INTRODUCCIÓN
En Cuba la insuficiencia alimentaria es un problema estructural, resultado del desarrollo típico del capitalismo en la Isla, en una economía de plantación. Doscientos años de pensamiento económico no fueron suficientes para que se resolviera dicha problemática, profundizada posteriormente por el neocolonialismo. La orientación exportadora de la agricultura cubana, durante el período revolucionario, se basó en un modelo de ventajas comparativas que limitó, en larga duración, la soberanía alimentaria. A causa de la gran cantidad de materias primas requeridas y de la necesidad de alimentar a la población y a la masa ganadera, persistió la dependencia económica y financiera del exterior.
Escuchamos a menudo referencias a las dificultades que limitan el desarrollo de las fuerzas productivas en la agricultura e inciden en la producción de alimentos. Una de las preguntas que se desprende de la afirmación anterior es: ¿Realmente se están estudiando las principales contradicciones para el desarrollo de las fuerzas productivas, o las investigaciones versan sobre una serie de problemas que están incluidos en ellas, pero que son apenas una ínfima parte de su contenido?
Esta problemática en su perspectiva histórica nos induce a considerar que no basta con valorar el desarrollo agrícola, como elemento central del desarrollo, sino también que existen otros componentes a tener en cuenta, aristas que brindan una visión mucho más totalizadora de la cuestión del campo. Para tales efectos, en este artículo se propone avanzar en una visión que considere la relación dialéctica entre los problemas económicos, productivos y sociales en el marco del desarrollo rural.
DESARROLLO
El modelo agroexportador en la Cuba de la Revolución fue un componente fundamental para encauzar el desarrollo económico y social del país. Su implementación posibilitó la creación de una amplia infraestructura de todo tipo. Además, requirió de formación de recursos humanos para su impulso e incidió positivamente en el campo. Nuevas empresas agrícolas e industriales, cooperativas y carreteras fueron el resultado más importante de esta transformación y el discreto grado de diversificación de las producciones tuvo un impacto positivo en el desarrollo social.
Los procesos de dislocación producidos por las nuevas empresas dieron lugar a fenómenos de movilidad social, construcción de nuevas comunidades y mejoramiento de las condiciones de vida. Además, contribuyeron a la electrificación, mayor acceso a servicios de transporte, educación y salud. A ello se une la construcción de nuevas viviendas y el consumo de una gama de productos industriales, como radio, televisión, refrigeradores, batidoras, planchas eléctricas, lavadoras, etc. Estos fueron ingresando lenta, pero sostenidamente, en el campo cubano (Castro, 1990). Lo que fue una quimera de la clase media en Cuba durante la década del cincuenta comenzó a llegar a la mayoría de la población rural a partir de los años setenta. Aunque tal transformación atenuó la diferenciación social resultante del neocolonialismo, no la disminuyó ostensiblemente. Una parte considerable de la población rural emigró a la ciudad, sus hijos estudiaron en las nuevas escuelas y las universidades desarrollaron un proceso que transformó el entorno rural. El auge del turismo en los años noventa también marcó este hecho. Además, el proceso de universalización de la enseñanza de nivel superior en el marco de la Batalla de Ideas homogenizó un modelo de formación profesional que pasó por alto los requerimientos específicos de las zonas rurales.
Ese proceso de descampesinización se acentuó desde la crisis de los años noventa influido también por una transformación en el patrón de acumulación del capitalismo y los resultados nefastos para Cuba del derrumbe del socialismo histórico. Los procesos migratorios no fueron solo a la ciudad, sino también al exterior. Como respuesta a la crisis, se desarrolló una estrategia para salvar la Revolución y las conquistas del socialismo: el denominado Período Especial (Castro, 1990). En ese escenario se empezaron a tomar medidas novedosas, entre las que destacan la entrega de tierras en usufructo y la liberación del mercado.
Sin embargo, sobre la política agraria siguieron gravitando hasta hoy estigmas no superados por la dirigencia política, como considerar justo únicamente lo que proviene del Estado. A ello habría que añadir que los indicadores sociales de salud y educación y acceso a servicios básicos en general se deterioraron especialmente en el sector agrícola y la población rural (Hidalgo, 2020). Un ejemplo de ello es que, en términos de construcción de vivienda, salvo las realizadas como efecto de acciones para enfrentar los resultados de catástrofes naturales, no se ha diseñado un plan específico para el área rural.
La gravedad del problema y su solución pasa por desentrañar, correctamente, la gravitación existente entre desarrollo agrícola y desarrollo rural. Urge una estrategia de desarrollo equilibrada que atienda los requerimientos de la economía agrícola y, a su vez, los problemas sociales, la sostenibilidad de la producción, la reproducción digna de la vida y el progreso en el medio rural.
Durante varias décadas el mero hecho de mencionar la palabra rural o vincularla a un entorno que de alguna forma diera a entender una relación con ella creaba un espectro que se movía bajo los preceptos de que las actividades que se desarrollaban en este sector eran atrasadas, poco eficientes y realizadas por personas con un bajo nivel cultural. En función de ello comenzó a surgir una serie de modelos que perseguía otorgarle el toque de modernización al atrasado sector rural y garantizar la transferencia de tecnología o la llamada Revolución Verde.
Históricamente un porcentaje bastante alto de las personas que se involucraban con lo rural en cualquiera de sus aspectos trabajaron, y aún lo siguen haciendo, bajo estos preceptos con enfoque productivista. Sin embargo, las expectativas que se crearon de solución de los problemas del campo, con la implementación de diferentes programas y políticas, no cumplieron con los objetivos para los que inicialmente fueron implementadas. A ello se podría añadir su sostenibilidad, siempre cuestionada.
En este sentido, habría que prestar atención a las ideas que se debaten en nuestra región. La visión de la Comisión Económica para América Latina y El Caribe (CEPAL) sobre el desarrollo agrícola y rural reconoce la interrelación existente entre los elementos tecnoproductivos y sociales (Medina, 2014). Esto se contrapone a la postura neoliberal del Banco Mundial, asociada casi exclusivamente a la pobreza rural (Food and Agroculture Organization of The United Natios [FAO], 2002). En Cuba algunos trabajos recientes abordan la incidencia de la producción de alimentos en la reproducción de la sociedad y se centran en la influencia que tiene esta sobre el desarrollo socioeconómico. Esas investigaciones contribuyen a una mejor comprensión del desarrollo rural (García, 2020).
Aunque los estudios rurales tengan larga data, solo en la contemporaneidad es donde aparece un concepto más integral del desarrollo rural con una dimensión socioeconómica. Autores como Pachón (2007), coinciden en que, si se analiza este fenómeno en América Latina, hay que tener en cuenta elementos como el analfabetismo y el no incremento de los niveles de ingresos de los productores rurales, puesto que, en la medida en que aumentan los niveles de producción, se incrementan los costos de insumos y factores productivos. Además, la educación para los niños del sector rural es cada vez de menor calidad, la violencia y los movimientos migratorios forzados siguen en aumento, la concentración de la tierra avanza y cada vez crece más el latifundio.
Por otra parte, en esta región la importancia en términos de participación electoral del campesinado año tras año es menor, lo cual genera que el reconocimiento que anteriormente se le otorgaba ya no exista. En el ámbito económico destaca la incapacidad de los campesinos para insertarse en los mercados de la forma adecuada y seguir las actuales tendencias comerciales internacionales que van en desmedro del cada vez más golpeado sector rural. Algunos de estos problemas para el caso cubano se tipifican y se interseccionan con los problemas de clase, género, racialidad, territorio, entre otros, que le brindan una fisionomía particular.
Lo anterior evidencia la urgente necesidad de revalorar la vida en el campo y todas las actividades que allí se realizan, en pos de establecer una estrategia de desarrollo rural. Sin embargo, no es una tarea que pueda concretarse en el corto plazo y amerita un profundo estudio para desentrañar correctamente los fundamentos de la política. Solo así se podrá avanzar en una agenda para el desarrollo integral de los territorios rurales, no prevista hoy en los programas ramales de ciencia y técnica del Ministerio de la Agricultura (Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medioambiente de Cuba [CITMA] y Ministerio de la Agricultura [MINAG], 2021), y vagamente enunciadas en el programa de esta índole para el desarrollo local (CITMA y Ministerio de Economía y Planificación [MEP], 2020).
Relaciones de propiedad y relaciones de producción
A continuación ordenaremos una serie de ideas en forma tweets para no desentonar con los tiempos que corren y hacer más simple el proceso de comprensión de una problemática caracterizada por su extrema complejidad.
La empresa estatal socialista, identificada como la forma principal de propiedad y gestión en nuestro modelo económico (PCC, 2016), en el sector de la agricultura se ha caracterizado por la baja productividad del trabajo, expresada en bajos niveles de producción y en la incapacidad de reproducir las relaciones socialistas en dicha rama. Se originó a partir de la yuxtaposición del modelo de plantación capitalista con base en un monopolio ineficiente por naturaleza, al que se agregó en un entorno de nuevas relaciones de propiedad la copia de modelos foráneos propios del socialismo histórico y se heredó la ineficiencia característica de ambos modelos. La solución a esta contradicción pasa por una política descolonizadora, que supere el modelo de plantación y, a su vez, la visión reduccionista de considerar socialista lo únicamente relacionado con el Estado.
Las empresas estatales se basan en un modelo organizacional típico de los monopolios capitalistas con todas sus implicaciones, tanto económicas, políticas como sociales. Generan una enorme estructura administrativa que reproduce funciones ministeriales. En los últimos años se ha transformado una parte importante de ellas en comercializadoras parasitarias, con un impacto enorme en el control y distribución de los insumos y otros privilegios. . De esta manera, estas gravitan negativamente sobre la base productiva conformada por cooperativas de todo tipo. Cada vez es menor la participación de empresas productivas estales; las más eficientes pertenecen al Ministerio de las Fuerzas Armadas, al Ministerio del Interior u otros, y no son significativas para el agregado socioeconómico, pero sí muy necesarias para sus instituciones por su tipicidad. La agricultura socialista puede prescindir de esta enorme carga burocrática; sus mejores cuadros pudieran formar parte de departamentos del ministerio y de la dirección de una base productiva con asiento en formas de economía popular y solidaria, más a tono con nuestra región (Díaz y Plaza, 2018).
Las cooperativas socialistas y las conformadas por los propietarios privados y más recientemente por usufructuarios no gozan plenamente del disfrute de sus derechos de propiedad. Son objeto de una regulación excesiva, falta de mercados de aprovisionamiento de insumos, carencia de un manejo científico de precios que se asiente en la renta del suelo, tanto absoluta como diferencial. Lo anterior se traduce en una pérdida de incentivos a la producción que provoca que los productores se dediquen a aquellas actividades más rentables, asociadas, por lo general, al mercado informal.
El obrero agrícola estatal, los jornaleros privados, los trabajadores de la comercialización, entre otros del entorno rural, son los más explotados en todas las formas de propiedad y gestión, entre las que se incluye la estatal. Esta se caracteriza por formas de contratación y pago precapitalistas, a destajo o en especie en muchos casos. Así, se les sustrae a los trabajadores, de forma permanente, un excedente económico que compensa las pérdidas por ineficiencia y transforma el fondo de consumo en fondo de acumulación. El hecho de que el jornal agrícola puede ser mucho mayor que el de otros sectores no asegura una existencia digna. En efecto, la realización de la propiedad del trabajo se efectúa en condiciones de atraso relativo, desabastecimiento de productos alimenticios, industriales y otros que dificultan la reproducción de la fuerza de trabajo. Una política agropecuaria integral pasa por la dignificación del trabajador agrícola, sometido hoy a relaciones de producción capitalistas injertadas en la nueva sociedad, que hacen fluctuante la fuerza de trabajo, caracterizada, además, por el subempleo, entre otros problemas sociales.
Una política de autoabastecimiento local es muy loable, pero no debe descansar únicamente en una producción local, tanto desde el lado de la oferta como de la demanda. Una visión de autarquía afectaría el consumo por la insuficiencia o no diversidad de alimentos propios, y también limitaría la realización de las mercancías agrícolas producidas por productores de la localidad, en los casos que excedan la demanda local. La visión de producción agrícola local concebida a ultranza frena el desarrollo de las fuerzas productivas, en tanto las condiciones naturales no son iguales para todos. En la producción agrícola concomitan fenómenos de orden económico que tienen una base objetiva muy difícil de transformar en las condiciones actuales; la fertilidad natural del suelo es el elemento central para la producción agrícola, determina el tipo de especialización de la producción, base misma de la división social del trabajo. Es muy loable buscar la soberanía y la seguridad alimentaria, pero ello no puede descansar únicamente en la productividad del municipio. Tres siglos de economía de plantación han incidido negativamente sobre la fertilidad del suelo, a lo que se une la tipicidad de estos; ello los hace más aptos para un tipo de producción con relación a otras.
El autoabastecimiento debe descansar en relaciones de producción que se basen en las sinergias de los territorios, la creación de redes, cadenas de valor y formas de economía popular que pongan en contacto distintos actores -además de los propios del municipio- con otros a nivel territorial, nacional e incluso internacional, en un nuevo modelo de integración productiva. Esto conlleva nuevas formas de regulación e integración, distintas a las existentes. Dentro de estas pudiera ser considerada una contratación por responsabilidad social en desmedro de una por productos.
Los resultados científicos de las ciencias agropecuarias no se socializan de la misma forma dentro de todas las formas de gestión y de propiedad. Se necesita de un proceso de difusión de la ciencia distinto al actual. En este sentido, es muy importante un trabajo cada vez más mancomunado entre las ciencias agropecuarias y las sociales, que permita develar adecuadamente estas contradicciones en el sector agrícola.
Los loables resultados de las ciencias agropecuarias contrastan con su limitada expresión en la producción. Sobre la ganadería existe una enorme dotación de ciencia que demuestra la posibilidad del desarrollo de la actividad con forraje en condiciones tropicales. No son problemas tecnoeconómicos los que afronta únicamente esta actividad, sino que son especialmente de índole socioeconómico, entre los que sobresalen el no reconocer los derechos de propiedad sobre un producto del trabajo. Ello impide el autoabastecimiento y la comercialización local de carne, leche y sus derivados, y de otros productos, como café, cacao y cítricos, lo cual está entrampado en un modelo de gestión cuya ineficiencia es notoria.
La ilegalidad de la comercialización de los productos de la ganadería vacuna (carne, leche y derivados) por los productores privados y las cooperativas ha influido en un sobredimensionamiento de la importancia de la producción porcina. Esta última es más costosa, ya que se dedican enormes recursos a la alimentación de cerdos, entre los que se incluyen productos importados, que pudieran servir a la alimentación de la población, en especial los granos. Entre 2014 y 2018 Cuba pagó más de 1 400 millones de dólares por la compra de componentes de la soya para alimento animal (Arencibia y Domínguez, 2021). Además, la dependencia de la importación de alimentos para el ganado porcino afecta su sostenibilidad, por la imposibilidad de realizar importaciones, precisamente no sustituidas por otros insumos de producción nacional.
Relaciones de distribución, cambio y consumo
Las relaciones de la distribución de la producción se llevan a cabo, básicamente, por agentes subordinados a la ineficiencia crónica del acopio estatal, el cual se ha mantenido en el tiempo por voluntarismo político, sin que se avance en un verdadero proceso de innovación social que asegure una distribución justa tanto para productores como consumidores. Esta situación genera problemas de acceso de la población a los alimentos, como analizan estudios recientes (Anaya, 2020).
El aseguramiento estatal de esta política ha ocasionado no solo el exceso de regulación antes mencionado, sino también un influjo excesivo de las medidas de carácter administrativo sobre las de carácter económico. Su aseguramiento se realiza a través de agentes extraeconómicos que muchas veces, mediante medidas arbitrarias, influyen negativamente sobre la población del sector rural. Esto perjudica la producción agrícola, el nivel de vida de las comunidades rurales y la credibilidad del sistema socialista.
Estas anomalías son un caldo de cultivo para una serie de manifestaciones sociales inadecuadas, como delitos de hurto, sacrificio ilegal de ganado y fundamentalmente corrupción por parte de reguladores, comercializadores y productores. Tal efecto negativo se acrecienta cuando las medidas restrictivas se aseguran con fuerzas del orden público.
El cambio se realiza en mercados caracterizados por una profunda segmentación, no precisamente por gamas, sino por formas de propiedad, los que también determinan el acceso segmentado a estos. Los mercados estatales se caracterizan por una notoria falta de productos, tanto en variedad como en calidad. Son frecuentes los robos a la población en cuanto a violaciones de precio y pesaje, así como la venta de productos a otros agentes. Los mercados privados, aunque más aprovisionados -menos en los últimos años-, reproducen parte de los fenómenos anteriores y abusan del monopolio y de la escasez en la formación de sus precios.
La solución a la contradicción entre distribución y consumo pasa por el diseño de una política que termine con los monopolios, tanto estatales como privados, sobre sus respectivas áreas de influencia. La regulación estatal y la de la sociedad civil debe velar por que la distribución se asiente más en contratos por responsabilidad social que en contratos por productos. El denominado consumo social debe ser responsabilidad de todas las formas de gestión, en su relación estrecha con el entorno.
En tanto el consumo es la forma más concreta de realización de la producción, se deben tomar en cuenta en esta problemática ciertas consideraciones históricas:
El consumo debe ser responsable y sostenible, en el que se incorporen variables como la sostenibilidad económica y ambiental. Tres siglos de plantación conformaron una dieta de productos con asiento en el exterior no producible en el país, influida, principalmente, por un criterio cuasi dominante de ventajas absolutas, al centrarse el modelo en la producción de azúcar, en desmedro de otros productos. Para mantener los contingentes de esclavos, primero, y la población, después, los grandes importadores fueron desplazando el consumo hacia productos que eran producidos eficientemente en el exterior, o subproductos alimenticios de sus industrias, con los que obtenían pingües ganancias, en contra de una producción nacional de alimentos. Algunos de ellos lograron una instalación básica en nuestra dieta, especialmente el arroz, la harina de trigo y la manteca de cerdo, todos excedentes de las producciones norteamericanas. Si bien Estados Unidos no era el único abastecedor de dichos productos, era el principal.
El intento de crear una producción de arroz en Cuba no es nuevo. Después de la II Guerra Mundial se popularizaron los proyectos para desarrollar una producción nacional de arroz, asociada al desarrollo económico nacional, pero chocó con los escollos del capital norteamericano que lo trató de torpedear (Díaz, 2019). A ello se unieron las condiciones naturales de Cuba: soberanía hídrica dependiente del régimen de lluvias, la inexistencia de grandes ríos, el hecho de ser una isla alargada y estrecha. Todo esto impide no solo una producción a gran escala, como la que se necesita para el consumo soberano, sino también las posibilidades de hacerlo eficientemente. Aunque las limitaciones para ello se pudieran mitigar con la voluntad hidráulica desarrollada en el país, no es suficiente.
El consumo de arroz u otros productos de esa naturaleza debe ser suplido gradualmente por políticas que transformen los hábitos de consumo actuales por otros de producción nacional. Ello requiere de un proceso de aprendizaje y cambios de costumbres hacia un consumo responsable que tome en consideración estas variables. En ella no es ocioso el rescate y modernización de nuestra gastronomía popular (bucólica( a base de yuca, maíz, viandas, frutas tropicales, pescado, a la que se incorporen nuevos productos de producción nacional o aquellos que podamos importar comparativamente mejor.
Con relación a la sostenibilidad ambiental, debe avanzarse más en la incorporación de conocimientos e innovación en la producción agrícola, de modo que se contribuya a una producción agroecológica que paulatinamente desplace a las producciones intensivas en agroquímicos propios de la Revolución Verde.
En términos de sostenibilidad social y económica, si atendemos al despoblamiento de las zonas rurales y el envejecimiento poblacional, deberá hacerse un diagnóstico de aquellos territorios y producciones agrícolas donde la carencia de fuerza de trabajo amerita las producciones más intensivas en tecnología y no en fuerza de trabajo.
Una vez que se avance en lo anterior, Cuba debe proyectarse hacia una producción agrícola cuya variedad satisfaga no solo en cantidad y calidad los requerimientos nutricionales de las personas, sino también los gustos y expectativas de los consumidores, en la medida que los cambios en los niveles de ingresos pueden reflejarse en nuevas demandas de consumo de alimentos.
Interacciones entre el desarrollo económico y el social
Las contradicciones analizadas en los epígrafes anteriores se sintetizan en una contradicción de carácter más general; la existente entre el desarrollo económico y el social. Llama la atención que una parte importante de ellas no es visibilizada en los planes sectoriales de desarrollo, sino que solo hay algunas referencias a su estudio en el programa referido al desarrollo local, donde se clarifica, modestamente, la necesidad de los estudios políticos y sociales en este campo de investigación. Las referencias al desarrollo rural tanto en el Plan Nacional de Desarrollo como en otros planes sectoriales (los pocos existentes, o mejor, a los que hemos tenido acceso( son prácticamente nulas.
Más de tres décadas de enfrentamiento a la crisis de un Período Especial no superado no han podido trascender una visión marcada por el sesgo productivista y exportador, pero muy dependiente de importaciones. Estudios recientes publicados por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) informan sobre el deterioro de indicadores de desarrollo rural (Hidalgo, 2020), como el acceso a servicios básicos de salud, educación, agua potable, electricidad y transporte. A ello hay que incluir los problemas de seguridad, que influyen negativamente en la producción y productividad social.
Para mejorar esta situación se necesita un Programa Nacional para el Desarrollo Rural. En el entorno campestre se engendra parte de la vida y se decide, en gran medida, la reproducción ampliada de nuestra nación, y con ello el logro de la seguridad y soberanía nacional.
El campesino cubano es un elemento esencial en la conformación de la nacionalidad cubana. Campesinos fueron la mayoría de nuestras huestes del Ejército Libertador, los que lucharon en el Ejército Rebelde y los que participaron en Girón y en la Lucha contra Bandidos. Estos constituyen una parte importante de nuestros organismos armados y de su seguridad nacional.
Si a ello añadimos la necesidad de estabilizar la población en el campo, se requiere de una estrategia que tome en consideración las problemáticas socioeconómicas del entorno rural. Unas son herencias del pasado no erradicadas y otras, por su parte, hijas de políticas públicas sectorializadas sin una integración efectiva, algunas a veces concebidas en nombre de un mayor desarrollo social.
Es imprescindible, en las condiciones actuales donde se efectúan con periodicidad los Congresos del Partido Comunista de Cuba, espacio en el que se actualizan conceptos y se aprueban lineamientos de políticas, usar las herramientas desarrolladas por las ciencias políticas y otras, con el fin de evaluar las políticas públicas y dotarlas de rigor científico (Díaz y Díaz, 2020). Por ello, abogamos no solo por la crítica de la economía política o la interseccionalidad de la sociología, sino también por un proceso de interacción científica de saberes cada vez más complejo. En ese sentido, los análisis integradores deben considerar, además, los siguientes aspectos, que dan continuidad a las ideas enumeradas a lo largo del trabajo:
Resolver las diferencias históricas existentes entre el campo y la ciudad: en términos del desarrollo civilizatorio, es imprescindible dotar al campo de una educación de calidad. Esta debe centrase en el estudio de las principales problemáticas a resolver desde la educación primaria, sin obstaculizar la movilidad social de quienes habitan en zonas rurales. Ello debe incluir formas de educación popular para enfrentar los problemas existentes derivados de las relaciones de clase en el campo, los de género, etarios y de prejuicios sociales muy arraigados en este entorno, lo cual implica una educación universal por sus objetivos y diferenciada por sus contenidos.
Fomentar y desarrollar emprendimientos de economía familiar: debe favorecerse la creación de nuevas cooperativas que, bajo los principios de la economía popular, promuevan prácticas solidarias, de ayuda mutua, responsabilidad social empresarial y ambiental, distintas a las actuales que promueven el individualismo típico del capitalismo. Ello debería ser una vía para la entrega de tierras y el desarrollo de proyectos de origen público-privado que deriven en formas más sociales de producción y apropiación de la riqueza producida.
Superar la visión estrecha de que el entorno rural y su población se dedica fundamentalmente a la agricultura: deben desarrollarse en el campo otras actividades económicas, como el turismo, o servicios, como los bancarios, informáticos y especialmente los culturales, deportivos y recreativos. Todo ello debe ser adaptado a las satisfacciones de las necesidades de la población rural y estar en función de su pleno desarrollo socioeconómico.
Llevar a cabo políticas de salud orientadas específicamente al enfrentamiento de problemas sociales originados por el uso y abuso de sustancias tóxicas en los procesos productivos, por hábitos inadecuados de higiene o por costumbres mal sanas típicas del subdesarrollo y profundizadas en espacios rurales: entre los problemas más preocupantes figuran la prostitución, el alcoholismo, el desarraigo y enfermedades trasmisibles y no trasmisibles, como el cáncer.
Desarrollar una infraestructura que supere el aislamiento social que caracteriza la ruralidad: esto debe lograse a través de un programa para el mejoramiento y creación de los caminos rurales, la conectividad a Internet, el desarrollo de la telefonía básica, electrificación, acueductos rurales, entre otros.
CONCLUSIONES
Hasta aquí hemos expuesto algunas consideraciones que superan el déficit en la producción de alimentos en el contexto agrario. Además, hemos propuesto un estudio más profundo de estas y su estrecho vínculo con el desarrollo rural. Ello implica multiplicidad de saberes e integralidad como base científica para el diseño e implementación de la política económica y social.
La persistencia en el tiempo de los problemas rurales obedece, en gran medida, a que han sido tratados desde una perspectiva economicista y tecnicista, que no se ha logrado articular satisfactoriamente con una perspectiva social. Esta visión, a veces romántica en tiempos de crisis, no responde a la realidad objetiva del campo. Como resultado, por un lado, quedan irresueltos los problemas de aquellos que necesitan vivir y producir en mejores condiciones. Por otro lado, persiste un déficit de oferta alimenticia que afecta considerablemente a una parte importante de la población nacional, que son los destinatarios de esas producciones. Se necesita de una producción sostenida y suficiente de alimentos para sustentar la vida de millones de cubanos. Esta no se ha podido lograr bajo el influjo de las políticas públicas aplicadas hasta hoy.
La situación no se resuelve únicamente con políticas sectoriales. Urgen programas con intersecciones a otros problemas que afectan la producción del agregado social. Se requiere, además, considerar la multidimensionalidad del progreso y pensar el desarrollo rural como parte indiscutible del avance nacional. Sin embargo, no se puede pasar por alto que este tiene una agenda propia, que no puede estar disociada del resto de las existentes, pero que tiene su propia sintonía.