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Revista Cubana de Medicina

versión impresa ISSN 0034-7523versión On-line ISSN 1561-302X

Rev cubana med vol.54 no.1 Ciudad de la Habana ene.-mar. 2015

 

EDITORIAL

 

La formación de los médicos que necesitamos

 

Schooling for the physicians we need

 

 

Se inicia un nuevo curso en los estudios de medicina, si es que acaso podemos distinguir aun entre cursos el continuo proceso y variedad de programas en que se ha trocado la formación médica actual. No obstante, es un buen momento para compartir meditaciones en torno al trascendental papel del ejemplo en la formación médica, los más grandes dilemas que la embargan y la influencia de la geriatría y los geriatras al respecto. Digo meditaciones compartidas porque en estas notas está el legado de mis maestros, rásgote mi experiencia propia y apuesto, con muchos, por los médicos que quiero y en los que creo, por los médicos que necesitamos y aun podemos formar.

La medicina se ha venido desembarazando, muy triste es reconocerlo y más peligroso ignorarlo, de su humanismo ancestral. Humanismo quiere decir cultura; comprensión del hombre en sus más altas aspiraciones y miserias; valoración de lo que es bello y lo que es justo en la vida; fijación de las normas que rigen nuestro mundo interior; afán de superación que nos lleva a igualar con la vida el pensamiento. Esa es la acción del humanismo al hacernos cultos. La ciencia es otra cosa; nos hace fuertes, pero no nos hace mejores. Por eso el médico mientras más culto, más sabio.

Las jóvenes generaciones parecen no haberlo advertido, con dolor me he ido dando cuenta en estos años haciendo balance de responsabilidades propias. En casi todos los jóvenes se aprecia un afán apasionado por dominar la técnica más que apropiarse del método y, con facilidad, se les ve desarrollar el culto por los aparatos más que por las ideas científicas. Debe estudiar con cariño el médico en formación, y el residente, las ciencias básicas, familiarizarse con todos los procedimientos y, lo que posiblemente sea más importante, acercarse a los especialistas, a los que gozan con su ocupación y hablan de ella con convencimiento y amor. Estoy seguro que al oírlos, recién entonces serán capaces de decidir su camino.

Hay que exigir a los futuros médicos un interés político. No es recomendable la actitud de sistemática inhibición que se forja al ejemplo de algunos “profesores”. El médico, por su trato constante con personas de diversa procedencia social, su acceso a la información confidencial, y su obligación y capacidad de influir en la conducta de sus pacientes, como parte del ejercicio de su función, no debiera adoptar una indiferencia ortodoxa ni hacerse impermeable a las necesidades de conocer, opinar y participar en las cuestiones de orden público. Los organismos profesionales médicos, y el estudiante de medicina y el residente, deben prepararse para ello, para prestar valiosa y variada colaboración política mediante el asesoramiento técnico y la orientación que sean capaces de dar a las entidades gubernamentales para la conducción de la política educativa en nuestro campo y también a la sanitaria del país.

En otro orden de ideas, el médico moderno actúa en forma diferente que en otros tiempos, pero ello no justifica pensar siempre en forma diferente. El médico ha ocupado siempre una posición diferente en la sociedad: su vida se somete a un código especial y se espera por ello una actuación superior a la del ciudadano promedio. Al médico se le ha tenido confianza y su opinión siempre ha sido solicitada antes de tomar muchas decisiones y ese crédito hay que preservarlo.

Pero el ejercicio individual de la medicina ha cambiado en virtud de los cambios sociales. La complejidad de la medicina moderna ha conducido a la pérdida de independencia para el profesional. Hay que reconocerlo: ya ningún médico, individualmente, es capaz de abarcar todo el conocimiento científico (¿alguna vez sucedió así?) ni satisfacer todas las necesidades del paciente. Cada médico depende del personal del laboratorio, de múltiples servicios auxiliares, de la ayuda de otros colegas; y, a medida que la medicina avanza, el médico se torna más dependiente. También, cada vez más, el médico queda atrapado en su actuar en la llamada “medicina organizada” (protocolización de la práctica médica) que pauta y, en muchos casos determina, la disciplina de las organizaciones sanitarias. De esto a que el médico quede reducido a simple empleado institucional hay un trecho corto que puede convertirlo en un sujeto apático, rutinario, considerado un elemento más dentro del complejo engranaje institucional, tendiente a la actuación monótona, improductiva y siempre dirigida (muchas veces digitalmente).

Hay que salvarnos todos de todo esto pero, en particular, hay que salvar a los médicos en formación, a los residentes. Debe preservarse y estimularse la independencia profesional dentro de ciertos límites, aun dentro de la llamada “medicina organizada”, como única forma de mantener el bienestar y la dignidad del médico y, por ende, del paciente y del público en general. Las instituciones sanitarias deben reconocer y desarrollar su responsabilidad en crear la atmósfera adecuada para que el médico se sienta parte de la organización, parte fundamental, y no llegue a considerarse un artefacto más. Hay que cuidar que los sistemas de seguridad colectiva que se vienen desarrollando no “alivien” al médico de su responsabilidad individual ante el paciente; esto sería nefasto para la profesión así como no estimular el más elevado desempeño ético y la promoción del cuidado como categoría superior de la práctica médica.

Para muchos médicos en formación, y residentes, la compasión del médico, su actitud comunitaria, constituyen un deber de orden ético, pero no pasa de ser un simple gesto utilizado como cubierta de su ignorancia; el conocimiento científico, y la capacidad técnica para aplicarlo, le restan importancia al aspecto humano de la medicina, ya que la mejor manera de servir a los intereses del paciente radica en lograr su recuperación, y la mejor manera de obtener esto reside allí, en saber aplicar oportunamente el conocimiento científico.

Suena razonable lo anterior, pero en muchísimos casos no deja de ser una falacia. Muchas enfermedades ceden al “ataque científico” sin lograr resolver los problemas fundamentales del paciente. Un número bien significativo de problemas y enfermedades constituyen retos vigentes para la profesión: ignoramos su naturaleza, no disponemos de recursos para combatirlas, y el “conocimiento científico” que utilizamos para tratarlas no pasar de ser un ensayo empírico. Lo que sí es tremendamente cierto es que el conocimiento científico debe calificarnos para comprender nuestras limitaciones, y para tratar de hallar medidas efectivas, así sean empíricas, para lograr servir mejor al paciente.

Dentro de la profesión médica conserva vigencia plena el pensamiento: "curar algunos, aliviar muchos, consolar a todos". Se dice con razón: "que las amenidades nunca permiten develar un diagnóstico difícil, ni el trato suave y humanitario detienen una hemorragia". Pero aunque Hipócrates no disponía de antibióticos, ni de los recursos milagrosos de la cirugía, percibió muy claro el valor de la vida, la obligación del médico, el marco moral de referencias dentro del que este se desplaza y, de hecho, sus contribuciones fueron mucho más importantes que las de cualquier otro personaje legendario en toda la historia de la medicina.

La pura compasión no es suficiente, ni tampoco el elemento más importante del médico. Es una cualidad que debe asociarse a integridad, devoción y capacidad; y, a menos que estas cualidades inherentes y adquiridas, no sean cabalmente desarrolladas en los años formativos, es poco probable que emerjan espontáneamente cuando las demandas del ejercicio profesional y las frustraciones de la vida golpean tan fuertemente la humanidad del médico.

El médico en formación, aun el residente, se inician en el conocimiento de una profesión para la cual la dedicación al servicio del enfermo es el motivo de su existencia. Pasarán muchos años para que el estudiante de medicina, aun el más motivado, comprenda las implicaciones reales de tan grave decisión. Habrá momentos, durante sus estudios, cuando le asaltará la duda de los objetivos reales de la carrera que decidió escoger libremente. Oye y ve muchas cosas diferentes totalmente a como las había concebido. Empiezan así las frustraciones. Le alarma la complejidad de la medicina; las limitaciones mostradas por maestros de reconocida pericia; los errores incesantes de profesores y aprendices. Le fastidia la insistencia de los que le instruyen acerca de una historia clínica bien realizada. Le suena a falsa literaria que los cimientos del diagnóstico sigan siendo el interrogatorio, el diálogo consciente con el paciente y la exploración física bien motivada, en una época en que las instituciones hospitalarias cuentan con elaborados y complejos recursos diagnósticos. Solo muchos años después capta la tremenda verdad de que esos elementos (el diálogo consciente y la exploración física motivada con el enfermo), no solo administran una información preciosa acerca de la enfermedad del paciente sino que aportan algo igualmente importante: la oportunidad para conocerlo y para iniciar esa relación tan vital entre dos personas, médico y enfermo, la cual mientras más racional se torna más productiva.

Alguien ha dicho que no se puede comenzar la tarea de ayudar al paciente hasta que no se le conoce; y no se puede comenzar a conocer hasta que no se le sirve. Para conocer al paciente hay que hacer el esfuerzo por interesarse en él como persona. Con frecuencia se oye decir a médicos y estudiantes: “este caso es interesante”. Realmente el interés reside en el observador y no en el enfermo, y pasarán muchos años hasta que se obtenga el convencimiento pleno de que no hay pacientes no interesantes sino observadores desprovistos de interés.

También aprenderán que muchos conceptos científicos, aunque explican la enfermedad, no ayudan al paciente, y que la aplicación de estos, aunque suene contradictoria, puede a veces ser muy poco científica.

Al estudiar pacientes deben aceptar que: no lo hacen para satisfacer su curiosidad académica, ni para recrearse en la contemplación de algo muy raro, posiblemente no descrito en la literatura médica. Deben pensar en el paciente como alguien que necesita ayuda; que los enfermos no ingresan al hospital para proveer oportunidades educativas a los estudiantes y residentes, sino para ser atendidos, y que es en base a ello, mediante lo cual los alumnos derivan oportunidades para su aprendizaje, para la adquisición de conocimientos destinados a beneficiar futuros enfermos.

Por esa razón tan sencilla, ningún programa educativo conduce a formar buenos médicos si descuida la atención del enfermo, del ser humano, como su elemento central. No ha podido, sin embargo, evitarse que la preocupación por métodos educativos refinados y por técnicas precisas de exploración haya alcanzado en algunos escenarios y momentos dimensiones pedantescas que relegan a un plano subalterno el bienestar del paciente. El estudiante debe desarrollar, mediante el trato con los pacientes, la capacidad de disfrutar el contacto humano con otras personas, estimulado, intrigado, por el drama, la comedia, el heroísmo, todos esos elementos que a la vez constituyen la práctica de la medicina.

El médico debe acostumbrarse a escuchar. El paciente acude al médico porque tiene o cree tener problemas; quiere encontrar alguien que le ayude, y solo oyéndolo se inicia esta ayuda. Solo oyendo trasmitimos al paciente la idea de que estamos interesados en él, preocupados por él, deseosos de resolver sus problemas.

Hay que ser tolerantes con las reacciones del paciente, con sus hábitos. No escandalizarnos y pretender moralizar a toda costa. La función del médico realmente, hasta hoy, no es tanto cambiar los malos hábitos del paciente como protegerlo contra sus consecuencias.

Por las características de los pacientes mayores la geriatría ha desarrollado un método peculiar: la evaluación geriátrica; y, por esta razón, los geriatras han desarrollado habilidades especiales en el manejo de sus pacientes. Hay un don de humanismo como prerrequisito de la práctica de esa medicina geriátrica y esta se afinca en una ciencia con conciencia y en un modelo de abordaje multidisciplinar sistemático (muy diferente del "muerde y huye" del abordaje convencional en "equipos").

Es verdad también, y lamentablemente, que algunos tienen como referente una geriatría caricaturizada y a unos geriatras de caricatura. Pero el prestigio de la medicina geriátrica crece sobre todo en donde más se necesita: en el sector de la población a que beneficia. Y, no cabe duda que, por añadidura más que por tesón, también en el ámbito académico.

La geriatría tiene misiones ya bien conocidas en el ámbito de la medicina y la salud pública. No me caben dudas que por la coherencia de su método, la integralidad de su práctica y el redimensionamiento creciente de su población diana una nueva misión debe enarbolarse como oportunidad: su contribución a la formación de médicos y especialistas mejor dotados de la ciencia, la conciencia y el humanismo que han hecho desde siempre a nuestra profesión un referente del mejor servicio que se le puede brindar al ser humano: el cuidado de su salud.

El verdadero espíritu médico se inspira en las aulas, en las salas y consultas del hospital, en los quirófanos, en los consultorios, en los policlínicos; se ejercita durante la vida profesional y se enriquece con la meditación. Muchos satisfacen las dos primeras exigencias, pero muy pocas veces han meditado en la intimidad.

La responsabilidad, y esto han de aceptarlo los estudiantes con carácter de dogma, es el primer paso para alcanzar la madurez profesional.

Si el estudiante ha aprendido, y eso deben lograrlo los profesores con el ejemplo, a respetar al paciente, a saber que no es un número ni un caso interesante sino un ser humano en busca de ayuda, que ha depositado su fe y su esperanza en él y, por tanto, no debe defraudarlo, habremos logrado los médicos que necesitamos para Cuba y para el mundo.

 

 

 

Dr. Salvador Tamayo Muñiz
Hospital Universitario "Dr. Gustavo Aldereguía Lima". Cienfuegos, Cuba.

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