INTRODUCCIÓN
Si hubiese que reconocer, por el significado y trascendencia de sus descubrimientos científicos, a la figura más relevante de la historia de la neurociencia, posiblemente nos refiramos a Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) (Figura 1).
A Cajal se debe el desarrollo de la teoría neuronal, doctrina que ha servido de “piedra angular” para construir, a lo largo del siglo XX, todas las disciplinas que integran la Neurociencia, tal como la conocemos en la actualidad.1,2,3 Sus aportaciones científicas, además, conservan la misma frescura y vigencia que cuando fueron propuestas, hace más de un siglo, y muestran un ascenso continuo en el número de sus citas, contrariamente a lo que ocurre con el perfil de utilización de la literatura científica en general, cuyas citas bibliográficas disminuyen con el tiempo.4 Cajal es, de hecho, el autor clásico más citado en la actualidad.5
La obra científica de Cajal ha sido analizada en una gran cantidad de estudios,6,7,8,9,10 incluidos los de nuestro grupo de trabajo.1,2,3,11,12 Pero su actividad se expandió a otras áreas del conocimiento y de la cultura, pues cultivó también la literatura y la filosofía, e incluso realizó incursiones esporádicas al ámbito de la política. Y precisamente ese carácter humanista se vería forjado, en gran medida, por una experiencia vital de juventud; sus vivencias militares en la isla de Cuba.
Recién licenciado en Medicina, y dado el carácter proclive a la aventura que marcó su adolescencia y primera juventud, todo ello fomentado por las lecturas de novelas románticas y libros de viajes sobre países lejanos y exóticos, como los de Jacques-Henri Bernardin de Saint-Pierre (1737-1814), Cajal confesaba a un compañero de estudios apellidado Cenarro: “Me devora la sed insaciable de libertad y de emociones novísimas. Mi ideal es América, y singularmente la América tropical, ¡esa tierra de maravillas, tan celebrada por novelistas y poetas! ... Sólo allí alcanza la vida su plena expansión y florecimiento... Orgía suntuosa de formas y colores, la fauna de los trópicos parece imaginada por un artista genial, preocupado en superarse a sí mismo. ¡Cuánto daría yo por abandonar este desierto y sumergirme en la manigua inextricable!”.13 Y el deseo se hizo realidad, pues Cajal ingresó en el cuerpo de Sanidad Militar y partió en 1874 hacia la isla de Cuba, inmersa, en ese momento, en plena Guerra de los Diez Años (1868-1878).14
En esta isla caribeña, Cajal cumplió servicio en algunos de los peores destinos posibles, como las enfermerías de Vista Hermosa y de San Isidro, situadas en plena e insalubre manigua, y en estas zonas pantanosas contrajo las fiebres palúdicas, hasta que finalmente fue diagnosticado de caquexia palúdica grave y declarado “inutilizado en campaña”, pudiendo regresar a España en junio de 1875.
La experiencia militar de Cajal en Cuba constituye el objetivo del presente trabajo, aunque es preciso recordar, aunque de forma somera, algunos datos biográficos del eminente científico, que ayudarán a conocer mejor las circunstancias de su aventura cubana.
Breves apuntes biográficos sobre Cajal
A pesar de la enorme historiografía sobre Cajal, seguramente el texto más genuino sobre su vida y obra sea su propia autobiografía, publicada inicialmente en 1901 con el título Recuerdos de mi vida.13 Cajal nació el 1 de mayo de 1852 en el pueblo navarro de Petilla de Aragón, hijo de un cirujano rural de carácter autoritario y severo, Justo Ramón Casasús (1822-1903), que posteriormente concluiría sus estudios de Medicina y sería profesor de Disección de la Facultad de Medicina de Zaragoza.
La infancia de Cajal estuvo marcada por los frecuentes cambios de residencia familiar, debido al oficio paterno, y su adolescencia se caracterizó por continuos problemas y enfrentamientos con su padre, dada su falta de constancia en los estudios y los repetidos conflictos con sus profesores.13 De hecho, el joven Cajal, quien siempre manifestó unas excelentes cualidades para las artes plásticas, abandonó varias veces los estudios y trabajó como mancebo de barbería y como aprendiz de zapatero. A pesar de estos problemas escolares, finalizó sus estudios primarios en el colegio de los jesuitas de Jaca y los de bachillerato en el instituto de Huesca, para posteriormente iniciar, en 1870, la carrera de Medicina en la Universidad Literaria de Zaragoza.
En 1873, Cajal se licenció en Medicina y aprobó unas oposiciones a Sanidad Militar convocadas por el Gobierno de la recién proclamada Primera República, ingresando en el Cuerpo de Sanidad Militar el 31 de agosto de 1873.27 Su primer destino, como teniente médico, fue al frente carlista en los Llanos de Urgel, adscrito al Regimiento de Burgos, cuyo cuartel general se localizaba en Lérida, y al año siguiente fue destinado a Cuba, siendo ascendido a capitán médico, donde se libraba la primera de sus guerras de independencia, conocida como la Guerra de los Diez Años.14 Después de algo más de un año atendiendo a los soldados en el conflicto bélico y habiendo enfermado gravemente de malaria, obtuvo la dispensa militar y volvió a la península.
Tras su recuperación en el seno familiar, Cajal obtuvo una plaza de practicante en el Hospital de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza y colaboró con su padre como Ayudante interino de Anatomía, trasladándose a Madrid en 1877 para cursar los estudios de Doctorado. En 1879 consiguió la plaza de Director de Museos Anatómicos de la Facultad de Medicina de Zaragoza y contrajo matrimonio, el 19 de julio, con Silveria Fañanás García (1879-1930), con la que tendría siete hijos.
Pero, la auténtica carrera académica de Cajal se inició en 1883, cuando obtuvo la cátedra de Anatomía Descriptiva de la Facultad de Medicina de Valencia.15 Su estancia en la capital del Turia (1884-1887) coincidió con un periodo de gran desarrollo de la actividad científica médica local. De esta época datan los primeros contactos de Cajal con la textura íntima del sistema nervioso, “esa obra maestra de la vida”, en sus propias palabras. Además, los futuros éxitos del histólogo en este campo se deberían, según él mismo reconoce,13 al influjo del proceder del cromato de plata de Golgi, que le presentó el psiquiatra y neurólogo valenciano Luis Simarro Lacabra (1851-1921).16 Durante este periodo comenzó también a publicar sus primeras obras de histología y colaboró en el estudio de la epidemia de cólera que sufrió la ciudad en 1885.13
Tras haber ganado en 1887 la cátedra de Histología Normal y Anatomía Patológica de la Facultad de Medicina de la Universidad de Barcelona, se trasladó a la Ciudad Condal. El año 1888 es catalogado por Cajal como “mi año cumbre, mi año de fortuna”,13 puesto que durante ese año tuvieron lugar los descubrimientos que permitieron postular las bases de la teoría neuronal, al demostrar que la relación entre las células nerviosas no era por continuidad, sino por contigüidad.1-3 Además, gracias a su participación en el Congreso de la Sociedad Anatómica Alemana, celebrado en Berlín, en octubre de 1889, logró que este hallazgo esencial fuese internacionalmente reconocido. Entre los numerosos oyentes del “modesto anatómico español” se encontraba Rudolph Albert von Kölliker (1817-1905), “el venerable patriarca de la Histología alemana”, quien se mostró tan entusiasmado con las demostraciones de Cajal que, en años sucesivos, difundió ampliamente todas sus aportaciones, gracias a la prestigiosa revista Zeitschrift für wissenschafliche Zoologie, de la que era director.13
Siendo ya un reputado científico a nivel internacional, Cajal se trasladó a Madrid en abril de 1892 para ocupar la cátedra de Histología e Histoquímica Normal y Anatomía Patológica de la Universidad Central, que quedó vacante por la muerte de Aureliano Maestre de San Juan (1828-1890), el padre de la Histología española. A partir de este momento, su biografía es un continuum de logros científicos y, consecuentemente, de reconocimientos, homenajes y premios: Doctor honoris causa por las universidades de Cambridge (1894), de Clark y de Boston (1899), Premio Nacional de Moscú (1900), Gran Cruz de Isabel la Católica (1901), Medalla Helmholz (1905) y, finalmente, el Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1906, concedido por el Comité del Real Instituto Karolinska de Estocolmo, y compartido con su colega y rival, el italiano Camillo Golgi (1843-1926), “en atención a sus meritorios trabajos sobre la estructura del sistema nervioso”. Tras la concesión de este prestigioso Premio, se sucederían muchas más distinciones, que dan fe del alcance de sus conquistas científicas: Comandante de la Legión de Honor francesa (1914), Gran Cruz de la Orden del Mérito de Alemania (1915), Medalla Echegaray, con motivo de su jubilación como catedrático (1922), Doctor honoris causa por la Universidad de la Sorbona (1924), y Banda de la Orden de la República (1933), entre otros muchos.13
Asimismo, Cajal ocupó una serie de cargos políticos, como consejero de Instrucción Pública (1902) o senador vitalicio del Reino, desde 1910, a instancias del Presidente del Consejo de Ministros José Canalejas Méndez (1854-1912), llegando incluso a rechazar la oferta del Presidente del Gobierno, Segismundo Moret y Prendergast (1833-1913), en 1906, para hacerse cargo del Ministerio de Instrucción Pública. Desde la perspectiva laboral, el Gobierno nombró a Cajal Director del Instituto Nacional de Higiene Alfonso XIII en 1901 y fundó en 1902 el Laboratorio de Investigaciones Biológicas, centro que Cajal dirigió hasta 1922. Finalmente, en 1920, mediante Decreto, de 27 de febrero, se creó el Instituto Cajal, que llegaría a ser uno de los centros de investigación neurobiológica más importante de la Europa de la época. Este Instituto pretendía recompensar la trayectoria científica del histólogo, con una excelente dotación de instrumental y recursos, así como de libros y revistas.13
Sin embargo, el Premio Nobel se sentía ya notoriamente agotado en esta etapa. De hecho, en su último libro publicado en vida, El mundo visto a los ochenta años: Impresiones de un arterioesclerótico (1934), una especie de autobiografía con continuas alusiones a ciertos cambios políticos y sociales que se iban imponiendo en la España de sus días, recuerda, con respecto a los años en que Europa estaba sumida en el desastre de la I Guerra Mundial: “Día a día notaba, al abandonar la tertulia del café... que mi cabeza ardía, sin que moderasen la sofocación el paseo ni el silencio absoluto”.17 Consultado su eminente discípulo, Nicolás Achúcarro y Lund (1880-1918), éste “lanzó el terrible veredicto: Amigo mío, ha comenzado la arterioesclerosis cerebral de la senectud”.17 El 17 de octubre de 1934 moría Cajal por complicaciones de un trastorno intestinal en su madrileña residencia de la calle Alfonso XII.
La presencia de Cajal en Cuba
Para conocer mejor todas las circunstancias históricas que condicionaron los conflictos bélicos en Cuba y, finalmente, la guerra hispano-norteamericana, que desembocarían en el denominado Desastre Colonial español, pueden consultarse una gran cantidad de obras que abordan esta temática, como las publicadas con motivo del centenario de la pérdida de Cuba y otras colonias españolas.18-25
La Cuba en guerra que Cajal se encontró
Con el famoso pronunciamiento de Yara, al grito de “¡Viva Cuba libre!”, lanzado por el abogado y terrateniente Carlos Manuel de Céspedes y López del Castillo (1819-1874) en su ingenio La Demajagua, se inició, el 10 de octubre de 1868, coincidiendo con el destronamiento de la reina Isabel II (1830-1904), la primera guerra de Cuba por su independencia, Guerra de los Diez Años, o Guerra Grande. El desarrollo de este conflicto supondría, finalmente, la total desaparición del imperio español y el desarrollo paulatino de una nueva forma de entender la vida sociopolítica en la metrópoli, que culminaría con el llamado Movimiento Regeneracionista y posteriormente con la denominada Generación del 98.
Las causas de esta primera insurrección cubana habían permanecido ampliamente larvadas en la sociedad insular. Entre otras, cabe mencionar la ausencia de una inteligente política colonial, la carencia de una buena información gubernamental de la situación cubana, el mantenimiento de la esclavitud, la existencia de una administración estatal corrompida, la desvinculación económico-mercantil con la metrópoli, pues la isla comerciaba más con Estados Unidos que con España, o las presiones norteamericanas, fundamentadas en la Doctrina Monroe, para arrojar a España del Caribe.
Posiblemente, la cuestión cubana habría seguido otros derroteros si el magnicidio del general Juan Prim y Prats (1814-1870) no hubiera tenido lugar. El Presidente del Consejo de Ministros, dispuesto a negociar una autonomía plena con los insurrectos, chocó frontalmente con políticos como Francisco Romero Robledo (1838-1906), con grandes intereses en la isla, partidarios de no abolir la esclavitud y mantener la guerra “a sangre y fuego”. Su asesinato, en la Calle del Turco de Madrid, frustró la mejor oportunidad para resolver a tiempo el problema cubano.
Cuando Cajal llegó a Cuba era Capitán General de la isla José Gutiérrez de la Concha Irigoyen (1809-1895), marqués de La Habana, quien ideó y potenció un sistema estratégico y defensivo que daría lugar a la llamada “guerra de las Trochas”. Las trochas eran amplios caminos bordeados por fuertes empalizadas, algunas veces con alambradas de refuerzo, que cortaban la isla por sus puntos más estrechos. Cada 500 metros se situaba un “blocao” (blockaus, de “Block House”) o torre de vigilancia defendida por un pequeño destacamento (Figura 2), y cada 1000 o 1500 metros se alzaba un fortín de madera guarnecido por una compañía. A mayor distancia se situaban unos poblados que albergaban retenes militares de importancia, almacenes y enfermerías. Se construyeron dos grandes trochas (Figura 3), la Trocha del Este o de Bagá, que inicialmente debería llegar al estero de la Zanja, con una distancia de 94 kilómetros, pero de los que sólo se finalizaron unos 52 kilómetros, y la de Júcaro a Morón, mucho más larga, que dividían la isla en tres compartimentos estancos: el departamento Occidental o de las Villas (el más rico y que más interesaba proteger), el Central o del Camagüey (donde Cajal ejercería su actividad sanitaria), y el Oriental, donde la rebelión alcanzó todo su auge.5 El sistema de trochas pretendía aislar al denominado Ejército Libertador y batirlo por líneas interiores.
La trocha de Bagá, a título de ejemplo, incluía 3 o 4 hospitales de campaña y 10 enfermerías, entre las que se encontraban las de Vista Hermosa y San Isidro, los dos destinos que ocuparía Cajal durante su estancia en Cuba. Estas enfermerías fueron creadas en 1870 y dejaron de utilizarse en 1878, al finalizar la Guerra de los Diez Años.26
Por otro lado, la Administración de Ultramar brillaba casi por su ausencia, dando lugar a todo tipo de corrupciones y fraudes, como el del farmacéutico Villaluenga del Hospital Militar de La Habana, habilitado general del Cuerpo de Sanidad, que se fugó a Estados Unidos tras desfalcar 90.000 pesos. Con este motivo, el Capitán General de Cuba, Joaquín Jovellar y Soler (1819-1892), elevó un informe al Ministro de Ultramar, el 13 de enero de 1874, mencionado por Cajal en sus memorias, en el que especificaba: “La inmoralidad en todos los ramos de la administración, sin exceptuar la de la Justicia, es la más corrompida del mundo… Sería necesario separar las tres cuartas partes, por lo menos, de los magistrados, jueces y empleados de la Administración civil y militar concusionarios”.13
Así, bajo todo tipo de corruptelas, retrasos en el abono de las pagas (y los subsiguientes préstamos usureros de los mercaderes isleños), el férreo clima antillano y los efectos perniciosos de las enfermedades tropicales, la tropa española progresó paulatinamente hacia un decaimiento físico y moral, aliñado con tabaco, ginebra, juego y mujeres. El alcohol era “el mejor aliado del mambís”, recordaba Cajal.13
A la vez, el volumen de los insurrectos se fue paulatinamente incrementando, llegando a formarse partidas muy numerosas, de hasta 3.000 hombres, destacando las facciones de los generales Máximo Gómez Báez (1836-1905) y Calixto García Íñiguez (1839-1898). Precisamente, cuando Cajal llegó a Cuba, el general Máximo Gómez había atravesado la trocha de Júcaro a Morón, iniciando la insurrección en la actual provincia de Las Villas, y el general Antonio Maceo alcanzaba notorias victorias militares frente a las tropas españolas.27
El agravamiento de la situación forzó al gobierno alfonsino a designar en 1876 a Arsenio Martínez Campos Antón (1831-1900) como General en Jefe de Cuba. Su carácter dialogante y el ofrecimiento de una mayor autonomía política y administrativa a la isla, le llevó a firmar con Vicente García González (1833-1886), Presidente de la República de Cuba en Armas, la Paz de Zanjón, el 10 de febrero de 1878, dando paso al periodo histórico conocido como Tregua Fecunda (1878-1895).
La participación de Cajal en el conflicto bélico como médico militar
Mientras la guerra seguía su curso en la isla de Cuba, el futuro Premio Nobel se licenció en Medicina en 1973 y fue enrolado en la llamada “Quinta de Castelar”, quien movilizó a todos los mozos útiles ante el recrudecimiento de la guerra de las Antillas, la declaración, el 2 de mayo de 1872, de la Tercera Guerra Carlista (1872-1876) y la sublevación cantonal. Sin embargo, pronto logró, por oposición, una plaza de médico segundo de Sanidad Militar, con la graduación de teniente, pero merced a la Circular 225 del Memorial del Arma número 19 (Orden de Guerra de 20 de abril de 1874), Cajal fue designado por sorteo al Ejército expedicionario de Cuba, por Orden del Gobierno de la República,28 lo que suponía su ascenso inmediato a capitán (primer ayudante médico) (Figura 4).5,29 El título de su nuevo empleo le fue expedido por el Presidente del Poder Ejecutivo de la República, el general Francisco Serrano y Domínguez (1810-1885), duque de la Torre, con fecha de 21 de octubre de 1874.28
En estos momentos de juventud, ya puede apreciarse el sentimiento patriótico que siempre acompañaría al científico, cuando su padre le insta a abandonar el Ejército tras su peligroso destino en Cuba: “Tenaz siempre en mis propósitos, atajé sus razones diciéndole que consideraba vergonzoso desertar de mi deber solicitando la separación del servicio. Cuando termine la campaña será ocasión de seguir sus consejos; por ahora, mi dignidad me ordena compartir la suerte de mis compañeros de guerra y satisfacer la deuda de sangre con mi patria”.13
Con este destino, y su paga de embarque, se desplazó a Cádiz para viajar rumbo al Nuevo Mundo, según el histólogo indica en sus memorias, en el vapor España, de la Compañía Trasatlántica de Comillas. No obstante, Monteros-Valdivieso30 indica que el viaje se realizó en el vapor correo Guipúzcoa, tal como se refleja en el “Diario de la Marina”. Tras una travesía transatlántica muy tranquila de 16 días hizo escala un par de días en San Juan de Puerto Rico, y de aquí arribó a La Habana el 17 de junio de 1874. Del mismo modo, en un oficio inédito recogido por Pérez García,28 se da cuenta, por parte del Inspector de Sanidad de la Isla de Cuba, al director General del Cuerpo de la llegada a La Habana “a bordo del Vapor Correo Guipúzcoa del Médico 1º D. Santiago Ramón”.
Enfermería de Vista Hermosa
Una vez en la Gran Antilla, y tras un mes en la capital de la provincia cubana, Cajal fue destinado al peor destino posible: las enfermerías de campaña (Figura 5): “estaciones aisladas, de difícil aprovisionamiento y extraordinariamente insalubres”.13 Haciendo gala de su quijotesco carácter, el aragonés no llegó a usar las cartas de recomendación que le entregara su padre para el Capitán General de Cuba, con el fin de reservarle un destino poco comprometido. Su primer destino fue hacerse cargo de la enfermería de Vista Hermosa (1ª Brigada de la 2ª División), en el distrito de Puerto Príncipe, en la zona de Jimaguayú, al suroeste de la actual ciudad de Camagüey.31 Para acceder a su nuevo destino, tuvo que trasladarse en un vapor al puerto de Nuevitas, de ahí, en un tren blindado, a la ciudad de Puerto Príncipe, hoy Camagüey, donde se alojó en la famosa Fonda del Caballo Blanco, y finalmente, con una columna volante, alcanzar su objetivo.
El campamento de Vista Hermosa, que albergaba una compañía de soldados mandada por un capitán, se encontraba “perdido en plena manigua”, y, dentro del fortín, de estructura cuadrada y rodeado de aspilleras, disponía de un barracón de madera con techo de palma a modo de hospital y con una capacidad de 200 camas. En este mismo barracón dormía Cajal, en una habitación adyacente a la sala de enfermos, donde instaló un improvisado laboratorio fotográfico y donde pasaba el tiempo libre dedicado a esta afición y a la lectura y el dibujo, dado que no estaba permitido abandonar el fortín por los continuos ataques de los insurrectos. La mayoría de los enfermos atendidos por el capitán Cajal eran palúdicos, disentéricos y tuberculosos procedentes de las columnas volantes de operaciones en el Camagüey. El propio Cajal, víctima de las malas raciones y los abundantes parásitos, comenzó a enfermar de paludismo, que contrarrestaba con elevadas dosis de sulfato de quinina. Aún encamado, llegó a participar, fusil Remington en mano, junto a sus enfermos, en la defensa del campamento frente al ataque de una partida de mambises.
El histólogo pronto comprendió que el sistema de trochas implantado en el conflicto bélico constituía un verdadero error, tanto estratégico como higiénico. El cerco era fácilmente salvable por mar y, como apunta Cajal,13 inmovilizaba mucho personal, restándolo de la persecución activa de los insurrectos. Además, suponía un elevadísimo coste para una metrópoli en verdadera crisis. Por otro lado, la insalubridad era total, pues los fortines se alzaban sobre marismas y pantanos, donde las bajas por enfermedad eran numerosísimas (Figura 6). Dada la exuberancia de la vegetación y su rápido crecimiento, las trochas debían ser segadas de forma periódica, y los residuos vegetales no siempre se quemaban y se acumulaban en los bordes de la misma, lo que suponía un criadero de mosquitos que, aunque en ese momento no se conocía, transmitían el paludismo y el dengue.32
Más tarde, Cajal se lamentaba por no conocer esta vía de transmisión y reconocería que habiendo quemado estos vegetales que contenían las larvas de los mosquitos y colocando mosquiteras en las camas de los soldados, se hubieran salvado muchísimas vidas.13 En 20.000 cifró el científico las víctimas debidas directamente a las trochas: “¡Asombra e indigna reconocer la ofuscación y terquedad de nuestros generales y gobernantes, y la increíble insensibilidad con que en todas épocas de ha derrochado la sangre del pueblo!”, exclamaría posteriormente.13
Si bien, como se ha comentado, no se conocía la vía de transmisión de la malaria en la época cubana de Cajal, sí se conocían sus vínculos etiológicos con las denominadas “miasmas”, o emanaciones nocivas de aguas pantanosas y estancadas. Por este motivo, la malaria (acepción que viene a significar “mal aire”) también adoptó la denominación de paludismo (del latin “palus”, pantano). En este sentido, recordaría Cajal años después: “¡Cuán terrible es la ignorancia! Si por aquella época hubiéramos sabido que el vehículo exclusivo de la malaria es el mosquito, España habría salvado miles de infelices soldados, arrebatados por la caquexia palúdica en Cuba o en la Península. ¿Quién podía sospecharlo?... Para evitar o limitar notablemente la hecatombe, habría bastado proteger nuestros camastros con simples mosquiteros o limpiar de larvas de Anopheles las vecinas charcas”.13 Es interesante constatar como el espíritu investigador de Cajal ya se puso de manifiesto en su destino en la manigua, pues, según refiere Monteros-Valdivieso,30 el joven médico dedicaba parte de su tiempo libre a observar las aguas sucias encharcadas a través de un microscopio que se había agenciado, en busca de microorganismos. Incluso relata la anécdota de un informe remitido por el comandante del fortín a sus superiores, pidiendo la sustitución del “físico” de Vista Hermosa, que se pasaba las horas mirando por un “tubo”.
Hospital Militar de Puerto Príncipe (Camagüey)
El estado de salud de Cajal empeoró paulatinamente hacia una anemia palúdica, complicada después con disentería, por lo que, después de tres meses en Vista Hermosa, obtuvo una licencia para ser asistido en Puerto Príncipe, donde permaneció durante un mes y medio y empezó a mejorar, pero sin alcanzar una recuperación completa.13 Incluso, estando convaleciente, fue incorporado provisionalmente al cuerpo de médicos de guardia del Hospital Militar de la ciudad. Durante su estancia en Puerto Príncipe experimentó personalmente el problema de la corrupción administrativa, pasando serias dificultades económicas, pues de los casi 6 meses que llevaba en Cuba, sólo había percibido la retribución de un mes (125 pesos oro), y recibió un préstamo de sus compañeros médicos, algunos de los cuales lo interpretaron como una petición de limosna.
Enfermería de San Isidro
Convaleciente aún de su enfermedad palúdica, y debido a un posible inocente altercado con su superior, a costa de un comentario irónico sobre un dibujo anatómico, hecho no del todo dilucidado,9 Cajal fue destinado, a modo de castigo, a la enfermería de San Isidro, también en la Trocha militar del Este, más insalubre aún que la anterior, aunque mejor comunicada (Figura 7). Prueba de la insalubridad del fortín de San Isidro, levantado en medio de una ciénaga, es la muerte por paludismo de los dos predecesores de Cajal como capitanes médicos y el hacinamiento de enfermos. De hecho, se estimó que hasta dos tercios de la tropa destinada en esta trocha del Este estaba permanentemente enferma, lo que facilitaba las acciones de los insurrectos. Y prueba de que este fortín era empleado como destino de castigo de militares conflictivos (o de ciertas venganzas personales, como en el caso de Cajal) fue la llegada simultánea de un capitán trastornado y tres oficiales de diversas armas, “acusados de promover escándalos y cometer intolerables excesos en cafés y demás centros de recreo”.13
Durante casi 6 meses, Cajal tuvo que atender a una media de 300 soldados enfermos de paludismo, disentería, úlceras crónicas y viruela, en un ambiente y unas condiciones absolutamente insalubres, hasta tal punto que el propio comandante del fortín pretendió encerrar sus dos caballos en el hospital, junto a los enfermos. La oposición del capitán Cajal a este abuso y ataque a las más básicas normas de higiene sanitaria (“en este recinto sanitario no hay más autoridad que la mía y pesa sobre mí la responsabilidad del tratamiento y cuidado de los enfermos y en conciencia no puedo consentir que por capricho de usted se convierta la sala en cuadra inmunda”, escribe en sus Recuerdos de mi vida13), le supuso la instrucción de un expediente por insubordinación y amenazas a la autoridad, aunque el General Gobernador de Puerto Príncipe dictó a su favor.
En San Isidro tuvo ocasión de vivir personalmente el estado de absoluta corrupción de la administración colonial: retrasos injustificados del cobro de haberes, indiferencia del mando y fraudes en las raciones de alimentación de sus enfermos (a base de pan, galletas, arroz y café) por parte de cocineros y practicantes: “Casi toda la carne, huevos, jerez y cerveza consumidos por los oficiales y practicantes salía del presupuesto del hospital”, recordaba Cajal.13
Tras estos 6 meses en su nuevo destino, su salud empeoró notablemente: “el hígado y el bazo mostraban tumefacción alarmante, y la temible hidropesía se iniciaba”.13 Además de la malaria, contrajo disentería, por lo que, a su propio tratamiento con quinina y tanino, hubo de adicionar opio. Al negársele una licencia temporal por falta de personal, y en vista de su precaria salud, decidió renunciar a su carrera militar y pedir la licencia absoluta por enfermedad. Así, elevó instancia al Capitán General, pero ésta nunca llegó a su destino, pues su superior inmediato, el Dr. Manuel Grau Espalter (n.d.), Jefe de Sanidad del Cuerpo de Ejército, se negó repetidamente a tramitarla.13 En esta instancia inédita, recogida por Pérez García,28 Cajal expone: “Adjunta tengo el honor de remitir a U. duplicada instancia solicitando del Gobierno de S.M. mi separación del Ejército en atención al mal estado de mi salud. Suplico a U. designe darle curso a la brevedad posible para salir de una vez de un punto esencialmente insalubre y de el [sic] que no he gozado ni un día de salud”.
Exceptuados los estrictamente militares, muchos fueron los problemas que el soldado español soportó en esta primera guerra cubana. En un artículo publicado en El Liberal de Madrid (26 de octubre de 1898) recuerda Cajal: “Todos los que hemos estado en Cuba sabemos que el clima mortífero de las Antillas, en triste complicidad con nuestra pésima administración, es decir, con el hambre, los atrasos en las pagas, el desbarajuste en la distribución y movimiento de las columnas, habrían de reducir aquel contingente al año en cien mil soldados y a los dos años a cincuenta mil, poblando los hospitales y hasta los pueblos y aldeas de tísicos, palúdicos y anémicos”.33 Hasta que en 1898 se perdió definitivamente la colonia, cifra el aragonés en 58.000 los muertos por enfermedad entre soldados y oficiales, y en 16.000 los devueltos a la península por inutilidad total, todo esto sin contar los muertos en batalla, prisioneros, etc.13 Raymond Carr (1919-2015), en su España 1808-193634 también señala que el peor enemigo en las operaciones en la manigua de la guerra de Cuba eran las enfermedades y que el general Martínez Campos consideraba insignificantes las bajas en campaña en comparación con las fiebres y las heridas que se derivaban de la guerra en la semijungla.34
Posiblemente Cajal debió su vida a una casualidad. El sustituto de Gutiérrez de la Concha, Blas Diego de Villate y de la Hera (1824-1882), conde de Valmaseda, se replanteó la conveniencia de seguir manteniendo el sistema defensivo de las trochas, por lo cual envió un brigadier en misión de inspección de éstas. Quedó tan impresionado por el mal estado de los soldados de la Trocha del Este que ordenó su abandono inminente. Además, se comprometió personalmente a tramitar la instancia del capitán médico de San Isidro.
Dispensa militar y repatriación
Ingresado como enfermo en el pabellón de oficiales del Hospital de San Miguel de Nuevitas, se trasladó, una vez obtuvo una ligera mejoría, a Puerto Príncipe, donde pasó el obligatorio reconocimiento facultativo. En el certificado médico datado el 21 de abril de 1875 se especificaba: “… presenta debilidad, palidez y decoloración de las mucosas, pulso frecuente, lengua algo saburrosa en el centro y encendida en los bordes, inapetencia, digestiones laboriosas y ligero dolor en el hipocondrio izquierdo… padece de fiebres intermitentes rebeldes a los febrífugos y que, por lo tanto, atendido en estado general, se inicia una caquexia palúdica”.28 Con este diagnóstico de caquexia palúdica grave, obtuvo la licencia absoluta en mayo de 1875.13
Una vez licenciado, tras 1 año, 9 meses y 1 día de servicio en el Ejército, marchó a La Habana, logró cobrar, no sin numerosos problemas y una merma del 40%, las pagas pendientes, así como cierta cantidad de dinero enviada por su padre, y, a pesar de sufrir un ataque agudo de disentería, embarcó en el vapor España con rumbo a Santander, junto a 227 soldados enfermos que el propio Cajal había acompañado desde Puerto Príncipe a La Habana. Recordaba el científico como estos soldados inutilizados en campaña viajaban en pésimas condiciones, en tercera clase, hacinados y mal alimentados. Cajal, aun no teniendo ya responsabilidad militar, dedicó gran parte de su tiempo a asistirlos espiritual y físicamente, facilitándoles incluso tratamiento farmacológico. No obstante, algunos de ellos fallecieron en la travesía y Cajal rememoraba: “¡Qué desgarrador espectáculo contemplar a la alborada el lanzamiento de los cadáveres al mar!”.13 Finalmente, el vapor España alcanzó tierra peninsular el 16 de junio de 1875.
El rey, a propuesta del Consejo Supremo de la Guerra, le concedió la licencia absoluta, mediante resolución del 17 de agosto de 1875, causando baja en el Cuerpo de Sanidad Militar.
Precisamente con el importe de sus honorarios atrasados de la campaña cubana compraría, ya en España, un microscopio Verick, un micrótomo, reactivos químicos y colorantes, habilitando un modesto laboratorio, con el que inició su brillante carrera científica. Su aspecto físico demacrado y consumido por la enfermedad (Figura 8), en nada debía parecerse al del atleta que partió para Cuba apenas un año antes. Una vez en su casa paterna de Zaragoza, fue cuando comenzó a mejorar progresivamente: “Aunque no recobré la antigua pujanza ni logré sacudir enteramente la anemia palúdica, repusiéronme mucho el aire de la tierra, alimentación suculenta y los irremplazables cuidados maternales. De tarde en tarde, recidivaba la fiebre; pero ahora la quinina mostrábase más eficaz”.13
El conflicto bélico cubano tras la marcha de Cajal
La paz duraría poco en la Gran Antilla. El incumplimiento sistemático de los acuerdos de Zanjón fue degradando la situación sociopolítica de la colonia hasta que, en 1895, coincidiendo también con la caída de los precios del azúcar, tuvo lugar, en las estribaciones de Sierra Maestra, el célebre grito de Baire, con el que comenzó la última y definitiva guerra cubana, o Guerra Necesaria en palabras de los sublevados. Para enfrentarse a las tropas del líder del Partido Revolucionario Cubano y organizador de la nueva insurrección, José J. Martí Pérez (1853-1895), el gobierno español volvió a confiar en la pericia de Martínez Campos.
Pero en esta nueva guerra las circunstancias habían cambiado, y bajo el liderazgo de Martí se incrementó notoriamente la conciencia independentista de los criollos y del pueblo llano, creándose núcleos de conspiración en las principales ciudades. Además, los grandes oligarcas industriales de la metrópoli eran, en ese momento, más proclives a la independencia de la isla. Finalmente, la presencia norteamericana en la isla se fue paulatinamente ampliando, en mor de la Doctrina Monroe, con el claro objetivo final de anexionar o adquirir la isla. De este modo, Martínez Campos fue presionado por amplios sectores del gobierno y de la prensa para resolver rápidamente la situación, pero su concepto humanitario de la gestión del conflicto fue inviable y las críticas peninsulares lo desacreditaron y acabaron con su mandato.
En enero de 1896 se hizo cargo del mando, como Capitán General de Cuba, Valeriano Weyler y Nicolau (1838-1930), marqués de Tenerife y duque de Rubí, quien, haciendo gala de su cruel fama, efectuó una draconiana represión, reinstaló el sistema de las trochas y consiguió efectistas victorias con un número de bajas muy elevado. Su política de reconcentración supuso la creación de numerosos campos de concentración en los que se recluyó a la población rural para evitar su apoyo a los insurrectos, campos en los que perdieron la vida unos 100.000 cubanos debido al hambre y las enfermedades (Figura 9).
Cajal tuvo conocimiento directo de estos hechos a través de supervivientes cubanos emigrados a Estados Unidos, con motivo de su visita a Nueva York en 1899, invitado a impartir unas conferencias en el décimo aniversario de la fundación de la Universidad de Clark (Worcester). Dada su afinidad por los naturales de la isla, recababa su conversación cuando los encontraba en diversas tiendas e instalaciones neoyorkinas y recoge como todos le refirieron las enormes crueldades de la política de las reconcentraciones, lo cual, intuía el científico, contribuyó a la negativa imagen de España en Estados Unidos: “Huelga notar que las lamentaciones de tantos millares de prófugos, pregonando y agravando hasta lo inverosímil la vieja leyenda anglosajona de la crueldad española, crearon en los Estados Unidos un estado emocional, que fue hábilmente explotado por los laborantes cubanos y por el partido imperialista o intervencionista”.13
Las continuas críticas norteamericanas, que amplificaron la impopularidad internacional de España, y de los partidos liberales españoles hicieron inviable la continuación de Weyler en el cargo hasta más allá del verano de 1897, en que Práxedes Mateo Sagasta y Escolar (1825-1903) lo sustituyó por Ramón Blanco y Erenas (1833-1906), marqués de Peña Plata. Portador de un régimen de gran autonomía para las Antillas, que incluía un Parlamento insular con dos cámaras y un sistema de autogobierno con amplios poderes, aunque bajo la autoridad del Gobernador General de la isla, éste ya no satisfizo a nadie. Su blando carácter en el atajo de la situación desembocaría en graves alteraciones del orden público en La Habana a principios de 1898. Con ese pretexto, el cónsul norteamericano en la capital cubana, general William Henry Fitzhugh Lee (1837-1905), cuyo exacerbado odio a los españoles era patente, exigió la presencia en la zona del buque de guerra Maine (Figura 10) para garantizar “la vida y propiedades de los ciudadanos norteamericanos”. La posterior explosión y hundimiento del acorazado Maine en la bahía de La Habana, en un atentado de falsa bandera, justificaría la declaración de guerra por parte del presidente William McKinley (1843-1901), antesala del desastre colonial.
En pocos meses, la envejecida flota del almirante Pascual Cervera y Topete (1839-1909) fue destruida y España sufrió una de las mayores humillaciones de toda su historia. En su mencionada obra El mundo visto a los ochenta años, publicada el mismo año de su muerte, Cajal refiere como “en la guerra con los Estados Unidos no fracasó el soldado o el pueblo (que dio cuanto se le pidió), sino un gobierno imprevisor, desatento a los profundos e incoercibles anhelos de las colonias, e ignorante de las codicias solapadamente incubadas, como del incontrastable poderío militar de Yanquilandia”.17
El 12 de agosto de 1898 el gobierno español firmó un armisticio con Estados Unidos, tras una breve guerra en la que apenas perdieron 300 hombres. Con el Tratado de París, firmado por Eugenio Montero Ríos (1832-1914), como representante de la Delegación española, el 12 de diciembre de 1898, el gobierno español renunció a todos sus territorios de ultramar (Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam), cuyo control fue cedido a los Estados Unidos, y quedó definitivamente dilapidado el Imperio de España.
En una carta escrita por Cajal, el 10 de septiembre de 1898, a su amigo, el científico sueco Magnus Gustav Retzius (1842-1919), resume magistralmente toda la situación generada por esta guerra: “… a mí, como a casi todos los españoles, no nos ha causado la noticia de la guerra el menor entusiasmo por ser una contienda en que España si hubiera triunfado no podría ganar nada, y en que, al ser vencida (cosa de que todos presumíamos) ganaba positivamente una cosa: el quedarse sin unas colonias que son el sepulcro de nuestra raza. En la pasada guerra de Cuba, España perdió por enfermedades causadas por el clima más de 200.000 hombres; y en la actual lleva perdidos más de 60.000 de paludismo y disentería. En condiciones tales es imposible mantener una colonia; y si nuestros gobiernos hubieran tenido sentido común, hace años habría sido reconocida la independencia de la Isla: pues perdido el amor de los criollos es seguro que cada 10 o 12 años se renovaría la sedición… Nuestra derrota no ha sido pues tan sentida como lo hubiera sido en otras circunstancias porque nos librará para siempre del triste espectáculo de ver nuestros jóvenes llegar a millares tuberculosos o anémicos al abandonar el servicio de Cuba; y sin otra compensación que enriquecer a unos cuantos fabricantes catalanes y a algunos empleados corrompidos y venales, que al hacer su negocio en las colonias han suscitado en éstas un odio a España que nada puede disipar… cada barco de los actualmente destinados a la repatriación de los mismos [soldados], tiene que arrojar por defunción más de 100 cadáveres durante la travesía, a lo que debe añadirse que con los sanos, al parecer, se llenan los hospitales. ¡De todo esto tiene culpa el clima, pero sobre todo una administración corrompida que ha gastado más de dos mil millones de pesetas durante la guerra para alimentar al soldado exclusivamente con arroz y sardinas! Así se concibe que el soldado estuviese tan abatido que no tenía fuerzas ni para sostener el fusil. El grito del soldado en Santiago de Cuba era: ‘dejarnos morir en nuestras trincheras pues no tenemos fuerzas para retirarnos’. Yo fui médico militar durante la guerra de Cuba de 1874 (guerra que duró 10 años) y vine como todos gravemente enfermo de paludismo y puedo decir que a pesar de los años transcurridos no he llegado todavía a una salud completa… colonia además codiciada por los Estados Unidos, contra los cuales no era posible que nosotros lucháramos; porque la gran superioridad de su marina hacía imposible socorrer a las tropas de la Isla, las cuales habrían de sucumbir de hambre, dado que Cuba no produce sino artículos de lujo (café, tabaco, cacao y azúcar) y ninguno de los que forman la alimentación habitual del europeo”.35
La percepción de Cajal de la isla de Cuba y sus gentes
El futuro histólogo puso de manifiesto en su comentada autobiografía el gran impacto que le causó su primera vista panorámica, desde el mar, de la bahía y la ciudad de La Habana, un auténtico y maravilloso espectáculo (“casas, palacios y quintas entrecortados por bellísimos jardines donde descuellan elegantes palmeras”). Antes de desplazarse a su primer destino, residió en la ciudad durante un mes, y con la experiencia previa de su viaje de embarque por Andalucía, le pareció que Cuba era una extensión de aquella región española y La Habana un reflejo de Cádiz, tanto por el tipo de construcciones, de planta baja y principal y con sus patios y jardines, como por el carácter de sus pobladores y su forma característica de hablar (“dulzona y matizada con graciosos ceceos”).
Inicialmente, Cajal creía encontrarse en el paraíso exótico de sus lecturas de aventuras, atraído por la mezcla de razas que convivían en la ciudad caribeña, destacando “la raza negra y sus variados mestizajes”,13 y se extrañó de la ausencia completa de indígenas, cuya práctica extinción desconocía. Y rápidamente percibió el peso de las diferencias raciales en la colonia, juzgando duramente a los criollos como una “pálida planta de estufa, vegetando muelle y parásitamente a expensas de la savia del africano o del mulato”.13 Tampoco obvió elogios hacia la belleza de la mujer cubana, que “ha afinado su delicada femenidad [sic], adquiriendo, así en lo espiritual como en lo físico, dulzuras y suavidades excepcionales o desconocidas en las bellezas de Europa… Las mujeres al hablar gorjean y al mirar acarician. Esto explica por qué la mayoría de nuestros jefes y oficiales ultramarinos cayeron en las redes de aquellas lánguidas y fascinadoras hermosuras”.13
Un Cajal adulto recordaba algunas ilusiones de adolescencia: “¡Qué soberano triunfo debe ser explorar una tierra virgen, contemplar paisajes inéditos adornados de fauna y flora originales, que parecen creados expresamente para el descubridor como galardón al supremo heroísmo!”.13 Frente a este prisma, los parques de La Habana llamaron su atención inicialmente, con sus altas palmeras reales, extraños arboles enlazados por lianas trepadoras, exóticas flores y frutas tropicales que no conocía. Sin embargo, pronto descubrió que sus ilusiones adolescentes de lugares selváticos y vírgenes (Figura 11) no se correspondían con el común de los paisajes de la isla: “Ante mis interrogaciones reiteradas, las gentes del país me señalaron la manigua. Pero la impresión causada por ésta fue insignificante. En vez del bosque milenario, no profanado por planta humana, me encontré con vulgar matorral sembrado de arbustos y pequeños cedros y caobos creciendo en desorden”.13 Y la misma decepción tuvo con la fauna autóctona, pues donde él imaginaba jaguares, serpientes y otras exóticas especies, sólo había animales comunes procedentes de la península, como gorriones, tordos y cuervos: “ni animales indígenas, ni raza aborigen. Papagayos y colibríes enjaulados y guajiros como reliquias de los nativos”.13
Tras su baja por enfermedad en Vista Hermosa, Cajal pasó mes y medio de recuperación en Puerto Príncipe, la capital de Camagüey, periodo que recordaría como el más satisfactorio de toda su estancia en la isla de Cuba. En esta ciudad desarrolló una amplia vida social, aunque enmarcado más en las costumbres peninsulares exportadas a la isla, como las tertulias de cafés y casinos. Todas las tardes acababa, con sus compañeros, en el Café del Caballo Blanco. Por el contario, se alejó de los que él llamó los cuatro vicios de la oficialidad militar española, de nefastas consecuencias sanitarias y germen de la amplia corrupción administrativa: el tabaco, el ron, el juego y “las venus”.
Cajal se interesó especialmente por “aquellos africanos traídos a Cuba por buques negreros”, que resistían mucho mejor que los europeos el inclemente clima antillano y sus enfermedades, sobre todo la malaria. Durante su estancia en San Isidro, uno de sus escasos entretenimientos fue disfrutar del folclore africano y describió sus danzas como un “espectáculo singular y atrayente… Lejos de sentir nostalgia por la patria lejana, celebraban regocijada y ruidosamente sus fiestas, entregándose a zambras alegres y cánticos salvajes”.13 Cajal describe como mientras “parejas, medio desnudas, bailaban incesantemente bajo un sol de fuego, otros marcaban el compás, golpeando sobre largos tambores labrados en troncos de árbol. De vez en cuando, una voz chillona y selvática entonaba sencillo estribillo, traducción acaso de algún viejo canto aprendido en los bosques africanos… Y así sucesivamente durante ocho o diez horas. Un coro de gritos salvajes saludaba al cantante al terminar cada estrofa. Aquellos danzantes africanos poseían músculos de acero. El sudor corría a raudales por su piel de ébano y el sol arrancaba a sus relieves musculares reflejos metálicos. Lejos de amansar su fogosidad, tan formidable ajetreo parecía estimularlos. En algunas parejas, el crescendo de piruetas, contorsiones y gestos eróticos llegaba al frenesí”.13
Una de las facetas básicas de la vida de Cajal fue, sin duda, su atracción artística por el mundo de la pintura, que tan relevante sería para su carrera científica como histólogo. De hecho, uno de los capítulos de sus Recuerdos de mi vida, dedicados a su infancia y adolescencia, lleva por título “Quiero ser pintor”.36 Y entre estas creaciones plásticas destacan los diferentes cuadernos de viajes de carácter pictórico que realizó Cajal a lo largo de su vida, y que quedan reflejados en sus comentarios de diferentes obras literarias. Pero, curiosamente, de todos ellos, sólo se conserva uno, titulado Cuaderno de la Trocha, que corresponde a su periodo militar cubano.37 El cuaderno contiene 11 obras, entre dibujos y acuarelas, y todos representan paisajes, escenas y personajes relacionados con la isla, desde la desbordante y húmeda naturaleza de la manigua (Figura 12), a la actividad diaria de la vida militar en los fortines de las trochas.
Colofón
A pesar de que su estancia en la isla caribeña apenas fue de 14 meses, la impronta de Cuba, no solamente en los aspectos y experiencias vitales, sino en el pensamiento filosófico, social e incluso político de Cajal, fue enorme y le acompañó toda la vida. En el ánimo de Cajal siempre perduraría la pérdida de Cuba y la llaga de la guerra con Norteamérica, una “guerra funesta e imposible… todo por la terquedad de los gobernantes y militares de España y la codicia de nuestros industriales exportadores…”.10 Y, en sus Recuerdos de mi vida, muy acertadamente se lamentaba Cajal al afirmar que la “independencia [de Cuba], deseada por América entera, era inevitable… caímos porque no supimos ser generosos ni justos”.13 Precisamente, la influencia de estos hechos condicionaría su vinculación inicial al Movimiento Regeneracionista y la configuración posterior, a lo largo del resto de su vida, de la idea de patriotismo que debería asimilar la nueva juventud española.
Pero, a pesar de haber combatido contra los defensores de la independencia cubana en la primera de sus guerras de liberación, el pueblo cubano siempre ha reconocido la figura del científico. En 1908, sólo diez años después de conseguir la independencia de la Corona española, la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, predecesora de la actual Academia de Ciencias de Cuba, lo nombró, por unanimidad de sus miembros, Académico de Mérito. En 1954, los histólogos de la Universidad de Ciencias Médicas de La Habana lo homenajearon, descubriendo una placa en los Laboratorios de Histología del ICBP Victoria de Girón. En 1998 se inauguró el Centro de Rehabilitación Geriátrico “Santiago Ramón y Cajal” y se colocó otra placa conmemorativa en la entrada y un busto del científico en el patio. Y el 10 de diciembre del 2011 se creó, en la Universidad de Ciencias Médicas de La Habana, la Cátedra Honorífica y Multidisciplinaria Santiago Ramón y Cajal, auspiciada por la Sociedad Cubana de Ciencias Morfológicas, el Departamento de Histología de la Facultad “Victoria de Girón” y la Facultad de Biología de la Universidad de La Habana.
Uno de los más íntimos amigos de Cajal, el catedrático de Anatomía Federico Olóriz Aguilera (1855-1912), comentaba que en Cuba se curó el futuro histólogo de las glorias militares, pero también sirvió su experiencia cubana para modelar su pensamiento regeneracionista, que supuso, durante la primera mitad del siglo XX, un claro ejemplo de lo que debe ser la esencia de un nuevo patriotismo, ajeno a la política, y centrado en el afán de justicia y el sacrificio personal. Su lema sería “A patria chica, alma grande”,38 y sus armas, la voluntad, la perseverancia, la tenacidad y el trabajo diario: “Soldado del espíritu, el investigador defiende a su patria con el microscopio, la balanza, la retorta o el telescopio”.13