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Revista Cubana de Medicina Militar

Print version ISSN 0138-6557On-line version ISSN 1561-3046

Rev Cub Med Mil vol.37 no.4 Ciudad de la Habana Oct.-Dec. 2008

 

TRABAJO ESPECIAL

 

Luis Díaz Soto: ejemplo de científicos revolucionarios

 

Luis Díaz Soto: an example of revolutionary scientists

 

Juan Marinello

Publicado en el folleto Semblanza de Luis Díaz Soto. Impreso por la Sección de Servicios Médicos de la Dirección de Servicios del MINFAR en el año 1964 en la fábrica 205-00 Osvaldo Sánchez del Combinado de Artes Gráficas.


 

Recordar a Luis Díaz Soto es un deber revolucionario no exento de amargura. Su sobria ejemplaridad quedará unida para siempre al acabamiento prematuro, al final inoportuno. Su obra será para nosotros como una familiar sinfonía inconclusa.

Seis semanas antes de vencer la gran revolución encabezada por Fidel Castro perdimos al hombre de ciencia y conciencia. Cuando iba a cuajar un movimiento libertador de entraña histórica que expresaba la creencia y la voluntad de Díaz Soto, nos faltaron su abnegación ilimitada, sus insuperadas dotes de meditador y organizador en la parcela propia, su ajustado entendimiento de la realidad y del sueño, su sabiduría de los libros, de los hombres y de la vida. Quien le conoció todas las dotes y virtudes sabe la dramática frustración que fue su muerte. Quedará para nuestro recuerdo como un ímpetu ansioso y penetrante, como un gesto radical, empeñado en vencer las resistencias oscuras que su pueblo ha derrotado para siempre.

 

EL HOMBRE

El caso personal de Luis Díaz Soto es una confirmación más de la verdad del marxismo-leninismo como impulso conductor hacia la convivencia justa y creadora. No fue, como ha señalado Sergio Aguirre, un dirigente político, un hombre de masas; lo que no le estorbó ser un espejo de revolucionarios. El hecho proclama el burdo error de los que sostienen que la voluntad transformadora -revolucionaria- es cosa privativa de gentes volcadas en la agitación fervorosa. Tal aserto es hijo de la más barata concepción individualista. Los cambios sociales, expresiones del desarrollo inevitable de las relaciones de producción, atraen a su órbita las conciencias honestas, por encima de matices personales; sin que ello niegue que la clase dirigente de la revolución, el proletariado, sienta de modo más intenso y general el llamado a la lucha.

Temperamento contrario, antítesis del de Díaz Soto, fue el de su compañero entrañable Luis Álvarez Tabío. Los dos Luises se untan por el fuerte vínculo del contraste violento. Identificados en ideología y criterios esenciales, no podían darse hombres de más distinta estampa. Hasta en lo físico aparecían contrapuestos. Álvarez Tabío, la sanidad sonriente, la apostura impetuosa, la gracia traviesa y desbordada. Díaz Soto, la mesura meditabunda, la serenidad melancólica, la buída espectación, el entusiasmo soterrado. Los dos Luises trabajaban sin fatiga por el mundo liberado, sin opresores ni oprimidos, que estaba en su creencia y militancia. Ni la risa abierta ni la sonrisa responsable estuvieron presentes el gran día de la victoria. Tampoco Luis Alvarez Tabío, naturaleza cordial y solidaria, pudo poner la planta en la tierra prometida.

No nació Díaz Soto en hogar proletario, y su oportunidad de cultura y adiestramiento profesional apuntaba, dentro de reglas normales, a una fructuosa ubicación en las filas de la burguesía nacional. Pudo distraerse en lo cercano y ser un médico amable, sabio y próspero. Su honradez cenital -manifestada tantas veces en el comentario directo, tajante y aun desapacible-, lo condujo al examen desnudo y perspicaz de la realidad que lo cercaba. Convencido desde muy joven de que sólo la lucha y la victoria de la clase obrera podrían transformar un mundo anarquizado y cruel, se dio, sin regateo ni recelo, a la acción dirigida por el Partido de los comunistas cubanos. Hasta su muerte formó en sus filas, honrando su militancia. Como el hombre es la resultante de su medio y temperamento -no el famoso «junco pensante», pero sí el «junco actuante»- Díaz Soto fue, sin merma de su lealtad a la causa embrazada con la conciencia y el corazón, una personalidad distinta y contrastada, un individuo señalado por características infrecuentes, una voz peculiar y encarnizada en el coro de sus mejores contemporáneos. No se le oía como primera figura, pero su entonación exaltaba- el conjunto, al ser fiel a su intimidad trascendente.

Está claro, por lo que llevamos escrito, que no fue Díaz Soto lo que se llama, con mucho de verdad, un cubano típico. Nadie, al verle la figura escueta y afilada, el ademán comedido, lo rubio del cabello y el azul de los ojos, pensaba en un producto habitual del medio isleño. Vivió como envuelto en un ámbito de tensa contención, de espaldas al gesto y al espectáculo. No fue cálido sino férvido. Como hombre en que se cruzaban la responsabilidad y el apasionamiento (la mejor responsabilidad y el mejor apasionamiento), no dejó de decir lo que su limpia vigilancia le mandaba; pero lo dijo sin acritud ni zalamería, con la palabra tersa, convincente y lúcida. No le vimos adelantar juicio sin buena maduración, ni callar lo que debía decir a tiempo. Poseyó en gran medida la virtud cubanísima de la inteligente ironía, siempre vestida de peculiar elegancia. Parecía estar de vuelta de todos los caminos, y hasta un poco cansado del trayecto; en verdad, gozaba el camino con experiencia e ilusión, con historia y sorpresa. Conocía muchas cosas, y las entendía todas. Fue un hombre simple, opuesto a la simpleza; grave, contra la gravedad, distinto sin proponérselo.

Si se nos forzase a destacar la virtud capital del gran compañero, diríamos que estaba en su dominante sentido de responsabilidad, encauzado siempre hacia el hacer benéfico a que lo llamaba su creencia política. Por ello, no fue distinta su postura ante la investigación científica que ante la organización hospitalaria o la tarea del militar revolucionario. Quien había calado en su ser primordial esperaba, adivinaba, su reacción ante personas y acontecimientos. En toda ocasión, el entusiasmo por dentro y la serenidad por fuera; siempre, la meditación dilatada volcada en el quehacer inmediato. Como todo lo encaminaba a una finalidad definida y amada, hacia ella orientaba sus finas antenas sensibles, y lo sorprendente estaba en aquel dominio de datos y antecedentes a punto, enfilando la meta de cada día.

Dejó Luis Díaz Soto en los que fuimos sus compañeros las huellas de un magisterio involuntario, de una función natural y penetrante como la de esa lluvia que, sin ruido ni relámpagos, cala muy hondo en la tierra sedienta. Como sabíamos que no usaba palabra ociosa ni sentencia sin puntería, éramos avaros de su opinión y comentario. Como dice Luis... repetíamos al otro día del diálogo... Para ejercer esta condición guiadora, había hecho en todos la conciencia de que, atento a lo grande' y a lo menudo, no le soltaba el freno a la buena malicia criolla, ni ponía el ojo en el árbol para dejar de ver el bosque. Contra el intento de la captación engañosa, alzaba murallas de raciocinio y, al fin, le salía la certidumbre redonda y plena.

Como el entusiasmo le nacía del convencimiento, la advertencia lucía una claridad exacta, en su poder activo.

Fue obligado que árbol de tan profunda raíz diese frutos de calidad duradera, aunque inadvertidos para el gran número. El filo de sus excelencias determinó sus limitaciones. Si lo mejor de su tiempo lo dio a la meditación solitaria y el diálogo eficaz; si su gran menester fue el de organizar, con rigor y vuelo, lo que caía en su campo, no había de gozar del conocimiento amplio y la devoci6n dilatada. Inspiró respeto y adhesión en los que tuvieron oportunidad de oírles el criterio y el consejo; y en sus compañeros de profesi6n, sobre los que tuvo la influencia de un hermano mayor solícito, alerta y comprensivo.

Las personalidades como la de Díaz Soto se extienden y completan en la obra de sus colaboradores cercanos. Son, en lo primordial, formadores de cuadros. La sustancia de sus predicciones y advertencias tarda en manifestarse a la luz de todos; pero no se pierde, ni se disuelve al producirse. Por ello, más que en otros casos, en el del gran militante de la medicina revolucionaria, se hace obligado que, al saludar la realización certera en su campo, se sepa de dónde viene el impulso originario.

En mucho de lo que hace hoy nuestra revoluci6n socialista por la salud del pueblo están la señal y la norma de Luis Díaz Soto. No lo saben muchos; pero mañana, en la medida en que se esclarezca su tarea orientadora y su desvelo precursor, se irá destacando, sobre las brumas de un período difícil y heroico de nuestra historia, el perfil de un luchador sin fatiga, que no esperó recompensa ni premio, que lo puso todo en la espera laboriosa de un mundo que no iba a contemplar.

 

EL MÉDICO REVOLUCIONARIO

Compañeros devotos de Díaz Soto y honra de su profesi6n -Federico Sotolongo, José López Sánchez, Carlos Font-, han dicho cuánto fue su saber y su empeño por hacer de la ciencia médica un poderoso instrumento al servicio del hombre. Sin la cultura específica para hacer juicio, debe debemos aludir, en muy breves líneas, a este costado primordial del ejemplar militante científico.

No se rebajan merecimientos de otros al afirmar que fue Díaz Soto, en su tiempo, el más esclarecido orientador de un servicio asistencial de nuevo tipo y que su creación en este propósito es el antecedente mejor de lo que hoy se realiza. Tenía, para serio, un bagaje de excepci6n. Lo primero, una ancha cultura científica, muy comunicada con lecturas del más vario carácter. No fue para él la medicina, como para tantos hábiles curadores, un adiestramiento pragmático, un conjunto de reglas aplicadas al caso en examen; sin que cayese fuera de su órbita la atención a las técnicas más nuevas y eficaces.

Cuando se discurre sobre la necesidad de que posea el médico -si quiere cumplir su función capital-, un saber oportuno, se recuerda la conocida frase de Letamendi: «el médico- que sólo sabe medicina, ni medicina sabe». El dicho tiene verdad y vigencia; pero hay que decir lo que debe ser, en su naturaleza y proyección, la dilatada sabiduría que al médico se pide. No lo que debe saber sino cómo debe saber.

Médicos tuvimos en los tiempos de Díaz Soto y aún en los anteriores, dueños de sabiduría considerable y, por ello, profesionales de muy subida calidad. Ninguno ha dejado la huella de nuestro amigo por el sentido, por la orientación, por la trascendencia, de la cultura lograda. Lo relevante y singular en Díaz Soto -y ello se sabrá cuando, al conocer su esfuerzo, se le haga justicia-, está en que su entendimiento de la medicina, asistido de múltiple información, surge de una concepción revolucionaria de la sociedad y la cultura. De no haber sido así, no lo estaríamos recordando en este momento dichoso de nuestra historia.

Como marxista verdadero, enfocó Díaz Soto la tarea médica dentro de las relaciones sociales que todo lo rigen y condicionan. Por ello, el enfermo no fue para él un «cliente» sino un semejante al que había que volver la salud, al que había que integrar a la vida útil en un medio determinado y dentro de ciertas circunstancias. La función del médico estaba en hacer que los elementos aportados por siglos de ciencia y experiencia impidieran la enfermedad y la derrotasen, si se presentaba. De este modo, el trabajo profesional arriba a un nivel social y, en cierta medida, histórico.

Tuvimos la oportunidad, en días de duro combate, de conocer el trabajo de Díaz Soto como dirigente y organizador del Centro Benéfico Jurídico de Trabajadores de Cuba. En ocasión en que debía rendir a sus compañeros un informe de recuento y perspectivas, nos envió el manuscrito en que se apuntaban sus experiencias y criterios. Allí se expresaban en forma concentrada, sus concepciones primordiales sobre una empresa en extremo compleja y difícil. Lo que entonces levantó nuestra atención, queremos recordarlo ahora.

Se advertía en el informe un conocimiento muy completo de la evolución de la ciencia médica, no sólo en sus líneas matrices universales sino en el cauce de su proceso nacional. Siguiendo un método excelente, nuestro compañero arrancaba, para fundar sus propósitos de aplicación inmediata, en un exacto enjuiciamiento de los niveles científicos más recientes y del desarrollo y adaptación que aconsejaban y permitan las circunstancias cubanas. La situación de las cuestiones no podía ser ni más real ni más ambiciosa. Sólo un científico revolucionario cabal podía trabajar con tal perspectiva.

Tenemos muy presente cómo la lectura de aquel documento nos mostró el modo en que Díaz Soto absorbía los mejores resultados del avance científico en los más diversos parajes de la tierra. Lo que se había logrado por gentes alejadas y aun contrapuestas a su opinión política y a sus concepciones sociales, quedaba incorporado, con ajustado afinamiento, a su utilización conveniente. El acierto instrumental y el éxito organizativo aparecían apresados, en su análisis, en la medida exacta en que colaboraban a sus objetivos sociales y a su preocupación humana. Y todo ello quedaba inserto, desde luego, en principios fundamentales que miraban a hacer de la función asistencial un servicio de la más exigente calidad en bien del sujeto de su desvelo, el hombre enfermo, sin nombre ni apellido.

Debemos añadir cómo se ponía de relieve en aquella oportunidad una preocupación de primer plano en un científico revolucionario. Nos referimos a la conjugación sutil y certera entre los objetivos queridos y las posibilidades de hacerlos avanzar dentro de una situación enemiga y violenta. Veamos el relieve de tal virtud en la realidad en que desenvolvía Luis Díaz Soto su exigencia científica y su deber de comunista.

Lo mejor y más intenso de la obra de nuestro amigo en la dirección del Centro Benéfico Jurídico de Trabajadores de Cuba discurrió en tiempo en que la tiranía de Batista llegaba a la actitud más recelosa, persecutoria y descocada. (Ya hemos dicho que Díaz Soto desapareció seis semanas antes que la barbarie batistiana). Mídase la calidad del esfuerzo realizado en ocasión tan ingrata.

La pelea entre el Centro y el gobierno no podía ser más frontal y enconada. Díaz Soto ejemplificaba, en su pensamiento y en el modo de aplicarlo, la más avanzada concepción de la obra hospitalaria; y sostenía sus puntos de vista y sus realizaciones frente a la ofensiva más terca y reaccionaria que pudiera concebirse. El gobierno anticubano preparaba cada día una artera añagaza contra el Centro. No podía ocultársele que constituía una entidad de entraña clasista, objetivamente revolucionaria, aunque no se declarase en sus estatutos y reglamentos. Integrado por trabajadores, el Centro servía a los trabajadores. Y tal servicio se prestaba con ejemplar eficacia, lo que significaba una lección ingrata a los servidores del imperialismo. ¿Podía serie indiferente a aquel gobierno que un trabajador tuviese a su alcance la ciencia más actual y mejor dispensada?

El director del Centro unió la habilidad al coraje, y contra todos los embates, fue en adelante en su obra. Con visión muy certera y sin dejar de impulsar líneas organizativas nuevas y acordes con la naturaleza de la entidad, puso el mayor énfasis en la elevación de su nivel científico.

Muy pronto se supo que en el Centro Benéfico se aplicaban los últimos procedimientos, que la atención era distinta y mejor y que la diaria discusión de su personal facultativo aseguraba singulares resultados. Tal cosa había de tener dos consecuencias de signo contrario: de una parte, la defensa que suponía el creciente y merecido prestigio; de la otra, la exacerbación del resentimiento y del ataque de los organismos hospitalarios que se veían situados en lugar secundario.

En medio de la insidia circundante y de la agresión sin escrúpulo, se crecieron las calidades de Díaz Soto. Incansable y sereno, meditador y activo, se afirmó en la convicción de la victoria de su esfuerzo. Sólo un hombre de su fe política podía haber resistido con éxito la prueba durísima. Con profunda visión de marxista, sabía que lo que se funda en el propósito de derribar el privilegio y la opresión vence al cabo todas las conjuras. Su rol estaba en resistir avanzando, en sortear con habilidad y firmeza los obstáculos enemigos, en ganar, en la escaramuza diaria, la batalla final.

Ahora entendemos mejor el callado y ciclópeo trabajo del científico militante. Cuánta paciencia disimulada en la sonrisa; cuánta maestría táctica en el quehacer de .cada hora. Sus días comenzaban antes del alba y terminaban más allá de la media noche. No podía descuidar su cultura médica -y ya vimos que no era cosa alejada de la información universal y múltiple-; había de mantenerse atento al último avance de la organización asistencial; y no podía descuidar un punto la defensa de su obra, cercada por los cuatro costados. La tensión continuada y creciente y el trabajo sin medida le quebraron la salud, nunca cabal. Fue entonces cuando ofreció la mejor medida de su conciencia revolucionaria. Miró su caso con serenidad de científico y pasión de comunista. Se sabía herido de muerte y aceptaba el final cercano como el cabo natural del largo trabajo. Nadie pudo convencerlo de que le había llegado la hora del reposo, para ganar fuerzas y continuar la lucha. Como los capitanes ejemplares, se mantuvo al mando de la nave hasta el último instante. Añadió así, al ejemplo de la acción clarividente, el del sacrificio heroico.

Mientras se realizan sus sueños en el seno de la sociedad liberada que quiso con el pensamiento y con la obra, levantemos su caso de precursor sin miedo y sin tacha y entreguemos su claro ejemplo a los que ahora tienen sobre sí la responsabilidad que cumplió con soberana plenitud.

 

EL COMBATIENTE

En los días más duros de la lucha del pueblo español contra el fascismo y la reacción internacional, tuvimos la alegre sorpresa de ver llegar a la Valencia martirizada a Luis Díaz Soto. Por razones, muy explicables, nuestra vieja amistad se hizo más estrecha y fraternal en la etapa de ilusión y angustia que fue aquella guerra. Entonces conocimos de veras su llama y su luz.

La acción militar más intensa tiene momentos de calma reparadora. Cuando la guerra parecía «dormida de mar a mar», según el verso de Antonio Machado, el médico cubano daba suelta a su sorprendente repertorio de conocimientos y noticias. Nada en nuestro proceso histórico le era desconocido; había leído, con delectación y mimo, nuestros mejores libros viejos y tenía sobre nuestras cosas una visión personal y aguda nacida de la cuantiosa información y del mando de sus convicciones.

Con tal bagaje y orientación, la experiencia de la guerra española maduró soberanamente al científico y al luchador. Su gran tarea, su primordial destino, era el de organizador de la salud. El trabajo del médico militar, cuando hay

mucha sangre de por medio, ahorra etapas y descubre caminos numerosos. La administración de los recursos escasos y aleatorios mueve a iniciativas impensadas; el enfrentamiento continuo de la muerte violenta cría procedimientos inesperados. Cuando volvió Díaz Soto de la heroica hazaña española era un hombre distinto. Había participado en un gran hecho de nuestro tiempo y le rebosaban la capacidad científica y la sabiduría política.

Fue cosa frecuente que sus compañeros de trabajo -los venidos de muy lejos y los nacidos en la tierra que defendía, quedaran asombrados ante su connatural acogimiento de las normas militares. A todos parecía un soldado de larga ejecutoria. Claro que no sabían que desdoblaba en la disciplina del batallón la de su acerada militancia política. Y como en su nueva condición se exaltaban la curiosidad científica y la ocasión de servir a sus ideas, las nuevas formas del trabajo encontraban acogimiento natural y entrañable.

Estuvimos junto a Díaz Soto en el empeño ingrato y oscuro de fomentar la convicción y la disciplina entre gentes llegadas de todos los puntos de la tierra. Su autoridad de capitán del Ejército Republicano y su cargo de Cirujano Jefe del Batallón Lincoln-Washington les servía a maravilla en el oficio, tantas veces amargo, de reprimir querellas, deshacer intrigas o matar celos perturbadores. Su fina sensibilidad -que flotaba con raro deleite en la poesía y en la música-, le permitía penetrar con éxito en sus jóvenes compañeros impetuosos. La reciedumbre de una vida sin flaquezas ni vacilaciones le daba la seguridad para la persuasión neta y sobria. Fue, en sus días españoles, la expresión exacta del claro poder en que se cuaja el revolucionario verdadero. España nos lo devolvió entero y pleno, presto a cumplir la obra modesta y singular sólo detenida por la muerte.

 

EL HOMENAJE

Los compañeros que se han impuesto la tarea de recordar a Luis Díaz Soto realizan una iniciativa de largo alcance. El ejemplo del científico revolucionario sólo encontrará encaje oportuno si sale a luz su valor esencial; si los que han de fundar en su huella logran penetrar hasta el fondo su acción pionera; si echan a andar, por las anchas vías actuales, su señalamiento y su advertencia. Es otra la responsabilidad de hoy. Pero no es distinta en lo que exige de plena honestidad, de estudio incansable, de sagaz vigilancia, de abnegación y vuelo. Y en esto, nuestro compañero es maestro de larga vigencia.

Ha sido iniciativa de mucho acierto, la de unir el recuerdo de Díaz Soto al Hospital Central Militar. Tiene un profundo sentido que un establecimiento destinado a dar la salud a los miembros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias ostente a su entrada el nombre de quien fue militante y militar de la mejor causa de su tiempo. Digamos nuestra profunda emoción al contemplar, ayer mismo, la simbólica escena: junto a la puerta con el nombre querido, un soldado de la Revolución, guardaba erguido, con serena firmeza, la casa en que se atiende a sus hermanos enfermos. Los que esperaban dentro el día, de volver a la vigilancia armada son, sin saberlo, combatientes de la misma hazaña del hombre excepcional que los cobija con su recuerdo. Luis Díaz Soto agotó su empuje callado y poderoso en atesorar ciencia eficaz y generosa; la ciencia que ahora salva las vidas de los defensores de la Revolución. Usó las armas, en una pelea de todo heroísmo, para traer la paz, la única paz durable y cierta, la que se afinca en la liberación de los hombres y de los pueblos. Su condición de hombre de ciencia y de hombre de armas -de ciencia para todos y de armas para la paz-, es el mejor ejemplo para asegurar la victoria.

 

 

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