese en un texto difundido por la Cadena de Noticias (CNN) en el mes de mayo: “El éxito de Paraguay, Costa Rica y Uruguay en la lucha contra la pandemia parece contradecir la creencia generalizada de que las dictaduras son más exitosas que los gobiernos democráticos en el combate contra estas pandemias”.31 En algunos trabajos, incluso avanzado octubre, se exalta a Uruguay y Paraguay, pero se omite Cuba, como si no existiera y como si no fuera, con distancia, el mejor posicionado de la región. Los análisis realizados ‒informan los autores‒ conducen a la conclusión de que: “A excepción de Uruguay y Paraguay, la mortalidad por COVID-19 en América Latina es muy alta” o “salvo Uruguay y Paraguay, a los países de Latinoamérica les ha ido bastante peor que a los países europeos y Estados Unidos”.32
Recientemente, el 27 de enero de 2021, el Instituto Lowy de Sidney difundió un informe 33 que refleja muy claramente las distorsiones que pueden anidar tanto en determinados análisis académicos como en su repercusión mediática. El estudio ubica a un centenar de países, entre los que no se halla Cuba, dentro de un ranking configurado a través de cierto índice, basado a su vez en seis indicadores que involucran (de manera muy confusa) casos, fallecidos y pruebas realizadas. A pesar de la opacidad de la metodología empleada para la construcción de dicho índice y de que no se da una explicación convincente para la exclusión de determinados de países, miles de medios periodísticos y digitales del mundo (Google arrojaba más de 300 mil entradas con esta información) comunicaron los resultados como si se tratara de un “barómetro” global que no mereciera objeción alguna. Por ejemplo, medios de prensa Uruguaya se basaron en él para proclamar que “Uruguay es el país mejor posicionado de todo el continente americano”34 o “Uruguay es el mejor de América”.35
Discusión
Los resultados alimentan particularmente la discusión y la reflexión en torno a algunos hechos. Por una parte, tenemos el sitial favorable y compartido que mantienen Cuba y Uruguay en el contexto regional. Por otra, la similitud del desenvolvimiento de la epidemia en ambos países durante los primeros ocho meses, así como el distanciamiento de sus indicadores en el tramo final del período analizado, aunque manteniendo cierto paralelismo en sus tendencias.
Desde la cosmovisión latinoamericana, Cuba ha mantenido una posición cimera en su respuesta a la epidemia, aunque, como en cualquier otro enclave del planeta, se corre el riesgo de que la epidemia ‒que un día pareció totalmente arrinconada y ya no lo está en igual medida‒ se salga de control. Es lo que ha ocurrido de manera dramática en algunos sitios como Irlanda, donde solo en un mes se acumularon tantos casos como en los 9 meses anteriores, o en la República Checa donde se supera una y otra vez la crisis y poco después alcanza cifras récords. En América Latina, los países que parecían ir “por buen camino” (notablemente, Costa Rica y Paraguay), exhiben hoy indicadores varias decenas de veces más desventajosos, como revelan los datos en la tabla.
Las exaltaciones triunfalistas de la prensa, miradas retrospectivamente, sugieren que en esta materia procede mantener un perfil más cauteloso. La proclamación de determinadas conquistas como si fueran inamovibles, suelen generar excesos de confianza que, a la postre, pueden resultar contraproducentes.
La comprensión cabal de la dinámica de una epidemia como la de COVID-19 no se conseguirá hasta pasado un tiempo. Pero el análisis de lo acaecido a lo largo los primeros 12 meses conduce a establecer algunas explicaciones provisionales. Comprender los procesos que llevan al crecimiento actual de los problemas, tanto en Cuba como en Uruguay, resulta tan desafiante como explicar su favorable evolución de los primeros meses.
Los procesos que subyacen en la producción y reproducción de la epidemia son de distinta naturaleza e interactúan en una trama compleja. Aspectos estructurales tales como la organización y situación económica, las políticas aplicadas, el sistema de salud o la estructura demográfica, interactúan con aspectos que surgen de los modos y estilos de vida, profundamente arraigados en su dimensión social y cultural, pautados a su vez por categorías tales como clase social, género, generación o etnia. Descifrar cabalmente ese entramado y sus múltiples combinaciones, capaces de arrojar expresiones diversas de una epidemia ocasionada por un mismo virus, trasciende las posibilidades de este trabajo. Aun sabiendo que es posible que se abran más preguntas que respuestas, sin embargo, en adelante se examinan algunos de los rasgos mencionados y de las respuestas a la epidemia en cada país, que podrían contribuir a la comprensión de la evolución identificada.
Los aspectos demográficos, así como los indicadores de desarrollo humano reflejan varias similitudes entre Cuba y Uruguay que, si bien favorecen su situación epidemiológica ventajosa en el contexto regional, son insuficientes para explicar por sí solos ese éxito compartido. Por otra parte, como se ha visto, el curso de la epidemia exhibe patrones distintos. Consecuentemente, contemplamos dos grandes dimensiones en esta discusión: a) recursos y sistema de salud, b) soporte social y cultural de la respuesta a la pandemia.
Las fortalezas del sistema de salud de Cuba, es difícil dudarlo, han estado detrás de sus logros. Poseedora de un poderoso Sistema Nacional de Salud gratuito, de acceso y cobertura universales, totalmente público, Cuba cuenta con medio millar de policlínicos a lo largo y ancho de la nación, con 12 000 consultorios de médico y enfermera de la familia enclavados en la comunidad y con casi medio millón de trabajadores en el sector de la salud. Existe un enfermero por cada 133 habitantes (75 enfermeros por 10 000 habitantes) y un médico por cada 116 habitantes, lo que significa que la tasa se eleva a 87 galenos por 10 000 habitantes, la cifra más alta del mundo. Dispone, además, de una amplia red de instituciones de salud para la atención secundaria y terciaria, numerosos centros destinados a la vigilancia epidemiológica articulados con la atención primaria, así como prestigiosos centros de investigación higiénico-social, médica y biotecnológica. Adicionalmente, ha conseguido elaborar e implementar avanzados y flexibles protocolos de atención a los enfermos con acuerdo al mejor conocimiento existente.36,37,38
También se destaca la capacidad de adaptación del sistema a los nuevos desafíos. En palabras de la Dra. Carissa Etienne, Directora General de la Organización Panamericana de la Salud: “Cuba amplió el sistema de salud sumamente fuerte que ya tenía, y expandió esta red con más trabajadores de la salud y estudiantes de medicina, e incorporaron herramientas digitales para mejorar el seguimiento de contactos y casos. Se valieron de un sistema de salud muy bien establecido que ya incluye nuevos elementos a partir de esta pandemia”. 39) Cuba ha conseguido articular un accionar intersectorial, imprescindible para configurar respuestas a la vez ágiles y socialmente organizadas con vistas al desarrollo de actividades preventivas de los contagios y las muertes. Los cubanos han visto, día a día, cómo todos los ministerios, todas las fuentes informativas (no hay canales de radio o TV privados en el país) y todos los actores sociales se han movilizado en torno a un meditado Plan Nacional de Prevención y Control, para la defensa y el cuidado de la salud de la población amenazada por el SARS-COV-2.
Ya desde el siglo pasado, se señalaba que “cuando estamos ante un súbito evento desastroso, tal como un ciclón, un terremoto o inundaciones, se hacen patentes diversos rasgos de las sociedades afectadas. El estrés que causa pone a prueba la estabilidad y la cohesión sociales”.40 Es consabido que el paso periódico de los huracanes por el Caribe y las zonas meridionales de México y Estados Unidos suele dejar una funesta estela de decesos, desconocida para los cubanos. No es un hecho fortuito: responde a capacidades de defensa vertebradas por el Estado y, sobre todo, secundadas de manera activa por la población. La diseminación de un virus altamente contagioso es más insidiosa que el impacto de un ciclón y encarna un desafío más duradero y complejo, pero la mencionada cohesión social ha sido vital también ante esta emergencia sanitaria.
Uruguay cuenta con el Sistema Nacional Integrado de Salud (SNIS). Su puesta en marcha a partir de 2008 permitió superar la fragmentación del sistema y optimizar su financiación, así como garantizar una cobertura de atención integral prácticamente universal. Con 44 prestadores de salud de carácter público y privado, la gestión de la financiación y la conducción del SNIS las ejerce el Estado.41 Sus organismos de gobierno cuentan con participación social de trabajadores y usuarios. Tres grandes ejes sustentaron la reforma sanitaria. Dos de ellos, el cambio en el modelo de gestión y de financiación, avanzaron y se consolidaron a lo largo de la primera década del sistema; pero el tercero, transformación del modelo de atención, ha sido lento, incompleto, y aún no está consolidado.
El primer nivel de atención y el trabajo en el ámbito comunitario carecen de desarrollo adecuado en muchas de las prestadoras del Sistema. Aunque se ha avanzado en infraestructura edilicia, la organización del trabajo en este ámbito no ha sido jerarquizada por las instituciones, es insuficiente la inclusión de especialistas en medicina familiar y comunitaria, existe déficit de enfermería y profesionales de salud mental y las remuneraciones no son atractivas. Tampoco existe carrera funcional a este nivel; es decir, no está previsto que estos profesionales puedan progresar ni institucional ni materialmente. Sobrevive la impronta hospitalocéntrica que el SNIS pretendía superar.
Un hecho acontecido al inicio de la epidemia en Uruguay ilustra claramente estos problemas: la mayoría de los servicios de salud del primer nivel de atención de la Administración de Servicios de Salud del Estado (ASSE) en Montevideo, Canelones y otros departamentos del país fueron cerrados en el mes de marzo y su personal redistribuido para realizar consultas presenciales o telefónicas en otros espacios. La reacción de los profesionales, particularmente la de aquellos nucleados en la Sociedad Uruguaya de Medicina Familiar y Comunitaria (SUMEFAC), con respaldo del Sindicato Médico del Uruguay (SMU) y del Movimiento de Usuarios , logró revertir la situación y restablecer a los equipos de salud al seno de su comunidad.42
Por otra parte, el trabajo del primer nivel de atención no se encuentra adecuadamente jerarquizado en los protocolos para encarar la epidemia, especialmente en lo relativo a vigilancia epidemiológica y sistema de información. En este crucial rubro, el contraste con Cuba es notable.
Uruguay mantiene un mecanismo de vigilancia centralizado. Para la epidemia COVID-19 se estableció un sistema de rastreadores que se vio rápidamente superado en su capacidad ‒aun cuando se duplicó en número- durante el mes de noviembre, cuando la diseminación del virus comenzó a crecer en forma acelerada.43
No pretendemos sacar conclusiones con base en estas realidades, pero no debemos pasar por alto la “incapacidad” (o capacidad superada) del sistema de vigilancia epidemiológica centralizada de Uruguay, ni la insuficiente asignación de protagonismo al primer nivel de atención para el monitoreo de la epidemia. Ambas carencias, ausentes en Cuba, podrían explicar parcialmente el inferior control epidémico en Uruguay.
A grandes rasgos, cabe decir que en Uruguay no se han impuesto restricciones obligatorias de circulación, aunque se han establecido medidas ‒muy fuertes al inicio de la epidemia, más tenues en los últimos meses- para reducir la movilidad vinculada a la actividad laboral, estudiantil o recreativa (cierre de escuelas, estímulo al teletrabajo, suspensión de espectáculos públicos, aforo reducido en ómnibus interdepartamentales, y prohibición de aglomeraciones, entre otras). El uso de mascarilla facial se estableció con obligatoriedad para algunos ámbitos, ya avanzada la epidemia en 2020.
En términos generales, las limitaciones impuestas en Cuba, han sido similares, aunque ajustadas a esquemas flexibles en dependencia de las manifestaciones espaciales de la epidemia. La medida distintiva más importante acaso reside en el ingreso hospitalario de todos los infectados (incluyendo asintomáticos) y el aislamiento tanto de los contactos de los casos diagnosticados como de sospechosos identificados por el sistema de atención primaria. Inicialmente se establecieron rigurosas limitaciones a la entrada de viajeros al país, que se relajaron hacia septiembre. Sin embargo, debido a la acusada aparición de casos importados y de los contagios producidos por ellos, tales limitaciones volvieron a establecerse a finales del año. Esta evolución refleja cuán delicado es el equilibrio entre las medidas que favorecen la recuperación económica y las que obstaculizan la difusión del patógeno.
Procede destacar la participación de la ciencia y la comunidad académica en ambos países, así como el escenario colaborativo que se estableció precozmente.
Resulta verosímil que las favorables cifras que se registran en materia de mortalidad puedan atribuirse a la alta calidad de ambos sistemas y servicios de salud, así como a los protocolos de atención aplicados. También la muy baja letalidad en ambos países, transcurridos 12 meses desde los primeros casos (0,61 % en Cuba y 1,02 % en Uruguay), abona esa hipótesis.
La generación a nivel local de la tecnología para diagnóstico de COVID-19 posibilitó adecuada cobertura de este aspecto clave en la pandemia, con independencia del mercado internacional. La capacidad para realizar pruebas diagnósticas se fue incrementando progresivamente a lo largo de 2020, de manera ininterrumpida en Cuba y con algunas intermitencias en Uruguay, lo cual permitió garantizar el número de pruebas necesarias de acuerdo al estado epidémico. El incremento no proporcional del número de pruebas respecto del aumento acelerado de casos de diciembre-marzo se ha traducido en un crecimiento del porcentaje de positividad (Fig. 4) e induce a preguntarse si la capacidad ha sido superada por la necesidad y si ello constituye un punto crítico para el control de la epidemia en Uruguay en esta etapa.
Un resultado derivado de este contexto colaborativo y académico en Uruguay fue la conformación en abril de 2020 del Grupo Asesor Científico Honorario (GACH), colectivo de académicos, docentes e investigadores instalado a instancias del gobierno nacional como órgano consultivo, interlocutor para la toma de decisiones y análisis de las medidas de gestión de la pandemia. Desde abril 2020 a la fecha, el GACH continúa funcionando.
Los retrocesos constatados en los dos países exigen un examen más profundo, que desborda el alcance del presente trabajo. No haber podido realizarlo constituye una limitación del trabajo, pero identificamos zonas que deben complementar el análisis en el futuro.
Por ejemplo, en todos los países se observa una circulación comunitaria del SARSCOV-2. Pero está pendiente un examen del grado en que se ha involucrado a la comunidad organizada, con aproximaciones operativas que contemplen los rasgos de cada localidad. La participación del ámbito comunitario del sistema de salud y de la comunidad como tal en la gestión de la epidemia ha sido diferente en Cuba y Uruguay. Resulta legítimo pensar que la alta implicación social ha desempeñado un papel favorable en la buena evolución de la epidemia en Cuba, aunque esta conjetura reclama un escrutinio más incisivo.
En ambos enclaves resulta crucial el concurso más activo de las ciencias sociales, como reclamaba una reciente declaración,44 avalada, entre otros, por la Asociación Española de Ciencias Políticas y de la Administración (AECPA). A pesar de las dificultades, la COVID-19 nos insta en todos los países de la región sin excepción, a ir más allá de las ciencias biomédicas en nuestra respuesta, tal y como ha recomendado recientemente la OMS.45 La crisis convoca a salubristas y epidemiólogos, pero complementados con historiadores, virólogos, clínicos, filósofos, geógrafos, teólogos y científicos de las ciencias del comportamiento, entre otros, para entender y encarar el problema.
Las acciones deben apelar a la sabiduría de líderes comunitarios y no reducirse a la exigencia, a veces quimérica, del cumplimiento de normas de conducta que ignoren las singularidades de cada localidad, ni hacer descansar la prevención exclusivamente sobre el sistema de salud. El examen del devenir de la epidemia en Latinoamérica en general, y de Uruguay y Cuba en particular, así parecen aconsejarlo.
Dos moralejas fundamentales se derivan de este estudio. La primera y más importante es que con el SARSCOV-2 no se puede “cantar victoria” festinadamente, ya que una situación muy favorable puede revertirse de manera abrupta. La segunda es que los análisis comparativos más fructuosos entre países o regiones exigen que se contemplen los entornos sociodemográficos y políticos (especialmente los tamaños poblacionales) en cuyo seno se desenvuelve la epidemia, así como precaverse de los sesgos informativos que pueden inducir los medios de prensa.
Diversos asuntos reclaman hoy y merecerán atención futura en cualquier territorio de nuestra región, incluyendo, desde luego, tanto a Cuba como a Uruguay. En el presente trabajo se ha ofrecido un modesto aporte en esta dirección, pero la pandemia ha abierto numerosas avenidas para el estudio en la actualidad y en épocas venideras. 46) Algunos ejemplos son: el impacto que ha tenido el desprecio por la ciencia a cargo de algunos estadistas que contradicen y socavaban con regularidad a los expertos que encabezan la respuesta a la COVID-19 en sus países, el grado en que la desigualdad ha catalizado la tragedia e, inversamente, el impacto que esta ha tenido en la profundización de las inequidades, tanto en materia racial y de género como entre clases sociales.
Finalmente se concluye que cualquier caracterización de la situación está condenada a ser efímera por la naturaleza mutante de la epidemia; no obstante, el análisis permite identificar que los favorables rasgos sociodemográficos de ambas naciones, así como los de sus sistemas de salud aportan posibles explicaciones para los resultados obtenidos.