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Economía y Desarrollo

versión On-line ISSN 0252-8584

Econ. y Desarrollo vol.165 no.1 La Habana ene.-jun. 2021  Epub 15-Dic-2020

 

Artículo Original

Estados Unidos: hegemonía e imperialismo

The United States: Hegemony and Imperialism

0000-0001-7264-6984Jorge 1  * 

1Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos (CEHSEU), Universidad de La Habana, Cuba.

RESUMEN

Este ensayo analiza la importancia del estudio e interpretación del imperialismo contemporáneo en Estados Unidos, entendido como un fenómeno multidimensional y como un sistema de dominación en el que la hegemonía y, como parte de ella, los procesos ideológicos ocupan un lugar destacado y cumplen funciones imprescindibles para su preservación, reproducción y consolidación. Se llama la atención sobre la vigencia de tal estudio desde la perspectiva del pensamiento crítico y de un enfoque teórico marxista y leninista en las ciencias sociales actuales que abordan la realidad norteamericana.

Palabras-clave: consenso; Estados Unidos; hegemonía; ideología; imperialismo

ABSTRACT

This essay analyzes the importance of the study and interpretation of contemporary imperialism in the United States, understood as a multidimensional phenomenon and as a system of domination in which hegemony and, as part of it, ideological processes occupy a prominent place and fulfill essential functions for its preservation, reproduction and consolidation. Attention is drawn to the validity of such a study from the perspective of critical thinking and a Marxist and Leninist theoretical approach in the current social sciences that address the American reality.

Key words: consensus; United States; hegemony; ideology; imperialism

A la memoria de Marco A. Gandásegui (hijo), al legado que nos dejó en el estudio del imperialismo norteamericano y su hegemonía.

INTRODUCCIÓN

Estados Unidos vive una crisis definida no solo por problemas y dificultades de carácter económico, sino por un complejo de contradicciones que abarca lo político, lo social, lo ideológico, lo cultural, lo ecológico, lo estratégico, que se manifiestan en una escala internacional compleja a nivel global. Al decir de Robinson (2013), «no se trata de una crisis cíclica, sino estructural, una crisis de restructuración», que «tiene el potencial de convertirse en una crisis sistémica» (p. 10). En este sentido, la crisis forma parte esencial de la propia dinámica de restructuración constante de la modernidad capitalista que lleva consigo el imperialismo contemporáneo, cuya configuración geopolítica se ha hecho más amplia y profunda.

En la actualidad, según opina Harvey (2013), las grandes contradicciones acumuladas durante el desarrollo histórico del capitalismo ya no parecen tener una salida satisfactoria dentro de los márgenes de la propia lógica tradicional del capital y de las formas de funcionamiento del sistema mundial. Las contradicciones son parte del propio sistema y la forma de salir de una crisis contiene en sí misma las raíces de la siguiente, lo que evidencia un carácter cíclico.

En ese proceso de restructuración y búsqueda de soluciones, la tradición política liberal se agota, en la medida que pierde funcionalidad para la reproducción del imperialismo norteamericano y se abren paso, de manera sostenida y creciente, tendencias ideológicas conservadoras y de derecha radical, con expresiones internas e internacionales que naturalizan las relaciones sociales de dominación y cancelan las alternativas ante el poderío imperialista. Asumiendo a Marx y Lenin y siguiendo a Gramsci y Foucault, se evidencia que la producción de concepciones del mundo, de imaginarios colectivos está en la base de la producción de las relaciones de poder que componen la hegemonía. Así, la producción ideológica se halla en el centro mismo de la dinámica hegemónica del imperialismo contemporáneo en Estados Unidos, entendido este como el carácter permanente del capitalismo en ese país (Amin, 2001). Y esa ideología se aparta a pasos agigantados, desde hace cuatro décadas, de los valores y mitos de la democracia liberal burguesa representativa que ha acompañado al modo de producción capitalista y a la cultura nacional en ese país. Ello se acrecienta en la nueva articulación del consenso que necesita la hegemonía imperialista hoy. Esto se debe a sus notables alcances geopolíticos, por presentar rasgos que la acercan al pensamiento fascista, profundizar las contradicciones con el sistema de valores y la simbología con que se asocia la fundación misma de la nación y representar a Estados Unidos como modelo democrático universal (Hernández, 2018).

Con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, la historia de Estados Unidos demuestra que las estructuras y contextos que han acompañado al desarrollo capitalista en ese país han condicionado una gran capacidad adaptativa del imperialismo contemporáneo, el cual ha sido capaz de realizar ajustes y reajustes que le han permitido absorber y superar los efectos recurrentes de sus propias crisis. Ese proceso incluye, entre las principales tendencias que definen al sistema internacional, la consolidación hegemónica de ese país, el afianzamiento del bipolarismo geopolítico entre los dos sistemas opuestos (capitalismo y socialismo) y el comienzo de la Guerra Fría. Así, el desarrollo del imperialismo norteamericano entra en una nueva etapa y este país adquiere un nuevo lugar y papel a finales de la década de 1940. Desde entonces, Estados Unidos se ha convertido, entre crisis y recomposiciones, en la potencia más poderosa del orbe y en el líder del capitalismo mundial. Sus proyecciones geopolíticas desempeñan un rol fundamental en la restructuración global de las relaciones internacionales, al redefinir sus alianzas con los países que considera amigos, sus rivalidades con los que define como enemigos y sus intromisiones en las regiones en que se disputan los nuevos espacios de influencia y control: los del llamado Tercer Mundo. Desde la segunda mitad del siglo xx, el afán por la hegemonía el eje principal de la geopolítica imperialista.

El presente trabajo expone reflexiones sobre la expresión de ese entramado de interrelaciones en el mencionado país desde una perspectiva teórica, apoyada en la ciencia política, la economía política y la sociología, más bien con un formato ensayístico interpretativo que investigativo, toda vez que no se trata de un abordaje empírico que interpele a la realidad estadounidense mediante análisis estadísticos, cifras y datos de encuestas.

1. IMPERIALISMO Y GEOPOLÍTICA

La definición que hizo Lenin del imperialismo hace más de un siglo estaba referida al contexto histórico de la Primera Guerra Mundial y a los años siguientes, cuando ese fenómeno adquiría visibilidad y plenitud multidimensional, como resultado de la monopolización y del nacimiento del capital financiero que dejaban atrás la época del capitalismo de libre competencia. Como lo precisó en su conocida obra El imperialismo, fase superior del capitalismo -título que resumía lo fundamental de su comprensión-, el análisis que realizó se enfocaba sobre un período histórico específico, era principalmente teórico y se limitaba a sus rasgos económicos fundamentales, sin contemplar otros aspectos importantes, con lo cual indicaba que su aproximación no era exhaustiva (Lenin, 1973). Por eso mismo, puesto que no se trataba de una definición acabada, es que su implicación metodológica -como guía para ulteriores indagaciones y como marco general- ha seguido siendo válida. A la vez, su caracterización estructural, expuesta en El imperialismo y la escisión del socialismo (Lenin, 1996): ha mantenido su vigencia como articulación económica global, a pesar de los cambios que desde entonces han tenido lugar y de que, como todo fenómeno histórico, el imperialismo se ha transformado. Las expresiones concretas reales de los atributos que Lenin identificó han ido variando en consonancia con las diferentes condiciones históricas, no obstante conservan actualidad sus puntos de partida:

El imperialismo es una fase histórica especial del capitalismo […] La sustitución de la libre competencia por el monopolio es el rasgo económico fundamental, la esencia del imperialismo […] El capital financiero es el capital industrial monopolista fundido con el capital bancario […] Se ha iniciado el reparto económico […] La exportación del capital, a diferencia de la exportación de mercancías bajo el capitalismo no monopolista, es un fenómeno particularmente característico que guarda estrecha relación con el reparto económico y político-territorial del mundo […] Ha terminado el reparto territorial del mundo (de las colonias). (Lenin, 1973, p. 55)

Esta precisión no debe perderse de vista, ya que es frecuente encontrar interpretaciones unilaterales y economicistas del enfoque leninista. Según advierten Petras y Veltmeter (2012), la mayoría de los teóricos del imperialismo recurren a un tipo de reduccionismo económico, en el cual se minimizan o ignoran las dimensiones políticas e ideológicas del poder imperial y se sacan de contexto categorías como las de inversiones, comercio y mercados.

El proceso que sigue a la Segunda Guerra Mundial le imprime al imperialismo contemporáneo su fisonomía como sistema internacional que, sobre la base de tales rasgos, coloca su epicentro en Estados Unidos, quien exhibe una rápida consolidación de su hegemonía que desde entonces se manifiesta -entre rivalidades interimperialistas, contradicciones globales, competencias productivas y tecnológicas, conflictos bélicos y redes de alianzas- con una definida proyección estratégica, ampliando su radio de influencia por los espacios más diversos: geográficos, económicos, políticos, militares, ideológicos, culturales y -en períodos más recientes- cibernéticos. En ese marco, tan importante como la identificación de los amigos y aliados del imperialismo norteamericano, son las percepciones de amenaza ante los que se consideran como enemigos, reales o no, en cuya construcción simbólica es determinante el papel de la ideología, como activo factor subjetivo.

En correspondencia con ello, la condición hegemónica de Estados Unidos, como expresión multidimensional que alcanza en el citado contexto posbélico, es integral y dinámica. Se manifiesta con ritmo creciente en los espacios mencionados y, en menos de un decenio, ha alcanzado su plenitud. Tanto al interior de la nación norteamericana como en sus relaciones externas, impera un consenso que se materializa a través de una diversidad de aparatos ideológicos del Estado, que incluyen instituciones educativas y culturales, medios de comunicación, organizaciones sociales, cuyo accionar conjunto propicia dinamismo mediático-propagandístico, optimismo sociocultural, desarrollo de alianzas diplomáticas y militares internacionales, expansión ideológica y auge económico-financiero.

Las nuevas codificaciones acerca de la «amenaza», que se estructuran bajo la Guerra Fría, sustituyen el peligro fascista por el comunista, erigiéndose la confrontación geopolítica en un mundo bipolar -entre el «Este» y el «Oeste»-, en la piedra angular de la política exterior norteamericana, en cuya narrativa se jerarquiza la importancia de defender la seguridad nacional, concebida como pretexto y función de la hegemonía internacional. Ese complejo y contradictorio proceso ideológico condiciona y, a la vez, es resultado de una profundización creciente de la condición hegemónica de Estados Unidos o para expresarlo con mayor exactitud, del imperialismo norteamericano. En la medida en que se afirma el consenso, se convierte en fuente de legitimidad de las políticas en curso, sin que dentro de esa sociedad aparezcan límites morales o legales trascendentes en su despliegue. Esa legitimación posee un valor agregado, expresa los intereses de una clase dominante, es resultado de la legitimación ideológica del poder del Estado e impregna la conciencia de las clases dominadas.

Se trata del consenso que necesita el imperialismo. En este sentido, se manifiesta la función de la ideología como mecanismo de poder. Según Foucault (2001), el poder no es algo que se posee, sino que se ejerce; es ante todo despliegue de relaciones de fuerza, de dominación. Y la ideología sella la creación de consenso, sin tener que apelar a la coerción. Desde este punto de vista, se corrobora la interpretación gramsciana referida a que la clase dominante ejerce su poder no solamente por la coacción, sino porque logra imponer su visión del mundo a través de los mencionados aparatos ideológicos del Estado que garantizan el reconocimiento y la internalización de su dominación por las clases dominadas. Se trata del proceso de conformación de consensos para asegurar su hegemonía, incorporando algunos de los intereses de las clases oprimidas y grupos dominados. La mejor expresión de la hegemonía, o su momento de mayor eficiencia, es cuando no necesita estar acorazada de coerción (Gramsci, 1974).

Estas precisiones son relevantes, pues teniendo en cuenta las condiciones del imperialismo contemporáneo, en la actuación interna y externa de Estados Unidos, la dominación tiende a ser más frecuente y la hegemonía no resulta tan cotidiana. Según Monal (2017), «el mundo actual se encuentra en presencia de una nueva fase del imperialismo sumamente agresiva y de fuerte tendencia expansionista» (p. 104). Ello resulta lógico, porque como señalara Lenin (1973):

El viraje de la democracia a la reacción política constituye la superestructura política de la nueva economía, del capitalismo monopolista (el imperialismo es el capitalismo monopolista). La democracia corresponde a la libre competencia. La reacción política corresponde al monopolio […] Tanto en la política exterior como en la interior, el imperialismo tiende por igual a conculcar la democracia, tiende a la reacción. (p. 34)

Al producirse el llamado «fin» de la Guerra Fría, a comienzos de la década de 1990, el término de imperialismo prácticamente había desaparecido del lenguaje periodístico, académico, partidista y gubernamental. Como señalara Borón (2004), el irresistible ascenso del neoliberalismo como ideología de la globalización capitalista en las últimas dos décadas del siglo pasado conducía en unos casos a ignorar su significado conceptual y en otros, a cuestionar las premisas mismas de las teorías clásicas del imperialismo, formuladas por Hobson, Hilferding, Lenin, Bujarin y Rosa Luxemburgo.

2. IMPERIALISMO Y HEGEMONÍA

Desde que comienza la actual centuria, existe en Estados Unidos un renovado sistema de dominación imperialista ajustado a las circunstancias cambiantes del sistema-mundo, que difiere bastante del que existía en la época en que Lenin caracterizó al imperialismo en los primeros decenios del siglo xx. Teniendo en cuenta el condicionamiento histórico de todo proceso social, está claro que el imperialismo no es un fenómeno inmutable. Por tanto, en el siglo xxi se trata de otra realidad, definida por los efectos acumulados de dos guerras mundiales, de varias fases en el desarrollo de revoluciones científico-técnicas, de profundos cambios políticos y culturales, acompañados de la globalización neoliberal, entre otros fenómenos que han transformado el modo de producción capitalista, impulsando nuevas relaciones sociales y desarrollando las fuerzas productivas. El auge del pensamiento único (bajo la confluencia ideológica del neoliberalismo, el posmodernismo y de un renovado irracionalismo filosófico) conlleva una narrativa concentrada en la globalización y la posmodernidad, centrada más en visiones apocalípticas sobre el fin del mundo que en el fin del capitalismo. Con ello, se deja un lado al imperialismo como algo anacrónico.

El imperialismo sigue vigente. Ha cambiado, pero sigue siendo imperialista. Más allá de ciertas modificaciones en su morfología, en esencia, sus componentes o rasgos estructurales son los mismos:

  • Los grandes monopolios de alcance transnacional y base nacional, resultado de la elevada concentración de la propiedad y del capital, junto a los gobiernos de los países metropolitanos o potencias imperialistas.

  • Las instituciones financieras internacionales que integran una arquitectura mundial.

  • Los procesos de exportación de capitales en interacción con una tendencia recíproca y complementaria, a partir de la cual el imperialismo también recibe los efectos importadores.

  • La continuidad del proceso geopolítico y geoeconómico, relacionado con el control de territorios, mercados, materias primas e inversiones.

Por su diseño, propósito y funciones, esos elementos no hacen otra cosa que reproducir, consolidar y perpetuar la vieja estructura imperialista. Su lógica de funcionamiento no es la misma desde el punto de vista de la forma, pero sí lo es en cuanto a sus contenidos y esencia; así como la ideología que justifica su existencia, los actores que la dinamizan y los resultados de las relaciones de dominación y hegemónicas, de opresión, explotación y control que promueve. En este sentido, la práctica imperialista es, por definición, profundamente geopolítica. El sistema de dominación que construye no puede sino desarrollarse a partir del ejercicio del poder en todos los espacios, incluyendo en el siglo xxi, de manera prioritaria, el ideológico, el cultural y el cibernético. Más allá de los territorios y los océanos, la conquista de las mentes y los corazones se inserta en el centro mismo de la disputa hegemónica actual.

En el siglo xx se opera una centralización muy marcada en la estructura o configuración mundial del imperialismo, cuyo centro de gravedad se ha desplazado hacia Estados Unidos. En la actualidad, el imperialismo tiene una ubicación espacial, en términos geopolíticos: se localiza en ese país. Y se caracteriza por una serie de rasgos (Hernández, 2011), entre los cuales se incluyen:

  • La militarización del sistema internacional para preservar el orden mundial capitalista.

  • La creciente tendencia a recurrir a la violencia en un sentido integral (psicológica, física, diplomática, política, comercial y militar) para el control de los recursos y posiciones estratégicas.

  • La concentración económica y la tiranía de los mercados financieros.

  • La centralidad de la ideología como factor indispensable que complementa y completa la diversidad de instrumentos que garantizan la hegemonía imperialista.

El trasfondo de ese accionar lo conforma la estructura de poder que en Estados Unidos abarca una compleja constelación de instancias y sujetos, tanto del sistema político como de la economía y la sociedad civil: departamentos y agencias de la rama ejecutiva; cámaras, comités y subcomités de la legislativa; grupos de la oligarquía financiera, como núcleo de la burguesía monopólica; corporaciones industriales; centros de pensamiento; asociaciones y organizaciones sociales que operan como grupos de interés y presión. Esa estructura se proyecta en todos los ámbitos relevantes, a nivel interno y externo, para el ejercicio del poder y la consolidación hegemónica, como los de las altas finanzas, los medios de comunicación, la seguridad y la defensa (Domhoff, 1973; Ménshikov, 1970; Mills, 1969; Perlo, 1974).

Aunque, en rigor, la condición hegemónica de Estados Unidos se expresa históricamente cual fenómeno total, solo durante el período que transcurre aproximadamente entre 1950 y 1960 -luego del inmediato reajuste que sigue al fin de la guerra quedan definidas y establecidas las estructuras sobre las cuales se alza aquella sociedad en su nueva etapa de auge-, es usual que en la literatura especializada de ciencias sociales y estudios internacionales, así como en las publicaciones periodísticas, se haga referencia a la hegemonía norteamericana de manera indistinta al tratarse cualquier etapa posterior, hasta finales de la década de 1970. Ahí surge el debate acerca de la crisis y la recomposición hegemónica, el cual renace a partir de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 y se relaciona, por lo general, con episodios de crisis.

Como opina Kohan (2005), en el contexto descrito, hablar de hegemonía se ha vuelto algo tan común en el lenguaje académico y político en los últimos años que, a menudo, la palabra misma parece correr el riesgo de trivializarse. Si bien la hegemonía adquiere una renovada presencia en el pensamiento social, a veces se desdibujan sus contornos teóricos y se asume más desde el punto de vista terminológico que conceptual (Poulantzas, 1975). En otras ocasiones, se aborda desde una perspectiva reduccionista, mecanicista, simplificadora, que remite al positivismo y al marxismo dogmático. En ambos casos, se pierden de vista tanto su esencia como alguna de sus diversas dimensiones, y también se suele obviar el entramado de cuestiones en el que ella se inserta, sin cuya consideración su análisis se empobrece o mutila. La hegemonía no puede comprenderse sino en su entrelazamiento dialéctico con otras cuestiones, como las concernientes a la legitimidad y el consenso, al configurar fibras de un mismo tejido ideológico y político.

El tema de la hegemonía es de los que sobresale en buena parte de la reflexión contemporánea acerca del poder y la dominación imperialistas, que no pueden obviar su encarnación concreta en la política estadounidense. Se ha abordado, fundamentalmente, desde la filosofía, las ciencias políticas y la sociología, lo más común ha sido la reducción de la cuestión de la hegemonía al espacio de lo superestructural. Con ese enfoque, se participa de una concepción idealista sobre la sociedad y la política; la comprensión del poder se limita al ámbito de las representaciones ideológicas, conscientes e individuales. Así, para producir y establecer las ideas que fundamentan y sostienen el ejercicio del poder de la clase dominante, sería suficiente con disponer de la voluntad de esa clase. Y, a la vez, en la medida en que se asume la superestructura con total independencia de la base, la hegemonía se limita a la esfera ideológica, a una condición de falsa conciencia, bajo una concepción mecanicista que desconoce el carácter orgánico de la relación entre lo político y lo económico; asimismo, separa ambos espacios de forma metafísica. Ello implica abandonar la visión sistémica, holística, totalizadora. De ahí la importancia de retener la insistencia de Marx y de Gramsci sobre el enfoque sistémico a la hora de abordar el modo de producción capitalista. Ello es lo que permite superar las concepciones voluntaristas y economicistas del marxismo vulgar y plantearnos la tarea fundamental en la interpretación acerca de la política y del Estado, establecer el nexo histórico-genético entre el nivel político institucionalizado y el conjunto específico de un modo de producción, en este caso, el capitalista.

El concepto de hegemonía es fundamental para el estudio sobre el imperialismo norteamericano y, generalmente, se enfatiza su dimensión económica y la militar. Ello se manifiesta en los análisis sobre procesos estructurales y política exterior. Ahí surge la polémica acerca de la pujanza o crisis de la economía norteamericana, su capacidad competitiva, superioridad o debilidad frente al resto de las potencias capitalistas, junto al tema de la capacidad y fortaleza tecnológica y militar, en un escenario mundial como el actual, donde Estados Unidos ha impuesto unilateralmente (en ocasiones apelando a alianzas o coaliciones) su dominación y hegemonía.

Gandasegui (2007) sugiere que se trata de un concepto de vieja presencia en el pensamiento social, que recibe tratamientos heterogéneos; es un asunto que «tiene una larga historia que se inicia con los griegos antiguos y pasa por Lenin [...] La noción de hegemonía no puede desentenderse, en la actualidad, de conceptos como globalización y neoliberalismo. Estas nociones han dominado los trabajos teóricos de los científicos sociales en los últimos decenios. Igualmente, el concepto de imperialismo ha retornado con fuerza al estudiar el mundo a principios del siglo xxi» (p. 17).

3. HEGEMONÍA E IDEOLOGÍA

Desde el pensamiento crítico, el enfoque que hace suyo el significado de la dimensión cultural ha ganado cuerpo, cuando se aborda el estudio de la hegemonía. Se retoma la interpretación gramsciana, al advertirse que el ejercicio hegemónico se completa precisamente en la esfera de la cultura y al destacar la importancia de la legitimación ideológica del consenso que refuerza al resto de las dimensiones o esferas, como la económica, la política o la militar.

En su definición tradicional, el concepto de hegemonía se refiere a la dirección política o dominación, especialmente en las relaciones entre las clases y entre los Estados. Gramsci distingue entre dominio y hegemonía: el primero se expresa en formas directamente políticas, que en tiempos de crisis se tornan coercitivas; y la segunda, como una expresión de la dominación, pero desde un complejo entrecruzamiento de fuerzas políticas, sociales y culturales.

La hegemonía se completa en la esfera de la cultura y se extiende dentro de una sociedad global dada. De este modo, este concepto, a partir de su expresión cultural, revoluciona la forma de entender la dominación y la subordinación en la sociedad contemporánea. Si bien es cierto que los que detentan la dominación material son también los que ejercen la dominación espiritual, lo que resulta decisivo no es solamente el sistema consciente de creencias, significados y valores impuestos -la ideología dominante-, sino todo el proceso social vivido, organizado prácticamente por estos valores y creencias específicas.

La ideología constituye un sistema de significados, valores y creencias relativamente formal y articulado; en su definición, se parte de una abstracción que la concibe como una concepción universal o una perspectiva de clase. El concepto de hegemonía constituye el soporte, desde el punto de vista teórico, cuando se trata de penetrar el grueso tejido que recubre la sociedad norteamericana y que se expresa mediante la cultura política (Williams, 1980). Cuando se habla de que Estados Unidos se halla en una crisis -real o aparente, estructural o coyuntural-, generalmente se trasciende la visión que la circunscribe a una dimensión económica o financiera y se le entiende también desde una perspectiva global, tomando en consideración sus dimensiones políticas, ideológicas y culturales. Si se tiene en cuenta que la hegemonía supone la capacidad de crear símbolos, es entonces en la cultura política donde se manifiesta de modo más visible la crisis de hegemonía global de ese país, así como la aparente pérdida de su legitimidad interna.

La hegemonía, por su parte, es expresión de la capacidad de dominación a través de la ideología que se ejerce mediante los aparatos ideológicos del Estado, de modo que incluye a la ideología, pero no se reduce a ella. Se refleja en niveles de consenso que legitiman los intereses de las clases dominantes. Desde este punto de vista, se puede compartir el criterio de Borón (2004), pues luego de la crisis de los años de 1970, Estados Unidos atraviesa por una recomposición de la hegemonía en el terreno militar, económico, político y social.

Para el caso específico de ese país, existe una amplia gama de matices y enfoques en la evaluación del momento hegemónico actual -en proceso de transición, reacomodo, crisis, entre los finales del siglo xx y el primer decenio del xxi- que, según De Sousa (2009), requiere analizar la totalidad del aparato hegemónico, toda vez que tiene lugar una rearticulación del consenso, se remueve la hegemonía y se cuestiona la legitimidad, por lo que se registran contradicciones en la cultura política tradicional norteamericana.

Otros investigadores del asunto comparten similar punto de vista. Por ejemplo, Ceceña (2004) ha llamado la atención sobre el necesario reconocimiento de tales matices, al sostener que la hegemonía estadounidense estaba en decadencia, si bien al mismo tiempo se encontraba más fuerte y consolidada que nunca antes en la historia. Para Sader (2011), Estados Unidos mantenía su superioridad, con determinadas debilidades, en el plano económico, tecnológico, político y militar, así ha logrado sostenerse como la única superpotencia, pero en medio de una prolongada e inconclusa crisis hegemónica. Según Wallerstein (2003) y Arrighi (2005), este país actuaba a inicios del siglo en curso como un poder hegemónico en declive, que lograba dominar, pero sin hegemonía. El presente ensayo comparte estas miradas.

Estados Unidos enfrenta en el presente siglo una situación multidimensional, en la que coinciden procesos internos e internacionales, de índole económica, diplomático-militar y político-ideológica. A finales de los años 70, ya existían manifestaciones de esas crisis, y el presidente Carter intentó enfrentar desde una perspectiva liberal antes de perder -frente a Reagan- las elecciones de 1980. Esta derrota reforzó la percepción de que resultaba imposible ensayar políticas que no fueran claramente de corte conservador, que garantizasen el modelo de hegemonía mundial imperialista necesaria y deseable para la clase dominante y su élite de poder. Ello limitaba la capacidad hegemónica del imperialismo norteamericano. La Revolución conservadora apeló a todos los medios para superar la crisis de hegemonía de entonces y concedió un papel relevante a la ideología, como factor que podía compensar los déficits de otros recursos, como el económico o el militar, como nutriente de la hegemonía (Hernández, 2011).

Kennedy (1987) estudió varias de las grandes potencias que llegaron a tener una posición similar a la de Estados Unidos en el pasado y llegó a la conclusión de que todas entraron en una situación de lo que llamó «sobredimensionamiento imperial» antes de iniciar su inevitable período de declinación. En su opinión, se trataba de que ese país hubiera asumido tal volumen de compromisos estratégicos internacionales, y de tanta complejidad, que los recursos que involucraba en todos los planos superaban su capacidad política, económica y militar de la nación. Por ello, no estaba en condiciones reales de enfrentar con éxito la suma total de sus intereses y obligaciones globales. De este análisis, concluye que Estados Unidos experimenta un sobredimensionamiento imperial, al hallarse sobrepasado en sus posibilidades para resolver sus conflictos de modo simultáneo; ello no quiere decir que el imperialismo norteamericano vaya a desembocar irremediablemente en el inicio de un proceso de decadencia y disolución. Además, recuerda que la historia ha demostrado que mientras algunas grandes potencias siguieron ese camino, como la España imperial y el Imperio británico, estas lograron maniobrar y producir un proceso de transformaciones relativamente manejable. De cierta manera, un reto como ese es el que han tenido los gobiernos norteamericanos en este siglo, desde Bush a Trump. En todos los casos, se ha tratado de proyectar una imagen del poderío de Estados Unidos, apelándose a todos los medios y opciones culturales, desde los medios de comunicación tradicionales, la literatura, el arte, la industria del entretenimiento, las publicaciones académicas y el discurso gubernamental, hasta las novedosas tecnologías de la información y las redes sociales. El imperialismo contemporáneo necesita de la hegemonía, y esta no puede alcanzarse y mantenerse solamente con el poder económico y militar; le es imprescindible reconstruir siempre el consenso, lo que no puede lograrse sino a través de la ideología y la cultura.

CONSIDERACIONES FINALES

El desarrollo histórico de Estados Unidos propició, desde la Revolución de Independencia y la formación de la nación, las condiciones objetivas y subjetivas favorables para el desarrollo de un modelo de capitalismo de libre mercado que ha venido imponiéndose con el concurso ideológico de los resortes culturales, académicos y comunicacionales, compulsando a naciones aliadas y subordinadas a adoptarlo. Esas condiciones han sido impulsadas por el expansionismo geopolítico inicial, que conllevó un proceso de auge industrial generalizado luego de la Guerra Civil, de concentración de la propiedad, la producción y el capital, conducente a la transición imperialista en las postrimerías del siglo xix y comienzos del xx, en cuyo marco se afianzaron las élites de negocios y gubernamentales, el mundo empresarial corporativo y financiero.

Ese proceso de desarrollo del capitalismo norteamericano premonopolista y de su posterior conversión en imperialismo es decisivo para entender cómo, en una nación que sigue siendo formalmente democrática -en el sentido liberal burgués tradicional y representativo que define al sistema político-, la élite de poder de la clase dominante, que tiene como núcleo a la oligarquía financiera, ha logrado el apoyo de amplios sectores socialmente subordinados que han sostenido el proyecto imperial salvo en algunas raras ocasiones, so pretexto de que Estados Unidos es la tierra de las oportunidades. Eso ha sido posible por la funcional legitimación ideológica lograda al crear, reproducir y ampliar un consenso que ha convertido la ideología de esa clase económicamente dominante, en ideología dominante, es decir, en patrimonio de la cultura nacional. Ahí ha radicado la base de la hegemonía norteamericana. Y aunque resulta ampliamente conocido el análisis de Marx y Engels (1971), su pertinencia es tal que vale la pena recordarlo:

Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante. La clase que tiene a su disposición los medios para la producción material dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual, lo que hace que se le sometan, al propio tiempo, por término medio, las ideas de quienes carecen de los medios necesarios para producir espiritualmente. Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las mismas relaciones materiales dominantes concebidas como ideas; por tanto, las relaciones que hacen de una determinada clase la clase dominante son también las que confieren el papel dominante a sus ideas. (pp. 50-51)

Esta peculiaridad del desarrollo del entramado ideológico del imperialismo estadounidense explica en gran medida la facilidad con la cual, a fines de la década de 1960 y principios de la de 1970, los ideólogos del neoliberalismo lograron hegemonizar el discurso e imponer sus ideas económicas. Harvey (2007) lo ha explicado así:

Para que cualquier forma de pensamiento se convierta en dominante tiene que presentarse un aparato conceptual que sea sugerente para nuestras intuiciones, nuestros instintos, nuestros valores y nuestros deseos, así como también para las posibilidades inherentes al mundo social que habitamos. Si esto se logra, este aparato conceptual se injerta de tal modo en el sentido común que pasa a ser asumido como algo dado no cuestionable. Los fundadores del pensamiento neoliberal tomaron el ideal político de la dignidad y de la libertad individual como pilar fundamental que consideraron “los valores de la civilización”. Realizaron una sensata elección, ya que efectivamente se trata de ideales convincentes y sugestivos. En su opinión, estos valores se veían amenazados no solo por el fascismo, las dictaduras y el comunismo, sino por todas las formas de intervención estatal que sustituían con valoraciones colectivas la libertad de elección de los individuos. La idea de la libertad, inserta en la tradición estadounidense desde hace largo tiempo, ha desempeñado un notable papel en los Estados Unidos en los últimos años. (p. 11)

Desde el punto de vista ideológico, la espiral conservadora en gradual y creciente expansión durante los últimos cuarenta años y que se extiende hasta la tercera década del presente siglo expresa el empeño norteamericano por dejar atrás la crisis de hegemonía que acompaña entre altibajos al imperialismo desde el decenio de 1980. Bajo administraciones demócratas, sus manifestaciones se sumergen o mantienen de modo latente, en tanto que con las republicanas afloran a la superficie, se tornan manifiestas. Ello implica un agotamiento del liberalismo tradicional y trasciende el patrón conservador habitual, alcanzando definiciones profundas como tendencias de un extremismo de derecha radical, con ribetes totalitarios y fascistas. De alguna manera, eso se refleja en las consignas de Trump: America First y Make America Great Again. Tales tendencias responden a necesidades objetivas del hegemonismo imperialista actual de Estados Unidos, cuyos imperativos geopolíticos requieren de un imprescindible nivel de consenso ideológico y ajuste superestructural, signado por el viraje previsto en los análisis leninistas: de la democracia liberal al reaccionario autoritarismo conservador, cercano a un fascismo que no alcanza coherencia, organicidad ni corporeidad institucional, pero con inquietante presencia en la cultura política de esa nación (Hernández, 2018).

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Recibido: 05 de Enero de 2020; Aprobado: 24 de Marzo de 2020

*Autor para la correspondencia. jhernand@cehseu.uh.cu

El autor declara que no existen conflictos de intereses.

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