INTRODUCCIÓN
Este artículo presenta una reflexión compartida por colegas que cultivan distintas disciplinas y saberes sobre el origen de la crisis de insostenibilidad en la Modernidad y su relación con la agroecología, la pedagogía y las formas de hacer investigación. La reflexión cobra relevancia en el contexto actual en el que todas las áreas del quehacer humano se ven desafiadas por la pandemia desatada por el coronavirus SARS-CoV-2.
El virus es una nueva señal de alerta sobre el desgaste del planeta y un llamado a tomar en serio la tarea de la sostenibilidad en todas las dimensiones de nuestra vida. Este artículo hace un recorte sobre los desafíos que toca enfrentar para la generación, aplicación y divulgación de conocimientos y saberes. Estamos conscientes de la necesidad de una alternativa analítica que ayude a una mejor comprensión de los procesos de insostenibilidad relacionados con el modelo económico dominante y su origen en la Modernidad, que no implique el fraccionamiento de la realidad, sino que, por el contrario, los objetos de estudio se asuman como sistemas que interactúan tanto con los objetos de orden social como con los ecológicos.
El propósito, a fin de cuentas, es indagar sobre el origen de la crisis de insostenibilidad en la Modernidad y su relación la agroecología, la pedagogía y las formas de hacer investigación para encontrar conexiones con procesos más globales y lecturas que permitan superar lo coyuntural y lo inmediato.
DESARROLLO
Modernidad y crisis de insostenibilidad
Para entender los problemas de insostenibilidad es necesario concebir la crisis actual como una crisis civilizatoria, que traspasa la frontera de lo local por su carácter global.
Autores como Ugarte (2000) y Riechmann (2011) argumentan que la sociedad industrializada moderna está socavando conexiones ecosistémicas globales de cuyo mantenimiento depende la existencia misma de la humanidad y resaltan que una crisis civilizatoria se caracteriza por coincidir en un momento histórico en el que llegan a un punto crítico, no sólo las estructuras socioeconómicas, sino también las instituciones políticas y culturales, y el sistema de valores que configura y da sentido a una determinada cultura.
Riechmann (2011), expone las características que dan cuenta de la crisis mediante una revisión histórica de cómo se ha gestado a partir de la «evolución» del modelo económico occidental. Lo estudia desde el neolítico hasta el modelo capitalista neoliberal de hoy y destaca una conexión entre todas las dimensiones de la crisis (sociocultural, política, ecológica, económica e institucional). Asevera que las pautas del modelo de desarrollo seguido hasta ahora por las sociedades industrializadas no pueden prolongarse.
Brient (2009), por su parte, caracteriza a la organización social occidental dominante como un sistema totalitario mercantilista. Considera que la omnipresencia de la ideología mercantil es el resultado de la utilización viciada del lenguaje por la clase económica y socialmente dominante, con fines de mantener alienada a la población y sometida a un ciclo constante de producción-consumo.
Estermann (2012) va más allá al explicar por qué la crisis actual es más que una concatenación coyuntural de varias crisis -financiera, económica, de deuda estatal, ecológica, alimentaria, de valores, energética, militar y espiritual- y considera que todas estas crisis se fundamentan en un tipo de racionalidad y valores que se remontan a la civilización occidental dominante de los últimos trescientos o cuatrocientos años.
Asegura este autor, que tal racionalidad está plagada de una serie de presupuestos incompatibles con la vida y acentúa el origen de estas crisis en dos factores trascendentales: por una parte, el proceso histórico de la globalización o mundialización del modelo occidental en los últimos 50 años, sobre todo a través de la ideología del desarrollismo y el consumismo. Y por la otra, la aceleración de la economía ficticia especulativa en desmedro de una economía real, en la mayor parte del hemisferio norte.
Entonces, ¿cuáles son las características de los problemas de insostenibilidad, a nivel económico, ecológico, político, sociocultural e institucional?.
Toledo (2008) los resume así: a) crecimiento demográfico, en cien años (de 1900 a 2000), la población creció más de cuatro veces a la de ese entonces; b) la economía mundial que, en el mismo lapso de cien años, se incrementó catorce veces; c) el consumo de la energía, basado en el petróleo, aumentó dieciséis veces; d) el consumo de agua, aumentó nueve veces; e) las emisiones de CO2 aumentaron en una proporción superior a trece veces y f) las emisiones industriales aumentaron cuarenta veces.
Por su parte Riechmann (2011), las clasifica en tres: a) Crisis energética: final de la era del petróleo barato, y desestabilización del clima del planeta; b) Crisis ecológica: hecatombe de la biodiversidad; c) Crisis económica: la guerra de los ricos contra los pobres llamada neoliberalismo prosigue básicamente sin control, en la que la mayor característica se refleja en el dominio del capital financiero sobre el capital industrial clásico.
Al estudiar los problemas de insostenibilidad y tratar de dar con su origen, se podría ubicar en la invención de la agricultura. La necesidad de una mayor capacidad para producir alimentos surge de una mayor población y, a su vez, representó una reestructuración de la sociedad. El excedente de alimentos permitió una nueva forma de organización social y política y, al mismo tiempo, derivó en impuestos que contribuyeron con la formación de soldados profesionales y burócratas (Diamond, 1998).
Los avances en la agricultura permitieron sustentar poblaciones más densas y centralizadas que las cazadoras-recolectoras, y dio origen a la conformación de una nueva cultura alrededor de la producción de alimentos.
Postman (1994), respecto a esto, hace una clasificación de las culturas en tres tipos: 1) las culturas que hacen uso de las herramientas, 2) las tecnópolis y 3) las tecnocracias. Plantea que hasta el siglo XVII todas las culturas estaban basadas en las herramientas pero su característica esencial era que estas habían sido inventadas para resolver problemas de la vida física y/o para servir al mundo simbólico (arte, política, mito, ritual, religión) pero no pretendían atacar la integridad de la cultura en la que irrumpían, sino, por el contrario, eran las creencias las que dirigían la invención de las herramientas, de allí que la denominación «cultura que utiliza herramientas» deriva de la relación entre las herramientas y el sistema de creencias o ideología en una determinada cultura.
Por el contrario, en una tecnocracia las herramientas ejercen una función básica en la imagen del mundo al cual la cultura produce. El mundo simbólico y social se somete con mayor frecuencia a las exigencias del desarrollo de las herramientas. Entonces, estas no se integran a la cultura, sino más bien la atacan y retan para convertirse en la propia cultura.
Científicos como Copérnico, Kepler, Galileo, Descartes, Bacon y Newton sentaron las bases para el surgimiento de las tecnocracias modernas de Occidente. Su raíz se ubica en el mundo europeo medieval, del que surgieron tres inventos fundamentales que contribuyeron a cambiar la cultura al crear una nueva relación entre las herramientas y la cultura: el reloj mecánico (proporcionó una nueva concepción del tiempo); la imprenta con caracteres móviles (atacó la epistemología de la tradición oral), y el telescopio (cuestionó las proposiciones fundamentales de la teología judeocristiana).
El nacimiento de la ciencia moderna tiene sus raíces después de la publicación del Discurso del Método de Descartes, en 1637. La filosofía de Descartes se centra fundamentalmente en la búsqueda de soluciones a los problemas en términos atemporales y universales. Al mismo tiempo, para Bacon era necesario encontrar un nuevo método para la ciencia, que permitiese al ser humano ver la realidad sin deformaciones, «sometiéndola a los hechos».
El intento de Bacon se dirigía a controlar la experiencia humana sensible, sujeta a error, y a organizar la experimentación de tal modo que, de la observación precisa de los hechos se pudieran obtener leyes generales. Bacon proponía la observación rigurosa como la llave maestra de un nuevo método de conocimiento que debía imponerse al saber tradicional (Najmanovic & Lucano, 2008).
Así, Descartes y Bacon fueron los filósofos que, en el siglo XVII, proporcionaron al pensamiento moderno los dos pilares que lo sostendrán en estos casi 400 años de Modernidad: Racionalismo y Empirismo. Aunque dichas doctrinas mantienen posturas muy diferentes; sin embargo, ambas coinciden en su crítica al antiguo modelo de pensamiento humanista del renacimiento, al que hacen responsable del atraso de la ciencia (Rosset & Altieri, 2018).
En 1642 nace Isaac Newton, otro científico cuya vida y obra van a ser decisivas para la constitución del paradigma mecanicista y la consolidación de los cimientos del pensamiento moderno. La combinación del racionalismo cartesiano y el empirismo baconiano, junto con el mecanicismo newtoniano, pasó a convertirse en un amplio modelo de pensamiento.
Adam Smith (1723-1790) es otro de los constructores de la Modernidad. Smith asume la visión mecanicista newtoniana del mundo y se plantea el reto de aplicarla a la búsqueda de leyes económicas. Sus ideas clave sitúan al trabajo humano como fuente de toda riqueza. Ello le conduce a la conclusión de que el mejor método para organizar la economía es el que se basa en la regulación espontánea del mercado (la mano invisible), en no intervenir y dejar actuar libremente a los individuos bajo el único criterio de su interés personal (Klein, 2007).
Paralelo a esta tecnocracia moderna surge la idea de progreso, crecimiento y desarrollo, conceptos clave en la Modernidad que han actuado como motores en la planificación de la actividad económica, política, social y científica. La idea de progreso debilitó los nexos con la tradición, ya sea que fueran políticos o espirituales. La tecnocracia, entonces, inundó el aire con la promesa de nuevas libertades y nuevas formas de organización social. También aceleró al mundo; su preocupación era inventar nuevas maquinarias.
Morris (2001), en este orden de ideas, asevera que la Modernidad nace a partir de la división entre materia y espíritu; ciencia y religión; razón e intuición y entre lo comunicable y lo que sólo puede ser contemplado mediante una serena conciencia participativa. Todo lo anterior con un predominio del primer término de cada uno de estos pares, relegando los segundos al ámbito privado.
A ese respecto, Capalbo (2000) relaciona la idea de progreso con el mecanicismo y la linealidad, y con una firme fe en el racionalismo para el control del proceso donde el futuro aparece como mera extrapolación de las posibilidades tecnológicas del presente al crecimiento económico, con su aspecto cuantitativo, soslayando complejidades no lineales de la evolución orgánica.
Estos planteamientos convierten la noción de desarrollo en algo determinista, fragmentario, homogeneizante y centralizador.
Determinista, porque el margen futuro de variabilidad se da solamente en el marco de las posibilidades científicas y tecnológicas. Perpetúa las cadenas causales que conducen de conocimiento racional a conocimiento racional. Su naturaleza es la expansión de la tecno ciencia a expensas de los ecosistemas, lo cual es lógicamente irracional porque no se asume que tal expansión no puede ser ilimitada sabiendo que los recursos naturales no lo son.
Es fragmentaria cuando cree que la totalidad de la realidad se puede comprender por la simple yuxtaposición de las partes que conforman esa totalidad. Es homogeneizante y dirigida desde una parte que concentra los medios de control sobre el resto, esto se hace aún más notorio en esta última fase de globalización. No está dirigida a trabajar con las capacidades latentes en los pueblos de la Tierra. Contrariamente, obliga a la población a servir a un proceso que imita a las naciones industrializadas y arrasando cualquier forma de biodiversidad.
En resumidas cuentas, considerando las relaciones tan complejas entre sociedad, cultura y tecnología, se genera una nueva cultura. La primera evidencia del cambio cultural de la sociedad se nota con la invención de la agricultura. Sin embargo, los problemas de insostenibilidad comienzan a generarse en el salto cultural del Humanismo Renacentista a la Modernidad, con el surgimiento del nuevo paradigma cartesiano y newtoniano (reduccionista, determinista, fragmentario y lineal) bajo el cual se percibe y se estudia al mundo y a sus fenómenos (naturales, sociales y económicos) desde un reducido «objeto de estudio» observable y predecible que existe independientemente de los observadores.
A la luz de este nuevo paradigma cartesiano y newtoniano nace la ciencia económica que antepone los valores crematísticos a los sociales; priva lo individual ante lo colectivo y el mercado funciona y evoluciona conforme a leyes objetivas y mecanismos automáticos que regulan las decisiones y acciones independientes, coordinándolas en una estructura macroeconómica racional (Razeto, 1994).
También, bajo el amparo de la Modernidad, surge la corriente desarrollista del siglo XX la cual lleva consigo la idea de progreso, crecimiento y desarrollo, y trae aparejados algunos supuestos que, de forma implícita o explícita, han sido elementos clave en la constitución de la problemática ambiental: la desvalorización del presente y de la tradición; la idea de que crecer es siempre mejor; la concepción de la naturaleza como una fuente infinita de recursos; la adopción de un modelo lineal, acumulativo. Todo ello en un clima de fe en el que, supuestamente, la ciencia y la tecnología tendrían la solución para el bienestar y la salud física y espiritual de todos los seres humanos (Rosset & Altieri, 2018).
Corriente Desarrollista del siglo XX y la problemática ambiental
El tardío ingreso de los Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial (21 de diciembre de 1941) y la rigurosa preparación para participar en este evento, le permitieron definir la guerra a su favor, al conseguir para su economía un 52 % del Producto Bruto Mundial (Klein, 2007). Esto contribuyó para expandir sus agronegocios por el mundo bajo la cobertura de una corriente desarrollista. Pero, además, le aseguró el control de los mercados internacionales para vender los excedentes de producción a sus enemigos derrotados en la guerra, mediante créditos que les permitieran comprar esos excedentes a precios de mercado. Ese fue el «salvador Plan Marshall» para Europa (Grinberg, 2000).
Con el éxito del Plan Marshall, en la reconstrucción de Alemania y los países europeos más afectados por la guerra, se da inicio a la corriente desarrollista del siglo XX. A partir de ese momento comienza la aplicación del modelo al resto de los países del mundo, sin considerar las particularidades propias de cada uno, ni las diferencias, tanto culturales como geográficas, geopolíticas o sociológicas.
Esta corriente desarrollista apostaba a que, una vez alcanzado el crecimiento económico, la población comenzaría a ver los resultados en términos de beneficios materiales. Sin embargo, ya en el siglo XXI se observa que la brecha entre los países ricos y pobres ha aumentado considerablemente y que los pobres de cada país son cada vez más pobres (Gallopín, 2003; Modvar & Gallopín, 2005; González & Caporal, 2013).
Dentro de esta corriente desarrollista aparece la problemática ambiental como asunto común en la agenda internacional en las últimas décadas. En 1972, en Estocolmo, en el seno de la Organización de las Naciones Unidas (ONU, 1972), se realizó el primer foro mundial que concluyó con la Declaración de Estocolmo la cual tuvo una importante repercusión en la comunidad internacional respecto de la fragilidad de la naturaleza y de la necesidad de conservarla y restaurarla para asegurar la vida del planeta.
Más tarde la ONU crea la Comisión Mundial para el Medio Ambiente que, reunida en 1987, emite el “Informe Bruntland” también conocido como «Nuestro Futuro Común» en el cual surge, por primera vez, la definición de desarrollo sustentable como la capacidad de satisfacer las necesidades de las generaciones presentes, sin comprometer la de las generaciones futuras para satisfacer las suyas (UN, 1987). Dieciocho años después de la aparición del concepto de desarrollo sustentable, otro informe de la ONU “Evaluación de los Ecosistemas del Milenio” (Millennium Ecosystem Assessment, 2005) reconoce que, en las últimas décadas, los ecosistemas han sido transformados por el hombre, más rápida y extensamente que en ninguna otra época de la historia humana, con fines de satisfacer las crecientes demandas de alimentos, agua dulce, madera, fibra y combustible.
Sin embargo, si se observan los resultados en términos de beneficios sociales y calidad de vida para la humanidad, es fácil deducir que esta demanda creciente de recursos no ha satisfecho las necesidades básicas de la humanidad. Según el informe del Fondo de Población de las Naciones Unidas (FNUAP, 2001), hoy, pese a que la riqueza mundial ha aumentado pronunciadamente y se estima en más 24 billones de dólares anuales, hay más de 1.200 millones de personas que no pueden satisfacer sus necesidades básicas de alimento, agua, saneamiento, atención de la salud, vivienda y educación.
Por otro lado, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO, 2001) advierte que es una «obligación moral» liberar a la humanidad del hambre y la malnutrición y que, por razones éticas, conforme avanzan las tecnologías y las capacidades, debería disminuir la tenaz persistencia del hambre y la pobreza. El avance de esas capacidades y tecnologías ha ido desligado de tal «obligación moral» y, por el contrario, cada día un porcentaje importante de la humanidad es testigo de cómo son utilizadas esas tecnologías por la sociedad industrializada para mantener la hegemonía, controlar y garantizar sus fuentes de energía, su materia prima y mano de obra baratas.
El surgimiento del concepto de desarrollo sustentable ha sido motivo de debates en los cuales han convergido opiniones como que hay pocas expresiones tan ambiguas como la de desarrollo sustentable asociado a conceptos como «capitalismo sostenible», «agricultura sostenible» o «uso sostenible de la energía y los recursos» (Guimarães & Alimonda, 2002; O’Connor & Alimonda, 2002; Leff, 2003; Martínez, 2005; Sarandón & Flores, 2014).
Por lo expuesto es inevitable preguntarse cómo es que, si hoy en día no se ha podido satisfacer las necesidades de la población mundial, pueda pensarse en «planificar» desde ahora la satisfacción de las necesidades de las generaciones futuras. ¿Cómo se va a lograr ese desarrollo sustentable del que habla el informe Nuestro Futuro Común, si el modelo económico globalizado que predomina sigue considerando a los países del tercer mundo como su fuente inagotable de recursos? ¿Cómo se construirán sociedades justas, libres, despojadas del flagelo de la pobreza que ha impuesto la sociedad industrializada si ni siquiera se cuestiona el paso tecnológico en falso que ha dado la sociedad industrializada y se presenta la necesidad de reconvertir la industria humana en una sucesión concatenada de procesos que consiga una reutilización completa de los materiales? (Naredo & Parra, 1993; Naredo, 2002; Rosset & Altieri, 2018).
No obstante, las manifestaciones de preocupación de estas comisiones de la ONU por alcanzar el desarrollo sustentable, parecieran no reconocer que el origen de los crecientes problemas ambientales se asienta en el comportamiento de la sociedad industrializada que antepone el crecimiento económico a la conservación de los recursos naturales, así como tampoco, reconoce que la opulencia del mundo industrial de hoy se asienta sobre la explotación económica y ecológica de un tercer mundo, política e ideológicamente tributario (Naredo, 2002; Pengue, 2005; Altieri & Toledo, 2011; Sarandón y Flores, 2014).
Para que exista desarrollo sustentable es necesario pensar en él, no como un conjunto de logros netamente crematísticos, que no por ello dejan de ser importantes, sino como un proceso que conduce a la conformación de un entorno que posibilita la transformación del ser humano en persona humana en su plena dignidad y en su doble carácter individual y social y, por lo tanto, éste supone la eliminación de obstáculos como hambre, desempleo, explotación y discriminación que históricamente le han impedido ejercer este derecho. En el marco de estas disertaciones sobre el concepto de desarrollo sustentable merece la pena rescatar el planteamiento que presentan Astier, Galván y Masera (2008), según el cual ante la imposibilidad para generar un consenso en el concepto de desarrollo sustentable y por la confluencia de diversos intereses, se hace necesario entonces buscar los elementos centrales comunes en la discusión que permitan construir modelos de desarrollo que cubran de manera permanente las necesidades materiales y espirituales de todos los habitantes del planeta, sin menoscabar las condiciones de los recursos naturales que proveen el sustento. Así como también, se hace necesario considerar al desarrollo sustentable como un proceso de cambio dirigido, en el cual son tan importantes las metas trazadas como el camino para lograrlas.
Podría abundarse y decir también, que, en las últimas décadas, los economistas se han interesado por el análisis ecológico de los procesos económicos; luego de una etapa de «descubrimiento» de límites físicos y ecológicos en el modelo de desarrollo industrial capitalista, producto también de la crítica mundial, ante los graves problemas de desequilibrio ecológico. Los economistas convencionales percibieron los posibles daños generados por el propio crecimiento económico e intentaron «dar un valor» a estos impactos e incorporarlos a los sistemas de precios, en definitiva, en el marco del mercado. Surge así la Economía Ambiental, como una rama de la Economía (Pengue, 2009) proporcionando instrumentos, políticos y económicos, cuyo objetivo es actuar e influir, sobre los actores económicos, pero aceptando las reglas impuestas por el propio mercado. La economía, desde el punto de vista ecológico, no tiene una medida común, porque no se conoce cómo dar valores actuales a las incertidumbres y a las contingencias irreversibles;
si las cuestiones referentes a incertidumbres, horizontes temporales y tipos de descuento fueran planteadas honradamente, la economía de los recursos naturales y del medio ambiente llegaría, a la conclusión básica de la economía ecológica, a saber, la ausencia de una conmensurabilidad económica. (Martínez, Naredo & Parra, 1993, pp. 30-31)
No obstante, no es este el caso de la economía ecológica, la cual no está sujeta ni a la economía ni a la ecología, pues ella, se podría decir, que es una síntesis integradora de las dos (economía y ecología). Es también definida como la disciplina de gestión de la sustentabilidad. En el marco de esta «gestión de sustentabilidad» es que, desde la economía ecológica y la ecología productiva, se piensa en la necesidad de nuevos modelos de investigación, que consideren la interdependencia de la especie humana con la naturaleza, como el caso de la agroecología, la ecología política, la economía ecológica (Salas-Zapata, Ríos-Osorio & Álvarez del Castillo, 2012).
Revolución verde y modernización agrícola
En los años 60, Schultz realizó investigaciones sobre economía agraria y centró su atención en el estudio de la importancia de los recursos humanos en la agricultura, especialmente en los países subdesarrollados. Criticó el peso que los países subdesarrollados otorgaban al proceso de industrialización, dejando en un segundo lugar a la agricultura (Enkerlin & Borlaug, 1997).
Las ideas de Schultz fueron interpretadas como que el agro debía sufrir también un proceso de modernización, tal como lo había experimentado la industria en la pasada década. Es cuando surge la Revolución verde que, entre los años 1965 y 1985, impulsó la tecnología moderna que contribuyó a aumentar drásticamente la producción de alimentos, pero esta práctica fue perdiendo fuerzas debido a que el uso intensivo de plaguicidas y fertilizantes, además de la práctica de monocultivos y del alto costo energético, fue causando serios daños ambientales (Rosset, 2000; Rosset & Altieri, 2018).
La Revolución verde fue presentada como la panacea de la agricultura para producir alimentos a gran escala y mitigar el hambre a nivel mundial. Los datos del hambre en el mundo dan cuenta del fracaso de la aplicación de este modelo de tecnología (Altieri, 1999; Rosset, 2000; Pengue, 2005; Altieri & Toledo, 2011; Sarandón y Flores, 2014).
Los agroecosistemas manejados por la agricultura moderna, basada en estos paquetes tecnológicos de la Revolución verde, generalmente han sido asociados a un éxito económico. Este hecho ha contribuido con el establecimiento de la agricultura moderna como un paradigma de producción que atiende la demanda mundial de alimentos y satisface los requerimientos a nivel global. No obstante, es necesario indicar que a esta agricultura moderna se la reconoce como la principal responsable del desequilibrio ecológico, la pérdida de la biodiversidad y el aumento de las tasas malnutrición y de hambre en el planeta (Altieri & Toledo, 2011).
Este hecho también ha impedido apreciar el impacto negativo en la salud humana; así como, en el desplazamiento de campesinos y campesinas y la expropiación de sus tierras (Barkin, 2002; Pimentel, Pimentel y Karpenstein-Machan, 2005; Altieri & Nicholls, 2007; Pengue, 2009).
En la medida en que fue avanzando la modernización agrícola se fue volviendo más distante la relación entre agricultura y ecología, ya que los principios ecológicos fueron reemplazados por técnicas artificiales de fertilización, floración y control químico de plagas y enfermedades con productos derivados de los combustibles fósiles (Altieri, 1999; Sarandón, 2002; Pimentel et al., 2005).
Este distanciamiento entre agricultura y ecología trajo problemas como: alto costo energético (Bayliss-Smith, 1982; Pimentel et al., 2005); pérdida de capacidad productiva de los suelos (FAO, 2008; Zazo, Flores y Sarandón, 2011); impactos sociales para familias campesinas -porque muchas perdieron sus tierras, otras se vieron afectadas directamente por la contaminación con agroquímicos y otras tantas perdieron el control de sus semillas locales e incorporaron tecnología innecesaria, abriendo un círculo vicioso a las deudas (Pengue, 2005).
Estos cambios perpetúan la brecha entre familias campesinas y agricultores empresariales y desencadenan una serie de procesos preocupantes que repercuten en el aumento de la pobreza rural, la inseguridad alimentaria y la degradación de los recursos naturales (Altieri & Nicholls, 2007).
Sostenibilidad y agroecología
Esta problemática ha hecho que en los últimos años haya habido un creciente interés en estudiar los problemas de la insostenibilidad de los sistemas agroproductivos desde un nuevo enfoque, distinto al enfoque determinista, mecanicista, lineal y fragmentario de la Modernidad.
Así pues, la agroecología emerge como ciencia que aborda las complejidades de la naturaleza y sus relaciones culturales con la especie humana -especialmente las derivadas del pensamiento científico y del conocimiento ancestral; así como, sus aplicaciones tecnológicas con las consecuencias socioeconómicas (León & Altieri, 2010; León, 2012). La agroecología se concentra en conocer las relaciones socioecológicas dentro de un agroecosistema con el propósito de entender la forma, la dinámica y las funciones de esta relación, de tal manera que los sistemas agroecológicos puedan ser administrados mejor y con menores impactos negativos en el ambiente y en la sociedad (Hecht, 1999).
Desde esta ciencia de la agroecología se está intentando estudiar los sistemas socioecológicos, entendidos estos como los sistemas en los que se presentan interacciones entre sociedad y naturaleza, y específicamente, se ha tratado de comprender el carácter dinámico de las interacciones naturaleza-sociedad (Salas-Zapata et al., 2012).
Modvar y Gallopín (2005) entienden por sistema socioecológico a un sistema formado por un componente (subsistema) societal (o humano) en interacción con un componente ecológico (o biofísico). Por su parte, Berkes, Colding y Folke (2003), utilizan el término de sistemas socioecológicos para referirse a un concepto holístico, sistémico e integrador del «ser humano en la naturaleza»; de esa manera el término alude a un sistema complejo y adaptativo en el que distintos componentes culturales, políticos, sociales, económicos, ecológicos, tecnológicos, etc., están interactuando (Resilience Alliance, 2010).
Esto implica que el enfoque de los estudios de los ecosistemas y recursos naturales que se realizan desde la perspectiva de sostenibilidad no se centra en los componentes del sistema sino en sus relaciones, interacciones y retroalimentaciones, en contraposición a las ciencias clásicas que, con su enfoque fragmentario de la realidad contribuyen a generar problemas de insostenibilidad. La separación que hacen de los objetos de orden social de los de orden natural es una de las causas. La investigación en sostenibilidad asume los objetos de estudio como sistemas que se acoplan a sistemas sociales y ecológicos, denominados sistemas socioecológicos (Salas-Zapata et al., 2012).
Las interacciones socioecológicos son las relaciones que se crean entre los diferentes subsistemas por varias vías. En primer lugar, por el conjunto de actividades y procesos humanos que generan impactos en los sistemas ecológicos, como pueden ser la producción de alimentos o la extracción de recursos naturales, la pesca, etc.; en segundo lugar, por las propias dinámicas de los ecosistemas, como es el caso de las inundaciones o las variaciones climáticas, también por las transformaciones de las características de los suelos, que producen efectos sobre los sistemas sociales (Salas-Zapata et al., 2012).
Estas relaciones podrían ser de diversas índoles. Por ejemplo, las interacciones materiales como los flujos de recursos naturales y energéticos, dinero, materias primas, productos manufacturados, alimentos, residuos y personas. Otras son las de índole no material, como los flujos de información y conocimiento, las influencias de poder, la confianza, las normas, valores, las decisiones y las acciones públicas, entre otros. Por este motivo, en el análisis de un sistema socioecológico se combinan asuntos de orden ético, político, antropológico, sociológico, económico, tecnológico, biológico, ambiental, epigenética social (Altieri & Toledo, 2011; Salas-Zapata et al., 2012).
Pedagogías en investigación
Esta misma noción determinista, fragmentaria, homogeneizante y centralizadora, nacida en la Modernidad ha impregnado muchas áreas, entre ellas la educación, que tiende a ser mecánica, enciclopédica, desvinculada del mundo real. Como lo afirmó Freire (2005) hace más de medio siglo, la educación ha sido bancaria, lo que implica que la información se convierte en mercancía y se acumula, se deposita mecánicamente en la mente de los alumnos. No hay una construcción, un cuestionamiento del mundo, éste se asume como dado, inmutable. Esta manera de educar se traslada a las formas de hacer investigación que también son mecánicas y se dejan de lado los diálogos y el cuestionamiento del orden establecido del mundo. Esa educación tradicional no colabora con la formación de nuevas generaciones comprometidas con el cambio (Silva, 2020) y en la «manera de habitar el planeta» y que niega que también en otros ámbitos se genera conocimiento (Funtowicz &Ravetz, 2000).
Este es un momento oportuno para repensar las formas de hacer investigación, la situación actual por la que atraviesa la humanidad, transversalmente tocada por el coronavirus y la pandemia que ha desatado, vienen a alertar a las sociedades sobre el agotamiento del modo de habitar la casa común. Todas las áreas del quehacer humano se ven desafiadas. La investigación científica, humanística y tecnológica no es la excepción. Hoy más que nunca se hace patente la necesidad de repensar la actividad científica y su compromiso con la sostenibilidad. Algunos principios orientadores que convendría tener en cuenta son:
Hacer transversal la sostenibilidad a todas las investigaciones desarrolladas en las instituciones educativas y centros de investigación. En momentos en que la salud de la humanidad está severamente amenazada es necesario entender que en una tierra enferma no puede haber personas sanas. La crisis de insostenibilidad que enfrentamos a nivel planetario precisa ser analizada desde una perspectiva epistemológica distinta al enfoque mecanicista, determinista, lineal y fragmentario que ha impuesto la Modernidad.
Es preciso, también, que las complejidades del entorno y sus relaciones culturales sean abordadas con enfoques sistémicos y transdiciplinarios. Sobre todo, las relaciones derivadas del pensamiento científico vinculado con los conocimientos ancestrales y sus aplicaciones tecnológicas. También es necesario abordar desde esta perspectiva las consecuencias socioeconómicas, ecológicas de estas relaciones culturales. La labor de investigar tendría que tener entre sus horizontes el objetivo de contribuir a alcanzar un manejo sostenible de los sistemas socioecológicos.
Otro principio a tener en cuenta es atender el estudio de problemas complejos desde una perspectiva transdisciplinaria. Es preciso asumir, de acuerdo con García (2011), la interdefinibilidad y mutua dependencia de las funciones que cumplen todos los elementos de un sistema. Esto remite al trabajo en equipos multidisciplinarios que comparten marcos epistémicos, conceptuales y metodológicos y son capaces de interrogarse mutuamente sobre una problemática. Dicho trabajo empieza con el reconocimiento del problema que se quiere abordar y la definición colectiva de las preguntas de investigación.
Es urgente fomentar el diálogo de saberes y el trabajo colaborativo en espacios plurales para la transformación social. La manera tradicional de hacer investigación dentro de los linderos de la universidad y desde una mirada disciplinar se ha topado con límites para la incidencia social. Hacer frente a la pandemia vuelve a poner en el centro la necesidad de construir conocimientos con la amplia participación de una comunidad diversa (academia, organizaciones de la sociedad civil, gobierno y miembros de las diferentes comunidades que hacen la vida del planeta). Ello resulta fundamental para formular las preguntas adecuadas, interpretar los fenómenos con sentido integrador y sistémico y diseñar estrategias con mayor potencial para la transformación social.
En esta coyuntura histórica se hace imprescindible evaluar críticamente el modelo de desarrollo adoptado en la región que ha profundizado la pobreza y la desigualdad. Es un compromiso que nos atañe, enfrentar la crisis económica y social derivada de la pandemia actual que, si bien afectará a todos, impacta con mayor profundidad a las personas más pobres y agudiza su situación de vulnerabilidad. Afrontar esta problemática exige la generación de conocimientos y de alternativas de solución basadas en una perspectiva de justicia social; así como, en un replanteamiento de las escalas de dichas soluciones, para que sean realizables, democráticas, resilientes y sostenibles.
CONCLUSIONES
La modernidad instauró enfoques epistemológicos y modos de habitar el planeta que han puesto en riesgo su subsistencia. Esta crisis civilizatoria debe ser asumida desde diferentes esferas. La ciencia y la academia están llamadas a jugar un papel central en concordancia con la sociedad civil y no al margen. Es preciso comprender y enseñar la complejidad del problema: la interdependencia sistemática de sociedad y ambiente. Las visiones fragmentadas de la realidad demuestran ser no solo insuficientes sino perjudiciales, la necesidad de buscar otras formas de hacer investigación para encontrar conexiones con procesos más globales y hacer lecturas que permitan superar lo coyuntural y lo inmediato es fundamental. Requerimos promover diálogos interepistémicos, interdisciplinares con diferentes actores para co-construir conocimientos y prácticas que permitan avanzar hacia una sociedad más justa.