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Universidad de La Habana

versión On-line ISSN 0253-9276

UH  no.292 La Habana jul.-dic. 2021  Epub 05-Jun-2021

 

Artículo original

Estabilidad de los sistemas estatales en el contexto de una crisis en desarrollo*

Stability of State Systems in the Context of a Developing Crisis

0000-0003-0006-1252Vladimir Ivánovich Yakunin1  * 

1 Facultad de Politología, Universidad Estatal M. V. Lomonósov de Moscú, Rusia.

RESUMEN

En el artículo se examinan las consecuencias de la crisis provocada por la pandemia del coronavirus para los sistemas estatales actuales. El problema se aborda en tres planos: efectividad de los institutos internacionales, capacidad del Estado-nación para obrar y papel de las corporaciones transnacionales. Se llega a la conclusión de que un vicio importante del modelo actual de desarrollo que la crisis puso al descubierto es el déficit de liderazgo político, tanto al interior de los Estados como a nivel internacional. La economía actual globalizada ha mostrado no estar preparada para tales desafíos. La tensión acumulada se manifiesta en forma de agudización de la lucha en política exterior. Se concluye que, sin el tránsito al modelo de desarrollo solidario, las lecciones de la crisis actual quedarían sin ser tenidas en cuenta.

Palabras-clave: China; crisis económica; desarrollo solidario; Estados Unidos; COVID-19; Unión Europea

ABSTRACT

The article examines the consequences of the crisis caused by the coronavirus pandemic for current state systems. The problem is addressed at three levels: the effectiveness of international institutions, the capacity of the nation-State to act, and the role of transnational corporations. It is concluded that a major flaw in the current development model that the crisis has exposed is the deficit of political leadership, both within States and at the international level. Today's globalized economy has shown itself to be unprepared for such challenges. The accumulated tension manifests itself in the form of a heightened foreign policy struggle. It is concluded that without the transition to the solidarity-based development model, the lessons of the current crisis will remain overlooked.

Key words: China; economic crisis; solidary development; United States of America; COVID-19; European Union

INTRODUCCIÓN

Francis Fukuyama (2020a) señalaba: «Ahora, cuando la fase más aguda y crítica de la crisis ha mermado, el mundo se mueve hacia una lucha larga y extenuante. A fin de cuentas, él saldrá de ella; algunas regiones antes, otras después. Son poco probables las conmociones globales violentas: la democracia, el capitalismo y los Estados Unidos ya demostraron su capacidad para la transformación y la adaptación. Pero ellos necesitarán, de nuevo, sacar el conejo del sombrero». Con esta frase concluyó su artículo programático reciente, en el cual intentó dar respuesta a la cuestión acerca de qué espera el mundo después de la pandemia por COVID-19.

La formulación escogida por el autor de la tesis del «fin de la historia» habla por sí sola: «sacar el conejo del sombrero», o sea, demostrar más bien la agilidad de las manos y no el arte de gestionar el desarrollo. En la nueva realidad, luego de finalizada la Guerra Fría, problemas como los que ha enfrentado el mundo en relación con la pandemia debieron, si no desaparecer completamente, conducir a tareas de gestión claras para cuya solución se tendría un algoritmo preciso y los recursos necesarios en abundancia. Sin embargo, cuando estalló la crisis actual, resultó que toda la esperanza de la comunidad occidental de expertos quedó en el «conejo del sombrero». ¿Qué sucedió entonces?

DESARROLLO

Mucho antes de que la epidemia del coronavirus Sars-Cov-2 se convirtiera en pandemia y que provocara la caída económica más profunda desde los tiempos de la Gran Depresión, los expertos a nivel global dijeron que la humanidad sufría una profunda crisis sistémica de estructuración del mundo (Stiglitz, 2011).

Entendemos por sistema toda la estructura de la organización global internacional, constituida por una multiplicidad de subsistemas, locales y regionales, tales como uniones políticas, Estados soberanos y corporaciones globales. Es decir, es toda la arquitectura política del mundo que incluye tanto los factores externos -globales‒ como los internos. La naturaleza de este fenómeno es definida hoy de maneras diferentes. Noam Chomsky (2016) la define como el sistema imperialista global estadounidense. Otros rehúyen el término «imperialismo» como sistema construido para garantizar la dominación global estadounidense (Roberts, 2015). Un tercer criterio promueve la presentación de una arena de lucha por el predominio económico mundial, omitiendo el aspecto político del asunto (Harding, 2010).

La estabilidad de los sistemas políticos constituye, en esencia, un balance de diferentes factores que influyen sobre el sistema. La ausencia de una valoración objetiva y desarrollada sobre las transformaciones globales, la subvaloración de factores como la identidad civilizatoria, los valores humanos y la sustitución del contenido de términos generalmente aceptados como democracia, justicia e igualdad fueron causa del error creciente que penetró el instrumental del sistema político mundial. Hasta cierto tiempo, este estuvo transformándose por el orden global gracias a la utilización de los recursos científico-técnicos, informativos y económicos. Pero de la misma forma que en los años noventa se desintegró no solo la URSS, sino también el sistema socialista mundial, a inicios del siglo xxi entró en cuestionamiento todo el sistema capitalista mundial, ya que sus institutos económicos, políticos y sociales mostraron su incapacidad para superar los errores acumulados (Golánsky, 1994).

Los errores, tanto en la dimensión global como en los marcos de los Estados nacionales, dañaron la economía; la recesión económica arrastró tras sí una inestabilidad política general. Ha quedado más claro que la propia estructura de la globalización necesita una reorganización radical. En palabras de Jacques Attali (2009), la transformación exige una realización inmediata «mientras la crisis no se agrave a tal punto que nadie pueda confiar en los mercados, y la democracia no esté en condiciones de enfrentarse al gólem que ella misma creó. Entonces la libertad personal -en la cual se basan el mercado y la democracia‒ será la culpable número uno» (p. 149). Toda la pirámide política ha resultado invertida «y puesta de cabeza». La economía ha dejado de estar en la base de todo y no ha sido garante de la estabilidad política; la política ideologizada, a su vez, ha dominado tanto la economía como los procesos sociales.

En vísperas de la pandemia estos procesos pusieron al descubierto el principal vicio de la actual estructuración del mundo: la imposibilidad de mantener el sistema de capitalismo financiero en las condiciones anteriores, sin la corrección del mecanismo y las proporciones de sustracción de los recursos invertidos. La economía, basada en la especulación de derivados, es cada vez menos estable, lo que se manifestó de manera impúdica durante la crisis financiera mundial del año 2008. La crisis del coronavirus ‒parece ser‒ la ha abatido definitivamente. La recesión global ya comenzó; la tercera parte de la economía mundial ya está en ella: Estados Unidos, Europa y Japón. En este sentido, por ejemplo, según datos del International Monetary Fund (2020), a la Unión Europea (UE) le corresponde el 11 % de la caída y a Japón el 4 %. Como resultado de la crisis, la economía mundial puede caer en un 4,9-5,2 %. Llegan los tiempos de reflujo del capital de los mercados en desarrollo. Europa presenta un déficit agudo de liquidez en dólares. Todo esto es consecuencia solo de una primera ola. Acerca de cómo van a influir en el mundo las recaídas ulteriores, queda solo adivinar.

La pandemia ha mostrado que, a diferencia de la economía basada en las esferas del sector real, cualquier economía posindustrial es propensa de manera extraordinaria a caídas bruscas, que suceden de manera inesperada y casi de forma momentánea, lo que crea todo un complejo de problemas para las amplias masas (Rickards, 2014, pp. 42-43). Sin embargo, en lugar de neutralizar las consecuencias de tal situación, la comunidad occidental de expertos intentó, más bien, camuflarla. En la base de las soluciones propuestas para garantizar un desarrollo estable se encontraba un sistema de opiniones posmoderno, formulado de manera definitiva a finales del siglo xx. De acuerdo a estas visiones, se presuponía que el impulso más importante a la vida cultural y material sería el «salto nuevo e inimaginable» realizado por Occidente. Como supuestamente nadie podría repetir el camino transitado por ellos, sus logros no pueden ser impugnados o superados. Esto rompió la base de cualquier enfoque crítico (Yakunin, 2015).

La pandemia por COVID-19 se ha convertido en el «papel de tornasol» de los serios problemas de firmeza y estabilidad de los sistemas políticos e institutos de dirección establecidos en los niveles global y nacional. De modo general, forman tres grandes grupos: 1) las relaciones entre los gobiernos nacionales, los procesos y los institutos de la globalización; 2) las relaciones entre los gobiernos nacionales y las corporaciones transnacionales; y 3) las relaciones entre los gobiernos nacionales y los ciudadanos, es decir, entre el Estado y la sociedad. En el centro de atención de estas interrelaciones se ha ubicado el gobierno nacional, lo que no es casualidad. En las últimas décadas su importancia había decaído constantemente.

La economía global ha borrado las fronteras estatales y ha privado al gobierno del monopolio de la violencia. Con él ha actuado mano a mano el factor del hegemonismo político. Cualquiera que haya querido enriquecerse y defenderse de las amenazas externas ha tenido que someterse al sistema de dominación estadounidense. Nadie ha podido quebrantar ese monopolio durante largo tiempo, pues ninguna otra potencia ha tenido no solo los recursos necesarios, sino tampoco una motivación clara: pareciera que en la «paz americana» hay lugar para todos (Cooley y Nexon, 2020, p. 24).

Enormes torrentes de mercancías, personas, finanzas e información, que paulatinamente han hecho translúcidas e inexistentes las fronteras estatales, parecían un bien excepcional, no portador de ninguna amenaza. En este transcurso se ha silenciado por todos los medios el sencillo hecho de que el llamado «mundo occidental», inspirador de la globalización, desde el principio partió de la idea de que su papel de dominación sería conservado. El gobierno nacional que haya intentado limitar o poner orden en este proceso ha sido considerado, como mínimo, irracional, si no reaccionario. Sin embargo, una alternativa efectiva, en el sentido de institutos globales o regionales, capaces de tomar para sí la dirección y la responsabilidad, como ha mostrado la crisis pandémica actual, no ha surgido.

Se encuentra bajo amenaza todo el sistema de organizaciones globales supranacionales. Los institutos regionales e internacionales como el Grupo de los Veinte (G-20), la UE, la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) y la Organización Mundial de la Salud (OMS) se han distinguido negativamente esta vez ‒sobre la efectividad del mecanismo de la OMS hace tiempo se han tenido interrogantes (Kamrdat-Scott, 2016)‒. Es posible que su influencia crezca más tarde, en la etapa de salida de la crisis económica mundial, pero mientras, no es visible. Es imperceptible también el papel, hasta hace poco tiempo específico e indiscutible, del liderazgo global de Estados Unidos. Este país está ocupado con sus problemas, y si en un pasado cercano creó coaliciones internacionales para la lucha contra el virus del Ébola, hoy intenta comprar para sí mismo las creaciones ajenas de la vacuna contra el coronavirus. El debilitamiento de los institutos internacionales y del régimen multilateral -lo que es imposible no advertir‒ empuja también a los Estados a una estrategia de autosuficiencia, incluyendo la economía. Esto es un ejemplo de la crisis real de liderazgo en el sistema global.

Los efectos negativos de la degradación del papel del Estado se han acumulado largamente y se manifestaron en un mismo momento en las condiciones de pandemia. Los gobiernos nacionales concientizaron su responsabilidad completa y estuvieron obligados a tomar para sí los plenos poderes en la dirección de la lucha contra la COVID-19. Ya en enero el gobierno de la República Popular China (RPCh) declaró medidas sin precedentes contra la propagación del coronavirus. Estas incluyeron una cuarentena en toda la provincia de Hubei (65 millones de personas) y la construcción de un hospital de campaña en solo diez días. Lograron poner bajo control el brote del coronavirus, mientras en el resto del mundo el número de enfermos creció trece veces en dos semanas. Tales resultados refutaron de modo evidente uno de los mitos de los pensadores neoliberales acerca de que solo las democracias de tipo occidental pueden ser efectivas en la solución de ese tipo de problemas. Según palabras del consejero superior del líder de la OMS, Bruce Aylward, la reacción de los países en general no se determina por que reine o no en ellos una democracia o un régimen autoritario (Uchoa, 2020). El secreto del éxito consiste en la efectividad de la maquinaria de dirección y en la comprensión por parte de la población de la necesidad de las medidas aplicadas. «Los poderes jugaron un papel clave en la indicación de los objetivos, mientras los esfuerzos, en verdad, fueron comunes», expresó el médico (Uchoa, 2020).

Las democracias occidentales, de manera bastante inesperada para ellos, estuvieron obligados a tomar medidas análogas de control social autoritario, las cuales eran inimaginables solo unas semanas atrás. Por otro lado, los Estados, de los cuales se espera una «vuelta de tuerca», traspasan la responsabilidad a niveles inferiores de poder. Lo determinante no es la estructura político-social, sino la estabilidad y flexibilidad de los lazos sociales, dependientes de la cultura y las tradiciones. La solidaridad interna y el capital social que se acumula al interior de las civilizaciones durante siglos permiten reflejar los retos de un medio agresivo, tal como fue en el pasado lejano (Dodds et al., 2020). En esto radica el serio reto del modelo de globalización cultural (Yakunin et al., 2009). Incluso antes existían síntomas de que la renuncia a tener en cuenta factores tales como la identidad civilizatoria y las diferencias intercivilizatorias conlleva al crecimiento de la inestabilidad política general. La pandemia ha demostrado esto con claridad incuestionable.

Tales situaciones inevitablemente generan discusiones sobre la necesidad de reevaluar el orden global. Surge una pregunta corriente: ¿Y cómo fue este orden global? Desde una óptica política e, incluso, ideológica, él se presenta como un período de florecimiento y extinción de la hegemonía estadounidense. Sin embargo, desde el punto de vista institucional, después de concluida la Guerra Fría la humanidad no creó, en principio, nada nuevo en relación con el sistema Yalta-Potsdam (Putin, 2020), el cual fue completado más adelante por una serie de institutos tipo Organización Mundial del Comercio (OMC) y G-20. La ausencia de confianza en las organizaciones reguladoras internacionales que se observa hoy pone a la humanidad ante la amenaza de quedar en una situación similar a la existente en el período antes del inicio de la Primera Guerra Mundial: sin ningún tipo de institutos globales capaces de trabajar. Esta desconfianza se demuestra, incluso, por Estados Unidos, país que pretende el liderazgo.

Lamentablemente, bajo la influencia del estrés pandémico y las alarmas, nosotros obviamos lo importante y evidente: la ONU y su estructura, incluyendo la OMS, son de gran valor para toda la humanidad, y si el mosaico de la política global hoy se ha desmoronado en sus componentes locales, a los gobiernos nacionales corresponde, por necesidad, alinear con las estructuras de la ONU un trabajo constructivo en las nuevas condiciones. Los países que son miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la organización mundial deben exponer sus cualidades de liderazgo y mostrar el ejemplo a los demás. Es necesario garantizar un nivel aceptable de colaboración internacional, ante todo en las esferas económica y humanitaria, para no permitir la agudización de la crisis socioeconómica. En condiciones de indeterminación y predominio de los intereses nacionales sobre los internacionales, la colaboración internacional se puede edificar solo sobre la base del diálogo. Para esto es necesario garantizar máxima estabilidad de los correspondientes institutos internacionales: desde la OMS y OMC, hasta el G-20 y el Consejo de Seguridad de la ONU; el papel de este último debe crecer constantemente, a fin de excluir la tentación del uso de la fuerza militar para resolver las contradicciones que surjan.

Las corporaciones, que fueron capaces de ejercer dominio sobre los gobiernos nacionales en el período de crecimiento de la circulación de mercancías a nivel internacional, en las condiciones de pandemia se encuentran ante nuevos desafíos: surgimiento de restricciones administrativas y caída de la economía global. Con frecuencia las corporaciones transnacionales han tenido presupuestos que han superado los presupuestos nacionales de muchos países, y han actuado en todos los continentes mediante «cadenas de suministros». Al mismo tiempo, la porción fundamental del valor agregado se ha formado, en esencia, en el territorio de las metrópolis; en ellas se ha asentado la parte aplastante de las ganancias y los impuestos. Pero hoy ellas han quedado en una situación de vulnerabilidad, de dependencia de los gobiernos nacionales. Esto se refiere tanto a las reglas de prestación de servicios e importación como a la participación en las medidas gubernamentales de apoyo anticrisis.

El abastecimiento de productos básicos de primera necesidad a la población de los países occidentales ha quedado prácticamente bajo amenaza. Bastaría con romper un solo eslabón de la cadena de este modelo económico -los hilos de la logística‒ que enlaza los «países-talleres» con los consumidores de Europa y Estados Unidos, y millones de personas quedarían desarmados ante la peligrosa enfermedad. Según los resultados del año 2018, la parte de la industria en el PIB de Estados Unidos era solamente el 14,8 % y a la parte de los servicios se sumó el 55,5 %. Es evidente que las producciones finales de ensamblaje en los países desarrollados están basadas en los prefabricados y los complementos, producidos en la RPCh (Bureau of Economic Analysis, 2019). En la primavera de 2020 sus gobiernos compraron convulsivamente casi toda la producción de mascarillas medicinales de las fábricas chinas. La escena benéfica bonancible de las economías nacionales conectadas de manera conjunta por los lazos de la globalización se cambió por un ambiente de lucha abierta por los recursos deficitarios, hasta la compra masiva de mascarillas medicinales. La situación fue salvada porque la RPCh puso a la pandemia bajo control en su territorio de manera rápida, por lo que esta no ejerció una fuerte influencia en la productividad de sus fábricas. En caso contrario, la discusión hubiera sido no solo sobre economía, sino acerca de una profunda crisis humanitaria.

Las consecuencias de la ola de coronavirus para la economía mundial ya están claras. Observamos el inicio de una nueva tendencia hacia la nacionalización de muchas esferas del negocio de las corporaciones transnacionales. En particular, esto se refiere a las finanzas y los impuestos, con la paulatina remoción de las jurisdicciones off-shore y el reforzamiento de la regulación de aduanas, particularmente en las fronteras de las grandes uniones regionales, tales como la UE. El campo para la próxima batalla será la «transformación virtual». Hasta los gigantes mundiales -las grandes compañías estadounidenses y chinas‒ ya están obligadas a reconsiderar las condiciones de su colaboración con los gobiernos nacionales, ante todo en la parte de recolección, procesamiento y seguridad de los datos personales y, por supuesto, en cuanto a la reacción operativa a las prescripciones de los gobiernos, incluidas las de carácter extraordinario. Queda abierta la interrogante acerca de cómo esto influirá en la estabilidad de los sistemas políticos.

Mientras, tenemos ante nuestros ojos solamente un precedente: la ampliación de la intromisión de las dependencias públicas en la vida privada de los ciudadanos después de los actos terroristas del 11 de septiembre del año 2001 (Malley y Finer, 2018). En ese momento las leyes correspondientes propinaron un serio golpe a la legitimidad del poder y, en gran medida, apoyaron una ola de populismo cuyo crecimiento activo en los propios Estados Unidos lo hemos visto en los últimos años. De aquí el tercer problema relacionado con la crisis actual: las relaciones entre los gobiernos nacionales y sus ciudadanos también pasan por una prueba de estrés.

Los gobiernos ya han utilizado sus prerrogativas extraordinarias para detener la diseminación de la infección, lo que siempre provoca la crítica de una determinada parte de la población. Ahora los Estados necesitan estar preparados para la lucha contra la potencial crisis económica. El dogma fundamental del modelo neoliberal de dominio global ha sido el principio de universalidad del modelo político democrático, su superioridad cualitativa frente a cualquier régimen autoritario. Más aun, él aparenta ser internamente balanceado. En el trasfondo de la actual crisis es evidente que el nivel de exigencias de los ciudadanos al Estado es mucho más alto y puede conducir a la agudización de la lucha política, y también contribuir a la creación de condiciones para el crecimiento de la base electoral de los políticos de la corriente populista, demagogos irresponsables que prometen lo que desean escuchar los electores.

El viejo modelo político se ha devaluado desde mucho antes. La crisis de los sistemas de partidos es un lugar común en Occidente. En las «nuevas» democracias surgidas a finales del siglo xx ellos, en esencia, no se formaron, y quedaron, en mucho, como un proyecto para el futuro. Pronto aparecieron los instintos autoritarios, la idea del líder fuerte, no limitado prácticamente por ningún instituto. Según Lukiánov (2020), «en los países de democracia arraigada los partidos perdieron su influencia por la incapacidad de comprender a tiempo los cambios en la estructura social bajo la influencia de los avances culturales, demográficos y tecnológicos. La respuesta no fue la búsqueda de nuevos modos de relacionarse con los grupos sociales en transformación, sino el intento de afianzar un esquema universal y supuestamente conveniente: centrista; en esencia, liberal-centrista».

Las diferencias entre los partidos se han hecho cada vez más convencionales: poco ha dependido de los letreros y consignas. Aquí se han ocultado las premisas del despegue de las fuerzas políticas que han planteado los temas que realmente angustian a los electores de fila. Los populistas, como norma, no dominan las experiencias de gestión, pero compensan esto con una retórica inteligible y expresiva. Estas ideas son trasmitidas a las masas por líderes que causan la impresión de seguridad en las razones expuestas. De la crisis actual provocada por la pandemia vale esperar no tanto el fortalecimiento de las tendencias autoritarias, como el «deslave» sucesivo de las representaciones universalistas. En esto se abre para los populistas un campo confortable de actividad: ellos siempre criticaron los mensajes unificadores. Sin embargo, tienen un serio problema: en el trasfondo del peligro real crece la demanda de políticos capaces y experimentados. Se puede desenmascarar a las élites ya de por sí desacreditadas, entendiendo que los populistas no van a responder por nada. No obstante, ¿estarán los electores de fila preparados para confiar sus vidas a aquellos que nunca han dirigido nada? Asimismo, la agenda antiglobalista que los populistas han tenido en sus manos pierde el atractivo político y perece por sí misma debido a la crisis real de la propia globalización.

Los viejos partidos, que sufren la crisis de legitimidad, pueden confirmar la capacidad de asumir para sí la responsabilidad. El declive del universalismo de los partidos de todas las corrientes pone un acento particular en las especificidades nacionales. Pero, a pesar del fracaso de la globalización, el mundo, en cualquier caso, quedará interconectado. Un mundo unido no puede existir sin un discurso ideológico íntegro; sin embargo, este no existe en la forma que correspondería a la nueva situación. El antiguo discurso, complementado con consignas de colaboración y unificación de valores, continuará utilizándose activamente, pero, más bien, desde una visión sin salida. No hay alternativas reales a él. Parece que Occidente llegó, definitivamente, a un callejón ideológico sin salida. China, por su parte, aunque intenta actuar aquí como líder, no cuenta con el potencial y la experiencia necesarios. Posiblemente, en los próximos años, nosotros estaremos condenados a observar de manera más ostensible un alejamiento entre ideología y práctica política.

Este reto de la crisis actual tiene una significación clave. La interpelación a un proyecto global de desarrollo solidario no se ha perdido, se ha hecho aún más urgente. El neoliberalismo y el sistema de institutos de dominio mundial creado por él capitulan definitivamente. Sin embargo, de momento, no hay alternativas a ellos, lo que significa que su envoltura se conservará y continuarán legitimando el modelo global de distribución de recursos que, en esencia, arrojó al mundo a sufrir las pruebas actuales. El peligro de esta situación es que ella reproduce nuevos conflictos. La crisis del coronavirus otra vez dio luz sobre la línea principal de la fractura geopolítica: entre Estados Unidos y la RPCh. Incluso, las contradicciones entre ellos crecen y la interdependencia económica, que antes parecía una garantía de estabilidad, se convierte en desesperanzadora, según demostró la crisis -por demás peligrosa‒ dada la debilidad de Occidente y su incapacidad de influir sobre China (Hague, 2020).

La comunidad occidental de expertos prepara de manera activa el futuro campo de batalla. Fukuyama (2020b) demuestra que el mundo se las tiene que ver con un país totalitario y ambicioso como la Unión Soviética a mediados del siglo xx, y no con algún régimen «capitalista totalitario» en general. El experto llega a la conclusión de que la pandemia demostró cómo Europa y América del Norte llegaron a depender peligrosamente de las posibilidades productivas de una potencia enemiga de Estados Unidos, y que otras democracias liberales necesitan comenzar la desconexión económica paulatina con China.

En estas condiciones surge la tentación de una solución de fuerza -meter todas las figuras en el tablero de ajedrez‒ porque los dos países, según expresión de Nye (2006), son propensos a utilizar antes su «fuerza sobre» cualquiera (power over) que la «fuerza con» cualquiera (power with), demostrando más bien un deseo de dominación que de colaboración solidaria.

La crisis crea una atmósfera de indeterminación cuando los jugadores principales no se sienten lo suficientemente seguros como para desarrollar una política sopesada. Sobre esto se superponen agudos desafíos políticos internos. Problemas adicionales surgieron en la UE, la cual -hasta sin eso‒ vive el tiempo más pesado de toda la historia de su existencia. El sociólogo británico Anthony Giddens (citado por Franceschini, 2020) dice que para la UE ha llegado el momento de la verdad. A esta le hace falta más solidaridad y ayuda mutua para sobrevivir. No hay ninguna condición para el regreso a las economías centralizadas o a cualquier forma de «socialismo de vieja moda». La receta para el futuro no está en ellas, considera Giddens, sino en que en el siglo xxi debe surgir una nueva forma de progresismo, una «cuarta vía» (la concepción de la «tercera vía» fue el centrismo político), capaz de unir la agenda ecológica, la llamada «revolución verde» y la necesidad de la lucha contra la desigualdad; en otras palabras, un proyecto global de desarrollo solidario. A la situación actual en que ha caído el mundo, no le conviene nada mejor que esto.

Lo mismo están alertando los analistas de Chatham House. La crisis de la COVID-19 puede conducir a repensar la esencia de la economía política en Europa. Ellos reflexionan acerca de cómo diseñar un modelo así y qué significaría para la UE. La forma actual de la UE, concentrada en un mercado y moneda comunes, se desarrolló en el período de la liberalización económica. Si la crisis del coronavirus conduce al fortalecimiento del papel del Estado y al distanciamiento de la política orientada al mercado, la UE chocará con el problema de adaptación a estos cambios. En particular, debido al crecimiento del intervencionismo del Estado, en los países de la UE puede haber problemas en la esfera de la política fiscal e impositiva, el mercado de trabajo y la política industrial. El consenso entre los países miembros de la UE puede ser la fuerza motriz de los cambios colectivos en estas ramas, pero es necesario superar las desavenencias políticas existentes, y los líderes deberán renunciar a la idea de que la integración europea es un proceso lineal y unilateral, en el cual no es posible cambiar el curso económico o comenzar a desarrollar otra política (Bergsen et al., 2020).

CONCLUSIONES

De esta forma, cualquier crisis es una comprobación de las posibilidades del sistema de gestión. Nosotros vemos que el «golpe fundamental» a sí mismo lo han propinado los sistemas estatales; los institutos mundiales han resultado insuficientemente preparados para ello. La tarea de los políticos y los gestores es eliminar este desbalance lo antes posible. El orden existente es global e interdependiente, y esta vinculación no desaparece. Hoy ni un solo país, incluso uno poderoso como Estados Unidos, o desarrollado económicamente como China, podrá de manera independiente garantizar la salud y el bienestar de sus ciudadanos sin la amplia cooperación y apoyo internacionales. Giddens considera que vivimos en un mundo de grandes posibilidades y riesgos, y los próximos veinte o treinta años pueden constituir el período más importante en la historia de la humanidad. ¿Ayudará al mundo en esta encrucijada el arte de «sacar el conejo del sombrero», en el cual confía Fukuyama?

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Notas aclaratorias

* Traducido del ruso por Emilio Duharte Díaz, profesor de la Universidad de La Habana.

Recibido: 03 de Octubre de 2020; Aprobado: 19 de Octubre de 2020

* Autor para la correspondencia: gospolitika_msu@mail.ru

Conflictos de intereses

El autor declara que no existen conflictos de intereses.

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