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Economía y Desarrollo

Print version ISSN ISSNOn-line version ISSN 0252-8584

Econ. y Desarrollo vol.154 no.1 La Habana Jan.-June 2015

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

Las empresas estatales y el desarrollo de México

 

The State Owned Enterprises and Development in Mexico

 

 


Armando Javier Sánchez Díaz I y Patricia Carmina Inzunza Mejía II


I FCEAT, Guamúchil, Universidad Autónoma de Sinaloa, México.

II FCEAT, Guamúchil, Universidad Autónoma de Sinaloa, México.

 

 


RESUMEN

El artículo analiza la importancia que han tenido, históricamente, las empresas de propiedad estatal en México, como fuente de recursos para financiar el gasto público, fomentar la producción y lograr metas distributivas y el desarrollo económico del país. Se determinan los efectos que las políticas neoliberales han tenido en las finanzas públicas durante los últimos veinte años y, en particular, la decisión de privatizar la mayor parte de las empresas de propiedad estatal. Además, se presenta evidencia de que estas políticas conservadoras han fracasado en promover un mayor crecimiento económico y en crear mejores y más productivos puestos de trabajo. Finalmente, a partir de las experiencias de algunos países de América del Sur, se propone como línea de investigación el estudio de las alternativas viables para que un futuro gobierno incremente su participación en las empresas que poseen un valor estratégico y que, actualmente, están en manos privadas.

PALABRAS CLAVE: empresas públicas, neoliberalismo, política fiscal, políticas económicas, privatización.


ABSTRACT

The present paper analyzes the historical importance of the Mexican state owned enterprise, as a source of resources to finance public expenditure, encourage production, and achieve distributive goals and the country's economic development. It also exposes the effect of neo-liberal policies on public finances during the last twenty years, and, in particular, the decision of privatizing most of the state owned enterprises. Besides, it proves that those conservative policies have not been able to promote a greater economic growth, and create better and more productive jobs. Finally, as from the experiences of some South American countries, the paper suggests a research on the feasible alternatives a future government might have in order to increase its participation in those enterprises having a strategic value, and that are currently privately owned.

KEYWORDS: state owned enterprises, neo-liberalism, tax policy, economic policies, privatization.


 

 

Introducción

A partir del año 1982, en México, se abandonó el modelo de industrialización por sustitución de importaciones (ISI) que estuvo vigente desde 1940. Este modelo se basaba en el paradigma keynesiano, en la concepción desarrollista de Raúl Prebisch y en la Comisión Económica para América Latina (CEPAL).Ese año el gobierno mexicano firmó una carta de intención con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y se comprometió a aplicar un conjunto de políticas neoliberales conservadoras, que más tarde encontrarían su expresión programática en el denominado "Consenso de Washington". Se comenzó a limitar, cada vez más, la participación del Estado y sus instituciones en la actividad económica y se adoptó el denominado "modelo de industrialización orientado a las exportaciones" (IOE), a partir del supuesto de que, por sí mismo, el libre comercio y el estímulo a las exportaciones garantizaría elevadas tasas de crecimiento del producto y millones de empleos en la economía.

El nuevo modelo, efectivamente, permitió elevar de manera significativa las exportaciones de ciertos sectores industriales y grandes empresas intensivas en capital, sin embargo, en ausencia de una política industrial para apoyar a pequeños y medianos productores y promover encadenamientos productivos, la expansión de las manufacturas trajo aparejada una mayor demanda por insumos importados. Como resultado, en los últimos años los déficits comerciales han escalado hasta niveles históricos y se ha recrudecido el perverso mecanismo que desde el sector externo restringe el crecimiento económico.

Además de liberalizar el comercio exterior, abrir el mercado de capitales y privatizar las empresas del Estado, con el pretexto de disminuir la pesada carga del endeudamiento externo y controlar la inflación, el Gobierno adoptó como axioma que debía mantenerse a toda costa el equilibrio fiscal, inclusive a merced de imponer límites al gasto público destinado a los programas sociales. Se modificó la constitución nacional para crear un régimen de autonomía para la banca central, lo que prácticamente significó ceder el control efectivo del sistema monetario a los organismos financieros internacionales.

El resultado de aplicar estas políticas liberalizadoras neoliberales ha sido el desmantelamiento de una gran cantidad de empresas productivas manufactureras tradicionales que daban empleo a muchos millones de mexicanos, pero que, sin embargo, no pudieron soportar la competencia de los productos importados ni la falta de apoyos financieros por parte del Estado. Un porcentaje importante de estas firmas cambiaron de giro, dejaron de producir y se dedicaron a comercializar o a ofrecer servicios. Este fenómeno, con los años, fue revelándose como un proceso de desindustrialización. El análisis que se realiza a continuación señala la pertinencia de reflexionar acerca de la conveniencia de restaurar la economía del sector público en México, para que el Estado disponga de los recursos financieros que requiere para reasumir su histórico desempeño como rector en la economía e impulsor de la industrialización y del desarrollo.

 

Las empresas estatales, el gasto público y las metas distributivas
en México

Kaldor (1976) explicó que el éxito de las naciones desarrolladas fue posible gracias al sector industrial y se refirió a que la industria era el motor del crecimiento y, por eso también, la clave para alcanzar el desarrollo.

Desde los años ochenta, en México, se sustituyeron las políticas industrializadoras orientadas hacia el mercado interno por políticas neoliberales dirigidas abiertamente a otorgar todo tipo de beneficios fiscales a un reducido grupo de banqueros y de grandes empresas exportadoras. A partir de ese momento, fueron desapareciendo las instituciones y los mecanismos que antes habían servido para proteger a las pequeñas y medianas empresas industriales mexicanas, por lo que muchas de estas sucumbieron ante la desventajosa competencia de los productos importados. Al abandonarse las políticas de apoyo a la mayoría de las empresas industriales, también se postergó, indefinidamente, la agenda del desarrollo. Las políticas anteriores que permitieron generar un notable avance industrializador por la vía de la sustitución de importaciones consideraban que el mercado interno, es decir, la demanda efectiva interna constituía el principal incentivo para la producción y la industrialización. Bajo el modelo ISI, el poder adquisitivo de los consumidores domésticos y principalmente la capacidad del Estado para ejercer el gasto público eran clave para alentar la inversión, impulsar el crecimiento del producto y alcanzar el desarrollo nacional.

Durante cuarenta años, una serie de gobiernos nacionalistas y desarrollistas estuvieron comprometidos en impulsar la industrialización del país y, para hacerlo, emprendieron grandes proyectos de inversión en infraestructura, al mismo tiempo que transferían un volumen significativo de los recursos públicos al subsidio de los bienes-salario de los trabajadores industriales, para poder garantizar, además, su capacidad adquisitiva como consumidores. Pero, su participación resultaba especialmente relevante cuando intervenían, desde el lado de la demanda y se empleaba el gasto público para reactivar la inversión, el crecimiento y contrarrestar las crisis económicas.

Bajo el modelo ISI, el Estado intervenía activamente como moderador y regulador de los precios en los mercados. Sin embargo, a partir de 1982, y presionado por una profunda crisis de la deuda externa, el gobierno de Miguel de la Madrid firmó una carta de intención con el FMI, en la cual se comprometió a sustituir las tradicionales políticas económicas activas por fórmulas muy conservadoras que transformaron al Estado inversionista y moderador de los mercados en un organismo con mucho menos grado de libertad para ejercer el gasto, fomentar la industria y alcanzar un mayor desarrollo.

 

Las funciones económicas del Estado y los servicios estratégicos que ofrece

Tomando como referencia a Musgrave (1959), Stiglitz (2000) explica que el Estado desempeña tres funciones económicas básicas: 1) mantener la estabilidad macroeconómica, lograr el pleno empleo y conservar los precios estables, 2) intervenir en la asignación de recursos económicos, directamente, al adquirir bienes (para la educación, la defensa, entre otros) o, indirectamente, mediante impuestos y subvenciones, que sirven para fomentar unas actividades o redistribuir los incentivos para realizar otras, y 3) ocuparse de la forma en que los bienes producidos por la sociedad se distribuyen entre cada uno de los sectores sociales, a partir del balance entre la equidad y la eficiencia.

A la explicación que ofrece Stiglitz, se le debe agregar que el Estado desempeña una cuarta función clave, fundamental en el caso mexicano, que es la de regular o moderar los mercados para garantizar que exista competencia y, con ello, evitar que empresas e individuos concentren demasiado poder económico para llegar a convertirse en monopolios o, inclusive, que logren obtener lo que en nuestros días se denomina "poderes fácticos". Para ejercer estos últimos, los grupos empresariales mantienen su control sobre grandes medios de comunicación que manipulan la opinión pública. También se manifiestan a través de las cámaras empresariales y de las organizaciones no gubernamentales. En algunos casos, se han constituido como una amenaza para la seguridad y la estabilidad del país, han ejercido coerción contra las autoridades legítimamente constituidas y han llegado a usurpar las funciones que corresponde desempeñar a los organismos del Estado.

 


La importancia de los ingresos no tributarios. El aporte de las empresas del Estado

Los ingresos públicos no tributarios son aquellos que el Estado obtiene por concepto de pago de los bienes y servicios públicos que ofrece directamente o mediante sus empresas a las personas físicas y morales. El Gobierno percibe estos ingresos por el uso, aprovechamiento o venta de productos y servicios públicos a empresas y consumidores. Por ejemplo, estos ingresos pueden provenir de las empresas del Estado en forma de dividendos, o bien, del cobro de derechos para obtener algún documento oficial, de las multas, de los servicios de agua, entre otros. Por otra parte, los ingresos tributarios son los que el Gobierno requiere normalmente de las personas físicas y morales. A partir del principio de progresividad, relacionado con la capacidad contributiva del ciudadano, quien obtiene más beneficios de la economía debe aportar más al fisco.

Llama la atención que, en el debate acerca del problema de los desequilibrios fiscales en México, casi siempre se insiste en que además de mantener la austeridad en el ejercicio del gasto público se requiere hacer más efectivo y eficiente el sistema de administración tributaria para incrementar la recaudación. Siempre se argumenta que, en relación con los países de la OCDE, en México es muy reducida la presión tributaria o presión fiscal que equivale al porcentaje del PIB que recauda el Estado por concepto de impuestos. Se estima que el 54 % de las personas ocupadas participan en la economía no regulada o informal, por lo que cobrar los impuestos no es tarea fácil. Por esta razón se ha recurrido a impuestos al consumo como el IVA y, hasta 2013, se aplicó un impuesto a los depósitos en efectivo (IDE), para "atrapar" aquellos negocios e individuos que no eran contribuyentes formales.

Un análisis convencional acerca del tema fiscal parte del criterio ortodoxo de que los impuestos y el endeudamiento son instrumentos para financiar el presupuesto, pero para evitar una deuda excesiva y el desequilibrio fiscal se requiere restringir el gasto público e incrementar la base tributaria y/o las tasas impositivas. Tal parece que la disminución del gasto público no tendrá repercusiones negativas sobre la demanda y su efecto multiplicador en la producción ni sobre el soporte infraestructural que se requiere para apoyar a las inversiones. Además, llama la atención que se descarte cualquier referencia a las fuentes de ingresos no tributarios, tales como las empresas del sector público, que, de no haber sido privatizadas, permitirían al Estado percibir significativos dividendos. En el pasado, las denominadas empresas paraestatales constituían una importante fuente de ingresos por concepto de dividendos y tributos. Sin embargo, en nuestros días, esas empresas están en manos de un reducido grupo de multimillonarios, quienes se benefician de una gran masa de recursos financieros que, con otra visión y bajo un modelo heterodoxo, podrían emplearse en un proyecto de desarrollo nacional.

 

La evaluación de las políticas económicas en función de sus resultados

En la figura 1 se ofrece una comparación entre la tasa de crecimiento alcanzada por México en dos periodos distintos, determinados por su adscripción a dos modelos de desarrollo: el primero, 1940-1981, ISI, y el segundo, 1982-2012, IOE.

Como se puede observar las tasas de crecimiento con el modelo ISI son superiores. Durante el primer periodo, los gobiernos emplearon el gasto y el endeudamiento para hacer crecer la economía y el mercado interno; mientras que en el segundo se adoptaron políticas conservadoras acerca del gasto público, cuyos efectos han sido en extremo negativos para el mercado interno, precisamente, porque sus miras están puestas más en la robustez de los mercados externos que en el poder adquisitivo de los consumidores domésticos.

Como se mencionó con anterioridad, la política de liberalizar los mercados de capital ha formado parte de los llamados "paquetes" ortodoxos neoliberales. Si la prematura y mal manejada liberalización del comercio exterior fue perjudicial para los países subdesarrollados, la liberalización de los mercados de capital fue peor. Desde los años ochenta, en México, se abrió, completa e indiscriminadamente, el sistema financiero a las inversiones extranjeras, sin tomar en consideración las consecuencias que esta situación tendría en la estabilidad de la economía, al admitir un flujo no regulado de todo tipo de capitales, que incluían inversiones volátiles, especulativas y de alto riesgo, así como capitales de dudosa procedencia. El resultado de este tipo de decisiones ha sido la sobreexposición económica a los choques externos y, por ello, a una mayor vulnerabilidad, debido a la gran volatilidad de los capitales que ingresan al país y que no es posible regular. Esta situación del sistema financiero doméstico explica por qué México ha sido uno de los países más sensibles durante la coyuntura crítica del año 1995 y, posteriormente, durante la de 2009.

Estas políticas, que se promueven desde el FMI y el Banco Mundial, responden perfectamente a los intereses del gran capital financiero internacional que hoy cuenta con la hegemonía de las economías capitalistas en todo el planeta. Su propósito era suprimir cualquier obstáculo a la repatriación de los beneficios de los bancos y de las grandes corporaciones transnacionales que operan desde los países subdesarrollados. También se permitió que los grupos económicos domésticos más poderosos colocaran sus capitales en otros países, inclusive en paraísos fiscales, con lo cual evadían estas obligaciones, en lugar de reinvertirlos en la economía nacional.

Definitivamente, la denominada "privatización" y la desincorporación de las empresas del Estado también formaron parte del "cóctel" de políticas neoliberales que se impusieron en México durante los últimos treinta años. Probablemente, el principal resultado de este tipo particular de decisiones haya sido la pérdida por parte del Gobierno de una fuente de ingresos muy importante, así como el cambio en el desempeño del Estado, el cual pasó de ser un ente rector de la economía a ser una institución capaz de intervenir en la economía casi exclusivamente para adquirir pasivos de las instituciones bancarias y empresas en quiebra, a partir del empleo de los recursos públicos.

La aplicación del modelo neoliberal en México se ha traducido en una mayor vulnerabilidad de las finanzas del Estado, porque se han desviado los recursos que este debería emplear en sus planes y políticas de inversión en el desarrollo del país, para dar apoyo financiero a ciertos grupos empresariales minoritarios muy poderosos. Estos últimos poseen enormes privilegios políticos que les permiten diferir o quedar exentos del pago de sus obligaciones fiscales.

Si a los aspectos que se acaban de mencionar se agrega que el actual modelo económico es excluyente y que genera millones de trabajadores informales y migrantes por razones económicas, entonces se obtiene la fórmula perfecta para mantener las finanzas públicas en un crónico desequilibrio, que, para colmo, sigue sirviendo de pretexto para que en los últimos años se hayan incrementado las tasas impositivas a los sectores mayoritarios y se hayan creado instrumentos de tributación claramente perversos porque castigan a los consumidores, a los ahorristas y restan capacidad financiera a los pequeños y medianos inversionistas, en beneficio de los grandes grupos empresariales. Para tener una idea aproximada del daño que el régimen de privilegios fiscales le ocasiona a la hacienda pública y, por lo tanto, a toda la sociedad, se podría mencionar que, en octubre de 2009, el Servicio de Administración Tributaria (SAT) de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHyCP) informó a la Cámara de Diputados que los 400 grandes grupos empresariales que operaban en el país percibieron ingresos por un total de 4 billones 960 mil millones de pesos durante el año 2008, pero gracias al llamado "régimen de consolidación fiscal" solo pagaron en promedio el 1,7 % por concepto de impuesto sobre la renta (ISR). Estos grandes contribuyentes o personas morales con ingresos acumulables, que obligan al pago de un ISR superior a los 500 millones de pesos, representan apenas el 0,13 % del total de los contribuyentes activos registrados (Garduño, 2009). Las grandes empresas a las que se hace referencia debieron tributar al fisco un monto total de 850 mil millones ese año, pero únicamente aportaron 85 mil millones de pesos.

El SAT estima que, si se toman en consideración las deducciones operativas y los beneficios que la propia ley del impuesto establece, los contribuyentes que no consolidan fiscalmente, sino que siguen un esquema normal de causación de ISR, deben aportar entre un 10 % y 17 %, en dependencia del giro de la empresa, del régimen fiscal al que se apega y de su capacidad económica; en cualquier caso, la tasa máxima es del 28 %. Lo anterior implicaría que en el ejercicio fiscal del año 2008 las grandes empresas debieron haber aportado una suma diez veces mayor de lo que efectivamente pagaron. Por ejemplo, el SAT reconoció que durante ese periodo las empresas del sector cosmético obtuvieron ingresos acumulables por 7 mil 600 millones de pesos, pero solo aportaron al fisco cerca de 220 millones. Por su parte, las grandes tiendas de autoservicio y departamentales consiguieron ingresos por 67 mil 600 millones de pesos, con solo 6 mil millones de pesos para el fisco. De este régimen de privilegios se benefician empresas cementeras, cadenas automotrices, cerveceras, televisoras, empresas de electrodomésticos, de elecomunicaciones, papeleras, procesadoras de alimentos, distribuidoras de maquinaria y equipos, refresqueras, constructoras, operadores y grupos financieros, hoteleros, empresas mineras, cigarreras, de transporte y casas editoriales.

Además de este peculiar "régimen de consolidación fiscal", existen en México otros tipos de privilegio de los que se benefician las grandes empresas y que podríamos considerar como el resultado de sus "usos y costumbres", por denominarlo de alguna manera. Por ejemplo, se ha debatido con regularidad en la Cámara de Diputados acerca de los elevados costos que ocasionan a las finanzas públicas las grandes empresas a las que se concede el privilegio de poder diferir el pago de sus obligaciones fiscales.

En la tabla 1 aparecen algunas de las grandes corporaciones que pagan sus impuestos con retraso. Estas perciben enormes utilidades al año y resulta inexplicable que difieran el pago de sus obligaciones fiscales. Se puede observar que la única que se mantiene al corriente en el pago de sus impuestos es la empresa estatal PEMEX. Esto conduce a la pregunta ¿cuánto se beneficiarían las finanzas públicas si, al menos, algunas de esas grandes empresas como TELMEX y CEMEX, que fueron en el pasado propiedad del Estado, volvieran a ser controladas por este? (Monterrosa, 2009).

 

La política de privatización de activos del Estado y sus consecuencias

El término "privatización" suele emplearse, en un sentido amplio, para hacer referencia a la venta de empresas del Estado a particulares y para denominar otras formas de desincorporarción de estas firmas de su control, tales como la liquidación de las empresas o la extinción de los fideicomisos, las fusiones y las transferencias a los gobiernos estatales. Sacristán Roy (2006) explica que la política de privatización de las empresas del Estado se convirtió en una de las principales "recetas" que el FMI y el Banco Mundial imponían a todos los países para lograr unas "finanzas públicas sanas, modernas y eficientes", pero sobre todo, como condición para ser elegibles para los créditos internacionales.

En México, la política neoliberal de desincorporación y privatización de las empresas del Estado se adoptó durante el Gobierno del presidente Miguel de la Madrid y de manera simultánea fueron abandonadas las políticas progresistas y nacionalistas que formaban parte de la tradición de los gobiernos mexicanos anteriores, desde la época del general Lázaro Cárdenas. Como primer paso se aprobó la Ley de Entidades Paraestatales, en la cual se clasificaba a los organismos descentralizados y las empresas de participación estatal mayoritaria en estratégicos, prioritarios y no prioritarios; para, posteriormente, proceder a privatizar aquellas empresas no prioritarias. Llama la atención el hecho de que se realizó una modificación constitucional para justificar la clasificación de los ferrocarriles como organismo paraestatal estratégico no privatizable, aunque diez años después se decidió deshacer ese cambio. Los objetivos declarados por el Gobierno para privatizar fueron:

1. fortalecer las finanzas públicas,
2. canalizar, adecuadamente, los escasos recursos del sector público hacia las áreas estratégicas y prioritarias,
3. eliminar los gastos y los subsidios no justificables desde el punto de vista social y económico,
4. promover la productividad de la economía, al transferir parte de esta tarea al sector privado,
5. mejorar la eficiencia del sector público, al disminuir el tamaño de su estructura, y
6. potenciar la modernización de las empresas.

Sin embargo, si se toma en cuenta que el Estado tuvo que absorber la deuda como pasivos perdidos -para que fuera posible vender muchas empresas, tales como las siderúrgicas, las de fertilizantes, los ingenios azucareros y las aerolíneas-, los tres primeros objetivos enunciados, relacionados con la cuenta pública, jamás podrían cumplirse. Adicionalmente, después de haber pasado a manos privadas, el Estado tuvo que rescatar empresas de la quiebra y, para ello, debió absorber sus pasivos. El resultado fue que con las privatizaciones dejó de percibir un monto significativo de recursos que ingresaban directamente al fisco por concepto de utilidades que, en el caso de los aeropuertos, ascendían a unos $ 1 000 millones de pesos al año. Estos ingresos quedaron reducidos, únicamente, a las obligaciones tributarias que debían cubrir las empresas compradoras; sin embargo, el pago de tales obligaciones suelen diferirse mucho, debido a las flexibles políticas fiscales que otorgan beneficios a las empresas compradoras, puesto que aducen su necesidad de amortizar el capital desembolsado inicialmente y hacer nuevas inversiones. La política de privatizaciones pretendió justificarse con el argumento de que es el mercado y no el Estado el mecanismo más eficiente y adecuado para asignar los recursos en una economía. Esta determinó que era conveniente liquidar los activos del sector público cuando estos no estuvieran siendo administrados eficientemente y dejaran de aportar rendimientos. Sin embargo, cuando se trataba de empresas rentables, se argumentaba que su enajenación serviría para captar recursos que pudieran servir para corregir el déficit público. A partir de 1984, durante la primera etapa del proceso de privatización, se vendieron a socios privados, nacionales y extranjeros, algunas empresas que eran rentables, como las filiales de NAFINSA y de SOMEX. Además, resultó imposible determinar si estas habían sido liquidadas a un precio justo, porque las correspondientes transacciones se realizaron de forma "un poco desordenada y casuística, y definitivamente no tuvieron la transparencia que se hubiera deseado" (Sacristán Roy, 2006, p. 55).

Si se consideran los dos primeros objetivos que, supuestamente, justificaban las privatizaciones, cabe señalar que los gastos del Estado sobrepasaron los ingresos que este había percibido por la privatización, por lo que lejos de fortalecerse, todo indicó que se debilitaron las finanzas públicas.

Con un Estado frágil financieramente y con cada vez menor capacidad para atender las necesidades sociales y los rezagos, el gobierno insistió en que no existía otra alternativa más que incrementar la presión tributaria para cerrar la denominada "brecha fiscal" y que los ingresos del Estado fueran suficientes para poder cubrir todas las partidas del presupuesto público. En este sentido, en los sectores oficiales parece que existe la percepción de que la capacidad de los contribuyentes para aportar al fisco es independiente de la competencia económica del país para crecer y generar empleos.

En plena recesión, durante la coyuntura de los años 2008 y 2009, se llegó al extremo de incrementar los impuestos. Por ejemplo, se adoptó un polémico impuesto a los depósitos en efectivo (IDE), con el dudoso propósito de combatir la evasión por parte de los sectores informales cuyas transacciones se llevan a cabo casi siempre en efectivo. Este impuesto, que estuvo vigente desde julio de 2008 hasta el primero de enero de 2014, pretendía obligar a los informales a registrar sus negocios ante el Servicio de Administración Tributaria con el propósito de deducir el pago del IDE
de su declaración de impuestos. Sin embargo, al imponerse este gravamen a todos los depositantes de efectivo, no se tomó en cuenta si estos eran personas físicas vinculadas al sector formal o si poseían capacidad contributiva real. Razón por la cual, esta medida, únicamente sirvió para generar incomodidad, malestar y ocasionar un perjuicio económico a millones de personas físicas con actividad empresarial.

La alternativa de incrementar la presión tributaria no representa la solución para la denominada "brecha fiscal", como tampoco servirá gravar las actividades informales para regularlas o acabar con la informalidad, puesto que el incremento de las actividades y el empleo informales no tiene que ver con la voluntad de los ciudadanos de evadir el pago de los impuestos, sino que es un indicador del fracaso de este modelo excluyente, así como el reflejo de su incapacidad para lograr que la economía crezca de manera más vigorosa y sostenida y sea capaz de ofrecer un empleo digno y bien remunerado para todos.

Una política fiscal correcta debe basarse en el principio de la progresividad, que implica que el monto del impuesto debe estar en función creciente de la base imponible, esto significa que solo en la medida en que crece la capacidad económica del contribuyente, crece el porcentaje de su riqueza y debe aumentar, en forma de tributo, la exigencia del Estado. El principio de progresividad fiscal es justo y legítimo porque condiciona la función recaudatoria al imperativo de redistribuir más equitativamente la riqueza en la sociedad para disminuir la desigualdad y la pobreza.

Por otro lado, no debe seguirse incrementando los impuestos que ya existen ni crear nuevos en plena recesión, tal como sucedió en México en el año 2009. Por el contrario, es en las coyunturas críticas cuando el Estado debe emplear todo su poder y su capacidad para reactivar el aparato productivo. Claro que, para hacerlo, se requiere un Estado fuerte, dotado de suficientes recursos financieros. Desgraciadamente, en las dos últimas décadas el mexicano cedió una gran cantidad de sus activos. ¿A dónde fueron a parar todos los recursos financieros que el Estado obtenía de sus empresas y que antes, durante la etapa del modelo ISI, se canalizaban, por ejemplo, hacia los megaproyectos de inversión en infraestructura? Para tener una respuesta, aunque sea aproximada, a esta pregunta se debe dar un vistazo a la revista Forbes. En esta publicación periódica aparece anualmente la lista de individuos que permanecen o ingresan al reducido grupo de los más ricos del mundo. Ya a nadie sorprende y hasta es motivo de orgullo para algunos encontrar cada año en los primeros lugares de esta lista a más empresarios mexicanos. En la tabla 2 se muestra una lista de los mexicanos más ricos que aparecieron en Forbes durante los últimos tres años.

En el año 2013 ingresaron a la lista otras cinco personalidades de la clase empresarial mexicana. Nuevamente, apareció en el primer lugar el hombre más acaudalado del mundo, Carlos Slim Helú, quien, junto a su familia, ostenta una fortuna que equivale al 6,3 % del PIB del país. También se incluyeron a otros catorce mexicanos que, según esta publicación, poseen más de mil millones de dólares; entre ellos se encuentran los dueños de las dos empresas televisoras más grandes de México y los empresarios mineros y exbanqueros que vendieron sus acciones a grupos financieros extranjeros durante la década del noventa.

En total la riqueza de estos quince mexicanos, cuya fortuna excede los mil millones de dólares, asciende a 148 500 millones de dólares, lo que equivale casi al 13 % del PIB de México estimado para 2013 (Cruz Vargas, 2013). Llama la atención que, actualmente, de este grupo de supermillonarios mexicanos, al menos seis son dueños o accionistas de empresas que pertenecían al Estado antes del apresurado proceso de privatizaciones que se desarrolló durante el sexenio de Salinas de Gortari (1988-1994). Esto sugiere, con toda claridad, a dónde fueron a parar los recursos financieros que el Estado mexicano antes canalizaba hacia los grandes proyectos de inversión en infraestructura, durante la etapa de la industrialización por sustitución de importaciones.

En contraste con la opulencia en la que vive un reducido número de familias poderosas en el país, la cifra de mexicanos que hoy están en la pobreza rebasa los 52 millones, cifra muy cercana al 50 % de la población total. Tal es el costo social de mantener un régimen de privilegios que favorece a los grandes empresarios mexicanos y extranjeros.

 

Las políticas económicas alternativas

La evidencia actual permite anticipar que la existencia de un Estado económicamente más fuerte no solo tendría efectos positivos para la economía mexicana, sino también para la política (mayor legitimidad del SAT), la educación, la salud y otros muchos ámbitos de la vida social. En su documentado análisis acerca del sector público, el profesor Lindert (2011) explicó que losprogramas sociales han contribuido significativamente al desarrollo de las naciones industrializadas hegemónicas. Al contrario de lo que opinan los economistas e ideólogos neoliberales en contra del "Estado de bienestar", este autor aportó evidencias suficientes acerca del efecto positivo que tiene el gasto social sobre el crecimiento económico y, de esta forma, reivindicó la función más convencional que ha desempeñado el Estado moderno: ejercer el gasto público con una visión más amplia y comprometida con la necesaria redistribución de la riqueza que produce la sociedad.

Ciertamente, el Estado siempre desempeñó un papel sumamente relevante en el impulso a la industrialización y al desarrollo económico en las naciones que hoy son desarrolladas. Por eso, en países con escaso desarrollo económico, se requiere que este cuente con toda la fuerza económica y política posible, para que sea capaz de impulsar los planes de desarrollo.

Sin embargo, resulta muy poco probable que México logre recuperar sus altas tasas históricas de crecimiento y revertir la situación del creciente deterioro de los salarios reales y el empobrecimiento de la población si el Gobierno no deja atrás lo que Correa (2009) suele denominar "la larga y triste noche neoliberal". Entonces, se requiere de gobernantes con una visión mucho más amplia y que sean capaces de adoptar con independencia de poderes fácticos, políticas completamente diferentes a las que se han estado aplicando durante más de dos décadas. Al respecto, resulta necesario que el país comience a prepararse para los cambios que tarde o temprano tendrán lugar. Por eso, es importante conocer las transformaciones que se han estado operando en algunos países hermanos de América Latina como Brasil y Argentina, los que, durante la última década, han aplicado, exitosamente, políticas heterodoxas que han permitido alcanzar altas tasas de crecimiento, disminuir a un dígito la tasa de desempleo y reducir significativamente la pobreza.

 

Las fuentes de recursos fiscales y el futuro de México

Argentina vivió una experiencia traumática cuando fracasaron las políticas neoliberales que aplicó el gobierno de Menem. Estas se basaban en metas inflacionarias, por políticas activas, enfocadas principalmente en incrementar la inversión pública, impulsar el crecimiento y la productividad, posibilitar una más equitativa distribución de la riqueza, así como un modelo económico más incluyente y, con ello, disminuir la brecha de desigualdad económica y social.

En este sentido, se encuentra en Keynes, así como en Kaldor y los neokeynesianos, suficiente rigor teórico y metodológico para desmantelar los débiles argumentos esencialmente ideológicos de los neoliberales, desde Friedman hasta los economistas del FMI y el Banco Mundial. Por ejemplo, Kaldor, en su texto de 1976 "Capitalismo y desarrollo industrial: algunas lecciones de la experiencia británica", fue de los primeros y más cáusticos críticos del monetarismo, capaz de identificar, desde el inicio, al menos dos errores en los argumentos de los exponentes de esta corriente económica. En primer lugar, la inversión de la dirección de la relación causal entre el dinero y la producción y, en segundo, la sobrestimación de la capacidad real del banco central para controlar la masa monetaria en circulación, lo cual lo llevó a cuestionar la efectividad que pueden tener las políticas monetaristas para controlar la inflación. Este autor consideraba que la evidencia empírica acerca de la estabilidad de la función monetaria se explica porque la oferta monetaria es endógena y no exógena, como argumentaban los monetaristas. Es decir, que los cambios en la masa de dinero circulante no anteceden a los cambios en la producción y el empleo, sino al contrario, es el incremento en las actividades productivas lo que genera una mayor necesidad de dinero como medio de pago. A los anteriores argumentos habría que agregar, seguramente, que si se da un incremento más que proporcional en los precios de los bienes y servicios es, precisamente, como resultado de un gran incremento en la producción que genera ingresos más elevados y una mayor demanda de estos, y por ello, una mayor demanda de dinero como medio de pago. De esta manera, solo una mayor producción asociada a una creciente demanda puede conducir a un incremento de los precios, lo que no sucede si se dilata la masa monetaria circulante, principal argumento de los monetaristas. Este razonamiento, llevado hasta sus últimas consecuencias, conduce a impugnar las políticas neoliberales basadas en metas antiinflacionarias, que actualmente tienen países como México. Una vez reconocida la necesidad de transformar al Estado, para recuperar la agenda perdida del desarrollo nacional y regional, es necesario sugerir que las políticas basadas en metas antiinflacionarias deben ser sustituidas por políticas activas, enfocadas, principalmente, en hacer desaparecer la brecha de la desigualdad económica y social. En el momento en el que estas políticas empiecen a generar un incremento significativo en los precios, entonces se justifica la imposición de correctivos que no necesariamente implicarán recortes en el gasto público ni desalentarán el crecimiento.

Muchos autores, influidos por el paradigma neoliberal dominante, justifican la necesidad de incrementar de manera significativa la recaudación tributaria y de contener el gasto del sector público en aquellos rubros que consideran "improductivos". Estos se unen al coro de quienes reclaman que la participación de los ingresos tributarios en el ingreso total del Gobierno federal es insuficiente, pues toman como referencia los "estándares internacionales" y, particularmente, a los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), en los cuales los contribuyentes aportan un gran porcentaje de los ingresos tributarios en relación con su PIB (Urzúa et al., 2012).

Sin embargo, habría que insistir en que si bien México es miembro de la OCDE, no resulta propio compararlo con los países europeos que forman parte de esta organización. Hay que recordar, que en el muy heterogéneo grupo de treinta y cuatro países que la integran están incluidas las mayores y más industrializadas economías del mundo (Estados Unidos, Canadá y los países de la Unión Europea). Los indicadores que emplea la OCDE para medir el "éxito" de una economía y, particularmente, para determinar el nivel óptimo de la "presión fiscal" toman como referencia a los países desarrollados, en los que existe un "Estado de bienestar" y los impuestos no tienen el mismo impacto regresivo que tienen en México. Esto se puede apreciar con claridad en la figura 2 en la cual se compara el índice de Gini antes y después de impuestos para apreciar el impacto que la tributación tiene en la distribución del ingreso.

Como puede observarse, en los países de América Latina, los impuestos tienen un indudable y muy significativo impacto negativo sobre la distribución del ingreso, contrario a lo que se observa en los países desarrollados. En las naciones latinoamericanas el ingreso aparece más concentrado después del pago de impuestos y transferencias que antes, es decir, los sistemas tributarios son regresivos, por lo que contribuyen a perpetuar la extrema desigualdad preexistente (Martner et al., 2008).

No es posible analizar las finanzas públicas en México, sin tomar en cuenta que desde los ochenta se desincorporaron, transfirieron o vendieron más de quinientas empresas en las que el Estado, al menos, era socio mayoritario. Durante este proceso de "privatización" que se llevó a cabo en tres etapas, el Estado perdió empresas por las que obtenía ingresos fiscales significativos por concepto de dividendos y tributos, por lo que puede considerarse que se trató de un verdadero despojo. Además, habría que considerar que algunas de estas empresas, al mismo tiempo que le proveían importantes ingresos fiscales, tenían un valor difícil de estimar porque ofrecían bienes y servicios estratégicos para toda la economía y contaban con un enorme poder de mercado, el cual pasó íntegramente a manos particulares (V.gr.TELMEX). Por otro lado, la economía mexicana aún posee un enorme sector (50-60 % del total) que está constituido por negocios informales tradicionales (no modernos) que funcionan como refugio para quienes no logran ingresar en la economía formal moderna o son excluidos de esta (la otra alternativa parece ser la migración). Este sector informal es muy diferente de la denominada "economía subterránea" que existe en los países de la OCDE, porque los ocupados en este sector, más que buscar maximizar utilidades, lo que precisan es un empleo que les permita sobrevivir. Esto explica por qué en México los impuestos tienen un impacto tan negativo en la distribución del ingreso, pues las perversas políticas tributarias impuestas no gravan tanto las utilidades como el consumo, por lo que afectan inclusive a los trabajadores informales que son los peor remunerados, según lo que revelan las estadísticas de las encuestas realizadas en los hogares.

 

Conclusiones

Ciertamente, lograr elevadas tasas de crecimiento en la economía no garantiza que se pueda disminuir la pobreza y se alcancen las metas de desarrollo. Después de analizar los efectos reales que tuvieron las políticas económicas mexicanas, se pueden arribar a algunas conclusiones. La primera conclusión que se deriva es la necesidad de realizar cambios que reviertan las tendencias actuales. La primera de estas se expresa en las bajas y fluctuantes tasas de crecimiento del PIB que han prevalecido desde 1982. El pobre desempeño de la producción es reflejo de la insuficiente y sesgada evolución de su industria, pues las inversiones se han concentrado en un reducido número de ramas exportadoras lo que también es consecuencia de la agudización del mecanismo que restringe el crecimiento desde el sector externo.

Bajo el modelo neoliberal vigente, la economía no podrá crecer a un ritmo mayor sin que se dispare el déficit en la balanza de pagos. Este es el resultado de haber adoptado un modelo económico desregulado, en el cual las autoridades renunciaron a emplear instrumentos convencionales para corregir las fallas del mercado, tales como el ajuste en las tasa de interés y en el tipo de cambio para alentar la inversión y controlar las importaciones, elementos frecuentemente usados por sus socios comerciales, quienes emplean sin reparo este tipo de correctivos cuando les conviene.

El incremento de la carga impositiva con el pretexto de cerrar la "brecha fiscal" tiene graves implicaciones económicas y políticas en el corto y largo plazos, debido a sus enormes costos en términos de desigualdad social, puesto que se pierde el control sobre las empresas de utilidad pública. Por ende, el Estado necesita recuperar estos activos por razón de utilidad pública. La alternativa de seguir incrementando la presión tributaria no haría más que profundizar las actuales tendencias recesivas que desalientan la inversión productiva y no redistribuyen adecuadamente los ingresos.
Las políticas económicas heterodoxas que han seguido algunas naciones de Sudamérica como Brasil y Argentina, en materia fiscal, han resultado mucho más acertadas, puesto que optaron por poner el pago del servicio de la deuda en función del logro de sus metas de crecimiento. Asimismo, para garantizar unas finanzas públicas solventes prefirieron conservar sus empresas y/o recuperar las firmas que ofrecen bienes y servicios estratégicos para la economía y que habían sido privatizadas en los años ochenta y noventa. Actualmente, con unas finanzas públicas mucho más robustas, estas naciones australes han conseguido un avance importante en el logro de sus metas de desarrollo.

Finalmente, se sugiere que, en el caso mexicano, se abra una línea de investigación en el área de las finanzas públicas y que se analicen las posibilidades reales de recuperar las históricas fuentes de ingresos tributarios y no tributarios que harían posible rescatar la fortaleza que antes tenía el Estado y sus instituciones para emprender grandes proyectos de creación de infraestructura e impulsar el crecimiento económico.

 

 

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

 

 

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RECIBIDO: 15/5/2014

ACEPTADO: 20/10/2014

 



Armando Javier Sánchez Díaz. FCEAT, Guamúchil, Universidad Autónoma de Sinaloa, México. Correo electrónico: asanchez@uas.edu.mx


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