Introducción
La pandemia COVID-19 ha mostrado en toda su crudeza las falencias, vulnerabilidades, injusticias y desigualdades que aquejan al entramado económico, social, cultural y político contemporáneo. Una vez más ha quedado expuesto que los determinantes de la salud individual y colectiva rebasan ampliamente el ámbito de la organización sanitaria, así como emerge de manera indubitable el substrato bioético y biopolítico de los estrechos lazos interdependientes de la trama de la vida con la trama social y su influencia decisiva en el curso y desenlace de cualquier problema de salud.
La rápida y letal expansión de la COVID-19 ha creado una situación catastrófica excepcional que cada día suma miles de contagios y víctimas fatales. Todavía no se conoce la magnitud de las secuelas que dejará entre las personas afectadas que la sobrevivan, así como los inevitables efectos devastadores sobre las condiciones de existencia actual y futura de los grupos más vulnerables y menos favorecidos en cualquier lugar del centro o la periferia económica mundial donde se encuentren. El objetivo del presente trabajo es realizar un análisis de los efectos y consecuencias de la pandemia COVID-19 desde la perspectiva de la bioética y la biopolítica.
El contexto internacional donde eclosionó la pandemia COVID-19
Desde la segunda mitad del pasado siglo xx, en la mayor parte del mundo se ha impuesto un modelo capitalista de talante transnacional y de liberalismo financiero que constituye la opción económico-social dominante después de la resolución del conflicto Este-Oeste y la globalización acelerada de las relaciones financieras, mercantiles y comunicacionales.
El modelo neoliberal propugna la minimización del papel regulador del estado en los procesos económicos; favorece el establecimiento de políticas fiscales que benefician de manera sustancial a los grandes inversores y poco al contribuyente común; flexibiliza y somete las regulaciones de protección medioambiental al interés empresarial; compele a los gobiernos a la privatización de las empresas y servicios públicos, así como a la reducción del gasto de su menguado erario en detrimento de esferas tan sensibles como la administración pública, seguridad social, educación y salud. Mientras, los escasos recursos de que disponen a costa de onerosos endeudamientos con los organismos financieros internacionales se emplean en el mantenimiento de la banca, el salvataje a las grandes empresas privadas autodeclaradas en bancarrota, erogaciones superfluas en operaciones comunicacionales de lavado de imagen del gobierno de turno, injustificados gastos militares para satisfacer las apetencias de la industria armamentística y en seguridad interna. De esta manera se garantizan los mecanismos de represión ante predecibles protestas sociales provocadas por las políticas de austeridad extrema y la conculcación de derechos ciudadanos que habían sido alcanzados como resultado de largas luchas sociales.1
Tras décadas de recortes presupuestarios y falta de incentivos al desarrollo proporcional y equitativo de los servicios públicos de salud, los progresos alcanzados en este campo por las llamadas sociedades de bienestar industrializadas han sufrido un franco retroceso, en particular, las acciones dirigidas a la promoción de salud y la prevención de enfermedades, las que desde la perspectiva de una medicina empresarial y gerencialmente regulada resultan no ser costo-eficientes. En los países de la periferia económica donde esos avances sociales nunca ocurrieron, estas políticas excluyentes exacerbaron las profundas desigualdades y vulnerabilidades ya existentes.
En esa lógica mercantil, es la enfermedad y no la salud lo que reporta ganancias a un sector privado predominante que se nutre del paciente-cliente y nada le reporta a la persona funcionalmente sana. Después de la crisis financiera de 2008-2009 los recortes presupuestarios sobre el sector público en estos países se hicieron mucho más severos y sus consecuencias aún peores. El modelo privatizado y de enfoque médico-curativo ha sido progresivamente mimetizado desde el faro del liberalismo económico en Estados Unidos de América, donde la consecuente aplicación de las reglas del mercado a la atención médica explica la inexistencia de un sistema de salud pública acorde al desarrollo económico, científico, tecnológico y cultural que esa sociedad ha alcanzado.
En la región de América Latina y el Caribe, la más desigual del mundo, las políticas neoliberales implantadas por las dictaduras militares durante las décadas de los setenta y los ochenta fueron continuadas por las democracias representativas que les sucedieron. Tras la interrupción de la década progresista, han sido reimplantadas en todos aquellos países donde la derecha ha recuperado el poder político y restaurado el neoliberalismo, ahondando así profundamente la brecha entre los grupos y clases sociales más y menos favorecidos.2
Ese contexto de endebles sistemas públicos de salud, una crisis medioambiental patente, intensa circulación de viajeros, migrantes y mercancías, concentración de los asentamientos humanos, así como poblaciones desprotegidas asediadas por carencias y conflictos de todo tipo, es donde se ha cebado la pandemia COVID-19. El profesor de la Universidad de Yale e historiador de las epidemias, Frank Snowden, en una entrevista concedida el pasado 29 de marzo de 2020 al diario argentino La Nación, expresó que: “El coranovirus es la primera gran epidemia de la globalización”.3 La imagen que desliza Snowden es particularmente simbólica, porque la COVID-19 es el primer evento transmisible de alcance completamente mundial del siglo xxi, producido por un agente causal hasta el momento desconocido, poseedor de un alto poder infectivo y una letalidad elevada, con una distintiva agresividad sobre grupos poblacionales vulnerables como personas mayores, enfermos crónicos y pobres.
Esta morbi-mortalidad selectiva se ha hecho más patente en la medida que la pandemia avanza entre las comunidades más empobrecidas dentro de las propias sociedades industriales y hacia los países eufemísticamente denominados como emergentes o francamente subdesarrollados. La rápida diseminación y efectos devastadores de la COVID-19 han sido posibles por las condiciones favorables creadas por la globalización neoliberal.
Desde una óptica centrada en el éxito identificado como ganancia material empresarial a toda costa, es dificultoso estructurar políticas públicas ante acontecimientos tales como desastres poderosos de la magnitud de una pandemia, los que necesariamente requieren de cuantiosos recursos que no se revertirán en utilidades, sino en el beneficio social colectivo. De ahí el titubeo doloso de aquellas cúpulas gobernantes que antepusieron la salud de los mercados a la salud de las personas, la vitalidad de la economía, ante le vida de sus semejantes. Esa lógica utilitarista despiadada es capaz de admitir que un pronóstico de 100 000 fallecidos sería un indicador de “buen trabajo”.
Ante tan vasto escenario mundial, los efectos de este fenómeno catastrófico han tenido diversos resultados, que no en todos los casos se justifican por el riesgo epidemiológico común presente en las condiciones generales anteriormente descritas. Hay aspectos en el plano de la personalidad social, el imaginario colectivo, los sistemas de valores compartidos y las tradiciones culturales regionales y locales que no pueden ser obviados y explicarían las diferentes actitudes adoptadas en el combate a la pandemia y su transcurrir. Países asiáticos con disímiles modelos económico-sociales y políticos como China, Vietnam, Japón o Corea del Sur, los cuales fueron objeto de los primeros e inusitados embates de la pandemia, han obtenido un éxito relativo en el control de este brote inicial por su determinación en la implementación de enérgicas medidas de control epidemiológico, coadyuvadas por la proverbial disciplina y acatamiento de la autoridad de su población.
Occidente, con la arrogancia o liviandad propia del paradigma hegemónico que lo embarga de una suerte de inmunidad ficticia, pareció percibir lo que se avecinaba como un fenómeno fundamentalmente asiático, a lo sumo de la envergadura del SARS de 2002, o simplemente tercermundista endémico como el dengue o la malaria. El Global Health Security Index, un informe publicado en octubre de 2019 por un proyecto conjunto de la Universidad Johns Hopkins, estudió 6 categorías, 34 indicadores y 140 ítems o interrogantes que, a juicio de los autores, les permitió evaluar la seguridad sanitaria en 195 países. Este estudio alertó acerca de que ninguno estaba preparado para enfrentar una pandemia, incluido Estados Unidos de América que encabezaba el índice con 83,5 sobre 100 de una media mundial de 40.4
No obstante ser ubicado EE. UU. en ese ranking de la Universidad Johns Hopkins como el país mejor preparado para asegurar la salud de su población y el que mejor pudiera reaccionar ante una epidemia, otra proyección publicada por el Institute for Health Metrics and Evaluation, en su actualización del 1.o de abril de 2020, señalaba al 15 de abril como la fecha prevista de mayor presión de la COVID-19 sobre los servicios de salud norteamericanos. La necesidad total de camas hospitalarias en ese momento sería de 262 092, mientras que las disponibles solo alcanzarían las 87 674. De igual modo se comportaría la demanda de camas en unidades de cuidados intensivos que requeriría de 39 727 y las disponibles solo ascenderían a 19 863. Por último, la necesidad de equipos de ventilación asistida sería de 31 782. Es de conocimiento público la polémica entre el gobierno federal y los estaduales acerca de la posibilidad de proveer cantidades menores de este equipo.5) Ante este oscuro panorama, no es de extrañar que el día siguiente, 16 de abril de 2020, estuviera fijado como el de mayor letalidad de la pandemia en ese país. Este fatídico pronóstico se cumplió cuando precisamente en esas fechas el número de fallecidos superó las 3000 víctimas mortales en un solo día.6
Esta ceguera manifiesta e imprevisión supina se explica porque los valores económicos desde la perspectiva del capital transnacional fueron sobrestimados con relación a los valores morales. No es posible entonces que los principios éticos de solidaridad, responsabilidad, no discriminación y protección de los más vulnerables orientaran políticas públicas capaces de articular una respuesta coherente que permitieran enfrentar, contrarrestar y vencer desastres como la pandemia COVID-19. De ahí los nefastos estragos que ha causado en EE. UU. y Europa, mientras que, en África, América Latina y el Caribe, aún en los primeros días de junio de 2020, la tragedia no ha alcanzado su acmé.
Aristas del debate bioético en torno a la COVID-19
La pandemia COVID-19 ha catalizado un debate ético sobre conflictos de valores morales y dilemas a nivel micro y macroético de problemas persistentes y emergentes que ya existía, pero que con este evento mundial ha cobrado inusitada intensidad.
Desde la década de 1960, pensadores como la antropóloga Margaret Mead alertaron sobre la deriva materialista vulgar y depredadora del medio ambiente por la que se había enrumbado el paradigma de progreso característico de la modernidad, lo que ponía en serio peligro la calidad medioambiental y la existencia misma de la especie humana. Estas reflexiones, condujeron a Van Rensselaer Potter a concebir la idea de la bioética como una necesaria nueva cultura, un nuevo tipo de saber de integración que propugnara la supervivencia de la vida humana en condiciones aceptables de existencia. Potter preconizó “un enfoque cibernético del conocimiento de cómo usar el conocimiento”, que favoreciera una relación tecnológica cualitativamente diferente del hombre con la naturaleza y consigo mismo.7 Pero en la práctica, la expansión del capitalismo transnacional ha profundizado la actitud nociva e irresponsable de entender el progreso y el desarrollo como una carrera desenfrenada por el bienestar material y las ganancias a toda costa de las élites.
Este es un asunto de fondo que explica por qué fueron desoídos los llamados de alerta aportados por los modelos de pronóstico sobre eventos catastróficos inminentes, incluidos los epidémicos, y la advertencia acerca de la incompetencia manifiesta de los servicios de salud para darles frente, así como las débiles o inexistentes redes sociales de apoyo que debían construirse en consecuencia. La irresponsabilidad de empresarios exitosos reconvertidos en políticos mediocres que gobiernan para el capital transnacional y no para la población que representan, ha provocado que la pandemia COVID-19 haya sido una “guerra avisada” que ha matado ya muchas personas.
Con este infausto evento pandémico se ha manifestado la evidente colisión entre las diferentes acepciones del término biopolítica. Entendida, bien como el uso del biopoder que confiere el profundo conocimiento actual de las ciencias de la vida para la manipulación intencionada e interesada de la sociedad en función de las élites dominantes. En contraposición con otra visión radicalmente opuesta acerca de la utilización de ese mismo conocimiento para el empoderamiento ciudadano y el diseño e implementación de políticas públicas saludables.
La COVID-19 ha desgarrado las vestiduras de oropel del capitalismo transnacional y mostrado sus pústulas y costras con el verismo incontestable del desnudo total. Es deplorable presenciar como aliados tradicionales se disputan los recursos para atender sus necesidades ante la pandemia sin respeto por las de los otros. Es significativa la morosidad para poner en práctica mecanismos de enfrentamiento colectivo y multinacional a la COVID-19, aun cuando al ser signatarios de tratados regionales e internacionales estos estados tienen la obligación moral y legal de establecer la cooperación. Incluso en el mejunje politiquero para evadir las responsabilidades en cuanto al errático enfrentamiento a la pandemia y buscar culpables ajenos para las faltas propias, los presidentes de Estados Unidos y Brasil han amenazado con retirarse de la Organización Mundial de la Salud cuyas públicas advertencias estos gobernantes sistemáticamente han desoído. Estas posturas son representativas de un debate moral mucho más extenso, con multiplicidad de actores y matices que se resume en la controversia entre el egoísmo individualista y la responsabilidad solidaria.
El bardo de la biotecnología Richard Dawkins en su libro El gen egoísta, afirmó que el hombre como ser vivo es genéticamente individualista, dado la propiedad del ADN de autorreplicarse continuamente, lo que ha sustentado la persistencia de la vida.8 Esta metáfora es en esencia una loa al capitalismo despiadado y no necesariamente una alusión a la especie humana que existe y ha sobrevivido por su carácter gregario y la cooperación ente sus miembros. La protección de los más vulnerables, así como la obligación moral de compartir riesgos y beneficios en la aplicación del conocimiento y la tecnología, la responsabilidad social con la salud individual y colectiva, así como la cooperación y la solidaridad son principios éticos consagrados por la Declaración Universal de Bioética y Derechos Humanos de la UNESCO, sobre los cuales ha girado el debate ético generado por la COVID-19.9
En el horizonte ético de las relaciones interpersonales y grupales son disímiles y no menos importantes los problemas y dilemas de valores morales que han aflorado con esta situación pandémica. Una de las medidas de control epidemiológico que ha demostrado mayor efectividad en la contención de la COVID-19 es el aislamiento físico voluntario y si fuera preciso obligatorio. Debe tenerse en cuenta que la libre circulación de personas es un derecho humano internacionalmente reconocido y para algunas sociedades tiene un alto valor simbólico. Convencer o imponer este tipo de restricción depende más que del ejercicio coercitivo de la autoridad, de la persuasión en cuanto a la responsabilidad individual con el cuidado de la propia salud, así como de la responsabilidad social para con la salud de los demás.
La virtual paralización de la economía por las medidas de aislamiento ha planteado el conflicto de quienes dependen del trabajo cotidiano para la supervivencia propia y de las personas bajo su cuidado y la preservación de su salud individual y familiar. En casos como este, la autonomía personal tiene como límite la posible afectación del bien común, cuyo garante en última instancia es el Estado que tiene la máxima responsabilidad con la salud de su población. Por ese mismo fundamento, el Estado está en el deber también de garantizar las condiciones indispensables para la supervivencia digna de los ciudadanos en condición de aislamiento. Los gobiernos neoliberales han sido incapaces de renunciar a su esencia, y con su tímida respuesta a la atención de las necesidades cotidianas de la infraestructura de la vida humana han coadyuvado a que el aislamiento sea fuente de más sufrimiento e inseguridad.
El derecho a la libertad de conciencia y expresión hoy es ejercido de manera mucho más pública por medio del soporte tecnológico disponible en las redes sociales. Debido a la situación de aislamiento que guarda una gran cantidad de personas como consecuencia de la pandemia, en particular aquellos que cuentan con accesibilidad a Internet, disponen de tiempo suficiente para dedicarlo a interactuar y buscar información ante sus preocupaciones e interrogantes. La información que consumen y propalan cobra especial connotación porque puede ser usada, tanto para esclarecer dudas y ofrecer seguridad y confianza, como para propalar noticias no verificadas e incluso noticias falsas (fake news) que diseminen rumores infundados y provoquen desestabilización social de manera intencionada o no. Las declaraciones irresponsables en tuits (tweets) de determinados jefes de estado como Donald Trump y Jair Bolsonaro, son ejemplos de la influencia negativa de las redes sociales en la falta de percepción de riesgo de gran parte de la población de esos países con su consabido alto costo humano.
Las decisiones en cuanto al empleo de recursos escasos como las pruebas diagnósticas, las camas de servicios de cuidados intensivos, los ventiladores a presión positiva o incluso la manipulación de cadáveres, han traído a debate conflictos que son habituales en la práctica clínica, pero en condiciones de desastres como una pandemia se multiplican exponencialmente en su cantidad y dramatismo. Cada país, región o ciudad tiene características particulares no solo por las condiciones y recursos materiales de que se disponga, sino también debido al sustrato cultural de su población. No puede haber recetas generales para guiar una conducta humanista en estos casos, cada lugar debe establecer sus protocolos de actuación sustentados en la justicia y la equidad. Este es el mejor antídoto contra la improvisación y la sorpresa. Es absolutamente innecesario las dantescas imágenes de personas muriendo en plena calle y cadáveres corrompiéndose ante sus seres queridos como consecuencia más de la imprevisión y la anarquía, que de la falta de recursos.
En aquellos países que no disponen de un sistema de atención primaria de salud de acceso universal, la mayoría de los pacientes recibidos en el nivel secundario llegan en estadios clínicos avanzados de la COVID-19 requeridos de hospitalización. La falta de continuidad e interrelación entre diferentes niveles de atención facilita la mayor frecuencia de formas graves. Esta afluencia incontrolada de pacientes ha provocado la saturación de los servicios hasta incluso su colapso, en particular de las unidades de cuidados intensivos. Ante tal contingencia, el personal médico de estas prestaciones altamente especializadas se ha visto abocado a conflictos de valores morales relativos a la elección de empleo de recursos entre pacientes con similares urgencias sobre la base de razonamientos técnicos y éticos.
Estos criterios deben estar inspirados en el respeto a la dignidad humana, la solidaridad, la justicia, la equidad hacia los más vulnerables, así como la responsabilidad hacia el cuidado de la salud individual y colectiva. Resulta moralmente inaceptable la discriminación negativa por determinados factores aislados como la edad, la comorbilidad o la discapacidad.10,11
En una primera etapa de la pandemia, cuando aún los recursos son suficientes con relación al número de pacientes, es posible utilizar criterios neutros de elegibilidad (como el momento de acceso del paciente al servicio). Pero en etapas posteriores, cuando la cantidad de pacientes pudiera exceder la capacidad de respuesta disponible, se requiere de una evaluación integral de cada caso que permita ponderar los dos enfoques éticos fundamentales que están en juego, a saber, el deontológico (sustentado en los deberes morales que deben ser cumplimentados) y el utilitarista (inclinado a los mejores resultados).
Este enfoque integral debe sustentarse en cuatro pilares fundamentales que otorgarían validez moral a las decisiones:
Priorizar el empleo de los recursos de más complejidad en aquellos pacientes con mayores posibilidades de recuperación de acuerdo a su condición clínica independientemente de factores tales como la edad, comorbilidad o posible discapacidad.
Garantizar los cuidados paliativos y el mayor confort posible a los pacientes con menor posibilidad de recuperación.
Una comunicación adecuada con los pacientes y sus familiares sustentada en criterios claros, transparentes, objetivos, pero haciendo gala de la delicadeza que la situación requiere para lograr decisiones informadas.
En el caso del personal de salud infectado en el ejercicio de sus funciones, como regla deben ser priorizados por un elemental deber de justicia, así como también por un sentido de utilidad social, dada la necesidad de reintegrarlos al enfrentamiento de la pandemia una vez que se hayan recuperado totalmente.
La experiencia cubana en el enfrentamiento de la COVID-19 ha demostrado que cuando hay una red coherente de protección a la población y un subsistema de atención primaria de salud poderoso e integrado al resto de los subsistemas, es posible enfrentar la pandemia en mejores condiciones, lograr que una menor cantidad de pacientes alcancen estados críticos o graves, evitar así la saturación de los servicios de mayor complejidad y poder aplicar protocolos de tratamiento por etapas científicamente fundamentadas.12
Otro debate reanimado por la COVID-19 ha sido el relativo al conflicto entre la ética del deber del profesional de la salud de atender a los enfermos a riesgo de su propia seguridad y la racionalidad utilitarista de la autoconservación ante una situación de desbordamiento de la capacidad de respuesta de la organización sanitaria a una catástrofe. Al parecer en la práctica, el altruismo ha predominado y así lo refrendan los reconocimientos diarios que rinde la población agradecida de no pocos lugares azotados por la pandemia a todos aquellos, no solo profesionales sanitarios, que en muy difíciles condiciones afrontan el peligro para su salud y su vida en aras del bien común.
Abrazar una profesión sanitaria implica una gran responsabilidad social y también un constante riesgo epidemiológico superior al que tiene el resto de la población, en este caso multiplicado por la rápida propagación y agresividad que caracteriza esta pandemia. Pero los Estados y sus instituciones tienen a su vez la responsabilidad de proveer a los trabajadores sanitarios de los medios de protección indispensables de acuerdo con el nivel de riesgo de la actividad específica que estén realizando. Hay entonces una responsabilidad compartida, la individual del profesional de la salud de ofrecer sus servicios que no merma ante los mayores riesgos, y una social, que es el deber de protegerlo.
En el contexto de las muchas historias de vida que nos deja esta pandemia, resalta la sufrida por los pasajeros del crucero MS Braemar. En su odisea por el Caribe, este navío fue sistemáticamente rechazado por países donde anteriormente había atracado, incluso el de su propia bandera, porque varios de sus pasajeros fueron detectados positivos en SARS-CoV-2. Esta negativa a prestarles ayuda llevó a sus ocupantes a una situación límite, hasta que el gobierno de Cuba aceptó asumir la operación de evacuación aérea de pasajeros y tripulantes bajo estrictas normas de seguridad. Las necesarias medidas de aislamiento y vigilancia epidemiológica en ningún caso niegan la cooperación y la solidaridad ejercidas con responsabilidad. El feliz regreso de los evacuados a su país y la ulterior alta del aislamiento preventivo de los 43 funcionarios y trabajadores cubanos que participaron en la operación sin que ninguno se hubiera contaminado demostraron que el humanismo no está en contradicción con las medidas de vigilancia y control epidemiológico, cuando estas se ejercen con profesionalismo y responsabilidad.
Hasta el momento no existe tratamiento curativo, ni protección específica contra el SARS-CoV-2, el agente causal de la COVID-19. Mientras esto no se logre, las únicas medidas posibles son las de prevención y control epidemiológico. La obtención de una vacuna y un tratamiento efectivo requieren del desarrollo de protocolos de investigación que en estos momentos son conducidos por varias prestigiosas instituciones, incluso la Organización Mundial de la Salud ha convocado a un proyecto colaborativo internacional.
Independientemente del interés mundial porque se obtengan resultados al más breve tiempo, esto no es óbice para que se sigan todos los pasos estipulados garantes de la seguridad y efectividad de los productos, ya bien sea un candidato vacunal, un medicamento o esquema de tratamiento. Resulta inaceptable, tanto el intento inmoral de comprar la exclusividad de uno de los proyectos de desarrollo de la vacuna, así como la propuesta de realizar ensayos clínicos en lugares donde prima la desprotección de su población y la endeblez de sus regulaciones en cuanto a Normas de Buenas Prácticas Clínicas y Ética de la Investigación Científica.
Recientemente la Organización Mundial de la Salud emitió unos “Parámetros éticos para realizar estudios de reto en humanos para la COVID-19”.13) La posibilidad de llevar a cabo estudios de infección controlada de SARS-CoV-2 con el objetivo de validar tratamientos específicos y candidatos vacunales ha reanimado una enconada polémica que ya se sostenía en el contexto internacional, ahora incrementado por una evidente premura para resolver la amenaza que constituye la actual pandemia.14,15 En una situación como la que confronta la comunidad internacional con motivo de la COVID-19, los estudios de reto se justifican porque siempre que se respeten los pasos establecidos para los ensayos clínicos podrían aportar resultados a menor plazo y con menor costo humano, que un ensayo de grupos de casos y controles donde este último grupo quedaría expuesto a la infección casual sin ninguna protección, ni siquiera con un producto en fase de evaluación.
Los estudios que se propone auspiciar la OMS, por su carácter colaborativo internacional, son los potencialmente más abarcadores en cuanto a la posibilidad de incluir una muestra representativa de la población mundial. Este es un aspecto a su favor ante el hecho de que la mayoría de las investigaciones realizadas hasta el momento por instituciones aisladas han comprendido muestras muy pequeñas con resultados contradictorios, como la posible inclusión o no de la hidroxicloroquina o el remdesivir en los protocolos de tratamiento.
Es cierto que las personas supuestamente sanas que se incluyan en estudios de reto para candidatos vacunales o terapéuticos contra el SARS-CoV-2 correrán riesgos más allá del mínimo habitualmente aceptable. Incluso, asumiendo que se usaran cepas atenuadas, si desarrollaran cuadros graves de la enfermedad, que aún no tiene un tratamiento curativo específico y se desconoce también las probables secuelas que puedan padecer aquellas personas que han presentado tanto formas clínicas como asintomáticas de la infección.
En estas condiciones los estudios de reto serían moralmente aceptables, aunque bajo estrictos requisitos éticos por los que deben velar los Comités de Ética de la Investigación internacionales y locales que evalúen estos proyectos. Independientemente de los requerimientos exigidos a cualquier investigación clínica, como elementos fundamentales del correcto diseño de los protocolos es necesario hacer énfasis en:
La inclusión de la menor cantidad posible de voluntarios sanos.
En la selección de los voluntarios sanos debe ser excluyente la constatación de cualquier tipo de vulnerabilidad, en especial aquellas vulnerabilidades sociales que pueden impulsar la solicitud de participación, más allá de la actitud altruista que debe ser lo primordial
Cumplir los requisitos de transparencia y ser incluidos en el registro público internacional de ensayos clínicos.
El proceso de consentimiento informado debe ser explícito y verificable externamente en cuanto a la explicación exhaustiva oral y escrita de los riesgos e incertidumbres científicas que aún existen en cuanto a las consecuencias de la infección con el SARS-CoV-2. En esta situación límite que atraviesa la humanidad no se puede limitar la actitud altruista de quienes la asumen de manera consciente e informada, siempre que este sea el propósito fundamental del voluntario sano.
Los sujetos de investigación, una vez inoculados deben ser aislados en una unidad donde se les pueda brindar el mejor protocolo de tratamiento existente. Permanecer allí durante el periodo de incubación de la enfermedad o más allá si el protocolo así lo prevé, aunque estén asintomáticos, y posteriormente pasar a un régimen controlado, desde el cual esté garantizado el acceso rápido al servicio especializado en caso de reacciones adversas tardías.
Debe establecerse un seguro de salud que garantice la atención ante posibles eventos adversos o secuelas demostrables como consecuencia del estudio.
La cuantía y carácter de la compensación económica a los voluntarios sanos debe estar en concordancia con las pérdidas que sufriría el sujeto por el hecho de someterse a la investigación y nunca un estímulo desmedido. Sin embargo, los reconocimientos y estímulos morales deben ser explícitos.
Los estudios que se realicen con auspicio y financiamiento de la OMS no pueden aspirar a patentes restrictivas que conviertan un posible beneficio humano en una fuente de lucro y ganancias desmedidas.
La inmoral guerra no convencional contra Cuba en tiempos de la COVID-19
Cuba enfrenta la pandemia del nuevo coronavirus en condiciones muy adversas originadas o incrementadas por el cerco de sanciones económicas, financieras y mercantiles de que ha sido objeto por parte de los Estados Unidos de América por más de 60 años. Las sanciones impuestas a Cuba desde los albores mismos del triunfo de la Revolución tomaron cuerpo con una orden ejecutiva de John F. Kennedy en 1962 y posteriormente alcanzarían rango legislativo en la década de 1990 con las leyes Torricelli y Helms-Burton. Este paquete punitivo es expresión de lo que hoy se conoce como guerra no convencional, recrudecida hasta límites insospechados por la administración Trump.
Como todo acto de agresión, la guerra no convencional entraña un alto grado de violencia y transgresión de los derechos humanos fundamentales. El asedio prolongado de un país por medio de sanciones económicas, el aislamiento político y diplomático hace víctima a su población de intensos sufrimientos, lo que constituye un atentado flagrante contra el derecho a la vida y el bienestar. Pero más allá del evidente peligro para la supervivencia misma, la situación de precariedad inducida que producen, estas medidas de coerción violan la dignidad e integridad de las personas victimizadas.
La guerra no convencional como estrategia para alcanzar objetivos políticos y económicos no soporta el análisis ético sin evidenciar su talante inmoral, pragmático y despiadado. Esta manera de ejercer los mecanismos objetivos y subjetivos del poder, es éticamente inaceptable porque irrespeta los derechos a la vida, la salud, la dignidad y la integridad; incrementa la vulnerabilidad humana; obstaculiza el acceso a los derechos económicos, sociales y culturales; así como interfiere la libertad de elección y la toma de decisiones.
Según las categorías, indicadores y aspectos considerados para elaborar el Global Health Security Index, de la Universidad Johns Hopkins,6 Cuba aparece en el lugar 110 del ranking mundial entre 195 países en cuanto a la capacidad para asegurar la salud de su población. Esto la sitúa por debajo incluso de muchas naciones de África, Asia y América Latina, cuyos indicadores sanitarios distan mucho de los alcanzados por Cuba y a varios de los cuales les presta amplia colaboración en este campo. En cuanto a su capacidad para dar respuesta y mitigación de epidemias, este índex la ubica en el puesto 149. Es evidente que después de la COVID-19 será necesario que la Universidad Johns Hopkins revise esos indicadores si efectivamente pretende hacer un análisis atenido a una realidad que rebasa las cifras. Dando por sentada la seriedad del estudio y su no politización, es evidente que su concepción e interpretación de resultados deja de lado elementos que sustentan la capacidad de resiliencia socioecológica que Cuba ha demostrado en su controversia desigual contra el férreo cerco tendido por su poderoso enemigo.
Con gran frustración, los promotores de la guerra no convencional se hayan desprovistos de una explicación plausible de por qué la COVID-19 no ha producido una tragedia de grandes proporciones en algunos de los países a los que han asediado para crear las condiciones objetivas favorecedoras de que un desastre así se produjera. En Cuba, Nicaragua y Venezuela las cifras de contagios y fallecidos aún se expresan en curvas aplanadas mientras las de sus fieles aliados y las propias se han disparado geométricamente en flecha ascendente. Esta situación actual favorable pudiera convertirse en una crisis humanitaria si el bloqueo criminal en el acceso a alimentos, medicamentos e insumos de todo tipo persiste y la COVID-19 pasa a una fase epidémica en esos países asediados.
El clamor mundial que sistemáticamente exige el levantamiento de medidas coercitivas unilaterales inmorales e ilegales como práctica en las relaciones internacionales, se ha redoblado en el contexto creado por la COVID-19, porque resulta inconcebible que ante esta emergencia mundial aún se mantengan e incluso se pongan en práctica más sanciones y restricciones en vez de facilitar la colaboración y ejercer la solidaridad. Los reclamos de voceros de los organismos multilaterales del sistema de Naciones Unidas, pronunciamientos de parlamentarios y grupos sociales diversos, así como la intermediación de gobiernos para que se ponga fin a este oprobio han encontrado oídos sordos en el hegemón en decadencia y sus acólitos. Esta reticencia festinada por mantener a ultranza las sanciones unilaterales contra los que consideran díscolos se explica porque constituyen una pieza imprescindible en su esquema de dominación global imperialista y desde esa perspectiva aberrada, la ética es un obstáculo que debe obviarse, aunque sea en condiciones de extrema amenaza mundial.
La práctica de la solidaridad y la cooperación internacional en el campo de la salud ha sido un principio ético de la medicina revolucionaria desde que en 1963 se envió la primera brigada internacionalista a la recién liberada Argelia. Esta voluntad quedó refrendada en el juramento de los primeros médicos graduados después del triunfo de la Revolución, simbólicamente efectuado tras su ascensión al Pico Turquino en la Sierra Maestra en 1965. Los deberes morales asumidos por aquella hornada de profesionales de la salud significaron la continuidad de los mejores valores de la medicina cubana, pero al mismo tiempo constituyeron una ruptura con los estrechos moldes de la ética médica imperante hasta ese momento. Los egresados de esa promoción sentaron un precedente histórico comprometiéndose a renunciar al ejercicio privado de la medicina, cumplir servicio social en los lugares donde fuera necesario, promover el carácter preventivo de las acciones de salud y practicar la solidaridad internacional en el campo de la salud. Estos principios convergen en lo que los padres fundadores de la nación cubana consideraron el sol del mundo moral, la justicia.
Las relaciones de amistad y colaboración establecidas por Cuba con las naciones que fueron emergiendo del proceso de descolonización en África y Asia, propiciaron que la cooperación en el campo de la salud adquiriera una enorme vitalidad. Por otra parte, en la medida que se fue rompiendo el cerco diplomático impuesto en América Latina y el Caribe como parte de la guerra no convencional de Estados Unidos contra Cuba, también gobiernos amigos de la región solicitaron ayuda en este campo, tanto al amparo de convenios a largo plazo, como ante determinadas emergencias ocasionadas por desastres naturales. Hoy día, la colaboración internacional de Cuba en el campo de la salud en diferentes modalidades se ha extendido a decenas de países de todos los continentes.
La solidaridad cubana en salud se ha manifestado no solo en el envío de brigadas, medicamentos, material gastable y equipos, sino también en la formación de recursos humanos en Cuba o en los países de origen, así como en la transferencia tecnológica y el desarrollo conjunto de proyectos de investigación científica y producción de medicamentos. Gran parte de esta colaboración ha sido gratuita, y otra por convenios mutuamente ventajosos con aquellos países que están en condiciones de asumirlos. Por medio de esta práctica solidaria se contribuye a hacer efectivo el principio de justicia al mejorar la accesibilidad de los menos favorecidos a servicios médicos de calidad, ofrecidos tanto por el personal cubano como por los propios recursos humanos de las naciones receptoras formados al amparo de esta cooperación.
La campaña mediática y diplomática desatada contra la colaboración cubana en salud es parte del renovado ímpetu que la administración norteamericana actual le ha dado a la guerra no convencional contra Cuba, en un intento por socavar el prestigio y la admiración que ha despertado y para limitar los recursos que provienen de los convenios de colaboración. Las críticas politizadas al despliegue de las brigadas médicas cubanas en el enfrentamiento a la pandemia COVID-19 forman parte de estas acciones que ya venían desarrollándose y que no han tenido el pudor de detener ante la situación extrema que atraviesa la humanidad.
La obtención de tasas de agravamiento y letalidad inferiores a las que se han logrado en países con mayor disponibilidad de recursos de todo tipo, aunado a altas tasas de recuperación de los enfermos que han desarrollado formas clínicas, son el mejor indicador del valor del enfoque integral en el enfrentamiento de un fenómeno de este tipo, así como de la calidad de los protocolos clínicos aplicados, lo que echa por tierra la insidiosa campaña acerca de la preparación técnica de los profesionales de la salud en Cuba.
Mientras la mayoría de los países desarrollados se concentran en resolver internamente los efectos de la epidemia en su territorio, e incluso acaparan y se disputan los medicamentos, ventiladores y mascarillas, solo pocos gobiernos como China, Rusia y Cuba han ofrecido su solidaridad a los demás. Por esa razón son tan reprobables estas críticas y presiones diplomáticas para obstaculizar la colaboración cubana.
La mainstream de las transnacionales de la información ha preferido ignorar los éxitos nacionales e internacionales de Cuba en el enfrentamiento a la COVID-19. En cambio, resultan moralmente demoledores los aplausos de los taxistas madrileños al paso de la brigada cubana que se desplegó hacia Andorra y el conmovedor dibujo de un niño lombardo en el que entrelaza las banderas de Cuba e Italia.
Conclusiones
¿Y después de la COVID-19, qué?
La pandemia COVID-19 ha revelado la enorme vulnerabilidad que ha significado para la humanidad la generalización de un modelo económico vuelto hacia el mercado y de espaldas al bienestar social. La crisis económica cíclica del capitalismo que ya estaba en ciernes se ha catalizado y sus consecuencias están resultando devastadoras, en particular para las naciones y clases pobres ante la gran ineficiencia del sistema capitalista en su cariz neoliberal de asegurar la infraestructura de la vida. Debido a la interconexión de la economía mundial, la hecatombe ocasionada por esa actitud egoísta, depredadora e irresponsable nos afectará a todos, de igual manera que el holocausto ambiental previsible por los efectos patentes del cambio climático no distinguirá de fronteras artificiales.
La COVID-19 ha traído consigo también algunos aspectos positivos como nuevas formas de relacionamiento social en condiciones de aislamiento, expresiones artísticas y comunicacionales novedosas, ocupaciones laborales diferenciadas, actividades docentes a distancia en todos los niveles de enseñanza, prácticas comerciales solidarias, atención comunitaria a las personas más vulnerables, gobierno electrónico, acciones de salud como el pesquisaje proactivo en la atención primaria, entre otras.
Líderes políticos, científicos, intelectuales, artistas y comunicadores sociales insistentemente declaran que el mundo no será igual después de esta pandemia. Lo que pocos se atreven a vaticinar es en qué sentido el mundo será diferente.16 Ya se escuchan voces sugiriendo la necesidad de un amplio intercambio internacional para elucidar cómo será el pensamiento emergente tras esta pandemia. La humanidad tiene ante sí una disyuntiva que la COVID-19 ha mostrado con toda claridad, una alternativa constituye el tránsito hacia un mundo responsable y solidario, más centrado en el bienestar humano y menos pendiente de las cifras de los mercados, más proclive a la cooperación y menos propenso a la confrontación; o por el contrario seguir un derrotero opuesto hacia el recrudecimiento del autoritarismo, la rapiña y el unilateralismo.
La COVID-19 ha marcado un punto de inflexión que está propiciando una profunda reflexión sobre el destino de la humanidad, corresponde que, como resultado de estas apremiantes realidades, las actuales generaciones se inclinen por legar a las futuras un mundo mejor, que sin dudas es posible si se alcanza el consenso para lograrlo.