INTRODUCCIÓN
La transmisión del patrimonio cultural intangible -como una de las formas de expresión de la cultura tradicional y popular- se modifica con el paso del tiempo. Ello se debe, en parte, a que es fruto de un proceso de recreación y transferencia colectiva. Las diferentes formas del patrimonio intangible se expresan a través de los idiomas, las tradiciones orales, las costumbres, la música, la danza, los ritos, la medicina tradicional, la artesanía y las habilidades constructivas, entre otras.
En la actualidad no existen dudas de la importancia que posee la salvaguarda y protección de los bienes patrimoniales (tanto tangibles como intangibles), pues estos contribuyen en gran medida a la subsistencia de la memoria histórica y al afianzamiento de la identidad cultural local. En este sentido, es imprescindible citar lo referido por el destacado arquitecto español Marcelo Martín, quien al referirse al patrimonio ha acotado: “El Patrimonio constituye un «documento» excepcional de nuestra memoria histórica y, por ende, clave en la capacidad de construcción de nuestra cultura, en la medida de que nos posibilita verificar de forma acumulada las actitudes, los comportamientos y valores implícitos o adjudicados de la producción cultural a través del tiempo”. (Martín, 2010).
El patrimonio intangible desempeña un papel esencial en la cultura y en las actividades sociales, sirviendo a menudo como vía para garantizar la unidad social a través del lenguaje y contribuyendo a enriquecer la vida mediante la diversidad de expresiones creativas que bajo su estigma se cobijan.
Por tal motivo, hoy se hace necesario dar mayor reconocimiento, protagonismo y apoyo al patrimonio intangible de los pueblos en todo el orbe, debido principalmente al impacto sin precedentes que la globalización cultural está ejerciendo sobre las culturas locales: la difusión de tecnologías e información a un ritmo vertiginoso, que supone -en su aspecto negativo-, un peligro ante la expansión e imposición cultural de modelos pseudo-culturales.
En Cuba, una de las vías idóneas para garantizar la continuidad de la cultura cubana y su patrimonio intangible es el tratamiento diferenciado y enfático que a las tradiciones se le otorga desde los principios de la política cultural. Aquí es pertinente acotar, lo referido en la Constitución de la República de Cuba, en su Capítulo V: Educación y Cultura; específicamente en el artículo 39, apartado h, en el que se declara tácitamente: “el Estado defiende la identidad de la cultura cubana y vela por la conservación del patrimonio cultural y la riqueza artística e histórica de la nación”. (Cuba. Asamblea Nacional del Poder Popular, 2009)
Múltiples son los estudios que en la actualidad se emprenden -desde lo local- para la revitalización y salvaguarda en el plano sociocultural de la narración oral -específicamente de las leyendas-, interviniendo en ello el tratamiento y la operacionalización de núcleos teóricos como: patrimonio, cultura, salvaguarda, identidad, etc.
En ello la comunidad -como gestora de su propia cultura a partir de la creación, recreación y transmisión colectiva de sus saberes y formas culturales- desempeña un papel inestimable, de ahí el énfasis que desde los programas sociales y culturales se le otorgue al protagonismo de los grupos humanos para la preservación de los códigos que lo identifican y cualifican.
Ello basa su fundamento en el hecho de que la comunidad es siempre gestora de tradiciones y costumbres que configuran en su lógico devenir la identidad comunitaria. La comunidad se erige como máxima responsable de la salvaguarda de sus bienes patrimoniales, y en ello desempeñan un inestimable papel los actores y sujetos sociales en compromiso directo con su historia e identidad.
Por la importancia que en la actualidad amerita el estudio de una arista como la protección patrimonial, los autores del presente artículo persiguen como objetivo: analizar las leyendas cienfuegueras como componente del patrimonio cultural intangible, desde un enfoque sociocultural y comunitario.
DESARROLLO
La Declaración Universal sobre la Diversidad Cultural, aprobada por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura en 2001, elevó la diversidad cultural al rango de “patrimonio común de la humanidad”, “tan necesaria para el género humano como la diversidad biológica para los organismos vivos». En la Declaración antes citada, se reafirma, además, la defensa de la diversidad cultural como «imperativo ético, inseparable del respeto de la dignidad de la persona humana”.
La diversidad cultural es lo que permite percibir las diferencias entre las disímiles culturas que componen al mundo, pues cada una de ellas posee particularidades específicas que la hacen distinta ante las demás. Dentro de la diversidad cultural, desempeña un rol fundamental el patrimonio como componente identitario y local.
El patrimonio constituye el registro de la memoria histórica de los pueblos; siendo, por ende, la muestra fiel de la capacidad que en materia de construcción cultural han alcanzado las diversas culturas existentes. En tal sentido, el patrimonio es entendido como una construcción cultural plural que posibilita verificar las formas acumuladas por una colectividad a través del tiempo. “El Patrimonio Cultural de un pueblo comprende las obras de sus artistas, arquitectos, músicos, escritores y sabios, así como las creaciones anónimas, surgidas del alma popular, y el conjunto de valores que dan sentido a la vida, es decir, las obras materiales y no materiales que expresan la creatividad de ese pueblo; la lengua, los ritos, las creencias, los lugares y monumentos históricos, la literatura, las obras de arte y los archivos y bibliotecas”. (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, 2003)
El patrimonio cultural es la síntesis simbólica de los valores representativos de una sociedad que los reconoce como propios. Cada sociedad es portadora de símbolos que le son inherentes, y por ende, constituyen su propia realización simbólica (cultural); constituyendo lo patrimonial una arista fundamental en tales realizaciones. El patrimonio cultural siempre es el reflejo de lo logrado por una cultura específica y su carácter simbólico reside en la capacidad representativa que desde los planos cultural y social, cada bien o realización patrimonial representa. Lo significativo del patrimonio radica y existe en el espíritu de quienes son sus protagonistas y/o creadores.
Las sociedades crean bienes que le trascienden en el tiempo, y estos constituyen sus valores patrimoniales inherentes. Poseen carácter patrimonial, aquellos elementos representativos de la cultura y que ostenten cincuenta años o más de creados. Los bienes patrimoniales, y el patrimonio desde el punto de vista de su objetivación, se clasifican en tangible (material) e intangible (inmaterial). La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (2003), define como Patrimonio Cultural Intangible: “los usos, representaciones, expresiones, conocimientos y técnicas -junto con los instrumentos, objetos, artefactos y espacios culturales que les son inherentes- que las comunidades, los grupos y en algunos casos los individuos reconozcan como parte integrante de su patrimonio cultural. Este patrimonio cultural inmaterial, que se transmite de generación en generación, es recreado constantemente por las comunidades y grupos en función de su entorno, su interacción con la naturaleza y su historia, infundiéndoles un sentimiento de identidad y continuidad y contribuyendo así a promover el respeto de la diversidad cultural y la creatividad humana”.
El patrimonio cultural intangible es el reflejo fidedigno de la identidad de cualquier pueblo, y de hecho, la tipología patrimonial más frágil. Justamente la fragilidad que caracteriza a este patrimonio encierra la necesidad de su protección a partir de los propios miembros de la comunidad. En esta necesidad de protección posee una importancia radical los conocimientos para la gestión social y comunitaria del patrimonio.
El conocimiento para la gestión social y comunitaria del patrimonio es una de las aristas fundamentales para la valoración, continuidad y preservación del legado cultural y patrimonial. Las culturas existen en gran medida, gracias a la materialización objetiva y subjetiva de los bienes patrimoniales creados. De manera que, a través de estos, las culturas se expresan. En este sentido, todo patrimonio es siempre es fuente de conocimiento y representación cultural; de conocimiento sobre uno mismo y otras culturas, fuente de entendimiento, respeto y tolerancia.
Conocer el patrimonio intangible, permite el acercamiento al pensamiento y a la expresión inmaterial de los pueblos. La importancia del conocimiento del patrimonio se establece sobre la base de la necesidad de su conservación y valoración, pues para conservar y valorar es necesario, en primer término, conocer.
Solo a través del conocimiento certero del patrimonio cultural es posible valorar en toda su dimensión el significado y valor que este representa. Cuanto mayor sea el conocimiento que sobre sus bienes patrimoniales posea un pueblo, mayor será la apreciación de este por su patrimonio y ello solo se alcanza con el conocimiento. Cuanto mayor sea el conocimiento y valoración del patrimonio, mayor será la conservación; cuanto mayor sea la conservación patrimonial, mayor será el disfrute que de este obtenga el pueblo.
No existe referente más importante de la cultura de un pueblo que su patrimonio. Cultura y patrimonio conforman una simbiosis única. Ambos componentes se condicionan entre sí compartiendo aspectos comunes, de tal manera que la conservación del patrimonio se revierte directamente en la preservación de la cultura. Aquí es tácito referir lo acotado por Barnet (2008), “la cultura es el mayor tesoro de la humanidad y el camino que conduce al reino de la justicia. El horizonte social estaría seriamente empobrecido sin la presencia de las expresiones artísticas y culturales. Creo, por otra parte, que uno de los mayores progresos de la especie humana es haber reconocido la diversidad como un derecho inalienable. Sin ese reconocimiento serían imposibles el diálogo y la coexistencia. La cultura, pues, otorga sentido a la vida y a la capacidad de existir en la comunidad y de participar en la creación colectiva”.
Las leyendas constituyen uno de los elementos que componen el patrimonio cultural intangible. En este sentido, la Enciclopedia Colaborativa Cubana [ECURED] precisa que “la leyenda es un relato oral o escrito, ficticio o irreal, generalmente de contenido histórico, que presenta elementos sobrenaturales o mágicos donde sus protagonistas son seres humanos, que luego sufren mutaciones. En esto se diferencia del mito, donde los personajes son dioses o héroes. Se transmiten a través de las generaciones, y pueden sufrir por ello, alteraciones. Muchas veces poseen un contenido moral, siendo los protagonistas premiados o castigados por sus acciones. La historia se desarrolla en un tiempo y lugar específicos, datos que son reales, lo que las hace parte de las tradiciones lugareñas, pero los hechos que allí se desarrollan están teñidos de irrealidad, en mayor o menor grado. Generalmente pretenden explicar el origen de realidades cuya demostración científica no ha sido posible, haciéndolas aparecer como ciertas, aunque son producto de una frondosa imaginación”.
Las leyendas expresan -de modo intrínseco-, el pensamiento, folclore y el quehacer de los hombres; a la vez que son contenedoras de los elementos que pueblan el imaginario popular. A través de las leyendas se ha expresado el hombre, ha dado a conocer su pensamiento y ha ilustrado su vida. Las leyendas poseen la capacidad de recrear la realidad, tornándola fantástica y real. En la capacidad real-maravillosa de las narraciones orales descansa la afinidad y el gusto que sobre esta particular forma de expresión, prefieran los hombres. Tan importante han sido las leyendas dentro de la vida misma de la humanidad que no se puede contar la historia social y cultural de los pueblos, sin tener en cuenta a las narraciones orales por ellos creadas.
Por ello se afirma que las leyendas constituyen la expresión más certera de la imaginación y el pensamiento de los pueblos y utilizan para su concreción al lenguaje como vehículo de difusión; calando en la oralidad como vía de realización y transmisibilidad. Ello hace que este tipo de narración oral se ubique dentro de la producción de la cultura tradicional y popular, entendida esta como “el conjunto de creaciones que emana de una comunidad cultural fundada en la tradición, expresadas como por un grupo o por individuos y que reconocidamente responden a las expectativas de la comunidad en cuanto a expresión de su identidad cultural y social; las normas y los valores se transmiten oralmente, por imitación o de otras maneras. Sus formas comprenden, entre otras, la lengua, la literatura, la música, la danza, los juegos, la mitología, los ritos, costumbres, artesanía y otras artes”. (Menjuto & Guanche, 2007, p. 10)
Entre las características distintivas que la cultura tradicional y popular comparte con la tradición oral se pueden citar: la transmisión, la creatividad colectiva, la continuidad intergeneracional, el empirismo y la vigencia por extensos períodos de tiempo.
Las leyendas son fruto de la creación colectiva, pues su autora es la colectividad, siendo esta la verdadera protagonista en el proceso de gestación, transmisión, difusión y continuidad; garantizando la vigencia del legado popular por amplios períodos de tiempo. En este proceso desempeñan un papel preponderante la transmisión y la identidad. Sin embargo, no se puede hablar de transmisión sin tener en cuenta la identidad que en el proceso de creación y conservación de lo creado se va gestando. En tal sentido, Seijas (2010), refiere que “la identidad cultural… sistematiza los elementos que distinguen a una colectividad humana, localidad, región, un país, área geográfica e incluye los rasgos que tipifican entre sí a los individuos que forman parte de la sociedad. La esencia está en que no se homogenizan a referidos sujetos, sino que se tiene en cuenta y se integran sus diferencias en un todo a desiguales escalas. Está inmersa en un proceso de construcción y se enriquece con la pluralidad de culturas, con las cuales está en constante interacción”. (p.2)
El hecho mismo que dentro de una cultura o práctica cultural exista una conciencia de una identidad común, implica que también haya un impulso hacia la preservación de esta identidad y hacia la autopreservación de la cultura. Así, en Cienfuegos, existen leyendas (Del Valle, 1919), que, por su inagotable belleza, resultan en perennes fuentes de la imaginación y la co-creación colectiva. Entre las más famosas de ellas se encuentra las que ha continuación se precisan en apretada síntesis, como referentes de la construcción simbólica de los habitantes de esta maravillosa y singular otrora comarca de Jagua.
Leyenda de Azurina. Cuenta cómo un temerario y feroz pirata, arribó a la comarca Jagua y confió a José Díaz (según la tradición, el primer europeo que vivió en las costas de Jagua) el cuidado de una bella mujer que, sin dudas, había enloquecido. La maravillosa crónica refiere: a Estrella -el nombre de la mujer- nada le interesaba, permanecía muda con la mirada vaga y vacía. De vez en cuando, sus ojos adquirían una dolorosa expresión y pronunciaba algunas incoherentes palabras. Después caía postrada con leves temblores en todo el cuerpo.
¿Quién era aquella mujer? ¿Cuál era su pasado? Resulta Imposible saberlo. Ella nada decía, y el pirata nada dejaba entrever. José Díaz tenía esperanzas de que Estrella le dijera la verdad, por eso comenzó a prodigarle cuidados y atenciones. Solo se conoce que el pirata se interesó por la mujer y encomendó a José la siguiente tarea: cuidar de ella y, sobre todo por el niño que llevaba en el vientre. Cuando sea madre, sírvele de padre al hijo. El filibustero advirtió a Díaz que estaba bien recompensado con el oro y joyas que le había dejado. Transcurrió el tiempo y Estrella mejoró su salud, pero no recobró nunca más el juicio; ella murió en el parto dejando una niña y el secreto de su vida anterior. José Díaz quiso a la niña como suya y le puso por nombre Azurina, nombre que ha quedado para siempre en la memoria de los cienfuegueros.
Leyenda de Aycayía. Aycayía fue la única danzarina de la tribu del cacique que se salvó del naufragio de la piragua. Era la más hermosa de las mujeres, la que bailaba con infinísimo arte y cantaba con la mayor dulzura, razón por la cual perturbaba el orden y los alejaba, con sus encantos, del trabajo y las obligaciones como guerreros.
El cacique se reunió con el behíque y los ancianos y acordaron consultar al Cemí, quien les dijo: Aycayía, es la encarnación del pecado, con sus bailes y sus cantos proporciona a los hombres el placer, pero los hace sus esclavos y les roba su voluntad. Su fuerza diabólica reside en que satisfaciendo a todos no se entrega a ninguno. Virgen es y morirá virgen. Si quieren vivir tranquilos échenla de vuestra tribu.
Siguieron el consejo del Cemí y desterraron a Aycayía a vivir en un lugar apartado y solitario, sólo en compañía de una anciana llamada Guanayoa, en un lugar que hoy se conoce como Punta Majagua. Los hombres, sin embargo, siguieron visitando a Aycayía y llevándole flores, conchas y laminillas de oro, las indias de Jagua se veían abandonadas por sus hombres, entonces acudieron al behíque principal y a los ancianos, quienes a su vez consultaron al Cemí de la diosa Jagua por segunda vez. Éste les dijo: estas semillas que les entrego son un amuleto contra la infidelidad. Entréguenselas a las mujeres para que las siembren en sus jardines y huertos, cuando las simientes florezcan, desaparecerán sus inquietudes y recuperarán el amor de sus esposos.
Las mujeres plantaron aquellas semillas con comedido cuidado y de ellas nació un árbol llamado Majagua, que en lengua siboney significa Madre de Jagua. Sus flores y su madera son consideradas desde entonces amuletos contra la infidelidad conyugal.
Crecieron las majaguas y sobrevino un fuerte huracán que arrasó la barbacoa (casa construida sobre pilotes en el agua) en que vivían Aycayía y su anciana acompañante Guanayoa, quienes fueron arrastradas por el viento y las aguas al mar. La vieja Guanayoa se convirtió en una tortuga y la bella Aycayía fue transformada en una hermosa sirena, que desde entonces vaga por la bahía de Jagua sonando un enorme y nacarado cobo (caracol), purgando el pecado de haber sido bella, seductora y virgen.
Una vez que cesó la tormenta, la vida volvió a la normalidad entre los habitantes de Jagua. Los hombres volvieron a trabajar y pronto los campos produjeron viandas y frutas variadas, los bosques aves y los ríos y el mar peces. Las mujeres volvieron a atender sus hogares y a realizar las faenas diarias.
Leyenda de Mari Lope. Lope era un español que residía Tureira, se unió hacia 1528 a una india y tuvo con ella una bella niña, a la que ambos llamaron Mari (fruto de la tierna y hermosa mezcla de español e india). Mari heredó del padre las facciones caucásicas y de la madre el dorado de la piel, la negrura del pelo y los ojos, la mirada ingenua y el natural sencillo. La niña era de genio vivo y alegre, vivía enamorada de las flores y era apasionada al canto. Con el mismo cariño con que cultivaba sus silvestres flores, cuidaba de las palomas y los pájaros.
Nadie como ella cantaba con más unción los areitos religiosos, ni con más ardor los cantos guerreros, ni con más dulzura las historias amorosas de siboneyes y piratas. A todos sonreía con ingenua pureza y a ninguno despreciaba por baja que fuera su condición, pero a nadie mostraba predilección especial, como no fuera a los que le dieron el ser. Educada por un padre profundamente piadoso, había germinado en ella el místico amor por lo divino.
Su espíritu iluminado se recreaba en las cosas y figuras celestiales; su alma flotaba siempre entre las nubes y reflejos de la gloria y su más ardiente aspiración era ir al eterno Paraíso Celestial ofrecido por Cristo. Tal era Mari-Lope, la tierna y hermosa doncella. De más está decir que la admiraban y requerían de amores todos los jóvenes siboneyes de la comarca, de los que siempre había rondando alguno por las cercanías del bohío de Mari-Lope. Ella, casta y pura, consagrada a sus flores y aladas avecillas repartía los tesoros de su amor entre los que le habían dado el ser y Dios.
Mari fue creciendo y se convirtió en la mujer más hermosa y codiciada por los hombres de Jagua en aquel entonces. Llegó un día la nave del pirata Jean "El Temerario" hombre feroz, de mala entraña y peores instintos, joven de arrogante figura y prepotente actuar. Desfiguraban su rostro atezado, la dureza de la mirada y la enorme cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda. Poco después de su desembarco, vio junto al mar, a Mari Lope, al verla quedo enamorado de ella, y acercándose decidido, le ofreció su amor. Ella lo rechazó con firmeza, pero el pirata, perseverante, juró hacerla suya a cualquier precio.
Una tarde en que la vio paseando sola por la playa, se le presentó de improviso y le declaró de nuevo su amor, a lo que la joven respondió: he prometido no ser de ningún hombre; pertenezco a Dios. Jean era a su modo creyente, pero en aquel momento sintió celos del Ser Supremo que le disputaba el amor de la mujer que él adoraba. El pirata porfiado se dirigió a Mari, diciéndole: el amor a Dios no puede impedirte que me correspondas; a lo que la joven arguyó: Es inútil, no insistas, no te amo. Puedo ser tu amiga, no tu amante.
-Soy rico y valiente, señor de estos mares, los que surco con mi bajel sin temor a nadie. Poseo inmensos tesoros y libre soy de apoderarme de cuantas riquezas estén a mi alcance. Ven conmigo; serás reina y señora, mis marineros tus vasallos, conquistaré para ti una isla, tendrás hermosos trajes de seda con maravillosos brocados, las más costosas joyas y esclavos dispuestos siempre a servirte y a satisfacer todos tus caprichos; prosiguió el pirata.
Mari Lope movió negativamente la cabeza y se limitó a responder: guarda para ti las riquezas que me ofreces, pues yo no las necesito. No puedo ser tuya, porque soy de Dios. Frenético de pasión y exacerbado por la negativa, Jean se acerca a Mari e intenta abrazarla. Logra ella, con esfuerzo sobrehumano, desprenderse de los brazos que la enlazan y correr a su bohío. Ya cerca de éste, un grupo de piratas se le interpuso, Jean se acercó y cuando ya casi la alcanzaba, brotó entre ambos una muralla de agudas espinas. Él, fuera de sí, le disparó con su pistola y Mari Lope se desplomó mientras una paloma blanca ascendió hasta perderse en las nubes.
Brilló entonces un relámpago y Jean y sus secuaces se desplomaron sin sentido. Al recuperarse, éstos vieron llenos de espanto, como ardía el cuerpo de su jefe, cual una antorcha humana. Donde cayó muerta Mari Lope brotó súbitamente una hermosa planta, cubierta de flores de intenso color amarillo azufre, conocida hoy con el nombre de Marilope flor típica de la región sureña.
Leyenda de Caonao y Jagua. Caonao, cacique de los hombres y dueño de las tierras y de los ríos creció al cuidado de sus padres y se hizo un hombre; pero una profunda tristeza y melancolía le embargaban. Un día mirando a dos pajarillos arrullarse comprendió el motivo de su pena: estaba solo en Ocón (la tierra), sin una compañera a quien contar sus penas, sus alegrías, sus esperanzas y sus ilusiones; sólo existía en la tierra una mujer, y esa era su madre.
Vagando por el bosque para distraer su soledad, encontró un árbol con flores blancas y de cuyas ramas pendían unos frutos grandes, ovalados y de color pardo que al madurar caían al suelo, esparciendo al deshacerse unas pequeñas semillas. Caonao sintió el irresistible deseo de probar aquel fruto y tanto le gustó que llenó con ellos un catauro (cesta en lenguaje siboney). Un inesperado rayo de luz lunar enviado por Maroya, hirió a los frutos contenidos en la cesta, haciendo brotar de ellos un ser maravilloso pero distinto: una mujer joven, hermosa, risueña, de piel aterciopelada, labios rojos y negra cabellera, su nombre, Jagua, que en lengua siboney significa principio, origen, mina, manantial, fuente y riqueza. Y con ese mismo nombre, Jagua, designó él al árbol de cuyos frutos había salido la bella mujer. Caonao la contempló con éxtasis y la amó desde el primer momento; la melancolía y la tristeza desaparecieron inmediatamente de su corazón, ya no estaría sólo en el mundo; ya tenía para compartir su vida una compañera que la enviaba Maroya, la luna, la diosa de la noche. Fue Jagua, la esposa de Caonao, quien enseñó a los pacíficos siboneyes el cultivo de los campos; el canto, el baile, la manera de curar las enfermedades, la alfarería y las artes de la pesca y de la caza.
Según la leyenda siboney, de Hamao y Guanaroca, padres de Caonao, descienden todos los seres que pueblan Ocón, la tierra. Y así fue la génesis.
Leyenda de Maroya. La india Maroya bajaba al monte (bosque) todas las noches desde la luna para bañarse en las aguas del río Hanabanilla, que corre entre las lomas del Guamuhaya. En cierta ocasión Arimao, joven y apuesto guerrero, la descubrió casualmente en su baño nocturno, y se quedó admirado por su belleza; sobre todo de su larga cabellera, que le corría por la espalda hasta perderse a lo lejos flotando sobre las aguas del río. Desde ese momento, el joven quedó hechizado por aquel encanto de mujer. No había dudas: estaba enamorado. Por eso juró luchar con todas sus fuerzas por alcanzar el amor de Maroya. Noche tras noche la vigilaba oculto desde un montecito en la ribera del río; pero la joven, al más leve ruido, escapaba al cielo en un rayo de luna. Sin embargo, en una de esas ocasiones en que el guerrero se aproximaba para contemplarla, no pudo soportar más sus deseos, y como un loco se abalanzó sobre ella, y esta vez la joven no pudo escapar. Ya en sus brazos, Maroya, muy asustada, le dijo: ¿Quién eres, hombre malo o bueno?, y él, sin soltarla ni por un instante, le respondió: soy Arimao, jefe guerrero de esta región. No me hagas daño, por favor; le respondió ella en tono suplicante. Daño no te haré. Sólo quiero que me ames como yo te amo. Y cuando la india hizo ademán de escapar, Arimao la apretó con mucha más fuerza contra su pecho. Así, ambos comenzaron a subir al cielo, envueltos en un rayo de luna. Pero en el ascenso, la india se fue despojando de su pelo. Aquella inmensa cabellera, cuya punta llegaba al nacimiento mismo del río, quedó serpenteando entre las montañas, y se precipitó en un impresionante salto de agua que desde entonces nombraron “Salto del Hanabanilla”
Leyenda la Dama de Azul. En los primeros años de construida la fortaleza “Castillo de Nuestra Señora de los Ángeles de Jagua”, a horas avanzadas de la noche, un ave rara, desconocida y venida de desconocidas tierras, después de volar sobre la región, se dirigía a la fortaleza y describía sobre ella grandes espirales, a la vez que lanzaba agudos graznidos.
Como si respondiera a un llamamiento de la misteriosa ave, salía de la capilla de la fortaleza, mejor dicho, se desprendía de las paredes, filtrándose a través de ellas, un ave fantasma que se convertía en una sombra de mujer, alta, elegante, vestida de brocado azul, guarnecido de brillantes, perlas y esmeraldas y cubierta por un velo sutil, transparente que flotaba en el aire, y después de pasear por los muros y almenas del castillo, desaparecía súbitamente, como si se disolviera en el espacio.
La fantástica visión se repetía varias noches produciendo el temor entre los soldados que guarnecían la fortaleza; aquellos curtidos hombres no se atrevían a enfrentarse con la misteriosa aparición, y por temor a ella, llegaron a resistirse a cubrir de noche las guardias que les correspondían.
Un joven alférez, recién llegado, arrogante y decidido, que no creía en fantasmas y apariciones de ultratumba, se rió de buena gana del temor de los soldados y para probarles lo infundado que era, se dispuso una noche a sustituir al centinela. Hermosa era la noche y brillaban las estrellas y la luna en el firmamento. El mar en calma susurraba dulcemente la eterna canción de las olas. De la tierra dormida ni el más leve ruido surgía. El ambiente era de paz y de recogimiento; el alférez pensaba en su mujer ausente en lejanas tierras. De pronto oyó un penetrante graznido y gran batir de alas, en el preciso momento que el reloj del castillo daba la primera campanada de las doce, levantó el alférez la cabeza y vio la extraña ave, describiendo grandes círculos sobre la fortaleza, y de las paredes de la capilla vio surgir y avanzar hacia él, a la misteriosa aparición que los soldados llamaban “La Dama de Azul”.
El alférez dominó sus nervios y fue decidido al encuentro del fantasma. ¿Qué pasó entre “La Dama de Azul” y el alférez? Nunca se supo, pues a la mañana siguiente de aquella noche fatal los soldados hallaron a su alférez, tendido en el suelo y sin conocimiento, y al lado una calavera, un rico manto azul y la espada partida en dos pedazos. Cuentan que el joven se recobró de su letargo, pero poseído por la locura tuvo que ser recluido en un manicomio. Aun hay vecinos que afirman que “La Dama de Azul”, de vez en cuando, hace paseos nocturnos sobre los muros de la fortaleza.
Leyenda de las mulatas. Narra la leyenda, que la excesiva afición de los siboneyes al baile y al juego de batos habían interferido completamente en sus costumbres, ya no se ocupaban de labrar la tierra ni de sembrar, por lo que sobrevino una gran hambruna por la falta del maíz, la yuca, la malanga, el boniato y demás viandas. El viejo cacique de Jagua, deseoso de poner remedio al mal, reunió al behíque y los ancianos. Después de analizar la situación acordaron consultar al CEMÍ (ídolo), quien manifestó que la causa de tantos males era la belleza de las mujeres que formaban el séquito del cacique y sus seductores cantos y bailes.
Reunido de nuevo, el cacique, los behíques y los ancianos decidieron matar a las siete hermosas mujeres que formaban la corte del cacique, como había aconsejado el Cemí, cuando fueron a ejecutar la sentencia, no tuvieron valor para matar a las siete mujeres y decidieron desterrarlas a un cayo de la bahía de Jagua. Tomaron pues a las mujeres y se embarcaron en una piragua (bote) a cumplir con su misión, pero en medio del trayecto se dieron cuenta que faltaba AYCAYÍA, la más bella. Pensaron regresar, pero entonces comenzó una tormenta y soplaron vientos tan fuertes que hicieron zozobrar la embarcación, ahogándose todos los ocupantes con excepción del behíque, el que pudo llegar a un cayo cercano.
Las bellas indias náufragas fueron transformadas por el "Dios de la Aguas" en mujeres marinas, conocidas como “Las Mulatas” que alegres y traviesas habitan desde entonces en la bahía de Jagua. Se dice; y hay pescadores que lo aseguran, que en los días de encrespadas olas, Las Mulatas aparecen asustando a las débiles embarcaciones que se atreven a surcar las aguas de la ensenada.
Leyenda de José Díaz. Según la tradición, el primer europeo que vivió en las costas de Jagua fue José Díaz, tal vez cuando Cristóbal Colón descubrió la isla después de 1492, se narra que cuando Sebastián de Ocampo, hizo el bojeo de Cuba, ya Díaz residía en Tureira, hoy Punta Gorda, en el lugar que actualmente ocupa el hotel Jagua y que él bautizó con el nombre de "Amparo“.
Era Díaz, un español muy joven cuando arribó a Tureira, ignorándose su procedencia, se supone fuera náufrago o desertor de alguna expedición. Cuenta la tradición que era un hombre sociable, que mantenía relaciones amistosas con los siboneyes y pronto se unió a la bella india Anagueía con la que tuvo numerosa prole.
Asimiló las costumbres de los siboneyes y éstos aprendieron de él las artes y oficios europeos. Obsesionado Díaz por los recuerdos de los alcázares de Sevilla, Granada, y Segovia, quiso construir un edificio que por su tamaño y arquitectura se pareciera a aquellos y no contando con recursos suficientes, pidió a los dioses siboneyes y principalmente a Jagua, lo ayudaran a edificar el alcázar soñado.
Entonces ocurrió que, por arte de magia, surgió un bello edificio similar a los alcázares añorados. Creyendo Anagueía que era obra del espíritu del mal, de MABUYA, invocó el auxilio de Huión, logrando que el castillo fuera destruido y quedando solamente los cimientos.
El Caletón de Don Bruno. Una mañana de tormenta llegó a la bahía de Jagua una misteriosa galera procedente de un país desconocido, que ancló en el “Caletón de don Bruno”. Todas las tardes al ocaso del sol veíase encima de los farallones que circundan el Caletón una figura alta de mujer, vestida de blanco, de elegante andar y acompañada por tres ataviadas damas. Transcurrieron unas semanas y una noche estrellada y con hermosa luna, un grito estridente y fuerte, un alarido humano de angustia y dolor, rompió el silencio nocturno y llenó de pánico a los habitantes del lugar. Al amanecer pequeños grupos de pobladores, que caminaban por la playa, comentaban el suceso ocurrido en lo alto del Caletón. Dos días después enfiló el barco por el canal hacia mar a fuera sin que nunca nadie viera o hiciera contacto con sus tripulantes, llevándose consigo el misterio de su estancia en la bahía y la historia de lo realmente ocurrido.
Leyenda El Combate de las Piraguas. Entre los siboneyes de Jagua se destacaba ORNOYA, un bravo y fornido guerrero, que más de una vez se había medido con peligrosos adversarios derrotándolos. Ornoya era la seguridad para los moradores de Jagua.
Un día el viejo cacique Ornocoy, que reinaba en una de las islas Lucayas, codicioso de las riquezas y de las mujeres de Jagua, se presentó en la bahía acompañado por más de doscientos guerreros a bordo de varias decenas de piraguas (canoas indias), todos armados con arcos, flechas, lanzas y macanas.
Previendo el peligro, los habitantes de Jagua mandaron al monte (bosque), en busca de refugio, a las mujeres, a los niños y a los ancianos y salieron en sus piraguas al encuentro de los enemigos (lucayos). Al frente de los jagüenses, en la primera piragua, iba Ornoya blandiendo su macana con gesto desafiante.
La lucha fue encarnizada, flechas, lanzas y macanas salieron a relucir. De ambos bandos caían los hombres atravesados por las flechas, traspasados por las lanzas o con el cráneo destrozado por las macanas. Ornocoy, el jefe lucayo, usó toda su destreza de viejo guerrero para derrotar a los de Jagua que, guiados por Ornoya, peleaban por su tierra patria, en un golpe de audacia Ornoya se acercó a la piragua donde se encontraba Ornocoy y de un ágil salto se abalanzó sobre el cacique destrozándole la cabeza con su macana.
Aterrorizados los lucayos por la muerte de su jefe, trataron de huir en las piraguas, pero fueron hechos prisioneros, entre ellos seis caciques. En la playa los habitantes de Jagua, alborozados y dando vivas recibían como héroe a Ornoya y a los hombres que habían triunfado en la batalla de las piraguas, posteriormente se celebró la ceremonia de enterramiento de los héroes caídos, según la costumbre, o sea, en posición fetal, para que sus almas descansaran de día en espera de que Huión, el sol, entrara en su cueva, para por los noches, aprovechando las protectoras sombras, salir a pasear y hacer fiestas bailando sus areitos, saborear las dulces frutas, visitar a sus prójimos en sus hamacas.
Leyenda El Japonés y Pasacaballo. Corría el siglo XIX cuando un marino japonés tocó puerto en la ciudad Cienfuegos y al pasar en la goleta por el poblado Castillo de Jagua, le agradó tanto, que se quedó para siempre en la Perla del Sur.
Trabajó en las duras faenas del Muelle Real y allí gustaba de hacer apuestas para demostrar quién podía estar más tiempo bajo el agua o llegar hasta la máxima profundidad. Una vez, en Pasacaballos, orilla que da hacia el Castillo de Jagua, probó buscar una moneda de oro que había caído al mar. Con rapidez se hundió en el mar en busca de la moneda, pasaron largos minutos y los presentes empezaron a inquietarse. Repentinamente vieron al japonés que llegaba a la superficie y tras respirar profundamente, gritó: ¡CABALLO! ¡CABALLO! ¡GRANDE!
Se recuperó, pero sin quitar la vista del mar balbuceaba que allí debajo había un caballo enorme. El japonés enloqueció y vivió como mendigo, pero nunca más se separó de las orillas de la boca de la bahía en Pasacaballos.
Muchas personas llegaron a escuchar los cascos de caballos que, allá, en la profundidad, cabalgaban a gran velocidad. Aun hay quienes aseguran que horas antes del azote de un huracán, se escuchan los cascos de caballos salidos de las profundidades que vienen a avisar a los vecinos de la región del peligro que se avecina.
Leyenda La Bruja de las Calabazas. En época de la fundación, a la Ensenada de las Calabazas vino a vivir una anciana, de alta estatura que caminaba encorvada apoyada en una caña, tenía los ojos negros y pequeños, la boca sin dientes y una larga cabellera, la que dijo llamarse Belén, siendo conocida por “Señá” o “Ñá Belén” y también por la “Vieja de las Calabazas”. Ello intrigó a los habitantes de Fernandina de Jagua, asegurando algunos lugareños que se trataba de una infeliz mujer que había venido desde el poblado Yaguaramas cabalgando sobre un buey, aunque la mayoría aseguraba que era una bruja que, procedente de Islas Canarias, había llegado a la población montada en una escoba.
“Ñá” Belén ejerció los oficios de lavandera y curandera, llegando a tener tanta fama por sus aciertos en curar enfermedades, que fue la más grande competidora de los primeros médicos, Domingo Monjenié de Norié, José Valladares y del boticario Félix Lanier. En cierta ocasión, en que se desató una epidemia “Ñá Belén” fue acusada de provocarla, asegurando los vecinos que envenenaba con sus brebajes a quienes iban a ella en busca de salud y que enfermaba a los niños. Por tal motivo, un buen día sin que nadie supiera el rumbo tomado por ella o su paradero, desapareció en la noche. Otros cuentan que ello motivó que varios vecinos, asustados por la influencia maligna de la bruja, acudieran una noche a su bohío dándole muerte y enterrándola allí mismo.
Leyenda de La Tatagua. Cuentan que en los tiempos remotos, en Jagua (actual provincia Cienfuegos), antes que llegaran los colonizadores españoles, había una india muy bonita llamada Aipiri. Esta joven era muy dada a las fiestas y a las diversiones donde podía deleitar a todos con su melodiosa voz y con sus encantadores bailes.
Un día, Aipiri se casó, y de esa unión nacieron seis hijos, pero a pesar que los años habían pasado, ella no lograba adaptarse a la vida de familia, y echaba de menos las fiestas. Por eso, en una ocasión, mientras su marido trabajaba en el campo, ella se fue a una fiesta dejando solos a sus hijos en la casa, y día a día ella se ausentaba más y más. Sus hijos, al no tener comida, porque su madre no se ocupaba de ellos, comenzaron a llorar con fuertes lamentos. Mabuya, el dios del mal, los escuchó, y cansado de sus gritos los transformó en unos árboles que hoy día conocemos con el nombre de "Guao", este árbol es tan venenoso que solo su sombra es capaz de causar las más graves intoxicaciones. Cuando Aipiri regreso a su casa, encontró seis árboles en lugar de sus hijos, y antes que pudiera recuperarse de su sorpresa, ella fue transformada en una "TATAGUA", que es la mariposa nocturna que en la actualidad la conocemos como la mariposa bruja. Se dice que esta mariposa entra en las noches a las casas para recordarles a las madres que jamás deben abandonar a sus hijos.
Existen muchas leyendas más. Todas ellas poseen un fuerte acento local y un atractivo sin igual. Lo local en ella se aprecia a partir de características y rasgos desde los que afloran elementos que encierran la psicología lugareña, los tipos y costumbres sociales, los aspectos geográficos, lo toponímicos, la flora y la fauna locales, etc. El gusto por contar leyendas se encuentra enraizado en los pescadores, en la gente humilde que, en el hábito de narrar viven la aventura insaciable de sorprender con historias fabulosas.
CONCLUSIONES
El patrimonio cultural intangible -las leyendas como componente de la cultura tradicional y popular- constituyen un referente identitario de la cultura popular y tradicional de las comunidades que constituyen su salvaguarda y reales protagonistas.
El acervo de leyendas cienfuegueras es rico y diverso.
En Cienfuegos, la multiplicidad de leyendas existentes, manifiestan una construcción en la que se entretejen, junto a los aspectos maravillosos, elementos de la realidad geográfica, social, étnica, y cultural locales.
El patrimonio intangible manifiesta, en la actualidad, un inexorable peligro frente a la imposición de modelos culturales foráneos y la falta de socialización que, desde la carencia de acciones socioculturales se presenta en las comunidades. Por ello, urge emprender acciones para la socialización del patrimonio cultural intangible en aras de su salvaguarda y revitalización.
Las acciones socioculturales y los escenarios comunitarios constituyen vías y espacios idóneos para implementar las acciones de salvaguarda patrimonial.