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Revista Estudios del Desarrollo Social: Cuba y América Latina

versión On-line ISSN 2308-0132

Estudios del Desarrollo Social vol.6 no.3 La Habana sep.-dic. 2018

 

Artículo Original

Criminalización específica o especial de la violencia de género (el femicidio). ¿Solución o problema?

Special or Specific Criminalization of Violence against Women (Femicide) - Solution or Problem?

Gabriel Rodríguez Pérez de Agreda1  , Elizabeth Cabalé Miranda1  * 

1Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales. Programa FLACSO-Cuba. Universidad de La Habana, Cuba

Resumen

En el presente trabajo se valora críticamente la forma en que se enfrenta la violencia contra la mujer, a través de su criminalización en leyes o tipos penales que la criminalizan de manera especial o específica. En una primera parte se analiza, desde la perspectiva de género, la naturaleza de esa violencia y, en consecuencia, las soluciones que se le debe dar a partir de una posición contrahegemónica. En un segundo momento se valora el poder punitivo como recurso empleado en nuestra área geográfica y las verdaderas consecuencias que tal solución trae para el tratamiento a la violencia de género y a la realidad social.

Palabras-clave: sujeto; derecho penal; poder punitivo

Abstract

This paper critically examines whether or not laws or types of criminal offenses specially or specifically criminalizing violence against women face it in an effective way. In the first section, the nature of this violence is analyzed from a gender perspective, and solutions to this problem are offered, taking a contra-hegemonic position. In the second section, the punitive power as a resource employed in our geographical area is judged, as well as its real effect on facing violence against women and social reality.

Key words: subject; criminal law; punitive power

INTRODUCCIÓN

Con el argumento de dar una «mejor protección» a los derechos fundamentales de la mujer o darles «mayor significación o visibilidad», en los últimos decenios ha existido una tendencia la criminalización específica o especial de la violencia de género, a pesar de existir tipos penales como el homicidio, asesinato, lesiones, violación, entre otros tantos, que castigan las distintas formas de violencia contra cualquier persona. Para ello en diferentes regiones se han creado de leyes especiales. Un ejemplo puede encontrarse en Guatemala donde, a través del «Decreto n.º 22-2008», se puso en vigor la «Ley contra el Femicidio y otras Formas de Violencia Contra la Mujer» (Congreso de la República de Guatemala, 2008). También en Ecuador, donde el nuevo Código Orgánico Integral Penal, introdujo con el Artículo 141 el Femicidio (República del Ecuador. Asamblea Nacional, 2014). Otras propuestas se presentan como soluciones (Toledo, 2009; Ramos de Mello, 2015; Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, 2016) a la crítica situación de la violencia contra la mujer en esta singular área geográfica, sin embargo, ello constituye una propuesta de solución discutible, porque crea nuevos y más complejos problemas de los que ya existen en estas complejas sociedades.

El propósito de este trabajo es presentar una valoración crítica de este problema; es mostrar algunas aristas que están fuera (o deliberadamente ocultas) del foco de atención, atender a algunas realidades que el fenómeno moderno de la apariencia1 oculta o distorsiona. Para esta empresa se hace un recorrido lógico, primero por el género como realidad y como conocimiento de lo social, y luego se cuestiona el poder punitivo como recurso propuesto para solucionar la violencia de género.

1. EL GÉNERO Y VIOLENCIA CONTRA LA MUJER

Si bien la conformación del concepto de género se ubica cronológicamente en los años setenta del siglo pasado (López, 2007; Proveyer y Romero, 2017) «los orígenes de dicha teoría datan de tres siglos atrás» (Proveyer y Romero, 2017, p. 7). Es decir, es una idea que resulta de todo un proceso de maduración, tanto de la realidad social, como del conocimiento que se tiene de ella. Esta evidencia histórica apunta al menos dos elementos importantes a saber: por una parte, los problemas que pone en la palestra son necesariamente complejos, de allí que la solución no pueda ser simple o mecánica (como los conocidos mecanismo positivistas de input-output); se debe asumir una visión de totalidad: la violencia de género es solo una parte de un todo; con una perspectiva necesariamente relacional: la violencia de género no se puede solucionar a ella como fenómeno singular y aislado, sin abordar otros que la condicionan o con los cuales se relaciona. Por otra parte, sus raíces no son contemporáneas, en consecuencia una aproximación ahistórica (positivista) deja fuera la esencia del fenómeno. Por esa razón, más que exponer una definición o una categoría de género semánticamente determinada, como afirmaría Marx (1845): «los concepto no se construyen para regodearse con ellos o para contemplar la realidad, sino, para cambiarla» (p.10), es preferible abrir diferentes interrogantes que plantea el concepto (género) y utilizarlo como método para construir nuevos conocimiento.

Lo primero que propone «metodológicamente», la teoría de género es que, como fenómeno real de lo social «opera como una estructura de poder, de igual forma que la clase, la raza o la cultura» (citada por Proveyer y Romero, 2017, p. 8). En otras palabras, la discriminación, la dominación que el género implica para la mujer, forma parte de la hegemonía imperante, sobre la cual se debe recordar la precisión de Gramsci (1975):

El ejercicio «normal» de la hegemonía en el terreno que ya se ha hecho clásico del régimen parlamentario, está caracterizado por una combinación de la fuerza y del consenso que se equilibran, sin que la fuerza supere demasiado al consenso, sino, que más bien aparezca apoyada por el consenso de la mayoría expresado por los llamados órganos de la opinión pública. (p. 124)

En correspondencia con ello, no es posible la emancipación humana si en el proyecto que pretende llevarlo a vías de hecho no se asume la emancipación de la mujer como clave en su consecución,2 pero tampoco es posible su emancipación si no se coloca tal lucha en las coordenadas de un actuar contrahegemónico, y aquí una primera observación: la hegemonía es un mecanismo de dirección de la sociedad,3 a partir de la conformación de un consenso social que legitime el uso, el empleo del poder desde el Capital; por lo tanto, no toda propuesta de solución o enfrentamiento que presente una opción de supuesto beneficio para la mujer, es per se un ofrecimiento contrahegemónico, en consecuencia, un proyecto que pueda suprimir la violencia de género.

Esta perspectiva abre una interrogante ante esta supuesta solución «punitiva» de la violencia contra la mujer, a través de la criminalización especial o específica de la violencia de género, pues ¿cómo podría ser contrahegemónico un actuar cuyo propósito específico es crear una ley penal,4 que implica ampliar el poder punitivo del Estado y su capacidad selectiva? La respuesta, de una simple mirada, muestra que esta no es una propuesta contrahegemónica.

Se debe tomar en cuenta que el concepto de género y las teorías sobre el género, por formar parte del conocimiento de lo social, contienen ideología desde sus raíces (Cabalé y Rodríguez, 2016; Kohan, 2004); en consecuencia, no todas las ideas que se presenten, por el solo hecho de argumentar o fundamentar una propuesta, que representa una aparente inclinación de la balanza hacia la mujer, es una solución, una herramienta del conocimiento que permitirá adentrarse en una práctica emancipadora, habida cuenta en dependencia de dónde provenga, de los intereses que muevan a aquellos o aquellas que la propongan, a aquello o aquellas que la argumentan, puede simular una solución que oculta un aumento del poder hegemónico y puede crear una idea distorsionada y distorsionante de la realidad social que se trata de aprehender.

Para comprender la violencia de género en específico, antes se debe tomar en cuenta que «las relaciones de género son relaciones de poder y desigualdad. Es decir, género ubica a las mujeres, por el hecho de serlo, en una posición de subordinación respecto del conjunto de los varones» (López, 2007, p. 20) en cuyo contexto «una de las expresiones más extremas de la desigualdad es la violencia de género» (López, 2007, p. 21. Ver además: ONU, 1993; Maqueda, 2006). Es decir, desde una perspectiva de totalidad y relacional, la violencia de género es la manifestación extrema de un elemento específico del fenómeno: las relaciones de poder y desigualdad, con lo cual, no es posible su solución si antes no se tiene en cuenta el problema que la genera a ella, si no alcanza a ver el fenómeno del cual es su manifestación externa y extrema. Para esclarecer tal naturaleza, es imprescindible una perspectiva histórica que responda y explique cómo emerge y cuáles condiciones específicas llevan a su surgimiento.

Mucho se ha hablado que los problemas de género tienen sus raíces en una «cultura patriarcal» (Proveyer y Romero, 2017; Fleita, 2017; 3), sin embargo, la cultura patriarcal no es un fenómeno meramente cultural o espiritual, ni tampoco natural o consustancial a toda sociedad humana. Este tiene un origen en condiciones materiales específicas, en condiciones históricas concretas que, de conservarse, poco se podrá hacer para revertir la aguda situación que la aqueja; sobre este detalle expone Engels (1891):

De la primera gran división social del trabajo nació la primera gran escisión de la sociedad en dos clases. Todo el excedente que dejaba ahora la producción pertenecía al hombre; la mujer participaba en su consumo, pero no tenía ninguna participación en su propiedad. La misma causa que había asegurado a la mujer su anterior supremacía en la casa -su ocupación exclusiva en las labores domésticas- aseguraba ahora la preponderancia del hombre en el hogar: el trabajo doméstico de la mujer perdía ahora su importancia, la emancipación de la mujer y su igualdad con el hombre son y seguirán siendo imposibles mientras permanezca excluida del trabajo productivo social. La emancipación de la mujer no se hace posible sino cuando esta puede participar en gran escala, en escala social, en la producción. (pp. 336-337)

Para buscar la solución de la violencia de género, se debe comenzar por entender esta realidad a transformar, por aprehender el sistema de relaciones que la vertebran, pues, de no cambiar, no desaparecerán la relaciones de poder y desigualdad entre hombres y mujeres. Sin cambios en esta realidad, los proyectos de solución podrían quedar en meros paliativos, en el mejor de los caso. El punto de inicio es el cambio en la participación como iguales en la producción de las riquezas sociales, sin este elemento esencial de la vida material de lo social, poco o nada se podrá solucionar. Sin embargo, al estudiar el Capítulo 5 del Informe regional sobre desarrollo humano para América Latina y el Caribe. Progreso multidimensional: bienestar más allá ingreso, en este se admira, con beneplácito, que en la región se ha incrementado la criminalización especial o específica de la violencia contra la mujer (PNUD, 2016, pp. 172-177). Sin embargo, cuando se reflejan y comparan las cifras sobre el empleo entre hombre y mujer, las diferencias son acentuadas, pues «en 2013, un 47, 7 % de las mujeres de las áreas urbanas y un 42, 4 % de las mujeres de las áreas rurales se encontraban ocupadas, mientras que la tasas de ocupación correspondientes a los hombres ascendían al 68, 2 % en las zonas urbanas y el 76, 0 % en las zonas rurales» (PNUD, 2016, pp. 178-179). Pero en las zonas rurales los problemas aún son más agudos, ya que «en cuanto a la formalidad del empleo, el porcentaje de informalidad correspondiente a las mujeres y los hombre de las zonas rurales es superior al correspondiente a las mujeres y los hombres de zonas urbanas» (PNUD, 2016, p. 179).

Es decir, en esta región continúa creciendo el poder punitivo del Estado (se dice que continúa creciendo tal poder, porque el progresivo abultamiento de los códigos penales y la multiplicación de las leyes penales especiales no es actual y tampoco obedece solo a la criminalización de la violencia contra la mujer, sino a las compañas contra el tráfico de droga, armas, corrupción, etc.), pero la condiciones objetivas para la proliferación de la violencia de género son prácticamente inamovibles, en consecuencia ¿cómo se podría esperar que disminuya la violencia de género?

La criminalización de la violencia de género, por una parte, muestra una solución aparente del problema, en consecuencia, genera una cierta complacencia en los y las aquejadas, cuando en realidad refuerza el poder hegemónico y, por otra parte, deja fuera de atención, o directamente oculta, todo un conjunto de medidas necesarias para revertir las condiciones objetivas que conservan y refuerzan la relaciones de poder y desigualdad entre hombre y mujeres, pero que, como medidas de solución, atacarían el poder hegemónico y eso ya no resulta adecuado para los intereses del Capital. En este aspecto vale la pena una mirada a la valoración de algunas experiencias según las cuales:

Los proyectos dirigidos específicamente a las mujeres de forma aislada han sido los más aceptados, ya que no tocan aspectos del poder ni pretenden revertir las relaciones de desigualdad entre hombres y mujeres. Sin embargo, han tenido escaso impacto y eficacia a la hora de mejorar la posición de las mujeres en sus comunidades. (López, 2007, p. 42. El subrayado es de los autores)

Se debe dejar claro que la mujer no necesita estar protegida, la mujer no necesita estar cuidada por otro u otros (Maqueda, 2006), lo que necesita en realidad es cambiar su posición y participación en las relaciones sociales «la reacción “protección” será limitada» (López, 2007, p. 16). La mujer lo que más necesita no es que se le ayude, sino empoderarse, «la idea del “empoderamiento” parece abrirse paso como alternativa más adecuada a una mejor compresión del problema de las desigualda des» (López, 2007, p. 16). Sin embargo, una vez más es preciso llamar la atención sobre un detalle: no existe una mirada o idea única del poder, el positivismo ha entronizado una concepción instrumental del mismo, según la cual se define «como la capacidad o fuerza para reprimir a los demás, obligándolos a hacer o dejar de hacer» (Acanda, 2002, p. 52) que coincide exactamente con la pretenciones del poder punitivo del Estado.

Se debe estar conscientes que existen otras ideas y miradas del poder que no lo asumen de una manera instrumental y no procuran un mero cambio de posición entre dominados y dominadores, un ejemplo de estas ideas fue la que expuso Paulo Freire en su teoría de la Educación Popular: «ahí radica la gran tarea humanista e histórica de los oprimidos: liberarse a sí mismos y liberar a los opresores» (Freire citado por Brito, 2008, p. 32. El subrayado es de los autores). Esta no es una perspectiva instrumental del poder, es una visión o concepción del poder emancipadora o contrahegemónica, que implica procurarlo, no para cambiar el rol de dominado a dominador, sino para emancipar al ser humano de la redes de la dominación y el sometimiento del Capital; en otras palabras, transformar al ser humano en sujeto de su propia vida.

La idea de sujeto es clave en este análisis, por ello debemos darle una breve mirada. El concepto de sujeto es un producto de la modernidad (Acanda, 2008). La sociedad feudal (en el seno de la cual nace la modernidad) era holística, estamental, cuya pervivencia dependía de su inamovilidad; se cimentaba en una estructura política cerrada; la dependencia política de sus miembros se legitimada en la realización de una voluntad divina: «el viejo orden se presentaba a sí mismo como expresión de fuerzas inasibles para el individuo, situadas más allá de su voluntad y su razón. La religión y la tradición fungían como su fuente y garante a la vez» (Acanda, 2002, p. 102). La irrupción de la forma capitalista de producir en ese período histórico generó cambios radicales en las relaciones sociales, en razón a que, por primera vez en la historia de la humanidad, la producción de las riquezas sociales se fundó en la relación directa de «hombres libres».

El capitalista, a diferencia de la nobleza feudal, no debe su existencia a un estamento, a una estructura política determinada, sino, a la economía, en razón a que el capital emerge de entre la economía. La riqueza que otorga poder al capitalista surge de la economía y, a la misma vez, necesita, para mantenerse, de la economía (Engels, 1886, pp. 387-388). Su batalla se centra, entonces, en el dominio del conocimiento, en el despliegue de las ciencias para, a través de esta, dominar la naturaleza y sus fuerzas, para con todo ello aumentar y abaratar la producción de mercancías. El capitalista no es un resultado de la voluntad divina o las costumbres, sino de su propia voluntad, de su quehacer y capacidad, él es un resultado de su propia racionalidad y subjetividad.

La ideología del capital que se forma sobre estas bases, el liberalismo, produjo un cambio radical en la idea o en la representación de las relaciones del hombre con la sociedad, mostrando un nuevo paradigma de lo social:

el liberalismo no basó su interpretación de la realidad social en principios de carácter trascendente (la religión o la tradición) sino en la razón, y en el ser humano como poseedor de la facultad de lo racional. El liberalismo tenía que provocar un giro en la representación ideal de lo social, que consistía en llegar a pensar todo el problema de la existencia social a partir del individuo. (Acanda, 2002, pp. 100-101)

Apareciendo así la idea del hombre como sujeto de su propia vida, como «ente dotado de la capacidad de actuar, de determinar racionalmente los objetivos y modos de su actividad, y de conformarse a sí mismo en la medida en que conforma su entorno» (Acanda, 2008, p. 108); Ver además Hinkelammert, 2010, p. 22). En otras palabras, el hombre es sujeto, en razón a que hace objeto de su dominio a la realidad natural y social que le rodea.

Sin embargo, esta vocación de liberación, de pleno desarrollo de la subjetividad humana, no se puede desplegar en medio de una sociedad dominadora como la sociedad burguesa. La modernidad traiciona su propio proyecto, pero ello no debe implicar el abandono de esta noción, sino su superación crítica, que parte de regresar, entre otras cosas, sobre algunos aspectos de la ideología liberal, donde «el fin declarado del liberalismo fue asegurar la libertad del individuo» (Acanda, 2002, p. 109). Sin embargo, esta idea no está completa, si no se «traduce» que el individuo para el liberalismo era solo el burgués, un hombre que es libre «en la medida en que es propietario de su propia persona y de los bienes que logra con su actividad. El individuo es tal porque es propietario» (Acanda, 2002, p. 109). En otras palabras, el ideario de libertad se resumía en un grupo determinado de opresores (sujetos) que implicaban un número aún mayor de oprimidos (objetos), y es exactamente en este punto donde resulta totalmente diferente el proyecto que concibió Paulo Freire con su Educación Popular y que está presente en el feminismo también (Maqueda, 2006, pp. 8 y ss.; López, 2007, pp. 42 y ss.). La idea de sujeto que debe regir en la hemancipación de la mujer, no puede ser similar a la del liberalismo, en el cual solo una reducida parte de la sociedad se comporta como sujeto, al hacer objeto de su dominación a otros, la verdadera hemancipación de la mujer implica también la hemancipación del hombre.

En el análisis se debe tomar en cuenta que el género no designa a unas cosas sino a una relación: entre el femenino y el masculino; no comprende dos cosas como pretende la visión reificadora del positivismo. Si el género designa a una relación, un cambio en uno implica un cambio en el otro: «se refiere a la construcción relativa de los géneros: tanto de hombres como de mujeres y ambos son, precisamente, susceptibles de ser analizados desde esta perspectiva. La igualdad de género no será posible si no se dan cambios también por parte de los hombres» (López, 2007, p. 25). Lo femenino es, en parte, una consecuencia de lo masculino y lo masculino es, asimismo, una consecuencia de lo femenino. No es posible la construcción o desconstrucción de uno sin la intervención en el otro; como partes de un todo, su determinación resulta de la relación.

La construcción de género que hemos heredado no implica imposiciones y dificultades solo para la mujer, también lo tiene para el hombre «los hombres también se ven limitados en su desarrollo personal y social por de terminadas normas que se les imponen sobre su masculinidad (tienen que ser duros, no expresar sentimientos, ser poco comunicativos, fuertes, violentos, etc.)» (López, 2007, p. 26).

Consecuente con estas realidades, no es posible mejorar la situación de la violencia de género si esta no parte de cambiar la realidad social actual y llevar a mujeres y hombre a una participación como iguales en el trabajo productivo social; si esta no se inscribe, como central, en la lucha contra la hegemonía del Capital. Una perspectiva de esta lucha contrahegemónica es, precisamente, la deslegitimación del uso abusivo e irracional del poder punitivo del Estado para la solución de los conflictos que se suscitan en la realidad latinoamericana.

2. PODER PUNITIVO Y VIOLENCIA CONTRA LA MUJER.

No se trata de discutir los criterios que se han manejados, desde la dogmática penal, en contra de la criminalización especial o específica de la violencia contra la mujer, pues, en ese punto, el debate se centra en cuestiones, fundamentalmente, técnicas (Toledo, 2009, pp. 14 y ss.), y quedan fuera las razones esenciales de la crítica a tal criminalización. Por ello, es preciso centrarse en valorar al poder punitivo como recurso de mera «suspensión» (Zaffaroni, Alagia y Slokar, 2002) del fenómeno de la violencia contra la mujer, sin evaluar este o aquel criterio técnico-dogmático sobre los distintos tipos o leyes especiales que criminalizan la violencia de género. La crítica de esta investigación no va dirigida a la forma de criminalización y la técnica específica que se emplee, sino, directamente objetar la creación de un nuevo camino que da paso a la expansión del poder punitivo; se busca develar la forma en que la violencia contra la mujer se utiliza como recurso de legitimación para ampliar el poder punitivo del Estado.

Para ganar claridad en este punto, se debe comenzar por cuestionar qué es o en qué consiste el poder punitivo. Pues con muchas frecuencias se presenta como un protector de la sociedad, como un vigilante al servicio de los ciudadanos, (Mir Puig, 1996; Roxin, 1997; Mezger, 1958). Por ejemplo, Santiago Mir Puig (1996) afirma «si el Derecho penal de un Estado social se legitima solo en cuanto protege a la sociedad, perderá su justificación si su intervención se demuestra inútil, por ser incapaz de servir para evitar delitos» (p. 88. El subrayado es de los autores) Es decir, que el poder punitivo (que, como es frecuente, este autor denomina: Derecho penal) tiene como finalidad proteger a la sociedad de determinados hechos delictivo.

Antes de adentrase en el cuestionamiento de esta imagen mítica del poder punitivo, se debe salvar un equívoco, una ambigüedad que genera en la práctica no pocos problemas y es el empleo del término Derecho Penal en alusión al poder punitivo. Sobre este detalle señalan Zaffaroni, Alagia, y Slokar (2002): «el uso de la expresión derecho penal es equívoco: con frecuencia se la emplea para designar una parte del objeto del saber del derecho penal, que es la ley penal. La imprecisión no es inocua, porque confunde derecho penal (discurso de los juristas) con legislación penal (acto del poder político) y, por ende, derecho penal con poder punitivo, que son conceptos que es menester separar nítidamente» (p. 4). Es decir, se confunde la ciencia «Derecho Penal» con parte de su objeto de estudio «la ley penal»; sin embargo, no se trata de un mero error epistemológico, pues se está confundiendo Derecho Penal: una herramienta de contención y reducción del poder punitivo, con el Poder Punitivo: el objeto de contención y reducción de esta herramienta; un desvarío que implica serios problemas en la práctica jurídica. Para comprender la diferencia y naturaleza de uno y otro, una vez más, se debe regresar sobre las especificidades de la modernidad como época histórica.

Ya antes se analizó que en la modernidad la clase hegemónica, la burguesía, a diferencia de la clase feudal que le precedió, no depende de una estructura política determinada, no se funda en las costumbres o las tradiciones, pues su fuente de existencia y poder está en la economía, sin embargo, ello no significa que no necesite del Estado, de esta maquinaria de poder para imponer un orden determinado, para extender su dominación sobre el resto de la sociedad, ya que es una clase explotadora que necesita someter a la gran mayoría a su férula. Pero la forma singular en que ejerce su explotación difiere sustancialmente de la que había existido hasta su surgimiento, de allí la forma específica en que se relaciona y domina al Estado y la lógica que este asume. Es ilustrativa, en este punto, la comparación que hacer Marx (1847) entre el siervo de la gleba y el obrero:

El siervo de la gleba es un atributo del suelo y rinde frutos al dueño de este. En cambio, el obrero libre se vende él mismo. El obrero no pertenece a ningún propietario ni está adscrito al suelo. Pero el obrero, cuya única fuente de ingresos es la venta de su fuerza de trabajo, no puede desprenderse de toda la clase de los compradores, es decir, de la clase de los capitalistas, sin renunciar a su existencia. No pertenece a tal o cual capitalista, sino a la clase capitalista en conjunto. (p. 157)

La explotación en la sociedad capitalista se ejerce de una manera encubierta, no se emplea la violencia física, sino la económica; no se somete por la fuerza, sino por el hambre: «la coacción política sobre las personas se transformó esencialmente en coacción económica» (Acanda, 2002, p. 68). La lógica de esta realidad implica cambios radicales en la lógica del Estado, en la lógica de lo político, en la forma en que se controla, en que se domina esta maquinaria por la clase hegemónica. Por esa razón, en su momento, el liberalismo se dio a la tarea de construir un nuevo ideal de Estado, «su racionalidad debía ser ahora terrenal, vinculada al individuo, a su actividad y sus intereses» (Acanda, 2002, p. 102). Si la fuente del poder del capitalista no proviene de una estructura política determinada, el Estado, como maquinaria para la imposición de orden, debe aparecer o aparentar desvinculada de esta clase. La forma en que se controla esta maquinaria por la clase dominante no puede ser de manera directa, debe quedar encubierta por ello: «se fijó una visión del Estado y el poder que los presenta como desvinculados de todo nexo concreto, con intereses o grupos específicos, como máquina cuyo solo propósito es la conservación del orden» (Acanda, 2002, p. 102).

En correspondencia con esta nueva lógica del Estado, de lo político, el ejercicio del poder tenía que cambiar su fuente de legitimidad, por ello a partir de ese momento: «el poder no se puede ejercer solamente por la fuerza, sino que necesita asentarse en la legitimidad que otorga el consenso. Y el consenso es algo a producir por la sociedad, por el pueblo sobre el cual se ejercerá ese poder» (Acanda, 2002, p. 159).

Esta nueva cualidad esencial de los Estados modernos obliga a que, para ejercer el poder punitivo, se necesite de una ley previa (aprobada por el parlamento: la representación del pueblo) que imponga o prohíba una conducta específica, como condición, para que un hecho concreto sea delito. En otras palabras, el poder punitivo de los Estados modernos necesita, para intervenir en la vida social, de una ley que, expresión del consenso social, legitime su ejercicio y, en consecuencia, le habilite a actuar de una manera determinada. Es cierto que esta condición per se representa un cierto límite al poder (sobre todo si lo comparamos con el ancien régime), habida cuenta, le obliga a respetar determinadas condiciones, sin embargo, no es suficiente, pues, por una parte es solo un límite formal y, por otra, el espacio de poder que le abre la literalidad de la ley es inmenso. Es decir, la necesidad de una ley previa responde más a esa cualidad singular de los Estados modernos de lograr, con la promulgación de una ley (un acto de poder), un determinado consenso que le otorgue legitimidad en su actuar, que a la creación de un límite al poder, habida cuenta, sería un absurdo que el poder se construyera un límite a sí mismo. Por ello, con la promulgación de una ley penal no se «protege a la sociedad» de determinado delitos, sino se legitima el ejercicio del poder punitivo en un espacio social determinado.

Pero, por una parte, la ley penal es necesariamente general y abstracta, mientras que los hechos que se juzgan son singulares y concretos, ¿cómo aplicar la ley a estos?, ¿cómo aplicar esa valoración general y abstracta a un evento singular y concreto? Se debe tener claro que la ley penal habilita a las agencias de criminalización secundarias, pero de ella sola no se deduce lo prohibido o lo impuesto, por dos razones elementales a saber: primera, porque el orden social no resulta del accionar de esta o aquella ley aislada, sino, de la actuación integral de un sistema legal. Ninguna ley puede actuar con total y absoluta autonomía, pues ello llevaría al caos o a la arbitrariedad; todas y cada una responden a un sistema que, vertebrado por la constitución, debe funcionar como integridad. Evaluar hechos concretos solo desde la ley penal, sin tomar en cuenta el resto del ordenamiento, podría llevar al absurdo de castigar un hecho que en otra parte del ordenamiento está permitido (Zaffaroni, Alagia y Slokar, 2002, pp. 455 y ss.). Segunda, la literalidad de la ley penal (por la ya mencionada generalidad y abstracción) abre un espacio enorme, inconmensurable para el ejercicio del poder punitivo, por ello, la tarea del juez es evaluar el hecho (específico, único…), desde una perspectiva necesariamente restrictiva, «si se entendiese como prohibido todo lo que cabe en el sentido literal de los tipos penales, el poder punitivo resultante sería inmenso, arbitrario e insoportable, por perfecta que sea la formulación típica de cualquier código» ( Zaffaroni, Alagia y Slokar, 2002, p. 434).

Por otra parte, si los supuestos límites se quedaran, únicamente, en la mera necesidad de una ley que habilite al poder a actuar de una manera determinada, el regreso al terror penal que imperó en el ancien régime sería un hecho; el tránsito al Estado de policía sería expedito; una muestra palpable de estos retrocesos al horror de un poder punitivo ilimitado fueron, entre otras, las experiencias vividas con el holocausto fascista, para cuyo establecimiento la ley funcionó como herramienta perfecta. Por esa razón, además de la ley, en el ejercicio del poder punitivo se necesita del Derecho Penal: un sistema de conocimientos que, si bien es el resultado del devenir histórico humano, los elementos esenciales que hoy se manejan de él son un resultado de la Ilustración (Ferrajoli, 1995), el cual definen Zaffaroni, Alagia y Slokar (2002) como: «la rama del saber jurídico que, mediante la interpretación de las leyes penales, propone a los jueces un sistema orientador de decisiones que contiene y reduce el poder punitivo, para impulsar el progreso del estado constitucional de derecho» (p. 5). La ley penal es el objeto de contención del Derecho penal, en consecuencia no pueden confundirse.

Ahora, ¿cuál es la realidad de ese poder punitivo? ¿Cómo funciona en la práctica ese poder punitivo? En este punto es ilustrativa la imagen conceptual que presentan Zaffaroni, Alagia y Slokar (2002):

Todas las sociedades contemporáneas que institucionalizan o formalizan el poder (Estados) seleccionan a un reducido grupo de personas, a las que someten a su coacción con el fin de imponerles una pena. Esta selección penalizante se llama criminalización y no se lleva a cabo por azar sino como resultado de la gestión de un conjunto de agencias que conforman el llamado sistema penal. (p. 7)

Es decir, el poder punitivo, como todo poder, no es algo que se tiene sino algo que se ejerce a través de un sistema de agencias denominado sistema penal que, a partir de un interés político determinado, criminalizan un conjunto de conductas humanas convirtiéndolas en delito. Ahora:

El proceso selectivo de criminalización se desarrolla en dos etapas, denominadas respectivamente, primaria y secundaria. Criminalización primaria es el acto y el efecto de sancionar una ley penal material, que incrimina o permite la punición de ciertas personas. (…) Por lo general, la criminalización primaria la ejercen agencias polí ticas (parlamentos y ejecutivos), en tanto que el programa que implican lo deben llevar a cabo las agencias de criminalización secundaria (policías, jueces, agentes peniten ciarios). Mientras que la criminalización primaria (hacer leyes penales) es una decla ración que usualmente se refiere a conductas o actos, la criminalización secundaria es la acción punitiva ejercida sobre personas concretas. (Zaffaroni, Alagia y Slokar, 2002)

El delito no es, como se pretende presentar, un fenómeno social que surge por obra y gracia de la dinámica social y requiere de un tratamiento, sino, primero que todo, una construcción política en el cual prima el interés específico de aquellos que detentan el poder político.

Si bien el Derecho penal debe funcionar como una herramienta de contención y reducción del poder punitivo habilitado por las leyes penales, como toda ciencia social, en su núcleo mismo hay ideología, en consecuencia, argumentos que, unos sirven para legitimar el uso y abuso del poder punitivo, otros para limitarlos, de allí la necesidad de «traducir», a partir del pensamiento crítico, los argumentos que maneja el Derecho penal frente a los hechos, frente a la realidad que se valora. Como planteamos antes, en el período de la ilustración (con una burguesía revolucionaria y un liberalismo progresista), se conformó un pensar penal que, enfocado en la esencia del poder punitivo, trató de construir todo un conjunto de argumentos y tesis que limitaran tal poder, pero el estado de cosas tenía que evolucionar. Así, una vez que el poder burgués se consolida en la década del cuarenta del siglo XIX, las ideas sobre el Estado y el Derecho cambian, en razón a que el liberalismo había dejado de ser una ideología revolucionaria y progresivamente pasa a una ideología reaccionaria, como advierte Acanda (2002):

Hasta 1848, el liberalismo fue - en lo esencial- radical, innovador y revolucionario. A partir de las revoluciones que ese año se sucedieron en varios países de Europa occidental y central, y que consolidaron regímenes liberales, así como el arribo de la burguesía al gobierno, el liberalismo fue perdiendo buena parte de su capacidad transformadora y centró su atención en la conservación de los logros políticos, económicos y sociales conseguidos. (p. 100)

Sobre las repercusiones de este proceso ideológico en el pensamiento penal de la época refiere Pavarini (1983): «en la Europa de la segunda mitad del siglo XIX (…) una vez que el poder político fue definitivamente conquistado, los intereses de la clase hegemónica se limitaron a inventar la estrategia para conservarlo» (p. 40).

A partir de este período comienzan a desarrollarse, dentro de la ciencia penal, todo un conjunto de teoría que, de una forma u otra, atribuyen a la pena un fin preventivo del delito en la sociedad (Mezger, 1958; Ferrajoli, 1995; Mir Puig, 1996; Roxin, 1997) por la propia lógica del sistema, este mismo fin se le transfiere al poder punitivo que la aplica (Zaffaroni, Alagia y Slokar, 2002), ya que la pena no es algo que flota en el aire, es, simple y llanamente, la expresión del poder punitivo.

Esta mítica función preventiva del poder punitivo se trasladó al imaginario social, al denominado sentido común,5 a las campañas presidenciales, a las campañas contra la violencia, etc. y creó una imagen distorsionada y distorsionante de la realidad social; conformó un valladar que impide una apreciación real del ejercicio de la hegemonía en las sociedades contemporáneas.

Si se aparta el mito de la pena y se admira lo que ocurre en la realidad social latinoamericana, las conclusiones sobre los supuestos fines preventivos de la penas y del poder punitivo quedaran totalmente negados.

Para tener un elemental criterio de análisis, se debe tomar en cuenta lo que, a partir de la valoración de la experiencia práctica que vivía a diario, nos propuso Cesar Bonesana (2007) (el conocido Marqués de Beccaria), cuando advirtió: «no es la crueldad de las penas uno de los más grandes frenos de los delitos, sino la infalibilidad de ellas. La certidumbre del castigo aunque moderado hará siempre mayor impresión que el temor de otro más terrible» (p. 100). Es decir, el problema de la «supuesta» y anhelada «prevención del delito» no es un problema en sí de la pena, sino del funcionamiento del poder punitivo, de su rapidez, de su inmediatez, de la certeza con la cual responda ante los hechos en concreto.

En síntesis, el problema de la prevención no tiene tanto que ver con la magnitud de la pena, sino con la falta de impunidad, esta es una idea que tiene fundamentaciones teóricas 6 y prácticas.7 Pero, para poder lograr un sistema penal que actúe de esa manera, se tienen que contar con condiciones objetivas muy elementales que lo posibiliten: 1) habría que contar con códigos penales muy pequeños, que; 2) permitieran sistemas penales descongestionados y de esa forma; 3) que pudieran responder siempre y prontamente ante todas las trasgresiones. Cuestiones estas muy elementales pero que no tienen nada que ver con las realidades actuales, pues, como advierte Zaffaroni, Alagia y Slokar (2002), «la criminalización primaria es un programa tan inmenso, que nunca y en ningún país se pretendió llevarlo a cabo en toda su extensión, y ni siquiera en parte conside rable, porque es inimaginable» (p. 7). Los abultados códigos penales, unidos a las múltiples leyes penales especiales que le acompañan, resultan colosales programas de criminalización primaria que hacen colapsar el funcionamiento de las agencia de criminalización secundarias que, como advierten Zaffaroni, Alagia, y Slokar (2002):

La disparidad entre la cantidad de conflictos criminalizados que realmente acontecen en una sociedad y los que llegan a conocimien to de las agencias del sistema es tan enorme e inevitable que no llega a ocultarse con el tecnicismo de llamarla cifra negra u oscura. Las agencias de criminalización secundaria tienen limitada capacidad operativa y su crecimiento sin control desemboca en una utopía negativa. (p. 7)

La criminalización primaria e impunidad que ella misma condiciona son dos corceles que progresivamente aumentan su galope a nuestro alrededor. Cuando se engrosan los códigos penales y se multiplican las leyes penales especiales, en esa misma medida disminuye la capacidad de respuesta de los sistemas penales y aumenta descomunalmente su capacidad selectiva sobre aquellos y aquellas que se encuentran más alejados de los centros de poder y presentan, por su falta de preparación, de cultura, de recursos, mayor vulnerabilidad a ser seleccionados y criminalizados por ese sobre saturado sistema penal (Zaffaroni, Alagia y Slokar, 2002)

Esta realidad, que lleva a un movimiento en espiral ascendente de criminalización, impunidad, aumento de la violencia, de la inseguridad ciudadana, crea una suerte de imagen bélica, promueve una guerra contra el tráfico de drogas, la corrupción, la violencia contra la mujer, contra los delitos patrimoniales, etc. en la cual pululan los argumentos sustantivistas como «“satisfacción de la opinión pública», la necesidad de intimidar, la urgencia de controlar la “alarma pública”» (Zaffaroni, 2000, p. 11).

Ahora, ¿qué producen en la realidad práctica estos procesos galopantes de criminalización? Zaffaroni, Alagia y Slokar (2002) la resumen en el siguiente pasaje:

La imagen bélica del poder punitivo tiene por efecto: (a) incentivar el antagonismo entre los sectores subordinados de la sociedad; (b) impedir o dificultar la coalición o el acuerdo en el interior de esos sectores; (c) aumentar la distancia y la incomunicación entre las diversas clases sociales; (d) potenciar los miedos (espacios paranoicos), las desconfianzas y los prejuicios; (e) devaluar las actitudes y discursos de respeto por la vida y la dignidad humanas; (f) dificultar las tentativas de hallar caminos alternativos de solución de conflictos; (g) desacreditar los discursos limitadores de la violencia; (h) proyectar a los críticos del abuso del poder como aliados o emisarios de los delincuentes; (i) habilitar la misma violencia que respecto de aquéllos. (p. 18)

En ningún caso la desmedida criminalización facilita alguna solución a la conflictiva realidad latinoamericana y sí echa leña al fuego de la violencia, la fragmentación, la polarización, la descomposición social y fortalece de forma desmesurada la hegemonía del Capital. El supuesto efecto de protección con que se promociona y por la cual se vende la criminalización especial o específica de la violencia contra la mujer, no solo no se produce, sino que genera, multiplica, incentiva todas las condiciones para que esa violencia se conserve y aumente, precisamente, en aquellas mujeres más desprotegidas, más alejadas de los centros de poder (Zaffaroni, Alagia y Slokar, 2002).

Las mujeres no pueden dejarse engañar por las apariencias de las soluciones que el poder hegemónico le presenta; armadas de pensamiento crítico, deben siempre rasgar la imagen que se les muestra para palpar la verdad que oculta. Una de las tantas luchas que deben librar es, justamente, contra las campañas que estimulan el crecimiento del poder punitivo. De la misma forma que en la época de la Ilustración, la lucha contra el poder punitivo es parte de la lucha contra el poder a derrotar: el poder del Capital.

REFERENCIAS

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Notas aclaratorias

1. Acanda (2002) afirma que: «Marx no se limitó a desenmascarar la falsedad de esta idea, sino que explicó que tiene su causa objetiva en la propia apariencia del Estado como fenómeno social, que se presenta a los ojos de los individuos como un ente suprasocial. Retomando a Hegel, sostuvo que la apariencia no es una mera equivocación, engaño o error, sino que tiene su propia racionalidad, y se preguntó por su esencia» (pp. 209-210).

2. «En la teoría marxista sigue predominando la idea de que la emancipación de las mujeres se alcanza por añadidura con la emancipación integral de la sociedad. La emancipación de las mujeres es un momento decisivo en el largo camino hacia la emancipación humana» (Alfonso, 2017, p.195).

3. «Como ha señalado Hobsbawn, no consideró que el dominio burgués fuera solo una imposición, sino que entendió la capacidad de esa clase para establecer y preservar su liderazgo intelectual y moral, para dirigir más que obligar. A esto Gramsci lo llamó “hegemonía”. Una clase o grupo puede ejercer su dominio sobre el conjunto social porque es capaz no solo de imponer, sino de hacer aceptar como legítimo ese dominio por los demás grupos sociales» (Acanda, 2002, pp. 244 y 251).

4. La cual tiene como fin esencial legitimar el uso del poder punitivo, poder este que, como advierten Zaffaroni, Alagia y Slokar (2002) «no resuelve los conflictos porque deja a una parte (la víctima) fuera de su modelo. Como máximo puede aspirar a suspenderlos» (p. 6. El subrayado es de los autores).

5. «sentido común compartido por todos, y que señala lo que se acepta como normal, natural y evidente, “sentido común” se entiende la conciencia cotidiana, La concepción del mundo popular tradicional, propia del hombre medio, la “filosofía de los no filósofo”. El sentido común es un instrumento de dominación de clase» (Acanda, 2002, pp. 254, 295-296).

6. Lenin en su momento planteó: «se ha dicho, hace ya mucho tiempo, que la significación preventiva del castigo no reside en su severidad, sino en su inminencia. Lo importante no es que por un delito se haya fijado una pena dura, sino que ni un solo delito quede impune» (Lenin, 1986, p. 434). Por su parte, más cercano en el tiempo, Alvira Martin (1984) afirmó: «si la pena / castigo es suficiente severa o grave, la aplicación del castigo tiene lugar inmediatamente después de la comisión del delito y por último existe un grado de certeza alto de que la comisión de un delito lleva aparejado la aplicación de una pena o castigo sí y solo si se dan estas tres condiciones a la vez parece lógico pensar en un efecto disuasor de la pena» (p. 10).

7. La ONU en su Séptimo Congreso sobre prevención del delito y tratamiento al delincuente, celebrado en Milán, Italia, del 26 de agosto al 6 de septiembre de 1985. Resolución sobre reducción de la población penitenciara medidas sustitutivas del encarcelamiento e integración social, Capítulo I E-16 afirma: «teniendo en cuenta también los estudios de investigación que indican que en diversos países los aumentos del número y de la duración de las sentencias de prisión no tienen un importante efecto de disuasión de los delincuentes y considerando que el medio más eficaz de disuasión es la certeza y la rapidez en la detección de los delitos» (ONU, 1985, p. 89).

Recibido: 08 de Mayo de 2018; Aprobado: 15 de Junio de 2018

*Autor para la correspondencia: elycabalem@flacso.uh.cu

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