La actual pandemia de la COVID-19 que está afectando a prácticamente todos los países de nuestro planeta ha puesto en alerta a los gobiernos. Cada país, con menor o mayor éxito, con sus características propias: sus fortalezas y debilidades, concepciones ideológicas, políticas, socioeconómicas, su desarrollo tecnológico, sus recursos humanos de salud pública y los que llegan desde otros lugares para ofrecer ayuda, sus poblaciones, con diferentes hábitos, y costumbres, enfrenta el nuevo coronavirus.
Esta situación pone de manifiesto la importancia de los cuadros de salud preexistentes: tanto aquellas enfermedades típicas del subdesarrollo, como las que alcanzan las mayores frecuencias en países de desarrollo medio y alto, como pueden ser las enfermedades crónicas no trasmisibles (ECNT), con una relevancia especial.1
En los países subdesarrollados, y también en los bolsones marginales de los desarrollados, existen condiciones socioeconómicas que producen pobreza y se acompañan de otros flagelos como la desnutrición, el hacinamiento, la falta de alcantarillado y de calidad en el agua, de energía eléctrica, de educación, de asistencia sanitaria, de comunicaciones, e, incluso, la presencia de otras enfermedades infecciosas endémicas, entre otros males, ponen en desventaja a las poblaciones para enfrentar estas periódicas pandemias que sufren las sociedades humanas.
Es tiempo de considerar la salud como una inversión necesaria y urgente, uno de los elementos indispensables para poder salir del subdesarrollo y neutralizar los efectos de las pandemias, como esta que hoy sufre la humanidad.
En los países más desarrollados, con perfiles de salud caracterizados por altas prevalencias de obesidad, hipertensión, enfermedades cardiovasculares, diabetes, cáncer, enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC), enfermedad renal crónica, entre otras, su presencia contribuye a que el enfrentamiento a las enfermedades infecciosas sea menos “eficiente”, como lo han demostrado los numerosos informes sobre la actual epidemia de COVID-19 de diferentes regiones.
Por otra parte, cada año hay miles de fallecidos por ECNT debido, directa o indirectamente, a esas causas ya mencionadas. Los números no son “alarmantes”, son “esperados” y habitualmente, no sobrepasan las capacidades de los sistemas hospitalarios de urgencia, pero al final de cada año superan ampliamente a los fallecidos debido a la COVID-19.
Aunque aún están pendientes estudios de los datos originados por la epidemia que contribuyan a definir cuáles de estas enfermedades crónicas no trasmisibles realmente influyen en la evolución letal en un porcentaje importantes de casos, hay pocas dudas de que algunas de han contribuido de una forma significativa al incremento de la mortalidad por causa de la COVID-19. Algunos expertos opinan que realmente el factor independiente es la edad;2) mientras que otros atribuyen al sobrepeso y la obesidad el agravante primordial la evolución letal de la COVID-19.3,4,5)
Estas realidades llevan a dos ideas fundamentales:
Es necesario definir con claridad cuál (o cuáles) de estas afecciones crónicas son las que más contribuyen a los desenlaces letales ocasionados por la COVID-19, la mayor frecuencia de infectados en cada una y el mayor potencial para desarrollar la aparición de las complicaciones letales. Es una tarea que cada país debe cumplir, pues dispone de los datos originados por las entidades involucradas en el combate para neutralizar la pandemia.
La importancia de que los sistemas de salud desarrollen, con toda la capacidad posible, políticas integrales de promoción de salud, prevención, tratamiento adecuado (que incluye una educación terapéutica como un arma muy eficaz a largo plazo) y rehabilitación; el enfrentamiento a las ECNT; que logren el mantenimiento de la población en condiciones de salud óptimas para enfrentar, con la máxima preparación psico-socio-biológica, este tipo de pandemia, que no será la última; así como mantener al máximo las capacidades de los diversos componentes de los sistemas de salud.
Muchos autores y comunicadores opinan, que la sociedad no será igual después de la COVID-19. Es cierto, uno de los conceptos que debería cambiar es que no se vea a la salud pública como un “gasto necesario e improductivo” o como un “gran negocio”, sino como es interpretado en nuestra sociedad, como lo que realmente es: un derecho humano fundamental, por lo que es una inversión muy importante para garantizar que la economía general marche bien y, sobre todo, que la sociedad alcance su felicidad a plenitud.
Si se lograran menores prevalencias de las ECNT, los impactos de cualquier incursión de nuevas pandemias cursarían con menos efectos negativos sobre la población y los sistemas hospitalarios no serían sobrecargados por el número de enfermos ingresados y graves. Tampoco colapsarían los servicios necrológicos por el número de fallecidos, cuyos ejemplos hemos contemplado con asombro y dolor, en otros países de nuestro propio continente.
Hay un mensaje de primer orden: la necesidad de desarrollar aún más la inversión en infraestructura, equipamiento, materiales gastables y personal ética y técnicamente bien calificado para la prevención y control de las ECNT. Esto, además de que significaría una mayor salud para la población, pondría a esta y a los sistemas de salud en mejores condiciones para enfrentar, con un menor costo, las futuras pandemias a las que probablemente estaremos expuestos.