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Revista Universidad y Sociedad

versión On-line ISSN 2218-3620

Universidad y Sociedad vol.10 no.4 Cienfuegos jul.-set. 2018  Epub 02-Sep-2018

 

Artículo original

La inferioridad de la mujer entre naturaleza y cultura

The inferiority of women between nature and culture

Alessandra Ciattini1  * 

1 Università di Roma. Italia

RESUMEN

En el texto la autora dialoga sobre uno de los temas más recurrentes en la contemporaneidad, el relativo a las relaciones de género, en particular sobre la inferioridad de las féminas, que constituye un problema con diversas dimensiones que se articulan entre sí, biológica, social y psicológica. En el artículo realiza un análisis crítico de autores que asumen posturas culturalistas y postmodernas que se apartan de la realidad de la comprensión de esta problemática.

Palabras-clave: Inferioridad de la mujer; relaciones sexuales; antropología femenina

ABSTRACT

In the text, the author discusses one of the most recurrent themes in the contemporary world, the one related to gender relations, particularly on the inferiority of females, which constitutes a problem with different dimensions that are articulated with each other, biological, social and psychological. In the article, a critical analysis is carried out by authors who assume cultural and postmodernist positions that deviate from the reality of the understanding of this problem.

Key words: Inferiority of women; sexual relations; female anthropology

Introducción

Esta charla parte de un problema teórico muy debatido y que constituye un topo de la reflexión clásica tanto antropológica como filosófica. En particular, estoy haciendo referencia a la vexata quaestio de la controvertida relación entre naturaleza y cultura, que en las últimas décadas, o sea desde cuando se afirmó el llamado pensamiento pos-moderno, se resolvió aparentemente haciendo exclusivamente hincapié sobre la dimensión cultural, a la que se reducen todas las formas materiales, sean de naturaleza biológica o económica.

Contra esta postura que, para contrarrestar el reducionismo materialista cae en una visión idealista definible como “culturalismo” (reducionista en un sentido diferente), quisiera hacer referencia a lo que escribe Eagleton (1998), en su eficaz pamphet (Le illusioni del postmodernismo, 1998), donde rechaza la tendencia a disolver la naturaleza en la cultura y viceversa, al indicar una hipótesis alternativa, aunque no nueva. De hecho, él afirma: “nosotros...somos seres culturales en virtud de nuestra naturaleza, o sea gracias al cuerpo que tenemos y al tipo de mundo al que pertenece”. A estas palabras él añade una reflexión, que se inspira a la antropología de Sigmund Freud, y que relatamos: “Ya que todos nacimos prematuramente, incapaces de proveer para nosotros mismos, nuestra naturaleza contiene un abismo, en el que la cultura debe insertarse de inmediato, de otra manera pereceremos pronto. Y esta inserción de la y en la cultura es al mismo tiempo nuestra gloria y nuestra desgracia”. (p. 87)

De estas consideraciones el estudioso británico saca una perspectiva fundada en la recíproca irreductibilidad de lo material a lo cultural y viceversa, que nos parece muy útil para enfrentar el tema de la inferioridad de la mujer, argumento no típicamente filosófico, porque atañe de manera directa y muy a menudo dolorosa la experiencia existencial de la mitad del género humano.

Para avanzar en este rumbo nos parece útil hacer referencia a un artículo de una antropóloga estadounidense, Sherry Ortner (Is Female to Male as Nature to Culture?) publicado en 1972 en la revista Feminist Studies; periodo histórico que vio nacer la antropología feminista. En este escrito Ortner trata de descubrir las razones que han originado en todas las formas de vida social la estrecha asociación entre la mujer y la naturaleza; asociación que ha producido al mismo tiempo su subordinación y su segregación en el reducido ámbito de las paredes domésticas. A su parecer, estas razones se deben por supuesto encontrar en la misma fisiología femenina, como observa Simone de Beauvoir (1961), quien escribe en su obra El segundo sexo (publicada en Francia en 1949) que la mujer, por su función reproductora está más sometida a la especie que el hombre. Por esta razón en ella la dimensión natural se manifestaría con mayor fuerza de lo que ocurre en la fisiología de los hombres (Ortner, 1974). Por otra parte, si por este aspecto la mujer está más sometida a la especie que el hombre, en cambio, con respecto al final inexorable de la vida humana, hombre y mujer están en la misma condición; de hecho, ambos deben abandonar la escena mundana para dejar espacio a las generaciones futuras, cediendo así a las pretensiones de la especie que derrotan inevitablemente las del individuo (Eagleton, 2013).

Sin embargo, hay también otro aspecto importante que explica la devaluación universal de la mujer, a pesar de su contribución fundamental a la reproducción de la especie, sobre el que autores importantes como Freud y Claude Lévi-Strauss reflexionaron. Estoy haciendo referencia al desarrollo de la represión sexual que, según los dos estudiosos mencionados, marcó el pasaje de la humanidad del Estado natural al Estado social, introduciendo así la prohibición del incesto y, con ella, la limitación del número de los partes sexuales disponibles y la reglamentación de las relaciones sexuales.

Como se conoce, este tema está en el centro de la reflexión desarrollada por Lévi-Strauss (1969) en Las estructuras elementales del parentesco. No diferenciándose de Freud, el antropólogo francés opina que la conformación de la sociedad procede de la reglamentación de las relaciones sexuales y de la decisión, tomada por los diferentes grupos de intercambiarse las mujeres. Este acontecimiento, cuya producción no se puede averiguar históricamente, pero que se puede deducir lógicamente reflexionando sobre el funcionamiento de la sociedad humana, ha transformado a las mujeres en objetos preciosos, pero siempre objetos, cuyo control es esencial en aquellos contextos, donde la fuerza-trabajo humana es determinante, y cuya acumulación estimula la adquisición del prestigio social y político.

Desarrollo

La noción de “contaminación” está estrechamente vinculada a aquella de “represión sexual”, ya que con esta última los aspectos “naturales” de nuestra fisiología se consideran sucios e impuros, y por esta razón sometidos al control social y “separados” de la vida colectiva, sobre todo en particulares momentos, como en el caso clásico del ciclo menstrual. En particular, por un lado, la institución de la contaminación establece fronteras entre las esferas que deben quedarse separadas como la dimensión cotidiana y la religiosa, por otro lado, controla las relaciones entre hombre y mujer, que pueden unirse sexualmente solo en determinadas circunstancias y seguramente, desde el punto de vista espacial y temporal, lejos de los acontecimientos rituales y religiosos más importantes. Y estas limitaciones no han desaparecido por supuesto del panorama contemporáneo, aunque unos encuentran - en mi opinión incorrectamente - en el mismo concepto de limitación un mero obstáculo a la realización completa del individuo.

Pero, ¿de dónde procede la necesidad de la reglamentación de las relaciones sexuales? Esta va de la mano con la regulación del acceso a los recursos materiales y a la utilización del trabajo humano, ya que en cada forma de vida social no se le puede confiar al albedrío y al impulso del individuo, aunque, para cómo se desarrolló la historia humana hasta hoy en día, casi en todos los lugares y los tiempos estas formas de control se quedaron en las manos de los pocos, que la han manejadas exclusivamente a su propia ventaja y en detrimento de los más.

En este sentido tenía razón Aristóteles cuando decía que los hombres son animales políticos y no solo porque llevan la vida en comunión - aunque antagonista - con los otros, sino también porque necesitan de un sistema que regule precisamente su vida material y sexual (Eagleton, 2013), sometiendo así los inevitables conflictos a soluciones acordadas, aunque no siempre satisfactorias para los contendientes. Sin embargo, hay situaciones donde las soluciones acordadas se manifiestan inalcanzables - como muestran los acontecimientos dramáticos de nuestro tiempo - y entonces explota el conflicto con toda su fuerza destructiva, en el que se consigue el éxito gracias a una ideología más eficaz - no necesariamente la mejor desde el punto de vista ético - y a medios materiales capaces de derrotar al enemigo y más refinados de los que este último está equipado. Instrumentos que ciertamente “se imaginaron” en el interior de una determinada concepción del mundo, pero que no pueden ser evaporados en ella, ya que se fundan en la existencia y disponibilidad de ciertos recursos, que pertenecen a un mundo exterior a nuestra mente y con el que tenemos que ajustar cuentas. Mundo exterior que está conformado por aquellas instituciones sociales que ciertamente los hombres crearon pero que, un vez vigentes y en función, constituyen el horizonte, en el que tenemos sin remedio que actuar y elaborar nuestras estrategias para reaccionar a las acciones de los otros.

En esta perspectiva estratégica el objetivo es la reproducción de la especie humana en todos los aspectos, aunque en aquella forma específica encarnada en una determinada estructura social vigente en una cierta etapa histórica e de la que tenemos que partir, si queremos transformarla, sobre todo si la consideramos dañina y vergonzosa para los seres humanos.

Es interesante observar que la inferioridad de la mujer, vinculada con su poder generador y con su contribución esencial a la reproducción de la especie, se consideró siempre un obstáculo a la adquisición y detención de los papeles religiosos más importantes, hasta el llegar a considerar el sacerdocio una función exclusivamente masculina atribuida a individuos que renuncian en todo a las relaciones sexuales. También en los contextos donde se celebra la mujer con el culto a figuras divinas que encarnan la fertilidad y la abundancia, de las que por supuesto no se puede no reconocer la centralidad, los roles sacerdotales que le corresponden son subalternos y a menudo vinculados con la renuncia a la vida sexual o a la llegada a la menopausia, cuando el poder generador ya se acabó y con ello la necesidad de tener su potencia bajo control (En las sociedades matrilineales, como los trobriandenses estudiados por Bronislaw Malinowski, las mujeres desarrollan un papel significativo en muchos rituales (funerales, embarazo, parto), pero solo raramente pueden practicar la magia heredada, cuya posesión constituye un privilegio de su sub-clan (1968). La regla general de esta sociedad es que las mujeres transmiten los privilegios de su familia, pero son los hombres que los ejercen (Malinowski, 1968).

La noción de “contaminación”, que ya mencionamos, nos permite reflexionar sobre otros aspectos de la vida social, que, también en los contextos donde los individuos parecen actuar con mayor libertad y espontaneidad, está enmarcada en un conjunto de comportamientos estandarizados considerados apropiados solo en ciertos verdaderos nichos y no exportables en otras esferas, aunque ello no se diga siempre explícitamente. Este mapeo de la vida social, estudiado por Mary Douglas (1975), que establece áreas de competencia de ciertos segmentos, de las que están excluidos los otros grupos, construye líneas imaginarias de fronteras, pero caracterizadas por una existencia concreta, las que relegan a una cierta clase de individuos en un cierto espacio social y presentan esta segregación como el resultado de una inadecuación y de una imperfección. En este sentido, la más frecuente impuridad de la mujer, respecto al hombre, constituiría el instrumento, con el que se legitima su exclusión de las esferas más importantes de la vida social, y se ratifica su inferioridad concebida como una atribución no eliminable de su misma naturaleza.

Por lo tanto, aunque en las distintas tradiciones religiosas también el hombre puede ser contaminante y hacer impura a la mujer, por el hecho que ella está excluida de los roles más significativos, la institución de la contaminación refuerza su devaluación y favorece su asimilación a la dimensión de los impulsos y de este modo a la naturaleza, o sea a aquella entidad que los hombres se esfuerzan de subyugar; devaluación aceptada de manera consciente o inconsciente por milenios por la misma mujer.

Por otra parte, esta perspectiva conlleva la identificación del hombre con la cultura, o sea con el actuar razonable y organizado sobre una dimensión inferior, entendido como pura energía y actividad vigorosa asignada a subyugar una “materia” inerte e inmoble.

Podemos sacar otras consideraciones del libro ya mencionado de M. Douglas que nos puede ayudar a arrojar luz sobre las razones materiales y culturales de la ambigüedad femenina que - como ya he dicho - en mi opinión van de la mano.

Como se recordará, Douglas sostiene que cada forma de sociedad construye sus formas de clasificación de los seres y de los fenómenos naturales y culturales con los que interactúa. Estas clasificaciones se fundan en la identificación de ciertos rasgos específicos, que permiten una diferenciación clara de la entidad en cuestión. Cuando parece difícil colocar de manera precisa a un individuo en una cierta clase de pertenencia por la presencia en él de rasgos propios de clases distintas, según la opinión de la antropóloga británica, estamos en frente de una anomalía. Por ejemplo, en el Levítico, cuyas prohibiciones Douglas (1975), analiza en profundidad, los animales definibles como rumiantes de pezuña dividida constituyen el alimento adecuado y no contaminante, al contrario el cerdo, que tiene la pezuña dividida, pero no es rumiante, se considera impuro y por lo tanto prohibido.

La antropóloga británica opina (1975), que estas leyes dietéticas se deban interpretar como una llamada muy concreta a la “meditación sobre la unidad, la pureza y lo completo de Dios”. Por otra parte, están también relacionadas a la idea que la santidad, en particular en el caso de la figura del sacerdote, está en relación con la perfección y la integridad del individuo, rasgos no atribuibles a las entidades anómalas y ambiguas.

Me pregunto: ¿Son estas consideraciones aplicables a la mujer, que - como vimos - se considera inferior por su mayor subordinación a los deberes reproductivos? Creo que sí, si se tiene en cuenta que el poder generador de la mujer es difícil de controlar y que, si por un lado, la vincula más estrechamente a la esfera de la naturaleza, por el otro, la hace la dispensadora de la vida, que no siempre se puede fácilmente someter y reducir a la obediencia. En este sentido, la mujer es un ser ambiguo, dominable y dominada, anómala en el sentido de “fuera de la ley”, pero capaz de rebelarse y de escapar, aunque no siempre abiertamente, a las formas de control ejercidas sobre ella por parte de la organización social.

Sin embargo, a mi parecer, hay otro aspecto sobre el que tenemos que detenernos si deseamos ir adelante en la comprensión del problema que constituye el objeto de este breve escrito. En la dinámica del acto sexual la mujer puede transformarse en contenedor de una nueva vida, mientras el hombre está inevitablemente sometido a la pérdida de la que en las varias culturas se considera “la fuerza vital”. En este sentido, a pesar de que el acto sexual haya suscitado en el hombre un gran placer, él sale lisiado, redimensionado, ya que perdió parte de aquellas energías, sobre las que se funda la integridad de la persona.

Esta concepción ha dado a la luz a un imaginario complejo, presente en muchos mitos, que consideran activo el papel de la mujer en el acto sexual y la transfiguran en el mi tema de la vagina dentada y castrante, que precisamente hace el cuerpo de su parte incompleto e imperfecto.

Por lo tanto, según una perspectiva dialéctica, si el lazo más estrecho de la mujer con la naturaleza le atribuye un papel inferior en la vida social, este mismo vínculo termina por asignarle una superioridad más vivida que reconocida abiertamente, debida sea a la dificultad de gobernar su facultad generadora sea al hecho que ella provoca la pérdida de la fuerza vital, que se produciría en el acto sexual. Según esta concepción el acto sexual disipa la sustancia vital, indispensable para transmitir la vida, y que para pitagóricos y los hipocráticos sería constituida por una secreción del cerebro, del que procede para llegar a las partes inferiores del cuerpo (Di Caprio, 2002). Obviamente de esta postura deriva el acento puesto en la necesidad de controlar los impulsos sexuales y de estimular el gobierno del alma racional sobre las entidades anímicas inferiores relacionadas a las funciones subordinadas del cuerpo; gobierno, fundado en la templanza, que constituye la base de la conducta del ciudadano griego capaz de evaluar las situaciones diferentes y de tomar las decisiones adecuadas en el contexto social y político (Campese, 1993).

Psicología de las relaciones amorosas

Decidí titular este párrafo “Psicología de las relaciones amorosas” en abierta polémica con quien reduce este aspecto de la vida humana a la esfera sexual, utilizando por ejemplo la expresión - a mi parecer horrible y probablemente de origen norteamericano - “hacer sexo”. Esta actitud no nace de una visión romántica del amor, sino de la idea que todos los aspectos de la vida humana - morales, psicológicos, políticos - están involucrados en las relaciones entre los dos sexos; relaciones que adquieren connotaciones específicas según el contexto histórico-social, aunque su estructura no puede escapar de las diferentes funciones del hombre y de la mujer en el proceso de reproducción de la especie humana, que constituye también hoy en día la finalidad más importante de nuestra vida.

Aunque el problema de la emancipación femenina aparece ya en la Revolución francesa con la famosa Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana (1791) de Olimpia De Gouges, se transforma en un fenómeno de masa en los años setenta del siglo XX en el contexto de la rebelión juvenil, de la que salieron la “nueva izquierda” y la llamada contracultura, cuya ideología domina aún una gran parte de la intelligentzia estadounidense y europea. En particular, el deseo de emanciparse de la dependencia del poder masculino, encarnado en la figura paterna o del esposo, se manifestó sobre todo en las mujeres pertenecientes a la mediana y pequeña burguesía, que conquistaron papeles siempre más importantes en el mundo del trabajo y por esta razón adquirieron conocimientos de un nivel más alto.

Es en este contexto, en ebullición por la protesta contra la guerra de EE. UU a Viet Nam, que una psicóloga estadounidense descubre el “complejo de Cenicienta”, o sea la actitud de la mujer, de origen infantil pero reforzada por milenios de educación, a opinar que la finalidad de su vida está en la espera de un hombre - un príncipe en el cuento - que la pueda “salvar”; o sea pueda dar sentido a su vida, permitiéndole así conseguir su propia auto-realización (Dowling, 1981). El libro de Dowling, por muchos aspectos muy aburrido, describe bastante bien la condición de dependencia, en la que en general se encontraba y se encuentra aún hoy en día la mujer quien piensa que el propósito de su vida es hallar a un hombre, que la pueda proteger, ayudar, dándole toda la satisfacción y la felicidad que por sí sola no es capaz de conquistar. Según esta lectura, la condición femenina, nacida de la convicción de no ser auto-suficiente, se funda en la renuncia a la libertad y a la auto-realización, lograda a través sus propios esfuerzos personales y través de la conciencia que, en este difícil y angustioso trayecto, cada individuo está solo en frente del mundo y de sus semejantes. Según Dowling, a diferencia de la niña, que muy temprano aprende el cuento de Cenicienta y cuentos muy similares, el niño es criado para ser independiente al nacer y para conseguir sus objetivos en el mundo sin depender de la ayuda de los demás, al menos en una medida razonable que no cuestiona su propia autonomía.

A la luz de los elementos caracterizantes la antropología femenina, que anteriormente hemos destacado, la dependencia de la mujer, relacionada inevitablemente con la falta de auto-estima, muy probablemente procede del hecho de haber sido transformada en objeto de las transacciones matrimoniales y de esta manera considerada solo una apéndice de su consorte, a cuyo destino se encuentra sometida; destino que ella está preparada a aceptar como el propio, ya que no puede imaginar la posibilidad de una suerte distinta de la que le ofrece la vida matrimonial (Bettelheim, 2015).

Estos cambios significativos en la condición de la mujer no son el resultado de una lucha abstracta, sino surgen de las transformaciones de la estructura y función de la familia debida al tan debatido pasaje de la sociedad industrial o moderna a la sociedad pos-industrial o pos-moderna, estudiado en particular por Ronald Inglehart (1998). Obviamente la mujer ha luchado y sigue luchando por su emancipación, pero su batalla se pudo concretar porque la familia dejó de ser la estructura única e indispensable para la reproducción de la especie humana, ya que, después de la espantosa tragedia producida por la segunda guerra mundial, en las sociedades occidentales y en las socialistas del este se construyó el llamado Estado social, en el que las instituciones sociales actuaron para garantizar la reproducción de la especie humana. En estos contextos, en los que la gran mayoría de la población consiguió la seguridad económica, el individuo dejó de contar solo con su familia para resolver los problemas de su salud, para enfrentar las crisis existenciales como la muerte del cónyuge, la pérdida del trabajo, un grave problema económico etc. Según Inghelhart, estos cambios han generado transformaciones relevantes en la esfera de los valores; por ejemplo, la actitud hacia el divorcio, en precedencia demonizado por amenazar el bienestar material y espiritual de los hijos, se está paulatinamente transformando entre sectores sociales importantes, que ya no consideran el fin del matrimonio un hecho absolutamente negativo (1998). En la misma manera, se puede explicar la difusión de una actitud más tolerante hacia las diferentes formas de sexualidad (como la homosexualidad), ya que en muchos ámbitos de la sociedad contemporánea la supervivencia y la reproducción de la especie parecen más garantizadas, y este hecho asegura que los individuos se preocupen ahora sobre todo del conseguimiento del bienestar en sentido omnilateral, o sea en sus aspectos también psicológicos y espirituales. Por supuesto - como muestra bien Hinglehart en su libro dedicado al estudio del cambio de los valores en 43 países - la búsqueda del bienestar, fundado en valores pos-materialistas, concierne solo una parte de la población del mundo, la que vive en los países ricos y que pertenece a las clases más favorecidas; los otros países y los otros sectores sociales siguen siendo afectados en gran parte por la inseguridad económica, por la falta de los recursos más elementales o importantes; problemas a los que estos países tratan de responder desarrollando una estructura industrial, centralizada y burocrática para mejorar el funcionamiento de la máquina social y promover la subida del tenor de vida de la población. En este sentido ellos están viviendo en este momento la etapa de la modernización - hecho que no implica automáticamente la occidentalización, mientras en otros lugares - como por ejemplo los países escandinavos y los Países bajos - ya están en la de pos-modernización. EE. UU., Alemania y Gran Bretaña se encontrarían, en cambio, en un estadio intermedio entre las dos etapas ya mencionadas (Hinglehart, 1998); por lo tanto, según la interpretación de Hinglehart, la sociedad contemporánea no es homogénea desde el punto de vista económico y social, ya que es posible descubrir en ella la presencia simultánea de distintos estadios de desarrollo caracterizados por valores de contenido diferente: materialistas en la etapa moderna, pos-materialistas en la pos-moderna.

A mi parecer es singular que Hinglehart (1998), no capture los aspectos negativos de la llamada sociedad pos-moderna, a la que él hace un elogio exagerado, ya que en su opinión los niveles extraordinarios de seguridad existencial en ella logrados promoverían la formación y difusión de los valores pos-materialistas, que a su vez favorecerían la reducción del respeto hacia cada forma de autoridad, estimulando así la participación y la auto-expresión del individuo; fenómenos de los que procedería la democratización de la vida social.

Me gustaría mucho polemizar con Hinglehart sobre este tema tan debatido, pero no tengo el espacio para hacerlo, por lo tanto solo recuerdo a este sociólogo estadounidense lo que escribió el consejero del Presidente Carter, Zbigniew Brzezinski, reflexionando sobre los cambios que nos habrían conducido a la que él llama la Technetronic Age. En este artículo, publicado por la primera vez en 1968 por la revista Encounter y desarrollado en publicaciones sucesivas, este autor de origen polaco, pero estrechamente involucrado con la política estadounidense, sostiene que en la era tecnotrónica las grandes organizaciones de masa (partidos y sindicados) se disuelven y los individuos, no más organizados en estructuras autónomas del poder político y económico, caen fácilmente en manos de personajes magnéticos y carismáticos que, valiéndose de las técnicas más avanzadas de la comunicación de masa, manipulan sus emociones e controlan su pensamiento. Este fenómeno, que no parece cierto garantiza la expresión libre y la participación democrática, va acompañado por la despersonalización del poder económico, que se vuelve siempre más invisible, penetrando las instituciones gubernamentales, incluidas las científicas, académicas, militares e industriales. Según Brzezinski (1968), estos elementos estimulan en el individuo el sentido de su futilidad, que muchos de nosotros conocemos con su carga desesperante.

Volviendo al tema del complejo de Cenicienta, me parece interesante detenerme brevemente sobre la reflexión del ya mencionado Reik, porque identifica una serie de elementos importantes que nos permiten comprender la manera diferente de entender las relaciones amorosas por parte de los dos sexos. Reik propone una interpretación conjetural de la historia de las relaciones amorosas, fundada sobre todo en su práctica psicoanalítica, que por muchos aspectos se desprendió de la propuesta freudiana por él criticada en unos temas salientes. En particular, él opina que el amor romántico o personal, en el sentido de dirigido hacia un individuo específico y suscitado por sus cualidades, a menudo transfiguradas, ha sido un invento de las mujeres, quienes se rebelaron con formas de resistencia pasiva y de reticencia a la agresividad sexual de los hombres en una etapa de difícil colocación temporal, cuando la mujer era solo un objeto sexual y una compañera de trabajo para el hombre. Según Reik (1968), en esta fase el acto sexual era esencialmente una violación, el beso era el mordisco y no había ninguna forma de ternura entre los dos sexos. Las mujeres se rebelaron no solo porque el ser consideradas objetos de conquista y de posesión temporal no generaba en ellas ninguna gratificación y satisfacción, sino también porque ellas sentían envidia y hostilidad hacia los hombres por su posición social privilegiada. Por lo tanto, como sus compañeras modernas, ellas escogieron la estrategia del rechazo silencioso, para conseguir el hecho de ser queridas y no solo poseídas, y los hombres aprendieron de apreciar más a la mujer que se niega respecto a la que se entrega sin reticencia y sin haber resistido en serio Reik (1968). Fueron por lo tanto las mujeres que, dando espacio a la dimensión imaginativa y tratando de incrementar el deseo sexual con una espera indefinida, introdujeron el amor romántico en la vida sexual, produciendo así una verdadera revolución y haciendo surgir en los hombres los sentimientos de envidia y de celos, que antes las atormentaban.

Creo que este aspecto de la psicología femenina, descrito por Reik, pueda ser conectado con la opinión de Fox (1973), que, en su libro dedicado al parentesco y al matrimonio, sostiene que la unidad social básica no está constituida por la familia nuclear (esposo y esposa), sino por la madre y sus hijos, de cualquier manera ella ha sido fecundada. Él añade, de hecho, que el lazo madre-hijo es inevitable y constante, mientras la relación conyugal es variable, ya que hay muchas maneras para resolver el problema de la supervivencia de la pareja originaria.

No me voy a detener sobre las razones que según Fox produjeron el tabú del incesto, que no coinciden con aquellas propuestas por Freud y por Lévi-Strauss, me limito a subrayar que la condición estructural de la mujer, inevitablemente encargada del cuidado de la prole y del deber de garantizar la reproducción de la especie, puede explicar porque Reik la define una tensora de trampas. En efecto, ya que el hombre debe moverse en el territorio para procurar el sustento a sí y las mujeres, que con él residen (pueden ser también sus hermanas), y encontrar a otras mujeres, con las que tener relaciones sexuales, su figura se identifica muy bien con la del cazador. Como se conoce, esta identificación del hombre con el cazador constituye un estereotipo muy difundido a menos en la cultura europea; figura a la que se le contrapone por su sedentarismo y deseo de estabilidad la imagen de la mujer, que para Víctor Hugo, era una pescadora en busca de un hombre que podría apoyarla en la tarea imprescindible de generar y criar a las generaciones futuras. Esta contraposición cazador /pescadora condensa muy bien la idea de la especificidad de los dos sexos que ha dominado la historia humana hasta que hombre y mujeres empezaron a compartir los mismos roles en la vida social, entrando también en competencia directa entre ellos.

Si el análisis aquí propuesto tiene sentido, la diferentes actitudes hacia la vida amorosas de los dos sexos están por un lado en relación con sus distintos roles en la reproducción de la especie, por el otro se transforman en consecuencia de como este asunto se enfrenta en las diferentes formas de vida social.

Se empieza a poner en tela de juicio la pretendida especificidad de la mujer

La inferioridad de la mujer, como la hemos descrito en las páginas precedentes, se debe entender como un conjunto de prácticas y de creencias, que surgen en las condiciones de vida de las sociedades pre-industriales, donde fuerte era la división del trabajo entre los sexos y donde la mujer no podía controlar de manera autónoma su propia fertilidad; condiciones que en muchos casos persisten por las diferencias sociales y culturales entre las diferentes regiones del mundo y por su arraigo ideológico. Por otra parte la inferioridad era también, por así decirlo, “naturalizada” y justificada con la especificidad irreducible de la mujer respecto al hombre, y a menudo presentada como ornamento, sino de hecho como una ventaja de la naturaleza femenina. En este sentido, cuanto procedía de una cierta forma de vida social se atribuía y ha sido atribuido por milenios a una esencia hipotética de la mujer y en ella cristalizado hasta a constituir un modelo hipostasiado del comportamiento femenino.

Conclusiones

A consecuencia del pasaje complejo y angustioso de la sociedad pre-industrial a la industrial, en la medida en la que se incorporó a la mujer al trabajo extra-doméstico y pudo aprender a controlar el éxito de su actividad sexual, se puso en tela de juicio el estereotipo de la inferioridad femenina y se empezó a afirmar la idea que los sexos comparten determinadas prerrogativas. Hallamos esta perspectiva en la ya mencionada Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana, escrita por De Gouges en el marco dela Revolución francesa, que constituyó un momento importante en el proceso di afirmación y conformación de la sociedad moderna.

Como se sabe, este proceso de transformación, que tuve un costo humano incalculable, no se desarrolló de manera uniforme y no ha involucrado en la misma medida las regiones distintas del mundo; además, también donde la noción, según la que ambos sexos comparten prerrogativas similares, se consolidó, a menudo se quedó letra muerta, a la que se hace retóricamente referencia para exhibir su propia liberalidad y apertura. Precisamente en estos contextos, donde parece que la mujer haya adquirido una gran libertad y posibilidades amplias de reconocimiento en la esfera pública y política, se pueden observar fenómenos de carácter opuesto como el aumento de la explotación de la prostitución.

Pero tal vez este asunto merece ser profundizado, aunque brevemente. Opino que la antigua tradición cultural y religiosa, que las sociedades pre-industriales nos trasmitieron y que ratificaba la especificidad de la mujer, se debe en parte recuperar y conjugar con la idea moderna, según la que se deben reconocer los mismos derechos a ambos sexos. Y ello en el sentido que en primer lugar es necesario todavía crear muchas de las condiciones sociales, aún muy carentes, que hacen posible el ejercicio concreto de estos derechos. En segundo lugar, para ser equitativo, el reconocimiento verdadero de esta paridad se debe concretar en el respeto de la diferencia no eliminable entre hombre y mujer, que corresponde también hoy en día al papel distinto en la reproducción de la especie humana. Solo así podrá establecerse una paridad concreta, muy diferente de la igualdad abstracta contemplada por las leyes distintas, que a menudo constituyen una envoltura formal incapaz de incidir sobre la complejidad y el carácter contradictorio de la vida real.

Si tengo razón y si este escrito tiene un sentido, solo en la sociedad contemporánea se encuentran las condiciones para instituir esta paridad concreta, y para proponer una concepción diferente de la mujer, no más considerada un ser peculiar e irreducible al hombre, pero siempre vinculada a su condición natural que la diferencia del otro sexo. Solo en esta perspectiva - me parece - naturaleza y cultura - interactúan de manera correcta, mostrando que la “esencia” de la mujer, aunque enraizada en su naturaleza, procede en gran medida del conjunto de las relaciones sociales que caracterizan una determinada etapa histórica.

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Recibido: 16 de Febrero de 2018; Aprobado: 24 de Mayo de 2018

*Autor para correspondencia. E-mail: alessandra.ciattini@uniroma1.it

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