Introducción
En la actualidad existe un consenso acerca de la necesidad de alcanzar una agricultura sustentable. Sin embargo, el desarrollo de la actividad agrícola no deja de tener efectos nocivos para el ambiente. La agricultura moderna, comúnmente denominada convencional, es consecuencia de la llamada revolución verde, que consistió en buscar el aumento de la productividad de los cultivos agrícolas, a expensas del uso de semillas mejoradas de alto rendimiento, fertilizantes sintéticos y plaguicidas (FAO, 2015).
La crisis ambiental y socioeconómica que ha causado esta forma de agricultura ha conllevado a replantear el modelo agrícola vigente hacia otro más sustentable, y al surgimiento de la agroecología, como un enfoque teórico y metodológico que pretende alcanzar la sustentabilidad agraria desde las perspectivas ecológica, social y económica. La agroecología ofrece las bases científicas y metodológicas para las estrategias de transición hacia la construcción de un nuevo paradigma de desarrollo y una agricultura sustentable (Queiroz, 2016).
El sector agropecuario cubano no ha estado exento de los problemas referidos anteriormente. Con el transcurso de los años se han experimentado varias transformaciones, que abarcan desde la forma de gestión de la tierra hasta el modelo productivo per se, en un tránsito hacia enfoques holísticos sostenibles. Se sabe que el modelo industrial de agricultura, conocido como revolución verde, adoptado durante los años sesenta del siglo XX, tuvo impactos ambientales y socioeconómicos muy negativos. Entre ellos se pueden citar la especialización de la agricultura y la ganadería, la consecuente pérdida de la biodiversidad de los agroecosistemas, la erosión de los suelos, la deforestación y la migración a gran escala de la población rural hacia las ciudades (Machado et al., 2009).
Por los motivos antes referidos, así como por el recrudecimiento del bloqueo económico de los Estados Unidos hacia Cuba, en la década de 1990, los esfuerzos de los centros de investigación y de los agricultores se centraron en la búsqueda de opciones que permitieran mantener elevados rendimientos, al tiempo que fueran viables en términos medio ambientales. Es en este contexto que comienza la reconversión agroecológica de los agroecosistemas cubanos. Se retoma entonces, la importancia de los sistemas integrados y se inicia un proceso dinámico de extensión participativa, con la intención de introducir esta nueva concepción de la producción, basada en la integración ganadería-agricultura (Funes-Monzote, 2009).
Actualmente, ante los desafíos que impone la situación de la agricultura a nivel mundial, que persigue aumentar y asegurar la producción de alimentos y, a su vez, reducir los problemas ambientales, este proceso de reconversión tecnológica hacia sistemas sostenibles tiene mayor vigencia. Desde esta perspectiva, se retoman los sistemas integrados agricultura-ganadería (SIAG) como uno de los pilares del nuevo paradigma de producción agropecuaria, pues se consideran un diseño eficiente para sistemas agrícolas sostenibles, de base ecológica (Stark, 2016). Este nuevo paradigma, dígase intensificación ecológica (Rockström et al., 2017), ecoagricultura (Garbach et al., 2017), agroecología (Altieri y Nicholls, 2017; Bergez et al., 2019) o modernización de la agricultura ecológica (Pretty et al., 2018), tiene como objetivo diseñar e implementar sistemas agrícolas productivos, que requieran la menor cantidad de insumos externos como sea posible, con el apoyo de las interacciones y sinergias entre sus componentes biológicos. Esta necesidad de diseñar e implementar agroecosistemas sostenibles y productivos, que sean menos dependientes de insumos, y amigables con el medio ambiente, ha sido cada vez más expresada en las últimas décadas (Therond et al., 2017; Sharma et al., 2017; Stark et al., 2018).
El objetivo de este trabajo fue reflexionar sobre la función e importancia de la agroecología en los agroecosistemas integrados, y su efecto en la estructura, funcionamiento y uso eficiente de los recursos de dichos sistemas.
El enfoque agroecológico
El uso contemporáneo del término agroecología data de los años 70, aunque la ciencia y la práctica de esta son tan antiguas como los orígenes de la agricultura, pues tienen sus raíces en el análisis y estudio de ecosistemas naturales y de agroecosistemas indígenas (Hecht, 1999).
El término agroecología se utilizó por primera vez en dos publicaciones científicas de Bensin (1928; 1930). Este autor lo sugirió para describir el uso de métodos ecológicos en la investigación de plantas de cultivos comerciales (Bensin, 1930). Por tanto, la agroecología se definiría preliminarmente como la aplicación de la ecología en la agricultura, significado que todavía se usa (Wezel et al., 2009).
Según Wezel et al. (2009), se identifican cuatro períodos históricos principales en el estudio de la agroecología:
Surgimiento (1930s-1960s)
Expansión (1970s - 1980s)
Institucionalización y consolidación (1990s)
Nuevas dimensiones (2000 - presente)
Aunque la agroecología como ciencia ha evolucionado significativamente y se han articulado conceptos, todavía se encuentra gran diversidad en el enfoque de esta disciplina y sus definiciones en diferentes países y regiones del mundo.
Altieri, uno de los fundadores de este paradigma, la define como la ciencia que integra ideas y métodos de hacer agricultura. De acuerdo con Altieri y Nicholls (2017), es la disciplina científica que enfoca el estudio de la agricultura desde una perspectiva ecológica y considera a los ecosistemas agrícolas como las unidades fundamentales de estudio, donde los ciclos minerales, las transformaciones de la energía, los procesos biológicos y las investigaciones socioeconómicas se consideran y analizan como un todo.
Durante noventa años de estudio científico se ha utilizado este término para hacer referencia a una gama de principios científicos, prácticas agronómicas y posiciones políticas de los movimientos sociales.
La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), después de seminarios regionales e intercambios globales con representantes de Estados Miembros, que tuvieron lugar entre 2014 y 2018, acepta una definición consolidada internacionalmente, que describe la agroecología como una disciplina «basada en la aplicación de conceptos y principios ecológicos para optimizar las interacciones entre plantas, animales, humanos y medio ambiente, teniendo en cuenta los aspectos sociales que se deben abordar para lograr un desarrollo sostenible y un sistema alimentario justo». Este concepto se refiere, principalmente, a las condiciones de producción de los alimentos, mientras que los calificadores de sostenible y justo aluden a las relaciones socioeconómicas entre los actores del sistema (Loconto, 2020).
La agroecología, por tanto, se basa en la aplicación de las ciencias agronómicas y ecológicas al estudio, diseño y manejo de agroecosistemas sustentables, culturalmente sensibles y socioeconómicamente viables. Este enfoque conlleva a un análisis y rediseño para el manejo de la diversificación agropecuaria, que promueve sinergias entre todos los componentes y una dinámica compleja de los procesos socio-ecológicos, la restauración y conservación de la fertilidad del suelo, el mantenimiento de la productividad, la eficiencia y la autosuficiencia a largo plazo (Casimiro, 2016; Nicholls et al., 2016; 2017).
La agroecología se fundamenta, según Casimiro (2016) y Nicholls et al. (2016; 2017), en principios básicos que pueden asumir diversas prácticas tecnológicas, en función del contexto de una finca, y que pueden tener diferentes efectos en su productividad o resiliencia, en dependencia del entorno y la disponibilidad de recursos, lo que coincide con criterios de Paolini et al. (2018).
Estos principios, abordados por Altieri et al. (2015) y Gliessman (2016), se basan principalmente en procesos ecológicos. Sin embargo, Casimiro (2016) considera igualmente de vital importancia el complemento social asociado (tabla 1).
La agroecología se centra, por tanto, en las relaciones ecológicas en el campo, y su propósito es iluminar la forma, la dinámica y las funciones de esta relación. Como resultado, investigadores de las ciencias agrícolas y de áreas afines, comenzaron a considerar el predio agrícola como un tipo especial de ecosistema, como un agroecosistema, y a formalizar el análisis del conjunto de procesos e interacciones que intervienen en este tipo de sistema.
Agroecosistemas. Tipos y definiciones
Un fundamento básico de la agroecología es el concepto de ecosistema, definido por Odum (1971) y Gliessman (1998) como un sistema funcional de relaciones complementarias entre los organismos vivientes y su ambiente, delimitado por fronteras establecidas arbitrariamente en un tiempo y espacio, que parece mantener un estado de equilibrio estable, pero a la vez dinámico, y que puede considerarse sostenible. Un ecosistema bien desarrollado y maduro es, según Gliessman et al. (2007), relativamente estable y auto-sostenible; se recupera de las perturbaciones, se adapta al cambio, y es capaz de mantener su productividad mediante la utilización de insumos energéticos provenientes solo de la radiación solar.
Un agroecosistema es un ecosistema alterado por el hombre para el desarrollo de una explotación agropecuaria. De acuerdo con Gliessman et al. (2007), un agroecosistema es, a menudo, más difícil de estudiar que los ecosistemas naturales, porque la intervención humana altera su estructura y función normal. Argüello (2015) refiere que cuando se extiende el concepto de ecosistema a la agricultura, y se consideran los sistemas agrícolas como agroecosistemas, se puede apreciar el complejo conjunto de interacciones (biológicas, físicas, químicas, ecológicas y culturales), no solo a nivel de finca, sino en el ámbito regional o de país, que determinan los procesos que permiten la producción de alimento.
Como antes se señaló, la manipulación humana de los agroecosistemas introduce varios cambios en la estructura y función del ecosistema natural. Como resultado, se modifican algunas de sus cualidades clave, conocidas como propiedades emergentes o propiedades del sistema, que se manifiestan una vez que todos sus componentes están organizados y que, según Gliessman (1998), pueden servir también como indicadores de su sostenibilidad.
La estructura y el funcionamiento de los agroecosistemas pueden ser muy simples o muy complejos, y dependen del número y tipo de componentes y del arreglo entre ellos. Este es el caso de un sistema integrado, donde coexisten muchas especies, o de un sistema especializado o convencional de monocultivo.
No obstante, el funcionamiento de un agroecosistema no está condicionado solo por la suma de sus componentes, sino por la forma en que estos se interrelacionan, lo que determina sus propiedades particulares. Específicamente en un agroecosistema, es lo que le confiere sus características productivas.
La idea de aplicar el enfoque de sistema no es nueva ni exclusiva de las ciencias agropecuarias. Desde el siglo IV a.n.e., Aristóteles (384-322 a.n.e.) reconoció que “el todo es más que la suma de las partes”. Años más tarde, Von Bertalanfly (1968) desarrolló la Teoría General de Sistemas, en la que reconoce que «un sistema es un conjunto de elementos interrelacionados». No obstante, el concepto de sistema más reconocido es el enunciado por Becht (1974), que declara que «un sistema es un arreglo de componentes físicos, un conjunto o colección de cosas, unidas o relacionadas de tal manera que forman y actúan como una unidad».
En la actualidad, se conocen dos enfoques productivos contrastantes. Existe la agricultura convencional (intensiva-industrial de altos insumos) y, en oposición a ella, se sitúan diferentes modelos alternativos, como la agricultura natural, la agroecología, la agricultura orgánica, la biodinámica, la viva, la alternativa, la regenerativa, la de conservación y la permacultura (Vázquez, 2015).
Los sistemas de producción agropecuaria convencionales, según refiere Vázquez (2015), explotan una o varias especies de plantas o animales en sistemas de cultivo y ganadería especializados y de grandes extensiones, mediante tecnologías con predominio de mecanización e insumos químicos, que causan externalidades negativas.
Los modelos alternativos constituyen una forma de producción basada en principios ecológicos y en ciclos adaptados a condiciones locales, sin usar insumos que tengan efectos adversos; combinan tradición, innovación y ciencia para favorecer el medioambiente y promover relaciones justas y buena calidad de vida para todos sus participantes.
La integración agricultura-ganadería (IAG), reconocida como el conjunto de prácticas agrícolas que moviliza diversos procesos ecológicos, es uno de los pilares de este último enfoque de producción agrícola (Stark et al., 2018). La combinación de cultivos y ganado ha sido definida por la investigación, pero no de forma consensuada.
La bibliografía europea utiliza el término «sistemas mixtos de cultivo y ganado» (Moraine et al., 2016) para denotar una asociación entre cultivos y ganado en la explotación. En la literatura especializada norteamericana se hace alusión a «sistemas integrados de cultivo» (Hendrickson et al., 2008), para hacer referencia a los niveles de integración entre cultivo y ganado.
Según Bonny (1994), el concepto de producción integrada es similar al de agricultura sostenible. Este autor establece que la producción integrada es un sistema agrícola que se caracteriza por:
Integrar los recursos naturales y los mecanismos reguladores en las actividades agrícolas, con el fin de lograr la máxima supresión de los insumos ENT#091;...ENT#093;
Garantizar la producción sostenible de alimentos y otros productos de alta calidad mediante el uso preferencial de tecnologías respetuosas con el medio ambiente ENT#091;...ENT#093;
Mantener los ingresos de la granja.
Eliminar y reducir las fuentes actuales de contaminación ambiental generadas por la agricultura.
Apoyar las múltiples funciones de la agricultura.
Existe una gran diversidad de definiciones de agricultura mixta. No obstante, en todos los casos, los niveles de coordinación se hallan implícitos, y hacen referencia a sus efectos positivos en la sostenibilidad ambiental y económica de todas las áreas (Horton et al., 2017). Si se considera lo antes expuesto, los sistemas mixtos o integrados de agricultura-ganadería (SIAG) se pueden definir como sistemas de producción, que asocian ganado y cultivos en un marco coordinado, más o menos en interacción. Estas propiedades de biodiversidad e interacciones posibilitan la implementación concreta de los principios de la agroecología (Funes-Monzote, 2009).
Entre las cualidades emergentes clave de los ecosistemas, que se alteran al convertirse en agroecosistemas convencionales o integrados, se pueden citar las siguientes:
Flujos de energía
Según Odum (1971), la energía fluye a través del ecosistema natural, como resultado de un complejo conjunto de interacciones tróficas, con ciertas cantidades disipadas en diferentes puntos y momentos de la cadena alimentaria. Finalmente, en este ecosistema, la mayor cantidad de energía se mueve por la ruta de los desechos.
En los agrosistemas, el flujo de energía se altera enormemente por la interferencia humana. Aunque la radiación solar es la mayor fuente de energía para la agricultura, muchos de los insumos utilizados en el proceso de producción se derivan de fuentes de manufactura humana, que frecuentemente no son autosostenibles, como los fertilizantes o combustibles basados en petróleo. Al mismo tiempo, una parte considerable de la energía producida se dirige hacia fuera del sistema en cada cosecha, sea como producto principal o en forma de biomasa de tallos y hojas (Funes-Monzote, 2009).
El uso de la energía proveniente de otras fuentes dependerá de los sistemas de manejo y de los estilos de agricultura seleccionados. Así, en sistemas convencionales o especializados, puede ser enorme, mientras que, en los SIAG, la biomasa que representa energía acumulada se queda en el sistema para contribuir al funcionamiento de importantes procesos internos. De esta forma, los residuos orgánicos devueltos al suelo pueden servir como fuente de energía a los microorganismos que son esenciales para el reciclaje más eficiente de los nutrientes, y permiten disminuir el uso de insumos agroquímicos. En estos sistemas productivos, la biomasa se utiliza como «combustible» para las interacciones tróficas esenciales, con el propósito de mantener otras funciones del agroecosistema.
Reciclaje de nutrientes
En un ecosistema natural, los nutrientes ingresan continuamente en pequeñas cantidades a través de varios procesos hidrogeoquímicos. Mediante complejos ciclos interconectados, estos nutrientes circulan en el ecosistema, donde la mayoría de las veces forman parte de la biomasa viva o de la materia orgánica del suelo (Borman y Likens, 1967). En este proceso, los componentes biológicos de cada sistema se vuelven muy importantes para determinar cómo mover eficientemente estos nutrientes, y asegurar pérdidas mínimas. En un ecosistema maduro, estas pequeñas pérdidas se reemplazan por insumos locales, manteniendo el balance adecuado de nutrientes.
En un agroecosistema, el reciclaje de nutrientes puede ser mínimo, e incluso, llegar a ser nulo, perdiéndose cantidades considerables de nutrimentos con la cosecha o como resultado de percolación o erosión. Esto se explica por la constante reducción en los niveles permanentes de biomasa mantenidos en el sistema.
En los SIAG, se favorecen y fortalecen los mecanismos que permiten el reciclaje de nutrientes, pues las salidas de una actividad se utilizan como insumos para otra. Esto puede contribuir, además, a reducir los efectos adversos para el medio ambiente y disminuir la dependencia de recursos externos.
Igualmente, la agricultura mixta mejora la fertilidad del suelo, pues la adición de estiércol al suelo aumenta su contendido de nutrientes, su capacidad de retención de agua, y mejora su estructura. Además, si se utilizan rotaciones de diversos cultivos y leguminosas forrajeras, se reponen los nutrientes del suelo y se reduce la erosión. En este sentido, los sistemas integrados tienen la ventaja de permitir la diversificación de especies y el reciclaje de los residuos de cosecha. Se evitan así las pérdidas de nutrientes, y se agrega valor a los cultivos y productos agrícolas (Alves et al., 2017).
Mecanismos de regulación de poblaciones
En los ecosistemas naturales se establece un control natural en los niveles de población de los distintos organismos por medio de una compleja combinación de interacciones bióticas y límites impuestos por la disponibilidad de recursos físicos presentes. La presencia de los organismos en una organización compleja, pero interactuante, y las condiciones ambientales en las que se desenvuelven, permiten el establecimiento de diversas interacciones tróficas y la diversificación de nichos (Gliessman et al., 2007).
En los agroecosistemas, la selección genética y la domesticación dirigida por humanos conducen, generalmente, a su simplificación, lo que provoca la pérdida de la diversidad biológica y la reducción de las interacciones tróficas. Las poblaciones de plantas y animales cultivados muy rara vez se autorregulan, especialmente las plagas agrícolas. Al decrecer la diversidad biológica, se reduce y se interrumpen los sistemas naturales de control de plagas, ya que muchos nichos y hábitats quedan desocupados y, como consecuencia, se incrementa el peligro de epidemias o plagas.
Por el contrario, en los sistemas mixtos, que tienen mayor agrobiodiversidad (genética, horizontal y temporal), se favorece el proceso de regulación biótica y, en consecuencia, es menor la incidencia de plagas. En estos sistemas, es mayor la presencia de hábitats alternativos para los enemigos naturales, y hay menor concentración de alimento para las plagas, menor posibilidad de que ciertas malezas se conviertan en población dominante, además de que las rotaciones pueden promover la actividad de organismos controladores de plagas o enfermedades del cultivo siguiente (Vázquez, 2015).
En los SIAG, hay incremento de los estratos de vegetación (diversidad vertical), aumento de la entomofauna benéfica (diversidad específica) y activación de la biología del suelo. En este caso, se favorecen los procesos ecológicos de regulación biótica y el ciclado de nutrientes (diversidad funcional).
Equilibrio dinámico
La estabilidad del sistema no es sinónimo de un estado estacionario, sino más bien de un estado dinámico y altamente fluctuante, que permite que el ecosistema se recobre después de una perturbación. Esto promueve el establecimiento de un equilibrio ecológico dinámico, que funciona sobre la base de un uso sostenible de recursos, que puede mantener al ecosistema por largo plazo, o adaptarse cuando el ambiente cambia. En ecosistemas maduros, la riqueza de especies permite alto grado de resistencia a perturbaciones ambientales, incluso poseen alta resiliencia a disturbios verdaderamente dañinos, como son los huracanes (Connell, 1978).
La resiliencia de los agroecosistemas se relaciona estrechamente con su nivel de diversificación en términos de prácticas de manejo y especies vegetales y animales. En los sistemas agrícolas convencionales, el énfasis excesivo en maximizar la cosecha desordena el equilibrio mencionado en ecosistemas naturales, de modo que solo se puede mantener la productividad si continúa la interferencia externa a través de insumos, importando energía y nutrientes (Gliessman et al., 2007). Mientras que, en los SIAG, el manejo de la biodiversidad ofrece un apoyo eficiente para amortiguar los efectos de los eventos climáticos extremos en la productividad y los ingresos.
A diferencia de los sistemas convencionales, la integración agricultura-ganadería, al aplicar los principios agroecológicos, estrecha los vínculos entre los distintos componentes biofísicos del sistema, y ofrece oportunidades para su multifuncionalidad.
Los sistemas integrados se caracterizan por la dependencia nula o mínima de agroquímicos, de combustibles fósiles y de subsidios de energía. Estos sistemas agrícolas, capaces de subsidiar su propia fertilidad y productividad, son la opción más viable para la producción agropecuaria ante las limitaciones energéticas, climatológicas y financieras que existen actualmente (Nicholls y Altieri, 2019).
Los beneficios de la integración agricultura-ganadería, principalmente a través de los procesos agroecológicos, han sido descritos en la literatura científica. Con relación al desempeño ambiental, la integración es importante para la preservación de la biodiversidad (Kronberg y Ryschawy, 2019; Rosa-Schleich et al., 2019) y para la captura de carbono (Smith y Lampkin, 2019). En cuanto al desempeño económico, la complementariedad entre las producciones agrícolas y pecuarias posibilita la reducción de costos y el aumento de la eficiencia económica (Thornton et al., 2018; Rose et al., 2019).
Los SIAG tienen como uno de sus objetivos fundamentales desarrollar fuertes interacciones entre sus componentes y, cuando estas interacciones son adecuadas, resultan más eficientes en el uso de recursos naturales (Thornton et al., 2018), promueven el reciclaje de nutrientes y la mejora de suelos (Stark, 2016; Stark et al., 2018), reducen costos de producción (Ryschawy et al., 2017), mantienen elevados niveles de productividad y generan diversos servicios ecosistémicos (Kronberg y Ryschawy, 2019). Entre otras ventajas de los SIAG, se incluyen la diversificación de los riesgos, el uso más eficiente de la mano de obra y el valor agregado de cultivos y productos agrícolas (Alves et al., 2017; Koppelmäki et al., 2019).
El análisis antes expuesto permite reconocer la importancia de entender la estructura y función de un agroecosistema sobre la base del conocimiento que proporciona la ecología. Sin embargo, no se debe olvidar que la estructura y función de un agroecosistema también es el resultado de un tejido social que ejerce una fuerte influencia, por lo que las decisiones de los agricultores también repercutirán en su diseño y manejo (Gliessman et al., 2007).
La integración agricultura-ganadería se considera como una alternativa acertada para enfrentar las restricciones ambientales, económicas y sociales actuales del desarrollo sostenible (Nath et al., 2016; Gil et al., 2017), ya que estos sistemas agroproductivos, que combinan cultivos, ganado y árboles, ofrecen considerables oportunidades para la intensificación sostenible y la eficiencia en el uso de los recursos.
Por estas razones, la comunidad científica internacional se interesa por estudiar sus posibles potencialidades, basadas en la interrelación animales/cultivos, con el propósito de incrementar los niveles de producción, eficiencia y estabilidad (Tully y Ryals, 2017; Rosa-Schleich et al., 2019; Walia et al., 2019).
No obstante a lo anterior, aún existen limitaciones para el desarrollo de los SIAG o mixtos. Entre ellas se incluyen la gran necesidad de fuerza de trabajo durante la etapa de establecimiento, la falta de capital para su implementación (Rosa-Schleich et al., 2019; Walia et al., 2019) y la prioridad que aún se otorga a la agricultura convencional y a su infraestructura especializada. También es necesario conocer en mayor detalle cómo funcionan los SIAG, así como divulgar el conocimiento para lograr un diseño adecuado a cada contexto (Chandra et al., 2017; Doherty et al., 2019; Magne et al., 2019).
Se necesitan enfoques innovadores, que permitan estudiar, implementar y diseminar los sistemas agrícolas, integrados a escala mayor y con diferentes niveles de complejidad.
Consideraciones finales
La integración de animales y cultivos genera sinergias que potencian las capacidades productivas de los agroecosistemas. Se conoce también que se logra reducir la vulnerabilidad a las plagas agrícolas, la dependencia de insumos externos y los requerimientos de capital, unido a una mayor eficiencia en el uso de la tierra.
La aplicación de enfoques agroecológicos contribuye a la intensificación sostenible de la producción de alimentos y a la solución de muchos problemas, relativos a los efectos ambientales adversos y a la baja productividad y eficiencia que aún predominan en los sistemas especializados.