La tendencia más hermosa no puede suplir al genio sencillo y divino. Rosa Luxemburgo
Toda la literatura viva de Alemania no produce lágrimas como la de esa revolucionaria judía, ni nos deja con la respiración contenida, como después de leer la descripción de la piel del búfalo: «esta fue dilacerada». […] esa carta debía figurar, al lado de Goethe, en las enseñanzas de los estudiantes alemanes. Karl Kraus
¿Habrá pasado la hora de meditar sobre el legado libertario de Rosa Luxemburgo en su literatura? ¿Será posible hacerlo por sobre la ira que engendra lo inverosímil, de que a cien años de su asesinato su obra continúe desconocida, subvalorada y tapada?1 ¿Se logrará romper con los moldes en que la han encasillado, hasta convertirla en un ser irreal que se dibuja y desdibuja según los vaivenes del vulgo/marxismo y otras tendencias colindantes, alejada -inexistente‒ de lo que suponen son «nuestros modos, gustos, y creencias»?2
Este ensayo se propone presentar resultados de investigación acerca del valor literario de la obra -sin fragmentar‒de Rosa Luxemburgo, cuestión esta que ya ha sido resuelta hasta cierto punto en algunas latitudes, pero que en otras ni siquiera importa. Acompañan a este estudio extensas notas que no tienen otra intención que invitar al lector a comprobar la riqueza espiritual, el mundo interior sobre el que rara vez indagamos y que es esencial para romper el círculo de «certezas» vanas que se nos imponen o que asumimos simplistamente, en especial por el desconocimiento que sobre el legado de esta figura persiste y lo dispersa de sus fuentes. Para aproximarse a entender a Rosa Luxemburgo es preciso romper con todas las normas y estrecheces mentales que aprisionan a la imaginación científica y dar curso al modo en que vibraban sus motivos, a la fuerza y gentileza de sus impulsos, a la pasión, al fuego, a la idea, a la vida...
Se habla en este ensayo de revolución, pero de otra muy diferente a los entendimientos usuales. Esta versa sobre las complejidades inherentes al ser humano en sus cotidianidades, en su totalidad fecundante y escurridiza en ese hacerse y rehacerse en pos de su libertad. «La libertad es siempre y exclusivamente libertad para el que piensa de manera diferente».3 Lo que para Luxemburgo era la revolución es, para quienes apreciamos su legado, ella misma. Su «¡fui, soy y seré!» (Luxemburgo, 2014, p. 412), que confirma y vaticina la búsqueda de libertad como proceso indetenible, es su recorrido personal por la vida, su propia revolución interna y externa puesta en función de lo que creía, en ese camino de ser fiel a sí misma que jamás abandonó junto a su máxima de contribuir, ya que estaba convencida de que su «penosa pintura no le hace falta a nadie, mientras que [sus] artículos sí que los necesita la gente».4
Esos matices propios que anidan compromiso y sensibilidad,5 inteligencia6 y humildad7 a raudales se encuentran dispersos y distinguibles a lo largo del estudio exhaustivo de su obra, de su vida, de esa lírica tan suya que pocos han sabido apreciar, que aflora de manera natural en cualquiera de sus escritos y que convence porque se siente tan nuestra, tan cercana... Son precisamente esas huellas las que nos permiten acercarnos a la intelección de esta figura donde el verbo palpita y alecciona, y la impresión viva de sus enfoques trasciende épocas y nos coloca ante un humanismo real, palpable, no usual dentro de su corriente de pensamiento.
En Luxemburgo «la palabra se hizo carne» (Luxemburgo, 2008, p. 349) y «solo el que se siente afectado y conmovido puede afectar y conmover a los demás» (p. 353). Así era/es ella, aun en la distancia de un siglo, y por sobre los «peritos jardineros» que la intentan deshojar, que seleccionan a diestra y siniestra los pétalos que «sobran» y le colocan artificialmente los que se le avienen en «coloraciones y formas», para presentárnosla casi como una rosa artificial. La cosmogonía de Luxemburgo se les hace ininteligible. Comienza de esta manera el proceso de fragmentación, de ocultismo, de violencia que equipara y nivela lo «potenciable» sin miramientos, sin distinciones, apegados a la brasa para no llegar a ninguna parte, porque a fin de cuentas, «el arte no explica contenidos filosóficos [ni de ningún tipo, afirma esta autora] sino que los hace sentir» (Vitier, 1961, p. 197).
La pasión era uno de sus rasgos distintivos. Se nos presenta con tanta fuerza como suavidad en esos giros, en ese mundo de creación que le es inherente, capaz de sobrepasar muros y barrotes de prisiones, mediocridades, egoísmos e intentos de quebrar sus alas, sin que por ello pierda ni un ápice de esa capacidad de disfrutar de la naturaleza, de la vida… porque «arte es huir de lo mezquino y afirmarse en lo grande, y olvidarse, enaltecerse y vivir» (Martí, 1953, t. II, p. 666).
No dejó Luxemburgo un cuerpo analítico acerca del arte -como algunos de sus «críticos» apuntan‒ y es que no era esa su intensión. Es más, sus misivas formaban parte de su mundo interior, personal, raras veces abierto; mientras su ensayística era imprescindible, por lo que nunca se enfocó en la dirección que luego se ha reconocido -escasamente‒ de valor literario.
Los que nos aproximamos a ella con la lupa de la totalidad conectiva, la sensibilidad a flor de piel y la voluntad de «aislar los fragmentos de la noche para apretar algo con las manos, en […] un combate sin término, entre lo que quería quitarle a la noche y lo que la noche me regalaba»,8 nos explicamos esa resistencia al entendimiento de su lirismo en su capacidad de retar con palabras, de desnudar con sus significados. Por tanto, lo insólito de sus imágenes y lo inefable que está en ella, que es ella en sí, no tiene cabida en las medianías -a veces no tan medianas‒ circundantes. Se generan opacidades que la cercenan hasta hoy como intríngulis de los modelos mentales imperantes.9 La cultura que constituye a Luxemburgo da forma a un mensaje literario de gran potencia que aparece en todos sus escritos e incluso en sus modestas pinturas, que solo compartía con sus más cercanos.
Las presiones sociales, lejos de derrumbar a Luxemburgo, provocaron lo contrario. Ella se refugiaba en ese universo de colores e imágenes que se expanden en lo pequeño y se avivan en lo grande. Siempre se sueña, se siente en libertad; su mundo interior en conciliábulo perenne con la naturaleza la ennoblece, la salva.10 Sus descripciones llegan a situarnos ante una Luxemburgo, pincel en mano, adentrándose en el cuadro que quiere regalar a su Hansen, a las imágenes que quiere compartir con él, solo con él. Existe el deseo de ver ese cuadro, pero ya su narrativa desborda acuarelas, gratifica. En 1908 narraba hasta sus peripecias para pintar y se mostraba pequeña y hecha un embrollo. El acto creativo de la pintura significaba para ella la paz. El 22 de agosto de ese año escribió en una carta a Kostia Zetkin (Luxemburgo, 2015):
Dudu querido, hoy por primera vez salí a pintar la naturaleza. Viajé a Schlachtensee y ardía de impaciencia. Por Dios ¡cuántas dificultades! Solo pude llevar una libreta de apuntes o sea, pintar sobre papel común y en el aire, pues era imposible arrastrar el caballete. Entonces, en una mano el block de apuntes y la paleta y en la otra ¡el pincel! Además tenía que estar sentada (sobre un banco) y por lo tanto no podía retroceder, para apreciar el efecto. Tuve que pintar en formato pequeño pero siento la necesidad de empezar con cuadros grandes, si no el pincel no tiene ningún peso. Para peor apenas pude dibujar durante una hora. Luego vino gente y tuve que irme. Pero basta de mostrar mi desconsuelo. Además, el agua del lago cambiaba a cada momento y también el cielo (hoy hay una tormenta). Al regreso a casa estaba a punto de llorar. Pero aprendí algo más. No tengo idea de cómo superar estas dificultades ¿cómo llevar el caballete y por lo menos una cartulina más grande? […] El cuadrito que hice hoy te lo mandaré mañana, pues creo que ya estará seco. Y esta vez ¡tiemblo que te desilusione! Pero debes ser severo y honrado contigo mismo y conmigo. (pp. 77-78)
Exuberante de entusiasmo, temblorosa de frustración, anhelando pintar cuadros más grandes y a la vez, comedimiento: así se la ve en su carta a Kostia. Todo esto irradia en unos segundos, en apenas un párrafo que se nos amontona como si hablara sin freno y obligara a volver a empezar. Estas faenas le urgen a su alma y terminan por hacernos reír imaginándola, pero también obligan a meditar sobre lo que hubiese podido lograr de haber dispuesto de tiempo, de un tiempo que nunca le alcanzó para sí, en esas recurrentes «incógnitas sociales». En una carta a Leo Jogiches (17 de julio de 1900; Luxemburgo, 2015) expresa:
Todo el tiempo tuve la esperanza que festejaríamos el día de mañana, juntos y aquí […] En el ínterin llegué a la conclusión que, al igual que todo el mundo, uno debe celebrar fiestas y feriados, porque ellos son momentos agradables en medio del trabajo rutinario. El ser humano recién entonces siente que realmente vive. Nosotros, ni una sola vez, hemos tenido «tiempo» porque tuvimos que pensar en otras cosas, en vez de un festejo conjunto. Verás que este es tu último cumpleaños al «viejo estilo». De ahora en adelante hemos de vivir «al nuevo estilo», es decir, como todo el mundo. (pp. 59-60)
Lo anterior fue escrito en momentos difíciles para ella, de los que no puede escapar y a los que solo se refiere al final de su carta.11 En ella se hace patente, enfermizo y doloroso el eterno dilema que atormenta y define al humano cuando se propone vivir con luz propia, en el controversial contrapunteo de los ambientes sociales donde existe. Pero no se puede «retroceder», so pena de dejar de ser lo que se es, y eso era impensable en Luxemburgo.
Esa grandeza de espíritu, esa magia que emociona va más allá de sentirse feliz con «sus carboneros» o hacer sacrificios inimaginables por «sus polacos». Tiene que ver con su capacidad literaria de transportar por su ser más íntimo, permitir sobrevolar desde la vida «tranquila, como todo el mundo»12 que anhelaba con su amado Dziudziu, a «las relaciones misteriosas» que se establecen entre «quienes no se conocían ni veían»,13 o al milagro de que «en mi celda maloliente reinaba súbitamente un aroma de oscuras rosas rojas».14 Sus metáforas enaltecen, asombran e impulsan porque su literatura propone vivir en libertad, evadir la insensatez que pulula en los anales de la civilización. Luxemburgo busca salidas en sus encuentros y desencuentros para el mejoramiento, para la calidad y cualidad de vivir como autoconstrucción que se renueva. Infinidad de pasajes a lo largo de su narrativa llena de impresiones vivas y latentes, más allá de la percepción, dan forma a su mundo en expansión y efervescencia. Este se hace inabarcable y a su vez comprensible;15 asume y experimenta el vivir con sensibilidad, dignidad y civismo a prueba de todo.
Peter Nettl (1974) señala algunos puntos de vista en la biografía Rosa Luxemburgo que de una u otra manera se presentan en otros autores.16 Examina su producción literaria en prisión y se centra en su epistolario ‒más bien en una parte de este. El intercambio epistolar de Luxemburgo en prisión es sin duda profuso. Suplía sus necesidades de comunicación, de interlocutores válidos, truncadas por la condición de privación de libertad. Para un espíritu libre, inquieto, activo por excelencia ese era el modo de dar curso a su energía, a su vitalidad para que no la quebraran ni la invisibilizaran, como ya lo hacían estando libre.17
Ese mundo metafórico más desarrollado ‒si se quiere, pero no necesariamente así‒ en la soledad de su forzado aislamiento ha estado presente siempre. No apareció simplemente por esa situación, de lo que son evidencia otras cartas escritas mientras estuvo libre, como la del 20 de marzo de 1893, a Leo Jogiches Clarens.18
Luxemburgo no escribe cartas para ser adorada en la posteridad, no pasaba por su cabeza que podían ser publicadas, ya que no se consideraba alguien tan importante -lo ha dicho en sus misivas, «esta sensación de insignificancia me hace increíblemente feliz...» (nota 7). Para ella las cartas eran sinónimo de intimidad, un modo de hacer partícipe a sus más allegados de sus experiencias, vivencias, aprendizajes, su ayuda y hasta sus ofuscamientos19 con ellos. Eran sus amigos o compañeros los que insistían en ese intercambio, sustancialmente porque lo necesitaban. Luxemburgo no escribía cartas «todas hechas a la medida de la personalidad del recipiente», como afirmara Nettl (1974, p. 449), como si se reinventara para agradar o impresionar, «como si su personalidad política estuviera normalmente consolidada y conjunta tan solo por la presión de la vida» (p. 448). Esto es tan absurdo como inepto.
Tonos, énfasis, áreas de conversación, intimidades, preocupaciones, afinidades, entre otras muchas aristas que se pudiesen señalar, conforman los universos comunicacionales de los seres humanos. En Luxemburgo la distinción afectiva se hace patente por lo que trata, por sus desarrollos no solo en una carta, sino en la conectividad relacional que hay en todas ellas; incluso, si se quiere, hasta la totalidad del intercambio con figuras o personas concretas con las que sostuvo amistad por muchos años. Es decir, no se debe cortar un periodo, menos un momento, para emitir un juicio concluyente de su existencia y sus «habilidades» para utilizar y/o subyugar a los demás. Por eso el solo insinuar la intencionalidad como sierva de sus apetencias o ausencias para la posesión de sus amigas o amores es aberrante. No lo necesitaba. Sus impresiones eran de la más clara espontaneidad -casi una tempestad por momentos‒ en el cariño, en el despecho, en la ira, en la comprensión, en el consejo, en el argumento que da solidez a sus ideas; jamás como fingimiento.
Son varios los momentos que enfatizan las diferencias absolutas de juicio entre este artículo y el texto de Nettl (1974) respecto a las relaciones humanas de Luxemburgo. El investigador, en referencia a sus estancias en prisión, escribe:
Pero estaba determinada a vivir quizá más plenamente de lo que nunca viviera antes; y sus amigos se volvieron delegados que, prensados y moldeados, vivían la vida de ella por ella. […] siempre se trataba de su propia vida y no de la de los otros. (p. 489)
¿Qué hacía Rosa Luxemburgo en prisión? ¿Para qué arriesgaba su existencia, si de haberse dedicado a una vida académica o literaria, lejos del fragor revolucionario de aquella época, hubiese satisfecho las aspiraciones individualistas que le confiere Nettl? Si solo se trataba de su vida tenía el asunto resuelto, no precisaba salir a defender los derechos de nadie y menos morir por otros, a menos que ella o sus convicciones -cabe ya referirse a ello‒ fuesen las de una demente. A los que la ven, Luxemburgo deslumbra; a quienes la sienten, entusiasma y conmueve; a quienes le interesa ella en su totalidad y en su infinita imaginación científica y literaria, motiva.
Si se aprecian y admiran en sumo grado sus escritos de prisión, en sus tránsitos de madurez confluyente, es porque seguía «dando guerra». No hay vacío político. Desde prisión, como en libertad, escribió obras y artículos rebosantes de polémicas definitorias para los destinos del marxismo y de importancia decisiva para la revolución y el socialismo hasta hoy. Continuaba aprendiendo a través de lecturas de diversas áreas del saber que transversalizaban y enriquecían sus enfoques. Encantaba con sus originalidades, con el sortilegio de atrapar las imágenes en palabras que no se van, que se quedan para repensarlas. Deseaba seguir ahí para todos y por todos, empezando por ella misma en su completud e incompletud, como apremio que la reduce primero y la dispara en pos de nuevos cauces, que la derriba y la levanta, que se nos presenta indelimitable al examinar sus cartas.
En este punto del análisis es conveniente hacer una digresión acerca de las condiciones de las prisiones donde Luxemburgo estuvo. La peregrina idea de que ella escribiera tan copiosamente y relatara un mundo inconcebible para quienes disfrutaban de libertad, no podía ser porque sus condiciones fueran mejor que las de otro preso. De sus propias cartas, donde confluyen las narraciones más hermosas, podemos ver cómo se le escapan en algunos momentos esas circunstancias20 ‒jamás sus escritos se dedicaron a plañideras demostraciones de su situación. También se encuentran indicios en el epistolario de sus amigos entre sí, o en algunas notas editoriales que señalan cómo la vieron en la tribuna antes de su discurso de fundación del Partido Comunista Alemán, el 30 y 31 de diciembre de 1918 y el 1 de enero de 1919.
Los delegados habían observado con preocupación el esfuerzo tremendo que le costaba a su cuerpo exhausto sobreponerse a las consecuencias del prolongado encarcelamiento, la incesante excitación, la tensión nerviosa y las enfermedades, pero apenas comenzó a hablar, la inspiración obró maravillas y Rosa volvió a ser la de antes. Desapareció toda su debilidad física, volvió su energía y, por última vez, su temperamento apasionado y su brillante oratoria dejaron atónito al auditorio: lo convenció, atrapó, conmovió e inspiró. Fue, para todos los presentes, una experiencia inolvidable. (Luxemburgo, 2008, p. 414)
Luxemburgo nunca se fracciona. No fue, como supone Nettl, «la reclusa, la pensadora, la botánica y la crítica de literatura [que] emergían y se iban flotando». Tampoco considero acertadas sus apreciaciones sobre sus intenciones en cuanto a cómo escribía, a quiénes y hasta la naturaleza de sus relaciones amorosas, en particular con Hans Diefenbach.21
El objetivo de este ensayo no es demostrar que hay otra Luxemburgo, sino afirmar que esta es ella como ser humano, con esa gran cualidad de escritora, no solo política, sino literaria en general. Es imposible confirmar las intenciones de Luise Kaustky y su hijo Benedik cuando publicaron sus cartas de prisión,22 o las de Luxemburgo cuando las escribió, ni si la mendicidad de pensamiento de aquellos tiempos o los actuales la absolutizaban en un sentido -revolucionaria/violenta o manipuladora/ególatra‒ y necesitan edulcorarla después de asesinada al menos como amable/sensitiva. Lo cierto es que ella en su totalidad sobrevive y podemos leerla a plenitud, paladear sus valores literarios, no por lo que digan o piensen otros, sino en la imposibilidad de aprisionarla dentro de ningún molde, intencionalidad preconcebida o moralidad de ciénagas.
La obra de Nettl y sus motivaciones son importantes, cardinales, pero «el misterio del eco» lo pierde, al menos en esas páginas. Si la mirada literaria que ofrece esta autora es percibida como necesidad de una leyenda preferimos coincidir con Luxemburgo (2008): «El hecho de que en realidad no ocurrió carece de importancia. La mera existencia de tales leyendas, con las que los hombres adornan a sus héroes, es prueba suficiente de que tales “gestos vacíos” son indispensables para nuestro espíritu» (p. 360). Solo que en este punto de leyenda o no, está convencida de que «la fuente de su arte, el espíritu que lo anima: eso es lo decisivo» (p. 352), «porque cualquier cosa a que uno se entrega con tal intensidad echa fuertes raíces en uno mismo».23
En esta faena de valorar literatura/persona no pueden desconocerse las convicciones de Luxemburgo, aquellas que la impulsaban a salir a la calle a protestar por lo que consideraba justo, ir a los países donde el fragor de las luchas exigía compromisos y no entelequias ni teoricismos descarnados de toda enjundia humana -como es tan común en los demagogos de tribunas bien custodiadas. Luxemburgo daba la cara y proporcionaba sobradas muestras de cómo hacerlo libremente, por convicción, y lo escribía. Dejaba testimonio de una época que jamás podía sernos lejana en esos denuedos contra el olvido de lo primordial: «así por ese olvido de estampas esenciales hemos caído en lo cuantitativo de las influencias, superficial delicia de nuestros críticos, que prescinden del misterio del eco»,24 que solo aquilatan por la norma o los parámetros para agrandar, achicar o ningunear una figura, un hecho a conveniencia, moda o asnada.
La sociedad opresiva en que le tocó vivir, angustiosa en las interacciones con aquellos que decían intentar otro «mundo posible» sobre viejos rieles y voluntades absolutas, era desafiada por Luxemburgo con el intelecto y una praxis libertaria que confirma que «el que es capaz de crear, no está obligado a obedecer» (Martí, 1953, p. 922). Esa capacidad, anchura de espíritu y carácter le permitió hacerse y rehacerse en imágenes y plurales dimensiones conexas que se nos hacen vastas e inalcanzables porque nos transponen, nos arrastran por sus arcoíris de esperanzas hasta en los detalles más insignificantes.
Así narraba Luxemburgo (2015) en una carta a Hans Diefenbach, el 23 de junio de 1917, un encuentro con un petirrojo mientras estaba en prisión ‒una de las más estrictas donde se había enfermado, aunque el referente casi se desvanece al leerla:
Más tranquila, volví al jardín. Allí tendría sorpresivamente otra hermosa vivencia, un petirrojo se sentó en el muro detrás de mí, deleitándome con su canto. Casi todos los pájaros están ocupados en asuntos familiares, solo de vez en cuando se oye un breve canto. Así sucedió hoy de repente con el petirrojo que me visitó un par de veces a principios de mayo. […] El petirrojo tiene una pequeña y suave vocecita que canta una extraña e íntima melodía que suena como un preludio, cual un trozo de la diana matutina. ¿Conoce Ud. el sonido lejano de las trompetas liberadoras en la escena de la cárcel en el «Fidelio», que por decirlo de alguna manera se ha escurrido de la noche? Así suena la canción del petirrojo cantada en tono suave y trémulo de infinita dulzura que suena veladamente como el recuerdo de un sueño perdido. Mi corazón literalmente se estremece cuando escucho ese canto e inmediatamente veo mi vida y el mundo bajo otra luz igual que al disfumarse las nubes, cayendo sobre la tierra un claro resplandor del sol. Hoy mi pecho sintió suavidad y ternura gracias a ese pequeño trino suave sobre el muro, que no duró más de medio minuto. (pp. 110-111)
Con anterioridad, en esa misma misiva, casi se le siente susurrar cuando escribe:
Hoy me siento tan aislada que quiero reanimarme un poco conversando con Ud. Hoy después del mediodía estaba leyendo diarios recostada en el sofá. [...] Un segundo después me quedé dormida sin darme cuenta y tuve un sueño maravilloso, de contenido indefinido pero muy vivaz. Solo recuerdo que alguien muy querido estaba junto a mí, le pasé el dedo por los labios y pregunté «¿de quién es esta boca?» El aludido contestó «es mía». «¡Ah, no!», grité riéndome, «¡esta boca me pertenece!». Tanta risa por esa locura me despertó y miré el reloj. Todavía eran las dos y media. Mi largo sueño había durado sólo un segundo, dejándome la sensación de una simpática vivencia. (p. 110)
En las cárceles por las que atravesó a lo largo de su vida o en las prisiones humanas de la cotidianidad, Luxemburgo necesitaba compartir sus visiones, sus sujetos metafóricos, y en cada uno de ellos hay símiles extremadamente originales. Con iguales vuelos nos presenta en la citada carta a Hans Diefenbach, de 13 de agosto de 1917, al pájaro del follaje jardinero y sus conversaciones con él:
Este pájaro es un bicho curioso. No canta una canción, una melodía como otros pájaros sino que es un tribuno popular de la gracia de Dios. Dirige sus discursos al jardín en voz alta y plena de excitación dramática, elevación y salto patéticos de tono. Plantea las cuestiones imposibles, se apresura en dar respuestas sin sentido, hace los planteamientos más audaces, rechaza acaloradamente afirmaciones que nadie hizo, arremete contra puertas abiertas y de súbito dice en forma triunfal: «¿No lo he dicho, no lo he dicho?» Advierte a todos quienes quieran o no oírlo: «¡Ya verán, ya verán!» (Porque tiene la inteligente costumbre de repetir dos veces cada chiste).
En síntesis, él llena incansablemente el jardín con sus disparates y uno en el silencio que reina cree ver intercambiar miradas y encoger los hombros a los otros pájaros durante estos discursos. Solo yo no me encojo de hombros sino que río feliz y exclamo a plena voz: «¡Dulce charlatán!». Desde luego, sé que sus discursos tontos tienen la más profunda sabiduría y que tiene razón en todo lo que dice. Como un segundo Erasmo de Rotterdam, él canta loas a la tontería consciente y da en el blanco. Creo que ya me conoce por la voz. Hoy, luego de varias semanas de silencio, empezó de nuevo con sus ruidos y se posó en el pequeño avellano cerca de mi ventana. Cuando lo saludé, alegremente: «dulce charlatán», me espetó como respuesta algo impertinente, que podría interpretarse más o menos así: «¡Tú eres una ignorante!»... Lo cual acepté con una risa agradecida y de súbito me curé de maldad, desdicha y enfermedad. Hänschen, ¡no estoy fantaseando acerca de esta charlatanería dramática! (pp. 130-132)
El valor literario de la totalidad de su obra es lo menos conocido de Luxemburgo, entre las muchas cosas que se desconocen. Es que parece que necesita decirse para entenderse, porque a falta de sensibilidad o concentración puede perderse ese mérito añadido que le es inherente y que tanto cautiva en sus peculiares revelaciones: «¿Conoce Ud. también el efecto especial de esos sonidos cuyo origen nos es desconocido?».25En ella los escapes a las largas noches y madrugadas en la oscuridad, una vez que se ha ordenado el silencio y se apagan obligadamente las luces por sus carceleros, llegaron a convertirse en un método para soportar la quietud tan opuesta a sus esencias y modo de existir. Se le afinaban el oído, el olfato y todos sus sentidos, casi como una propensión bíblica que luego narra en sus esplendores, en sus miedos y las esotéricas condenaciones que le anunciaban y que no lograba descifrar, pero que siempre evocaba hasta con la luz del día en sus recuerdos.
Aproximarse a la comprensión de quién era Rosa Luxemburgo en su totalidad prolífica, cómo era en lo público y lo privado,26 y qué papel desempeñó en absoluta identificación consigo misma, en el inaplazable proceso de «trabajar porque puedan ser honrados todos los hombres»27 y serlo ella misma sin ínfulas de hondas huellas o moralismos discursivos, es un proceso que tensa, agota -por la preocupación de ser fiel a su espíritu. Pero al mismo tiempo reconforta y da paz, por la calidez humana y el incansable bregar de esta mujer en pos de sus convicciones, sus entregas y el tono de los finales,28 sus quimeras y sus ilusiones.29
¡Qué despeñaderos afectivos en lo interior tuvo que afrontar con las formas discriminatorias con que muchos de sus «camaradas de partido» la trataban!30 O cuando en diciembre de 1917, desde la prisión de Wronke, le contaba a Sophie Liebknecht, sus desesperanzas y sus sostenes.31 Su vida, en revolución interna y externa, era una cadena de sucesos dolorosos. Mirar de joven la existencia como si el tiempo fuera algo secundario pasó a ser aprecio, al pasar los años, por lo no vivido, lo perdido e irrecuperable. Encontramos en una de sus cartas a Hans Diefenbach, del verano de 1917, sus recapacitaciones más personales sobre el hecho de no haber asistido al lado de su padre hasta su muerte, por sus entregas a las labores partidistas:
Yo aprobaría que se trasladara ya mismo a Stuttgart para permanecer cerca de su padre. […] porque después uno se hace amargas recriminaciones por cada hora que ha estado ausente, sobre todo, con los más ancianos. Yo no tuve la dicha de haber podido hacerlo con mis padres. Tenía que liquidar permanentemente asuntos urgentes para la humanidad y hacer feliz al mundo. Recibí la noticia de la muerte de mi padre en Berlín y al regresar del Congreso Internacional de París […] Mientras tanto mi viejo padre no pudo esperarme y murió. Seguramente se dijo que no tenía sentido pues aunque esperara más, yo nunca «tendría tiempo» para él ni para mí. Naturalmente ahora sería más inteligente pero en general, uno se vuelve más inteligente cuando ya es demasiado tarde. (Luxemburgo, 2015, pp. 139-140)
Asistir a esos conflictos propios de quien vivió tan intensamente su corta existencia (48 años) es un privilegio para cualquiera, en especial para los cubanos, porque estamos en condiciones de poderlo ver de su propia mano. Ya no hay enigmas que nos la absoluticen, sus reflexiones más íntimas están a nuestro alcance. Su verbo político abrió nuevos horizontes de interrogación científica cuando apenas se la publicaba: «para un pueblo políticamente maduro, el sacrificio de sus derechos y vida pública, por temporario que sea, es tan imposible como para un ser humano sacrificar momentáneamente su derecho a respirar» (Luxemburgo, 2008b, p. 311).
Ya para entonces se empezó ‒en pequeña escala‒ a evitar el riesgo de que los colonizadores de voluntades e ilusiones volvieran a restituirse, ahora amparados en ancianos y raquíticos clericalismos, y extirparan la diversidad originaria que propulsan. Si con lo exiguo que se contaba esclareció ideas, revitalizó métodos y dio al traste con doctrinas prefabricadas que se pudieron imponer, hoy, en un mundo interconectado, la libertad de conocer más de ella o de quien nos motive se encuentra a la mano de cualquiera en esta faena inconmensurable de repensarnos el mundo, el país y a nosotros mismos, o simplemente por el placer de asistir a una grande de la literatura universal.
Probablemente quienes lean sus artículos periodísticos o ensayos se sientan arrastrados por la fuerza de sus argumentos, por la inteligente estructura demostrativa, por el abundante conocimiento de múltiples disciplinas -hasta de las llamadas ciencias duras‒32 que se entrelazan convincentemente y sorprenden cuando arribamos a sus conclusiones por la magistral conducción de sus ideas. Todo su desempeño autoral rebosa de cultura, de una que se disfruta por la sagacidad de su cometido. La distinguen virtudes como el inigualable manejo de la polémica, de la sátira mordaz, la precisión conclusiva, la sugerente exposición de ideas que no impone, que invita a analizar en absoluta libertad, y hasta sus digresiones que concurren al enriquecimiento de la problemática que maneja.
Una y otra vez, desde sus palabras, Luxemburgo abre puertas al diálogo, a la tolerancia de los puntos de vista diferentes, a una toma de decisiones libre de imperativos categóricos, porque en ellos descansa la sociedad viva en sus cotidianidades, en sus encuentros y desencuentros. Es la interacción vital la que emancipa, pues como diría Lezama Lima (2010a), «el hombre no solo germina sino también elige. […] al elegir damos comienzo a un nuevo germen» (p. 318). Hay una esencia constitutiva de todo su quehacer que hunde raíces en el propio desarrollo de la literatura universal.33 La crítica que crea, la creación crítica: esa es Rosa Luxemburgo, entre el laberinto mañanero del amor y la ira de las traiciones, entre la plenitud del universo que no le pueden arrebatar y el rigor de las prisiones que le merman la salud.
Toda la perspectiva de Luxemburgo conecta con esa máxima literaria. No es simple y chata política, economía, o socialismo lo que se encuentra en esos fragmentos dispersos en los que tanto le gustaba perderse para no llegar a ninguna parte -para Arrufat, «el hábito de recurrir a incompletas polaridades, como si fuéramos víctimas de una maquinaria mental dominadora e impositiva».34 Son todas las aristas de la existencia las que se transversalizan para el alcance de la novedad como no verdad, como incertidumbre que impele a la creación en sus completudes e incompletudes propias, como potencia que ama, piensa, duda y hace, que desafía… «Solo lo difícil es estimulante; solo la resistencia que nos reta, es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento, pero en realidad ¿qué es lo difícil?»35 ¿Será aquello que Luxemburgo le escribiera a Leo Jogiches, en 1897?: «Ya no sé cuál fuerza rige el hilo de mis pensamiento y mis palabras, mi pensamiento no trae mis sentimientos y las palabras al pensamiento».36 ¿O será el debate interior de todo autor -en especial en ella‒ entre la convicción de que «la palabra no es para encubrir la verdad, sino para decirla»37 y la búsqueda de las palabras precisas que revelen las honduras de la trama humana donde se existe? He ahí lances de comprensibilidad a dirimir en un compromiso leal y sincero entre la realidad -aparentemente irreal‒ y la palabra volátil, escurridiza, que raras veces toca las fibras de la sensibilidad que tensan el pensamiento y la voluntad de ser y de hacer sin generar dicotomías insalvables en sus decursos. ¿O, finalmente, «visión histórica, que es ese contrapunteo o tejido entregado por la imago, por la imagen participando en la historia»?38 La imaginación y la palabra en Luxemburgo lograron también aquello que Martí (1953) definió en El avisador cubano como lo esencial en el estilo del artista, que «más que en la forma, está en las condiciones personales que han de expresarse por ellas. El que ajuste su pensamiento a su forma, como una hoja de espada a la vaina, ese tiene estilo» (pp. 756-760).
En la literatura, como en la vida, es la creación o la cualidad de lo nuevo lo que define. «La inspiración no acepta más que una ley: la falta de toda ley, la independencia». 39 Una producción libre, no pautada desde fuera de su connatura, ni indicada o dictada por nadie -por sabio o enciclopédico que sea o se considere‒, ya que no es simplemente el alcance de lo «distinto» al que apelan las medianías por los atuendos con que se presenten o se le arropen en todos los cambios de vestuario con que operen. Ello genera un marasmo de confusiones ‒o pérdida de la brújula‒40 que Luxemburgo combatió y hasta ridiculizó por los absurdos discursivos en que se amparaban.
La libertad individual que es condición para la libertad de todos y el respeto a la vida del planeta en cualquiera de sus formas de existencia eran los bienes más preciados de Rosa Luxemburgo.41 Todo ese despliegue culto no era en ella una impostura para abrirse paso, escalar, legitimarse o ser aclamada por multitudes, sino que era su manera de ser en conducta, en afectos, en sus lealtades sin fronteras. Y ambas, libertad y respeto a la vida, se abren espacio en su literatura a través de la corriente de pensamiento que consideró se lo permitía,42 ya que desde su percepción le daba respuestas posibles a un mundo alcanzado por la faena de cada uno, de todos. Así pensó y lo defendió en polémicas trascendentales y con lírica contundente.
La libertad es voz recurrente en Luxemburgo, es convicción, es ella misma. Es eco de generaciones resumidas en sus palabras, cual bálsamo y fusta de lo posible por «imposible». Es eje, enigma e indefinición, por más que se quiera probar lo contrario. La libertad no es un gran relato, palabra pomposa, huera, vocinglera, sino atributo inacabado e inalcanzado ‒porque es búsqueda perenne‒, aquella que se ha reiterado, argüido y prosperado a lo largo de los anales de su conformación, la cual compone por adición la base de toda conexión humana.
Anhela la libertad sin cortapisas, sin subordinación o parcelación en esas absurdas, fatigosas y afligidas disquisiciones en que existimos y que llegan a derivar incluso entre qué es lo primario, ¿el individuo o la sociedad o viceversa? «¡Pueblo mío, tan joven, no sabes ordenar!».43 O, para mayor desamparo, ¿quién se ha de subordinar primero para el «futuro edulcorante»? «¡País mío, tan joven, no sabes definir!» Esto anula de manera prosaica toda perspectiva de convivencia social integradora y autointegradora. «¡Pueblo mío, divinamente retórico, no sabes relatar! Como la luz o la infancia aún no tienes rostro». Duele saber que no alcanzará esa libertad hasta que no se despoje de las dependencias, de las imitaciones, de los posibilismos que sus administraciones políticas han impuesto, han concertado en conciliábulos internos y externos.
En Luxemburgo la libertad, como expresión de todo su quehacer, cohesiona. Su oratoria, su ensayística polémica y sus cartas ‒narraciones de introspección‒ revelan un mundo de creación que debate y nunca se deja vencer, porque la creación es su fuego, su ánima impoluta y la crítica que cava la tumba del dogma servil.44
Cuando Jörn Schütrumpf (2011), en «Entre el amor y la ira: Rosa Luxemburgo», se refería a sus cualidades literarias, y en consecuencia personales, destacaba: «Pronto encontró la forma de expresión adecuada para su obra escrita: la polémica. A la distancia de cien años es legítimo afirmar que Rosa Luxemburgo entró en la literatura mundial como una de las polemistas más brillantes». No solo nadie en su tiempo se podía comparar con ella, «sus trabajos, escritos la mayoría como temas de actualidad, han conservado una frescura extraordinaria por su carácter esencial polémico». Lo que Kurt Tucholsky lograría para la sátira política del siglo xx, «Rosa Luxemburgo lo consiguió con una mano aparentemente más ligera, pero al fin muy disciplinada, en el campo de la discusión política» (Schütrumpf, 2011, pp. 17-18).
El proverbial lirismo de Luxemburgo es desplegado ampliamente en sus cartas, que provocan el deseo de saber más, que estrujan y sacan sonrisas, que elevan por lo humanamente sublimes, que sacuden, que dan paz, que hacen pensar. Apuntan César Danilo y Bruno Nicolau (2011):
No es de extrañar que Karl Kraus, el «guardián» de la lengua alemana, cuando lee la conmovedora carta de Rosa sobre los búfalos escriba un artículo impresionante que dice: «Toda la literatura viva de Alemania no produce lágrimas como la de esa revolucionaria judía, ni nos deja con la respiración contenida, como después de leer la descripción de la piel del búfalo: “esta fue dilacerada”.» Él considera que esa carta debía figurar, al lado de Goethe, en las enseñanzas de los estudiantes alemanes. (pp. 109-110)
En esa carta el lirismo hermana a la autora con los búfalos en la impotencia, la indefensión, el dolor y la nostalgia, porque han perdido la libertad, los han desarraigado y los han desprovisto de su humanidad. Sus torturadores, sus carceleros son gente común, gente como cualquiera de nosotros investidos del poder que le otorgan las instituciones, y las degradaciones morales a que conllevan los ambientes carcelarios en sociedades donde impera el reino de lo oficial, del absoluto.45
En esos micromundos carcelarios, como en la sociedad donde imperan las desigualdades capaces de generar círculos existenciales abismalmente diferentes, puede verse pasar la guerra ante nosotros, aun cuando ni estemos cerca de ella. La opresión y lo peor del ser humano afloran en cualquier momento y pulverizan el espíritu que encuentren, y es que «la mayoría de las deformaciones heterogéneas del alma son fenómenos de masas» (Luxemburgo, 2008, p. 356), donde confluyen todos, víctimas y victimarios, en una lid interminable en el plano individual con las indefensiones que se experimentan. «Todo un pueblo puede morir de luz como morir de peste» (Piñera, 2011, p. 37).
La carnicería se extendió en Breslau, aquel día de diciembre y muchísimos más. La sangre del búfalo y las lágrimas de Luxemburgo se mezclaron al mismo tiempo, porque las lágrimas y la sangre tienen ese don común de hermanarse en el interior y en el exterior aunque no puedan verse. Entre tanto, las presas que compartían prisión con Luxemburgo continuaron afanándose por terminar sus duras faenas -no podían hacer otra cosa‒, y la risa de un soldado continuó dilatándose mientras disfrutaba ante el espectáculo de poder, daño y sumisión que era capaz de desatar y que nadie podía detener, porque como él había voceado a quien lo amonestaba: «Nadie tiene piedad de nosotros, las personas, tampoco» (Luxemburgo, 2011, p. 69). Los holocaustos -no ha habido uno solo‒ se renuevan y la partícula humana o cualquier ser en el planeta sigue a merced de los torturadores individuales o sociales, según sea el caso. Los alaridos interiores se multiplican, se mezclan, se sienten en miradas, en roces y se escriben. El desgarramiento interior no tiene épocas ni latitudes.
Leer a Luxemburgo es un recorrido por fibras humanas que se rompen, se autorrenuevan y se autorreconstruyen, que encuentran los asideros precisos y urgentes para nunca dejar de ser. Además, los nervios esenciales de su meditar, sus ejes conectivos, afloran nítidamente por todos sus afluentes, por lo que no pueden ser alterados por mucho que lo intenten.46 De ahí que podamos comprender por qué Luxemburgo ha sido tapada, invisibilizada y hasta vilipendiada en muchas partes del mundo, incluyendo Cuba, lo que da respuesta a las múltiples interrogantes con que se inició este ensayo. Walter Jens, citado por Schütrumpf (2011), escribía:
Creo que hay pocos escritores en la historia de la literatura mundial, como es el caso de Rosa Luxemburgo, que en sus cartas hayan llevado al máximo el análisis del Yo empatándolo con una máxima exploración confiable del mundo exterior… cuya miseria social ella toca en el punto medular, al describir el sufrimiento de un búfalo rumano. El grado de humanidad en nuestra sociedad podrá medirse también, por el grado en el que honremos la herencia de Rosa Luxemburgo. (p. 64)
El amor de Luxemburgo a las plantas, a los animales, su ternura infinita que comprende, asiente y cuida, se presenta en sus cartas con una simpatía desbordante por todo lo que aún en prisión puede hacer por ellos. No hay fronteras para el cuidado del otro.47 La prisión le aporta enseñanzas. Procura hacer lo que le gusta y sus narraciones dejan de lado las opacidades que les son inseparables a esos entornos, ya que ha logrado sembrar sus «no me olvides» y otras variedades de plantas que le llevan. No es migración de sentidos, es la reconstrucción de ellos en circunstancias más aciagas, y por eso tan inverosímiles, al contrastar las descripciones reales que por momentos se deslizan en sus relatos y aquellas en las que su vista realza lo que quiere ver, compartir, lo logrado en su cantero, lo que la calma.48
No dispuso Luxemburgo de tiempo suficiente para el despliegue de sus aptitudes en la crítica literaria, pero dejó su prólogo a la obra de Vladimir Korolenko, una pieza de indudable valor en cuanto a crítica cultural marxista. Nada tiene que ver ese prólogo con bastante de lo que ha abundado en los «socialismos» aún en el poder. Su obra es crítica viviente a lo que acontece hoy en esas sociedades y en buena parte del mundo. El análisis de Luxemburgo respecto a la indolencia social, a la ausencia o pérdida de responsabilidad colectiva comparte conectores identitarios en cuanto a la supremacía del oficialismo en cualquier variante y sus secuelas a largo plazo, cuestión que explica con lujo de detalles.49
La acelerada expansión de la indiferencia -especialmente en los socialismos conocidos‒ en lugar de responsabilidad individual y social, su empoderamiento en costumbres, hábitos y en la reproducción de la vida en general y la pérdida de todo atisbo del «espíritu corrosivo, doloroso, pero a la vez creativo de la responsabilidad social» se ensamblan con las crisis de credibilidad y las desilusiones. Cuando esta situación se generaliza termina por abducir el cuerpo social, con lo cual corrobora su inherencia a cualquier sociedad donde existan desigualdades. Conjuntamente se presentan otros conectores asociados a la delegación de sus libertades civiles, de sus derechos y del poder que les compete.
Cuando las prácticas estructurales, organizativas y funcionales de cualquier país reiteran y/o imponen horizontes predeterminados, preimaginados, los ciudadanos tienden a burlarlos, a construir los propios y realizarlos aun si arriesgan su vida. En ese punto definitorio, la lucha por la existencia cotidiana se impone, y con ello se multiplican las máscaras hasta casi no ser accesible el rostro propio, aumentan de grosor los velos para huir y/o ignorar los ambientes sociales y las anteojeras que impiden la mirada lateral de los caballos se modernizan hasta virtualmente perder la noción y el sentido común del entorno.
Íntimamente vinculado al entendimiento de la crítica social en la literatura para el realce de la responsabilidad colectiva en el individuo concreto, apremia destacar que Luxemburgo no vulgariza la literatura rusa, ni ninguna otra con compromiso ideológico alguno.50 «Es necesario que debajo de las letras sangre un alma», decía Martí.51 Ese perfil de ruptura con los órdenes establecidos y sus oficialismos, sean cuales fuesen, y esa literatura que ya en ensayos o artículos polémicos por excelsitud, y en sus cartas que desbordan humanismo desde lo más interno, se ensamblan directamente con la quinta era imaginaria de Lezama Lima,52 porque con sus representantes comienza la reacción y el sacudimiento en gran escala, por sobre los resultados de sus batallas. Esa práctica crítica que penetra en las llamadas «zonas oscuras o marginales» de la sociedad jamás desaparece en la refundación del arte y la literatura al presente.53
Ni Lezama, ni Martí, ni Rosa Luxemburgo hablan de culto a la pobreza o al victimismo banal y vocinglero que tanto agobia a fuerza de repetirse, en especial en el discurso oficial y sus medios de comunicación. Esta idea se replica en «altavoces» individuales que ni siquiera saben de qué hablan, en esas desconexiones del sinsentido que alucina producidas por la recurrente falta de memoria histórica activa, actuante. El viraje literario de crítica social al que se refieren los escritores, en el que ellos mismos están insertos, aquel que amplía horizontes y se adentra en las realidades descarnadas, que desentraña valores en lo pequeño y hasta en lo desahuciado, que no voltea el rostro por lo doloroso de la escena que observa y luego recrea, que instituye nuevos arquetipos sociales no permitidos y/o aceptados por la pompa gubernamental y la moral servil es una crítica abierta al estado de cosas imperantes, al oficialismo y a toda forma de encinchar a los seres humanos en moldes preconcebidos.
Donde tales aspectos existan y persistan con «nuevos» atuendos, la crítica literaria -sin apellidos adicionales‒ tendrá que abrirse paso. Lo ha hecho a riesgo de vida al develar realidades, por lo que resonará en las letras, en cualquiera de las variantes del arte, ya que los sujetos metafóricos y las imágenes críticas participan e impulsan procesos en pos de nuevas visiones.54 Para Luxemburgo, las imágenes críticas y los sujetos metafóricos abren espacios de conocimiento profundos de las sociedades y sus necesidades.55 Las circunstancias históricas recrean y subsumen a todos sus participantes, las «bondades y maldades» tan manoseadas y casi sin asideros actúan en simbiosis y condicionan la existencia, sus desigualdades y los contradictorios entendimientos de ellas.56
Toda su literatura está impregnada de un aroma peculiar, gestado en esa capacidad de transrelacionar, de transgredir todo lo aprehendido y vivido, ya sea para explicar un problema social en sus cotidianidades más complejas desde la literatura o el arte, o para que sus imágenes tengan el nutriente humano universal que hoy conmueve y que en ella brota de manera natural en sus estallidos más profundos. La cultura que desborda le permite moverse con soltura ante cualquier libro, pintura, pieza musical o autor del que se trate. Su amor a la lectura57 casi se convierte en obsesión cuando no encuentra el libro que busca, o cuando en una fiesta llega a sus manos algo nuevo. Compartir criterios sobre lo que lee, escucha o ha alcanzado a ver es un apremio constante, en especial si lo hace del brazo de amigos o amores. Aflora la crítica puntual, con un gusto que sin ser refinado es preciso, en especial en la justeza de lo que entiende por arte.58
La literatura en Luxemburgo es modo de ser, que siempre pulsa e impele a pensar, a actuar. Es cauce por donde corre aceleradamente, es «río, que se está yendo siempre… ¡Y no se va!» (Loynaz, 2002a, p. 77). Ella persevera sin despojarse de sus dudas, que al final la fortalecen, porque es humana en ese fluir y confluir de la diversidad existencial. Ya en los transcursos amorosos, de amistades o faenas revolucionarias ‒que hay que saber leer, nunca seleccionar‒, las dudas, inseguridades y reflexividad extrema están en ella,59 en su congoja, en su propia fuerza para que no fuesen percibidas. Así se sobrepone, las vence y rara vez las confesaba a sus entrañables.60
En la literatura su existencia y su obrar toman cuerpo, encontraron su propia entidad universal. Solo un miope al analizar su epistolario se detiene en momentos ya de pleno amor u ofuscamiento, para tildarla de soberbia, manipuladora o dulzona. En la totalidad de sus escritos -no desmembrados‒ encontramos el epítome de «cuando la ola viene impetuosa sobre la roca… ¿La acaricia o la golpea?» (Loynaz, 2002a, p. 57), que reta para no caer en esos baladíes absurdos. Por eso no es posible fragmentar su legado, cercenarlo indiscriminadamente para entenderlo. Esos procesos disociadores han constituido el cisma de su entendimiento. Solo desde una perspectiva que unifique y transrelacione podemos alcanzar proximidades, pues siempre será enigma a descifrar. A fin de cuentas, en lo humano y lo divino «el agua del río va huyendo de sí misma. Tiene miedo de su eternidad» (Loynaz, 2002a, p. 86).
Su vida y lo que ha acontecido hasta hoy con su legado hacen pensar que no hace falta una bala para quebrar la presencia -aunque la asesinaran. La sensación de inexistencia es más perspicaz en ese desmembramiento de la mente, por sobre la de los propios cuerpos quebrantados. Ella fue y es la intrusa, la incómoda, la hereje. No sabemos si sus afanes científicos y libertarios alguna vez tomen cuerpo, tengan vida. Lo que sí sabemos es que «nos despiertan, inspiran y liberan» (Luxemburgo, 2008, p. 352).
El legado de Luxemburgo deambula por el mundo más vital que nunca. Por eso se escribe este ensayo en el centenario de su asesinato, para que sus palabras lleguen a los más, a los que se les ha privado su conocimiento. Solo entonces sus mensajes libertarios sin mandarse llegan a viva voz.