INTRODUCCIÓN
La alimentación es un derecho y una necesidad básica del ser humano. En las últimas décadas, América Latina y el Caribe han avanzado de forma significativa hacia el derecho a una alimentación adecuada. Sin embargo, el actual período de bajo crecimiento económico, el aumento y la intensidad de los fenómenos climáticos, los modos no sostenibles de producción y el consumo de alimentos, y la transición demográfica, epidemiológica y nutricional han puesto en riesgo la seguridad alimentaria del mundo (FAO, FIDA, OMS, PMA & UNICEF, 2019).
Las estimaciones actuales indican que el 8,9 % de la población mundial padece hambre, de aquí que sea uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS): “Asegurar el acceso de todas las personas a una alimentación sana, nutritiva y suficiente durante todo el año” (FAO, FIDA, OMS, PMA & UNICEF, 2020, p. 4). En 2019 al menos una de cada diez personas en el mundo se vio expuesta a niveles graves de inseguridad alimentaria. La pandemia provocada por el SARS-CoV-2 y la COVID-19 aumentó el número de seres humanos subalimentados en el mundo, lo que impidió lograr el objetivo del hambre cero para 2030 (FAO, FIDA, OMS, PMA & UNICEF, 2020).
El escenario cubano no presenta estadísticas sobre personas subalimentadas, pero resultan evidentes las insuficiencias en la producción, el acopio, la distribución y la comercialización de alimentos (Sociedad Económica de Amigos del País, 2020); de aquí que la estrategia alimentaria haya sido significada en varios contextos (Fernández & Canel, 2020).A esta situación se suman impulsores de riesgo como el bloqueo impuesto por el Gobierno de Estados Unidos, que dificulta el acceso a varios mercados para el abastecimiento a nivel de país; el impacto de eventos hidrometeorológicos extremos, la degradación progresiva de los recursos naturales y el escenario generado por la COVID-19, los que influyen de forma negativa en la producción, la disponibilidad, el acceso y la estabilidad de los alimentos. Todos estos son aspectos clave para la seguridad alimentaria, que constituye un tema de gran trascendencia mundial y aspecto determinante del desarrollo socioeconómico, en el que interviene una multitud de factores: ambientales, económicos, políticos, culturales, tecnológicos, jurídicos, sociales e institucionales.
Existe seguridad alimentaria cuando a nivel de individuo, hogar, nación y a nivel global, en todo momento, se tiene acceso físico y económico a suficiente alimento, seguro y nutritivo, para satisfacer las necesidades alimenticias de los individuos e incluso sus preferencias, con el objeto de llevar una vida activa y sana. (FAO, 1996, p. 1)
Por este motivo, se analiza a diferentes escalas: internacional, nacional y local; pero es el escenario a nivel local el que permite brindar soluciones efectivas en función de las necesidades territoriales.La seguridad y la inseguridad alimentarias están íntimamente relacionadas. Esta última se define como «la probabilidad de una disminución drástica del acceso a los alimentos o de los niveles de consumo, debido a riesgos ambientales o sociales, o a una reducida capacidad de respuesta» (FAO, 2011, p. 4), por lo que puede analizarse indirectamente a través de la primera.Para los análisis de seguridad alimentaria resulta clave la evaluación de la vulnerabilidad, que frecuentemente se aplica a individuos, familias, grupos o poblaciones. La vulnerabilidad alimentaria se ha desarrollado como una forma de identificar quién es incapaz de obtener alimentos y los factores que restringen su acceso (Salomone, 2016), por lo que está más relacionada con la inseguridad alimentaria.
La COVID-19 ha tenido efectos negativos en el ámbito económico, político, social y ambiental. Esta llega a América Latina y el Caribe en un contexto de bajo crecimiento, alta desigualdad y vulnerabilidad, con tendencias crecientes a la pobreza y pobreza extrema, un debilitamiento de la cohesión social y manifestaciones de descontento popular, lo que compromete el logro de los objetivos de Desarrollo Sostenible para 2030 (CEPAL, 2020). Si bien se manifiesta en todos los países esta situación, existen diferencias marcadas por voluntades políticas, acciones gubernamentales, robustez de los sistemas de salud, entre otros.
Sin embargo, ha conducido como regularidad al incremento de la inseguridad alimentaria, y las dificultades económicas, financieras y sanitarias a nivel nacional, regional y familiar. Las medidas de cuarentena y distanciamiento social, necesarias para frenar la propagación acelerada y salvar vidas, han generado pérdidas de empleo, reducción de los ingresos de las personas y de los hogares, e inestabilidad en la economía familiar. La disponibilidad, el acceso, la estabilidad, el suministro y la capacidad de almacenamiento de los alimentos han sufrido un cambio radical y han convertido a muchas familias en inseguras. Ante dichas circunstancias, estas viven con estrés e incertidumbre, y sufren de inseguridad alimentaria.
En el contexto internacional se han realizado varios estudios relacionados con el tema, entre los que se destacan autores como: Ayala (2020), Guzmán y Cordero (2020), Luiselli (2020), Zalazar y Muñoz (2020), Toro, Navarro Ríos, Martínez y Ramírez (2020), Plaza (2020), y Berkhoult, Galasso y Lawson (2021), quienes analizan la seguridad alimentaria y nutricional ante la COVID-19. Los autores coinciden en que esta tiene efectos a nivel global sobre los países, y que los grupos más sensibles, en términos de seguridad alimentaria, son las mujeres, los niños y los adultos mayores.
El escenario cubano cuenta con las investigaciones de García (2020), Arias (2020), Vara (2020), Rodríguez y Odriozola (2020) y Moreno y Lanchipa (2021), quienes estudian el impacto de la COVID-19 en la seguridad alimentaria en contexto a nivel económico, social, y en el sistema que conforma la actividad de la pesca y la agricultura. Caracterizan la experiencia cubana en la gestión de la pandemia, las particularidades del modelo de gestión utilizado por el Gobierno y sus puntos de contacto con la práctica internacional, y señalan las barreras para superarse.
Por otra parte, Gómez (2020), si bien se enfoca en el desafío ambiental de la pandemia, expone argumentos relacionados con el tema y explica que resulta necesario priorizar la atención a grupos vulnerables, la protección social (ya comprometida en muchas regiones(, el fortalecimiento de la capacidad de respuesta ante las situaciones de riesgo, la garantía de los servicios básicos y la seguridad alimentaria.
En cada de una de las propuestas se revelan la importancia del tema y los vacíos relacionados con la gestión de los Gobiernos locales para minimizar el impacto de la COVID-19 en los grupos vulnerables. Se muestra, además, la necesidad de identificar los factores y actores sociales que inciden en la seguridad alimentaria a nivel nacional, regional y familiar para implementar estrategias adaptadas al contexto local y así mitigar el riesgo de inseguridad alimentaria familiar.
Los argumentos anteriores justifican la importancia de la presente investigación, que analiza el impacto de la pandemia de COVID-19 en la seguridad alimentaria familiar. Constituyen referentes teóricos y a la vez son objeto de análisis las posiciones epistemológicas de algunos investigadores que abordan el tema, a la vez que se enfatiza en las desigualdades económicas y sociales a nivel familiar que se han visualizado a partir del escenario de crisis generado por la pandemia.
MÉTODOS
Se desarrolló un análisis exploratorio-descriptivo, mediante métodos de investigación del nivel teórico como el de análisis-síntesis, que permitió sintetizar la génesis y tendencia de la pandemia de COVID-19 y de la seguridad alimentaria familiar. Además, se hizo análisis bibliográfico, que se utilizó con el propósito de contrastar cada uno de los presupuestos examinados desde sus enfoques individuales. De este modo, el trabajo constituye una revisión sistemática con un enfoque crítico-analítico sobre el tema.
DESARROLLO
La seguridad alimentaria familiar en el contexto de la COVID-19El concepto de seguridad alimentaria ha evolucionado considerablemente a través del tiempo desde la Primera Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre Alimentación llevada a cabo en 1974, donde se plantean los fundamentos de un «sistema que asegure la disponibilidad suficiente de alimentos con precios razonables en todo momento durante la vida de un individuo» (FAO, 1974, p. 25).
La definición de seguridad alimentaria estuvo basada en una primera etapa en la producción y disponibilidad alimentaria a nivel global y nacional. Posteriormente, se añadió la idea del acceso, tanto económico como físico, y se llegó al consenso, en la Cumbre Mundial de Alimentación celebrada en 1996, de que
existe seguridad alimentaria cuando todas las personas tienen en todo momento acceso físico y económico a suficientes alimentos inocuos y nutritivos para satisfacer sus necesidades alimenticias y sus preferencias en cuanto a los alimentos a fin de llevar una vida activa y sana. (FAO, 1996, p. 30)
En la evolución del concepto ha sido importante su extensión a todos los niveles de análisis: nacional o regional, comunitario, familiar e individual. En este sentido, la seguridad alimentaria en el contexto regional o nacional ha representado la más estudiada, al concebirse como la suficiencia de los alimentos disponibles para cubrir las necesidades de la población (Alonso, 2017), por lo que resultan clave investigaciones a nivel familiar para establecer el equilibrio entre la oferta y la demanda de alimentos en un territorio determinado, a lo cual se agrega el propósito de garantizar un acceso equitativo para todas las regiones y los grupos de población. Al considerarse a la familia como unidad básica en la que se concreta la seguridad alimentaria para el individuo, deben tenerse en cuenta aspectos como: rasgos distintivos de las familias, consumo de alimentos, y hábitos alimentarios y culturales, que responden a necesidades objetivas y subjetivas. Hay que considerar que las personas prefieren consumir ciertos alimentos que pueden ser muy distintos de los necesarios para mantener un buen estado nutricional y ello trasciende el entorno familiar (Pillaca, 2017). Por otra parte, se necesita considerar la capacidad de las familias para obtener (al producir (autoconsumo) o comprar (autogestión)( los alimentos suficientes para cubrir las necesidades dietéticas de sus miembros.
En el ámbito familiar e individual la seguridad alimentaria implica otros análisis, donde hay que atender aspectos relacionados con el suministro de los alimentos, la estabilidad de los precios, los niveles de consumo per cápita, la capacidad de almacenamiento, las condiciones de vida, la situación ambiental, entre otros (Salomone, 2016). Por lo que la relación entre seguridad alimentaria nacional, familiar e individual y los factores determinantes en cada uno de estos niveles constituye una de las cuestiones más importantes y difíciles que deben resolver los modelos de gestión.
La seguridad alimentaria abarca diferentes disciplinas técnicas, las cuales ilustran parcialmente los complejos problemas que están en juego; por tanto, ha de tratarse como una cuestión multidimensional del desarrollo, que exige intervenciones integrales (Pillaca, 2017), tomando en cuenta la totalidad y la diversidad de las necesidades humanas y la disponibilidad de recursos. Esta tiene cuatro componentes básicos: disponibilidad, acceso, estabilidad de los suministros y utilización biológica de los alimentos (FAO, 2016).
Los tres primeros componentes han estado altamente comprometidos en la situación de la pandemia. El tercero ha estado influido por estados de ánimo y situaciones psicosociales generadas por las nuevas condiciones impuestas, las que han generado, según Gómez (2020), molestia, preocupación, angustia, sensación de susto, miedo, tristeza y depresión (estas dos últimas asociadas solamente al sexo femenino(; así como aburrimiento, desconcierto, perturbación e irritación (esta última solo relacionada con el sexo masculino, con prevalencia de las edades entre 10 y 14 años. Según estos autores, hay sensaciones como el miedo, la preocupación, la inseguridad, el aburrimiento y la angustia, vinculadas con la ansiedad y la intranquilidad. Destacan, además, el contraste de sensaciones: ansiedad vs. seguridad, intranquilidad vs. tranquilidad, miedo vs. confianza; y explican que estas sensaciones en conflicto podrían justificar la inestabilidad emocional que pudiera estar generando la situación de crisis, lo que sin dudas puede repercutir en los patrones de alimentación y su asimilación biológica. La utilización biológica de los alimentos se refiere a la forma en que las personas usan los alimentos que consumen. En ella influyen factores físicos, sociales, mentales y ambientales. Hacer el mejor uso posible de los alimentos depende del almacenamiento y el procesamiento apropiado de estos para una adecuada alimentación y así evitar que aparezcan estados patológicos.
La disponibilidad de alimentos significa que hay suficientes físicamente presentes para toda la población. Se refiere a la producción estable de los alimentos, la existencia de políticas de reserva para períodos de escasez o crisis sanitarias, y el control interno de los precios para proteger la canasta alimentaria.
El acceso a los alimentos supone la existencia de medidas para proteger el poder adquisitivo o nivel de ingreso de las personas (salarios, empleo, precio) y la protección de los bienes productivos de las personas. Significa que los hogares pueden acceder a los alimentos de muchas maneras: mediante compra, trueque, obsequios, programas de asistencia social o ayuda alimentaria, con énfasis en la necesidad de implementar programas de ayuda alimentaria responsable que no promuevan la exposición innecesaria de los individuos para obtener sus alimentos. En este sentido, el informe especial No. 3 de la CEPAL (2020) explica que los programas sociales deben desincentivar las aglomeraciones de personas para la recolección de pagos y alimentos.
La estabilidad de los suministros es la posibilidad de contar con un flujo permanente de alimentos, sin la ocurrencia de pérdidas en períodos de cosecha o poscosecha, la capacidad de almacenamiento y la disponibilidad de divisas para adquirirlos. Aspecto severamente afectado por la COVID-19 en muchas regiones, incluido el contexto cubano, de ahí el despliegue de políticas y acciones que fomentan la producción de alimento de forma intensiva y extensiva.
Gran parte de la labor relacionada con la seguridad alimentaria se ha ocupado de la inseguridad alimentaria. Se considera que
existe inseguridad alimentaria cuando las personas no tienen acceso físico, social y económico en todo momento a alimentos inocuos y nutritivos, en cantidad suficiente para satisfacer sus necesidades dietéticas, y sus preferencias alimentarias, a fin de llevar una vida activa y sana. (FAO, 2006, p. 11)
La inseguridad alimentaria constituye un concepto que está íntimamente relacionado con la vulnerabilidad, y puede definirse como «la probabilidad de una disminución drástica del acceso a los alimentos o de los niveles de consumo, debido a riesgos ambientales o sociales, o a una reducida capacidad de respuesta» (Programa Especial para la Seguridad Alimentaria, 2011, p. 23).
En sentido general, la inseguridad alimentaria no se limita a las personas que tienen un régimen alimenticio deficiente en un momento dado, sino que incluye a aquellos cuyo acceso a los alimentos es inseguro o vulnerable.
El hogar representa el espacio donde se concreta la seguridad alimentaria y nutricional de los individuos, porque allí convergen factores relacionados con la suficiencia alimentaria, el acceso a los alimentos y la seguridad. Según Álvarez (2003), la seguridad alimentaria en el hogar se considera como «el acceso a una canasta de alimentos nutricionalmente adecuada, segura y culturalmente aceptable, procurando en una forma consistente satisfacer otras necesidades humanas, en forma sostenible» (p. 13).
Este concepto tiene implícitos aspectos relacionados con la disponibilidad y el acceso a los alimentos, la estabilidad en la disponibilidad de alimentos, la calidad e inocuidad de los alimentos, la cultura alimentaria y la vulnerabilidad alimentaria.En este sentido, hay que analizar los planteamientos de Gómez (2020), quien explica que hay que entender los escenarios de riesgo, y tener en cuenta los impulsores del riesgo, explicados en la estrategia de la GNDR (Global Network of Civil Society Organization for Disasters Reduction): el cambio climático, los conflictos preexistentes, la inequidad social, la inseguridad en el acceso seguro a alimentos y agua, la urbanización, sus conflictos y retos, y los desplazamientos forzados (GNDR, 2020); también pueden incluirse el crecimiento poblacional, la inadecuada planificación del desarrollo y la contaminación, impulsores todos de muchos riesgos, que también conspiran con el manejo efectivo de una crisis (Gómez, 2020).
La inseguridad alimentaria familiar tiene repercusiones en el estado de salud y nutricional de sus miembros, en la disminución del rendimiento escolar de los niños y en la baja capacidad laboral de los adultos; produce sufrimiento psicológico que ocasiona la sensación de exclusión e incapacidad de poder satisfacer las necesidades alimentarias de manera adecuada; ocasiona trastornos en la dinámica familiar; y puede incentivar la degradación del ambiente y los recursos naturales.
La capacidad de las familias para obtener alimentos suficientes para cubrir las necesidades dietéticas de sus miembros (al producir o comprar ellas mismas(, (Figueroa, 2005) se ve severamente afectada en zonas urbanas, donde se depende en gran medida del nivel de ingresos, y la relación con los precios,la disponibilidad y la accesibilidad de los alimentos y de otros bienes de consumo. Las zonas rurales, sobre todo de difícil acceso, fundamentalmente, se hallan a expensas de la disponibilidad de alimentos, la cual está muy relacionada con la producción agrícola y con las influencias ambientales, lo que depende también de la cultura agrícola. Aquí no pueden dejar de mencionarse aspectos relacionados con cuestiones de género y factores de vulnerabilidad.
En un contexto de confinamiento, cierre de escuelas y necesidad de cuidados ante la posible presencia de enfermos crónicos o individuos que necesitan cuidados especiales en el hogar (niños, adultos mayores, enfermos mentales, enfermos en general), la carga de trabajo doméstico no remunerado que asumen las mujeres y las adolescentes aumenta, cuando hay una responsabilidad sobre ellas en cuanto a la elaboración, incluso la autogestión alimentaria, a nivel de la familia. Situación que se agudiza cuando deben realizar estas funciones de conjunto con el teletrabajo, la formación profesional o los estudios a distancia.
A pesar de la gran magnitud de la pandemia, hasta la fecha no se ha notificado transmisión alguna de la COVID-19 mediante el consumo de alimentos. Por tanto, como señala la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA Strategy, 2020) no existen pruebas actualmente de que los alimentos planteen un riesgo para la salud pública en relación con la COVID-19. La transmisión directa entre seres humanos continúa siendo el principal factor de propagación. Al resultar una patología reciente, se están realizando continuos estudios para profundizar en el conocimiento de epidemiología, transmisión y tratamiento.
Sin embargo, no se puede absolutizar si se considera que la manipulación de alimentos por personas enfermas puede hacer que en la superficie de estos existan diminutas gotas de saliva que los contaminen y contribuyan a su diseminación, sobre todo en aquellos que no llevan cocción o que forman parte de la venta ambulante de alimentos formal o informal, llamada «comida callejera», que pasan de una persona a otra muchas veces sin la manipulación idónea y se consumen de forma inmediata. En estos casos no resulta fácil obtener evidencias, por lo que no hay que descartar la idea de que los alimentos pueden desempeñar un papel importante en la transmisión de enfermedades de origen alimentario y constituyen un problema de salud pública importante (Vanderzant & Splittstoesser, 1992), si bien no se conocen evidencias en el caso del SARS-CoV-2.
Impactos de la COVID-19 en la seguridad alimentaria familiar
Los impactos de la COVID-19 crecen a diario. La pandemia ha desatado una crisis no solo sanitaria, sino también económica. De acuerdo con estimaciones de la FAO (2020), a causa de la COVID-19 la pobreza a nivel global aumentará en 548 millones y puede añadir entre 83 y 132 millones a la cifra de personas subalimentadas en 2020. También habrá un incremento en el número de los que padecen inseguridad alimentaria, el que se estima en 183 millones en el mundo (FAO, 2020).
Transcurridos dos años de haberse declarado la pandemia de la COVID-19, las consecuencias siguen perjudicando la oferta y la demanda de diversos productos alimenticios, a causa de que modificó el movimiento de bienes y la mano de obra. Esto se ve reflejado en la producción y distribución de productos (FAO, 2020).A través de la evolución de la pandemia, diferentes patrones se han manifestado en relación con la compra de alimentos. Al inicio de la cuarentena la población compró de una manera desmedida, lo que originó que los productos fueran insuficientes para abastecer la nueva demanda; en los comercios el precio se elevó. Hoy en el contexto cubano existen varios elementos modificadores de estos patrones, entre ellos el reordenamiento monetario, desafío que enfrenta la economía y la sociedad cubana en un contexto donde el estado realiza reajustes y esfuerzos extraordinarios por garantizar la seguridad alimentaria, en medio de una crisis global. Sin embargo, en respuesta a las medidas de distanciamiento social que se han establecido para evitar el contacto de personas con otras, se dificulta la compra y el abastecimiento de alimentos.
La pandemia ha afectado de manera directa e indirecta los cuatro pilares de la seguridad alimentaria. Se considera que la disponibilidad de alimentos ha sido impactada no solo a corto plazo, sino que se verá reflejada a largo plazo, lo que genera incertidumbre en la estabilidad de los mercados (GANESAN, 2020).
En este sentido, Rodríguez (2020) refiere que
«la alimentación y nutrición de individuos y de la población se han visto forzosamente afectados; ha cambiado la distribución, la disponibilidad y el acceso a los alimentos y, posiblemente, incluso su forma de producción» (p. 4).
Las medidas para controlar los brotes de la COVID-19 ya están afectando a las cadenas mundiales de suministros de alimentos. Por ejemplo, las restricciones y los cierres de fronteras ralentizan las cosechas en algunas partes del mundo y dejan a millones de trabajadores de temporada sin medios de subsistencia, al tiempo que dificultan el transporte de alimentos a los mercados. Las plantas de procesamiento de carne y los mercados de alimentos se están viendo obligados a cerrar en muchos lugares, debido a los graves rebrotes de la COVID-19 entre los trabajadores. Como consecuencia de ello, muchas personas residentes en los centros urbanos afrontan grandes dificultades para acceder a frutas y verduras frescas, productos lácteos, carne y pescado, fundamentalmente.
En un ambiente de pandemia generalizado a causa de la COVID-19, donde existen restricciones en cuanto a la movilización de las personas y la realización de diversas actividades productivas, el poder de asegurar ingresos mínimos y garantizar la disponibilidad de alimentos puede representar la barrera entre seguridad e inseguridad alimentaria.En este escenario la inseguridad alimentaria puede ser crónica en las familias que tienen ingresos insuficientes e inestables, lo que se asocia a una baja capacidad de compra de alimentos. Los condicionantes de esta situación pueden resultar múltiples: personas sin vínculo laboral, vínculos laborales inestables, bajas remuneraciones, presencia de grupos vulnerables con dificultades para la vinculación laboral, alto costo de vida referido a servicios básicos, transporte, entre otros (Candela, 2016). De lo que se infiere que la dimensión económica es clave en estos análisis.
La pandemia ha agudizado las dificultades de la población, especialmente, la más pobre y vulnerable para satisfacer sus necesidades básicas. Por ello, es preciso garantizar los ingresos, la seguridad alimentaria y los servicios básicos a un amplio grupo de personas, cuya situación se ha vuelto extremadamente vulnerable y que no necesariamente estaban incluidas en los programas sociales existentes antes de la pandemia. (CEPAL, 2020, p. 5)
La COVID-19 tendrá un impacto profundo, el incremento de la desigualdad generará agitación social y económica, dando lugar a una generación perdida en la década de 2020; las consecuencias de todo ello perdurarán en las décadas siguientes. (Gueorgieva, 2020, p. 7)
Esta crisis ha puesto de manifiesto la estrecha relación existente entre pobreza e inseguridad alimentaria, conceptos con características socioeconómicas comunes en los análisis a nivel familiar, específicamente, en aquellos núcleos afectados (Guardiola, 2006). La pobreza, en mayor o menor grado, constituye la causa fundamental de la inseguridad alimentaria y viceversa; su relación es bien compleja y puede visualizarse como un círculo vicioso, lo que implica que las familias con mayor situación de pobreza o, en general más vulnerables, tardarán mucho más tiempo en recuperarse.
Con la llegada de la pandemia aumentó el riesgo de inseguridad alimentaria en muchas familias por los elevados índices de desempleo, la pérdida de ingresos y el aumento del costo de los alimentos, lo que ha dificultado el acceso a estos. Los precios de los alimentos básicos han aumentado en momentos en que las personas disponen de menos dinero. En algunos contextos el mercado informal garantiza algunos alimentos a precios exorbitantes, lo que sin dudas repercute en el bienestar familiar, donde se incluye la dimensión alimentaria por representar una prioridad.
Entre los factores desencadenantes del aumento de la vulnerabilidad alimentaria en las familias se encuentran las alteraciones del entorno alimentario, como las afectaciones a la cadena de suministros de alimentos, las interrupciones en el traslado de alimentos de la agricultura a las áreas de consumo, así como las afectaciones al mercado de almacenamiento, que están incidiendo en los precios de los productos. En los trabajadores informales, ya sean asalariados o autónomos, se ha visto un limitado acceso a alimentos frescos debido a las medidas preventivas de movilidad, y restricciones en mercados y tiendas minoristas (FAO, OPS & OMS, 2020).
Todos los sectores relacionados con la alimentación se han afectado de una u otra forma, al variar los impactos de un país a otro, en dependencia de las decisiones del Gobierno. En este sentido, la focalización territorial resulta un instrumento efectivo para hacer llegar rápidamente a las poblaciones los beneficios y las prestaciones que establezcan los Gobiernos (CEPAL, 2020). Urge contar con planes de contingencia para que los Gobiernos a diferentes niveles puedan tomar decisiones rápidas y eficaces, no solo en esta crisis, sino también ante cualquier otro escenario similar (FAO & CEPAL, 2020).En el caso particular de Cuba, el confinamiento colectivo ha generado cambios profundos en el modo de vida familiar, la producción de prácticas de alimentación, la reproducción cultural, la construcción cotidiana del acceso a los alimentos, el consumo y las pautas de su utilización en el hogar. En todas ellas subyacen brechas de género, pues en la mayoría de los hogares las mujeres se acogen al trabajo a distancia, el trabajo no remunerado que realizan cotidianamente y la gestión (junto con otros miembros del hogar( de la seguridad alimentaria familiar.
En Cuba en los últimos diez años el grupo poblacional de 60 años o más ha mostrado un incremento en un 3 % (ONEI, 2020). La mayoría de la población anciana tiene 70 años y más (52,4 %); de ellos, el 18,7 % supera los 80 años y el 48,6 % tiene entre 60 y 69 años. Resulta mayor la presencia de hombres ancianos en todos los grupos de edad (ONEI, 2020). Por lo tanto, esto complejiza la fuerza laboral, el acceso a los alimentos y los ingresos en condiciones de aislamiento.
El análisis de las estadísticas demuestra que en el país la población adulta mayor constituye el sector poblacional más afectado por la COVID-19, tanto por ser los más representados entre las personas infestadas y fallecidas, como por la vulnerabilidad que les implica padecer enfermedades crónicas y acumular historia de enfermedades degenerativas. En los hogares urbanos y rurales el 64 % de las personas tienen más de 60 años y presentan enfermedades que constituyen agravantes de la COVID-19: enfermedades del corazón, tumores malignos, enfermedades cerebrovasculares, e influenza y neumonía (Romero, 2020).
El confinamiento ha sacado a la luz el hacinamiento habitacional y el incremento de la violencia intrafamiliar, las rupturas matrimoniales, las vejaciones, los desplazamientos en los espacios privados, los reacomodos y los nuevos posicionamientos al interior de la familia/habitación. Es evidente un fuerte deterioro de la posición de las personas que pertenecen a los estratos medios y bajos, principalmente aquellas que viven en comunidades periféricas y rurales, donde llegan con más lentitud los productos para la alimentación. El cierre de fronteras provinciales y la no circulación del transporte intermunicipal y urbano desestructuraron la cadena de una economía informal/precaria y el movimiento de productos de cualquier tipo, muchos de ellos para la subsistencia (Martínez & Echevarría, 2021).
En este contexto, como explica Gómez (2020), hay que ser previsivos para gestionar riesgos y no desastres, hay que ser resilientes; ello determinará el escenario a futuro. La seguridad alimentaria debe retomarse por cada uno de los Gobiernos, y las medidas contextualizarse a cada escenario. Hay que contar con registros sociales amplios y actualizados para identificar a la población destinataria de uno u otro apoyo; y con estructuras y alternativas que garanticen la atención diferenciada para que esta crisis no deje en una situación de inseguridad alimentaria y desamparo a los más vulnerables.
CONCLUSIONES
La COVID-19 ha repercutido negativamente en la seguridad alimentaria familiar, al ponerla en riesgo de padecer inseguridad alimentaria crónica con ingresos insuficientes e inestables. También ha traído problemas sociales, económicos y sanitarios, que han afectado la seguridad alimentaria familiar por la limitación de recursos, el desabastecimiento de alimentos, las alteraciones de la oferta y la demanda, la pérdida de los ingresos, y el aumento del desempleo y de los precios. Asimismo, la pandemia ha tenido repercusiones en el crecimiento económico de los países, al generar pérdidas de ingreso en los hogares y agudizar la vulnerabilidad alimentaria en las familias. Si bien existen limitadas evidencias sobre la inseguridad alimentaria a nivel familiar vinculada con la COVID-19 por no ser un tema tratado en el contexto cubano, están presentes muchas de las condiciones para la inseguridad alimentaria familiar antes descritas y analizadas, y es posible inferir que existen problemas de esta índole en zonas urbanas y rurales de difícil acceso.