Introducción
La violencia es un comportamiento que aunque tiene sus orígenes en los principios de la historia de la humanidad, ha continuado difundiéndose en las sociedades hasta nuestros días. Su impacto se observa no solo en situaciones de importantes conflictos, sino en la resolución de problemas, en ocasiones muy simples, de la vida cotidiana.
Al interior de las familias, ya sean nucleares, reconstituidas, monoparentales, homoafectivas o integradas por personas trans, también se desarrollan episodios violentos en los cuales pueden estar involucrados cualquiera de sus miembros (Corsi, 2003). Un caso particular de la violencia intrafamiliar es la que se desarrolla entre aquellos integrantes de la familia que conforman una relación de pareja.
Por relación de pareja es considerada la unión entre dos personas dentro y fuera de un estado conyugal definido, entrelazadas por un vínculo atractivo-afectivo-erótico-amoroso, en la cual, más allá de estereotipos sexistas o de requerimientos normativos, debería imperar, como señala el Dr. Pérez Gallardo, profesor titular de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana, “la solidaridad, el sentido de convivencia, la identidad de proyectos de vida y un ambiente de armonía, crecimiento, bienestar y respeto a la dignidad de sus integrantes" (Pérez, 2016). Sin embargo, al constituirse la pareja por más de una persona, y cada ser humano ser único e irrepetible, inevitablemente en esta relación se producirán desacuerdos que responden a las visiones diferentes que tiene cada miembro de una misma realidad, en correspondencia con su historia de vida.
Los desacuerdos y contradicciones son propios de la naturaleza humana y por consiguiente de las relaciones de pareja. Lo normal es que existan criterios divergentes que, en última instancia, ayudan a entender o a buscar soluciones conjuntas a las situaciones que los originan constituyendo oportunidades de transformación, crecimiento personal y solidez de la relación. En consecuencia el reto radica en aprender a manejar las discrepancias mediante el diálogo hasta llegar a un estado de equilibrio en la negociación en que se pueda convivir armónicamente con el prójimo aceptando las diferencias entre el comportamiento propio y suyo (Merlano, 1981); eliminando toda manifestación de poder, fuerza o discriminación en las vías de intercambio, tendiente a doblegar, someter, anular o dirigir a la pareja; es decir, sin el empleo de la violencia (Fairman, 2005; Quintero, 2007).
Contrario a lo deseado, la violencia en las relaciones de pareja constituye a la fecha un problema instaurado a escala internacional pendiente de resolver (Organización Mundial de la Salud [OMS], 2014).
Las manifestaciones de violencia en este tipo de relaciones suelen ser disímiles, llegando a causar, como ha sido documentado por diferentes autores, daños físicos, psíquicos, sexuales o económicos a la persona agredida, con repercusión en los ámbitos personal, familiar y social (Blázquez y Moreno, 2008; Ramos, Saltijeral y Caballero, 1996; Sánchez-Rivas, 2014 y Valdez, Juárez, Salgado, Agoff, Ávila e Hijar, 2006). Sin embargo, estas acciones violentas a veces son tan sutiles que no se perciben como tal y generalmente se toma conciencia de ello cuando han dejado secuelas significativas (Fondo de Naciones Unidas para la Infancia [UNICEF], 2007 y Ferrer, 2010).
El tema de la violencia ha sido poco explorado en la mayoría de los países de América Latina y el Caribe (OMS, 2014 y Comisión Económica para América Latina y el Caribe [CEPAL], 2014) y al menos en lo que se refiere a la violencia en las relaciones de pareja, como señala la Dra. Ada Alfonso, investigadora del Centro Nacional de Educación Sexual (CENESEX) y colaboradora de los Servicios para la Mujer de América Latina y el Caribe (SEMLAC), el caso de Cuba no es una excepción (SEMLAC, 2014).
Según la Dra. Alfonso “en Cuba la información disponible sobre el tema de la violencia de género y violencia intrafamiliar es fragmentada e incompleta, estando entre las brechas más significativas el predominio de estudios descriptivos, con muestras pequeñas, que no permiten identificar la real magnitud de la violencia en el país”, y agrega, “también suelen ser más frecuentes los estudios realizados con metodologías cualitativas, que si bien profundizan en el objeto de estudio, no permiten su generalización" (SEMLAC, 2014, s. p.).
Ante el desafío de minimizar las lagunas informativas que existen en Cuba sobre el tema de la violencia en las relaciones de pareja y conscientes de que la misma constituye un obstáculo para la prevención del VIH, aprovechando que la Encuesta sobre Indicadores de Prevención de Infección por VIH/sida se levanta de manera bienal en el país y tiene como soporte un diseño muestral que la hace representativa de toda la población cubana de 12 a 49 años, se diseñó e incluyó en el cuestionario de la que se aplicó en el año 2013 un módulo de preguntas para estudiarla.
Como se expone en este trabajo, la aplicación del instrumento, validado dentro de la propia Encuesta sobre Indicadores de Prevención de Infección por VIH-2013 (Centro de Estudios de Población y Desarrollo [CEPDE]-Oficina Nacional de Estadísticas e Información [ONEI], 2015), permitió disponer de resultados nacionales sobre la violencia en las relaciones de pareja; identificar las manifestaciones de violencia física, psicológica y sexual más frecuentes; cuantificar su alcance y sentar las bases para poder dar seguimiento a las tendencias del comportamiento de este fenómeno. Unido a ello, aprovechando las bondades que ofrece la encuesta en sí misma, se analizaron los factores que pudieran estar contribuyendo a que una persona se involucre en una relación violenta ejerciendo el rol de víctima.
Material y método
El módulo de preguntas empleado para el estudio de la violencia en las relaciones de pareja en Cuba fue diseñado de conjunto por especialistas del CEPDE-ONEI, Programa Nacional de ITS/VIH/sida, Centro Nacional de Prevención de ITS/VIH/sida, CENESEX y Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Participaron además en la construcción del instrumento representantes del Proyecto cubano de Hombres que tienen Sexo con otros Hombres (HSH), la Línea de Apoyo a Personas con VIH y la Red de Personas Trans, Parejas y Familia (Red TransCuba).
Fueron consultados con este propósito diferentes materiales, entre ellos, la Guía ética y segura para colectar datos de violencia contra la mujer propuesta por la OMS en el año 2003 y la Guía para el Reporte Mundial de Progresos en la Respuesta al VIH-2013 (GARPR-2013, por sus siglas en inglés) ONUSIDA (2013). La revisión bibliográfica realizada llevó a que se trabajara con la premisa de mantener dentro del módulo las preguntas recomendadas por GARPR-2013 para construir el indicador de violencia de género propuesto en dicha guía (indicador 7.1), garantizando así que no hubiera vacíos de información en el reporte nacional y fuera posible la comparabilidad entre los países.
Vale señalar que fue decisión de los investigadores no realizar el estudio de la violencia en las relaciones de pareja en Cuba a partir del análisis únicamente del indicador 7.1- GARPR-2013, “Proporción de mujeres de 15 a 49 años casadas o unidas que experimentaron violencia física o sexual de parte de su pareja masculina en los últimos 12 meses”. Entre las razones que motivaron esta decisión prevalece que si bien este indicador, como su nombre lo indica, mide la violencia contra la mujer en el marco de las relaciones de pareja estables y permite dar seguimiento a la meta de los países de ir eliminando las inequidades de género, lleva implícito la visión de que el hombre es el hacedor de violencia en las relaciones de pareja y la mujer la víctima. Sin embargo, aunque este parece ser el escenario más frecuente, conocer la violencia contra los hombres en el marco de este tipo de relaciones, y en general, la existencia de violencia en las relaciones de pareja estables en diferentes grupos poblacionales, permite una visión más integradora sobre la manera en que se manifiesta la violencia en la pareja y hacia ese propósito se dirigió el empeño.
Otro criterio considerado fue que los reactivos que conforman el indicador se restringen a detectar exclusivamente si la persona fue víctima de violencia física o sexual, sin considerar su exposición a otras manifestaciones de violencia como por ejemplo la económica, la simbólica, la legal o la psicológica, que si bien no dejan huellas visibles, pueden llegar a lacerar tanto o más que las agresiones físicas.
La batería de preguntas inicialmente propuesta para estudiar la violencia en las relaciones de pareja pasó por un dictamen técnico de calidad. Primeramente las preguntas fueron revisadas por expertos y como resultado de este proceso de validación algunas fueron eliminadas y otras reelaboradas. También, derivado de este análisis, considerando que el instrumento se aplicaría dentro de una encuesta que abarcaba disímiles temas vinculados al VIH que ya de por sí tenía un cuestionario extenso, se decidió que el instrumento final que se aplicaría incluyera únicamente reactivos que captaran a las víctimas de violencia física, sexual o psicológica, dejando afuera otro tipo de manifestaciones, lo que sin dudas constituye una limitación a tener en cuenta.
Luego de las correcciones iniciales, las interrogantes resultantes fueron incluidas en un cuestionario que se aplicó sobre una muestra piloto de 350 personas de 12 a 49 años de edad que derivó en un nuevo proceso de correcciones.
Una vez diseñado y depurado el módulo de preguntas, este fue insertado y aplicado por primera vez en la Encuesta sobre Indicadores de Prevención de Infección por VIH/sida que se levantó en el año 2013 y, con los resultados obtenidos, fue validado el instrumento por especialistas del área de estudios sociales y matemática aplicada del CEPDE-ONEI. De esta manera, actualmente el país dispone de un instrumento capaz de identificar expresiones de violencia física, psicológica y sexual en las relaciones de pareja, cuantificar su alcance, estudiar las manifestaciones más frecuentes durante el año previo al levantamiento de la encuesta y poder dar seguimiento a las tendencias del comportamiento de este fenómeno.
La mencionada encuesta se levanta periódicamente en el país conducida por la ONEI y en ese año se aplicó sobre una muestra de 24 944 personas de 12 a 49 años. Estos estudios tienen como base un diseño muestral probabilístico denominado muestreo por conglomerados cuatrietápico estratificado, que permite el alcance nacional de la población en estudio residente en viviendas particulares del país; se realizan con el propósito de identificar conocimientos, comportamientos, actitudes, oportunidades, motivaciones, habilidades y percepciones de la población cubana en torno al VIH y al sida. Además tienen la finalidad de determinar los logros alcanzados y las brechas que existen desde el punto de vista de la prevención, por lo que insertar en la encuesta el instrumento diseñado ha potenciado sus ventajas.
La investigación recibió la aprobación del Equipo Técnico Nacional de VIH/sida del Ministerio de Salud Pública, así como de la dirección del CEPDE-ONEI de Cuba. A cada persona perteneciente a la muestra se le entregó una carta oficial dándole a conocer los objetivos del estudio, el carácter confidencial y anónimo del cuestionario y el uso estadístico que se le daría a la información aportada. Adicional a ello, se le proporcionó un consentimiento informado que debía firmar si estaba de acuerdo con su participación en el estudio; de esta forma se garantizó que todas las personas que accedieran a ser entrevistadas estuvieran conscientes del uso estadístico que se le daría a la información aportada.
Los principales hallazgos de la aplicación del instrumento diseñado y validado se presentan a continuación, con el propósito de que sirvan de insumo a quienes tienen ante sí el reto de diseñar acciones y políticas tendientes a generar una cultura de la no violencia.
Resultados
Como resultado del estudio pudo conocerse que la violencia afecta a más de la mitad de las personas casadas, unidas o con pareja estable en Cuba, independientemente de que la reciba el hombre o la mujer, con la peculiaridad de que si bien en la mayoría de las parejas (94,6%) no ocurrieron manifestaciones de violencia física o sexual durante el año previo al levantamiento de la encuesta y en términos generales son similares las proporciones en que alguno de sus integrantes estuvo afectado por uno u otro tipo de agresiones (5,6%), en algo más de la mitad (53,3%) alguno de sus miembros recibió el impacto de la violencia psicológica (figura 1).
Si bien esta forma de violencia no deja por lo general secuelas físicas visibles, el empleo de recursos emocionales para llevar a la pareja a una situación de subordinación respecto a las intenciones de quien la ejerce, constituye una forma de maltrato, que aunque en ocasiones puede pasar inadvertida, en otras, especialmente cuando es frecuente, resulta más dañina que las agresiones físicas, ya que quebranta eficazmente la seguridad y la confianza de la víctima en sí misma.
En cuanto a violencia física o sexual, existe la percepción social casi generalizada de que las víctimas son las mujeres, otorgándole al hombre invariablemente el papel de verdugo. Sin embargo, aunque parece ser el escenario más frecuente, el diferencial por sexo es pequeño (p<0.05), lo que si bien corrobora que ellas son víctimas de este tipo de agresiones con mayor frecuencia que los hombres y ratifica la prevalencia de inequidades de género al menos en lo que a este aspecto se refiere, también reafirma que no siempre ellos ejercen el rol de victimarios.
Respecto a la violencia psicológica, se verificó que este tipo de recurso fue empleado tanto por los hombres como por las mujeres en las relaciones de pareja, de ahí que las víctimas no sean exclusivamente del sexo femenino. El 52,8% de los hombres y 53,7% de las mujeres con pareja estable, sin diferencias estadísticamente significativas (p=0.438), recibieron en el transcurso del año previo al levantamiento de la encuesta, el impacto de algún tipo de manifestación de violencia psicológica por parte de su pareja, aun cuando, en ocasiones, es posible que no se percataran de ello.
Vale señalar que este hallazgo, no muy bien acogido por una buena parte de la población cubana, no es exclusivo del contexto nacional, y es que, como señala la psicóloga social Silvia Fairman, “todavía la sociedad tiende automáticamente a culpar al varón de la violencia en pareja” y agrega: “se han realizado trabajos de investigación que demuestran que la mujer puede llegar a ser tan violenta como el hombre pero, cuando se da esta situación, se supone que no está atacando sino defendiéndose de él y a nadie en la misma situación se le ocurre que puede ser el hombre quien esté defendiéndose de los ataques de su mujer” (Fairman, 2005, p. 37). Sin embargo, otros autores, incluso desde décadas pasadas, han estado advirtiendo que la violencia puede darse en ambas direcciones (Trujano, Martínez y Camacho, 2010; González y Fernández, 2014).
Al respecto, Fiebert, profesor de Psicología de la Universidad de California, al examinar 244 estudios sobre la violencia conyugal en diferentes regiones del mundo, concluyó que las mujeres son significativamente más pro pensas que los hombres a expresar violencia, que el 29% de ellas reconocen haber agredido a sus parejas en los últimos cinco años, y que tienen tres veces más probabilidades de usar un arma que un hombre en el curso de un conflicto mari tal (Fiebert, 2004).
Asimismo, Murray A. Straus, pionero en las investigaciones de violencia doméstica, como resultado de la revisión de 200 estudios sobre el tema, refiere que en 111 se verifica la violencia bidireccio nal y cruzada y señala al respecto: “durante más de 25 años se han puesto en tela de juicio, a veces con acritud, las investiga ciones que demuestran que las mujeres ejer cen la violencia contra sus parejas mas culinas en una proporción similar a la ejercida por los varones contra sus parejas femeninas. Sin embargo, los datos de casi 200 estudios son concluyentes” (Straus, 2006, p.1).
Pese a estos hallazgos, al parecer deben pasar todavía algunos años para que se desmitifique la creencia popular de que en una relación de pareja en que exista violencia la mujer es siempre la víctima y el hombre el agresor. Este criterio se sustenta en la construcción social de lo femenino y lo masculino y en el arraigo a estereotipos de género que encierran a hombres y mujeres en un marco de creencias rígido que considera que el hombre es siempre fuerte, violento y dominador, y, en contraparte, la mujer es sumisa, débil, sensible y dependiente (Montesinos, 2002), sin considerar que la violencia es un ejercicio de poder y control, más que de fuerza.
En la actualidad, y particularmente en el contexto cubano, con el empoderamiento de las mujeres y su participación cada día más activa en la construcción de la sociedad, se han ido flexibilizando los roles asignados y asumidos por mujeres y hombres desde épocas remotas; modificando las expectativas acerca de los roles de género, destituyendo el modelo de las mujeres en el hogar confinadas a la organización doméstica, crianza de los hijos y cuidado de la familia, y apostando por la equidad e igualdad de género. En este nuevo escenario de distribución de roles es lógico entender que en el cumplimiento de las obligaciones que conlleva la convivencia diaria de las parejas aumente la probabilidad de afrontar situaciones de conflicto donde la incapacidad de resolverlos de alguno de sus miembros o de ambos, actúe como un detonante de violencia, que en última instancia pudiera presentarse incluso con mayor frecuencia en las mujeres en un proceso de defensa de sus derechos, por lo que no deben sorprender los resultados de estudios que adviertan sobre ello o sobre la presencia de violencia bidireccional.
De hecho, los trabajos de Sussman y Steinmetz, 1998 y Trujano, Martínez y Benítez, 2002 (citados por Trujano, Martínez y Camacho, 2010) llamaban la atención, desde aquel entonces, acerca de que mientras la violencia cometida por el varón parecía que había disminuido en un 6%, la ejer cida por la mujer en contra de él había tenido un incremento del 4%. Y este desplazamiento en las cifras advierte sobre la necesidad de enfocar los esfuerzos hacia evitar la perpetuidad de roles de víctimas y victimarios y eliminar la violencia, provenga de quien provenga, ya que, como dijeran las propias autoras “ponerle apellido masculino al ejercicio de la violencia y rostro femenino al papel de las víctimas es perpetuar los roles tradicionales, y negar o justificar la violencia femenina equivale a ser su cómplice, a legitimarla” (Trujano, Martínez y Camacho, 2010, p. 351).
Retomando los hallazgos del estudio, en la figura 2 se reflejan todas las modalidades de violencia física, sexual y psicológica que fueron incluidas en el instrumento aplicado, señalando con asterisco las que considera el Indicador 7.1 del Reporte Mundial GARPR-13. Un análisis de la proporción de hombres y mujeres que resultaron víctimas de cada una de estas manifestaciones permitió conocer que la expresión más común de violencia física fueron los empujones, que afectaron al 3,1% de las mujeres y 2,5% de los hombres, en tanto los mayores diferenciales en cuanto a sexo se reportaron entre quienes afirmaron que su pareja le dio “una bofetada, una patada, le cogió por el cuello, le arrastró por el piso o le hizo alguna otra cosa que pudiera herirle” (1,7% de las mujeres versus 0,8% de los hombres respectivamente (p<0.05)).
La violencia sexual, que revela la incapacidad de negociación sexual de los afectados, resultó ser más común que la violencia física, con diferenciales entre sexo ligeramente mayores, aun cuando, en el caso extremo, no sobrepasen los 1,2 puntos porcentuales. La modalidad más recurrente de violencia sexual fue obligar a la víctima a tener relaciones sexuales sin condón, referida por el 3,8% de las mujeres y el 3% de los hombres, en quienes se multiplican las probabilidades de adquirir una infección de transmisión sexual. La expresión menos frecuente fue obligar a la pareja a realizar determinadas prácticas sexuales que consideraba degradantes o humillantes. Fueron sometidos a ello el 2,7% de las mujeres y el 1,5% de los hombres, lo que lleva a pensar que las transformaciones que se han venido dando en los roles de género han contribuido a que las mujeres dejen de ser un objeto sexual para pasar a ser protagonistas activas de su sexualidad, llegando a asumir conductas antes impensa bles, incluido el sometimiento y control de la sexualidad en la relación con su pareja.
Respecto a la violencia psicológica, las expresiones más recurrentes en el contexto de las relaciones de pareja estable fueron: querer ejercer control sobre la pareja, los gritos, el acuso de infidelidad debido a los celos, la crítica, el culpabilizar y el silencio o la indiferencia. Las menos comunes fueron las amenazas de agresión o de muerte. En este escenario solo se verificaron diferencias estadísticamente significativas en cuanto a sexo en dos de las manifestaciones de violencia psicológica investigadas e indican que los hombres son acusados de infidelidad por sus parejas con mayor frecuencia que las mujeres en tanto ellas perciben ser controladas por sus parejas con mayor frecuencia que ellos.
Aun cuando varios autores coinciden en que no existe un perfil típico de las víctimas (Federación de Mujeres Cubanas [FMC], 2012), los datos referidos en la tabla 1 muestran que existen diferencias en las proporciones de víctimas de violencia en los diferentes grupos establecidos. En todos se reproduce el patrón caracterizado por predominio de manifestaciones de violencia psicológica y proporciones inferiores al 9%, excepto en las identidades trans, de personas afectadas por expresiones de violencia física o sexual, pero al interior de cada grupo las proporciones de afectados no son las mismas.
Del total de personas que fueron víctimas de violencia física, sexual o psicológica en sus relaciones de pareja (2 070 492), el 47,3% son hombres y el 52,7% son mujeres, lo que permite inferir, de acuerdo a la estructura por sexo existente en la población comprendida en esas edades (50,6% hombres versus 49,4% mujeres) que existe un diferencial por sexo que certifica la prevalencia de inequidades de género al menos en lo que a este aspecto se refiere.
En cuanto a sexo las mujeres son víctimas de violencia con mayor frecuencia que los hombres aun cuando no siempre ellos ejerzan el papel de victimarios; mientras el 54,6% de las ellas fueron víctimas de violencia física, sexual o psicológica por parte de su pareja durante el último año, en el caso de los hombres la proporción fue del 53.4%, es decir 1,2 puntos porcentuales inferior (p<0,05).
Los hombres que tienen sexo con otros hombres (HSH) experimentan violencia física o sexual por parte de su pareja estable con más frecuencia que los hombres heterosexuales de la población (6,7% versus 5% experimentaron violencia física y 8,2% versus 4,9% fueron víctimas de violencia sexual (p<0,05)) reforzando así su condición de vulnerabilidad. Sin embargo, son similares las proporciones de los que estuvieron expuestos a la violencia psicológica (52,7% versus 52,8% (p=0,787)).
Respecto a las trans, es decir personas cuya identidad y/o expresión de género no se corresponde con las normas y expectativas sociales tradicionalmente asociadas con su sexo asignado al nacer (OPS, 2012), al revisar cómo se desarrollan las relaciones de pareja en las que se ven involucradas pudo conocerse que, contrario a lo que ocurre en la mayoría de la población de 15 a 49 años, a este grupo le resulta difícil la resolución de conflictos, lo que conduce a que por lo general, de una manera u otra, sean víctimas de violencia. Cerca de la mitad (47,8%) recibieron durante el año previo al levantamiento de la encuesta agresiones físicas por parte de sus parejas, un 57,8% fueron víctimas de violencia sexual y casi la totalidad (96,5%) recibieron el impacto de la violencia psicológica.
De acuerdo a la edad, en los jóvenes de 15 a 29 años los comportamientos violentos en las relaciones de pareja fueron durante el año previo al levantamiento de la encuesta más frecuentes que entre los adultos, pudiendo interpretarse de este resultado que los actos violentos son más comunes en las primeras edades y luego tienden a ir disminuyendo o que, contrario a lo deseado, se han ido resquebrajando los patrones de conducta imperantes años atrás, pero ambas son hipótesis no probadas sobre las que habría que profundizar en otros estudios.
Un análisis por color de la piel revela que las expresiones de violencia psicológica fueron más frecuentes entre la población negra y mestiza que entre la blanca (59%, 58,6% y 50,3% respectivamente) y un comportamiento similar se reproduce al analizar la exposición a la violencia física o sexual. Ello permite concluir que, en general, la población no blanca está más propensa a situaciones de violencia en las relaciones de pareja estable que la blanca (59,7% de la población con color de la piel negra, 59,4% de la mestiza y 51% de la blanca, con pareja estable, fueron víctimas de al menos una manifestación de violencia por parte de su pareja durante el año anterior al levantamiento de la encuesta). Sin embargo, dado que este diferencial por color de la piel no encuentra justificación en el marco de este estudio, deja abierto el desafío de realizar otro tipo de investigaciones, quizás cualitativas o antropológicas, que permitan encontrar las bases que lo sustentan, como es la II Encuesta de Factores de Riesgo para la Salud.
Atendiendo al nivel educacional los datos corroboran que entre los profesionales también ocurren actos violentos de todo tipo, sin embargo, entre quienes tienen enseñanza superior vencida, son menores las proporciones de afectados por manifestaciones de violencia en general y física y psicológica en particular, lo que puede responder a las mayores habilidades para la comunicación que potencialmente se establecen con la educación.
Según la situación ante el empleo, la violencia en las relaciones de pareja es más frecuente entre aquellas personas que no clasifican en las categorías que establece la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y que por tanto, en el marco de las encuestas de hogares, se incluyen dentro del grupo que está en “otra situación” y entre los desocupados, es decir, quienes no trabajan pero buscan empleo. El 61% de los primeros y el 59,3% de los segundos fueron víctimas de violencia física, sexual o psicológica. A este grupo le sigue en orden los estudiantes, que por sus características son en la mayoría jóvenes, y quienes no realizan ninguna actividad. En el otro extremo se encuentran las personas vinculadas a la vida laboral, es decir, los ocupados, entre quienes se reportan las menores proporciones de exposición a manifestaciones de violencia física o sexual por parte de sus parejas; y los jubilados o pensionados, entre quienes resulta menos común la violencia psicológica.
De acuerdo a la zona de residencia se observa que en general las manifestaciones de violencia física, sexual y psicológica fueron más comunes entre las parejas residentes en las cabeceras de provincia que entre las que viven en el resto del país, lo que permite inferir que este fenómeno resulta más frecuente en las áreas metropolitanas que en las zonas menos urbanizadas.
Conclusiones
La realización de este estudio permitió disponer por primera vez en el país de estimaciones confiables y representativas a nivel nacional, sobre la magnitud en que se presenta la violencia en las relaciones de parejas estables. Pudo conocerse así que este fenómeno afecta a más de la mitad de las parejas cubanas y se caracteriza fundamentalmente por el empleo de recursos emocionales, típicos de la violencia psicológica, más que por agresiones físicas o sexuales, lo que lleva a que pase inadvertido con relativa frecuencia.
En este escenario, especial atención deberá prestársele a la manera bidireccional en que se presenta la violencia en el país. Si bien se corrobora que las mujeres son víctimas de este tipo de agresiones con mayor frecuencia que los hombres y se ratifica la prevalencia de inequidades de género al menos en lo que a este aspecto se refiere, también se reafirma que no siempre ellos ejercen el rol de victimarios, hallazgo que resulta controversial dado que en el contexto nacional se desarrollan desde décadas atrás campañas a favor de la No Violencia Contra la Mujer, como por ejemplo la Campaña Para la Vida, o Eres Más, y se han habilitado centros y espacios para la atención especial a las víctimas femeninas, tales como la Casa de Orientación a la Mujer y la Familia, mientras al parecer existe un velo de incredulidad para las víctimas masculinas que conduce a que no se hayan particularizado instituciones que las protejan.
Este hallazgo amerita una pausa en la respuesta nacional e incluso latinoamericana, ya que si bien a partir de la Conferencia Mundial de Derechos Humanos realizada en Viena en 1993 y de la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer celebrada en Beijing en 1995, la violencia contra las mujeres fue marcando la agenda internacional de los derechos humanos, habrá que asumir los nuevos retos que conlleva conseguir la apertura de los marcos referenciales para aceptar, estudiar y atender la violencia contra el varón, porque cuando se les niega a las víctimas varones sus de rechos se les está discriminando por su género.
En cuanto al estudio de las variables sociodemográficas pudo conocerse que la orientación sexual y la identidad de género marcan un diferencial en la exposición a la violencia en las relaciones de pareja que advierte que entre los HSH resultan más comunes los episodios violentos que entre los hombres heterosexuales; en tanto a las personas trans, cuyas identidades de género migran de manera más o menos permanente, les resulta casi imposible la solución de los conflictos sin acudir a este recurso.
Otro resultado que resulta paradójico en el contexto cubano y que no encuentra respuesta en el marco de este estudio es la manera desproporcionada en que afecta la violencia, en todas sus modalidades, a personas con color de la piel blanca, mestiza o negra en sus relaciones de pareja, resultando incluso sorprendente que la proporción de víctimas de violencia física de piel negra casi duplique a la de víctimas de piel blanca (8,7% versus 4,9% respectivamente).
A nivel individual, la capacidad de inserción social que marca el empleo y la educación se ha asociado con un menor riesgo de sufrir violencia en tanto a nivel macrosocial este fenómeno resulta más frecuente en las áreas metropolitanas que en las zonas menos urbanizadas.
Respecto a la situación ante el empleo se verifica que se recurre a la violencia en las relaciones de pareja con mayor frecuencia contra las personas desocupadas. Entre ellas la proporción de víctimas de violencia física es dos veces mayor que la registrada entre quienes tienen una vida activa ante el trabajo (10,3% versus 4,9%). En cuanto al nivel de escolaridad pudo conocerse que entre quienes tienen enseñanza superior vencida son menores las proporciones de afectados por manifestaciones de violencia en general y física-psicológica en particular, lo que puede responder a las mayores habilidades para la comunicación que potencialmente se establecen con la educación.
Lo presentado en el artículo se encuentra avalado por una investigación con sólido sustento científico realizada en el país en el año 2013 y los resultados que se aportan no solo resultan novedosos sino también constituyen insumos para esbozar un marco conceptual que permita diseñar una plataforma de acción encaminada a continuar construyendo una sociedad donde llegue a alcanzarse la tan anhelada igualdad y equidad de géneros que derive en un trato cada día más respetuoso y justo entre las personas.