Introducción
Para efectuar un análisis acerca de lo que hay de Derecho en el Mercader de Venecia (Venecia, 1600), es decir, las cuestiones de justicia y del sentido de lo jurídico abordadas una y otra vez en la obra, debemos precisar que son cinco personajes los que a nuestro juicio forman parte del núcleo mismo de este drama: Antonio, Bassanio, Shylock, Porcia y el Dux.
El argumento es, en principio sencillo, aunque una segunda lectura permite sostener que posee una gran complejidad: Bassanio, individuo que está pasando por un grave trance económico, le pide prestado a su amigo Antonio, una importante suma de dinero. Este es un armador conocido en Venecia pero le refiere que ahora no puede acceder a su pedido puesto que había empeñado toda su fortuna en la compra de unas mercancías que serían traídas por unos navíos que aún no había llegado a destino, y que tardarían un tiempo en arribar a puerto.
Pero como la amistad entre Bassanio y Antonio es muy sólida, éste consiente en salir como principal pagador de un préstamo destinado a su amigo. Ambos se dirigen a Shylock, un prestamista judío que tenía una aversión profunda por Antonio. Shylock entonces encuentra una ocasión para eliminar a Antonio, no solo comercial sino también físicamente: accede a otorgar el préstamo de 3000 ducados por tres meses con la sola condición de la inclusión, en el documento correspondiente, de una cláusula en donde a manera de broma se estipularía que si el mutuo no se devolviera en tiempo, Shylock podría cobrarlo cortando una libra de carne del fiador, que podrá ser escogida y cortada de no importa qué parte de vuestro cuerpo que me plazca (Acto Primero, Escena III).
El drama llega a su clímax cuando no se puede devolver en término el préstamo otorgado. Ante los requerimientos de Shylock, que solicita ante el Dux de Venecia la ejecución de la cláusula penal, Antonio es encarcelado.
Hasta ese momento, Porcia, novia de Bassanio había tenido un papel secundario. Ahora será central. Ella se disfraza de abogado, se hace correr la voz que un joven abogado especializado en resolver casos difíciles ha llegado a Venecia, y entonces se presenta ante el Tribunal como una especie de amicus curiae .
Ya ante el Tribunal, Porcia hace un pedido de mercy , aunque Shylock no quiere otra cosa que ejecutar el pagaré. Luego, Porcia comienza por admitir la estricta legalidad del reclamo efectuado por el prestamista, lo que genera en él una reacción positiva. Califica así al letrado disfrazado en términos encomiásticos, como un Daniel, como un juez sabio e íntegro (Acto Cuarto, Escena I).
Y cuando finalmente Porcia dictamina que puede llevarse a cabo la ejecución del contrato y Shylock se dispone a matar a Antonio, le recuerda que el documento lo autoriza a cobrarse estrictamente una libra de carne. Pero sin verter una gota de sangre. Esas son las palabras textuales del pagaré. Por ende, en el caso que se reclame sangre, todas las propiedades y bienes de Shylock serán confiscados a favor del Estado de Venecia.
Dejando de lado cierta intertextualidad existente en el Mercader de Venecia, este es el argumento central a partir del cual debemos practicar el pertinente análisis del Derecho y la justicia en el marco de nuestro drama shakeasperiano, constituyendo en sí el objeto de este trabajo. Se utiliza un estudio descriptivo, empleando métodos teóricos como el histórico lógico y el analítico sintético y del nivel empírico el análisis de documentos. Estos métodos se acompañaron de las correspondientes técnicas de revisión bibliográficas
Desarrollo
Hagamos ahora una breve referencia histórica que permita ubicar a la obra en el contexto europeo, en la época en que fuera escrita. Así, se sabe que la pieza fue escrita entre 1596 y 1598, es decir, hacia fines del siglo XVII. Nos encontramos, en consecuencia, en pleno Renacimiento, lo que fue calificado con razón como la “era de la razón y de las luces”. Se produce un florecimiento de la utopía, probablemente favorecido por los grandes descubrimientos geográficos y los consiguientes relatos exóticos de viajeros y misioneros. En este plano, no olvidemos que el mismo Marco Polo también era un ávido comerciante veneciano a quien no le interesaba tanto la práctica del turismo de aventuras como la consecución de una ruta fácil y rápida para llegar a China y traer las tan buscadas especias y géneros como la seda, tan cotizadas en el mundo de entonces.
Los descubrimientos geográficos provocan un ensanchamiento del mundo conocido, pero asimismo el nuevo mundo también ocasiona un constante aflujo de metales preciosos. En fin, en el siglo XVI se produce un alza general de precios y una rápida formación de fortunas mobiliarias.
Kamen (1977), quien en su notable estudio sobre el siglo XVI lo califica como el siglo de hierro, advierte que “la decadencia de la nobleza veneciana cuenta con pocos paralelos en Europa. Mercantil en sus orígenes, esta clase dominante veía ligadas sus fortunas al comercio veneciano, y cuando éste decayó le fue difícil acoplarse a otras formas de actividad empresarial, tales como la industria textil. Además, a finales del siglo XVI la nobleza veneciana se había convertido en una casta exclusivista, que veía con malos ojos la entrada de hombres nuevos en sus filas. A principios del XVII se hallaba ya en un estado de colapso irremediable”. (p.181)
Lo anterior, parece haberse escrito a medida, a propósito del Mercader de Venecia (Shakespeare, 1960). En efecto, la elección por parte de Shakespeare de esta ciudad italiana no es inocente. A comienzos del siglo XVI, probablemente, Venecia podía ser considerada como la cuna del comercio europeo. Por lo tanto, el cuidado jurídico que debía hacerse de los compromisos contraídos entre particulares, debió haber sido notable, sin duda. Del mismo modo, el respeto por el principio de la autonomía de la voluntad, símbolo de un capitalismo creciente, que Venecia buscaba fomentar a toda costa para no perder su fama de cuna de los negocios.
Amistad e Interpretación
El título que marca este breve estudio resume su objetivo: presentar el acto de interpretar un texto jurídico como una de las formas posibles de amistad que pueden ejercerse con el contenido de lo interpretado y, consecuentemente, con su autor.
No se nos escapa que entendemos esta amistad de modo analógico e impropio, puesto que solo podemos ser amigos del prójimo, no de una cosa. Y una cosa (documento, texto normativo, situación o relación jurídica) es precisamente lo que tenemos que interpretar. Esa es la salvedad que queremos dejar planteada.
Ahora bien, en la filosofía antigua podemos citar, centralmente, a tres autores que estudiaron el fenómeno de la amistad: Platón, Aristóteles y Cicerón. La profundidad con que han encarado el tópico nos exime de cualquier otro comentario adicional. De los tres, elegiremos simplemente los textos de Aristóteles, quien cuando se refiere al tema, lo hace en dos de sus obras más icónicas: La Política y la Ética a Nicómaco, respectivamente.
En cuanto a La Política, Aristóteles (1954), advierte que la amistad en las ciudades es el mayor de los bienes, puesto que con ella no habría jamás una revuelta. Por consiguiente, la unidad de la ciudad es obra de la amistad. Ciertamente, advierte Aristóteles, dos cosas hay que sobre todo mueven a los hombres a cuidar de algo y amarlo, y son el sentirlo como propio y como único.
Lo expuesto hasta ahora por el estagirita resulta especialmente adecuado a la hora de referirnos a las leyes por cuanto este sentimiento de propiedad que ha de tener el ciudadano respecto de la ley y el Derecho de su ciudad es de fundamental importancia a la hora de comprender el indispensable aprecio que se ha de tener por el sistema jurídico al que se pertenece. En consecuencia, el sentido de pertenencia es fundamental. El mismo San Isidoro de Sevilla (479), a la hora de referirse a las condiciones sociológicas, psicológicas y formales que ha de poseer la ley, no duda en incluir entre ellas, que se respeten las costumbres de la patria, es decir, que las mismas se adecuen al tiempo y el lugar donde se dictan.
Este sentimiento campea en todo El Mercader de Venecia (Shakespeare, 1960). El propio Shylock lo menciona una y otra vez, cuando interpela desafiante ni más ni menos que al Dux. Si no se respeta el contrato, a partir de ese momento, no habrá más seguridad jurídica en el comercio veneciano: “Esta libra de carne que le reclamo la he comprado cara, es mía, y la tendré. Si me la negáis, anatema contra vuestra ley. Los decretos de Venecia, desde ahora, no tienen fuerza. Espero de vos justicia. ¿Me la haréis? Responded”.
En consecuencia, el argumento de Shylock parte de ese mismo sentimiento de pertenencia que siente como hombre de negocios, protegido por la ciudad de Venecia, que en el Renacimiento podía ser considerada como ya hemos visto, de gran importancia comercial.
Pasemos ahora a la otra obra aristotélica cumbre: la Etica a Nicómaco. En el conjunto del opus aristotélico, este estudio es importantísimo para el jurista, teniendo en cuenta que en el libro V nuestro autor estudia a la justicia. Y en el libro VIII, Aristóteles analiza específicamente a la amistad, e incluso las relaciones y diferencias existentes entre ella y la justicia.
Ahora bien, aquí Aristóteles (2009), reitera que la amistad no solo es lo más necesario para la vida, sino que la comunidad es la base sobre la que ella se asienta. La amistad mantiene unidas a las ciudades y existe cierta semejanza entre ella y la justicia, puestos que los justos son los más capaces de la amistad.
Pero esto también se puede explicar por la doctrina de los opuestos. En efecto, Platón ya explicaba que el cuerpo, a causa de la enfermedad, está obligado a buscar y amar la medicina, lo cual -asimismo- está analizado por Aristóteles, con ejemplos extraídos de Eurípides (la tierra reseca ama la lluvia) y Heráclito (lo opuesto es lo conveniente), puesto que la armonía más hermosa es la producida por tonos diferentes.
Por ende, la ciudad está obligada a buscar y amar a sus leyes, pues éstas representan metafóricamente a su salud. Pero una manera de amarlas es siendo amigo de ellas, lo cual nos reconduce al problema de su interpretación. Podríamos concluir, entonces, arriesgando una respuesta a nuestro interrogante, que quizás la mejor interpretación jurídica sea, precisamente, la que posibilite el menor número de conflictos posibles al mayor número de ciudadanos afectados por dicha situación disvaliosa.
Pero, ¿cómo conseguir esto? Aquí se debe requerir el auxilio de la prudencia, virtud cardinal cuyo asiento está en la razón práctica, y gracias a la cual somos capaces de determinar los medios que la voluntad debe escoger para alcanzar su fin (Gilson, 1949).
Ello resulta especialmente relevante a la hora de reflexionar acerca del importante acto de justicia en qué consiste la interpretación del Derecho. En efecto, como partes integrantes de la prudencia, la reina de las virtudes, podemos mencionar las que son decisivas en el acto hermenéutico.
Para Gilson (1949), la experiencia es “el hombre prudente es, ante todo, un hombre que sabe recordar, que tiene memoria. Así, la experiencia se reduce al tesoro de los recuerdos, gracias a los cuales podemos hacer que mejore nuestra vida presente por medio de las enseñanzas de nuestra vida pasada”. (p.346)
Ciertamente, esto es muy pertinente en el caso del Derecho ya que, ¿Qué otra cosa es la jurisprudencia, sino un recurso a la memoria del jurista? La jurisprudencia es una recopilación de experiencias jurídicas a las que se puede acudir a fin de solucionar con un criterio de justicia el casus.
En segundo lugar, debemos trasladar nuestros conocimientos universales y más generales al caso particular. Así, del principio general de que no debe hacerse mal a nadie, se ha de determinar lo que es necesario hacer en tal caso particular para no hacer mal a nadie. Y es que debe haber una habilidad especial que adquirir, una especie de entrenamiento para descubrir los medios que se imponen en cada caso particular. Eso se llama circunspección: tener en cuenta todas las circunstancias.
La circunspección se adecua claramente a la misma naturaleza de lo jurídico, que ha de comprometerse frente a la resolución del caso particular, antes de ponerse a formular reglas generales, a la manera racionalista. En el derecho romano, situación que continúa hasta la Edad Media, inclusive, el Derecho se centraba en el caso: se parte del caso concreto y se buscan argumentos para su solución. De esta forma, la competencia de los juristas se agota en juicios, que contienen su opinión jurídica sobre problemas concretos. Y si bien existen regulae, ellas no son otra cosa que juicios abreviados de la experiencia, adquirida en la casuística. Kaser (1964), ha llamado la atención al subrayar esta característica: “El hecho de que el Derecho romano se manifieste en el conjunto de soluciones a problemas concretos, halladas por juristas, explica la extraordinaria cantidad de controversias, que muestra el Derecho de juristas. Nuestros Derechos actuales, dominados por codificaciones, dejan todavía un enorme margen a la disparidad de opiniones”. (p.49).
Por último, algo fundamental en la tarea del intérprete: saber prever el porvenir. Gilson (1949), refería que “la denominada previsión, harto azarosa, porque recae sobre futuras contingencias e imposible de hacer de ella una ciencia, pero tan necesaria puesto que su nombre mismo es, en cierto modo, idéntico al de la virtud a quien sirve; prudencia es prever, es decir, previsión de la manera como los actos y sucesos han de desarrollarse entre el momento en que se desea el fin y el momento en que será conseguido, gracias a los medios que la prudencia acaba de escoger”. (p.349)
De todas maneras, parece claro que en toda comunidad debe haber alguna clase de justicia y también de amistad; en la medida en que los hombres participan de una comunidad, hay amistad entre ellos y también justicia (Aristóteles, 2009).
Aquí, Aristóteles (2009), toca inevitablemente el tema de la concordia o la amistad política, la unión de los corazones. Así, asegura que “la unanimidad o concordia se da cuando los ciudadanos piensan de la misma manera sobre lo que les conviene, eligen las mismas cosas, y hacen juntos lo que en común han acordado”. De esta manera, los ciudadanos “quieren a su vez lo justo y conveniente”.
En fin, Aristóteles (2009), advierte que la amistad es una comunidad. Nuevamente podemos traer a colación a nuestra obra, El Mercader de Venecia (Shakespeare, 1960), ya que todos sus personajes también se sienten formando parte de la ciudad, exigiendo que en su comunidad se imparta justicia o -en el caso de Antonio-, sometiéndose pacíficamente a ella. El mismo reconoce la importancia de este sentimiento de lo justo y conveniente: “El Dux no puede impedir a la ley que siga su curso, a causa de las garantías comerciales que los extranjeros encuentran cerca de nosotros en Venecia; suspender la ley sería atentar contra la justica del estado, puesto que el comercio y la riqueza de la ciudad dependen de todas las naciones”. (p.137)
Shakespeare (1960), ratifica su disposición a estar a derecho más adelante y dirigiéndose al Dux exclama: “haced lo que debéis hacer necesariamente: pronunciad mi sentencia”. Se manifiesta hasta aquí un acto de concordia política. Un acto de amistad hacia las leyes de la ciudad, al demostrar su disposición a someterse a ellas.
Sin embargo, la amistad, como la interpretación de la ley, no es tarea fácil, Hart (1997), en su ya clásica obra: El concepto de derecho ya había advertido que la mayoría de los casos que se ventilan ante los tribunales, ni las leyes ni los precedentes permiten un único resultado. Es que en los casos importantes hay siempre una elección. Pero, acaso, ¿en el acto de la amistad, no hay también una elección? En efecto, al amigo se lo elige, nadie me lo impone. La ley, en cambio, se impone y dentro de ciertos parámetros de normalidad (centralmente, si ella es justa), debe ser obedecida.
Del mismo modo, así como en la amistad se ha de estar moralmente unido con el amigo, aunque éste difiera substancialmente de él, también en el plano ideal debemos estar lo más unidos posible al texto interpretado para lograr del modo más perfecto posible esa compenetración interna que permita que el texto sea adecuadamente aplicado al caso particular que requiere una solución apropiada.
El Derecho posee un problema al que en principio se encuentra ajena la amistad, y que se agudiza cada vez que nos ponemos a interpretar: la denominada textura abierta del lenguaje. Hart (1997), va más allá “dicho problema se presenta en la gran masa de los casos ordinarios; en algún punto en que su aplicación se cuestione, las pautas resultarán ser indeterminadas. El ejemplo que propone, de la regla de que no pueden entrar vehículos en un parque, es claramente significativo, puesto que tenemos que ponernos de acuerdo en saber qué cosa en un vehículo, realmente”. (p.161)
En El Mercader de Venecia (Shakespeare, 1960) ese problema de la denominada textura abierta se plantea dramáticamente a partir de la astuta intervención de Porcia y su interpretación literal del texto del documento: las palabras formales son una libra de carne. Ni más ni menos que eso. Debe concederse, pues, a Shylock la cabal ejecución de la letra de cambio, a rajatabla. Pero eso lleva a su ruina.
En efecto, la literalidad en la interpretación hace que simplemente se cambien palabras por palabras, una ambigüedad por otra ambigüedad, una determinación incompleta por otra igualmente incompleta, y así sucesivamente. Así, una libra de carne es lo que textualmente se permite demandar. No una gota de sangre. Por reducción al absurdo, la ejecución resulta imposible. Podría decirse que se está intentando sustituir a la gramática por la justicia.
Aquí aparece nuevamente el problema de la amistad, puesto que podríamos preguntarnos por qué razón (Shakespeare, 1960), ha llegado a una situación tan extrema como intemperante, al punto de desear la muerte de Antonio. Y la respuesta no puede ser más que una sola: por odio. Shylock tiene una aversión profunda por Antonio: no desea tanto recuperar el dinero del préstamo, sino procurar su muerte. Pero quizás aquí pueda aplicarse esa intuición profunda de Shakespeare (1965), en El Rey Ricardo III cuando pusiera en boca de uno de los personajes de esa obra: El que no se ama a sí mismo no puede amar a nadie. Y ese parece ser el destino sin fin de Shylock y su trágico destino judicial.
Ese triste destino, en donde triunfa una interpretación tan sorprendente como sorpresiva del contrato suscripto entre Antonio y Shylock (Shakespeare, 1960) ha motivado la intervención, ni más ni menos, que de Von Ihering (1881), quien en una de sus más importantes obras, La lucha por el Derecho, supone que la sentencia dictada contra el mercader es esencialmente injusta: “Es el espíritu de venganza y el odio los que impulsan a Shylock a pedir al tribunal la autorización de cortar su libra de carne de las entrañas de Antonio; pero las palabras que el poeta pone en sus labios son tan verdad en ellos como en cualquiera otros; es el lenguaje que el sentimiento del derecho lesionado hablará siempre; es la potencia de esa persuasión inquebrantable de que el derecho debe ser siempre derecho; es el entusiasmo apasionado de un hombre que tiene conciencia de que no lucha por su persona, sino también por una idea”. (p.78)
Se ha escrito mucho, sin embargo, respecto de la justicia de la sentencia recaída en la causa de Shylock, más allá de la opinión negativa de Von Ihering (1881). Posner, por ejemplo, uno de los máximos representantes de la teoría económica del derecho, advierte que en términos jurídicos, Porcia personificaría el espíritu de equidad. Ost (2016), citando a Girard, asegura que en la obra que nos ocupa, Shakespeare es presentado como el chivo emisario de la Ciudad de los Duxs.
No estamos de acuerdo con estas interpretaciones. Desde nuestro humilde punto de vista, Shakespeare (1960), produce una feroz crítica a la interpretación gramatical de la ley, que en un punto es una tendencia muy difundida, aún hoy, entre los abogados y los jueces, quienes muchas veces pierden el tiempo en la búsqueda del significado de las palabras, olvidando la importancia que posee, en la tarea interpretativa, ni más ni menos que la naturaleza del caso.
En este sentido hay un gran acierto de parte de Shakespeare (1960), (con la consiguiente burla a la totalidad del sistema judicial imperante en Venecia), puesto que la cuestión planteada se soluciona, tal como lo plantea Porcia, con una forma de interpretación mucho más literal que la exigida por Shylock. Suma así, una literalidad a la literalidad y lo absurdo de la situación provoca necesariamente -eso sí-, una reflexión acerca de la justicia del caso y la naturaleza problemática del saber jurídico. Podría decirse que, de alguna manera, Shakespeare (1960), actúa como una crítica adelantada respecto de lo que posteriormente la escuela de la exégesis considerará que es la función del juez: limitarse a aplicarla sin más, olvidando las consecuencias que puede acarrear la sentencia dictada de esa manera.
Pero -claro está-, los decisorios que se dictan sin tener en cuenta las consecuencias (la previsión antes aludida), desprecian en el fondo a la realidad. Por ello son injustos. En efecto, el que se limita a contemplarse a sí mismo, sin prestar atención, por tanto, a la verdad de las cosas reales, no podrá ser, por supuesto, ni justo, ni valeroso, ni moderado; pero lo que sobre todo no puede ser es justo. Pues lo primero para Pieper (1976), que se exige al hombre que haya de practicar la virtud de la justicia es que prescinda de sí mismo. No es un azar que en el lenguaje cotidiano la falta de objetividad venga a significar lo mismo que injusticia. Entonces Pieper (1976), advertía que Paul Claudel, en una bella imagen, aseguraba que la prudencia es la inteligente proa de nuestra inteligencia, que en medio de la multiplicidad de lo finito pone rumbo a la perfección.
La interpretación, el contrato y la ley
Pero, por otra parte, existe un interés concreto de parte del Estado de Venecia de poner fin al conflicto planteado entre Shylock y Antonio (Shakespeare, 1960). Después de todo, es verdad que acceder a la cultura del contrato se ha vuelto la condición de acceso a la modernidad y al concierto de las naciones (Supiot, 2012). Esta idea aparece una y otra vez en nuestra obra, a partir de la exigencia del cumplimiento estricto de lo convenido. Esa es la aplicación práctica de la regla pacta sunt servanda .
Encontramos esta idea plenamente reconocida por Antonio a pesar que con el cumplimiento del pacto se le va la vida: El dux no puede impedir a la ley que siga su curso, a causa de las garantías comerciales que los extranjeros encuentran cerca de nosotros en Venecia; suspender la ley sería atentar contra la justicia del estado, puesto que el comercio y la riqueza de la ciudad dependen de todas las naciones y reiterada una y otra vez por Shylock, al asegurar premonitoriamente que la negación de la ejecución de la cláusula penal del contrato implicaría, en condiciones prácticas, un daño a la constitución y a las libertades de la ciudad; la negativa al pedido de cumplimiento provocará, inevitablemente, anatema contra vuestra ley y desde ese mismo momento, los decretos de Venecia no tendrían fuerza. En fin, Porcia afirma que la ley veneciana no puede impedir la demanda incoada contra Antonio, sosteniendo -como burla a los juristas en general-, que un precedente tal introduciría en el Estado numerosos abusos.
En fin, en este decisivo Acto Cuarto, Porcia concluye que el objeto de la ley y el fin que persigue están estrechamente en relación con la penalidad que este documento muestra que se puede reclamar, lo que hace que Shylock lo califique inmediatamente -tal como vimos-, como un juez sabio e íntegro.
Pero ya que aludimos a la regla pacta sunt servanda, creada por los canonistas, también podemos estudiar a nuestro drama a partir del principio de la buena fe . Los actos del cristiano deben estar fundados en la verdad y el fiel debe ser fiel a su palabra. Por ende, el que promete y no mantiene su promesa actúa contra la verdad, engaña a su prójimo y comete un pecado mortal. Por consiguiente, el respeto a la palabra se planteó históricamente, como una regla moral.
Esto debe acotarse más allá que Shylock haya exigido la firma de un pagaré con intervención notaria. Para Antonio, daba igual: él estaba plenamente convencido de que debía cumplir moralmente su promesa, aunque existiera un contrato escrito: para su ethos daba lo mismo haber firmado o no un contrato. El pacto debía ser cumplido, aunque la consecuencia fuera su muerte.
Una lectura, si se quiere menos romántica de nuestro drama, la tiene el jurista Jean Carbonnier, para quien, con El Mercader de Venecia, se nos presenta al deudor de dinero, al deudor moderno. El Derecho arcaico ha dejado el sitio al Derecho mercantil, aunque la psicología de El Mercader de Venecia ha quedado un poco eclipsada por la de su acreedor.
En consecuencia, para Carbonnier, Antonio no es solo un hombre, es un deudor, y no un deudor cualquiera. No nos debe extrañar la facilidad con la que contrae su extraordinario compromiso de una libra de carne. Es un negociante, un armador, habituado a asumir diariamente los riesgos más graves. Podemos admirar, sin embargo, la altiva indiferencia con la cual, una vez producida su ruina y luego que ha comprendido la inflexibilidad de su adversario, marcha hacia la ejecución. A su criterio, la clave del personaje parece estar en algunos versos de la escena del juicio donde se felicita de escapar por medio de la muerte al destino ordinario de los deudores arruinados, que después de haber perdido su fortuna deben todavía arrastrar una vida de miseria. Y agrega Carbonnier (1974): “si no viviera en una época que condena categóricamente el suicidio, sin ninguna duda Antonio se hubiera destruido; pertenece a la raza de los deudores que elige no sobrevivir a su ruina”. (p. 289).
En fin, el problema que nos plantea El Mercader de Venecia, es de una enorme complejidad. Tenemos en primer lugar, la consideración de un conjunto de principios relativos al cumplimiento mismo del contrato, como manifestación de la voluntad de las partes -como veremos más adelante-; en segundo término, la misma consideración de la demanda del acreedor, como ejercicio abusivo del derecho de crédito; un tercer aspecto, como ya lo hemos expuesto más arriba, el juego de una idea rectora en materia de interpretación contractual, que es el principio de buena fe; en cuarto lugar, la olvidada regla del equilibrio en las prestaciones o el equilibrio de intereses, norma de interpretación ésta que obliga a considerar los contratos, en caso de duda, a favor de la mayor reciprocidad de intereses (Espert Sanz, 1968, p. 255).
De todas maneras, y aunque no podemos pasar por alto que nos encontramos frente a una obra literaria de carácter dramático, en donde los caracteres humanos y las situaciones generadas por las diferentes personalidades de sus protagonistas se exageran para lograr determinados efectos y estados de ánimo en el lector, Shakespeare maneja con gran destreza el uso de tecnicismos jurídicos que normalmente no están al alcance de una persona común. Sin embargo, se ha podido establecer que la relación de nuestro autor con el universo jurídico es todo menos accidental. En efecto, los críticos a menudo han señalado su espíritu jurídico, su capacidad para pesar cuidadosamente los pro y los contra de cada uno de los puntos que aborda. Y cuando, llegado a la madurez, solicitó y obtuvo el derecho a un blasón, eligió una divisa elocuente: “no sin derecho”.
Por consiguiente, no nos encontramos frente a un improvisado en materia jurídica, y por ello, salvando las distancias, el Mercader de Venecia se nos parece como un caso de aplicación de la doctrina de la inflexibilidad y absoluta necesidad del cumplimiento del contrato. Pero esta doctrina y jurisprudencia ya era clásica en el derecho británico, y aparece consagrada en el caso Paradine vs. Jane, del año 1647. Pensemos, en este contexto, que Shakespeare nace en 1564 y muere en 1616, treinta años antes de este precedente jurisprudencial pero que -como dijimos- ratifica decisiones judiciales de antigua data en Inglaterra.
En este caso, el actor pedía que se le pagara la renta correspondiente a un arrendamiento fiduciario, porque el titular del goce no había abonado la renta del año corriente ni la de los tres anteriores. El demandado alegó que un cierto príncipe alemán, llamado Ruperto, nacido en el extranjero, enemigo del Rey y del Reino, había invadido el país con un ejército de extranjeros. Y esta fuerza armada desposeyó al demandado de sus tierras, ocupándolas e impidiéndole obtener beneficios. Pero el Tribunal no consideró suficiente el argumento. A pesar de que un ejército extranjero entero había ocupado las tierras, tenía que pagar la renta, porque cuando una parte contrata creando un deber o carga, tiene que cumplirla, cualquiera que sea el acontecimiento o situación de necesidad que haya ocurrido y que solamente no debería pagar si lo hubiera expresamente previsto el contrato (Esperto Sanz, 1968, p. 43).
Esto nos recuerda la afirmación de Salanio: “incumplimiento de promesa, justicia, pagaré firmado”.
Existía, en consecuencia, a la luz de la doctrina judicial inglesa, la consagración de un principio al que podríamos denominar de inexcusabilidad absoluta del deudor y dicha regla, tal como hemos visto precedentemente, parece que no era desconocida para Shakespeare, que la traslada sin inconveniente alguno a la órbita del orden jurídico veneciano.
Hemos efectuado un viaje en torno al Mercader de Venecia para retornar a nuestro título inicial: la amistad. Solo que ahora tendremos que circunscribirnos a ella, como una forma superior de civilidad, de vida buena en la ciudad.
Eso no significa que debemos abandonar del todo la figura del contrato y sus posibilidades concretas de interpretación. Tengamos en cuenta que, desde el punto de vista liberal, el contrato se asimila a la ley, lo que tuvo una máxima consagración en el derecho civil vigente en el siglo XIX, al adoptar la máxima de que las convenciones existentes en los contratos forman para las partes una regla a la que deben someterse como la ley misma, como lo expresaba claramente el art. 1197 del Código Civil Argentino, tal como había sido redactado por Dalmacio Vélez Sarsfield.
Entonces, si el contrato se parangona a la ley, no nos quedaría más que obedecerla en sus términos estrictos. Esta analogía formada por la dupla contrato-ley hunde sus raíces políticas en el contractualismo que, como sabemos, surge como una doctrina que trata de explicar el origen del Estado y, consecuentemente, la obligación que tiene el ciudadano de obedecer a la ley.
Pero la vida en la ciudad no es tan solo obediencia pura. Eso daría como resultado un conjunto de ciudadanos cada vez más sumisos a los mandatos de un pequeño grupo de burócratas, legisladores y gobernantes habituados a conservar sus privilegios. En suma: así como hay poderosas razones para la obediencia a la ley (relacionadas principalmente con la consecución de la seguridad y la obtención de la paz social, entre otros), existen también importantes argumentos a favor de la desobediencia, principalmente cuando la norma jurídica es injusta o resulta atentatoria del bien común.
El Mercader de Venecia nos deja como lección la indispensable cuota de amistad que ha de imperar entre los ciudadanos. Precondición de la concordia política, esa noción de amistad también debe trasladarse al mundo jurídico, puesto que lo contrario a la concordia es la discordia, el conflicto.
Y aun pensando en hipótesis conflictuales, en donde pueda pensarse que el Derecho es un instrumento nacido de la puja de intereses contrapuestos, no hay ningún espacio para la paz social y la justicia -dos de los principales valores jurídicos- sin un mínimum de amistad entre los individuos y sin la necesaria compenetración que debe existir entre ellos y las leyes que rigen la ciudad.
En efecto, la amistad revela la esencia societaria del hombre, lo cual la vuelve analógica con la justicia ya que es indudable que sociedad y justicia se encuentran causalmente implicadas: no es posible la existencia de una sociedad sin justicia, pero ella solo puede existir en una comunidad, lo que nos revela un caso patente de involución de causas, como apreciaba Tello. Entonces, amistad y justicia integran toda relación intersubjetiva. Únicamente la participación en una misma comunidad hace necesario que ellas se encuentren presentes, pues las mismas participan de la índole societaria de su sujeto. Nos encontramos, pues, en el centro mismo del Derecho.
Sin duda, esta es la lección más importante que nos deja nuestra obra, a la que bien podríamos subtitular: Una meditación acerca de la justicia. Porque ese es el efecto que El Mercader de Venecia produce una y otra vez en el lector: eventualmente, la justicia en el cumplimiento del pacto; ciertamente, la nulidad de la extraña cláusula exigida por Shylock (¡no leamos el drama, sin embargo, a la luz de una teoría jurídica de las nulidades!); la justicia ínsita en el cumplimiento de la ley de Venecia y, eventualmente, también, la consideración acerca de la justicia o injusticia de la solución de Porcia al hard case planteado en la obra.
Todo este conjunto de situaciones y suscitaciones creadas por la trama magistral de Shakespeare no se hubieran producido sin un mínimo de amistad existente entre los personajes del drama y máximamente, la que hay entre Antonio y Bassanio, que lleva a que el primero prácticamente se inmole con tal de lograr el bienestar de su amigo, aceptando la firma del contrato fatal cuya ejecución lleva a la descripción de la escena judicial que se transforma en el meollo de la obra. Y es que, así como la injusticia hace imposible la amistad, la amistad hace innecesaria la justicia, aunque cuando la amistad falla hay que recurrir al fallo de la justicia. Debe señalarse también, desde luego, el interés del Dux en solucionar amigablemente el problema, aunque ello se motive en el resguardo de la seguridad jurídica que ha de imperar en el estado de Venecia.
Por ende, la amistad ha de ser un constitutivo esencial en la relación entre el ciudadano y la ley. Consecuentemente -creemos nosotros- en la interpretación que deba hacer el jurista de las normas legales. Ello supone que el intérprete no deba situarse en una posición sobre los ciudadanos, sino entre ellos. Y ello es lo contrario de considerar al Juez como un superhombre que puede, no solo resolver conflictos sino incluso legislar y gobernar.
En ese caso no estaríamos en el plano de una relación de amistad, por la sencilla razón de que no hay equivalencia posible entre el ciudadano común y el magistrado judicial. Mas modernamente, por ejemplo, el neoconstitucionalismo lleva fatalmente a romper esta especie de igualdad que en definitiva aleja a los individuos de la ley y el Derecho.
Conclusiones
Esta es la gran lección que, de una manera elíptica, nos regala el genio de Shakespeare: la importancia del respeto a la justicia en el entramado de las relaciones sociales. El Mercader de Venecia es un buen ejemplo de ello.
Por su parte, la amistad no solo es un constitutivo esencial de la buena vida en sociedad, la koinonía, sino que también ha de ser una pieza fundamental en la tarea interpretativa. En efecto, hacerse amigo de la ley, no violentar su significado (cuando el mismo es claro y no deja lugar a dudas), es una forma de apreciar el orden jurídico y su esencial poder unitivo.
En El Mercader de Venecia, por demás, el valor de la amistad está siempre presente: Antonio se sacrifica por su amigo Bassanio. Shylock en cambio carece de amigos. En él, el odio puede más que la misericordia.
Creemos entonces que el drama que acabamos de comentar, resulta de gran importancia para nuestra formación como juristas.