INTRODUCCIÓN
Con el propósito de encontrar metodologías dirigidas a evaluar los sistemas de producción, la sustentabilidad de los sistemas agroproductivos ha sido un tema muy debatido por el movimiento agroecológico mundial en las últimas décadas (Leyva-Galán, y Lores-Pérez, 2012; Sarandón y Flores, 2019; Flores y Sarandón, 2015). No obstante, la búsqueda del acercamiento hacia el desarrollo agrario sustentable presenta restricciones, inherentes a la propia multidimensionalidad del concepto (económicas, ecológicas y socioculturales).
Los sistemas sustentables podrían contribuir además, a superar algunas de las limitaciones relacionadas con el desarrollo rural, a partir de la apuesta por modelos agroalimentarios basados en la agroecología y la soberanía alimentaria. De acuerdo con las teorías de desarrollo, defendidas por Shejtman y Berdegué (2004) y Alburquerque-Tur (2016), el desarrollo sustentable (rural, local y territorial) es un proceso de transformación productiva e institucional en un espacio rural determinado, cuyo fin es reducir la pobreza rural, y en el que la transformación productiva permite articular, de manera competitiva y sustentable, la economía del territorio a mercados dinámicos.
A partir de lo anterior, el objetivo del presente trabajo fue reflexionar acerca de la importancia de la sustentabilidad de los sistemas agroproductivos y de su contribución al desarrollo local en Cuba, desde un enfoque económico, ecológico y sociocultural.
MATERIALES Y MÉTODOS
El presente estudio es de tipo exploratorio, analítico y descriptivo. Se consultó y analizó literatura especializada en sistemas sostenibles, agroecología y programas de desarrollo en contextos locales, con la intención de conocer acerca del estado de arte del objeto de estudio, y concretar definiciones y estrategias necesarias para implementar sistemas sustentables en el marco de los programas agropecuarios.
Sistemas sostenibles y sustentables
Los términos sostenible y sustentable, desarrollo sostenible y desarrollo sustentable o sostenibilidad y sustentabilidad se utilizan de manera indistinta, a partir del término sustainability. Se pueden encontrar artículos científicos que traducen sustainability como sostenibilidad y, a su vez, otros que lo transcriben como sustentabilidad, incluso cuando la referencia citada es la misma. Méndez (2012) señala que sostenibilidad como sustentabilidad no presentan mayor diferenciación con respecto a su aplicación al desarrollo. Según Cortés-Mura y Peña-Reyes (2015), la diferencia entre estos dos términos es una cuestión que obedece al léxico o a la ubicación geográfica.
El Diccionario de la Lengua Española, obra de referencia de la Real Academia Española, define el adjetivo sustentable, al que considera sinónimo de sostenible, como “lo que se puede sustentar o defender con razones”. De sostenible dice: 1) “que se puede sostener”, 2) “especialmente en ecología y economía, que se puede mantener durante largo tiempo sin agotar los recursos o causar grave daño al medio ambiente”. Las palabras sostenible y sustentable son adjetivos verbales, que derivan de sendos verbos (sostener y sustentar), y entiende también que son sinónimos (RAE, 2014).
No obstante a lo anterior, estos conceptos han sido muy discutidos. Se podría decir, incluso, que en los años setenta comenzó este debate a partir del concepto de desarrollo humano, y de su relación con los aspectos económicos, productivos y de consumo y, sobre todo, a partir de la vinculación antagónica de crecimiento económico y uso de los recursos naturales, temas discutidos en las reuniones preparatorias a la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano (CNUMAH), realizada en Estocolmo, Suecia, en 1972.
En 1980, la estrategia mundial para la conservación, preparada por la Unión para la Conservación de la Naturaleza y de los Recursos Naturales (UICN), identifica la presión demográfica, la inequidad social y los términos del comercio como las causas principales de la pobreza y la destrucción de los hábitats. Esta organización convoca a una nueva estrategia internacional de desarrollo para reajustar las inequidades mediante la aplicación de una economía más dinámica y estable a nivel internacional, que estimule el crecimiento económico y se oponga a los peores impactos de la pobreza. Esta estrategia de conservación puntualizaba en la sustentabilidad en términos ecológicos, pero con muy poco énfasis en el desarrollo económico, y contemplaba tres prioridades: el mantenimiento de los procesos ecológicos, el uso sostenible de los recursos y la preservación de la diversidad genética.
Posteriormente, en 1983, la ONU creó la Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo. El grupo de trabajo creado a tales efectos, conocido como Comisión Brundtland,1 inició diversos estudios, debates y audiencias públicas en los cinco continentes durante casi tres años. Estos eventos culminaron en abril de 1987, con la publicación del documento llamado Nuestro futuro común o Informe Brundtland (Boada y Toledo, 2003; López-Pardo, 2015).
Este informe plantea una definición de desarrollo sostenible que quizás sea más difundida y aceptada. Lo conceptualiza como el desarrollo que satisface las necesidades presentes, sin comprometer las posibilidades de las generaciones del futuro para atender sus propias necesidades (López-Ricalde et al., 2005). Al respecto, Martínez-Castillo y Martínez-Chaves (2016), a modo de crítica, reconsideran algunos aspectos de este concepto:
Propone mantener el modelo de crecimiento económico “ajustando” los parámetros para permitir su continuidad en el tiempo, pero deja intacta y fuera de debate las principales bases del modelo de producción depredador que, reconoce, lleva al planeta a la debacle. Es decir, detecta un problema, pero no lo comprende (relación causa-efecto).
A su vez, esquiva el debate sobre los aspectos socioeconómicos y las consecuencias de este modelo económico, como la generación creciente de la brecha entre ricos y pobres.
El uso indiscriminado del término sostenible ha generado, además, un agotamiento de su acepción inicial. Hoy en día, con la influencia del marketing futurista, todo es sostenible, por lo que este término goza de buena aceptación social, y está muy relacionado con todo aquello que perdura en el tiempo. En tanto, el desarrollo sustentable se ha convertido en un concepto aceptado mundialmente para guiar las interacciones entre la naturaleza y la sociedad, con el fin de dominar las variaciones locales y globales, como el cambio climático, la inequidad social, la pobreza, la pérdida de biodiversidad, la sobrepoblación y la falta de recursos. En este sentido, se hace un llamado a modificar este paradigma en todos los niveles (Disterheft et al., 2013; Zarta-Ávila, 2018).
La sustentabilidad se puede entender como un paradigma para pensar en un futuro en el que las consideraciones ambientales, sociales y económicas se equilibren en la búsqueda del desarrollo y de una mejor calidad de vida. Cortés-Mura y Peña-Reyes (2015) enfatizan en que el concepto de desarrollo sustentable debe tener bases éticas, como la justicia y la equidad intergeneracional o la preocupación ecocéntrica por la preservación de la diversidad biológica.
En la actualidad se desarrollan estrategias para transitar hacia un modelo de producción sostenible, basado en el aprovechamiento de la biodiversidad y la disminución de la huella de carbono. En este sentido, la bioeconomía podría contribuir a la transición de un modelo basado en el uso intensivo de combustibles fósiles hacia otro que dé prioridad a las actividades económicas en torno a la biodiversidad, es decir, a la producción de bienes y servicios eficientes y sostenibles, a partir de los recursos biológicos y genéticos con alto valor agregado (CEPAL, 2015; Mercado-Ramos, 2017; Lombeyda-Miño, 2020).
Bioeconomía
La bioeconomía provee las bases para lograr sistemas de producción y utilización de recursos naturales de manera más sostenible. Inicialmente, Georgescu-Roegen (1975) conceptualizó este término para destacar el origen biológico de los procesos económicos y, a partir de ello, poner de relieve los problemas que le plantea a la humanidad, al depender de una cantidad limitada de recursos utilizables, que se encuentran distribuidos de manera desigual.
La bioeconomía se define como la producción, utilización y conservación de recursos biológicos, incluidos los conocimientos, la ciencia, tecnología e innovación, relacionados entre sí para proporcionar información, productos, procesos y servicios en todos los sectores económicos, con el propósito de avanzar hacia una economía sostenible (Rodríguez et al., 2019). Es por ello que se entiende como un proceso de transformación social, dinámico y complejo, que exige una perspectiva de política a largo plazo. Cada país puede definir su bioeconomía en función de sus realidades, de sus capacidades nacionales y de sus elementos programáticos.
Existen varias definiciones de bioeconomía, en dependencia de cada país o región. En la Unión Europea (UE) se define como la producción de recursos biológicos renovables y la conversión de estos recursos y los flujos de residuos en productos de valor añadido, como alimentos, piensos, productos de base biológica y bioenergía (European Comission, 2012). La UE fue la primera en promover este término como una oportunidad para desarrollar la biotecnología y para reemplazar el uso de derivados fósiles por recursos de base biológica (Birner, 2018).
Desde la Cumbre Global de Bioeconomía (GBS) en el 2015, este término se ha vuelto más común en los documentos de políticas y estrategias a nivel mundial, pero con definiciones diferentes (Rodríguez et al., 2019).
En paralelo, surgen nuevos términos y conceptos más amplios. En la UE, se están explorando las sinergias entre los conceptos de bioeconomía y economía circular. Varios documentos sobre políticas de bioeconomía de los países europeos se refieren a bioeconomía sostenible y circular. En los países anglosajones, relacionan la bioeconomía con los conceptos de innovación de alta tecnología, como la biología sintética, la digitalización y la manufactura avanzada. Mientras, en los Estados Unidos, se hace referencia a la industrialización de la biología, y en Alemania surge biologización de la economía o transformación biológica de la industria en documentos clave sobre políticas de innovación.
La bioeconomía tiene, además, cierta relación con la teoría del decrecimiento,2 como fundamento para una producción equilibrada en un mundo donde los recursos son finitos y los procesos económicos son entrópicos. Es decir, donde no se crea ni se consumen materiales o energía, sino se transforman (Georgescu-Roegen, 1971).
Es notable la similitud entre el concepto de bioeconomía descrito por Georgescu-Roegen (1975) y la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, por lo que se pudiera afirmar que esta última comprende la esencia de dicho concepto y, por lo tanto, es intrínsecamente bioeconómica (tabla 1).
Uno de los pilares para el desarrollo de la bioeconomía es la agricultura y, por ende, se debe dirigir a mejorar la producción agrícola para optimizar el suministro de alimentos destinados a las personas con escasos recursos y, al mismo tiempo, potenciar la seguridad alimentaria desde las zonas rurales (Trigo et al., 2014). Las prácticas agroecológicas cumplen con ese objetivo, al proveer alimentos sanos y ecológicamente equilibrados con el medio ambiente.
Agroecología
Según criterios de Roque-Jaime et al. (2016), la agroecología es una práctica milenaria que defiende producir en armonía con la naturaleza, con el rescate de las prácticas tradicionales y la sabiduría campesina. Se devuelve así al campesino la función principal en la producción agrícola, lo que garantiza la sostenibilidad de los sistemas agropecuarios.
Para Altieri et al. (2009), la agroecología va más allá de una mirada unidimensional de los agroecosistemas, de su genética, agronomía, edafología y otras. Abarca un entendimiento de los niveles ecológicos y sociales de la coevolución, la estructura y el funcionamiento de los agroecosistemas. Asimismo, estos autores refieren que dichos sistemas son sanos y productivos cuando prevalece un equilibrio y un buen crecimiento; cuando las plantas de los cultivos son capaces de tolerar el estrés y la adversidad.
Vázquez-Moreno (2015) señala que la agroecología entrega las pautas para un manejo cuidadoso de los agroecosistemas, sin provocar daños innecesarios o irreparables, simultáneamente con el esfuerzo por combatir las plagas, las enfermedades o las deficiencias del suelo. El agroecólogo lucha por devolver al agroecosistema su elasticidad y fuerza mediante procesos de innovación, basados en los principios agroecológicos (Altieri y Nicholls, 2013; Nicholls et al., 2017a; 2017b), lo que permite lograr formas tecnológicas contextuales que contribuyan a la producción agropecuaria sostenible, la soberanía y la resiliencia ante eventos extremos (Santiago-Vera et al., 2018).
No obstante a lo anterior, como asevera Funes-Monzote (2018), es de vital importancia el complemento social que se les relaciona, como garantía real del desarrollo de las fincas familiares agroecológicas y la continuidad de una cultura que se puede adquirir, mantener y enriquecer en ellas (Casimiro, 2016a).
La agroecología, como discurso científico o como aplicación a modelos de desarrollo, enlaza lo ecológico con las formas de vida, lo que necesariamente la asocia a objetivos de transformación social. A ella se vincula un conjunto de términos que determina su caracterización como una ciencia sólida y de amplia base científica, que se nutre de diversas ramas, como las ciencias agropecuarias (ciencia del suelo, microbiología, fisiología vegetal, entomología, patología, agronomía, nutrición vegetal y animal, zootecnia, veterinaria, entre otras), las naturales (botánica, herbología, química, física, matemática, astronomía, ciencias cósmicas, entre otras), las ciencias ecológicas y ambientales (ecología, agroecosistemas, climatología, agrometeorología, entre otras) y las sociales, económicas y políticas (sociología, economía, historia ambiental, entre otras).
En resumen, la agroecología es la propuesta científica, tecnológica y social para lograr una agricultura sostenible (Vázquez-Moreno, 2015; Funes-Monzote, 2018). Plantea principios agroecológicos básicos (Nicholls et al., 2017) acerca de cómo estudiar, diseñar y manejar agroecosistemas que sean productivos (Bover-Felices y Suárez-Hernández, 2020) y, a su vez, conservadores de los recursos naturales; que sean, además, culturalmente sensibles y sociales, y viables desde el punto de vista socioeconómico.
Desde la visión de la agroecología, la sustentabilidad es un proceso, que tiene como atributo la introducción de valores ambientales en las prácticas agrícolas. Desde los principios de la agroecología, se pretende elaborar propuestas de acción colectiva mediante las cuales los actores sociales pueden sustituir el modelo actual de desarrollo por otro que apunte hacia una agricultura ecológicamente apropiada, socialmente justa y ecológicamente viable (Flores y Sarandón, 2015).
Surgimiento del movimiento agroecológico en el contexto cubano
En Cuba, el período especial fue una etapa de privación, pero también fue un período de innovación en la agricultura sostenible y en la reorganización de la producción para obtener alimentos de una forma más autónoma. La transición hacia una agricultura agroecológica representó un reto enorme para los técnicos y agricultores, que estaban habituados a producir con un enfoque de altos insumos, y no reconocían la posibilidad de la agricultura sostenible o de bajos insumos para solucionar la alimentación de la población (Funes-Aguilar, 2016; 2017; Nova, 2019).
Cuba, en medio de esa crisis, ofreció un ejemplo. Mostró el camino hacia procesos necesarios de transformación social y productiva (Machín-Sosa et al., 2011; Rosset, 2016). La manera en que el país hizo frente a una crisis profunda con el movimiento agroecológico de campesino a campesino (MACAC) ofreció abundantes lecciones a otros países y organizaciones que también buscan salida a situaciones en las que se encuentran sus bases campesinas.
Otro avance metodológico de este período fue la clasificación de las fincas (fincas iniciadas, en transición y agroecológica) para estimular moralmente a la familia productora, y también para inducir a la emulación por parte de otros campesinos (Machín-Sosa et al., 2011; 2017). Esta clasificación tiene como principio calificar las fincas según el grado de transformación agroecológica. El productor o la familia, que alcanza el nivel máximo de integración agroecológica, siente gran satisfacción y gana el respeto (y emulación) de su comunidad y cooperativa.
Las características participativas que ofrecen el MACAC y la tradición y hábitos de la ANAP permitieron una transición agroecológica a una escala superior, a pesar de que varios elementos de la agroecología ya se estaban practicando, en mayor o menor escala. El MACAC generalizó su diseminación, logró dinamizar la transmisión horizontal, la socialización del conocimiento y las buenas prácticas de unos campesinos a otros (Casimiro, 2016b).
Las familias campesinas, vinculadas en su mayoría a este movimiento, mantienen, por lo general, prácticas tradicionales, poseen cultura agrícola, y son el modelo de producción agropecuaria más productivo y eficiente (Machín-Sosa et al., 2010; Triana, 2020a; 2020b; 2020c). En Cuba, en 2011, estas familias produjeron más de 65 % de los alimentos, con solo 25 % de la tierra. Alcanzaron rendimientos por hectárea suficientes para alimentar entre 15 y 20 personas por año, con eficiencia energética de no menos de 15:1 (Funes-Monzote, 2009; Rosset et al., 2011; Casimiro, 2016a).
La agroecología significó una alternativa entre las diversas soluciones que permitieron que la nación cubana superara las etapas de crisis. Las condiciones desfavorables en las que ha vivido Cuba han obligado a los campesinos a asumir una función cada vez más activa en la búsqueda e implementación de soluciones, relacionadas en general con propuestas de desarrollo sostenible.
Situación actual de la agricultura en Cuba
En Cuba, como parte del proceso de actualización del modelo económico y social de desarrollo,3 se ha puesto en marcha un conjunto de transformaciones decisivas para la sostenibilidad y prosperidad de la nación. Todo ello en amplia coherencia con los objetivos y metas de la Agenda 2030 (Bárcena, 2015).
Esta agenda plantea, en su segundo objetivo, poner fin al hambre, lograr la seguridad alimentaria, mejorar la nutrición y promover la agricultura sostenible (Bárcena, 2015). Para ello, se pretende impulsar en toda la cadena productiva la aplicación de una gestión integrada de ciencia, tecnología, innovación y medio ambiente, orientada al incremento de la producción de alimentos y la salud animal, lo que incluye el perfeccionamiento de los servicios a los productores.
Es necesario señalar que el Estado cubano siempre ha establecido prioridad en la protección del medio ambiente, y así se manifiesta en la Constitución de la República, con el desarrollo de normas legales, tales como la Ley de Medio Ambiente y el Decreto 179 sobre la protección, uso y conservación de los suelos. A esto se une el desarrollo de programas nacionales, que directa o indirectamente promueven la protección del suelo, entre los que se encuentran el Programa Nacional de Conservación y Mejoramiento de los Suelos (PNMCS), el Programa Nacional de Desarrollo Forestal, el Programa de Acción Nacional de Lucha contra la Desertificación y la Sequía, entre otros. A través de estos proyectos se han promovido e implementado prácticas que protegen los recursos naturales y su uso sostenible (Riverol y Aguilar, 2015).
Para la implementación de estas prácticas es imprescindible emprender transformaciones con la confluencia de diversos actores económicos que viabilicen acciones que contribuyan al incremento de la producción agropecuaria.
Lo antes expuesto pone de manifiesto, entre otras cuestiones, que al asumir el desafío del cambio social y las transformaciones técnico-materiales se requiere del protagonismo y la concertación de los actores locales (González-Díaz et al., 2013), quienes deben implementar una gestión que promueva la participación social, que considere las percepciones de los actores para movilizar las potencialidades individuales y colectivas, que condicione avances hacia la prosperidad y facilite la comprensión sobre los aspectos relacionados con la subjetividad humana; debe además, superar la visión económico-productivista y privilegiar a las personas en los análisis y en los proyectos, a partir de la protección de los recursos naturales y el medio ambiente (Suset-Pérez et al., 2017).
Según Miranda-Tortoló et al. (2018), los municipios poseen recursos y capacidades poco utilizadas que pueden generar beneficios a la población. Sin embargo, la necesidad imprescindible de hacer un uso eficiente y pertinente de los mismos genera la necesidad de aplicar nuevos conceptos y valores que conduzcan a un cambio de mentalidad en todos los actores, para que se desencadene la iniciativa innovadora del sector estatal como del privado.
En la actualidad, los municipios tienen el desafío de elaborar un programa efectivo de desarrollo (Machado et al., 2007). Deben saber cómo diseñar y aplicar sistemas de gestión, capaces de fomentar y conciliar los tres grandes objetivos que, en teoría, llevarían al desarrollo sustentable: el crecimiento económico, la equidad (social, económica y ambiental) y la sustentabilidad ambiental.
Para la conservación de los recursos y la recuperación de los saberes en función del desarrollo es importante considerar la agroecología. Esta plantea que no existe desarrollo rural si no está basado en la implementación de sistemas agrícolas que preserven los recursos naturales, y en su articulación permanente con el sistema sociocultural local.
Amplio es el debate sobre el concepto de desarrollo rural o local, generado desde la agroecología, como base teórica y práctica de la sustentabilidad de los sistemas productivos locales. Este concepto se basa en el descubrimiento, sistematización, análisis y potenciación de los elementos y conocimientos locales (Pomar-León et al., 2016) para diseñar por medio de ellos, de forma participativa, esquemas de desarrollo definidos por la propia identidad local del etnoecosistema concreto en que se encuentre (Velarde y Marasas, 2017).
En Cuba se desarrollan experiencias exitosas en cuanto al desarrollo local sustentable. Evidencia de ello son los resultados a partir del Sistema de Innovación Agropecuaria Local (SIAL), que tiene como propuesta metodológica el Programa de Innovación Agrícola Local (PIAL), dirigido por el Instituto Nacional de Ciencias Agrícolas (INCA) de Cuba y financiado por la Agencia Suiza para la Cooperación y el Desarrollo (COSUDE). Este programa pretende articular actores, a escala territorial, en función de fortalecer los sistemas locales de innovación agrícola, con la generación de diversidad genética y tecnologías aplicables a estas áreas (Miranda et al., 2015; Oropesa-Casanova, 2019). Recientemente, también se aprobó el Plan de Soberanía Alimentaria y Educación Nutricional (SAN), que propone la Agroecología como base teórica y práctica, y cuya política nacional también está en proceso de elaboración.
CONSIDERACIONES FINALES
En las condiciones de Cuba sería pertinente establecer estrategias de desarrollo local para lograr mejorar la calidad de vida de las personas y conservar el medio ambiente, desde un enfoque agroecológico y sustentable. Estas acciones tienen que salvaguardar los recursos naturales de las generaciones presentes y futuras, así como ser resiliente ante el cambio climático.