INTRODUCCIÓN
Los esfuerzos por establecer relaciones interdisciplinares y transdisciplinares entre las ciencias naturales y sociales han tenido que sortear el inmenso escollo epistémico que constituyó la solución de continuidad entre mente y materia, esbozada por René Descartes (1596-1650) durante el siglo XVII.1 Para superar ese cisma resulta imprescindible profundizar en la esencia del conocimiento, categoría que es estudiada desde diferentes disciplinas (filosofía, psicología, ciencias de la información, pedagogía, entre otras), pero también desde las ciencias naturales, en particular, la biología.
Tanto la filosofía, como la psicología y la pedagogía, entre otras disciplinas, reconocen que la cognición tiene una base orgánica a la que hay que prestar especial atención, por lo que autores como Chávez, Suárez y Permuy2 han pedido a los investigadores en el ámbito específico de la pedagogía, profundizar en ella. A tal efecto, resulta imprescindible tener en consideración la significación epistémica de importantes contribuciones que se han producido durante los últimos 45 años a la comprensión de la esencia biológica del conocimiento.
Notable relevancia ha adquirido, en este contexto, la teoría de Santiago sobre la cognición, denominada así por haber sido generada y defendida por los investigadores chilenos Humberto Maturana Romesín (1928-) y Francisco J. Varela García (1946-2001), durante la década del 70 del siglo pasado (también conocida como teoría biológica del conocimiento).3 A pesar de la amplia divulgación de que ha sido objeto, de los profundos debates que se han generado alrededor de ella y de su reconocida influencia en los aportes de otros investigadores,4 en Cuba ha tenido escasa repercusión, según se pudo constatar como resultado de una amplia revisión realizada para redactar este texto.
El presente artículo tiene como objetivo principal, fundamentar la importancia de la teoría biológica del conocimiento de Humberto Maturana, Francisco Varela y sus seguidores para comprender la articulación entre los fenómenos biológicos y sociales. Se valora también el posicionamiento de la misa en el contexto contemporáneo de la filosofía, la sociología, la psicología y las ciencias de la educación.
Los resultados derivan de la aplicación de métodos teóricos como el analítico-sintético, inductivo-deductivo, histórico-lógico y ascensión de lo abstracto a lo concreto, para sistematizar información obtenida de la consulta de fuentes bibliográficas en soportes diversos o registrada por el autor durante más de 30 años de labor pedagógica ininterrumpida, incluida la formación de doctores en ciencias pedagógicas. En el orden empírico se emplearon también la entrevista a especialistas en distintas ramas de las ciencias sociales y de la biología, así como la valoración del tratamiento que se le ha dado al tema en tesis doctorales y de maestría.
DESARROLLO
Elementos básicos de la teoría biológica del conocimiento
Entre los aportes más significativos de la teoría de Santiago se encuentra la identificación del momento en que, desde su punto de vista, surge la cognición, acoplada a la vida como fenómeno natural, la argumentada explicación que ofrece de la organización prebiótica de la materia que condujo a la eclosión del conocimiento y de su evolución posterior, que hizo posible la aparición de la cultura y la sociedad.
Para Maturana y Valera el conocer es inherente al vivir, en tanto la mente y la vida se originan al unísono.5 Para comprender este planteamiento es necesario profundizar en determinadas cualidades y procesos que están presentes en los organismos vivos pero que constituyeron logros del desarrollo prebiótico de la materia, cuya esencia fue develada con anterioridad a la teoría biológica del conocimiento o dadas a conocer prácticamente a la par de esta.
El punto de partida de la teoría de Santiago sobre la cognición radica en asumir que el organismo capaz de conocer funciona a manera de sistema. En este punto Maturana y Varela se nutren de la teoría desarrollada por el biólogo austríaco Karl Ludwig von Bertalanffy (1901-1972), entre la década del 30 y del 70 del siglo pasado (los postulados que se manejan en este artículo, son tomados de la edición realizada en 1975 de una de sus principales obras).6 Desde este punto de vista, el ser vivo puede ser interpretado entonces como una entidad autónoma, dotada de cierta permanencia y constituido por elementos interrelacionados que forman, a su vez, subsistemas para constituir una jerarquía holónica.
Esos sistemas son capaces de transformarse dentro de ciertos límites de estabilidad, gracias a regulaciones internas que le permiten adaptarse a las variaciones de su entorno específico. Además, es importante acotar que operan en red, de manera que el organismo es resultado de una dinámica de interrelaciones en la cual ninguna propiedad de las partes resulta determinante para la existencia del ser, sino que todas derivan de las interacciones con las demás y la consistencia total de ese entramado determina la estructura del todo.7
Los organismos vivos son también sistemas abiertos y alejados del equilibrio, lo cual los vincula con la teoría de los sistemas disipativos, formuladas por el físico-químico ruso-belga Ilya Prigogine (1917-2003).8 A diferencia de los sistemas cerrados, en la cual, la disipación se asocia a la pérdida y a la desorganización, en este caso, por el contrario, constituye una fuente de orden, pues mientras más se alejan del equilibrio en su intercambio con el medio, más cerca están de que se alcance uno nuevo, el cual emerge, se autogenera y la estructura se auto organiza. La nueva estabilidad (homeostasis) se alcanza gracias a un flujo de energía y materia que produce un cambio continuo.
En los seres vivos esa variación retorna constantemente al punto de origen para, con un papel preponderante de la acción catalítica de las enzimas, desencadenar el inicio de nuevos bucles en el flujo de energía y materia (causalidad circular), de manera que el efecto inicial va ampliándose a medida que circula repetidamente (retroalimentación positiva). Por esa vía se explica la autoorganización que caracteriza la vida como fenómeno natural, o sea, la aparición espontánea de nuevas estructuras y novedosos modos de comportamiento del sistema.
Teniendo como premisa todas esas propiedades anotadas en párrafos anteriores, que se presentan también en el ámbito físico y químico, los sistemas vivientes se distinguen, de acuerdo con Humberto Maturana y Francisco Varela,9 por una cualidad que ellos denominaron autopoiesis. El término significa literalmente ‟autocreación”, “producirse a sí mismo”, pues proviene de las palabras griegas autos (sí mismo) y poien (producir o crear). Al decir de Razeto-Barry,10 un sistema autopoiético es una red de procesos que produce todos aquellos componentes se necesitan para mantenerse operando como una unidad autónoma. Se trata de un atributo que es noción necesaria y suficiente para explicar la organización de los organismos vivos y le confiere alta complejidad a los sistemas.
De acuerdo con este punto de vista, un organismo vivo constituye un sistema molecular discreto que se manifiesta como arquitectura dinámica cerrada, cuya continua transformación lleva, de manera permanente, a la surgencia de sí mismo. Se trata de una red clausurada de producciones moleculares que existe como singularidad en un fluir continuo de moléculas y que carece de todo principio organizador o conductor que no sea aquel que genera su propia dinámica. El fenómeno de la vida se interpreta como propiedad emergente de la red metabólica.
Todo sistema autopoiético tiene una organización y una estructura determinada. Se denomina organización a la dinámica que aporta la configuración de relaciones entre sus componentes, la cual se mantiene contante pues, de cambiar, desaparece el sistema original y surge otro en su lugar. La estructura está dada por los componentes que establecen esas relaciones, que por lo general cambian constantemente con el fluir molecular. La organización no existe independientemente de la estructura en que se realiza y esta última cambia siempre y cuando se conserve la primera,11 de manera tal que, desde esta perspectiva, los organismos vivos son vistos en términos de patrones de organización.
Corresponde ahora explicar la relación que establece la teoría de Santiago entre autopoiesis y cognición. Su tesis principal radica en que ambas son consustanciales, respecto a lo cual se exponen algunos postulados básicos en los párrafos que siguen.
El sistema vivo se acopla estructuralmente al entorno y en cada interacción se activan cambios estructurales en su propio sistema, a la par que, en alguna medida, promueve también modificaciones en el medio. Sin embargo, esos cambios en la estructura del ser viviente, aunque responden a las perturbaciones del medio, emergen autónomamente de la dinámica de su propio sistema, pero no son determinados desde fuera. No obstante, sí alteran su comportamiento futuro, pues su próxima respuesta a una perturbación semejante se generará desde una composición distinta. Por tanto, la estructura registra la historia de interacciones del sistema, lo cual constituye, según esta teoría, la manifestación más elemental de la mente, entendida esta última como proceso o fenómeno sistémico, tal y como ya había adelantado Gregory Bateson (1904-1980).12
Puede asegurarse entonces que el comportamiento está dictado por la estructura del sistema y que, desde el punto de vista de la teoría biológica del conocimiento, todo sistema estructuralmente acoplado al medio es un sistema que aprende. Vivir es conocer; mente y cognición son inherentes al vivir.13 Todo ser vivo es un ente cognoscente, dotado de mente. Incluso las bacterias, organismos más elementales, son capaces de seleccionar aquellos cuerpos que ingieren o de alejarse ante la manifestación de factores que puedan perturbar su sistema, por solo hacer alusión a dos de los ejemplos más ilustrativos.
En esa dinámica de interacciones con el medio, la selección de las perturbaciones del entorno que pueden activar cambios estructurales, es también determinada por el propio sistema autopoiético, vía por la cual este último especifica el alcance de su ámbito cognitivo. La evidencia más conocida quizás sea la porción del espectro electromagnético que es capaz de percibir el ser humano como especie biológica. Longitudes de onda equivalentes al infrarrojo y al ultravioleta, presentes en la realidad con la que las personas interactúan, no producen cambios estructurales en sus células oculares (aunque sí pueden producir otro tipo de perturbaciones en el organismo). Algo similar sucede con la gama de frecuencias que pueden ser detectadas por el ido. La cognición no es entonces un reflejo objetivo de la realidad, sino (en palabras de Maturana y Varela) el alumbramiento continuo de solo una parte de ella por el organismo, mediante el propio proceso de vivir.14
Además de explicar con un sustento biológico el origen de la cognición, la teoría de Santiago devela también la relación existente entre las formas más elementales de la mente y las variantes más complejas del conocimiento que se manejan cotidianamente en las ciencias sociales. Sostiene que todas tienen idéntica cualidad, solo que se ponen de manifiesto en diferentes ámbitos de desarrollo, alcanzados como resultado de la tendencia de los organismos vivos a acoplarse estructuralmente al entorno de manera conjunta.15
Ya en los niveles elementales la vida en comunidad propició la aparición de las primeras formas de coordinación del comportamiento entre individuos para acoplarse estructuralmente al entorno de manera conjunta. En ellas es posible identificar variantes incipientes de comunicación que, al evolucionar, pudieron dar lugar a complejos procesos de intercambio de información que resultan propios de los organismos superiores.
Si bien la mente y la cognición están presentes en todas las formas de vida, la conciencia aparece solamente en aquellas dotadas de cerebro y sistema nervioso superior. La experiencia consciente es entonces propia de sistemas más complejos y hace posible otras variantes más elevadas de conocimiento.
La teoría biológica del conocimiento distingue dos niveles en la conciencia: el primario, que se pone de manifiesto cuando al proceso cognitivo elemental inherente a todos los seres vivos, se suman experiencias perceptivas, sensoriales y emocionales básicas, aparece en algunos vertebrados como las aves y especialmente mamíferos. El segundo, en que se aprecia la denominada conciencia de orden superior, implica sentido de sí mismo, pensamiento y reflexión (conciencia reflexiva), emergió con la evolución de los grandes simios y terminó de configurarse con el lenguaje, el pensamiento conceptual y demás cualidades exclusivas de la conciencia humana.14
De acuerdo con la teoría biológica del conocimiento, el lenguaje (tan importante en la evolución de la conciencia reflexiva), es una forma superior de comunicación.16 Surge cuando se llega a una coordinación de coordinaciones (comunicación acerca de la comunicación), sobre el comportamiento para el mutuo acoplamiento estructural al entorno. Se trata de un sistema de comunicación simbólica mediante palabras, gestos y otros signos que sirven como indicadores para la coordinación lingüística de las acciones.14
Los humanos existen en el lenguaje y tejen contantemente una red lingüística para, de conjunto, alumbrar aquella parte de la realidad con la que interactúan como especie biológica y su mundo interno de pensamiento abstracto.
En este contexto, la dimensión espiritual es entendida como una forma superior de la conciencia de sí mismo, que se relaciona con la exaltación de la sensación de estar vivo y en unidad con todo el universo, y se logra mediante una estrecha relación entre la mente y el cuerpo. En palabras de Maturana,14 lo místico o espiritual es una experiencia de pertenencia a un ámbito más amplio que el personal.
Una importante arista de la teoría biológica del conocimiento guarda relación con el vínculo que se establece entre el observador y lo observado.17 Todo observador es un ser vivo y lo que observa es parte del entorno con el que está acoplado estructuralmente. El observar es parte de ese acoplamiento, como resultado de lo cual se producen cambios estructurales en su propio organismo, a la vez que también influye sobre el medio. Por tanto, el observador no es un ente imparcial que puede conocer objetivamente una realidad que existe independientemente de sí, sino que lo que logra aprehender de esta última es, en parte, construido por él.
El observador en el acto de conocer está construyendo un mundo y este no le viene desde afuera, ni es una copia de lo externo, sino más bien su propia capacidad de auto-organizarse y de ordenar su experiencia. El conocer es siempre autorreferencial y, por lo tanto, no alcanza nunca total objetividad.14
Las cosas se complican cuando lo observado son seres vivos (incluidos otros seres humanos), los cuales, como el observador, están también acoplados estructuralmente al mismo entorno. El comportamiento de estos últimos es interpretado por el espectador sobre la base de la historia de las interacciones que han quedado registradas en su propia estructura y que no coinciden con las recogidas por los organismos examinados. Por ejemplo, los términos minusvalía, discapacidad, disfunción, etc., son propios de la reflexión de un observador al comparar el comportamiento observado en otras personas con lo que él considera ventajoso o desventajoso, pero no son emitidos desde el operar de ese ser que, con una estructura diferente, ha logrado así acoplarse al entorno y mantenerse operando de manera autónoma.
Cuando se trasmiten los resultados de esas observaciones mediante la utilización del lenguaje, el receptor es otro ser vivo, también acoplado estructuralmente al medio y la complejidad de la comunicación aumenta progresivamente. Según Maturana y Varela,3 todo lo dicho es dicho por un observador a otro observador, pero no puede pensarse por ello que en el intercambio de información a este nivel prime necesariamente el caos, pues la comunicación en el escenario de la convivencia tiende a generar precisamente lo opuesto, o sea, conductas consensuales y es sobre ellas que se sustentan los valores humanos.
Consideraciones sobre significación epistemológica de la teoría biológica del conocimiento para diferentes disciplinas
Dado que la mente es una cualidad que solo se presenta en los organismos vivos, Humberto Maturana y Francisco Varela estudiaron el proceso de conocer en el contexto de la propia esencia de la vida. Desde este punto de vista, abordaron el conocimiento desde una perspectiva abarcadora sustentados en el ideal de la complejidad, lo que le confiere una alta potencialidad para articular con otras disciplinas que estudian el tema, en especial la filosofía, la sociología, la psicología y la pedagogía, entre otras.
La teoría biológica del conocimiento reconoce la existencia real de un mundo material (medio) al que se acopla el ente cognoscente y la posibilidad de que este último pueda acceder al primero como resultado de su experiencia. Niega, eso sí, la posibilidad de un conocimiento objetivo, pero sin caer por ello en el agnosticismo.
Asegurar desde su punto de vista particular que, en el acto de conocer se construye el mundo que es aprehendido, no constituye un cuestionamiento ontológico a la existencia de esa realidad, ni se está con ello reduciendo los objetos al reflejo que provocan en el sujeto (criterio clásico manejado por el idealismo subjetivo). En realidad se alude, por una parte, al hecho de que al interactuar con el medio, el ente cognoscente participa en la creación del mundo en que vive y, por otra, a que no toda la realidad es capaz de desencadenar en él una dinámica de interacciones que lo lleve al reacomodo de su estructura para mantenerse como entidad autónoma, sino que es el propio sistema quien determina espontáneamente aquella fracción del universo material capaz de perturbarlo.
Cuando Maturana y Varela3 aseguran que el conocimiento es siempre autoreferencial y que por tanto, no puede ser nunca objetivo, desde posiciones teóricas novedosas aportan nuevas evidencias de la relación dialéctica existente entre la verdad absoluta y la verdad relativa, objeto de análisis detallados por parte de los clásicos del Marxismo.18,19 La propia evolución biológica ha condicionado la relatividad de la verdad, en la medida que ha permitido ampliar constantemente la parte de la realidad iluminada, primero por las restantes formas de vida y, finalmente, por el Homo sapiens, especie biológica heredera de toda esa experiencia. Por otra parte, en cada momento histórico concreto, la experiencia de interacciones acumuladas por el ser vivo deviene en verdad absoluta que regula su acoplamiento al entorno en ese instante, pero solo momentáneamente, hasta tanto otras perturbaciones gatillen nuevas modificaciones.
En el plano filosófico, la teoría biológica del conocimiento asume una posición materialista y dialéctica, al explicar cómo la conciencia ha derivado de la evolución de la materia y se presenta en sus formas más complejas.
Al resaltar la historicidad de la cognición y del pensamiento, a la vez que demuestra su origen y movimiento constante, sus cambios y transformaciones que lo llevan al progreso permanente, la teoría de Santiago sobre la cognición se sustenta claramente sobre bases dialécticas. Sin embargo, a diferencia de la dialéctica clásica, no ve la fuente del desarrollo solamente en la lucha de contrarios, sino en todas las interacciones que se producen como parte del acoplamiento estructural de la vida (como fenómeno natural) al entorno.
La visión del operar en red lleva a asumir que, en la dinámica de interrelaciones con que el organismo opera en congruencia estructural dinámica con su medio (cognición), ningún componente o relación particular entre ellos resulta esencial. Por otra parte, los cambios que se producen en el medio no prescriben el funcionamiento del ser vivo, sino que sólo lo perturban. El fluir autopoiético genera constante y espontáneamente un nuevo orden y las modificaciones que lo permiten quedan grabadas en la estructura. El medio únicamente desencadena la dinámica descrita y no existe un condicionamiento genético de los atributos bilógicos (resultan realmente de toda la red epigenética).
Especial significación epistémica adquiere para la sociología, el punto de vista de Humberto Maturana y sus seguidores relativo a que las relaciones sociales tienen como antecedente la tendencia de todos los organismos vivos a coordinar acciones para adaptarse estructuralmente al entorno de manera conjunta;14 la mutua aceptación (el amor) como esencia de las mismas y, por consecuencia, la afirmación de que exclusivamente los sistemas basados en el respeto, la honestidad, la colaboración, la equidad y la eticidad, se corresponden con una forma de vida propiamente humana.20,21
El sociólogo alemán Niklas Luhmann (1927-1998) sostuvo que la concepción de la autopoiesis podía ser extendida a la sociedad22 y que por tanto, era posible considerar a los sistemas sociales como redes que mantienen su autonomía gracias al flujo de la comunicación. Tal consideración, que no es aceptada por el propio Maturana,11 ha sido objeto de un amplio debate durante las dos últimas décadas por parte de autores como: Pont Vidal23,24 Aragón,(25 Arnold, Urquiza y Thumala,26 Rodríguez y Torres,27 así como Gibert-Galassi y Corre,28 entre otros. Se trata de un tema respecto al cual difícilmente podrán permanecer indiferentes los investigadores sociales contemporáneos.
La teoría de Santiago sobre la cognición reclama de la mayor atención por parte de los investigadores en el campo de la psicología, por su aporte sustancial a la comprensión del fundamento biológico de los fenómenos psicológicos. Desde un enfoque sustentado en la complejidad, fundamenta la aparición en los seres vivos de las manifestaciones innatas más elementales que, en el transcurso de la evolución, llegaron a integrarse a la psiquis, así como el surgimiento y desarrollo posterior de la conciencia. Identifica a la adaptación a la vida en comunidad como el desencadenante de formas básicas de comunicación que antecedieron al lenguaje.
Su repercusión en el plano psicológico ha sido valorada desde disímiles puntos de vista. Autores como Alexander Ortiz,17 Gastón Becerra21 y Julián Laboy,29 la consideran parte de la corriente constructivista; mientras que Alfredo Ruiz30 ha destacado su coincidencia con el enfoque post-racionalista de Vittorio Guidano (1944-1999), en tanto ambas constituyen proposiciones explicativas de la experiencia humana. Paucar-Caceres, Harnden & Reichel31 y Andrés Segovia Cuellar,32 han destacado su vínculo con otras teorías cognitivas.
La teoría biológica del conocimiento adquiere también significativo interés para las ciencias de la educación, pues ofrece una visión singular para reinterpretar categorías básicas de la pedagogía, como: educación, enseñanza, instrucción, formación y desarrollo, vistas en el contexto de aquellas interacciones recurrentes entre seres humanos que generan cambios congruentes en todos ellos y conducen a su transformación estructural en la convivencia.
A la luz de esta teoría, el aprendizaje33 no se relaciona con la captación de algo externo, sino con la búsqueda de puntos de contacto entre la historia de interacciones con el medio que han quedado registradas en la estructura de cada sujeto y los parámetros históricamente aceptados para la convivencia. Los objetivos, los contenidos (incluidos los conocimientos), los métodos y la evaluación,34 se eligen en la medida en que satisfacen el criterio de aceptación de quienes dirigen el proceso docente educativo, en representación de la sociedad.
También los valores son explicados por la teoría de Santiago en el contexto de la tendencia de todos los organismos vivos a coordinar acciones para adaptarse estructuralmente al entorno de manera conjunta. A tal efecto son entendidos como distinciones en las configuraciones relacionales que adquieren su significación desde el afecto.14 Todos (respeto, honestidad, cooperación, lealtad, responsabilidad, generosidad, justicia) se establecen sobre la base de dar legitimidad los demás en la coexistencia y en eso radica esencialmente el amor.35 Sin aceptar al otro no hay convivencia social y los valores son rechazados, en lugar de aceptados.
CONCLUSIONES
La teoría de Santiago sobre la cognición se inserta en los esfuerzos de la ciencia por sustituir el ideal de simplicidad por el de complejidad.
Actúa como puente de articulación entre las ciencias naturales y sociales y ha resultado decisiva para superar la división cartesiana entre mente y materia.
Explica, desde el punto de vista biológico, múltiples aspectos que han sido estudiados por la filosofía, la sociología, psicología y las ciencias de la educación, entre otras disciplinas.
Demuestra que los fenómenos sociales son solo una manifestación cualitativamente superior de otros equivalentes que se evidencian en los niveles elementales de la vida.
Merece especial atención como fundamento epistémico para investigaciones en el campo de las ciencias sociales y las humanidades.