Introducción
La coexistencia pacífica, el desarrollo sostenible, la igualdad de derechos de oportunidades, el cuidado del planeta, la inclusión social, la multiculturalidad, la igualdad de género y la conquista de un lugar digno para cada ser humano como fruto de un derecho, pero también como resultado de una responsabilidad individual y colectiva, son los anhelos que marcan el rumbo de esta época, al mismo tiempo, constituyen las pautas que relatan el camino recorrido, los logros alcanzados, lo que falta por hacer y el empeño necesario para lograrlo.
La historia de una humanidad relaciona como estandarte de derechos y deberes: la ciudadanía, al tiempo de comprenderla como conquista y no como condición inherente al ser humano, da cuenta, de su significado y sentido histórico, en correspondencia con cada momento político, cultural y económico que ha determinado, además, su contenido en un proceso continuo de reconstrucción y actualización, no exento, en ocasiones, de retrocesos.
Más allá de establecer cronologías, acercarse a la evolución de las concepciones que han marcado hitos en la configuración conceptual y práctica de la ciudadanía, ésta se asocia a un estatus de derechos y responsabilidades asociados con la pertenencia a un Estado. Sin embargo, el desafío actual, está vinculado a su definición desde nuevos escenarios y prácticas sociales en constante transformación, y en las que prevalece la alusión a elementos claves, entre los que destacan: la participación, entendida como la capacidad, voluntad y poder para actuar, decidir y construir con responsabilidad y compromiso en un espacio de relaciones sociales.
En este marco, cobra un sentido especial la educación. Aun cuando la delimitación de la formación para la ciudadanía aparece difusa, el tema centra la atención de políticos, pedagogos y filósofos desde hace más de 2.500 años. Una amplia controversia, sobre todo, vinculada a develar la existencia o no de una relación del significado y sentido que ha tenido la ciudadanía en los diferentes modelos en la historia, refiere cómo se va proyectando el discurso acerca de la ciudadanía y de las prácticas educativas.
Autores como Horrach (2009); Erices (2011); Casado (2016); Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (2016); Eurydice Network (2017), rastrean el tránsito conceptual. Mientras que otros como: Marshall & Bottomore (1998); Habermas(1999); Benéitez (2004); González (2011); Keating (2016); Sorochar (2018) se responsabilizan por delinear el contenido de la ciudadanía, al tiempo que Cortina (2004); y Nussbaum (2011); ponen atención en el análisis de las pedagogías y contextos, convirtiéndose éste, en un tema que precisa develar las sinergias de las aportaciones que desde la proyección de cada formación económico social (FES), legitima un pensamiento y metodologías que sustenten la interdependencia que existe entre la concepción de ciudadanía, y el papel que se le atribuye a la educación para asegurar la formación del ciudadano.
Desde este referente se asume el análisis de los aportes de autores como: Keating (2016); Soria & Andreu (2019), de los que se infieren la posibilidad de configurar un marco que especifique la connotación de las prácticas ciudadanas en cada formación económica social y derivar así, el contenido y las metodologías que se delinean para la formación del ciudadano desde la educación. De esta forma se pretende fundamentar la relevancia de los esfuerzos por concretar las utopías sociales y la manera en que se enfrenta la problematización de los discursos en torno a la formación ciudadana.
En este propósito se destaca el valor de la reflexión histórica de los modelos de ciudadanía y la referencia a la proyección educativa de manera que se puedan comprender las aportaciones y las limitaciones que en cada época se generan. Se apela a una metodología descriptiva -valorativa, en la que, criterios asociados a las concepciones sociopolíticas, sustentan el consenso general de la necesidad de redimensionar los contenidos y el alcance de la formación ciudadana y superar las tensiones, científica, tecnológicas y sociales para crear un marco común en el que primen los valores compartidos y las formas tranquilas de convivencia.
De acuerdo con esta postura, la reflexión que se presenta emerge de la sistematización teórica de los modelos de ciudanía que, según la referencia de autores, permite destacar la relevancia de los objetivos y contenido de la educación y desde los que es posible explicar la continuidad histórica y desafíos que asumen los sistemas educativos ante lo imperativos de formar a un ciudadano global. Aunque se optó por la descripción y caracterización de cada modelo, el análisis y las reflexiones teóricas responden al objetivo de fundamentar el carácter histórico de la formación ciudadana en la educación, sentando las bases para entender la relación entre modelo de ciudadanía y los objetivos y contenidos de la educación. Es desde esta posición que puede comprenderse el desafío que significa la formación para la ciudadanía en la actualidad.
Desarrollo
La discusión y prácticas relacionadas con el ejercicio de la ciudadanía en la actualidad progresa inevitablemente en cuestiones que afectan a los derechos y deberes. Desde el punto de vista conceptual, es preciso entender que la raíz de esta posición está anclada en aspectos muy básicos referentes al ejercicio de la democracia. De esta manera, la relación entre estos dos aspectos se pone en juego para explicar la simbiosis que enmarca este binomio e identificar las características de la transformación que esta postura ha tenido en la historia.
Sometida a juicio constante, cuando se habla de ciudadanía, a priori se establece en este término la relación con las dinámicas en la concreción del derecho y el deber, de la participación y transformación social y el poder e importancia del rol de cada individuo dentro de la comunidad (Marshall & Bottomore, 1998). Sin embargo, la cuestión educativa de la ciudadanía, no sólo se asocia con la formación del ser humano para que ocupe un lugar o estatus en la vida pública, sino que se entiende también como parte del arte de vivir con bienestar, más allá de la vinculación de esta condición con la lealtad hacia la nación y con cierta distancia en lo referente al patriotismo.
En correspondencia con esta postura se entiende que las prácticas educativas resultan el vehículo mediante el cual es posible, la formación para la ciudadanía debe ser la principal función de la educación, legitimada de manera implícita o explícita en los objetivos educativos en los contenidos y metodologías, en los recursos y herramientas que aporta las ciencias pedagógicas para lograrlo. Esta prerrogativa sustenta y avala la importancia de la educación, como un factor esencial para mejorar la convivencia, la cohesión y la integración social
Pero, la reconstrucción y el análisis crítico de los modelos de ciudadanía ayudan a entender la postura asumida ante este reto, al mismo tiempo, que es posible develar las pautas necesarias para asegurar que la educación, como proceso intencional, histórico y social debe responder a la formación de los ciudadanos, en la medida que, mediante las influencias que configuran este proceso, las personas puedan hacer uso de las libertades y obligaciones inherentes a su posición.
Una mirada a esta cuestión exige la revisión crítica de la racionalidad que sustenta las relaciones y exigencias de los modelos de ciudadanía en la historia y cómo en ellos emerge, a todas luces, la concepción formativa que se sigue a través del tiempo. Su concreción no está exenta de contradicciones, toda vez que, como construcción cultural, la formación ciudadana connota; por un lado, una proyección sociopolítica que determina los referentes básicos para el desarrollo de la democracia, al tiempo que, por otro, se le otorga un valor adicional en el sentido de que ésta viabiliza y concreta el proceso de educación del ciudadano.
Lo cierto es que, con mayor o menor ajuste, las cronologías confirman esta postura (Horrach, 2009; Erices, 2011; Casado, 2016; Eurydice Network, 2017). Desde la antigüedad los filósofos clásicos incluyen la ciudadanía como un aspecto esencial de la educación. La referencia a los clásicos de este tiempo aporta la génesis del pensamiento contemporáneo.
Estos autores coinciden en afirmar que Platón insistía que una persona educada sería un buen ciudadano y Aristóteles asumía, que el ejercicio ciudadano es un factor esencial en el desarrollo de la ciudad. Se le adjudica así a esta condición, una función de objetivo fundamental de la educación, significando, no sólo, el dotar a los individuos de conocimientos y capacidades útiles para la vida sino como ciudadanos.
En este marco la idea de Eurípides dejaba explicito este propósito cuando plantea: “Lejos de mí los refinamientos, sino los que la ciudad requiere” (Aristóteles, 1988, p.162). Al tiempo que remarca el bien común por encima del individual, reconociendo, sin embargo, la importancia de cada individuo dentro de la comunidad, bajo la consideración de que “cada ciudadano es una parte de la ciudad, y el cuidado de cada parte está orientado naturalmente al cuidado del todo”. (Aristóteles, 1988, p. 456)
Esta idea concreta, otorga relevancia en las diferentes etapas históricas de la sociedad. Autores como Heater (2007); y Horrach (2009), refieren las concepciones y preeminencias del modelo de ciudadanía, mientras el análisis de la evolución de la teoría y la práctica educativa devela el tratamiento que desde la educación se confería a este propósito (Casado, 2016). Tal consideración queda registrada en la presentación de los modelos que, desde la antigüedad hasta la actualidad, dibuja un tránsito zigzagueante de los juicios acerca de la ciudadanía, en la que no se obvian las continuidades propias del desarrollo.
Herencia de la Paideia Arcaica u Homerica, durante los siglos V y IV a.C se desarrolla la llamada Grecia clásica que encuentra su representación en dos modelos fundamentales basados en las dos polis del momento: Atenas y Esparta.
Esparta tuvo dentro de sus premisas ciudadanas las virtudes militares como patrones más importantes. Considerada como la timocracia por antonomasia, su modelo político se caracterizó por la opresión y la concesión de la condición ciudadana fundamentalmente a los militares que organizados formaban parte de la elite social. El objetivo esencial en la Esparta clásica era preservar el orden y la estabilidad y sus bases educativas respondían a la formación de militares.
Por tanto, un rasgo distintivo del proceso de formación ciudadana en el modelo espartano suscribe la importancia de fomentar valores como: la disciplina, la obediencia, el honor, el respeto a los ancianos, la austeridad, la Paideia Espartana enfatizó en el aspecto moral y la preparación física con un trasfondo cívico para potenciar la concordia entre sus ciudadanos, reduciendo a la mínima expresión el interés en la instrucción intelectual.
El Estado era el propietario del individuo y de su familia, a través de la educación y sus instituciones, se seguían estrictamente sus normas; por tanto, la educación se fundamentó en una estricta eugenesia, destinada a formar ciudadanos sanos y fuertes con destrezas y disposición para servir como ciervos del Estado. Desde muy temprana edad los espartanos eran educados para formar parte del estado; primero, como buenos soldados, adiestrados para vivir en común, con hábitos de camaradería y capaces de sobrevivir las guerras, y posteriormente, al alcanzar los 30 años, para desempeñar cargos públicos (Casado, 2016).
El modelo ateniense, establecido entre los siglos VI y IV a.C., tuvo entre sus principales características el desarrollo del Demo (pueblo) y la participación ciudadana, como expresión manifiesta en el sujeto político (Horrach, 2009). La esencia de este modelo consistía en el desarrollo de un proyecto de autonomía donde cada individuo era considerado importante para la comunidad, acortando así la brecha entre ciudadanía y el Estado hasta llegar a la implantación de un régimen mixto donde aristocracia y democracia en franca oposición a la tiranía, consolidaban un régimen más abierto, más justo y con mayor reconocimiento de derechos al pueblo.
Desde sus inicios se dispuso de un sistema jerárquico que, contrario al autoritarismo, obligaba a sus gobernantes a responder periódicamente ante los ciudadanos y reclamar la actividad directa de estos, en control y ejercicio del poder. Interesados en desarrollar la autonomía para que cada individuo fuera importante en el funcionamiento de la comunidad, el Estado facilitaba, así progresivamente, la modificación de la estructura social y política acercándose cada vez más al derecho de los ciudadanos, lo cual explica el tránsito de forma del gobierno aristocrático a la timocracia (régimen mixto). Es así que en una declarada alianza desde la que la aristocracia se aliaba con el pueblo, eran, convenientemente, otorgados una serie de derechos, que, con el tiempo, concedería relevancia al valor de la moderación (sophrosine), como antídoto contra la desmesura (hybris) y la guerra (polemos) (Casado, 2006).
Bajo el término de isonomía (igualdad de los derechos respecto a la ley) la condición de ciudadanía superaba obstáculos privilegiados como podrían ser los del linaje o del grupo étnico y la participación ciudadana cobró mayor importancia cuando amplió los límites de participación en la política; los ciudadanos podían participar en las asambleas y establecer juicios de opinión, debate y decisión. De igual forma se connotó el papel preponderante en la convivencia ciudadana, mediante leyes y la consolidación del derecho a la libertad de expresión (parresía). Los atenienses llevaron una vida intensa en comunidad asistiendo a fiestas de adoración a los dioses, juegos y teatros (Benéitez, 2004; González, 2011).
Así, la paideía ateniense comprendió el derecho, en concordancia con el desarrollo de la conciencia ciudadana y potenció el pensamiento reflexivo (logos) por encima de la sumisión a las leyes y las costumbres (Ethos), aunque defendían un cierto equilibrio entre ellos. En su núcleo central se aspiraba a una educación comunitaria, donde se fomentaba el sentido de la honestidad y la decencia, la promulgación de buenas leyes y el libre sometimiento de todos los ciudadanos a los estatutos en un contexto de libertad (Horrach, 2009; González 2011; Casado, 2016; Sarochar, 2018). Desde esta postura, el arraigo en la creencia de la participación ciudadana en las funciones públicas condujo al estamento de que el ciudadano que no pudiera desempeñar un cargo político era un completo inútil.
En este orden también, se reconoció como contenido de la polis, los pilares ético-sociales: la eunomía, (Buen orden de una sociedad representada en leyes justas); la isonomía (igualdad de derechos civiles y políticos de los ciudadanos) y la eukosmía (aspiración del buen orden público y privado). La comprensión de la educación del alma y el cuerpo (Kalocagatía), fue el distintivo predominante del modelo ateniense. El cuerpo era adiestrado para posibles guerras mediante la preparación física y la potenciación de la arete espiritual o alma, que se lograba a través de la educación musical y el arte, una sólida educación espiritual que acercara al ciudadano a la belleza el bien y la verdad. Desde la educación se comprendía al ciudadano como fin y origen de la ciudad estado y las practicas pedagógicas estimulaban el sentimiento comunitario a través de proyectos en conjunto (Benéitez, 2004).
Enmarcado entre los siglos IV y II a. C, la expansión de lo griego a través del Helenismo en toda la costa mediterránea, trajo algunas mutaciones, sobre todo, en cuanto al concepto de polis que fue sustituido por el concepto de Estado, desde el cual se connota una nueva estructura política: la monarquía. En este marco se desarrolló una nueva cultura urbana conformada por la representación de varios reinos y dentro de ellos varias ciudades, lo cual sirvió de base al despertar del pensamiento cosmopolita que mantuvo los patrones culturales clásicos griegos; pero, con nuevas formas divulgativas y nuevas técnicas científicas y recopilatorias que llegaron a configurarse como el modelo helénico
En este período, la educación encontró su centro en el conocimiento y el cultivo de la sabiduría, por tanto, se reconocía que su misión se relacionaba directamente con la responsabilidad de dotar de saberes enciclopédicos a las personas que se dedicarían a la erudición en los que descansaba la fe, el desarrollo de una cultura liberal e integral, respetuosa de la tradición, pero con una orientación personal a la innovación que garantizaran la posición de un ciudadano libre (Enkyklyos Paideia Helenística) (Casado, 2016). Sin embargo, se reconoce que el sistema social de castas limitó de cierto modo el intercambio de opiniones y la educación se convirtió en el preludio de la especialización, considerada un bien en sí mismo.
En consecuencia, la educación clásica conservó la gimnástica y la educación musical, pero incorporaron la filológica, la reflexión científica y la filosófica. Concedieron valor a la diferenciación de diversas materias; la delimitación y aportes en varias disciplinas mediante manuales y pedagogías propias, como la geometría (Euclides), la aritmética (Nicómaco de Gerasa), la astronomía, la retórica, la dialéctica o la gramática (Díaz, 2001; Benéitez, 2004; Casado, 2016). Al tiempo que crearon instituciones como el Museo de Alejandría, que más allá de lo expositivo contemplativo, se convirtió en una institución referente para la actividad científica que funcionaba, mediante la autogestión como centro de investigación y que llegó a congregar a más de 100 sabios. En sus instalaciones contaba con jardines botánicos, instrumentos científicos, equipos de copistas y su referente como centro de estudio trascendió a su época.
En este modelo de ciudadanía, con su correspondiente legislación, se transita desde una educación heroica a la caballeresca y de esta a la educación cívica, que incluyó una formación colectiva para la vida adulta en la ciudad y sentó las bases principales como herencia para el modelo Romano (Heater, 2007).
El modelo romano evolucionó en el tiempo, en términos cronológicos se establecen en la literatura consultada, tres periodos principales: La Monarquía 753-520 a.C, La República 529-27 a.C y el Imperio 27-476 d.C. Con una estructura social de clases en la Roma Antigua se concedió importancia a virtudes como: la eticidad, la piedad, la lealtad y la dignidad, atendiendo al marcado carácter ético-político que se le otorgaba a la formación en su misión civilizadora y expansiva (Benéitez, 2004; Heater, 2007; Casado, 2016).
La máxima aspiración de un romano era ser un Vir bonus, un hombre bueno, desde tres vertientes, la tradición (perfección moral, perfección técnica y el reconocimiento social), herencia de la paideia griega (ilustración, erudición, retorica, elocuencia, tradición filosófica y la ciencia), y la humánitas (bondad, orientación pragmática del saber, honestidad, profesionalidad, utilidad personal y colectiva).
La tradición romana otorgaba al padre la responsabilidad de educar a sus hijos y entre 7 y 14 años formalizaban la preparación en los llamados ludos (escuelas) constituyéndose es la primera fase de educación ciudadana; sin embargo, los padres serían los que iniciarían a sus hijos en el conocimiento de las leyes y costumbres del buen ciudadano.
Así, mediante la educación el joven romano debía convertirse en un Vir bonus, un hombre íntegro, para sí mismo, para la familia o para la república o el imperio. En este sentido, la educación se enfocaba a dotarlo de capacidades para la productividad, la vida militar y el derecho. Por tanto, la trasmisión de valores recaída en varias materias que eran muy valoradas, los conocimientos y posturas de los ancianos, promulgando el saber en función de vivir.
En el marco de este estudio, resulta interesante que el modelo romano comprendiera la creación de distintos grados de ciudadanía trasmitida por vía paterna; esta condición contó además con un control escrito (certificado de ciudadanía). Así, entre los derechos y obligaciones que incluía esta posición destacan: la realización del servicio militar y el pago de determinados impuestos (deberes); pagar menos impuestos, casarse con cualquiera que perteneciera a una familia a la vez ciudadana; negociar con otros ciudadanos; se podía exigir ser juzgado en Roma si entraba en conflicto con el gobernador de la provincia de residencia, votar a los miembros de las Asambleas y a los magistrados, poseer un escaño en la Asamblea y poder convertirse en magistrado (derechos).
Autores como: Benéitez (2004); González (2011); Sarochar (2018), coinciden en la importancia que le conferían los romanos a la condición de ciudadanía como sinónimo de libertad y orgullo. Los romanos, dotaban al individuo de atributos vinculados al reconocimiento social y sus dimensiones, marcadamente territoriales, se extendieron en la misma medida que lo hizo el imperio. Para el año 212, la constitución, amplió los límites de la condición de ciudadanía a la totalidad de los habitantes libres del Imperio, lo que trajo como consecuencia un reconocimiento en la dualidad de esta (romana y cosmopolita) al ser entendido el mundo conocido a través del imperio.
En este momento (300 a.C. y en el 100 d.C.), se fundamentaron las bases teóricas para el modelo de ciudadanía cosmopolita impulsado en este inicio por los estoicos, y generando desde esta perspectiva, una dinámica fundamental como la fraternidad universal (Heater, 2007). Pero, resulta significativo el énfasis, de este modelo, en superar las diferencias concretas humanas, de tipo cultural o racial, y ampliar así, la participación al considerar que el destino de cada hombre se encontraría unido de forma inevitable al del resto, se relativizó el concepto patrio al considerar que las fronteras, solo separan, en un sentido conflictivo a la especie humana; el conocimiento debía ser el punto de partida de toda argumentación y posición (Casado, 2016).
La educación, por tanto, debería centrarse en ofrecer una visión de las posibilidades del hombre y el cultivo de la conciencia para no dejarse engañar y perder el camino, asegurando que para la vida activa era necesario fomentar la virtud, ser un buen orador, conocer las leyes del razonamiento, la moral, la justicia y la física; pues, solo así es posible conseguir que los jóvenes adquieran el sentido del honor y de integridad.
Tras Grecia y Roma, ámbitos en los que la ciudadanía y la reflexión acerca de la formación de los ciudadanos se estructuró de una o de otra manera como parte de la vida cotidiana, no se encuentran referencias relacionadas al tema de la ciudadanía. El interés en esta condición desaparece en el mundo medieval. La autocracia bizantina y el desarrollo del cristianismo no solo implementaron modelos políticos menos igualitarios, sino que se abandona toda idea de ciudadanía, y el papel del Estado y la democracia (Horrach, 2009; Erices, 2011)
El cristianismo como modelo, establecido entre los siglos V y XV, resignificó el poder espiritual y político en cada diócesis, sedimentó la desvalorización de la vida en el mundo material. Aun cuando no se rechazaba la vida en comunidad, los criterios para conceder el estatus de ciudadanía se identifican, en este tiempo, con la tenencia de una propiedad, confiriendo a los poseedores de esta, la posibilidad de participar en la estructuración de los estados. En este caso, el funcionamiento de la sociedad y la educación estaría marcado por la relación del hombre con Dios, por lo tanto, la docilidad y la obediencia fueron priorizados por encima del conocimiento, que se consideró como medio y no, fin de la educación; por tanto, el control y la disciplina serán claves del adoctrinamiento educativo (Heater 2007; Erice, 2011).
Pero, a finales de la Edad Media, se lograron organizar ciudades-estado independientes, desvinculadas de los Estados pontificios y de los modelos reinantes, que llegaron a adoptar regímenes republicanos, sobre todo al norte de Italia (Florencia, Venecia, Pisa, Génova, Milán, Bolonia, Siena, entre otras). En este proceso, se generó en ellas un movimiento que marcaría la historia: el Renacimiento. Período en el que se comienza a construir el término formación, en virtud de establecer la educabilidad del hombre desde la flexibilidad configurativa del sistema de comportamiento y como consecuencia de las acciones humanas en la actividad productiva y social. Se delinean así, aspiraciones educativas y culturales en los diversos grupos sociales configuradas en un ideal humanista de matriz sociopolítico abierto a las propuestas ciudadanas, a los modos de convivencia en comunidad, y a los contenidos sociales (Benéitez, 2004; González, 2011; Eurydice Network, 2017).
En el siglo XVIII, la herencia de la Ilustración fue clave para el resurgir de la democracia, las luchas sociales, y la vigorización que se imprimió a la política. Sobre todo, en este momento se retoma la importancia de las obligaciones, se pondera el lenguaje de los derechos desde la contradicción que generó el auge de dos tendencias: el republicanismo y el liberalismo, desde los cuales se proclamara el ideal de independencia en los Estados Unidos (1776) o Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) que abriría un espacio notable a los derechos civiles como la igualdad ante la ley, el fin del sistema de detenciones discrecionales o la libertad de expresión, las posibilidades de defensas que tenía el ciudadano ante el sistema judicial, la formulación de los derechos políticos, y la concesión del derecho al voto como expresión máxima de reconocimiento de la ciudadanía (Heater 2007; Horrach, 2009).
La formación del ciudadano en este período no sería declarada explícitamente. Anclada en la tradición clásica la intención de la educación de carácter profundamente religioso, moral se valoró como base de la felicidad y la prosperidad; por tanto, las virtudes sociales, sobre todo, de amor a la Patria, como expresión de apego a la tierra natal, centraban el interés de la educación la utopía de tener buenos ciudadanos dependía de la educación y esta era el sustento de la conservación y el bien de la república (Casado, 2016), así la buena crianza era la clave del buen ciudadano. Por tanto, contendría la religión y los principios del cristianismo para asegurar las virtudes de la república.
Pero, no sería hasta el siglo XVIII que se reconocería la relación entre ciudadanía y nación, así como la complejidad que introdujo la Revolución francesa, al asumir criterios políticos para asumir la concepción de Nación como depositaria de derechos desde los que emerge la nacionalidad como expresión de pertenencia y vínculo con la delimitación de la ciudadanía. Desde esta posición fue necesario y pertinente desplegar la lucha reivindicativa, por la igualdad efectiva de todos los hombres y mujeres a incorporarlos a la sociedad civil.
A finales del siglo XIX y hasta mediados del siglo XX, se enfrentaron grandes escollos en la configuración del derecho ciudadano; pero, al mismo tiempo, se desarrolló la conciencia cívica en la que descansaría las luchas por acotar el alcance de la relación nación -estado -ciudanía. Se explica así que en estos momentos la educación centrara su interés en la formación de un ciudadano capaz de cumplir con el deber, pues el buen ciudadano es aquel que hace uso de sus derechos y lo conduce a la responsabilidad de participar en la política (González, 2011).
En estas circunstancias, la educación pone el acento no sólo en los deberes sino sobre todo en los derechos, y el estudio de la constitución se asume como expresión de la formación legal y ética del vínculo del derecho ciudadano, pues el desconocimiento de la ley no le exime de la obediencia y el cumplimento de las normas jurídicas. Se proclama así la responsabilidad de los gobernantes con la instrucción pública (1870).
En efecto, el desarrollo de las concepciones en torno al ejercicio del ciudadano y a la formación de ciudadanos, encuentra esquemas a mediados del siglo XX cuando se intenta reglar la conceptualización a través de las ideas aportadas por Marshall & Bottomore (1998), cuando definen la ciudadanía como “aquel estatus que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad y en la que sus beneficiarios son iguales en cuanto a los derechos y obligaciones que implica” (p.37). En este caso, se destacan: los derechos civiles, políticos y sociales como elementos esenciales en la comprensión de del ejercicio ciudadano.
El aspecto civil como derecho para la libertad personal, evidenciada en la libertad de expresión, de pensamiento, y de religión, el derecho a la propiedad, a contratos y a la justicia.
El aspecto político, resalta el derecho del ciudadano a participar activamente en el ejercicio del poder como miembro del cuerpo en cuestión o como elector de los miembros de dicho cuerpo.
En el aspecto social destaca un derecho mínimo de bienestar económico, la participación en el patrimonio social y vivir conforme a estándares corrientes en la sociedad como un ser civilizado.
En este marco la delimitación de los nuevos modelos de ciudadanía connotará los aspectos que, desde la historia, se asumen como válidos o esenciales para garantizar la formación ciudadana (Horrach, 2009; González, 2011; Eurydice Network, 2017) Estos modelos son:
El modelo liberal de ciudadanía privilegió los derechos individuales por encima del bien común, y otorgó al Estado una finalidad instrumental como regulador de la libertad de los individuos, sin interferir con ellos y garante de los derechos ciudadanos. La participación política es vista como un beneficio particular, desarrollando cierta pasividad ciudadana, donde la formación ciudadana está estrechamente vinculada al conocimiento de los derechos y deberes civiles, los valores y al conocimiento de los mecanismos e instituciones que garantizan su ejercicio (González, 2011).
El modelo de ciudadanía republicana (segunda mitad del siglo XX), se planteó como alternativa frente al liberalismo, otorgó sentido al vínculo del individuo con la comunidad. En referencia a esto Horrach (2009), señala el término de Libertad positiva, y con énfasis en los deberes cívicos y políticos, se destaca la educación del ciudadano en las virtudes públicas, el domino de las normas y valores que se adoptan por medio de una deliberación permanente. La educabilidad del individuo de sustentó entonces en la formación como ciudadano demócrata y se le confirió el valor pedagógico de la educación, precisamente al conocimiento de las leyes y a que mantenga una referencia del ideal cívico.
El modelo de ciudadanía comunitarista, por su parte, privilegió los vínculos de adhesión grupal con respecto a la libertad individual, y en consecuencia el bien común está por encima del pluralismo. La idea de fondo consiste en recuperar los valores, promover una activa participación política, al servicio de la identidad colectiva y sus intereses correspondientes. En este propósito, el Estado debía intervenir en defensa del bien común. La identidad colectiva se sitúo por encima de la individual, y la dinámica de grupo coarta y lesiona, de forma importante, el desarrollo autónomo de los individuos particulares (Held, 2007).
Paradójicamente, el problema principal de esta propuesta es que sobredimensiona la diferencia y no permite entender las identidades desde un punto de vista racional, antepone los intereses de la comunidad a los individuales, con tendencia a ignorar la autonomía individual, pues la comunidad es el ente primordial, se fomenta el nacionalismo con unas fuertes bases en la hegemonía cerradas donde lo democrático esta exclusivamente vinculado a la nación, a la comunidad moral imperante y su identidad, con lo cual, incluye en la educación contenidos asociados a estos principios.
En esta misma línea, el modelo de ciudadanía multicultural que respondería a las condiciones existentes se consideró como una opción distinta a la anterior y, aunque establece derechos para determinados grupos, el centro de la cuestión se vincula al autogobierno, otorgando así reconocimiento a la diferencia, aun cuando considera que el grupo de pertenencia adsorbe al individuo. En consecuencia, la educación basada en este modelo centra la concepción en la racionalidad, en lugar del apego, la práctica de las capacidades para desarrollar juicios críticos y el conocimiento para deliberar y elegir un determinado rumbo de acciones de forma adecuada (Nussbaum, 2011).
Por tanto, educar para la ciudadanía democrática, implica el ejercicio de la autonomía personal y la formación dialógica parece ser la meta de las sociedades pluralistas. Para esto se hace necesario cultivar el capital humano (destrezas técnicas y conocimientos), el capital social (habilidades sociales) y la prudencia para desarrollar una vida buena (Cortina, 2004).
Según Habermas (1999), el modelo de ciudanía postnacional o cosmopolita parte del reconocimiento de la existencia de estados plurinacionales y pluriétnicos en los cuales los patrones de ciudadanía deben ser de tipo incluyente, lo cual rompe la vinculación entre ciudadanía y estado -nación, advierte que la clave de este modelo es el “patriotismo constitucional”, desde el que se puede conseguir una plena integración común de las diferencias existentes en la sociedad. Por tanto, no es necesario anular las identidades, sino que estas deben ser sometidas a un proceso de reflexividad crítico que permita superar el sentimiento mediante la razón.
En particular el proceso de construcción de la Unión Europea encuentra sus pilares en el modelo Cosmopolita, lo que ha propiciado una superposición de ciudanías (los individuos se consideran europeos, antes que nacionales de un país miembro). Promovida desde la educación y alentada por las políticas públicas, se desdibujan las nacionalidades, identidades cerrada y fronteras, para poner atención en lo común que sustenta un nuevo marco de pertenencia con derechos de alcances geográficos más amplios.
Eurydice Network (2017), posiciona su estudio en referencia a la educación para la ciudadanía en Europa dando cuenta del estado del arte en este continente siguiendo los siguientes enfoques:
Se alude a la educación para la ciudadanía en relación con las competencias tomado como guía el marco de referencia europeo y su definición de competencias claves para el aprendizaje permanente y la inserción de los individuos de forma eficaz en una cultura democrática donde prevalece el civismo y la socialización
Aunque es polémico aun, el acuerdo sobre la identidad y composición de las competencias que se corresponden con la educación para la ciudadanía se establece desde este estudio una delimitación de esta, en cuanto a conocimientos, destrezas y actitudes.
Existen diferentes enfoques sobre la educación para la ciudadanía en el continente europeo dependiendo del grado de relevancia que se le concede a esta temática en los distintos países y que se recoge en sus expresiones de mínimos y máximos.
Dentro del contexto escolar, la educación para la ciudadanía comprende el aprendizaje formal, informal y no formal, abarca actividades extraescolares y tiene en cuenta disposiciones como: la cultura del centro, el clima del aula y las estructuras de participación.
El análisis de este estudio conduce a la idea de que la educación para la ciudadanía depende de la intencionalidad que se maneje desde los diferentes países al articular proyectos y políticas educativas situándolo en modelos concretos que además se constituyen en réplicas de los valores, actitudes y comportamientos sociales que se desean.
En este caso, desde el siglo XIX y prácticamente en todo el siglo XX, los valores vinculados al nacionalismo, y a la defensa de la patria, han primado por encima de otros valores tanto en las democracias como en aquellos otros sistemas políticos que se han ido sucediendo desde las revoluciones burguesas a la actualidad en los últimos 60-70 años, las políticas que afectan al desarrollo del mundo, especialmente las políticas de cooperación internacional han cambiado, de acuerdo con el orden mundial, los intereses creados. La cada vez mayor y más evidente interdependencia mundial y las corrientes y movimientos sociales propiciaron, por ejemplo, que para mediados de los 90 se retomara el concepto de aldea global (Cortina, 2004; Marshall & Bottomore, 1998; Habermas, 1999), surgido en los 60 a raíz de los avances en medios de comunicación.
Hay que tener en cuenta que los problemas mundiales y el proceso de globalización, debilitan la noción de Estado-Nación. Se exige entonces, una gobernabilidad global por la paz, que tenga al ser humano como centro de los procesos de desarrollo y que respete los derechos, la sostenibilidad medioambiental y la igualdad de género. Estas posiciones se discutirían en reuniones y Foros Sociales Mundiales en los que se comienza a hablar de la ciudadanía global, entendiendo que el desarrollo es asunto de todos y todas las ciudadanas del planeta. Da comienzo, entonces, a la que se conoce como Educación para el Desarrollo y la Ciudadanía Global (EpDCG) que trasciende al siglo XXI en los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) asumiendo que estos constituyen un marco de referencia para todas las acciones de desarrollo (Organización de las Naciones Unidas, 2000).
Desde esta plataforma se explícita la importancia de fomentar una asociación global que promueva el desarrollo, en la que se pone de manifiesto la interdependencia de todos los sectores (comercio, finanzas, sector privado, política exterior) y su preponderancia en la sostenibilidad de todos los países. En consecuencia, se insiste en la necesidad de una educación que busca la defensa de derechos económicos, sociales, culturales, civiles y políticos, para, de esta forma, ampliar el escenario de los objetivos de formación, a la pretensión de un ciudadano más activo, competente, preocupado por los temas colectivos y que reclame su protagonismo en el desarrollo de los procesos sociales y políticos.
Es loable añadir que posteriormente, estas ideas fueron asumidas como referentes en los debates y acuerdos de la Declaración de Incheon (2015), en la cual los países y organismos participantes decidieron formular objetivos y metas de la educación en el mundo, para contribuir al desarrollo sostenible hasta 2030 (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, 2016).
Al mismo tiempo, comparte esta dimensión internacional el modelo de Cosmopolitismo cívico, que defienden autores como (Held, 2007; Cortina, 2004; Nussbaum, 2011; Keating 2016), desde el cual coinciden en defender un sistema global de derechos y deberes de alcance universal que vaya más allá de aspectos como el lugar de nacimiento o de residencia de cada individuo; por tanto la realización de la ciudadanía cosmopolita debe plantearse en términos temporales en virtud de un consenso en la creación de este modelo cívico, pensado más desde los valores, las responsabilidades y la concientización individual del propio rol dentro del mundo.
Se aprecia así, un tránsito gradual a la ciudanía global o mundial, alentado en el surgimiento de las democracias emergentes y el fortalecimiento de la utopía de una sociedad en extensa conexión transnacional, de las instancias económica, de búsqueda de un mercado único y global que se ha impulsado con el desarrollo de las tecnologías de la información y las comunicaciones.
Luego, es la educación la que asume el encargo de aunar esferas institucionales, formales e informales para asegurar la preparación de un ciudadano que despliegue su participación en diferentes ámbitos, con una actuación efectiva de los gobiernos en favor de temas básicos como la paz, la inclusión y otras problemáticas globales. Por tanto, se asume que el desafío actual otorga significación a las instituciones, a las asociaciones y a todo tipo de alternativa que permita preparar a las personas para, mediante la discusión, el cuestionamiento y la transformación consciente y explícita de las mismas, abordar situaciones de desequilibrio, entre regulación y emancipación; entre subjetividad y concepción de la ciudadanía.
La educación entonces, deberá desplegar influencias cruzadas y coherentemente articuladas, a saber: en el contexto familiar habrá que asegurase de romper el silenciamiento con que se abordan temas y problemas ciudadanos, sobre todo, en cuanto a la defensa de los derecho de la infancia; en los espacios sociales de trabajo se impone el desarrollo de la participación en las decisiones empresariales, y a nivel social es preciso plantearse la educación en un debate más abierto al cuestionamiento de las problemáticas que genera el intercambio económico desigual, así como proclamar el ejercicio participativo y directo en el establecimiento de las relaciones de países, estados o naciones que puedan generar decisiones compartidas.
Luego, no existe un modelo único de ciudadanía para asumir como referente de la formación ciudadana, y es preciso incorporar dentro de la educación la intencionalidad en el entrenamiento y ejercicio de las capacidades intelectuales y argumentativas, vinculadas a la ética y la formación cívica pues en ella descansa una parte de la concreción del modelo ciudadano.
Por tanto, en la actualidad la formación de la ciudadanía, mediante la educación, deberá superar las escalas nacionales, los enfoques instructivos para desarrollar competencias que asuman, desde la perspectiva del derecho, aquellas herramientas para que cada persona pueda respetar, defender, promover y practicar derechos fundamentales que están relacionados con las situaciones de la vida cotidiana. Para delinear las mismas se puede establecer la premisa de un conjunto de conocimiento y habilidades cognitivas, emocionales y comunicativas que articuladas entre si hacen posible que el ciudadano actué de manera constructiva en la sociedad democrática.
En este marco de referencia es preciso el aprendizaje permanente, definido para dar respuesta a los problemas que genera a la globalización y el desplazamiento hacia las economías basadas en el conocimiento. En este caso, se asume que la formación de niños, adolescentes y jóvenes deberán centrarse en las siguientes competencias: comunicativas en la lengua materna y extranjeras; en el dominio de las competencias matemáticas y básicas en el ámbito de ciencia y tecnología, sobre todo, digital, las relacionadas con el aprender a aprender, la iniciativa y espíritu de emprendedor y sobre todo, conciencia y expresión culturales pero, sobre todo remarca la competencias sociales y cívicas.
Sin pretender extender el análisis en esta cuestión si es prudente remarcar la intención en las competencias cívicas (conocimientos, destrezas y actitudes) y sociales (carácter personal, interpersonal e intercultural) en tanto dotan a los individuos de saberes políticos, jurídicos y sociales y promueven una participación ciudadana, eficaz, democrática y constructiva.
Luego, se impone trabajar desde estándares básicos de competencias ciudadanas en las que se articulen esferas de la ciudadanía para la convivencia y la participación colectiva desde el conocimiento de las leyes que rigen los derechos y deberes ciudadanos a nivel local, nacional, regional y mundial.
En consecuencia, aunque la educación para la ciudadanía es asumida de forma distinta para cada región y país, lo cual confirma la idea de Eurydice Network (2017), al establecer factores contextuales (la tradición histórica, situación geográfica, estructura sociopolítica, sistema económico y tendencias globales); estructurales (organización del sistema educativo, los valores y objetivos de la educación y los medios de financiación) que influyen sobre la educación para la ciudadanía y su forma de desarrollarla.
Concurren en este propósito diversos autores (Cortina, 2004; Nussbaum, 2011) y organizaciones internacionales como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (2015, 2016) para consensuar la educación del ciudadano en el siglo XXI, también deberá ajustarse a generalidades en los que se enmarquen los elementos relacionados con el conocimiento, las destrezas, las actitudes y los valores. Formar ciudadanos se convierte así en el centro de los objetivos de la educación en todos sus niveles y ámbitos en la actualidad, pero una mirada pedagógica de esta problemática refiere dos dimensiones a tener en cuenta: la individual (autonomía) y la colectiva (justicia social y democrática), además de incorporar el saber (conocimientos) es imprescindible el hacer (actitudes, disposiciones, voluntades) y pone en el centro de las nuevas reflexiones la configuración de un modelo de ciudadano global desde el cual se predetermine el fundamento psicopedagógico de las prácticas educativas más la de las diferencias regionales que geografías, culturas y políticas hegemónicas puedan establecer
Un poco de utopía, algo de racionalidad ante las problemáticas del mundo y el deseo como medio de aportar con juicio proactivo y comprometido se hace ya escuchar en las ideas de Marí, et al. (2016), que al plantear estas problemáticas dibujan los puntos que deben hilvanar la innovación pedagógica en el campo de la formación del ciudadano de este siglo. Entrando en dos decenios y cada vez más próximos al cumplimento de los objetivos de la agenda 2030, el reclamo de una proyección global de la formación para el ejercicio de un ciudadano del mundo, deberá concienciar aspectos claves como: la noción de ciudadanía y los contenidos que constituyan plataforma para todos los sistemas educativos y que emergen como síntesis del pensamiento pedagógico universal que se vislumbra en las naciones amparado en proyectos de amplio alcance.
Es preciso también seguir en la lucha por articular el ejercicio ciudadano como expresión de las acciones que guíen la actuación en cada contexto: la ciudanía a nivel local centrada en el ejercicio de participación directa y protagónica en las decisiones y transformaciones del contexto donde se vive y trabaja, como proyección de vida y de democracia consumada; a nivel nacional, con el compromiso protagónico de participar en proceso de amplia repercusión, como los referendos, la discusión y defensa de la constitución como ejercicio soberano de independencia nacional; pero que se sabe conectado a la región y al mundo mediante las políticas y acuerdos internacionales desde los cuales el derecho y el deber de respeto, solidaridad, colaboración emerge como diálogo y beneficio en doble vía. En efecto el ciudadano global que se debe formar debe reconocer su identidad ante la multicultural y en consecuencia determinar su contribución a la construcción de un mundo mejor desde la atención, apoyo y aporte a la solución de problemas mundiales.
En este maro la traducción educativa del modelo de ciudadanía global tiene como premisa una educación que responda a la intencionalidad de las prácticas educativas en los contenidos culturales de orden geográfico, historia, políticos, que permita entender la filosofía de vida, las mejores prácticas de gobierno, la dinamización de las artes como expresión cultural y política. Este proceso implica una preparación para asumir los mecanismos de intercambio migratorio como oportunidades para ampliar o desarrollar su potencial y no solo una variable económica, lo que implica que ante el derecho a decidir dónde vivir, quede con anterioridad predeterminada formas y proyectos de enriquecimiento a su nación, desde marcos legales de colaboración e intercambio cultural.
La experiencias culturales de educación internacional que están progresando en el mundo sobre todo mediante los convenios de internacionalización de las universidades, las becas, pasantías, cursos online que iniciaron de manera exclusiva para las universidades y se extienden ya, como parte de los estudios de Bachillerato internacional o a las iniciativas de redes de investigadores o la formación de comunidades de aprendizaje, se deben asumir como referente para configurar las prácticas y las metodologías educativas para formar ciudadanos en un mundo global.
Si bien la educación no podrá lograr, por el momento, una concertación de formas viables para enfrentar los desafíos actuales: como la migración, la brecha entre ricos y pobres, los avances tecnológicos, que llevan a la aparición de nuevos comportamientos, identidades e interrelaciones en redes sociales, inherentes ya a la vida cotidiana de los individuos, la exclusión y los diversos tipos de discriminaciones; si es pertinente destacar su responsabilidad en formar a las nuevas generaciones en el conocimiento de las causa que generan estos problemas, en dotarlas de competencias necesarias para enfrentar el mercado laboral cada vez más tecnificado y competitivo, en fomentar el respeto a la diversidad y concientizar sobre la inclusión social, donde cada individuo se asume a si mismo como ciudadano del mundo, implicado en el deber de responder con creatividad y proyección solidaria a los acontecimientos que afecten al planeta y a la humanidad.
Por tanto, el modo en que se conciba la ciudadanía y el proceso de formación para su ejercicio deberá responder a estas problemáticas emergentes, necesariamente deberá involucrar actividades prácticas y no meros cursos aislados, al tiempo que se precisa potenciar la convivencia real entre individuos que deben distinguirse por sus saberes, su comprensión de las leyes y sus valores éticos, al unísono de su capacidad para la reflexión, el dialogo, la crítica, la toma de decisiones y la ponderación según prioridades individuales y colectivas (Marí, et al., 2016).
Esta prerrogativa supone convertir la escuela en un espacio de aprendizaje de la autodeterminación, de la convivencia, la concertación, la discusión, el pensamiento crítico, el escrutinio de los hechos y la argumentación de posturas ciudadanas desde las más diversas aristas, del mismo modo, el estudio de la historia y de la cultura de los pueblos deben insertarse como parte del significado y sentido de formarse como ciudadano del mundo. La contribución de los valores y principios, que reflejan la nación donde se vive, da la prioridad con que la escuela se convierte en centro de formación para la ciudadanía.
La referencia a la especificidad educativa en cada modelo de ciudadanía mundial, analizado en este trabajo confirma la importancia de contar con este referente para entender este proceso como una construcción histórica, determinada por la preocupación de como dotar a los hombres de una condición de derecho y deber que implica de manera determinante la organización de la educación, que garantice la apropiación y prácticas de cualidades, valores o competencias necesarias para el ejercicio ciudadano en cada etapa del desarrollo social aquí analizado.
Conclusiones
A lo largo de la historia, con mayor o menor relevancia y de forma explícita se incluye en el objetivo y contenido de la educación de las personas a lo largo de la vida, la formación para la ciudadanía, que se legitima, sobre todo, en el currículo escolar y en la intencionalidad del proyecto social y comunitario en que se forman, aprenden y se desarrollan las personas.
Más allá del supuesto de ciudadanía como estatus, como necesidad y objetivo, la discusión está centrada en la necesidad de promover la participación de los individuos en la sociedad y desde el ejercicio de sus deberes y derechos se reafirman las identidades culturales en los diversos procesos de sociabilidad en los que el ejercicio ciudadano pondera uno y otro aspecto en estrecha relación con los diferentes modelos de ciudanía que sean asumidos.
Las políticas educativas reconocen que la educación es clave en la formación de la noción de ciudadanía, en el dominio de los aspectos jurídicos y normas éticas que sustentan el ejercicio ciudadano, pero hasta hoy no se supera la limitada concepción pedagógica para lograrlo.
El proceso de formación de la ciudadanía, desde el punto de vista metodológico, deberá atender al papel que juega la experiencia, la construcción personal y colectiva desde el ejercicio de reflexión crítica y no limitarse sólo a la trasmisión de reglas formales e informales o simples conocimientos jurídicos.
En la declaración de la ciudanía mundial o global, se plantean unas metas educativas relacionadas con el ejercicio efectivo de la ciudadanía, la unidad y coherencia de las influencias de la familia, la escuela y la sociedad al educar en y para la democratización, la participación, la obtención y preservación de la paz, la tolerancia, la creatividad y la apertura a la expectación y esperanza en las posibilidades que tienen la unidad entre los hombres para construir un mundo mejor.
Formar para la ciudadanía, desde el ámbito pedagógico, debe ser entendida como un aprendizaje necesario acerca del mundo y de la sociedad que habita cada persona, en proporcionalidad con las necesidades individuales y sociales, las metas alcanzables con un componente de denominador común que podría ser el bienestar y los proyectos de desarrollo que se quieran concretar.
Es necesario que investigadores sociales, pedagogos, y profesores del mundo inserten en sus debates y propuestas, la construcción de las bases científicas y tecnológicas que precisa el desafío actual de la formación ciudadana más allá de la proyección educativa que promueve la escuela y en correspondencia con las exigencias del mundo en la actualidad.