La presencia hebrea en Cuba
Los movimientos migratorios de los hebreos han constituido un fenómeno universal acogido durante siglos por las naciones como determinismo de un pueblo movido por impulsos e imperativos históricos. Tal y como plantea la investigadora Maritza Corrales (2013), los hebreos fueron los primeros y los últimos en llegar a Cuba.
Su presencia en la Isla se remonta a la época de Cristóbal Colón y, con él, a muchos «conversos» que venían en sus naves escondiendo su origen. Las prohibiciones puestas por los monarcas españoles al establecimiento de judíos y «cristianos nuevos» en sus tierras recién conquistadas, y el establecimiento de la Inquisición en Nueva España, hicieron difícil en extremo identificar la presencia judía en Cuba; no obstante, el baluarte antillano del archicatólico imperio español tuvo una larga historia «criptojudía». El mismo Luis de la Torre -intérprete judío de Cristóbal Colón- fue el primero en ver a los aborígenes fumando tabaco (Matterin, s. a., p. 2), producto que se introduciría posteriormente en Europa; el azúcar, vértebra de la economía nacional cubana, resultó un negocio tan «judío» o «marrano» en el siglo xvii, como en el siglo xx el negocio de los tejidos (Weinfeld, 1940, pp. 446-471). Diversos autores nos hablan de «confesiones arrancadas», «autos de fe» y «bienes confiscados» a algunos vecinos de La Habana por el solo delito de «judaizar» (Koehler, 1943, pp. XI- XII).
Los judíos tomaron parte activa en las guerras de independencia cubanas, en las que nombres como el del general Carlos Roloff, hebreo oriundo de Prusia oriental (Alzemberg, 1980; Archivo Histórico OHC: Fondo M M), se destacó en las filas del Ejército Libertador, así como el de Horacio Rubens, miembro de la Junta Revolucionaria Cubana en Nueva York -aunque hebreo de origen, su sepultura muestra que murió como cristiano-, entre otros (Frye, 2016). A pesar de estar presentes desde tan tempranas fechas, no existen nexos entre estos precursores y la comunidad hebrea que habría de formarse en la Isla en las décadas iniciales del siglo xx.
Los primeros en llegar e identificarse como hebreos fueron los llamados «americanos»,1 presentes desde 1898. Posteriormente, en las dos primeras décadas arribó la inmigración sefardita,2 proveniente de África del Norte y la cuenca mediterránea de lo que entonces fuera el Imperio Turco Otomano, seguida del arribo masivo de los ashkenazíes3 de Europa del Este -fundamentalmente de Polonia, Lituania y Rusia- después de la Primera Guerra Mundial. Este grupo terminó dándole la composición definitiva y la visibilidad que quedó en el imaginario de la colonia hebrea cubana (Bejarano, 2001a y b, pp. 71-81). Una cuarta y última oleada de refugiados del nazi-fascismo tuvo lugar a finales de la década de los treinta y la primera mitad de los cuarenta -fundamentalmente alemanes, austriacos y belgas-, los cuales, por lo general, terminaron trasladándose hacia Estados Unidos una vez terminado el conflicto.
La historia de una «comunidad»
A partir de la década de los noventa del pasado siglo, justo cuando el remanente de la comunidad judía cubana experimentara un renacer a partir de la nueva política del Estado cubano respecto a los «grupos religiosos»,4 empezaron a reaparecer nuevos intentos de contar la historia de los judíos en Cuba a partir de los testimonios de los «sobrevivientes» de lo que fuera la próspera colonia hebrea cubana de la primera mitad del siglo xx.
Desde antes existían formidables estudios sobre el asentamiento y desarrollo de los hebreos en Cuba, como la obra de Boris Sapir, un refugiado de paso por la Isla durante la Segunda Guerra Mundial, publicada en 1948 en Estados Unidos; pero esta, como la gran mayoría de los estudios sobre grupos minoritarios, privilegiaba un enfoque asociativo, a partir de aquellas agrupaciones que se fueron creando -sobre todo en La Habana- donde residía y aún reside la mayoría de la colonia judía en Cuba. Lamentablemente, un estudio de la vida interna comunitaria prometido por Sender Kaplan, uno de los líderes comunitarios más prominentes, editor del emblemático periódico Vida Habanera, no pudo concretarse al morir este en la Florida, a donde había emigrado desde 1961. Tampoco vio la luz la obra largamente planificada por Marcus Matterin, intelectual hebreo-cubano, editor de la revista comunitaria Hebraica y fundador de la Biblioteca del Patronato de la Casa de la Comunidad Hebrea (que hoy lleva su nombre).
Los estudios aparecidos a partir de los años noventa -escritos en su mayoría por individuos relacionados con la comunidad cubana de dentro y fuera de Cuba (Margalit Bejarano, 1995a y b; Robert Levine, 1996; Jay Levinson, 2006; Maritza Corrales, 2007a y b y Ruth Behar, 2007)-, aun cuando abordan la historia judía desde diferentes aristas, y para ello se valen de testimonios y en ocasiones reconocen explícitamente la existencia de «comunidades» dentro de la comunidad (Levinson, 2006, p. XIII), tienden a privilegiar un enfoque «comunitario», quizás influenciados por la visión de los propios líderes de la colonia. Pero como nos recuerda Robert Levine (2016, p. 3) en uno de sus más recientes trabajos, los inmigrantes hebreos que arribaron a Cuba durante la primera mitad del siglo xx no encontraron una «comunidad» propiamente hecha y muchas veces hubieron de asociarse a partir de sus lugares de origen, lengua, afiliación religiosa o postura política. Así, a pesar de la existencia de organizaciones representativas como el Centro Israelita, desde 1925, la comunidad judía cubana, hasta bien entrada la década de los cincuenta, distaba de ser homogénea.
La obra de Margalit Bejarano (1995b), La comunidad hebrea de Cuba: la memoria y la historia, a pesar de integrar esta generación de los noventa y partir del término «comunidad» desde su mismo título, tiene una singularidad: desde las voces y los recuerdos de individuos judíos pertenecientes a los diferentes grupos, permite reconstruir el amplio spectrum de la presencia hebrea en Cuba y, a través de sus historias de vida, hilvanar el devenir de una colectividad, cuyos miembros muchas veces se veían a sí mismos como sefardíes o ashkenazies, yiddish parlantes o «americanos», refugiados «alemanes» o «belgas», y aun desde pequeños subgrupos derivados de estas categorías. Tal y como consta en su prólogo, «se trata de perpetuar la memoria de aquellos hebreos que llegaron de todas partes del mundo a Cuba en busca de una nueva vida, o simplemente de una vía de tránsito» (s. p.), y a partir de sus recuerdos, ir construyendo la historia de una colectividad grandemente heterogénea.
Quizás sin proponérselo, se adelanta la Bejarano al momento en que los estudios sobre la memoria desde la historia oral alcanzaron verdadero reconocimiento internacional.5 Como bien señalan las investigadoras Ana Vera y Elizabeth Dore (2018), la historia oral abunda en recursos teóricos y metodológicos para enfrentar el estudio de numerosos temas de la sociedad contemporánea y enriquecer el debate, y en el caso de la Bejarano, las voces de los protagonistas de su «historia desde la memoria» sirven para aportar nuevos elementos y llenar vacíos que en ocasiones la historia convencional ha dejado a la sombra.
Contando la historia desde la memoria
Desbrozando los relatos personales se puede reconstruir el trasfondo demográfico y cultural de la emigración judía y su adaptación al nuevo entorno en las dos primeras décadas del siglo xx: la actitud de los cubanos hacia los recién llegados y las posibilidades económicas que la realidad -siempre cambiante- les fue ofreciendo, así como las diferencias ocupacionales entre sefardíes y ashkenazíes, y su incidencia en la vida cotidiana de los inmigrantes.
Si bien existe el criterio entre los autores (Levinson, 2006, p. 6) de que los hebreos «americanos» tendían a identificarse socialmente con la colonia estadounidense y de que en 1904 fundaron la que fuera la primera organización judía cubana (United Hebrew Congregation, UHC) con el propósito mayor de adquirir un terreno para cementerio y poder «morir como judíos» (Corrales, 2007b, p. 182), a través de los relatos de varios individuos en el libro de la Bejarano (1995b) se descubre una arista mucho más activa de esta primera organización comunitaria que, si bien en los primeros momentos se limitaba a celebrar Rosh Hashaná y Iom Kippur en un salón alquilado, ya en la segunda década del siglo xx desempeñó un papel de primera línea en la recepción de inmigrantes. Ben Zión Dizik, uno de los primeros inmigrantes de Europa oriental, recuerda que estando en Tiscornia6 alguien deslizó en su bolsillo treinta dólares para que los enseñara al empleado de inmigración. Este dinero era el primer préstamo a corto plazo que los residentes hebreos norteamericanos daban a los nuevos inmigrantes. Un representante «local», «que hablaba más inglés que yiddish» orientó a la familia Dizik acerca de un lugar para «comer y dormir». Por su parte, David Bliss narra cómo vio con sus propios ojos cómo Mauricio Schechter, que ya era hombre rico, «barrió el suelo de la casa de inmigrantes con una escoba» en espera de la visita del inspector de sanidad, en su condición de «jefe de la comisión de alojamiento» (En Bejarano, 1995b, capítulo segundo «Entre la tradición y el nuevo ambiente»).
Reconstruyendo los hechos
Dada la cantidad de inmigrantes de Europa del Este que llegaron a Cuba entre 1921 y 1924 con intenciones de transitar hacia Estados Unidos, los pocos socios de la United Hebrew Congregation asumieron la responsabilidad de asistirlos y para ello solicitaron la ayuda de organizaciones norteamericanas como la Sociedad de Ayuda al Inmigrante Hebreo (HIAS, por su siglas en inglés) y el Comité de Ayuda a Refugiados Hebreos (Joint); fue así que se fundó en 1921, bajo la presidencia de José Steinberg, el Centro Macabeo-Asociación Hebrea para Auxiliar al Inmigrante en Cuba (Archivo Nacional de Cuba (ANC): Fondo Registro de Asociaciones), y la sociedad femenina Ezra -ambos por iniciativa de los americanos-, con el fin de evitar que los recién llegados se convirtiesen en carga pública y protegerlos hasta que pudieran continuar su viaje. El Centro Macabeo alquiló dos casas -una en la Calzada del Cerro y la otra en San Ignacio- para albergarlos, donde se les proveía comida, asistencia médica y legal, y préstamos para empezar a trabajar. León Yermus, hebreo polaco que arribó en 1922 nos dice: «¿De dónde había dinero para comprar esta mercancía? Había unos cuantos hebreo-americanos almacenistas […] había unas pequeñas kestelej (cajitas) que cargaron arriba del inmigrante para que saliera a la calle. Muchas veces […] había como veinte peddlers (vendedores) parados (frente) a los almacenes» (En Bejarano, 1995b, capítulo primero «Los primeros tiempos»).
¿Cómo se desarrollaba la vida judía en el interior de la Isla? Por el testimonio de Elías Maya, un sefardí oriundo de Silivria que se estableció en Camagüey en la década de los años veinte, sabemos que, aunque la ciudad por esa época estaba «bastante atrasada […] ya en 1925 […] había más de 100 familias sefarditas… una comunidad y el Templo […], solo después de 1925 empezaron a llegar askenazíes» (En Bejarano, 1995b, capítulo primero «Los primeros tiempos»).
El relato de Jaime Shuchinski, quien describe la vida económica judía durante las décadas de los años veinte y treinta nos revela cómo el desarrollo de la industria del calzado entre los inmigrantes ashkenazíes no fue solo la oportunidad a la mano que le vino después de un «primer estudio de mercado» (Harry Viteles: «Report of the status of the Jewish inmigrats in Cuba», 1925, mecanuscrito, citado Corrales, 2007a, p. 188), sino que se vio favorecida por la coincidencia de que muchos inmigrantes procedían de un pueblo de Polonia llamado Opele, que se dedicaba a la fabricación de zapatos; un inmigrante trajo al otro, y así sucesivamente (En Bejarano, 1995b, capítulo primero «Los primeros tiempos»).
Si en el primer capítulo quedan presentados los tres sectores judíos que se encontraban en Cuba y sus principales actividades económicas, a partir del segundo se aborda, de forma novedosa e intemporal, la institucionalidad comunitaria a partir de las historias orales que describen la vida social en las organizaciones que se fueron creando.
León Yermus, quien llegó a tener en pocos años una fábrica de ropa en Muralla 422 (Levinson, 2006, p. 61), nos revela el origen de una de las primeras instituciones ashkenazíes de beneficencia adscrita al Centro Israelita: el Comité Antituberculoso y de Enfermos Mentales (ANC: Fondo RA, Referencias): «no todos tuvieron suerte y por eso muchos se enfermaron […]. Ud. portaba una cajita con eskimo pie,7 y entonces con el calor que había afuera y el hielo que tenía allí se enfermaba […] habían muchos tuberculosos entre los judíos recién llegados», […] otros se volvían locos y querían volverse» (En Bejarano, 1995b, capítulo primero «Los primeros tiempos»).
A través del relato de Salomón Gerazi, hijo de un «árabe» (judío oriundo de Siria) con una «turca» (judía sefardí), se percibe que los «judíos árabes» a su llegada tenían más afinidad con la comunidad sirio-libanesa-palestina asentada en La Habana que con otros grupos judíos; poco a poco se fueron acercando a la comunidad sefardita o «turca» -sobre todo por matrimonios- y solo muy eventualmente a los otros judíos yiddish parlantes. En las palabras de Gerazi se pueden constatar las excelentes relaciones existentes entre judíos y no judíos dentro de la comunidad árabe: «Antes de que se creara el Estado de Israel, todos se relacionaban perfectamente bien. Entre ellos hablaban árabe. El entretenimiento en el club era de tocar el laúd, cantar canciones en árabe, jugar al dominó y jugar barajas. Hacían fiestas, bailes. Había un restaurante de comida árabe dentro del club […] Cuando empezó la guerra de la Independencia, fue que empezaron las fricciones» (En Bejarano, 1995b, capítulo segundo «Entre la tradición y el nuevo ambiente»).
El testimonio de Laura Jarblum Margolies,8 directora del Joint en La Habana, esclarece cómo se proyectó la «comunidad» cubana ante el Holocausto y la problemática de la entrada de refugiados durante los años de la guerra. Confirmamos la idea de que la colonia cubana en los cruciales años de la guerra resultó de muy poca ayuda a los refugiados; la responsabilidad hacia los hebreos germano-parlantes y belgas víctimas de la ocupación europea vino básicamente de las organizaciones norteamericanas radicadas en La Habana como HIAS y el Joint. Dice Lotte Berg, una alemana pasajera del Sao Tomé: «Los representantes del Joint nos ayudaban […], no recuerdo haber visto los representantes de la comunidad judía de Cuba en Tiscornia» (En Bejarano, 1995b, capítulo tercero «A la sombra del Holocausto»).
La recepción de los «naturales» a los refugiados
Sucedía que entre los recién llegados y la heterogénea «comunidad» cubana, compuesta básicamente por los sefaradíes y los ashkenazíes de Europa Oriental no hubo mucho entendimiento. La «comunidad» cubana no contaba aún con posiciones económicas lo suficientemente sólidas, ni con la unidad interna necesaria para asumir un compromiso pleno con los recién llegados, que por demás provenían de la clase media-alta europea, y su nivel de conocimiento y cultura era, por lo general, superior al de la mayoría de los hebreos cubanos. Tampoco los refugiados constituían un grupo homogéneo, se dividían según sus países de origen y puede decirse que su asociatividad estuvo determinada por esta condición, más que por la confesión judaica.9 De todos los grupos de refugiados, los que más se acercaron a la colonia cubana -sobre todo al grupo ashkenazí- fueron los belgas, quienes por sus raíces judías de Europa Oriental y su amplia experiencia sionista lograron darle un empuje renovador al movimiento sionista entre los hebreos cubanos.
El testimonio recogido de un majers (gestionador) -Zeild d´Gabriel- habla del valor de los contactos personales en la política cubana cuando la entrada de refugiados desde finales de los años treinta se hizo posible por la venta de «permisos» otorgados por el Departamento de Inmigración cubano. Al no ser los «permisos» documentos legales, las organizaciones internacionales oficiales de ayuda, como el Joint y el HIAS, no podían participar directamente en su adquisición, lo que dio oportunidad al surgimiento de un tipo muy específico de «gestionador», una suerte de agente privado -por lo general, judío- conocedor de los vericuetos legales, que desempeñó un papel muy importante como intermediario entre los refugiados y las autoridades migratorias cubanas.
A través de los testimonios de las refugiadas germanas Lotte Burg y Emma Kahn se conoce la historia del último barco de refugiados Sao Tomé, cuya llegada coincidió con el nuevo cierre migratorio en abril de 1942.10 Entre los refugiados del Sao Tomé y el Guinné se encontraban intelectuales hebreos, como Boris Sapir (1948), que posteriormente se destacaron por sus aportes a la cultura cubana (Matterin, s. a.).
¿Qué actitud tomó el judaísmo cubano ante la fundación del Estado de Israel? Los testimonios que aparecen demuestran cómo el movimiento sionista en Cuba, que durante los años cincuenta podía considerarse el eje de la vida institucional dentro de la colonia judía, no había gozado hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial del apoyo de toda la comunidad. El impacto del Holocausto cambió la actitud ideológica de muchos hebreos cubanos, incluso de izquierda, que a partir de entonces se convirtieron en entusiastas colaboradores. Esto fue favorecido por la presencia de líderes sionistas entre los refugiados, especialmente entre los belgas, así como por el progreso económico de la población judía cubana durante los años 1940 y el surgimiento de organizaciones femeninas como The Women´s International Zionist Organization (WISO), que tuvo un papel fundamental en los resultados de las campañas de recaudación de fondos del Keren Hayesod y Keren Kayemet.11 A través de la memoria oral de los entrevistados, se puede ver que la recaudación de fondos para la causa sionista se hizo parte de la vida familiar, de la vida social y de la vida religiosa hebrea en Cuba. Al respecto, Rosa Perelmuter (s. a.) apunta: «Fue en mi tía abuela materna, Eva Weissman, conocida por su nombre en yiddish Chotche, en quien delegarían para visitar a mi padre en su pequeña tienda de ropa en el centro de La Habana; mi padre tenía fama de tratar de salir por la puerta trasera cada vez que la veía venir. Pero al final Chotche lo encontraría y, como él mismo dijo, arrebataría cada centavo que pudiera de sus cofres casi vacíos» (p. 8, trad. propia).
La asociación femenina sionista WISO en Cuba no solo desempeñó un papel determinante en las campañas de recaudación de fondos en las familias hebreas, sino que desde su sede en Prado 260, desplegó un activo programa de actividades culturales con el mismo fin.12
Tres aspectos se revelan como los más importantes dentro de la actividad sionista: la recaudación de fondos, el trabajo político para lograr el apoyo del Gobierno y de la opinión pública cubana respecto al establecimiento del Estado judío, y el reclutamiento de soldados voluntarios para pelear en la guerra de 1948.
Precisamente este último elemento se revela en todos sus matices a través de los relatos de dos de los protagonistas de un episodio muy poco abordado en las «historias comunitarias» más convencionales: la tragedia del buque Altalena, que trasportaba siete jóvenes hebreo-cubanos reclutados por la organización sionista Betar en Cuba13 para pelear en el recién constituido Estado de Israel. Este buque fue hundido por las fuerzas de la Haganá frente a las costas de Tel Aviv el 20 de junio de 1948 y allí perdieron la vida dos jóvenes cubanos: Daniel Levy y David Mitrani. El testimonio de los hermanos Alberto y Jacobo Forma revela cuánto le debe la causa sionista al aporte sefardita cubano a través de la participación voluntaria de combatientes en la guerra de 1948. Nahman Solowiejczyk, uno de los dirigentes de Betar, señalaba: «Treinta voluntarios salieron de Cuba, de los cuales veintisiete eran sefarditas […] yo encontré un ishuv con ochenta por ciento e ashkenazíes y veinte por ciento de sefaradíes, y cuando llega la hora de viajar a Israel como voluntarios, veintisiete eran sefaradíes y tres eran ashkenazíes» (En Bejarano, 1995b, capítulo cuarto «La lucha por el establecimiento del Estado de Israel»).
Por otra parte, también hace evidente las diferencias en cuanto a asociatividad respecto al sionismo entre sefardíes y ashkenazíes en Cuba: «Nosotros nunca logramos integrarnos en Hashomer Hatzair14 […] Primero había que hablar en yiddish, […] entre el Betar y el Hashomer había siempre fricción. En el colegio, los muchachos, sefaradíes y ashkenazíes, teníamos ideas diferentes […] pero lo importante […] fue únicamente la idea de ir a pelear» (En Bejarano, 1995b, capítulo cuarto «La lucha por el establecimiento del Estado de Israel»).
Por último, un aspecto de sumo interés es la opinión compartida de Sender Kaplan (líder de la Unión Sionista) y Max Lesnik (líder juvenil del Partido Ortodoxo) de que el voto negativo de Cuba en las Naciones Unidas en el debate sobre la partición de Palestina se debió, en última instancia, a la decisión personal del presidente cubano Ramón Grau, a pesar del apoyo de la mayoría de los partidos y los grupos políticos a la idea de formar un Estado judío en Palestina:15 «Todos los partidos políticos eran pro Israel; la decisión vino del palacio presidencial, no fue una decisión discutida políticamente por el Gobierno» (testimonio de Max Lesnik en Bejarano, 1995b, capítulo cuarto «La lucha por el establecimiento del Estado de Israel»); Sender Kaplan refiere además un detalle de interés: «Chibás, nos ayudó mucho en la época de Grau […] pero en 1947 cuando fue la votación, tuvimos la desgracia de que él se peleó con Grau, y formó el Partido del Pueblo Cubano Ortodoxo […]. Eso nos costó mucho […], porque Grau identificaba el movimiento sionista […] con Chibás».16
El fin de la segunda guerra mundial trajo años de estabilización y prosperidad para la comunidad hebrea cubana. Una nueva generación de hebreos-cubanos ya tenía sus raíces en Cuba y el horizonte que se avizoraba para los negocios no podía ser más prometedor. El triunfo revolucionario de 1959 sorprendió a la comunidad hebrea en pleno proceso de expansión económica e integración social, sin embargo un nuevo éxodo hubo de producirse en 1959 que amenazó con acabar con la vida comunitaria, esta vez relacionado con la pérdida de posesiones de la burguesía cubana, de la que los judíos ya formaban parte. El libro de Bejarano termina «contando la historia desde la memoria» de aquellos que hubieron de emigrar por segunda vez, pero siguieron mirando atrás con amor y añoranza.
A manera de conclusión
La comunidad hebrea de Cuba: la memoria y la historia rompe, aún sin proponérselo, con el tradicional concepto de comunidad, al presentarnos -desde la historia oral- una presencia hebrea prolífera y heterogénea, plagada de equidistancias y puntos de contacto, pero que no por ello deja de ser la historia de una colectividad y su devenir histórico. ¿Ventajas de los estudios de la memoria a través de testimonio orales? Muchos. Quizás el mayor haya sido para la autora de esta ponencia una comprensión más amplia de la rica presencia hebrea en Cuba.