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versión On-line ISSN 2411-9970

ARCIC vol.10 no.27 La Habana sept.-dic. 2021  Epub 01-Dic-2021

 

Ensayos

La identidad nacional en el esbozo del campo de la comunicación en Cuba

National identity at the sketch of field of social communication in Cuba

0000-0001-9909-7911Emilio Barreto Ramírez1  * 

1Universidad de La Habana, Facultad de Comunicación. La Habana, Cuba.

RESUMEN

A fines del siglo XVI se localiza el primer período de la formación de la identidad nacional cubana. En esta época, únicamente se hablaba del criollo: una noción reservada para reconocer a “los naturales de la Isla”, quienes todavía se mostraban como una combinación con objetivos comunes, pero sin un hábito y, sobre todo, sin una memoria histórica habilitada para conferirle a ese cubano primigenio la base de una cosmovisión adecuada. A partir del criollismo acontecen las variaciones de nominación como resultado de las diferencias entre las colonias de ultramar y el clima social en la Península Ibérica, así como entre las circunstancias sociales que entrañaban la separación del mundo de la época: cuya brecha geopolítica era en parte el Atlántico. Eso siempre repercutió negativamente en el centro político, ubicado en la Capital de la Metrópoli, la cual se veía imposibilitada de controlar lo que estaba sucediendo en rincones fundacionales de esta sociedad que comenzaba a pugnar por nacer. En el presente ensayo se identifica y analiza el campo de la comunicación social como ámbito de origen, ensayo y germen de la identidad nacional cubana. Y, al mismo tiempo, estas páginas muestran cómo el discurso de la identidad nacional cubana se halla en los primeros bosquejos del campo de la comunicación social en Cuba. Para tal empeño, la investigación tiene como base la noción de campo de Pierre Bourdieu, pero mediada por la perspectiva asumida dentro del Paradigma Cultural Latinoamericano.

Palabras-clave: criollo; identidad nacional cubana; comunicación social; patria

ABSTRACT

At the end of Century sixteen they found the first period of the formation of the national Cuban identity. Then, they only talk about creole: a notion destined to recognize to the first people that was born in the Island, whom still was shown as a combination with common objectives, but without a habit and, above all, without a historical memory qualified to confer to that first Cuban the base of an appropriate Weltanschauung. As of the New World typical expressions, they happen the variations of nomination as result of the differences between the colonies of overseas and the political climate in Spain as well as between the social circumstances that buried deep the separation of the world of the time whose geopolitic breach was in part the Atlantic Ocean. That always reverberated negatively in the political center located in the capital of the Metropolis, who saw helpless of controlling which were happening in foundational struggle to sprout. At present essay it identifies and analizes the field of the social communication as environment of origin, trial and germ of the national Cuban identity and, at the same time, these pages show as the discourse of the national Cuban identity it is present in the first sketches of the field of the social communication in Cuba. For such pledge, this research has as a base the notion of field by Pierre Bourdieu, but interceded for the perspective assumed by the Cultural Latin American Paradigm.

Key words: creole; Cuban National Identity; social communication; fatherland

Introducción

El pueblo cubano es la derivación de la existencia, en una región o territorio, de etnias y culturas originarias de otros continentes. Aquí esas etnias y culturas variaron sus apariencias iniciales. Al mismo tiempo, al interactuar entre ellas mismas se constituyeron en un entramado cultural además de nuevo novedoso. Lo concluyente en la proporción de esta armazón sociocultural lo componen las variables que tanto el medio social como el natural le establecen “a su conjunto humano, histórica y especialmente especificado” (Torres-Cuevas, 2007, p. 258).

De paso, se requiere aclarar que, en el instante en el cual los buques bajo el mando del Almirante Cristóbal Colón llegan a costas cubanas, en la Europa renacentista todavía no se hallaban preparadas las condiciones para la emergencia de las naciones marcadas por el aliento y la dinámica de la sociedad moderna. Específicamente la Metrópoli española del encuentro entre los dos mundos no pasaba de ser, en palabras de Eduardo Torres-Cuevas (2007, p. 258), “una asociación con tradiciones, lenguas, usos, costumbres y leyes diferentes”.

Curiosamente, la España que surgía como potencia imperial, fue formándose al mismo tiempo y en la medida en los cuales se iba conformando la América ya completamente monopolizada por la propia España, Portugal, Inglaterra y Francia. Las contradicciones que brotan entre los oriundos de América y la ascendencia europea exigen, desde el siglo XVI: inicio del proceso de transculturación, a concretar el recién surgido sujeto americano: a la sazón, génesis del “nuevo complejo cultural”. Entonces, a partir del XVI, los conquistadores de América, ubicados en cualquiera de las dos orillas del Océano Atlántico, se propusieron puntualizar la cuestión. A raíz de ese proceso, apareció el término criollo.

A fines del siglo XVI se localiza el primer período de la formación de la identidad nacional cubana. En esta época, la noción criollo estaba reservada para reconocer a “los naturales de la Isla”, quienes todavía se mostraban como una combinación entonces ya con objetivos comunes, pero sin un hábito y, sobre todo, sin una memoria histórica habilitada para conferirle a ese cubano primigenio la base de una cosmovisión adecuada. En él acontecen las variaciones en usos como resultado de las diferencias entre la zona tórrida y el clima imperante en el Viejo Continente, así como entre las circunstancias sociales que entrañaban la separación del mundo de la época: separado por el Atlántico. Eso -pudiéramos acotarle a Torres-Cuevas (ibid, pp. 260-261)- siempre repercutió negativamente en el centro político de ese mundo, ubicado en la Capital de la Metrópoli, la cual se veía imposibilitada -ahora sí en palabras de Torres-Cuevas- de controlar, “de hecho, lo que sucede en los escasos rincones de esta sociedad en gestación”.

Torres-Cuevas (ibid, p. 261) ubica el segundo período en la segunda mitad del siglo XVIII. Para esa fecha sí se puede apreciar como una invariabilidad “el mestizaje cultural” el cual, si en tiempos del criollo únicamente significaba mezcla, ahora devendría “nueva combinación que ya no es síntesis aruaca-hispana-africana, sino un producto cultural nuevo que dará origen a una nueva calidad: lo cubano”. Tal característica trajo el emborronamiento de las demarcaciones hasta entonces distintivas “de las culturas originarias para empezar a definirse como una nueva cultura, expresión espiritual de un pueblo nuevo”.

La noción de patria se hallaba recalcada en la ley y en la literatura españolas con el propósito de distinguir el sitio en el cual se ha nacido de las demás regiones del Reino de España. Por lo tanto, patria puede ser considerado noción, concepto… que funcionaba a manera de ligadura entre el grupo social y el territorio habitado. Ello no solamente trascendió en forma de testimonio de amor por el lugar de nacimiento, esto es, el terruño; también como la enunciación de los rasgos comunitarios que se han formado por procesos de hibridación cultural. Entonces, la localidad, con el nombre asumido como estandarte, especificaba a la patria, la cual era distinguida y preservada sobre la base de la unidad. Ésta era explicitada detalladamente por medio de la consignación del lugar al cual el individuo pertenecía. También era puntualizada la cultura a la cual debía integrarse. Así se adquiría una conciencia clara de la identidad del individuo.

Había también otra lectura del asunto. El vocablo patria, derivado del latín patria (“femenino de patrius”) quiere decir “la tierra de los padres”. La “patria del criollo no era la tierra donde nacieron sus padres, sino la que dejaron como herencia de una conquista”. La definición, entonces, desbordaba el criterio de adopción para expandirse como adaptación. En resumida cuenta, la noción-concepto-definición estaba proveída por un lado de una etimología y por otro de un contenido. Vista la cuestión desde lo étnico, la patria adquiría rango conceptual cuando se dilucidaba en la respuesta al siguiente interrogante: ¿de quién eres hijo? Después, vino otra forma de realizar la interrogación: ¿dónde naciste? La respuesta, entonces, le confirió un sentido renovado y más cargado de humanismo. Había también otro sentido: la noción de patria era primaria al concepto de nación. Y en esa dimensión se experimentó un avance apreciable, pues así se constata en la actualidad: la patria “nace de una realidad prenacional” pues, a “primera vista, la patria se distingue de la nación y del Estado por algo más afectivo, más carnal. Implica un lazo con el suelo y con los antepasados, con el suelo que se ha hecho sagrado por ser verdadero osario” (Lacroix cit. por Torres-Cuevas, 2007).

La noción es todavía más abarcadora, pues igualmente enlaza la reciprocidad entre las razones del corazón, el presente y el futuro. Este proceso posee, en palabras de Torres-Cuevas, “contenido de permanencia y transparencia generacional del propio yo convertido en expresión colectiva en tanto mi yo adquiere, en el concepto de patria, su verdadera dimensión social y trascendente”. En consecuencia, el alma, esto es, el ánima patriótica, adquiere más pureza y tiende a tornarse más sincera que la nacionalista. Veámoslo ahora según L. Dupoy citado por Torres-Cuevas (2007): “En el patriotismo la vida emocional es más espontánea, más natural; implica ya una cierta racionalización de la vida emocional. El nacionalismo va unido indisolublemente al Estado y, por lo mismo, es causa de guerras”.

La noción de patria hunde sus raíces en la cultura popular; la de nación es el resultado de la investigación académica, el ensayo literario y el tratado político (cuando no el cabildeo). La patria puede ser considerada, sin la necesidad de mayores disquisiciones, la casa, esto es, el hogar de la familia, pues él atesora al tiempo que testimonia el pasado colectivo, mediante el cual se han erigido prácticas, usanzas colaboradas y comunicadas generacionalmente. La aspiración -absolutamente pasional- de conseguir la felicidad colectiva a partir del compromiso, también colectivo, de diseñar un destino sublime y compartido por todos. Todo esto consistía en la construcción, siempre desde lo ardoroso, del amor a la tierra en la cual se ha nacido, así como el apego y la defensa de todo cuanto distinga la personalidad de la patria.

Todo lo anterior puede comprenderse si se procura un alto en el curso de cualquier investigación para revisar detenidamente los archivos que guardan los documentos de las centurias del XVI al XVIII. En ellos se localiza, con carácter de sistematicidad, la idea o noción bien de patria local, bien de patria región. Luego, esta noción no estaba reservada para englobar a toda la Isla, cuya geografía se reconocía por la disección jurídica que hacían denotar las villas, esto era, las patrias regiones. Al mismo tiempo existían las patrias locales, quizás una noción más circunscrita, constituidas por las ciudades y villas (Torres-Cuevas, 2007, p. 265). En el presente ensayo se identifica y analiza el campo de la comunicación social como ámbito de origen, ensayo y germen de la identidad nacional cubana. Y, al mismo tiempo, estas páginas muestran cómo el discurso de la identidad nacional cubana se halla en los primeros bosquejos del campo de la comunicación social en Cuba. Para tal empeño, la investigación tiene como base la noción de campo de Pierre Bourdieu, pero mediada por la perspectiva asumida dentro del Paradigma Cultural Latinoamericano.

Desarrollo

La memoria histórica

Previamente a la irrupción del Iluminismo, o sea, iniciada la segunda mitad del XVIII, tiene lugar el suceso más importante para entender el transcurso del progreso de la cubanidad: la creación de la memoria histórica, un concepto insoslayable para que alcancemos una definición de identidad nacional cubana. El empeño es epistemológico y requiere que demos cuenta de un estado del arte.

Comenzó a producirse una literatura, generada por criollos, que se ha considerado por la investigación social como sustancialmente histórica. Veamos la cuestión. Antes de esa fecha, las fuentes literarias para indagar en la historia de la isla de Cuba era preciso buscarlas en los cronistas de Indias y en los no pocos oficiales que narraban las circunstancias que mediaban la vida de la Isla. También eran consultados los informes de las distintas gobernaciones, todos redactados desde la óptica peninsular y por ende colonialista, o sea, por la visión de quien llega a la Isla con un único e invariable propósito: consumar la autoridad del Rey de España. Pero más abundantes en información y amenos eran los informes de las visitas pastorales que realizaban los obispos.

Sobre la historia de Cuba, las piezas literarias fundacionales -o al menos las primeras en ser conocidas por la historiografía cubana- son de la autoría de Pedro Agustín Morell de Santa Cruz iniciada ya la segunda mitad del XVIII. Morell de Santa Cruz, a la sazón, era obispo y gobernaba eclesialmente en la entonces diócesis de Cuba. No era cubano, pero sí criollo, pues había nacido en La Española. Las obras en cuestión llevan por títulos Relación histórica de los primitivos obispos y gobernadores de Cuba e Historia de la Isla y Catedral de Cuba. Luego aparece un libro fundamental de José Martín Félix de Arrate, quien desempeñaba el cargo de regidor del cabildo habanero. Arrate tituló su obra Llave del Nuevo Mundo. Antemural de las Indias Occidentales. (ibid, p. 271).

Ambas piezas de la literatura histórica revisten importancia cardinal, pues a mediados del siglo XVIII los criollos ya podían contar con -al decir de Torres-Cuevas- “historia propia sobre la cual pensar y proyectar”. Se trataba de una demanda satisfecha “de la sociedad criolla”. Era, en fin, la fundación de la memoria histórica de la comunidad luego de más de doscientos cincuenta años de evolución. Y ese, a todas luces, parece haber sido el resorte intelectual que activó a los autores, pues cada uno lo hizo patente. Antes de Morell de Santa Cruz, y de Arrate, los criollos no habían tenido voz propia. Menos que eso: habían sido, como bien apunta Torres-Cuevas (2007, p. 272), descritos y juzgados, pero esta vez no desde la mirada metropolitana sino por medio de las manos y las conciencias del Obispo y el Regidor, respectivamente. Ahora la descripción y el juicio llegaban desde el ser criollo de la isla de Cuba, y en ella alcanzaba una distinción avalada por la historia, esto es, la memoria. Finalmente, desde la noción de patria ya podía ser emancipado un caudal etimológico, así como el término criollo dejaba de ser un sustantivo vacuo: únicamente indicador del lugar de nacimiento y crianza.

En este punto del camino, podemos entender por memoria histórica el reconocimiento de un pasado nutrido por la memoria colectiva, esto es, un módulo de ideas (las realizadas y las soñadas), así como las pasiones y las concepciones más racionales que le confieren vigor y cohesión a la identidad colectiva de quienes la promueven. A partir de 1790, cuando se puede tocar la plenitud de la primera generación de criollos intelectuales que ha comenzado a pensar en clave de cubanidad, todo acto preocupado y ocupado en la generación de ideas será realizado sobre la base de la memoria histórica planteada primero por las obras históricas de Morell de Santa Cruz, y de Arrate, así como por las propuestas de los pensadores iluministas que ascendieron a las tribunas de la Sociedad Económica de Amigos del País y que publicaron sus ideas en las columnas del Papel Periódico de la Havana. El compromiso con la Cuba soñada era aún más palpable, pues las propuestas políticas, económicas y sociales sopesadas en Europa, y que llegaban a Cuba por vías diversas, ideas que llegan a Cuba eran pasadas por el filtro que constituían los anhelos criollos, los cuales, deberían corporeizarse sobre la base de la memoria histórica. (Torres-Cuevas, 2007, p. 272). El empeño nos deja otro saldo humanista: el concepto de intelectual que en pleno siglo XX formulara el novelista y ensayista cubano Alejo Carpentier y que hemos llegado a conocer por la atinada praxis divulgadora de la ensayista cubana Graziella Pogollotti quien, en el Simposio Los que pensaron a Cuba, realizado en el Centro Hispanoamericano de la Cultura en octubre de 2004, expresó más o menos del siguiente modo: intelectual es aquel que ha sabido estar atento a las ideas más novedosas que se practican en el mundo y ha sabido realizar una síntesis de todas ellas para luego proponerla en su nación confiriéndole sentido de patriotismo.

Este período de fomento de la memoria histórica coincide con el apogeo de la sociedad esclavista y va de 1763 hasta el inicio de la década del 40 del siglo XIX. La apertura de este tiempo está marcada por transformaciones sustanciales que se llevan a cabo al amparo de la Ilustración española, o sea, entre 1763 y 1808. Entre otros, sus principales rasgos fueron: -) la aparición de instituciones muy a tenor de la Ilustración en la Metrópoli, por ejemplos: la Real Intendencia, la ya mencionada Real Sociedad Económica de Amigos del País y el Real Conciliar Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio, -) el rediseño sociocultural como derivación de la impronta de una no sólo nueva sino además novedosa razón cognoscente e instrumental del ámbito de la producción para el desarrollo económico y del dinamismo migratorio (ibid, p. 277). Hemos preferido no abundar en la riqueza cultural legada por la fabulosa producción de bellas artes de esta época, sobre todo en la literatura, esto es, la poesía, el ensayo político, sin olvidar el periodismo social y la literatura de campaña que se produjo y editó durante las dos guerras de independencia del XIX. Las líneas de las cuales disponemos ahora es sensato dedicarlas a continuar repasando los hitos fundamentales para ver el desarrollo de la sociedad cubana de entonces.

La sociedad cubana experimentó otra transformación especial: la modificación de las estructuras sociales. Aquí es básico subrayar la presencia, a juicio de Torres-Cuevas (ibid) “de una estructura social doble: clasista y estamental”. Si miramos pausadamente la relación entre las dos variables, obtendremos algunas de las informaciones que delatan las diferencias entre la sociedad cubana de entonces y las de Europa. En la isla de Cuba, la raza se erigió en elemento esencial para la diferencia clasista. La sociedad se hallaba fragmentada en tres estamentos: los blancos, los “libres de color” y los esclavos. Al mismo tiempo, los “libres de color” y los esclavos también habían experimentado un fraccionamiento en pardos y morenos, o sea, en mulatos y negros. Una de las causas para la conformación de semejante escenario social, acaso la primera, es el surgimiento y la consolidación de la burguesía esclavista, la cual era el resultado de otro desgajamiento: el de los ex hateros. Al mismo tiempo, los hacendados, sobre todo los ganaderos, afianzan su visibilidad dentro del espectro social cubano. La pauta económica a seguir, así como la racionalidad aplicada, conformarán las diferencias entre ambas clases. Lo anterior va en sentido general porque, en particular, alcanzaban contornos detallados las clases medias de las urbes, sobre todo la de San Cristóbal de La Habana. Algo parecido sucedió con el campesinado. La plataforma desde la cual remuneraba a la sociedad el estamento que nos ocupa la componían los esclavos, los campesinos y los artesanos (Torres-Cuevas, 2007, p. 277).

Durante el transcurso de las centurias del XIX y el XX, el devenir al cual nos hemos referido dejará entrever el ordenamiento de la sociedad cubana y su correspondiente modus vivendi, aun cuando cada clase social tenía su propio modus vivendi. Así, la economía azucarera impulsada por la sacarocracia establecida por toda la Isla, propició el levantamiento de lo que ya se podía llamar una economía nacional colaborada por la integración de las economías locales. Otro dato en relación con la aceleración del desarrollo de la Isla, cuyo cuerpo estructural había dejado definitivamente de ser amorfo, lo revela el eficiente paso que experimentó la relación entre la producción y el comercio. Y todo ello, a fin de cuenta, deja el siguiente saldo: mayor tendencia de los agentes sociales por la interactuación y, por ende, más definición “de una conciencia patriótica, centro de la maduración de un pensamiento interno y propio”. En este sentido, “el proceso de formación nacional se acelera y enriquece. Por el contrario, el de integración nacional se retarda y complica, al surgir en su seno numerosas paradojas”. Igualmente, la mayor extensión del tejido étnico, esto es, la multietnia africana y la europea, respectivamente, favorece la instauración de diversos nichos sociales. De forma especial se produce el agravamiento de las adversidades étnicas (europeas y africanas) para hacer más transparente una diferencia de jerarquía hiperbolizada: la racial (Torres-Cuevas, 2007, p. 278).

Pensar la cubanidad

Rebasado el primer cuarto del siglo XX, el sabio cubano Don Fernando Ortiz (2012) entregaba una reformulación eficaz del concepto aculturación. A la definición, Ortiz (2012) contrapone la de transculturación. Veamos el posicionamiento: aculturar, en la fórmula clásica legada por la antropología cultural europea, expresa la merma de una cultura debido a la puesta en práctica de un proceso de asimilación a otra que ha adquirido más fuerza y por tanto mayor empuje. El concepto tradicional había sido probado por las experiencias testimoniadas por la cultura de una u otra nación europea, las cuales, donde se han instalado han conseguido ipso facto suscitar la aculturación: un proceso que ha exigido a los oriundos del territorio el desaprovechamiento e, incluso, la inutilización forzosa de la cultura autóctona, aunque es justo señalar que la violencia no constituye una metodología única. Por tanto, este proceso se ha dado de manera pacífica. En una oración: quien emigra a un país de Europa sabe, de antemano, cuan imperiosa resulta la decisión de integrarse a la cultura de la nación a la cual ha arribado.

La transculturación propuesta por Fernando Ortiz (2012) se esmera en la explicación de cuán típico ha resultado la “formación y evolución de lo cubano”. En esta definición se acota el transcurrir indetenible que muestra la interactuación de los elementos siempre diversos que, traídos a Cuba, son incorporados a la sociedad, dotándole de componentes novedosos dirigidos a enaltecer el paisaje sociocultural. Pero la transculturación es, únicamente, el primer trecho de este camino. Una vez que los elementos componedores de la sociedad cubana entran en sostenido proceso de transculturación empieza a producirse otra cultura, acaso nueva: “que no es estática en el tiempo, sino dinámica, creadora y que incorpora de manera sistemática y selectiva lo que se le ofrece y puede asumir de la producción universal”. Esta, sin embargo, es fase de culturación, según el propio Fernando Ortiz (2012).

Así, lo que se ha obtenido es un proceso de transculturación-culturación, el cual puede ser dividido en cuatro períodos, estos son, criollismo, esclavismo, cubanidad y culturación de la cubanidad consciente. El primero indica la interactuación de las culturas presentes en Cuba. En este período se produce una mezcla que no impide la preservación de las esencias de los elementos teleológicos, los cuales trasladan nada más una porción de ellos al acumulado sociocultural resultante en plena formación. El segundo produce una alteración sobre la base del incremento de los componentes mezclados en el interior del criollismo. En el tercero, a través de la transculturación, se efectúa la transustanciación del cúmulo de elementos ya destinados a acceder al Ser Cubano. Con ello se da sitio a la calidad colectiva que especifica a un pueblo de nueva formación. Finalmente, el cuarto, se halla distinguido no sólo por la presencia del Ser Cubano sino, además, y sobre todo, por la conciencia de ser (ibid, pp. 280-281).

El Ser Cubano es un proceso que experimenta la siguiente derivación: primera, de lo hispano a lo hispano-criollo; segunda, de lo hispano-criollo a lo cubano; tercera, de lo africano a afro-criollo, y cuarta, de lo afro-criollo a lo cubano. Entonces, la culturación es, si hurgamos en su teleología, cubana e integradora. Por tanto, posee e irradia vocación universal. De ahí la valía del concepto de intelectual creado por Alejo Carpentier y divulgado por Graziella Pogollotti, en el cual nos hemos apoyado desde hace algunas cuartillas. La cubanidad comienza a erigirse en acontecimiento de calidad, al tiempo que es apreciada como un desafío: lo cubano, o sea, entorno tangible, sentido de pertenencia sobre la base de una voluntad razonada y, por encima de todo, enarbolamos con Fernando Ortiz (2012), la voluntad de ser.

Toda esa derivación puede resumirse en tres etapas. La primera se cumple entre 1763 y 1790. La segunda va de 1790 a 1820; y la tercera de 1820 a 1846. Miremos, aunque sea de soslayo, en el interior de cada una. En la primera comienza la transformación de la sociedad criolla a la esclavista; en la segunda sale a la palestra la intelectualidad criolla que ha comenzado a pensar definitivamente en cubano. Esta etapa tiene una gran importancia para nuestra investigación porque en ella la cultura fraguada por los criollos, en su acepción destinada a la valoración y enaltecimiento de las bellas artes, experimentó el auge conferido por la Ilustración dieciochesca no sólo en España sino en casi toda Europa Occidental. Se trató de una apoteosis en la creación artística y literaria, así como en el ensayismo especializado en las ciencias exactas, y por último en el periodismo.

El incremento del porcentaje creativo, así como los contenidos de los productos comunicativos, pueden ser vistos hoy como el bosquejo para la conformación del subcampo cubano de la comunicación como proceso complejo, toda vez que las propuestas de los mensajes tenían un marcado carácter de patriotismo pensado para el presente y para el futuro. Téngase en cuenta que los destinadores, o emisores de tales mensajes, ejercían sus prácticas comunicativas desde la palabra impresa (Papel Periódico de la Havana), la oralidad (los podios de la Sociedad Económica de Amigos del País, las tertulias del Palacio de Aldama, las de Félix Varela en el Seminario San Carlos y San Ambrosio, y la docencia de nivel superior impartida en el Seminario San Carlos y San Ambrosio y en el Real y Pontificio Colegio San Jerónimo).

La comunicación social, por tanto, en este período era ya una práctica que estaba mediando la ideología, el imaginario y por consiguiente ese dueto armónico que hoy conocemos con el nombre de relación misión-visión o el ser-deber ser. En ellos la voluntad era la teleología y la moral lo inmanente. Entonces, para concluir, la cubanidad no puede prescindir de la divulgación jubilosa de la identidad sobre la base de una praxis comunicativa bien al modo de la mayéutica ejercida en las aulas universitarias, en las tertulias y en las Sociedades, así como en los productos comunicativos clasificables dentro del periodismo o dentro de los diferentes géneros literarios. Esa divulgación jubilosa era, al tiempo que orgullo meditado por el sentido de pertenencia, capacidad de renuncia en aras de la preservación primero y la expansión después de la gracia que constituye el Ser Cubano. En este punto, no podemos dejar de observar la mirada que los intelectuales cubanos estaban dedicando a la pasión francesa de La Bastilla.

En la tercera etapa (1820-1846) las ideas del liberalismo avanzado pasan a ser el medidor desde el cual se enrumbó el análisis del esclavismo como sistema en crisis. Durante estos años brota y adquiere fuerza el sentimiento independentista. En esta época la producción de comunicación social se hace más notoria a partir de la conformación de un sistema de prensa más amplio y diverso. Desde ese sistema se hacen transparentes todas las posturas políticas que constituyen las mediaciones discursivas del centro de la sociedad cubana (reformismo, autonomismo, anexionismo e independentismo). Aquí sería atinado, sensato y prudente incluir el periodismo y la literatura de ensayo sobre Cuba y para Cuba, esto es, la producción de comunicación social, realizados fuera de la Isla, tal y como sucedió con el periódico El habanero, redactado y editado por Félix Varela en los Estados Unidos de América, así como el libro Cartas a Elpidio, también de la autoría de este sacerdote cubano exiliado en los Estados Unidos luego de ser condenado a muerte por la Corona Española. Si la Revolución Francesa influyó en la mirada de los intelectuales cubanos de fines del XVIII e inicios del XIX, en el segundo cuarto de la centuria decimonónica se hicieron absolutamente visibles las mediaciones de la Filosofía Clásica alemana, sobre todo en su vertiente de la Revolución Filosófica kantiana, en la cual lo axiológico es piedra angular para el ejercicio de la conciencia. La nueva concepción epistemológica de Kant medió completamente el pensamiento de José de la Luz y Caballero quien, al modo de Kant, llegó a formular cuatro pasos ineludibles para organizar el conocimiento. Por otro lado, la idea de una patria cubana no podía desligarse de la aspiración que albergaron estos cubanos en torno a formar un ciudadano dotado de una cívica alta, al nivel de la Cuba que ya desde hacía años venían soñando. Y aquí es justo citar nuevamente a José de la Luz y Caballero quien, al someter el verbo ser a un enroque semántico magistral, forjó la siguiente pauta de actuación: “Todo es en mí fue, en mi patria será”.

En todo ese empeño de renovación sobre lo social, lo económico y lo ideológico, la Razón ofreció, de un lado, la plataforma para la fundación “de una ciencia cubana y de una conciencia patriótica”; del otro, la posibilidad de darle un giro pragmático, o sea, racional e intensivo a la vez a la economía, esto es, “la explotación de esclavos, campesinos y trabajadores”. Desde esta reflexión es posible verificar que la racionalidad se declara en dos prismas: en el primero se propicia la contribución “al proceso de formación de la nación”, porque posibilita comprender, “desde una aplicación lógica”, el devenir cubano y su posterior proyección con sentido de mejoramiento cívico, es decir, de visión de futuridad; en el segundo se muestra a modo de constituyente postergado del proceso de composición social, porque vigoriza la segmentación social, estipula desde la sospecha el criterio que comprueba la organización social estamental y en clases. En síntesis, la Razón crea un elemento de liberación por el prisma inicial; en el otro forma un accesorio cuyo propósito es el acatamiento acaso resignado (Torres-Cuevas, 2007, p. 285).

A la voluntad de ser cubano hemos convenido nombrarla al modo de Eduardo Torres-Cuevas: conciencia de esa razón identitaria. Pero el propio historiador recomienda, para mayor compromiso semántico con voluntad de tanta nobleza de espíritu, designarle por apellido patriótica. A lo anterior nos disponemos de magnífico grado debido a un par de realidades: una, porque desde antes de la Ilustración dieciochesca la sociedad criolla, como ya hemos reseñado hace varias páginas, usó la noción de patria para distinguir el terruño en el cual se ha nacido y donde se adquiere conciencia de mismidad, tal y como hemos precisado en nuestro concepto de identidad apoyado en la noción de Carolina de la Torre (2008). Eso, como consecuencia de la educación familiar que entrega “hábitos, tradiciones, mentalidades”. La segunda realidad consiste en que, declarado el colapso del ancien regimen, la ideología liberal emergente, sobre la cual recayó la creación de las constituciones españolas del siglo posterior, empleó el concepto de nación española. Este es el punto de partida para el establecimiento de la hegemonía colonial que destilaba el concepto monárquico de integridad nacional. Entonces la noción de patria vino a ratificar otra integración: la interna que germinaba desde el centro de la sociedad criolla, así como la irradiación de un sentimiento patriótico: el marcaje de una distancia política con la jerarquía de los integristas nacionales a la usanza de la Metrópoli. En consecuencia, los intelectuales cubanos orientados afectivamente a la fundación de una Cuba cuando menos autónoma si no independiente, más allá de todo interés de clase, dieron rienda suelta al uso del vocablo patria en su condición de concepto (ibid, pp. 285-286).

Todo ese afán legítimo venía catapultado por las constituciones españolas de inspiración liberal; también, como es lógico, por la radicalidad de la Revolución Francesa y por la posterior fundación de los Estados Unidos de América como república articulada con destino perfectamente manifiesto nada más por el camino expedito hacia la prosperidad política, económica y social. Al mismo tiempo, otra mirada agraciada de parte de los criollos fue para las repúblicas latinoamericanas recientemente formadas. En todos estos ensayos y fundaciones de la constitucionalidad y del Estado de Derecho, se veía explícitamente el deseo de elevar el talante del plebeyo hasta convertirlo en ciudadano. La incompatibilidad de ambas posturas devino trascendental: el plebeyo, o vasallo, dada su condición de no ciudadano, se hallaba desposeído del articulado constitucional que constituyen los derechos y los deberes; nada más lo impulsaba el carácter obligatorio que revestía el cumplimiento del mandato de la realeza. En contraposición se encontraba el ciudadano: alguien siempre consciente, movido por el previo conocimiento de la ley y de su ubicación dinámica en el centro de lo social. El ciudadano sí tiene deberes y derechos. De ahí su ubicación dinámica en el centro de lo social y, por tanto, siempre será una figura determinante en el curso político del país. Por esa razón de elevado altruismo, toda la aspiración laborada de los fundadores de la conciencia nacional, esto es, la patria y la nación cubanas (Félix Varela, José Antonio Saco, José de la Luz y Caballero y José Martí, por citar solamente cuatro), se centraron con toda intención en el trabajo formativo que entraña la educación académica en primera instancia y la que ofrece la comunicación social en segunda, pero a modo de complementariedad de la primera, esta es, más alta y aún más comprometida porque promete mayor alcance social. Se trataba, entonces, de la corporeización del sujeto social y el colectivo, al cual ya hemos nombrado el ciudadano, quien debería estar perfectamente imbuido de acaso el primero de sus deberes: edificar la patria y la nación cubanas. Por esa magna razón, todos los acercamientos al Ser Cubano, tanto en artículos periodísticos como en tratados filosóficos, eran, invariablemente, la licitación jubilosa del Deber Ser. Y en ese sentido ya habíamos citado el aforismo de Luz y Caballero cuyo enroque semántico del verbo ser resulta magistral. (“Todo es en mí fue, en mi patria será”.) En José de la Luz, como en todos los intelectuales patriotas del XIX, el deber ser constituyó utopía y no entelequia. La utopía contiene lo realizable sobre la base de la tenacidad y la audacia; la entelequia es una ficción, un ideal de ensueño nada viable. Sí José de la Luz y Caballero expresó la patria y la nación cubanas desde la educación personalizada, José Antonio Sacó elevó el acercamiento a la formación ciudadana al rango de gestión cardinal dentro de lo que él mismo denominó “la desasimilación de Cuba por parte de España” (ibid, pp. 288).

Para finalizar, hemos escogido a José Martí, por ser la figura en la cual se realiza la síntesis del arco de la identidad que comienza en Félix Varela y culmina en el propio Martí con la mediación de Saco, Luz, Céspedes, Agramonte, Juan Gualberto Gómez, Salvador Cisneros Betancourt, etc. A los dos últimos los he citado porque, todavía más allá de la dedicación a la fragua de la patria y la nación cubanas, produjeron comunicación social radicalizada a favor del independentismo en un instante tan álgido como el matizado por la Enmienda Platt. Regresando absolutamente a Martí, el Ser Cubano era un concepto enlazador del amor con la esperanza: en el módulo diseñado por Martí para atesorar y expandir lo cubano había sitio hasta para la persona nacida en España pero que habría sabido forjar amorosamente la decisión de amar y trabajar por Cuba (Martí s/f, p. 98). Entonces, en virtud de tal punto de vista, para Martí “cubano era más que blanco, más que negro, más que mestizo”. En consecuencia, la patria “es humanidad, es aquella porción de humanidad que vemos más de cerca, y en que nos tocó nacer; y ni se ha de permitir que con el engaño del santo nombre se defienda a monarquías inútiles, religiones ventrudas o políticas descaradas y hambronas, ni porque a estos pecados se dé a menudo el nombre de patria, ha de negarse el hombre a cumplir su deber de humanidad en la porción de ella que tiene más cerca” (ibídem).

Este posicionamiento, a todas luces programático en tanto tiene ribetes apostólicos, Martí lo explica del siguiente modo: “Patria no es más que el conjunto de condiciones en que pueden vivir satisfechos el decoro y el bienestar de los hijos de un país. No es patria el amor irracional a un rincón de la tierra porque nacimos en él: ni el odio ciego a otro país, acaso tan infortunado como culpable. Patria es algo más que opresión, algo más que pedazos de terreno sin libertad y sin vida, algo más que derecho de posesión a la fuerza. Patria es comunidad de intereses, unidad de tradiciones, unidad de fines…” (Ibídem).

Las orientaciones decimonónicas de José Martí para la centuria del XX (A modo de conclusión)

Dentro de la República Burguesa, la intelectualidad cubana protagonizó un giro notable en el interés temático, al tiempo que multiplicó los espacios comunicativos para el diálogo y el debate en torno a la identidad nacional. Entonces el problema se centró más en revelar, localizando en las entrañas de “la historia y de la cultura cubanas”, la enjundia auténtica, esto es, el umbral de la nación, así como la textura de ésta (Torres-Cuevas, 2007, p. 302).

A tenor del encargo social, Don Fernando Ortiz (2012) construyó acaso uno de los conceptos más socorridos de la cubanidad. Para este autor, la cubanidad consiste en una particularidad cualitativa: “lo cubano es un ajiaco”. Para guisar el ajiaco es imprescindible el fuego, el cual, con justeza, llegó a ser la pasión de Prometeo. Luego, es preciso cocinar el ajiaco. La acción de cocinar exige superar el instante pasional del modo en el cual nos indica Félix Varela en la “Lección Novena” de sus Misceláneas Filosóficas, donde expresa: “Para ser apasionado, es preciso ser buen pensador”. La decisión de cocinar bien implica la búsqueda de ingredientes con la intención de integrarlos no a modo de mezcla sino de combinación novedosa para obtener una calidad nueva; en este caso, un pueblo nuevo.

En tiempo ya de concluir, podemos afirmar con Eduardo Torres-Cuevas (2007) que lo básico de la cubanidad es el corolario de períodos disímiles “en la formación de nuestro pueblo”. Se trata de la existencia de una hondura del Ser Cubano que fija “actitudes, aspiraciones, sentimientos, modos de ser y de vivir y, sobre todo, esa compleja amalgama que conforma lo más profundo de la mentalidad cubana”. El doctor Torres-Cuevas se refiere a una concepción cubana del andar por la vida destilando, al mismo tiempo, lo profano y lo libérrimo con el soporte de la alegría, la fuerza, el desafío… Todo ello ubicándose siempre en encrucijadas o, “en el límite de todos los límites”. Debido a estos rasgos, cuasi flagelantes -cuando no lo son del todo-, ha sido imprescindible dotar a la cubanidad de una relación axiológica que consiga filtrar el ser para que éste ascienda, en condición de obligatoriedad, al deber ser. Si renunciáramos a tal operación deontológica estaríamos admitiendo una especie de no ser. Éste, finalmente, es el juicio por medio del cual Fernando Ortiz (2012) sitúa como uno de los atributos determinantes no únicamente la seriedad de lo que representa Ser Cubano sino la voluntad de serlo. Asimismo, se deja traslucir una inmanencia: aprender a conocer y reconocer las fallas y las debilidades, y a saber identificar la presencia de marginalidades introducidas como resultado de las torceduras amontonadas con el paso del tiempo. Para el acabado final de ese retrato ha existido la colaboración consecuente y amorosa de la intelectualidad del XX tan preocupada por la definición de la nación y lo cubano. Entre ellos, casi todos poetas, ensayistas y docentes de la Universidad de La Habana, se hallaban, además de Fernando Ortiz, José Antonio Ramos, Jorge Mañach, Medardo Vitier, José Lezama Lima, Cintio Vitier, la española María Zambrano y el italiano Gustavo Pittaluga, entre otros.

Fernando Ortiz (2012) terminó por definir la cubanidad no únicamente como la pasión por lo posible; también como el pensamiento y la búsqueda de lo posible, el rastreo firme e indetenible “del deber ser de una sociedad que nunca logra estar conforme consigo misma y que siempre se mueve con los latidos constantes del peligro”. Entonces, hasta el presente, la cubanidad ha sido -puede decirse sin temor a dudas-, “ensayo de la esperanza y realidad de lo incompleto” (Torres-Cuevas, 2007, p. 304). Luego, la identidad nacional cubana, estamos en condiciones de afirmar, es la búsqueda jubilosa e incesante de la vocación individual y social por el talante del deber ser, como misión ineludible para realizar el completamiento del ciudadano con apego a la tradición ética universal del pensamiento y la obra de los fundadores de la nacionalidad.

Referencias bibliográficas

De la Torre, C. (2008). El libro de las identidades. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales. [ Links ]

Ortiz, F. (2012). Los factores humanos de la cubanidad Ensayos etnosociológicos. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales . [ Links ]

Torres-Cuevas, E. (2007). Historia del pensamiento cubano . Volumen I, Tomo I. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales . [ Links ]

Recibido: 01 de Diciembre de 2021; Aprobado: 27 de Diciembre de 2021

*Autor para la correspondencia: emiliobarreto6207@gmail.com

El autor no refiere.

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