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Revista Estudios del Desarrollo Social: Cuba y América Latina

versión On-line ISSN 2308-0132

Estudios del Desarrollo Social vol.11 no.2 La Habana mayo.-ago. 2023  Epub 01-Ago-2023

 

Artículo original

Resiliencia individual y comunitaria ante eventos adversos y desastres: una revisión necesaria

Individual and Community Resilience to Adverse Events and Disasters: A Necessary Review

0000-0002-6019-1203Kenny Díaz Arcaño1  *  , 0000-0003-4450-887XAlexis Lorenzo Ruiz2 

1Centro de Investigaciones de la Economía Mundial (CIEM), Cuba

2Universidad de La Habana, Cuba

RESUMEN:

El artículo tuvo como objetivo comprender la evolución teórica del concepto “resiliencia”, así como su vinculación con los desastres, a partir de una búsqueda bibliográfica en diferentes fuentes y autores. Recoge diferentes aportes conceptuales de algunos autores que han dedicado años de su trabajo profesional e investigativo a este tema. Contiene referencias sobre las generaciones de investigadores y las escuelas de resiliencia. Además, atiende la resiliencia comunitaria, sus pilares y antipilares, y a las acciones que pueden construirla o promoverla. Aborda aspectos sobre la resiliencia ante desastres y se resalta el valor de la preparación psicosocial como base del entrenamiento histórico-cultural para potenciar la resiliencia individual, familiar y comunitaria. Asimismo, enfatiza que el proceso de resiliencia en la práctica y la investigación debe ser abordado desde un enfoque holístico, donde la comunidad asuma un papel activo.

Palabras-clave: resiliencia individual; desastres; preparación psicosocial; resiliencia comunitaria

ABSTRACT:

The objective of this article was to understand the theoretical evolution of the concept of resilience, as well as its link with disasters, based on a bibliographic search in different sources and authors. It gathers different conceptual contributions of some authors who have dedicated years of their professional and research work to this topic. It contains references on the generations of researchers and the Schools of Resilience. It also refers to community resilience, its pillars and anti-pillars and the actions that can build or promote it. It addresses aspects of disaster resilience and highlights the value of psychosocial preparation as the basis of cultural-historical training to enhance individual, family and community resilience. It emphasizes that the process of resilience in practice and research should be approached from a holistic perspective, where the community assumes an active role.

Key words: individual resilience; disasters; psychosocial training; resilience community

INTRODUCCIÓN

“La resiliencia es una metáfora generativa que construye futuros posibles sobre la esperanza humana”.

La resiliencia: crecer desde la adversidad (Forés y Grané, 2008)

Todos los seres humanos, con independencia de su estatus económico, político o social, están expuestos constantemente a situaciones adversas que pueden dejar importantes huellas psicológicas y físicas.

Las investigaciones realizadas durante la segunda mitad del siglo xx demostraron que vivenciar eventos adversos o vivir una niñez en entornos desfavorables no significaba necesariamente que en la etapa adulta se desarrollarán traumas o trastornos mentales. Asociado a estos estudios y sus resultados, los científicos identificaron el término «resiliencia». Este concepto ha sido definido desde diferentes campos de la ciencia, lo que ha dado paso a diferentes concepciones e interpretaciones. A finales de la década de los años 70, se incorpora a las ciencias sociales.

Si bien este vocablo no nace de la psicología y las ciencias afines a esta, lo cierto es que, a partir de las primeras investigaciones llevadas a cabo por profesionales de estas áreas, se comienzan a elaborar diferentes definiciones. Actualmente, se reconocen diferentes generaciones y escuelas en el estudio de la resiliencia, lo que hace posible encontrar puntos de encuentro y diferencias teóricas, y conocer cómo han evolucionado los estudios sobre este tema y los resultados arrojados. En los últimos años, el término resiliencia ha ganado mucha fuerza en diferentes ámbitos. En la actualidad se pueden encontrar diferentes tipos de publicaciones dedicadas a aspectos más específicos: resiliencia económica, infraestructura y agricultura resilientes, etcétera (Montaño, 2022; Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo, 2018; Weikert, 2021).

Del mismo modo, este concepto ha estado muy ligado a los estudios de riesgos y desastre a nivel internacional, debido a la propia esencia de las diferentes definiciones existentes. A largo de los años, los organismos internacionales, las organizaciones no gubernamentales (ONG), entre otros, vinculados al trabajo en materia de riesgos y desastres han publicado manuales, guías de actuación, entre otros, los cuales recogen e integran la resiliencia a sus visiones sobre desastres (International Strategy for Disaster Reduction (s. a.); Organización Panamericana de la Salud, 2006; Inter-Agency Standing Committee, 2010).

El amplio bagaje teórico sobre resiliencia que hoy existe, se puede conceptualizar como un enfoque teórico para la práctica social, lo que algunos autores llaman «de conducta humana basada en resiliencia» (Villalba, 2003).

DESARROLLO

Miradas teóricas y evolución del término «resiliencia»

Al revisar diferentes artículos científicos sobre resiliencia, es muy común encontrar que el término proviene de la palabra inglesa resilience y del latín resilio-resilire, que significa: «saltar hacia atrás, botar, replegarse» (Forés & Grané, 2008; Becoña, 2006; Piña, 2015; Ortunio & Guevara, 2016; Uriarte, 2013; Gil, 2010). Las primeras definiciones encontrada en los diccionarios estaban relacionadas con la física. Esta era entendida como la habilidad de recuperar o recobrar la forma, posición, etc. (Ortunio & Guevara, 2016). Según Piña (2015), el término se enmarca desde diferentes disciplinas como la ingeniería civil, la metalurgia, la sociología, la ecología, la psicología, entre otras; y las definiciones varían notablemente. Al final de la década de los años 70, se comenzó a utilizar en las ciencias sociales, luego de constatar que algunos niños nacidos en contextos familiares problemáticos, en su etapa adulta eran personas sanas y no desarrollaban ningún trastorno mental (Seligman & Csikszentmihalyi, 2001, citado por Fernandes, Teva & Bermúdez, 2015; Gil, 2010; García del Castillo, García del Castillo, López & Dias, 2016). Además, para referirse a las personas que pasaban por situaciones adversas puntuales y que, a pesar de estas, resistían y seguían adelante superando la adversidad (Pico, Ormaza, Cevallos & Lozano, 2018). Si bien esta palabra es muy usada en la vida cotidiana, hasta la fecha no existe consenso sobre una única definición. Según la Real Academia Española (RAE) (2021), en la versión más reciente de su diccionario de la lengua española, el término tiene dos acepciones: la primera, «la capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos»; y la segunda, «la capacidad de un material, mecanismo o sistema para recuperar su estado inicial cuando ha cesado la perturbación a la que había estado sometido».

Desde hace algunas décadas, diferentes autores han realizado definiciones de este término desde las ciencias sociales, especialmente desde la psicología. Antes de que tomara fuerza en la psicología y la psiquiatría, existían otros vocablos que guardaban cierta relación con este y que estas ciencias estudiaban: «enfrentamiento» o «afrontamiento», «invulnerabilidad» y «personalidad resistente» (Gil, 2010). Estos conceptos resultan más limitados y, a pesar de tener aspectos que coinciden con la resiliencia, este último constituye un término más amplio y profundo.

La primera generación de investigadores en el tema surgió a partir de la década de los años 70. El objetivo de los estudios enmarcados en esta generación era descubrir los factores protectores que estaban en la base de la adaptación positiva en niños y niñas que vivían en condiciones adversas (García & Domínguez, 2013). Por otro lado, según afirma Gil (2010), las concepciones que se han desarrollado sobre resiliencia desde diferentes zonas geográficas pueden agruparse en «escuelas de resiliencia». Dentro de estas se identifican la escuela anglosajona, la escuela europea y la escuela latinoamericana. A estas se suma otro grupo de investigadores que no se enmarcan en ninguna zona geográfica específica.

Un estudio pionero de esta primera generación, enmarcada en la escuela anglosajona, fue el desarrollado por las psicólogas Emmy Werner y Ruth Smith, las cuales venían realizando, por casi tres décadas atrás, un estudio longitudinal que involucraba a 698 infantes, nacidos en una localidad de Hawái. Posteriormente, se hizo el seguimiento a 201 niños y niñas. Werner etiquetó como «personas resilientes» a los que de forma positiva llegaron a la edad adulta, a pasar de haber vivido situaciones de adversidad en la infancia (Forés & Grané, 2008). Este estudio proporcionó evidencia científica y contribuyó a que esta autora desarrollara una definición de resiliencia en la década de los años 80 (Uriarte, 2005; Infante, 2001; Gil, 2010; Shean, 2015; García del Castillo, García del Castillo, López & Dias, 2016). Según Werner (1982, citado por Shean, 2015), la resiliencia es «la capacidad [de las personas] para afrontar eficazmente los problemas internos, tensiones de sus vulnerabilidades (patrones lábiles de reactividad autónoma, desequilibrios del desarrollo, sensibilidades inusuales) y tensiones externas (enfermedad, pérdidas importantes y disolución de la familia)» (p. 11).

Luego de este estudio, se generaron otras investigaciones, las cuales evidenciaron que, aunque los niños y las niñas nazcan y se desarrollen en entornos difíciles, existen diferencias individuales y factores protectores que echan por tierra las predicciones de resultados negativos en la etapa adulta (Grotberg, 2001; García & Domínguez, 2013). Las investigaciones de esta primera generación llegan a la conclusión de que la resiliencia se basa en un conjunto de características personales (empatía, afectividad, autonomía, humor, competencia, etcétera) y se comienza a resaltar la importancia de otros factores externos al individuo como el nivel socioeconómico, la familia o el apoyo de un adulto significativo (Infante, 2001; Gil, 2010). Además, se descubrió que la educación compensaba los déficits iniciales (Forés & Grané, 2008). La mayoría de los investigadores de esta primera generación se enmarcan dentro del Modelo Tríadico de Resiliencia, el cual divide los factores de riesgos y resiliencia en tres grupos: los atributos personales, la familia y las características del ambiente social (Infante, 2001; Forés & Grané, 2008).

La segunda generación surgió a mediado de la década de los años 90. Se centró en reconocer la resiliencia como un proceso, lo cual relaciona la interacción dinámica entre factores de riesgo y resiliencia, y se enrumba en la búsqueda de modelos para promoverla de forma efectiva a través de programas sociales (García & Domínguez, 2013; Infante, 2001). Para esta generación de investigadores, la resiliencia es vista como procesos intrapsíquicos, sociales y relacionales (Gil, 2010). Dentro de este grupo se encuentran Michael Rutter, Edith Grotberg, entre otros (Infante, 2001). Según Rutter (2006, citado por Shean, 2015), la resiliencia es «la combinación de una experiencia de riesgo grave y un resultado psicológico relativamente positivo a pesar de esas experiencias» (p. 5). Por su parte, Grotberg (2001) considera que la resiliencia «es la capacidad humana de enfrentar, sobreponerse y ser fortalecido o trasformado por experiencias de adversidad» (p. 20). Además, esta autora propone cambiar de denominación a los factores de protección y llamarlos «factores de resiliencia» (Gil, 2010). A su vez, plantea que los factores de resiliencia se dividen en fortalezas internas desarrolladas (yo soy o estoy); apoyo externo recibido (yo tengo) y habilidades sociales y de resolución de conflictos adquiridas (yo puedo) (Infante, 2001; Gil, 2010). Otro aporte de esta autora es que amplía el sujeto de la resiliencia a personas, grupos y comunidades, y defiende la necesidad de adaptar los programas de promoción de resiliencia, según la adversidad, las personas implicadas y los diferentes contextos. Esta generación rompe los esquemas de la anterior con respecto a los factores, y sus exponentes se plantean la necesidad de investigar las imbricaciones entre factores de riesgos y de resiliencia, así como la elaboración de modelos para promoverla (Infante, 2001).

Autores más recientes de esta segunda generación son Suniya Luthar y Ann Masten, entre otros, los cuales entienden el término como un proceso dinámico, donde las influencias del ambiente y del individuo interactúan en una relación recíproca (García & Domínguez, 2013). Estos se adscriben al Modelo Ecológico Transaccional, donde se concibe al ser humano inmerso en una ecología determinada por diferentes niveles que interactúan entre sí: individual, familiar, comunitario y cultural (García & Domínguez, 2013). Luthar, Cicchetti y Becker (2000, citado por Gil, 2010) definen la resiliencia como «un proceso dinámico que tiene como resultado la adaptación positiva en contextos de gran adversidad» (p. 50).

La American Psychological Association [APA] (2011), considera la resiliencia como

el proceso de adaptarse bien a la adversidad, a un trauma, tragedia, amenaza, o fuente de tensión significativas, como problemas familiares o de relaciones personales, problemas serios de salud o situaciones estresantes del trabajo o financieras. Significa rebotar de una experiencia difícil, como si uno fuera una bola o un resorte. (s. p.)

Según García y Domínguez (2013), las definiciones sobre resiliencia pueden dividirse en cuatro grupos generales:

  1. Las que relacionan la categoría con el componente de adaptabilidad.

  2. Las que incluyen el concepto de capacidad o habilidad.

  3. Las que enfatizan en la conjunción de factores internos y externos.

  4. Las que la definen como adaptación y como proceso.

En la última década, se ha producido un importante cambio en las definiciones del término, marcadas por la perspectiva de los sistemas complejos. Estas conciben a la resiliencia como un fenómeno dinámico, adaptativo y evolutivo (Masten, Lucke, Nelson & Stallworthy, 2021). Feder et al. (2019), Ungar (2018), van Breda (2018) y Cicchetti (2013) (citados por Masten, Lucke, Nelson & Stallworthy, 2021), son algunos de los autores que enmarcan sus definiciones desde esta concepción. Masten, Lucke, Nelson y Stallworthy (2021) definen la resiliencia como «la capacidad de un sistema dinámico para adaptarse con éxito, a través de un proceso multisistémico a los desafíos que amenazan el funcionamiento, supervivencia o el desarrollo del sistema» (p. 524). Según ellos, esta se aplica a sistemas dinámicos de diferentes tipos y niveles, que va desde los individuales y familiares hasta los económicos, comunitarios y la investigación desde múltiples disciplinas.

A pasar de que en las últimas décadas varios investigadores han propuesto diferentes teorías de la resiliencia, la mayoría tienen aspectos comunes. Si bien la mayoría de estas son específicas a poblaciones concretas, existen teorías genéricas aplicables a diferentes grupos de personas y situaciones; por ejemplo, la meta-teoría de la resiliencia, de Glenn Richardson (Ortunio y Guevara, 2016).

Por su parte, Forés y Grané (2008) identifican que la resiliencia posee doce características principales:

  1. Es un proceso.

  2. Hace referencia a la interacción dinámica entre factores.

  3. Puede ser promovida a lo largo del ciclo de la vida.

  4. No se trata de un atributo estrictamente personal.

  5. Está vinculada al desarrollo y crecimiento humano.

  6. No constituye un estado definitivo.

  7. Nunca es absoluta ni total.

  8. Tiene que ver con los procesos de reconstrucción.

  9. Tiene como componente básico la dimensión comunitaria.

  10. Considera a la persona como única.

  11. Reconoce el valor de la imperfección.

  12. Está relacionada con ver el vaso medio lleno.

Más allá de las definiciones conceptuales y la identificación de sus principales características, los estudiosos de la resiliencia han sumado otros aportes a estas teorías. Un ejemplo de esto fue hecho por Boris Cyrulnik, neurólogo, psiquiatra y etnólogo francés, y uno de los investigadores que ha dedicado años al estudio de la resiliencia. En su desarrollo teórico del tema, acuña el término «tutor de resiliencia» y lo define como la persona que acompaña de forma incondicional y sirve de apoyo y sostén en el proceso de la resiliencia a otro. Este autor incorpora otras figuras que pueden tener también este papel como una película, una obra de arte, una canción, una actividad de interés, entre otras. El tutor de resiliencia provoca en la otra persona seguridad y confianza, pero también autonomía (Puig & Rubio, 2013). Dentro de las características del tutor de resiliencia figuran el amor incondicional, la relación directa con el sujeto, la gratificación afectiva, entre otras (García & Domínguez, 2013). Otros hallazgos demuestran que la resiliencia reduce la intensidad del estrés y produce la disminución de emociones negativas como la ansiedad, la depresión o la ira; al mismo tiempo, aumenta la salud emocional, por lo que la resiliencia va más allá de superar la adversidad (Grotberg, 2001).

Recientemente, un grupo de académicos han propuesto una «lista corta» multisistémica integrada de factores de resiliencia informados en estudios a nivel individual, familiar, escolar, comunitario y organizacional. Esta propuesta «permite reflejar los sistemas adaptativos fundamentales que evolucionaron con el tiempo y las generaciones, a través de la biología y los procesos culturales que otorgaron valor de supervivencia biológica y sociocultural, mejorando gradualmente la capacidad humana para la resiliencia» (Masten, 2001, citado por Masten, Lucke, Nelson & Stallworthy, 2021, p. 533). En este sentido, figuran las relaciones cercanas, el soporte social, la cohesión, la autorregulación, el afrontamiento activo, la esperanza, el optimismo, la motivación para la adaptación, la visión positiva personal, familiar o grupal, los hábitos positivos, los rituales, entre otros (Masten, Lucke, Nelson & Stallworthy, 2021). Estos autores conciben la cultura como un elemento que influye en todos los factores de la resiliencia. Recientes investigaciones han destacado la importancia de las narrativas culturales para la resiliencia entre poblaciones concretas. De mismo modo, plantean que las investigaciones sobre resiliencia entre culturas apuntan que los factores de esta son congruentes, pero en formas culturalmente distintas (Theron et al., 2015, citado por Masten, Lucke, Nelson & Stallworthy, 2021).

Los estudios realizados en las últimas décadas han demostrado que la resiliencia no resulta extraordinaria en los seres humamos y que experimentarla no significa ausencia de dificultades o angustias. No es una característica que se tiene o no, sino el resultado de una combinación de factores (American Psychological Association, 2011). No está considerada como una capacidad fija, ni se adquiere de una vez y permanece intacta en el tiempo, sino que puede variar por las circunstancias y con el paso del tiempo (Lamas, 2009). Por eso la resiliencia, más allá de una definición, debe entenderse como un proceso dinámico y evolutivo entre la persona y el entorno, que varía por las circunstancias, la naturaleza del trauma y el contexto, y que puede expresarse de diferentes maneras en las distintas culturas (Manciaux et al., 2001, citado por Pico, Ormaza, Cevallos & Lozano, 2018; García, Mateu, Flores & Gil, 2013; Lamas, 2009). Todas las personas pueden ser resilientes y esto no va a depender solamente del individuo, sino también de la familia, los grupos a los que se pertenezca y el contexto que le rodea, por lo que para su promoción hay que tener en cuenta cada uno de estos elementos (García & Domínguez, 2013). Diferentes autores e instituciones han desarrollado manuales y propuestas sobre cómo promover o construir la resiliencia tanto de niños y adolescente como de los adultos en general. Del mismo modo, revisiones sistemáticas recientes han corroborado la relevancia de factores protectores comunes (Fritz et al., 2018; Gartland et al., 2019; Meng et al., 2018; Yule et al., 2019, citado por Masten, Lucke, Nelson & Stallworthy, 2021).

Para promover este proceso se necesita: establecer buenas relaciones humanas con los demás, en los entornos de los cuales se forma parte; interpretar las crisis como situaciones transitorias y estar seguros de que en el futuro todo será mejor; orientarse hacia metas que resulten realistas y trabajar para alcanzarlas; favorecer la introspección para lograr un mayor autoconocimiento, autoestima y autocuidado; mantener una actitud tolerante y flexible ante los cambios; desarrollar la autoconfianza para resolver problemas, tomando en consideración sus propias capacidades y habilidades; buscar ayuda en otras personas cuando la necesite; aprender de las situaciones vividas anteriormente, al identificar las fortalezas que ayudaron a sobreponerse y seguir adelante (American Psychological Association, 2011; Montoya, Puerta, Hernández, Páez & Sánchez, 2016; De Posada & Broche, 2012).

Con el interés de entender y potenciar la resiliencia en los seres humanos a mayor escala, fue necesario continuar ampliando la noción y el estudio de este concepto, más allá de la individualidad. Este aspecto se comenzó a señalar desde la primera generación de investigadores en el tema allá por la década de los años 70, lo cual fue tomando mayor interés y sumando adeptos al estudio de la resiliencia en grupos y comunidades.

Resiliencia comunitaria y la relación con los desastres

El concepto de «resiliencia comunitaria» resulta aún más joven que el de «resiliencia individual». En 1995 se plantean, por primera vez, algunos elementos teóricos de la resiliencia comunitaria, sobre la base de investigación de varios eventos que afectaron a grupos poblacionales en el continente americano (Puig & Rubio, 2013). Este término nace de una concepción latinoamericana, desarrollada teóricamente por el Dr. Elbio Nestor Suárez Ojeda (Uriarte, 2013). Según este autor, la resiliencia comunitaria «es la condición colectiva para sobreponerse a desastres y situaciones masivas de adversidad y construir sobre ellas» (Suárez et al., 2007, citado por Uriarte, 2010, p. 689). Esta concepción, identifica cómo los pobladores de las comunidades generan respuestas, potenciadas por los recursos que tiene la comunidad para afrontar las adversidades. Este autor constató que existían comunidades capaces de reconstruirse y otras que no lo lograron o abandonaron el lugar luego de un desastre (Puig & Rubio, 2013). No todas las comunidades afrontan estas situaciones de igual manera, ni tampoco las respuestas son las mismas durante las diferentes adversidades. La resiliencia comunitaria se construye sistemáticamente, en la medida que las personas se involucran en los procesos para mejorar las condiciones de este espacio colectivo.

Teniendo en cuenta los resultados científicos de los diferentes autores mencionados anteriormente en este artículo, luego de la vivencia de un desastre provocado por un determinado evento, no necesariamente las personas involucradas van a desarrollar trastornos psicológicos. Frente a situaciones de este tipo, los modos de afrontamiento resultan diversos y pueden modificarse en dependencia de múltiples variables como el contexto, el género, la edad y el nivel socioeconómico (Páez, Fernández & Martín, 2001). Desde la primera generación de investigadores en resiliencia, se comienza a prestar atención al estudio de los factores externos de esta, lo cual también incluye el interés por conocer cómo influye el nivel socioeconómico de las personas (Infante, 2001; Gil, 2010).

En la relación resiliencia-desastres se han desarrollados diversos estudios con el interés de elaborar marcos analíticos, indicadores y modelos (Montero, 2020). Un ejemplo de estos estudios lo desarrollaron Faulkner et al. (2018, citado por Montero, 2020), en comunidades del Reino Unido. Estos autores tenían como objetivo identificar capacidades que fueran evaluables y medibles en una población preparada para afrontar un desastre. Las capacidades identificadas resultaron: arraigo al lugar, liderazgo, cohesión y eficacia comunitaria, redes comunitarias y aprendizaje. Otro resultado encontrado fue que estas capacidades interconectadas varían según la comunidad.

La revisión de la literatura sobre la resiliencia comunitaria permite identificar lo que los teóricos han llamado pilares y antipilares de esta (Uriarte, 2010).

Pilares de la resiliencia comunitaria:

  1. Estructura social cohesionada: la interrelación adecuada entre todos los actores de la comunidad y la intersectorialdad, antes, durante y después de un desastre, favorece, en gran medida, la resiliencia comunitaria. El hecho de que las autoridades mantengan informados a los pobladores de una comunidad sobre los riesgos, las vulnerabilidades y las situaciones de emergencia, aumenta su confianza en ellas y se enfrentan mejor y con más prontitud a las acciones preventivas y reparadoras.

  2. Honestidad gubernamental: en este pilar se involucra a las autoridades de todos los niveles (nacionales, locales y comunitarias). Las acciones que se ejecuten por parte de las autoridades hacia la comunidad deben ser claras, trasparentes, comprensibles para todos, humanistas, y con sentido de la ética y la justicia.

  3. Identidad cultural: en este pilar se agrupa un conjunto de conductas, valores, costumbres y creencias desde una mirada colectiva. Se reconocen las individualidades, pero al mismo tiempo se identifican como comunidad y como un grupo de los cuales son parte.

  4. Autoestima colectiva: según Uriarte (20109, esta es el sentimiento de orgullo por el lugar en el que se vive y del que cada quien se siente originario. Es tener conciencia de las cosas hermosas del lugar donde se convive en comunidad. Este autor afirma que las personas y las sociedades que tienen una autoestima colectiva alta, se recuperarían antes, luego de la ocurrencia de un desastres o adversidad.

  5. Humor social: este pilar hace referencia a cómo las comunidades hacen chistes y comedia dentro de la adversidad. Este aspecto es importante para superar la situación y favorecer el proceso de resiliencia.

A raíz de una reciente investigación desarrollada por De la Yncera (2019) en una población mexicana, la autora identifica un nuevo pilar en su teoría: el entrenamiento histórico-cultural. Este concepto está definido sobre la base de la preparación psicosocial que los habitantes de una comunidad tienen para afrontar los riesgos existentes o un desastre.

Para lograr mayor comprensión del valor y la utilidad de la preparación psicosocial, es necesario ubicar un concepto de un destacado autor cubano.

La preparación psicosocial representa el conjunto de procesos por medio de los cuales se van a crear, formar, perfeccionar y supervisar todas las actividades que sean capaces de facilitar la adquisición de los conocimientos, hábitos y habilidades, y acceder al necesario entrenamiento especializado para emergencias y desastres en toda la sociedad (Lorenzo, 2009). Asimismo, Lorenzo (2009) plantea que favorece pronosticar y evitar muchas de las formas de manifestarse el impacto pos desastre en otras áreas diversas.

En este proceso de preparación es imprescindible abogar por la articulación entre los diferentes sectores, instituciones, Gobiernos locales, así como los aportes de los conocimientos científicos de diferentes disciplinas, para lograr una intervención comunitaria que favorezca el aumento de los niveles de conocimientos y la resiliencia. Conocer y comprender cómo las personas y comunidades responden positivamente ante las adversidades y potenciar sus fortalezas, habilidades, capacidades, autoeficacia y la adaptación positiva, forma parte indisoluble de la intervención en las comunidades para potenciar el proceso de resiliencia en los pobladores de estas.

Está demostrado que las comunidades mejor preparadas para afrontar diversas situaciones de desastres aumentan la capacidad de respuesta ante estos, tienen menos cantidad de pérdidas humanas y materiales, y se potencian los procesos solidarios, lo cual favorece también el proceso de resiliencia individual, familiar y comunitaria (Santini, 2016). En la preparación de los pobladores las comunidades deben tener un rol activo. Debe ser sistemática, planificada y orientada a elevar la capacidad de respuestas ante diversos eventos adversos o desastres. Según Twigg (2009), el trabajo con la comunidad para fortalecer y potenciar la resiliencia comunitaria no puede ser visto como una intervención para responder a una situación de desastres concreta. La preparación debe ir encaminada también a que esta resulte capaz de detectar y prevenir cualquier adversidad, y recuperarse tras el impacto sufrido. Sainz (2016) plantea que, a pesar de todo el desarrollo teórico y los resultados científicos en este tema, ciertamente aún predomina la rehabilitación y no se logra, en muchos casos, dar el lugar que corresponde a la cultura de la prevención y promoción para construir y fortalecer la resiliencia.

Por otro lado, existe un conjunto de condiciones o características que dan al traste con la resiliencia comunitaria, conocido como «antipilares de resiliencia». La pobreza en sus diferentes dimensiones (económica, cultural, moral, política), la dependencia económica de la comunidad, el aislamiento social y la estigmatización de las víctimas son elementos que atentan, en gran medida, contra el proceso de resiliencia a nivel comunitario (Uriarte, 2010). Por su parte, el Dr. Elbio Néstor Suárez Ojeda (2011, citado por De la Yncera, 2019) identifica otros como: malinchismos, lo cual se refiere a la toma de referencias de otras sociedades, en detrimento de la cultura nacional o local; fatalismos, vinculado generalmente con actitudes pasivas, pesimistas y conformistas ante las adversidades; así como la corrupción y el autoritarismo.

Resiliencia y desastres en dos Marcos Internacionales (2015-2030)

Tenido en cuenta lo expuesto sobre el término «resiliencia», está claro que resulta una categoría estrechamente vinculada a las emergencias, los desastres y las catástrofes. Por eso, este concepto ha sido incorporado en el glosario referente a riesgos y desastres, con el cual se identifican los lugares en que la población está en mejores condiciones para recuperarse tras un evento generador del desastre (Narváez, Lavell & Pérez, 2009).

Según la Estrategia Internacional para la Reducción de Desastres de Naciones Unidas (2009), la resiliencia se define como «la capacidad de un sistema, comunidad o sociedad expuestos a una amenaza para resistir, absorber, adaptarse y recuperarse de sus efectos de manera oportuna y eficaz, lo que incluye la preservación y la restauración de sus estructuras y funciones básicas» (p. 28).

A nivel global existe un conjunto de tratados multilaterales, marcos e iniciativas, encaminadas a lograr objetivos comunes en materia de riesgos de desastres y resiliencia. Dos ejemplos que ilustran esto son: el Marco de Sendai para la Reducción de Riesgos de Desastres (MSRRD) y los Objetivos de Desarrollo Sostenibles (ODS), ambos concebidos para el período 2015-2030. Cabe destacar que ambos documentos nacieron de un esfuerzo global, y son productos de procesos sociales y económicos interrelacionados. Por ello, hay un alto grado de sinergia entre estos dos instrumentos de políticas.

El MSRRD se creó con el objetivo de impulsar la labor, a escala global, en relación con otros marcos y estrategias anteriores. En este la reducción del riesgo de desastres se amplía y se centra no solo en las amenazas naturales, sino de origen humano, ambientales, tecnológicas y biológicas. Su principal pretensión resulta:

La reducción sustancial del riesgo de desastres y de las pérdidas ocasionadas por los desastres, tanto en vidas, medios de subsistencia y salud como en bienes económicos, físicos, sociales, culturales y ambientales de las personas, las empresas, las comunidades y los países. (Organización de Naciones Unidas, 2015, p. 12)

La reducción de riesgo de desastre y el aumento de la resiliencia son dos aspectos medulares y transversales en este Marco. Esto puede verse reflejado en sus objetivos y prioridades: Objetivo d) Reducir considerablemente los daños causados por los desastres en las infraestructuras vitales y la interrupción de los servicios básicos, como las instalaciones de salud y educativas, incluso desarrollando su resiliencia para 2030 (p. 12); Prioridad 3: Invertir en la reducción del riesgo de desastres para la resiliencia (p. 18).

Hay que resaltar que, para alcanzar los objetivos propuestos, se hace imprescindible el apoyo por parte de los países desarrollados hacia los países en desarrollo y menos adelantados, para movilizar recursos humanos y materiales con este fin. La cooperación internacional, desde diferentes organizaciones, se debe sumar a esto, y responder siempre a las prioridades nacionales.

Por su parte, dentro de los diversos temas que contemplan los ODS, también se incluyen aspectos vinculados a este tópico, lo cual queda reflejado en algunos de sus objetivos y metas: Objetivo No. 11. Lograr que las ciudades y los asentamientos humanos sean inclusivos, seguros, resilientes y sostenibles; Meta: 11.b De aquí a 2020, aumentar considerablemente el número de ciudades y asentamientos humanos que adoptan e implementan políticas y planes integrados para promover la inclusión, el uso eficiente de los recursos, la mitigación del cambio climático y la adaptación a él y la resiliencia ante los desastres, y desarrollar y poner en práctica, en consonancia con el Marco de Sendai para la Reducción del Riesgo de Desastres 2015-2030, la gestión integral de los riesgos de desastre a todos los niveles (Organización de Naciones Unidas, s. a., p. 12); Meta: 13.1 Fortalecer la resiliencia y la capacidad de adaptación a los riesgos relacionados con el clima y los desastres naturales en todos los países (Organización de Naciones Unidas, s. a., p. 15).

Ambos documentos globales brindan una idea de hacia dónde debe ir el mundo en términos de reducción de riesgo de desastres y cuáles deben ser las metas a alcanzar. En este sentido, si bien ambos tienen un gran valor para orientar las políticas de los países en este tema, es imprescindible materializar estas aspiraciones globales, teniendo en cuenta los objetivos trazados en cada país, y como respuesta a las prioridades y necesidades nacionales y locales.

CONCLUSIONES

La resiliencia es un término muy utilizado desde hace algunos años y se ha usado en diferentes campos del conocimiento. En la actualidad, al no existir una definición única aceptada por los científicos para comprender este proceso, se hacen más complejos el estudio y la comprensión de la resiliencia individual y comunitaria. La resiliencia no significa ser invulnerables ante las situaciones de la vida cotidiana. El desarrollo de esta permite sobreponerse ante las adversidades y para esto resulta esencial el papel de la familia, la comunidad y la sociedad en general.

Para potenciar la resiliencia comunitaria se necesitan intervenciones con una participación activa de los pobladores y un enfoque holístico, donde se apueste por la intersectorialidad y la multidisciplinaridad: también, identificar los vacíos de conocimiento y las brechas existentes en las comunidades para trabajar de forma integrada en la preparación psicosocial de sus pobladores, lo que resulta vital para lograr un cambio comportamental y una verdadera trasformación, en aras de potenciar el proceso de la resiliencia a todos los niveles. En el campo de los desastres es imprescindible seguir apostando por la integración de visiones científicas de estos fenómenos y continuar incorporando los aportes de las investigaciones provenientes de las ciencias sociales, para otorgarle el merecido espacio a la preparación psicosocial, como otro elemento potenciador de la resiliencia

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Recibido: 29 de Marzo de 2022; Aprobado: 20 de Enero de 2023

*Autor para la correspondencia psicologoken@gmail.com

Los autores declaran que no existe conflicto de intereses.

Kenny Díaz Arcaño: Conceptualización, metodología, investigación y redacción.

Alexis Lorenzo Ruiz: Metodología, supervisión, revisión y edición.

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