INTRODUCCIÓN
Las nuevas condiciones sociales, la demanda de transformaciones necesarias en la estructura socioeconómica del país y los avances de las ciencias, la tecnología y las humanidades a nivel mundial y nacional aconsejan un nuevo modelo para la formación de profesionales en la educación superior cubana. De hecho, estas condiciones se han revelado a partir de las insuficiencias detectadas en la formación profesional tradicional, a pesar de sus indiscutibles logros. Algunas de estas críticas insisten en la falta de proximidad entre el contexto educativo y el contexto profesional, supuestamente modelado durante la enseñanza en las prácticas de producción, pero que no cumple totalmente con una real inserción. Tal vez la enseñanza de la medicina y las artes está más próxima a satisfacer este reclamo que cualquier otra carrera.
Otra crítica se refiere a la identificación de conocimientos, habilidades y valores como contenidos de la enseñanza, sin un juicio real de para qué y cómo se insertan como elementos constitutivos de las actividades profesionales y, lo más importante, cómo se integran durante la enseñanza a partir de perfiles profesionales que describen las tareas que el egresado debe cumplir y los problemas que debe resolver.
El momento más evidente de falta de correspondencia se produce en las formas evaluativas tradicionales, que insisten en el registro oral o escrito de las respuestas a preguntas generalmente reproductivas, sin ningún tipo de autoevaluación por parte del estudiante y de manera totalmente individual, cortando así la posibilidad de cooperación. Se han ensayado variaciones diferentes en diversas áreas, con mayor o menor éxito, pero la visión general continúa siendo la de una enseñanza reproductiva, memorística, disciplinar y racionalista, poco representativa de las condiciones reales en que viven y laboran los profesionales.
Por otra parte, las transformaciones de los sistemas productivos y hasta de las condiciones sociales de vida están creando situaciones para la inserción y práctica de las profesionales mucho más dinámicas que hace cincuenta años. El desarrollo de la complejidad de los sistemas laborales y de servicios, los cambios rápidos en los sistemas productivos que no pueden esperar por los cursos de postgrado y capacitación, la aparición de temas y problemas no disciplinarios, muchas veces de carácter ético, y lo más importante, el manejo de la incertidumbre, colocan a la enseñanza de las profesiones en serias disyuntivas de mantener tradiciones no funcionales o bien arriesgar sus espacios de confort en la búsqueda de soluciones creativas.
En este artículo se ofrece una reflexión sobre el tema de las competencias que pudieran aplicarse para describir los perfiles profesionales en los currículos de la Educación Superior, así como las críticas y los retos que podrían generarse en nuestras universidades para su elaboración y aplicación.
DESARROLLO
La complejidad creciente de los sistemas productivos plantea a los individuos exigencias crecientes, que no pueden ser identificadas con acciones rutinarias o bien estructuradas y con reglas fijas de solución. Cada vez más el mundo laboral en toda su extensión exige personas creativas, autónomas, capaces de orientarse en sus contextos de actuación, evaluar situaciones, tomar decisiones, hacer inferencias y generalizaciones, acciones estas que no pueden ser reducidas a currículos centrados en contenidos declarativos o rutinarios. El concepto de competencias promete redirigir la formación de profesionales en esta dirección.
Desde el principio de este siglo se lograron algunos avances en la comprensión y aplicación de este concepto en la vida profesional de nuestro país. El Ministerio de Trabajo y Seguridad Social introdujo el término en los descriptores de cargo de las actividades profesionales y, de esta forma, fue superada la visión limitada que entendía a un técnico como alguien cuya función era resolver problemas, por una nueva que asumía que el profesional era competente (idóneo, capacitado) para ejecutar tareas específicas de la profesión, con cierto carácter de generalidad (Cuesta, 2001).
En el año 2005 el Ministerio de Educación Superior convocó a algunos presidentes de las Comisiones Nacionales de Carrera a participar en el proyecto Tuning-América Latina, en respuesta a una invitación de la Unión Europea que deseaba extender sus propuestas de una mejor educación superior a otros contextos internacionales, en especial a América Latina por su cercanía a las universidades europeas. La experiencia resultó sumamente estimulante para los colegas que participamos, sobre todo al descubrir que muchos de los planteamientos supuestamente novedosos eran del conocimiento y práctica de algunos de nuestros profesores, y que nuestra formación profesional era cuando menos tan eficiente y formadora como la de las universidades latinoamericanas que participaron en esta propuesta.
Un aspecto bien declarado por la mayoría de las universidades latinoamericanas resultó ser la dimensión ética de la formación, que contribuye no solo a la capacitación de profesionales, sino, además, a su carácter de agente social comprometido con el mejoramiento social y no solo con la eficiencia productiva. De aquí se lograron algunas descripciones de perfiles profesionales basados en competencias que solo en casos muy aislados fueron aplicados (Beneitone, González y Wagenaar, 2014).
También el concepto entró como tema en investigaciones de diferente carácter, pero con el sesgo fundamental de comprender cómo se forman competencias profesionales tanto en ambientes educativos, como en prácticas profesionales y contextos sociales (Castellanos et al., 2002; Rodríguez-Mena et al., 2004, 2015, 2019; D’Ángelo, 2011; Rodríguez-Mena, 2013).
A pesar de este comienzo, ha habido un considerable retraso en la incorporación y aplicación del concepto de competencias a la enseñanza superior en Cuba. Una de las causas de este retraso se refiere a la propia definición del término. La mayoría de las definiciones comprenden las competencias como unidades de actuación que expresan lo que una persona debe saber y puede hacer para desarrollar y mantener un nivel de desempeño eficiente en su labor. Incluyen aspectos cognitivos, afectivos, conductuales y de experiencia. Se organizan en torno a unidades: roles, posiciones y procesos que constituyen la estructura social de la actividad a ejecutar. Tienen que ver con la capacidad de elección, uso y manejo eficiente de recursos y con la habilidad de poder insertarse en la complejidad de relaciones y exigencias de los puestos de trabajo contemporáneos, para aprender nuevos conocimientos y explotar modernas tecnologías. Las competencias son cualidades de los seres humanos, pero no como formas abstractas de la personalidad, sino como realizaciones efectivas en una situación laboral, como un «saber hacer» que supone el encuentro, la coincidencia de la persona con sus características particulares y las exigencias productivas y sociales del lugar de trabajo (Tobón, 2009; Rodríguez-Mena y Corral, 2015).
A pesar de tantos intentos, no existe una definición única del término, y cada autor enfatiza alguna cualidad de acuerdo con sus intenciones, referencial teórico o ideológica, o prácticas profesionales. Una complicación adicional aparece cuando se traslada desde los espacios laborales hacia los educativos, relacionados más con la formación que con la selección de personas para puestos específicos de trabajo.
Por supuesto, un término nuevo crea una especie de «moda»: se habla de currículos por competencias, aunque no se tenga una idea clara o una definición que permita operacionalizar las acciones de formación o simplemente se sustituyen las palabras antiguas por palabras modernas que no se definen o que se asumen acríticamente con las mismas definiciones.
En este artículo propongo una caracterización de las competencias, más que una definición conceptual, que permita su comprensión y aplicación en la educación superior (Corral, 2006) a partir de la consulta de diferentes fuentes relacionadas sobre todo con el enfoque histórico-social, de una experiencia personal en la enseñanza y de la realización de algunas investigaciones referidas al aprendizaje.
COMPETENCIAS PROFESIONALES GENERALES
Las competencias son características emergentes del encuentro de la persona con sus cualidades, experiencias e intereses y con las exigencias de una actividad a realizar. Desde el mundo laboral, funcionan como calificadores del cargo; desde la formación se definen con la imagen mental o base orientadora de la acción (BOA) (Galperin, 1982) que la persona construye durante la formación para realizar una actividad profesional. Tiene las siguientes características:
Potencialidad para realizar el desempeño, no solo la ejecución real inmediata: muchas veces la formación se satisface con una repetición puntual de una ejecución o una declaración, pero no explora la extensión de tales resultados a situaciones novedosas no contempladas en el plan de estudio o los programas de las disciplinas. Expresa también el «toque» personal, la marca que una persona introduce en su accionar y que pudiera transformarse en recurso de una colectividad o hasta de una cultura.
Implicación personal: no es el cumplimiento de órdenes o la ejecución de rutinas automáticas. Supone el encuentro y la comprensión desde las intenciones y los valores personales de quien la ejecuta. Requiere una imagen personal de la actividad, en la que aparecen no solo las características objetivas del desempeño y sus resultados, sino también las posibilidades, alcances y fines de la persona que ejecuta. Trasciende, además, la dicotomía cognitivo-afectivo, no es una u otra, sino una unidad que posee un sentido para la persona que la realiza. Las competencias de los seres humanos son características personales en tanto se incorporan a sus proyectos de vida y se articulan con propósitos personales.
Carácter orientador de la acción, no la acción misma, sus recursos o los instrumentos a utilizar: supone un «programa» de ejecución flexible, sometido a evaluación constante por su ejecutor. De esta forma el profesional competente no solo realiza una actividad profesional, sino que la monitorea, la modifica sobre la marcha, la evalúa y se autoevalúa todo el tiempo. Una competencia realiza simultáneamente el acoplamiento de motivos, expectativas y metas personales con el monitoreo de la ejecución y autoevaluación de sus resultados. Requiere algún grado de autorregulación del propio individuo entendida como cualidad personal y su conversión -casi reducción o autolimitación- a sujeto de una actividad, definida por él mismo como necesaria para alcanzar determinados fines personales.
Carácter social: la competencia se perfecciona con una cualidad definitoria: la posibilidad de derivar de la fortaleza y fecundidad de las relaciones con otras personas recursos individuales para el desempeño y soluciones a los problemas. Las competencias suponen una evaluación de los contextos como posibles fuentes de recursos, el apoyo en comunidades de praxis y la participación en redes sociales de circulación de saberes. Existen virtualmente en estas redes de circulación que permiten actualizarlas como dominio individual y su perfeccionamiento continuo, a la vez que exponen el carácter social de los aprendizajes. Requieren cualidades personales que permitan la cooperación con otras personas, el dominio de habilidades comunicativas y el manejo de símbolos culturales.
La clave para definir una profesión es la actividad profesional, o como la he denominado en mis primeros artículos, «actividades básicas profesionales» (Corral y Núñez, 1990), por las cuales se describen las competencias como las representaciones personales de la propia actividad. Sin embargo, no basta con nombrar la actividad: se requiere un análisis detallado para el cual se puede utilizar diversos métodos: entrevista a expertos, análisis de los puestos de trabajo, utilización de un modelo teórico, como la «teoría de la actividad» de A. N. Leontiev (1981). El propósito de estos métodos consiste en develar sus componentes, su variabilidad, su adecuación a contextos, su progresión temporal y otros aspectos clave para la comprensión del estudiante.
Por tanto, toda competencia debe describirse como actividades a realizar con este carácter general. Se definen las competencias profesionales generales como:
Las distintas clases de tareas y actividades definitorias que el profesional realiza para revelar, evitar o resolver los problemas que identifica en su objeto.
El carácter identitario, pero no excluyente en relación con otras competencias.
La ejecución en todas las especializaciones y áreas de aplicación de la profesión.
Aunque se presentan en su expresión más general, se describen de manera más específica en los programas de disciplinas y se precisan durante la formación del profesional con la enseñanza y el paulatino dominio de sus aplicaciones (competencias profesionales específicas). Requieren, además, competencias básicas y transversales formadas durante procesos educativos anteriores y durante la formación básica y general de la carrera, relacionadas con el dominio de los conocimientos tradicionales de la ciencia específica y ciencias afines, que se insertan como condiciones de las competencias profesionales generales.
En rigor, el perfil de cualquier profesional exige la articulación simultánea de tres perfiles: como ciudadano en nuestra sociedad y nuestras condiciones de existencia (lo que nos remite al sistema de valores y la cosmovisión sin los cuales el profesional carece de orientación); como persona actualizada y aprendiz permanente, no solo en los contenidos de la profesión sino en la vida profesional, social y política de la nación; finalmente como profesional, lo que se muestra como perfil terminal. Cada competencia general articula cinco ejes transversales en su definición y formación: ético, epistemológico, multidisciplinar, disciplinar y aplicado (Beneitone, González y Wagenaar, 2014). En todos los casos se forman y actualizan como una expresión de compromiso social y político del aprendiz.
Asumir una definición como esta requiere su concreción en los perfiles profesionales de las carreras, que en general son bastante próximos a esta descripción. En realidad, muchas veces aplicamos el concepto sin mencionarlo, respetando terminologías antiguas y caducas para no generar contradicciones y cuestionamientos de los documentos normativos. Sin embargo, la aplicación del concepto a los perfiles profesionales es solo un primer paso de una enseñanza basada en competencias. El siguiente paso es mucho más audaz y requiere un análisis detallado de cada contenido en la elaboración de las disciplinas y los programas de enseñanza.
La descripción de conocimientos (muchas veces entendida en la práctica como declaraciones del estudiante), habilidades (evidenciada en acciones bien determinadas ante situaciones tipo) y valores (demasiadas veces evidenciados en declaraciones enfáticas o comportamientos calificados de «correctos» por alguna autoridad) no supone automáticamente la integración de sus componentes como recursos efectivos de una competencia profesional. Es necesario profundizar en cada uno de estos componentes y mostrarlos como momentos específicos en las actividades profesionales.
Es frecuente y de conocimiento general que la mayoría de los contenidos enseñados en las carreras universitarias tienen una vida efímera, y que los estudiantes suelen olvidar en plazos a veces muy breves contenidos que fueron evaluados con un buen resultado. En estos casos, o no se aprendieron realmente, o bien no se vincularon a la profesión de manera eficaz, o simplemente no eran necesarios. En otros niveles de enseñanza esta situación es evidente; en el nivel superior no se insiste en ello, pero también ocurre y con frecuencia.
Un modelo de programa de enseñanza basado en competencias asumiría que la competencia profesional está presente en todos los contenidos, ya sea como modelo de la actividad profesional general, como componente de la actividad (referente teórico, objeto, acciones, medios, propósitos, índices de calidad, contextos, etcétera) o como cualidad transversal presente en todas o algunas competencias generales, como la ética, los criterios de validez y profesionalidad, o la honestidad científica.
Esta propuesta supondría trascender la idea de una derivación de objetivos desde el más general al más específico, establecida como indicación pedagógica para pasar de los objetivos generales de los perfiles profesionales a los objetivos de las disciplinas, los programas de enseñanza y hasta de las clases. Dicha práctica es difícil de sostener no porque no se pueda derivar (más bien descomponer) objetivos generales en parciales y específicos, sino porque en ese tránsito se pierde la posibilidad de integrar todos los contenidos en las unidades generales declaradas desde el principio, y repite de cierta forma el «montaje en cadena» o «bancario», tan criticado desde algunos de los mejores pensadores en pedagogía (Freire, 1997).
La idea que propone la formación basada en competencias consiste en mantener en el horizonte de cualquier contenido su lugar y necesidad como componente de las competencias generales, y no imaginar que en otra asignatura o con otro profesor se producirá una casi mágica integración. El estudiante debe conocer, desde el principio de la formación, la pertinencia del contenido ofrecido para el dominio de las competencias generales, incluso en el caso de contenidos referidos a las ciencias más abstractas o periféricas. A veces se justifica la existencia de una disciplina, asignatura o tema con el argumento de «cultura general», o «lo que todos deben saber», algo que puede resultar satisfactorio para el profesor, pero casi incomprensible para el estudiante, que se dedica a aprobar el contenido y olvidarlo rápidamente por su falta de viabilidad o pertinencia.
La pedagogía basada en competencias se realiza con una didáctica diferente, aunque muchas veces no se insista lo suficiente en este aspecto (Zabala y Arnau, 2008; Tobón, Pimienta y García, 2014). En muchos lugares se defiende la enseñanza por competencias con la evidencia de perfiles profesionales, muy explícitos y detallados, pero sin la elaboración de una didáctica que debe ser diferente.
Durante los encuentros de Tuning-América Latina fue posible observar esta situación. Había excelentes documentos, muy bien fundamentados, pero que se detenían justo en la aplicación real. Para nosotros, profesores cubanos, muchos de los planteamientos recibidos desde pedagogos de otras naciones como novedosos estaban bien próximos a las prácticas reales de nuestros profesores, que se aproximaban más en su ejecución a esta enseñanza, sin apenas mencionar el concepto de competencias.
No es suficiente proclamar el uso de métodos novedosos, algunas aplicaciones puntuales o algunas ideas de avanzada para modificar la didáctica de la educación superior en la dirección de una formación por competencias. Sería necesario apoyar la formación de profesores con ejemplos, evidencias, resultados o cualquier otra vía que demuestre que esta formación es necesaria y posible. Afectaría el planeamiento de los contenidos mantener siempre en el horizonte del estudiante las competencias profesionales, los medios de enseñanza, el uso de los recursos computacionales de manera efectiva, por ejemplo, y la evaluación.
El tema de la evaluación resulta especialmente sensible para una formación por competencias. Se pudieran elaborar excelentes documentos, perfiles profesionales, indicaciones metodológicas, programas de disciplina y asignaturas basados en el concepto de competencias, pero negarlo precisamente en las formas y propósitos de la evaluación del estudiante. Se aplican formas tradicionales que no se cuestionan, como el examen de preguntas y respuestas, oral o escrito, que exigen la reproducción más o menos puntual de un contenido; ejercicios prácticos de situaciones típicas, que requieren también reproducciones sin muchas variaciones, y que, cuando no se cumplen, son consideradas errores y mal calificadas. Además, las evaluaciones son, en su mayoría, estrictamente individuales. En nuestra educación superior, preocupada por las acciones fraudulentas que se pudieran cometer, se corta dramáticamente el carácter colectivo de la evaluación para individualizar la formación e impedir la atribución de aprendizajes falsos, tomados de fuentes ilegítimas.
Mucho se ha escrito y dicho sobre la falta de «ecología» de las formas de evaluación, pero en la realidad poco se ha cambiado. Debo reconocer que en los nuevos reglamentos de la Educación Superior ya se proponen formas más flexibles de evaluación, que dejan mayor espacio a la reflexión del estudiante y el uso de recursos apropiados a la profesión: exámenes a libro abierto, presentaciones y defensas de casos concretos, soluciones de problemas reales in situ, proyectos profesionales y otros se presentan como variantes más adecuadas a una evaluación efectiva del estudiante. Sin embargo, todavía no se logran evaluaciones colectivas o autoevaluaciones como variantes aceptables, por razones de clasificación del sistema o el peligro de acciones poco éticas del estudiante (Corral, 2002). Sería necesario explorar versiones de este tipo, lo que queda como propuesta a probar en el futuro.
Desde luego, ninguna de estas propuestas para mejorar la didáctica se logra por documentos normativos o directivas oficiales. Solo será posible como parte de la formación de profesores y con aplicaciones en prácticas reales, y, por supuesto, paso a paso. Nada en la educación se cambia a golpe de resoluciones. Requiere una toma de conciencia de cada actor -estudiante, profesor, directivo- la participación de todos con posibilidades de decisión y mucha confianza en sus posibilidades.
Una última cuestión: las críticas y resistencias. Entre nosotros han aparecido, casi desde el principio, numerosas críticas a la propuesta de aplicar el concepto de competencias a la enseñanza superior en Cuba. Obvio citarlas puntualmente, porque están bastante extendidas y avaladas en muchos casos por profesionales distinguidos y con sólidas trayectorias en la educación superior o de otros niveles. A continuación, serán resumidas como forma de reconocerlas en su alcance, pertinencia o advertencia.
La más grave de las críticas se refiere a la vinculación del concepto de competencia con una lógica del sistema capitalista, relacionado con la acción de competición. Ciertamente la idea nació en los contextos capitalistas, donde las nuevas condiciones económicas y sociales requerían competencias profesionales más adecuadas a estos contextos, pero no significa que ser competente implique la competición individual y un modelo de «ganar-perder». Por el contrario, la persona competente incluye en su accionar la cooperación y la colaboración con otros, dado su carácter de idoneidad para una función.
Es importante aclarar la confusión entre «competir» y «competer». Son dos verbos diferentes y sería un error equiparar sus significados, aunque en los espacios profesionales capitalistas es frecuente esta identificación. También se encuentran críticas que suponen una visión «instrumentalista», «eficientista» o simplemente limitadora de la riqueza de la personalidad individual, que coarta las posibilidades de crecimiento personal. Después de todo, es en la relación social donde se forman y se perfeccionan las competencias, pero, además, la propia personalidad (Vygotsky 1987). Suponer que ejercer una actividad profesional reduce las posibilidades de perfeccionamiento personal o la búsqueda de sentidos válidos para cada quien resulta una conclusión, cuando menos, inexacta.
Una observación, frecuente entre nosotros, se pudiera concretar en una simple oración: «Es lo que ya se hace, nada nuevo». Como ya se señaló efectivamente muchas de las ideas de competencias ya se aplican sin darle el nombre, pero adolecen de sistematicidad, y sobre todo de legitimidad desde las instituciones normativas. De esta forma, el paso que sería necesario consistiría en esta legitimación, al menos como experimento metodológico, como ha sido aceptado en algunas de nuestras carreras.
Otra crítica, más solapada y que nadie mantiene en público, aunque sí en privado, se resume en otra expresión que he oído: «Mucho cambio, mejor seguir como estamos». Esto no es una crítica, sino una resistencia, bien frecuente en el mundo educativo cuando se trata de una modificación trascendental, sobre todo cuando no se convence a profesores y estudiantes de su necesidad y viabilidad.
La peor de todas es la aceptación incondicional: «Es la solución mágica; a aplicarla en todas partes». Aunque no hemos llegado allí, al menos para la mayoría, sí es un peligro real, bien observable en algunos sistemas latinoamericanos.
CONCLUSIONES
Un sistema de enseñanza basado en competencias requiere un pensamiento diferente, más allá de exclusiones disciplinarias, fronteras científicas o exigencias sociales. Solo se logra con participación, compromiso personal y reflexión. Requiere cooperación y trabajo interdisciplinario. No es inmediato ni mágico; promete esfuerzo y transformación. Sería mi mayor satisfacción que este artículo contribuya en algo a este esfuerzo.