Introducción
La Orden Ejecutiva Presidencial 3447 de fecha 3 de febrero de 1962, emitida por el entonces presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, que puso en vigor el bloqueo económico, comercial y financiero contra Cuba, y la Ley para la Solidaridad Democrática y la Libertad Cubana (Cuban Liberty and Democratic Solidarity Act), ley Helms Burton, aprobada por el entonces presidente estadounidense William Clinton en marzo de 1996, que internacionalizó el bloqueo a Cuba, basan sus fundamentos en considerar estas acciones en contramedidas de los Estados Unidos como respuesta a las nacionalizaciones sin indemnización aplicadas por Cuba tras el triunfo de la Revolución, al calificarlas como hechos ilícitos.
Sin embargo, Estados Unidos no tiene facultades para tomar decisiones que pretendan responder una medida tomada por otro Estado en relación con situaciones internas de ese país, pero tampoco se encuentra legitimado en representación de los ciudadanos cubanos. Contradictoriamente, la ley Helms Burton constituye un obstáculo para el desarrollo de Cuba como país soberano.
Desarrollo
El propósito de este artículo es analizar el contenido y el alcance de la ley Helms Burton en el contexto de las normas y los principios del Derecho Internacional Público, con especial referencia al principio de no intervención.
El principio de no intervención, también denominado no injerencia de un Estado en los asuntos de otro Estado, es ampliamente reconocido como norma consuetudinaria del Derecho Internacional, la cual tiene su origen en las disposiciones normativas emanadas de los Estados de América Latina.
En el artículo 2 de la Carta de las Naciones Unidas, este principio se encuentra implícito, vinculados a los de igualdad soberana, la libre determinación de los pueblos y la prohibición de recurrir a la amenaza y al uso de la fuerza (Organización de las Naciones Unidas, 1945).
Sin embargo, se coincide con el criterio de Álvarez Tabío (2007), en la idea de que el principio de no intervención ha sido desvirtuado por los Estados “poderosos”, en aras de manejar la política internacional al servicio de las oligarquías financieras.
El análisis del principio de no intervención nos lleva a considerar su relación con el sistema de principios del Derecho Internacional, especialmente lo concerniente a la igualdad soberana, la libre determinación de los pueblos y la prohibición de recurrir a la amenaza y al uso de la fuerza.
D'Estefano Pisani (1985), asevera de forma acertada que la igualdad soberana se conforma con la conciliación de los conceptos de soberanía e igualdad jurídica de los Estados; y añade que con la soberanía marcha la independencia, que es la facultad de los Estados de decidir con autonomía acerca de sus asuntos internos y externos en el marco del Derecho Internacional Público. De esta forma, la soberanía de los Estados denota el derecho legal inalienable, exclusivo y supremo de ejercer poder político público.
Por consiguiente, la igualdad soberana no implica una igualdad absoluta en los derechos y deberes de los Estados al modo que el tenor literal de la resolución 2625 (XXV) de 1970 de la Asamblea General de Naciones Unidas relativa a los “Principios de Derecho Internacional referentes a las Relaciones de Amistad y a la Cooperación entre los Estados de Conformidad con la Carta de las Naciones Unidas” pudiera sugerir, sino significa la existencia de un conjunto mínimo e invulnerable de derechos y deberes común a todos los Estados.
Para la resolución 2625 (XXV), “Todos los Estados gozan de igualdad soberana. Tienen iguales derechos e iguales deberes y son por igual miembros de la comunidad internacional, pese a las diferencias de orden económico, social, político o de otra índole”.
En particular, la igualdad soberana comprende los elementos siguientes: los Estados son iguales jurídicamente; cada Estado goza de los derechos inherentes a la plena soberanía; cada Estado tiene el deber de respetar la personalidad de los demás Estados; la integridad territorial y la independencia política del Estado son inviolables; cada Estado tiene el derecho a elegir y a llevar delante libremente sus sistemas político, social, económico y cultural; y, cada Estado tiene el deber de cumplir plenamente y de buena fe sus obligaciones internacionales y de vivir en paz con los demás Estados.
Asimismo, como la soberanía está radicada en el pueblo y este es el soberano, la conclusión inmediata y lógica de ello es que el pueblo puede establecer el régimen de gobierno que mejor convenga a sus intereses. Luego, si es el pueblo el que puede crear el sistema social que considere mejor, nadie puede intervenir en sus decisiones; ahí nace el principio de no intervención. Por tanto, siendo uno de los principales fines del principio de soberanía el establecer ámbitos de competencias exclusivas de cada Estado, la igualdad soberana se erige a su vez como el fundamento de no intervenir en los asuntos internos de los demás Estados.
Sin embargo, a pesar de la importancia que representa su reconocimiento, desde el punto de vista jurídico-formal, las relaciones internacionales se encuentran lejos de garantizar su completa implementación.
Por otra parte, el principio de libre determinación de los pueblos es el derecho de un pueblo a decidir sus propias formas de gobierno, perseguir su desarrollo económico, social y cultural y estructurarse libremente, sin injerencias externas y de acuerdo con el principio de igualdad.
El ejercicio continuo de la libre determinación y en definitiva el cumplimiento de las decisiones adoptadas por el pueblo, traen como resultado que ningún Estado, grupo de Estados y/u organizaciones internacionales, para forzar la voluntad soberana, puedan ejecutar o amenazar con la ejecución de actos, por sí o por medio de terceros, sea cual fuere el motivo y los medios empleados.
Respecto a la consagración de la libre determinación de los pueblos, se encuentra recogida en los artículos 1°, 55 y 73 de la Carta de Naciones Unidas, al tiempo que ha sido reconocido por la Asamblea General en sus resoluciones 2625 (XXV) y 1514 (V) como la garantía de que los pueblos elijan las formas de gobierno que entiendan puedan adaptarse de la mejor manera a su sociedad. Fue aprobado universalmente en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.
Además, la Corte Internacional de Justicia en los casos del Sahara Occidental, la disputa fronteriza entre Burkina Faso y Malí y de Timor del Este, declaró que el principio de libre determinación se ha convertido en una norma consuetudinaria de Derecho Internacional (Corte Internacional de Justicia, 1975, 1986, 1995). Ha sido invocado en casos vinculados a procesos de descolonización, en virtud de lo cual los pueblos en dominación extranjera obtuvieron su independencia dentro de sus antiguos límites coloniales. Además, otros casos relevantes en que se ha invocado esta regla, fuera del ámbito del proceso de descolonización, han ocurrido en Europa dando lugar a conflictos territoriales entre los gobiernos centrales y los sujetos del principio libre de determinación de los pueblos (Romero Puentes, 2018).
El principio de no intervención se erige como garantía de la observancia de la libre determinación de los pueblos, como fue configurada en su génesis, y ese le confiere sentido sustantivo al primero. Si se prohíbe intervenir es justamente para proteger la elección del sistema político, económico, social y cultural y la formulación de la política exterior que elija el pueblo.
Por su parte, el cuarto párrafo del artículo 2 de la Carta consagra que "los Miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado o en cualquier otra forma incompatible con los Propósitos de las Naciones Unidas". Así, la renuncia que los Estados miembros de la ONU hacen a utilizar unilateralmente la fuerza armada tiene como contrapartida la protección derivada del sistema de seguridad colectiva establecida en la Carta de Naciones Unidas.
Mientras, el término intervención tiene la función de comprender todo acto ilegítimo de coerción de un Estado respecto de otro, que no alcanza a configurar un uso o amenaza de fuerza, surgen serias dificultades cuando se trata de definirlo con precisión. La intervención ha sido descrita como “una zona nebulosa de acción, imperfectamente definida por el derecho internacional”. (Wright, 1980, p. 5)
La Declaración de 1970 no intenta una definición, sino que describe la intervención por medio de dos ejemplos concretos y una formulación de orden general. El primer ejemplo es la referencia que se hace a la intervención armada, una expresión que abarca todos los actos de fuerza que, por una razón u otra, no alcanzan a constituir ataques armados, agresiones o empleos ilegítimos de la fuerza. El segundo ejemplo concreto de intervención se da en la prohibición regulada en el párrafo 3: “todos los Estados deberán también abstenerse de organizar, apoyar, fomentar, financiar, instigar o tolerar actividades armadas, subversivas o terroristas encaminadas a cambiar por la violencia el régimen de otro Estado, y de intervenir en una guerra civil de otro Estado”.
Esta declaración, en la segunda parte de su primer párrafo define como violaciones del derecho internacional, además de la intervención armada: “cualquier otra forma de injerencia o de amenaza atentatoria de la personalidad del Estado, o de los elementos políticos, económicos o culturales que lo constituyen”.
Por tanto, ningún Estado puede aplicar o fomentar el uso de medidas económicas, políticas o de cualquier otra índole para coaccionar a otro Estado, con el fin de lograr que subordine el ejercicio de sus derechos soberanos y obtener de él ventajas de cualquier orden.
La mayoría de la doctrina internacional llega al principio de no intervención a partir del definir el contenido del término intervención, y reconoce que la no intervención como norma general del Derecho Internacional. Sin embargo, no cabe duda que no existe uniformidad ni en la doctrina ni en la práctica de los Estados acerca del significado, el contenido y el alcance de la noción intervención, las cuales están sujetos a consideraciones de carácter político y no jurídico.
Remiro Brotons (2010, señala que desde los orígenes mismos del Derecho Internacional la idea de soberanía (sin libre determinación) vivió en tensión con la solidaridad basada en la unidad del género humano y así, las políticas de intervención siempre pudieron contar con apoyos doctrinales”. Añade ese autor que un acto de intervención es aquel por el que un Estado se inmiscuye por vía de autoridad en los asuntos de otro exigiéndole una determinada conducta. Sostiene además que la intervención no es otra cosa que la injerencia de un Estado en los asuntos de otro para hacer prevalecer o imponer la voluntad del primero.
El siglo XVII marca el momento en que se inicia la teoría de los derechos fundamentales de los Estados, en contraposición de los poderes del Papa y del imperio. Se sitúa entonces a Wolf y Vattel como los iniciadores de la doctrina de la no intervención.
Wolf (1991), define que inmiscuirse en los asuntos internos de otros Estados en cualquier forma que sea, es oponerse a la libertad natural de la nación la cual es, en su ejercicio, independiente de la voluntad de las otras. Los Estados que así obran solo lo hacen por el derecho del más fuerte.
Vattel (2004), también se muestra partidario del principio de no intervención, aunque admite excepciones, cuando expone que ninguna nación tiene derecho a inmiscuirse en el gobierno de otra, ya que gobernarse a sí mismo conforme a sus deseos es un atributo de la independencia. Un Estado soberano no puede ser molestado por otro, a no ser que él mismo, por medio de tratados, le haya dado facultad de inmiscuirse en sus asuntos. En este caso la autorización no podrá extenderse más allá de los términos claros y formales de dichos tratados. Fuera de este caso, un soberano está facultado a tratar como enemigo a todos aquellos que intenten mezclarse en sus asuntos domésticos a no ser que sea por medio de sus buenos oficios.
Dentro de las concepciones que predominaron en Europa en el siglo XIX, después del Congreso de Viena de 1815, la intervención, por regla general, se consideraba lícita. Hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX comienza a perfilarse el criterio de que existen intervenciones lícitas y otras que no lo serían. Las intervenciones ilícitas se configuran cuando a través de ella se viola un derecho esencial de otro Estado, un precepto de derecho internacional o las leyes de humanidad. Mientras, entre los motivos que autorizarían una intervención se invocan la existencia de una cláusula en un tratado que autorice la intervención, la petición que pudieran hacer las autoridades del Estado intervenido, la protección de los nacionales cuando estos se encuentran en peligro y la falta de cumplimiento de un Estado de sus obligaciones financieras.
Ortiz Ahlf (2004), manifiesta que el deber de no intervención se entiende como una restricción que el Derecho Internacional impone a los Estados a fin de proteger el Derecho a la igualdad soberana, la libre determinación e independencia de los miembros de la Sociedad Internacional.
Entre los elementos constitutivos de una acción violatoria del principio de no intervención en el Derecho Internacional se encuentran en primer lugar, la compulsión, es decir, una presión ejercida por un Estado sobre otro.
El acto de intervención implica un acto de injerencia, esto es, aquella debe tener una naturaleza compulsiva, sea que el acto implique el uso de la fuerza u otro tipo menor de compulsión, como es el caso de la amenaza, de la presión política, de la intervención diplomática o de la coacción económica (Gelot & Söderbaum, 2014).
En segundo lugar, la injerencia puede ser directa o indirecta, es decir, que no necesariamente debe ser manifiesta, sino que se puede dar subrepticiamente. Esta última forma de intervención es incluso la más utilizada en la actualidad en las relaciones internacionales.
En tercer lugar, la intervención o acto de injerencia debe estar dirigido a modificar la voluntad del Estado intervenido sea para que este haga o se abstenga de hacer algo. No es necesario que el Estado intervenido modifique su voluntad para que el acto de injerencia se cristalice, sino que es suficiente la sola amenaza. El hecho de que el Estado sujeto a la injerencia no preste atención o se niegue a ser constreñido o atemorizado, no obsta a que aquella se produzca.
Gamboa Serazzi & Fernández Undurraga (2002), señalan que las Naciones Unidas no aceptarían excepciones al principio de no intervención, sino que ellas tendrían que deducirse de otros principios igualmente consagrados.
No obstante, algunas teorías defienden la licitud de intervenciones con fines humanitarios, pero condicionando la licitud de las mismas, bajo determinadas circunstancias: a) Que la violación tenga carácter de generalidad y no constituya un hecho o hechos aislados; b) Que sea la consecuencia principal y directa de una situación de fuerza; c) Que la autoridad local haya desaparecido o esté en absoluta impotencia de controlar la situación; d) Que los hechos escapen al cauce normal de las reclamaciones y sanciones legales. Sin embargo, no podemos olvidar que la supuesta legitimidad por razones de humanidad ha sido una justificación idónea de las potencias imperialistas para tratar de ocultar sus intereses hegemónicos. Unas veces disfrazada de un derecho deber de asistencia humanitaria, otras bajo el pretexto de un derecho deber de intervención humanitaria, hasta su evolución actual con la pretensión actual de la responsabilidad de proteger (Téllez Núñez, 2019).
El principio de la no intervención intenta, entonces, proteger un derecho de los Estados: el de la soberanía e independencia de estos, entendiéndose la plena libertad de acción de un Estado dentro de su jurisdicción sin violar derechos de otros Estados desde sus propias fronteras.
El principio de no intervención se ha visto enriquecido por la doctrina y la práctica en América Latina, produciéndose una situación paradójica; ya que si bien fue en la región de América Latina donde aparece por primera vez este principio, es paralelamente donde encontramos una larga lista de intervenciones a nuestros pueblos de las más maneras más sutiles.
La teoría también denominada de la autodefensa o de la autoconservación ha servido para justificar todas las acciones intervencionistas que se han sucedido a través de la historia, y hoy en día, aún después de codificado el principio de no intervención, se pretende invocar por los Estados imperialistas para legitimar su invariable política agresiva.
Una manifestación concreta de la teoría de la autoconservación es la llamada Doctrina Monroe, instrumento aparentemente concebido para frenar las ambiciones de la Santa Alianza en América, pero que en su ulterior desenvolvimiento sólo ha servido para cohonestar el desgraciado paternalismo impuesto a la América Latina por Estados Unidos. El entonces presidente estadounidense Monroe consagra en 1823 ante el Congreso de los Estados Unidos el derecho de los países del nuevo mundo a organizarse y alcanzar su desarrollo sin la intervención y la injerencia de las potencias europeas, consagrando así el principio de la no intervención europea en América (Carpizo, 2014).
Sin embargo, contradictoriamente la Doctrina Monroe no se aplicó en su concepción original y sirvió de pretexto para asegurar la hegemonía de los Estados Unidos en este continente. El primer esfuerzo colectivo de los países latinoamericanos por consagrar un principio de no intervención en su derecho público, se produce en 1826, en el Congreso de Panamá, convocado por Simón Bolívar contra la intervención de las llamadas potencias europeas. El Tratado de Unión, Liga y Confederación perpetuas suscrito en el mencionado Congreso, resultó ser tan solo el inicio del tratamiento conceptual en la región. Fue en el Congreso Hispanoamericano de 1848 en el Tratado de Confederación donde la no intervención es declarada por primera vez como principio americano.
Entre los autores que forman parte de la doctrina latinoamericana en materia de no intervención se destacan Carlos Calvo y José María Drago. Calvo ante las intervenciones anglofrancesas en Río de La Plata, y la ocupación de este último país en México, expresó que la intervención armada o diplomática, con el objeto de hacer valer reclamaciones privadas de naturaleza pecuniaria, resultaba ilegal, la que pasó a denominarse “Cláusula Calvo”. Esta doctrina, defendida unánimemente por los jurisconsultos hispanoamericanos, ha tenido una influencia determinante en la imposición definitiva del principio de no intervención en el Derecho Internacional, pues si bien aborda un aspecto del derecho internacional privado, repercutió en el derecho internacional público. Por su parte, ante el intento emprendido por Gran Bretaña, Alemania e Italia del cobro de créditos adeudados por Venezuela el 29 de diciembre de 1902 el canciller argentino Luis Drago, enunció su famosa doctrina: "es ilegítima la intervención armada en un país para exigir el pago de créditos adeudados a súbditos de una nación extranjera". Esta doctrina sería luego incorporada al Derecho Internacional positivo en la XI Conferencia de La Haya de 1907, aunque con ciertas excepciones establecidas, en la llamada Declaración Porter (Arias Ospina, 2014) Las doctrinas Calvo y Drago intentaron preservar los principios de igualdad jurídica de los Estados, el de independencia y el de libre determinación de los pueblos, con la limitación fundamental que solo estaban dirigidas a condenar las intervenciones en este continente.
Algunos Estados latinoamericanos intentaron en las primeras Conferencias Panamericanas obtener un formal reconocimiento al principio de no intervención, pero tales esfuerzos no pudieron prosperar sino hasta 1933, en la VII Conferencia Internacional Americana en la que se adoptó la Convención sobre Derechos y Deberes de los Estados, en cuyo artículo VIII quedó establecido que: “Ningún Estado tiene derecho a intervenir en los asuntos internos o externos de otro Estado”.
La Convención de Montevideo sobre Derechos y Deberes de los Estados codificó los atributos clásicos del Estado (población, territorio, gobierno y soberanía), y establece que ningún Estado tiene derecho de intervenir en los asuntos internos ni externos de otro Estado.
La Conferencia Interamericana de Consolidación de la Paz, que se celebró en 1936 en Buenos Aires y a la que asistió el entonces presidente de los Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, reiteró en la sesión inaugural su política de “Buena Vecindad” con América Latina. En esa ocasión, sin ningún tipo de reservas, se aprobó el Protocolo Adicional Relativo a No Intervención, mediante el cual “las Repúblicas Americanas declaran inadmisible la intervención de cualquiera de ellas, directa o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquiera de los otros Estados Partes”.
En 1938 en ocasión de la VIII Conferencia Internacional Americana de Lima, se señaló que era "inadmisible la intervención en los asuntos internos o externos de cualquier otro Estado". Similar postura fue manifestada siete años más tarde con la subscripción del Acta de Chapultepec y la Declaración de México durante la Conferencia Panamericana sobre Problemas de la Guerra y de la Paz.
El principio de no intervención sería consagrado por las naciones del continente americano en el Pacto de Bogotá de 1948, al señalar su artículo 15 que: "Ningún Estado o grupo de Estados tiene derecho de intervenir, directa o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos y externos de cualquier otro".
El principio de no intervención quedó consagrado en el artículo 15 -actualmente 19- de la Carta de la OEA en los siguientes términos: “Ningún Estado o grupo de Estados tiene derecho a intervenir, directa o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquier otro”. El principio anterior excluye no solamente la fuerza armada, sino también cualquier otra forma de injerencia o de tendencia atentatoria de la personalidad del Estado, de los elementos políticos, económicos y culturales que lo constituyen.
En el marco de la comunidad internacional, el Pacto de la Sociedad de Naciones, carta constitutiva de esta Organización, prescribía en su artículo 10, el compromiso de sus miembros por el respeto y defensa de la integridad territorial y la independencia política de todos sus Estados contra toda agresión o amenaza de agresión que los involucrara.
La Carta de Naciones Unidas, en cambio, no contiene explícitamente una disposición que defina la prohibición a un Estado o grupo de Estados intervenir en los asuntos de otro Estado. Sin embargo, los artículos relativos a los principios de la igualdad soberana de los Estados, la libre determinación de los pueblos y la prohibición de recurrir a la amenaza y al uso de la fuerza se vinculan con el principio de no intervención.
Es posible que esa omisión se haya debido a que cuando se redactó el primer proyecto de Carta y luego en los debates de la Conferencia de San Francisco, los conceptos de intervención y de uso de la fuerza no parecían responder a dos categorías jurídicas diferentes.
La Asamblea General de las Naciones Unidas en diversas resoluciones ha consagrado el principio de no intervención. En la primera de ellas, la Resolución 375 (IV) sobre la base de un proyecto preparado por la Comisión de Derecho Internacional, que contiene la Declaración de Derechos y Deberes de los Estados en su artículo 3 establece que “Todo Estado tiene el deber de abstenerse a intervenir en los asuntos internos o externos de otro Estado”.
La Resolución 2131 (XX) respecto a la Declaración sobre Inadmisibilidad de la Intervención en los asuntos internos de los Estados y la protección de su independencia y soberanía y la 2625 (XXV) relativa a la Declaración sobre los Principios de Derecho Internacional referentes a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los Estados, de conformidad con la Carta de Naciones Unidas disponen que: “Todos los Estados deberán también abstenerse de organizar, apoyar, fomentar, financiar instigar o tolerar actividades armadas, subversivas o terroristas encaminadas a cambiar por la violencia el régimen de otro Estado, y de intervenir en las luchas interiores de otro Estado. Todo Estado tiene el derecho inalienable a elegir su sistema político, económico, social y cultural, sin injerencia en ninguna forma por parte de ningún otro Estado”. De esta forma, el principio de no intervención quedó consagrado como uno de los fundamentales del Derecho Internacional.
En el ámbito jurisprudencial, la no intervención es reconocida como un principio, no solamente una mera aspiración, por tratarse de una norma del derecho consuetudinario de carácter obligatorio para los Estados.
La Corte Internacional de Justicia en su primera sentencia respecto a un caso contencioso bajo su Estatuto de 1946, explícitamente rechazó como contraria al Derecho Internacional el pretendido derecho de intervención, en el caso del Canal de Corfú, la Corte sostuvo: “El pretendido derecho de intervención no puede ser considerado por la Corte sino como la manifestación de una política de fuerza, política que, en el pasado, ha originado los más graves abusos y que no puede encontrar lugar en el derecho internacional, cualesquiera que sean las deficiencias actuales de la organización internacional. La intervención es quizás todavía menos aceptable en la particular forma que aquí revestiría porque, por la naturaleza de las cosas, ella estaría reservada a los Estados más poderosos y podría fácilmente conducir a pervertir la administración misma de la justicia internacional”. (Corte Internacional de Justicia, 1949)
La Corte Internacional de Justicia convalidó explícitamente la existencia de este principio como una norma imperativa del derecho internacional en el fallo del caso relativo a las Actividades Militares y Paramilitares de los EE.UU. en Nicaragua, lo que conlleva la nulidad absoluta e insanable de toda otra norma que vaya en su contra. La Corte decide: “Que los Estados Unidos de América al entrenar, armar, equipar y aprovisionar a las fuerzas de los contras, y al fomentar, apoyar y asistir las actividades militares y paramilitares en y en contra de Nicaragua, han actuado en contra de la República de Nicaragua, en violación de la obligación impuesta por el Derecho Internacional de no intervenir en los asuntos de otro Estado.
Que al colocar minas en aguas interiores y territoriales de Nicaragua durante los primeros meses de 1984, los Estados Unidos de América ha actuado en contra de la República de Nicaragua, en violación a las obligaciones que impone el derecho internacional consuetudinario de no usar la fuerza en contra de otro Estado, no intervenir en sus asuntos, no violar su soberanía y no interrumpir el comercio marítimo pacífico”. Esta sentencia contribuye a precisar el concepto de intervención y la obligación de no intervenir. Añade que: “el principio de no intervención implica el derecho de todo Estado de conducir sus asuntos sin injerencia extranjera”; y que: “dicho principio prohíbe a todo Estado o grupos de Estados intervenir directa o indirectamente en los asuntos internos o externos de otro Estado” (Corte Internacional de Justicia, 1986)
La intervención, pues, no debe recaer sobre materias respecto de las cuales el principio de soberanía de los Estados permite a cada uno de esos Estados decidir libremente. Ello ocurre con la elección del sistema político, económico, social y cultural y con la formulación de su política exterior. Es ilícita cuando utiliza medios de coacción. Como hemos señalado, el elemento de la coacción es el que define y constituye la verdadera esencia de la intervención prohibida y es particularmente evidente en el caso de una intervención que utiliza la fuerza, ya sea bajo la forma directa de una acción militar, ya sea bajo la forma indirecta o en apoyo a actividades armadas subversivas al interior de otro Estado.
La Corte Internacional de Justicia ha consagrado como precedente que el principio de no intervención implica el derecho de todo Estado soberano de conducir sus asuntos sin injerencia extranjera.
La aprobación de la ley Helms Burton no debe verse como un hecho aislado de la política exterior de los Estados Unidos contra Cuba, sino como el resultado de los intereses y las ansias de ese país de apoderarse de Cuba, desde la época en que éramos una colonia española. El triunfo de la Revolución propició la escalada de acciones por parte del gobierno estadounidense contra Cuba de carácter político, económico, financiero e ideológico, que se han mantenido hasta la actualidad.
La citada ley representa el clímax del sistema de medidas de presión contra Cuba, que tiene como objetivo primordial impedir que nuestro país juegue un papel en el sistema de relaciones internacionales, de manera independiente.
La Cuban Liberty and Democratic Solidarity Act of 1996 o ley Helms Burton (1996), tanto en su título como en su contenido son totalmente violatorios del principio de no intervención, entre otras normas y principios del Derecho Internacional.
Es un cuerpo normativo que pretende definir la política exterior de Estados Unidos hacia Cuba, con carácter eminentemente extraterritorial. Permitió que el bloqueo económico, comercial y financiero contra Cuba se convirtiera de acto ejecutivo en acto legislativo. Tiene entre sus propósitos derrocar a la Revolución cubana e imponer un sistema político servil a Estados Unidos; así como concederle a los antiguos reclamantes estadounidenses -o quienes no eran estadounidenses en ese momento- dueños de propiedades que en Cuba fueron nacionalizadas o que fueron abandonadas por personas que se marcharon de Cuba, el derecho de poseerlas o el pago del valor de las mismas.
La denominación del título de la ley Helms Burton “Ley para la Libertad y la Solidaridad Democrática Cubanas de 1996”, es en sí misma injerencista, pues se refiere a la supuesta “libertad y democracia” que debían construirse en Cuba. Cuando Cuba tiene un pueblo, que eligió como derecho inalienable, su sistema político, económico, social y cultural, de forma independiente y sin ningún tipo de vínculo con el gobierno de los Estados Unidos.
El Título I de la Ley, denominado “Fortalecimiento de las Sanciones Internacionales contra el Gobierno de Castro” es una muestra evidente de la pretensión injerencista de los Estados Unidos contra Cuba. Su Sección 101 pretende calificar los actos del gobierno cubano como una amenaza para la paz internacional al calificar “la situación en Cuba como generalizada, sistemática y extraordinaria violación de los derechos humanos”. Su Sección 102 “Aplicación del Embargo Económico contra Cuba”, estipula que se debe estimular a otros países a que restrinjan las relaciones comerciales y crediticias con Cuba; insta además a que se adopten medidas inmediatas a fin de aplicar las sanciones contra los países que ayuden a Cuba y se impongan sanciones civiles a toda persona que viole cualquier licencia, orden, norma o reglamento emitido de conformidad con lo dispuesto en esta Ley, normativas contrarias a los principios que rigen el comercio internacional al prohibir la importación en los Estados Unidos de productos provenientes de Cuba; las exportaciones de productos estadounidenses hacia Cuba; y las relaciones comerciales entre Cuba y las empresas que tengan su casa matriz o una subsidiaria en los Estados Unidos; así como a las disposiciones del GATT en sus artículos I, XI, XIII. Estados Unidos, por su parte, ha alegado como argumento, la seguridad nacional para justificar estas medidas y demostrar que no viola este instrumento multilateral, lo cual resulta insostenible.
Este bloqueo económico, comercial y financiero es violatorio además de instrumentos y declaraciones internacionales, desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948; los Pactos sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales y sobre Derechos Civiles y Políticos de 1966; la resolución 523 (VI) sobre el derecho de los pueblos a su libre determinación y soberanía permanente sobre sus recursos y riquezas naturales, y su resolución ratificadora, la resolución 1803 (XVII); la resolución 1515 (XV) “Acción concertada en pro del desarrollo” y la resolución complementaria 1710 (XVI); la resolución 3281 (XXIX) “Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados”; la resolución 3201 (S-VI) de ese mismo año, “Declaración sobre el establecimiento de un Nuevo Orden Económico Internacional”, que ratifica la potestad soberana de los Estados sobre sus recursos naturales; la resolución 41/218, “Declaración sobre el Derecho al Desarrollo” hasta la resolución 2543 (XXIV) “Declaración sobre el progreso y el desarrollo social”.
Su Sección 103 “Prohibición de la Financiación Indirecta de Cuba” impide que ningún nacional de los Estados Unidos, extranjero con residencia permanente en los Estados Unidos ni organismo de los Estados Unidos podrá conceder a sabiendas ningún préstamo, crédito u otra forma de financiación a persona alguna con el propósito de financiar transacciones relativas a una propiedad confiscada que algún nacional de los Estados Unidos haya reclamado oficialmente en la fecha de promulgación de esta Ley, salvo que se trate de una suma aportada por el nacional de los Estados Unidos que posee dicha reclamación para financiar una transacción permitida con arreglo a la Ley de los Estados Unidos. Estas disposiciones son contrarias al espíritu del GATT y del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica.
Su Sección 104 “Oposición de los Estados Unidos al ingreso de Cuba a las instituciones financieras internacionales” constituyen también una violación a las normas del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial, de la Asociación Internacional de Desarrollo y de la Corporación Financiera Internacional; así como contraviene la Convención de Establecimiento de la Agencia de Garantía a la Inversión Multilateral y la Convención de Establecimiento del Banco Interamericano de Desarrollo, las cuales prohíben las restricciones, controles o moratorias de cualquier naturaleza contra sus acciones o propiedades.
Estas constituyen medidas coercitivas de carácter económico, elemento constitutivo fundamental de lo que denominamos intervención, un acto evidente de represalia contra aquellos países que mantienen relaciones comerciales con Cuba y una violación a la libertad de comercio como principio del Derecho Internacional.
La Sección 109 “Autorización del Apoyo a los Grupos Democráticos y Derechos Humanos y a los Observadores Internacionales”, califica como coacción y presión política de los Estados Unidos hacia Cuba y terceros Estados a fin de obtener un cambio en el tratamiento que da a sus ciudadanos, acción contraria al principio de no intervención, pues se autoriza al Presidente de los Estados Unidos a prestar asistencia y otros tipos de apoyo a personas y organizaciones no gubernamentales independientes en favor de los esfuerzos de democratización de Cuba, incluidos la asistencia humanitaria, apoyo a los grupos democráticos y de derechos humanos de Cuba y el establecimiento permanente de observadores internacionales independientes de los derechos humanos en Cuba; así como de la Organización de Estados Americanos y de los Estados miembros de esta organización.
El Título II “Ayuda a una Cuba Libre e Independiente” priva al pueblo de Cuba del derecho a decidir su propio orden jurídico, su forma de gobierno y a elegir los órganos de la estructura política de acuerdo con sus leyes nacionales, como expresión de la voluntad popular. Este título constituye una de las manifestaciones flagrantes de injerencia. Se evidencian actos compulsivos, donde se muestran la amenaza, la presión política, la intervención diplomática y la coacción económica en su Sección 202 “Asistencia al Pueblo Cubano”, que estipula que se elaborará un plan para prestar asistencia económica a Cuba en el momento en que determine que se encuentra en el poder un gobierno cubano de transición o un gobierno cubano electo democráticamente; que estará sujeta a una autorización de las consignaciones y a su disponibilidad y que incluirá la asistencia en la preparación de las fuerzas militares cubanas para que se ajusten al cumplimiento de funciones propias de una democracia; así como se impulsará a que otros países presten asistencia comparable a la que presten los Estados Unidos con miras a obtener el consentimiento de otros países, de las instituciones financieras internacionales y de las organizaciones multilaterales para proporcionar a un gobierno de transición en Cuba y a un gobierno electo democráticamente en Cuba.
Adicionalmente, su Sección 204 “Levantamiento del Embargo Económico de Cuba” dispone los requisitos y procedimientos para suspender el embargo económico de Cuba, en el grado en que dichas medidas contribuyan a sentar bases estables para un gobierno electo democráticamente en Cuba.
Su Sección 205 “Requisitos y Factores para determinar la Existencia de un Gobierno de Transición y su Sección 206 “Requisitos para determinar la Existencia de un Gobierno Elegido Democráticamente” están dirigidas a modificar las voluntades del pueblo y Estado cubanos, acciones contrarias a la soberanía de Cuba. Su lenguaje es propio de los tiempos de la Guerra Fría: “oposición a que Cuba sea parte de instituciones financieras internacionales, si no modifica su régimen interno”, “apoyo a un gobierno de transición”, “transmisiones televisivas a Cuba”, “autorización de apoyo a los grupos democráticos y de derechos humanos y a los observadores internacionales”.
Desconoce además decisiones tomadas por la comunidad internacional, al violar el principio de igualdad soberana. Se vulneran las resoluciones 2131 (XX) de la Asamblea General, “Declaración sobre la inadmisibilidad de la intervención en los asuntos internos de los Estados y protección de su independencia y soberanía” y la 2625 (XXV) de 1970, relativa a la “Declaración de los Principios de Derecho Internacional referentes a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los Estados de conformidad con la Carta de Naciones Unidas”.
Mientras, en lo relativo a la prohibición del uso de la fuerza se destacan además las resoluciones 3314 (XXIX), “Sobre la definición de agresión” y la 42/22 “Declaración sobre el mejoramiento de la eficacia del principio de la abstención de la amenaza o de la utilización de la fuerza en las relaciones internacionales”.
Desde el punto de vista jurisprudencial se desconocen las trascendentales decisiones de la Corte Internacional de Justicia en los casos del Canal de Corfú de 1949 y de las Actividades Militares y paramilitares en y contra Nicaragua de 1986 (Corte Internacional de Justicia, 1949).
Esta legislación muestra abiertamente el injerencismo del gobierno de los Estados Unidos para propiciar la subversión y el terrorismo en Cuba, cuyos efectos jurídicos constituyen denotadas violaciones al derecho internacional y al propio ordenamiento estadounidense.
El Título III de la Ley “Protección de los Derechos de Propiedad de Nacionales de Los Estados Unidos” parte de desconocer el derecho a nacionalizar de los Estados, reconocido en el Derecho Internacional, y rechaza la legitimidad de las nacionalizaciones efectuadas en nuestro país. Resulta entonces que el Congreso de los Estados Unidos ha asumido funciones judiciales para decretar unilateralmente que las expropiaciones cubanas fueron ilegales y reconoce como vigente el derecho de los titulares a aquellos ciudadanos estadounidenses al momento de la expropiación o aquellos cubanos que abandonaron Cuba y adquirieron la ciudadanía posteriormente.
Sin embargo, las propiedades fueron nacionalizadas en correspondencia con la soberanía del Estado cubano y su Constitución, el derecho de los pueblos a la libre determinación, consagrado en la Carta de las Naciones Unidas como norma de ius cogens, la práctica internacional que tuvo lugar durante 1945 y 1974, y la Carta de los Derechos y Deberes Económicos de los Estados de 1974. Por otra parte, ignora una Nota del Ejecutivo estadounidense a Cuba del 12 de junio de 1959, donde se reconoce como válido el derecho de expropiar que tienen los Estados (Miranda Bravo, 1989).
Además, respecto a los procesos nacionalizadores, un principio básico para el desarrollo de las relaciones comerciales internacionales, exige que los otros Estados acepten la Ley del Estado donde se hallen los bienes en controversia y los actos que se pretenden sancionar tuvieron lugar o tienen lugar en territorio cubano y el principio de la nacionalidad de los reclamantes en los procesos de nacionalización en el momento de la pérdida o daño.
Se prohíbe la aplicación de la doctrina del Acto de Estado, al disponer en su párrafo 6 de su Sección 302 “Responsabilidad por el Tráfico con Propiedades Confiscadas Reclamadas por Nacionales de los Estados Unidos” que ningún tribunal federal de los EE.UU. podrá invocar esta doctrina y por consiguiente no se abstendrá de pronunciar una determinación sobre el fondo de una acción emprendida de conformidad con la reclamación de las propiedades “confiscadas”.
Contradictoriamente, la propia legislación estadounidense, Foreign Sovereign Immunities Act (FSIA, por sus siglas en inglés) o Ley de Inmunidades Soberanas de los Estados Unidos (1976 y modificada en 1996 y 2008), establece las bases para que los Estados extranjeros puedan ser demandados en los Estados Unidos sobre la base de la doctrina del Acto de Estado. En este sentido, las cortes de los Estados Unidos no pueden juzgar la validez de los actos soberanos de un Estado extranjero, cuyos efectos se enmarcan en su territorio. En todos los casos, la propiedad contra la cual se busca la ejecución debe estar en los Estados Unidos y los bienes adquiridos o producidos deben pertenecer o utilizarse por los organismos e instituciones del Estado extranjero vinculados con una actividad comercial desarrollada por dicho Estado en los Estados Unidos o con efecto directo en Estados Unidos. Incluso, el Comité Jurídico Interamericano de la Organización de los Estados Americanos, en opinión unánime de 23 de agosto de 1996, en virtud de las normas referidas a la protección diplomática y a la responsabilidad de los Estados, consideró que “los fundamentos y la eventual aplicación de dicha ley no guardan conformidad con el Derecho Internacional”.
En el ámbito jurisprudencial, la Corte Suprema de los Estados Unidos en la sentencia del caso Peter Sabbatino versus Banco Nacional de Cuba de 23 de marzo de 1964, consideró que “a pesar de lo gravoso que pueda ser para la norma pública de este país y los Estados que lo integran una expropiación de esta índole, llegamos a la conclusión de que mejor se sirve el interés nacional como al progreso hacia la finalidad de que rija el Derecho Internacional entre las naciones, manteniendo intacta la doctrina del Acto de Estado para que en este caso reine su aplicación”. (Miranda Bravo, 1989, p.112)
Sin embargo, tras la reacción en los medios norteamericanos más contrarios a la Revolución cubana, los efectos de esta sentencia, que legitimaba la expropiación realizada por el gobierno de Cuba, resultó anulado por la enmienda Hickenlooper que se incorporó a la Ley de Ayuda Extranjera aprobada el 7 de octubre de 1966, según la cual “ningún Tribunal de los Estados Unidos puede abstenerse, invocando el Acto de Estado, de pronunciarse sobre el fondo de una acción”. Se promueve así, una práctica judicial contraria a una doctrina arraigada en la jurisprudencia estadounidense.
Las demandas en proceso, presentadas ante las cortes estadounidenses al amparo del Título III versan sobre bienes y propiedades cubanas, que rehúsan la doctrina del Acto de Estado y son contrarias a la igualdad soberana de los Estados. Desconocen además que un Estado es dominante dentro de su propio territorio y no se le puede hacer responder por sus actos realizados en su país, fundamento de no intervenir en los asuntos internos de los demás Estados.
Conclusiones
Las disposiciones contenidas en la ley Helms Burton o la Ley para la Solidaridad Democrática y la Libertad Cubana (Cuban Liberty and Democratic Solidarity Act of 1996), solo indican la violación y el desprecio por el principio de no intervención.
La ley Helms Burton pretende internacionalizar el bloqueo estadounidense unilateral por medio de medidas coercitivas contra terceros países, a fin de interrumpir las relaciones de inversión y comerciales de esos países con Cuba y someter a esos Estados soberanos a la voluntad de Estados Unidos, al considerar la imposición del bloqueo como una contramedida de Estados Unidos como respuesta a las nacionalizaciones, calificadas como hechos ilícitos, las cuales fueron aplicadas tras el triunfo de la Revolución cubana.
La aplicación extraterritorial de esta ley mediante el procedimiento de arrogarse la jurisdicción sobre el resto de los demás Estados; la amenaza a los terceros Estados, con el fin que no mantengan relaciones económicas con Cuba; la flagrante violación contra la libertad de comercio y navegación internacionales; el hecho de no reconocer el derecho de nacionalización cubana; la eliminación de la inmunidad soberana de nuestro Estado, abrogando la doctrina del Acto de Estado, son disposiciones violatorias del derecho estadounidense y de los principios fundamentales, leyes y costumbres que conforman el Derecho Internacional que se refieren a las relaciones políticas, económicas, comerciales y financieras entre los Estados.
Constituye además una violación de los principios de igualdad soberana de los Estados, de la libre determinación de los pueblos de Cuba y de otros países y de la prohibición de recurrir a la amenaza y al uso de la fuerza.
Desconoce el derecho del pueblo cubano a decidir su futuro al disponer que la política a seguir por el gobierno estadounidense es apoyar un “gobierno de transición “que conduzca a un “gobierno electo democráticamente” en Cuba, “previa aprobación del Presidente estadounidense, del cumplimiento de estos gobiernos de los requisitos establecidos en dicha Ley” y quiebra el principio de igualdad de los Estados, en tanto un Estado pretende atender los asuntos internos sobrepasando la soberanía del otro Estado y, por ello, desconociéndolo como un país soberano; así como trae consigo una medida que implica el uso de la fuerza según la Carta de las Naciones Unidas, pues es una ley interna de un Estado que impone sanciones unilateralmente a otro Estado soberano.
La citada ley es una demostración de la amenaza, la presión política, la intervención diplomática y la coacción económica, de forma directa e indirecta, dirigidas a modificar la voluntad del pueblo cubano, sea para que este no construya o se abstenga de construir su sistema político, económico y social.