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Universidad de La Habana

versión On-line ISSN 0253-9276

UH  no.281 La Habana ene.-jun. 2016

 


ARTÍCULO ORIGINAL


José Martí y su concepto del equilibrio del mundo

 

José Martí and his Concept of World Balance

 

 

PEDRO PABLO RODRÍGUEZ

Centro de Estudios Martianos, La Habana, Cuba.

 

 


RESUMEN

Este trabajo ofrece los criterios martianos, en el plano teórico y conceptual, sobre el equilibrio internacional y muestra su intensa búsqueda por reconocer una equidad mundial más abarcadora, en el que contasen los intereses de Latinoamérica y en el que nuestra América se abriera camino para sí. Asimismo expone la importancia continental y mundial de la guerra de Cuba y analiza el entendimiento de las relaciones internacionales como una búsqueda de equilibrio entre los Estados más poderosos de cada época, así como las reglas que establecen el orden mundial, legalidad en las relaciones internacionales y otras contribuciones en la búsqueda del equilibrio mundial.

PALABRAS CLAVE: relaciones internacionales, búsqueda de equilibrios, José Martí, Cuba.


ABSTRACT

The present paper introduces Martí's criteria on international balance in terms of its theoretical and conceptual scheme, and shows his intense search to acknowledge a much more inclusive world equity, in which the Latin American interests were regarded, and in which our America would open a path for itself. Likewise, the paper shows the continental and world importance of Cuba's war, and analyzes the understanding of international relations as the search for the balance among the most powerful states in each stage, as well as the patterns established by world order, the law in international relations and other contributions searching for world balance.

KEYWORDS: international relations, search for balance, José Martí, Cuba.


 


La historia de las relaciones internacionales podría ser entendida, entre otros aspectos, como una búsqueda de equilibrios entre los Estados más poderosos de cada época, como una especie de aquiescencia ante el predominio de uno o varios de ellos, que se mantiene hasta que sus grupos dirigentes no se sientan capaces de alterar el statu quo en provecho de su propio poderío. Aunque este es un fenómeno manifestado desde la antigüedad el mundo moderno ha creado un complejo sistema de normativas e instituciones para sostener ese equilibrio y, sobre todo, para readecuarlo cada vez que sea necesario.

Ello no excluye desde luego, que tales normativas y que las instituciones encargadas de velar por su cumplimiento, sean dejadas de lado con frecuencia por acciones "encubiertas", ilegales a la luz de lo que se ha llamado modernamente el derecho internacional, y por las más variadas formas de presión de unos Estados sobre otros, o cuando se apela a la guerra para imponer los intereses propios a la fuerza. Más aún en situaciones que desean subvertir de alguna manera el equilibrio alcanzado, pues hay una voluntad de establecer una nueva estabilidad favorable a quien ejecuta esas acciones. El equilibrio, por tanto, siempre resulta relativo, ya que una y otra vez está sometido a acciones y reacciones que lo alteran a la vez que crean nuevos equilibrios.

Con la progresiva tendencia a la hegemonía de Europa que trajo la modernidad capitalista y el creciente control universal de las potencias, sustentado en la formación ascendente de un mercado mundial, la puja entre los Estados más poderosos requirió de un refinamiento de los mecanismos de equilibrio, el cual fue aportado por el derecho internacional. Tal codificación, cada vez más perfeccionada, ha significado el ordenamiento de la violencia y la coerción en las relaciones internacionales modernas, inclusive hasta en las guerras, sin que eso haya dejado de significar que los Estados y los intereses dentro de estos que han establecido los consensos y acuerdos, no hayan deseado otra cosa que mantener y aumentar sus hegemonías, no solo sobre sus enemigos poderosos, sino sobre todo el planeta. Así, las reglas que establecen el orden y hasta una legalidaden las relaciones internacionales han sido también maneras de contribuir al equilibrio.

El Congreso de Viena de 1814 fue un intento, eficaz durante un tiempo, de fijar un nuevo equilibro y sus límites tras el agotamiento del período revolucionario abierto en 1789. Sin embargo, la hegemonía británica en aumento, la casi total desaparición del imperio español en América y el rápido crecimiento del poderío de otras potencias como Prusia y Rusia en el centro y el oeste europeos, modificaron la estabilidad lograda entre los poderes del Viejo Continente.

No obstante, el mundo moderno ya no quedaba constreñido a Europa. Un notable cambio tuvo lugar en la arena internacional del siglo XIX a partir de dos procesos ocurridos en el continente americano que en ocasiones son pasados por alto: la rápida expansión territorial desde la costa atlántica hacia el oeste de la república norteamericana, por un lado y el semillero de nuevos Estados formados en América, que requerían la aceptación de las potencias europeas de su nuevo estatus, por el otro. Estados Unidos era reconocido, ya hacia finales de aquel siglo, como una potencia emergente que pretendía imponer intereses particulares en el Océano Pacífico y en sus costas asiáticas, y que al mismo tiempo daba pasos efectivos para controlar el sur del continente americano,
particularmente México, las Antillas y Centroamérica. A su vez, las repúblicas de habla española, en medio de un contradictorio proceso de formación nacional, tendieron a acogerse a una especie de protección británica mientras se temía por una reconquista española, a la vez que se fijaron como modelos de sociedades las de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. Luego, no fue casualidad que sobre todo estos tres Estados se hicieran sentir en la región y se disputaran su dominio, disputa que se centró cada vez más en los dos primeros.

Las repúblicas hispanoamericanas surgieron, sin embargo, bajo notables proyectos territoriales de grandes Estados, con ideales de formas diversas de unidad continental y mediante cruentas guerras liberadoras en las que para lograr su triunfo definitivo tuvo que apelarse a la conversión en soldados de grandes contingentes provenientes de las masas populares. De hecho una nueva visión del mundo impulsó la epopeya independentista hispanoamericana, aunque a la postre no se materializara. La idea de construir un estado o al menos una especie de confederación estuvo en la mente de muchos de los próceres más destacados de las independencias, como Francisco de Miranda, Simón Bolívar, José de San Martín y Francisco Morazán. Pero, como es sabido, ni siquiera el Congreso Anfictiónico de Panamá, promovido por Bolívar en 1826, pudo echar adelante sus acuerdos unificadores, mientras que la creación de Colombia por el Libertador, que unió a Venezuela, la Nueva Granada y Quito, apenas sobrevivió más allá de un bamboleante decenio, como le sucedió igualmente a la Confederación Centroamericana empujada por Morazán.

Sin dudas, la historia de la humanidad moderna hubiera transitado por caminos diferentes de haberse sostenido tales intentos, pues un estado de parcial o mayoritario alcance regional o, en su defecto, la actuación conjunta de la América Hispánica, habría obligado a equilibrios diferentes entre las potencias europeas para atender sus intereses ante una entidad mucho más difícil de manejar que los múltiples Estados que se crearon. Podemos pensar, además, que junto a esos intentos de Estados de mayores dimensiones territoriales hubieran surgido elementos de integración, capaces de promover entre nuestros pueblos un desenvolvimiento económico y social diferente, sin tantas ataduras con los viejos presupuestos de las estructuras coloniales. Ante esta situación Hispanoamérica hubiese sido un factor de ponderación en las relaciones internacionales, cuya influencia se hubiera hecho sentir a escala mundial y que, probablemente, hubiera recortado o puesto valladares al apetito expansionista de Estados Unidos sobre nuestras tierras. No se trata de un ejercicio de meras suposiciones, sino de un elemental análisis de la geopolítica bajo diferentes condicionamientos históricos, ante tales circunstancias, los equilibrios habrían tenido que formarse por otros rumbos.

A esto se debía, pues, el interés y las acciones de la Santa Alianza en favor de una reconquista española y el fin de las nuevas naciones. Aunque los nueve meses de debate en Viena privilegiaron la geopolítica en el territorio europeo, de cierto modo las cuatro potencias vencedoras sobre la Francia napoleónica precisaron un reparto territorial y de esferas de influencia de alcance global, algo totalmente opuesto a la conferencia convocada por Simón Bolívar en Panamá, cuyo propósito no era repartir hegemonías y dominaciones, sino por el contrario, defenderse de tales actos expansivos mediante la concertación de los nuevos Estados de habla española. Años después, una de las más osadas intenciones por torcer el equilibrio internacional sometido al arbitrio exclusivo de las grandes potencias de la época se puede hallar en el pensamiento y en la ejecutoria política de José Martí.

En los años finales del siglo XIX este escritor y político cubano organizó la Guerra de Independencia de Cuba y se propuso liberar a Puerto Rico del dominio colonial español. Tal objetivo pretendía no solo crear repúblicas soberanas en ambas islas, sino que, además, desde el punto de vista geopolítico ello constituía el primer paso de un vasto proyecto de alcance antillano, continental y universal, para impedir el despliegue del entonces emergente poderío de Estados Unidos.

Martí se formó desde muy joven con una fuerte y explícita conciencia de la identidad hispanoamericana que lo condujo a plantear la necesidad de asumir las culturas autóctonas como una de sus raíces, y a organizar la vida material y espiritual de la que llamó muy pronto Nuestra América a partir de sus propias condiciones y requerimientos, sin copiar modelos tomados de Europa o de Estados Unidos. A los veintitrés años de edad enunció estas ideas: "A conflictos propios, soluciones propias" (2010f, t. 2, p. 187)."A propia historia, soluciones propias. A vida nuestra, leyes nuestras" (2010d, t. 2, p. 170).

Estos juicios, escritos durante una estancia de juventud en México a propósito de debates sobre la economía de ese país, los aplicó a sus diversos análisis sobre toda la región, siempre desde una perspectiva que subrayaba lo autóctono, lo genuino, lo propio. Al mismo tiempo manifestó una comprensión cabal de esa identidad como un proceso histórico-social en permanente recreación, que, a su forma de ver, podría hacerse pleno si se alcanzaba la unidad continental de Nuestra América. En 1884 señaló: "Pueblo, y no, pueblos, decimos de intento, por no parecernos que hay más que uno del Bravo a la Patagonia. Una ha de ser, pues que lo es, América, aun cuando no quisiera serlo; y los hermanos que pelean, juntos al cabo en una colosal nación espiritual, se amarán luego" (Martí, 2010e, t. 19, p. 286). La precisión geográfica es importante: del Bravo a la Patagonia no deja lugar a dudas en cuanto a cuál América se refería. Repitió a menudo la idea de que trataba de impulsar algo que de algún modo ya existía, años después diría que la región era "una en alma e intento" (Martí, 1991, p. 23). Así, el cubano partía de reconocer cierta comunidad que habría de ser reforzada hasta alcanzar "una gran nación espiritual" (2010a, t. 18, p. 180).

Su concepto de unidad hispanoamericana se basaba desde entonces, no en la creación inmediata, ni siquiera a mediano plazo, de un estado único, sino especialmente en la actuación concertada entre dichos países. De tal modo, escribió que estos debían presentarse al mundo "compactos en espíritu y unos en la marcha" (2010a, t. 18, p. 180). Ello explica que al mismo tiempo que se declaró seguidor de Simón Bolívar, a quien calificó como el "Padre americano" (2010c, t. 8, p. 41), expresara que hubo apresuramiento en su pretensión de formar tal tipo de unidad político-estatal. Obviamente, Martí no desconocía la formación ya en su época de Estados nacionales que parecían encaminarse entonces hacia una cierta estabilidad bajo las nuevas posibilidades de inserción en el mercado mundial del capitalismo, en veloz ampliación geográfica y transformación estructural a finales del siglo XIX. Mas tampoco desconocía los graves problemas estructurales dejados por el colonialismo español, aún irresueltos y hasta aumentados-, por las repúblicas criollas, cuya solución verdadera exigía una atención urgente y privilegiada, sin atenerse a los modelos extranjeros.

En aquellos tiempos finiseculares surgieron doctrinas que pretendieron sentar alianzas políticas y militares e identificaciones culturales sobre ciertos rasgos históricos y de sicología social, que en realidad solo fundamentaban el predominio de algunas potencias, como el pangermanismo y el paneslavismo. La tesis de raíz bíblica del Destino Manifiesto, que afirmaba que la voluntad divina concedía a Estados Unidos el derecho de tomar el control directo de la totalidad del continente, y que sería clave en la expansión territorial de las originales Trece Colonias, se amplió entonces con la ideología del panamericanismo, pues la naciente potencia del Norte habría de unificar en su favor a su vecinos del Sur.

Tal intención chocaba con las ideas de los fundadores de las repúblicas hispanoamericanas y de sus tantos seguidores, como José Martí que desde su adolescencia rechazó con fuerza el mercantilismo de la sociedad estadounidense, como cuando apuntó: "Las leyes americanas han dado al Norte alto grado de prosperidad, y lo han elevado también al más alto grado de corrupción. Lo han metalificado para hacerlo próspero. ¡Maldita sea la prosperidad a tanta costa!" (1975c, t. 21, p. 16). No deja de sorprender este juicio marcadamente negativo, expresado en una época en que aún muchos de sus compatriotas anhelaban la anexión de Cuba a Estados Unidos o confiaban a esta nación la posibilidad de conseguir la independencia de España, y cuando buena parte de la clase ilustrada de la región fijaba su modelo social en el vecino norteño mucho más que en las monarquías europeas.

Residenciado desde 1880 en Nueva York en condición de exiliado político, con una breve estancia de seis meses en Caracas en 1881, Martí fue uno de los extranjeros que mejor estudió y conoció el país norteamericano de su tiempo, como lo evidencian sus más de trescientas crónicas y artículos publicados y reproducidos en una veintena de periódicos hispanoamericanos. Los asuntos de mayor relevancia en todos los órdenes de la vida estadounidense, sus personalidades descollantes en todos los campos, sus ideas, sus costumbres y su manera de ser desfilan por textos enjundiosos, extensos, eruditos a menudo, críticos casi siempre, animadores de sus virtudes que veía decrecer. Es la prosa de aquellos textos la que entusiasmó y alentó a una generación de escritores que ha pasado a la historia literaria hispanoamericana como los modernistas.

El mismo José Martí escribió que su propósito era hacer comprender a sus lectores que la sociedad del Norte no era ajena a males observables en Hispanoamérica y que, dadas sus características e historia diferentes, no podía ser asimilada como modelo por seguir. No obstante, ante Estados Unidos fue más allá de su habitual postura de defensa de la autoctonía y de la originalidad, ya que también advirtió prematuramente el grave peligro que esa nación, en plena expansión industrial y económica en general, representaba para la soberanía de los pueblos de Nuestra América. El día antes de su muerte en combate frente a las tropas españolas el 19 de mayo de 1895, en una carta que no terminó, decía Martí a un amigo mexicano: "Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso" (1975b, t. 20, p. 161). Se refería a las frases escritas antes, cuando le explicaba el deber que cumplía en los campos de batalla cubanos: "impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América" (1975b, t. 20, p. 161).

Pensador de estilo aforístico y polisémico, desde los inicios de su estadía en Nueva York alertó sistemáticamente acerca del peligro expansionista que representaban los nacientes monopolios en Estados Unidos, que controlaban cada vez más las cúpulas gubernamentales y se dedicaban al ejercicio de la política mediante la corrupción de la democracia, e imponían una política exterior controladora de los mercados latinoamericanos abastecedores de materias primas y alimentos, y consumidores de la industria norteña. Para esos intereses plutocráticos, que Martí estimaba lesivos también para las mayorías populares de Estados Unidos, no había, a su juicio, fronteras mercantiles ni geográficas para impedir, con el territorial, la consolidación del dominio económico sobre Latinoamérica.

Prueba de que no eran suposiciones ni ensoñaciones de poeta, sino un brillante análisis de las realidades de su tiempo y una lúcida mirada al futuro inmediato es que entre 1898 y 1930 Estados Unidos intervino militarmente, y hasta gobernó de manera directa en algunos casos, en Cuba, Puerto Rico, Panamá, Colombia, República Dominicana, Haití, México y Nicaragua. Para el caso de las Antillas españolas sus sospechas se hicieron realidad también, tras su derrota, España prefirió ceder ambas islas a Estados Unidos luego de tres años de guerra con Cuba, durante los que desechó todo intento de concertación de una independencia negociada con los cubanos.

Lo anterior, pues, hace comprensible la urgencia con que el líder cubano se planteó la pelea por la independencia de Cuba y de Puerto Rico. Sabedor de las ofertas de compra de Cuba por parte de Estados Unidos y debido al poder de la tendencia anexionista (minoritaria numéricamente, pero importante en términos económicos: más del 90 por ciento de las azúcares y mieles de la Isla, así como buena parte de su producción tabacalera se destinaban a Estados Unidos; y con fuertes lazos con sus pariguales en Washington), Martí comprendió que apenas le quedaba tiempo para que el nuevo acomodamiento del equilibrio mundial resultase desfavorable para la posibilidad de la soberanía cubana.

En el concepto martiano, el peligro mayor de la región que llamó Nuestra América venía del Norte más que de Europa, cuyas potencias, a su juicio, veían con suspicacia el desarrollo y el expansionismo del nuevo rival, fuente de un desequilibrio en las relaciones internacionales de la época, así lo indican los documentos de las cancillerías y las apreciaciones de la prensa europea. Por tanto, para él, la misión para unas Antillas libres consistiría en promover mecanismos de una acción defensiva concertada de Latinoamérica frente a Estados Unidos, estrategia para la que se debía aprovechar ese desagrado de las potencias europeas. En más de un caso, ya desde finales del decenio de los ochenta del siglo XIX, el líder cubano planteó con frecuencia que tales objetivos pretendían contribuir a darle estabilidad a un equilibrio que se veía amenazado por ese rápido ascenso de Estados Unidos. En la cita siguiente se resume certeramente su análisis:

No son meramente dos islas floridas, de elementos aún disociados, lo que vamos a sacar a luz, sino a salvarlas y servirlas de manera que la composición hábil y viril de sus factores presentes, menos apartados que los de las sociedades rencorosas y hambrientas europeas, asegure, frente a la codicia posible de un vecino fuerte y desigual, la independencia del archipiélago feliz que la naturaleza puso en el nudo del mundo, y que la historia abre a la libertad en el instante en que los continentes se preparan por la tierra abierta, a la entrevista y al abrazo. En el fiel de América están las Antillas, que serían, si esclavas, mero pontón de la guerra de un república imperial contra el mundo celoso y superior que se prepara ya a negarle el poder, -mero fortín de la Roma americana-; y si libres -y dignas de serlo por el orden de la libertad equitativa y trabajadora- serían en el continente la garantía del equilibrio, la de la independencia para la América española aún amenazada y la del honor para la gran república del norte, que en el desarrollo de su territorio por desdicha, feudal ya, y repartido en secciones hostiles hallará más segura grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que con la posesión de ellas abriría contra las potencias del orbe por el predominio del mundo. (Martí, 1975e, t. 3, p. 142)

Y unas líneas más adelante reitera en el mismo texto: "Es un mundo lo que estamos equilibrando: no son solo dos islas las que vamos a libertar" (1975e, t. 3, p. 142).

Obviamente la previsible cercanía de la apertura del Canal de Panamá hizo coincidir a Martí con muchos observadores de entonces en la percepción de que con esa vía se aumentaría la importancia de la zona antillana y centroamericana para la geopolítica de los Estados hegemónicos entonces. Tan convencido estaba de la importancia de un equilibrio entre las grandes potencias que en el Manifiesto que escribiera en la ciudad dominicana de Montecristi para explicar por qué se había iniciado en febrero de 1895 la última Guerra de Independencia de Cuba, señala: "La guerra de independencia de Cuba, nudo del haz de islas donde se ha de cruzar, en el plazo de pocos años, el comercio de los continentes, es suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las Antillas presta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas, y al equilibrio aún vacilante del mundo" (Martí, 1975d, t. 4, p. 100).

En consecuencia, su labor que bien pudiera calificarse de diplomática al comenzar la lucha armada organizada por él al frente del Partido Revolucionario Cubano, fue especialmente cuidadosa hacia las potencias europeas, como lo evidencian sus cartas a los respectivos cónsules de Gran Bretaña y de Alemania. Al primero le expuso que la revolución cubana tenía "por objeto nada menos que la fundación de una república fuerte y próspera, abierta a la laboriosidad del mundo y merecedora de su respeto y simpatía" (Martí, 1975a, t. 4, p. 140), por lo que habría de castigar en sus filas "la menor transgresión de las leyes morales y el respeto internacional por parte de sus mantenedores" (Martí, 1975a, t. 4, p. 140). Al cónsul del imperio alemán le expresó que la revolución trabajaría con firmeza y magnanimidad, y que la república abriría sus brazos al mundo para aceptar las manos trabajadoras y los capitales desocupados del orbe, además de que se respetaría la propiedad privada que no ayudase al enemigo (Martí, 1999, pp. 9-10). Posiblemente algún día aparezca un texto a alguno de los cónsules de Francia en la Isla con consideraciones similares.

No fueron desmesuradas las pretensiones martianas acerca de la importancia continental y mundial de la guerra de Cuba y de la república que en ella se instauraría para el vacilante equilibrio del mundo. Fue la suya una penetrante mirada de estadista sobre su época, aunque no estuvo a la cabeza de un estado, pensó no desde los intereses de las potencias, aunque intentara aprovechar para su patria y para su pueblo el juego de rivalidades entre ellas. Fue la visión del equilibrio desde y para los intereses de los que él llamó pueblos menores de América y quizás hasta del mundo, a los que asignó un rol protagónico en la coyuntura de finales del siglo XIX, a diferencia del pensamiento y la práctica imperiales ocurridos en Viena en 1814.

El estudioso de la obra martiana se pregunta, desde luego, acerca de las fuentes posibles de su criterio sobre el equilibrio internacional. Se cree que en plano teórico y conceptual estas han de buscarse por dos vías fundamentales, aunque no únicas: los tratadistas del derecho internacional y las ideas expuestas en la prensa de la época. Aquella rama del Derecho, todavía llamada a menudo Derecho de Gentes, tuvo un importante y sistemático desarrollo durante el siglo XIX dado que el mundo burgués requería incorporar a las relaciones internacionales un ordenamiento benéfico para el avance del capitalismo, consecuente con otros campos de la vida social.

No puede olvidarse que Martí estudió Derecho en España y que en algunos de sus escritos y apuntes evidencia al menos un manejo de nombres e ideas de importantes tratadistas de entonces. Su amistad en Caracas con Cecilio Acosta, uno de los intelectuales hispanoamericanos más interesado e informado en temas de derecho internacional, es evidente que le ensanchó el conocimiento en esa materia. En su texto a la muerte del venezolano menciona a jurisconsultos tan afamados en aquella época como los italianos Giuseppe Carnazzo Amari, Pasquale Stanislao Mancini y Augusto Pierantoni, el portugués Silvestre Pinheiro Ferreyra, el suizo Johann Kaspar Blüntschili, los alemanes August Wilhelm Heffter y Ernst Wilhelm Eberhard Eck, el austríaco Edward Sturm, el inglés Jacob Lorimer, y el estadounidense Henry Wheaton. No causa sorpresa que refiera también a hispanoamericanos como el venezolano Andrés Bello, el argentino Carlos Calvo, el chileno José Victoriano Lastarria, el panameño Justo Arosemena y el colombiano José María Torres Caicedo, todos mencionados más de una vez en su vasta obra. Así, demostraba su aprecio y coincidencia con las ideas de Acosta en cuanto a no dejar de lado los aportes del pensamiento sobre nuestra América.

Fue un lector voraz durante su larga estancia neoyorquina de la prensa de Estados Unidos, España, Francia e Inglaterra, y de las más variadas revistas y libros de ciencias sociales y naturales. Es obvio en más de una de las citas manejadas que Martí se mantuvo actualizado en el entorno de las ideas geopolíticas de su tiempo, sustentadas frecuentemente en el darwinismo social, en la tesis de los pueblos elegidos y en la típica confrontación entre civilización y barbarie. Desde tales lógicas, por supuesto, los pueblos menores, como alguna vez los llamó, no tenían nada que hacer en la lucha entre las potencias a no ser que fueran simple objeto de sus ambiciones, y, desde luego, tendían a ser desdeñadas a la hora de aplicar las normas del derecho internacional que se conformaba.
Pensador y político asentado conscientemente en los intereses de Cuba y América Latina, situado siempre del lado de lo que hoy llamaríamos el Sur, es comprensible la nueva posición que Martí deseaba en el equilibrio del mundo. La voz y la acción del líder cubano, con talla de personalidad continental, buscaba, pues, asentar un equilibrio mundial más abarcador, en el que contasen los intereses de Latinoamérica y en el que nuestra América se abriera camino para sí. ¿Será posible tal acomodo favorable para Latinoamérica en este siglo XXI cuando vivimos un momento en que obviamente se plantea un reacomodo entre viejas y nuevas potencias? La mejor respuesta sería, sin dudas, trabajar para ello.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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RECIBIDO: 24/3/2015
ACEPTADO: 4/5/2015


 

Pedro Pablo Rodríguez. Centro de Estudios Martianos, La Habana, Cuba. Correo electrónico: ppdcr@cubarte.cult.cu

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