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Universidad de La Habana

versión On-line ISSN 0253-9276

UH  no.282 La Habana jul.-dic. 2016

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

Tragedia, historia, novela: una aproximación a El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura, y Las benévolas, de

 

Jonathan Littell
Tragedy, History, Novel: An Approach to Leonardo Padura's Novel The Man Who Loved Dogs, and Jonathan Littell's Novel The Kindly Ones

 

 

Juan Manuel Tabío

Facultad de Artes y Letras, Universidad de La Habana, Cuba.

 

 

 


RESUMEN

El trabajo aborda el modo en que dos novelas contemporáneas, al tratar dos de los hechos históricos más traumáticos del siglo XX, asumen una serie de patrones y de motivos provenientes en última instancia de la tragedia clásica, lo cual da ocasión para reflexionar sobre la cuestión de la representación de la historia en la novela y la relación que se establece entre dos géneros considerados por las teorías literarias clásicas como antitéticos.

PALABRAS CLAVE: historia, novela contemporánea, tragedia griega.


ABSTRACT

The paper tackels the way in wich two contemporary novels, when it comes to deal with two of the most traumatic historical events of the 20th Century, adopt a series of patterns and motives from the classical tragedy. In doing so, it meditates on the issue of the representation of History within the novel, as well as on the relationship built up between two genres traditionally considered as opposite.

KEYWORDS: history, contemporary novel, Greek tragedy.


 

 

Los modernos confían en las leyes naturales como en algo inviolable, lo
mismo que los antiguos en Dios y en el destino. Y ambos tienen razón y no la tienen;
pero los antiguos eran aún más claros, en cuanto reconocían un límite preciso,
mientras que el sistema moderno quiere aparentar que todo está explicado.
L. WITTGENSTEIN, Tractatus logicus-philosophicus (6.372)

Tres años separan la aparición de Les Bienveillants, de Jonathan Littell, de El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura. Más allá de la dimensión material de ambas -una de novecientas páginas, en su edición francesa; otra de casi seiscientas- y del éxito que, en materia de premios -o sea, de legitimación literaria-, las alcanzó aproximadamente por igual, poco hay a primera vista de común entre ambas novelas. Littell no es, hasta ese momento, un autor reconocido, ni siquiera un escritor de carrera. Padura, en cambio, ha logrado hacerse de un público lector en el mundo hispanohablante, si bien sobre todo como novelista policial. El relato de Las Benévolas tiene por ambiente el Tercer Reich y la Segunda Guerra Mundial, y el de El hombre…., que puede llegar a coincidir con ese margen histórico, lo supera tanto temporal como geográficamente (y esto tanto en una dirección del globo -España, México, Cuba- como en la otra -Siberia-).

Sin embargo, consideremos el caso de un norteamericano que escribe, en francés, sobre la Alemania nazi; así como el de un cubano que se propone narrar el destino de un malogrado líder soviético y de su asesino español. En esta línea oblicua que transcurre entre el autor y su tema -y que en Padura se atenúa, aunque solo hasta cierto punto, con la inclusión de una tercera línea argumental ambientada en Cuba- consiste la primera semejanza interesante que quisiera hacer resaltar. La segunda radica en la manera en que ambas obras pueden ser adscritas al género de la novela histórica.
En un ensayo del profesor Perry Anderson (2011) encontramos trazada, en contrapunto con las ideas de dos teóricos imprescindibles a este respecto como son Lukács y Frederick Jameson, la cartografía de esta especie literaria. Su surgimiento, y también su esplendor, hay que localizarlos en el Romanticismo y en el advenimiento de los nacionalismos europeos. Su decadencia, apenas un siglo más tarde; a propósito de esto Anderson apunta una causa histórica: el carácter no demasiado heroico de la guerra tal como se empieza a practicar, en el siglo XX, al menos desde la Primera Guerra Mundial, y otra, convergente en la anterior, propiamente estética: el modernismo, epitomizado en las vanguardias, trae consigo la "primacía de la percepción", lo cual lo vuelve incompatible con cualquier "retrospección totalizadora" (Anderson, 2011, p. 27). (O sea, se trataría aquí de la misma diferencia de perspectiva que opone David a Picasso, Balzac a Proust, Tennyson a Eliot).

Ahora bien, el ascenso del posmodernismo -tengamos en cuenta que Anderson sigue un camino abierto por Jameson- es paralelo al de una novela histórica, eso sí, sensiblemente modificada. Confusión deliberada de épocas -o de pasado y presente-, intromisión del autor dentro del relato, presencia de lo contrafactual y/o lo anacrónico, alternativa entre finales diversos y "traffic with apocalyptics" (Anderson, 2011, p. 27) son los rasgos que definen a la novela histórica posmoderna según Anderson, quien, si ciertamente reconoce que "no todas las novelas históricas [...] producidas por autores reconocidos en los últimos treinta años" los aplican por igual, sí se muestra convencido de que el recurso a estos procedimientos novelísticos constituye el núcleo del resurgimiento, a la vez que de la transformación, del género.

Transcurrida esta digresión, se abre paso una certeza -que, no me pesa reconocerlo, pertenece a un conjunto tan poco prestigioso como, en ocasiones, ineludible: el de las verdades de Perogrullo-: ni Las Benévolas ni El hombre que amaba a los perros se ajustan a esta descripción de la ficción "metahistórica". Ni Littell ni Padura renuncian a la representación novelística de dos de los procesos históricos más traumáticos del siglo XX: el nazismo y el estalinismo.

Al otorgar a muchos de los accidentes históricos que constituyeron a uno y otro una especial relevancia argumental, alcanzan lo que Seymour Menton ha llamado un "alto nivel de historicidad" (Menton, 1993),(1) que se plantea no como una mera reconstrucción de anticuario, sino como un intento de comprensión y de fusión de horizontes históricos -¿es esto suficiente para considerar estas novelas como "totalizadoras"?-. Littell se propone "dar voz a un verdugo" (Blumenfeld, 2006), concentrarse en una pieza de una atroz máquina política de producir exterminio, para tratar de dar respuesta a una pregunta por "la naturaleza del crimen de Estado" (Blumenfeld, 2006); Padura espera que su novela "aporte algo sobre cómo y por qué se pervirtió la utopía" (Padura, 2009, p. 573) que prometía el paraíso en la tierra y consiguió recrear algo más cercano a una alegoría secular del infierno. Si, de acuerdo con una frase de Jameson de la que se vale Anderson para explicar el desplazamiento de historia a metahistoria, la edad posmoderna "ha olvidado cómo pensar históricamente", entonces el sentido -o, al menos, uno de los sentidos- de estas obras viene a cumplirse como un ejercicio de mayéutica.

Con esto no pretendo insinuar que haya que esperar de estas novelas la positividad de un tratado histórico, por más que no se recurra en ellos a la contrafactualidad flagrante o a una recreación alternativa o lúdica de la historia. La verosimilitud del protagonista de Las Benévolas, de la imagen que ofrece del Sicherheitdienst de las SS, o de la propia guerra, ha sido puesta en entredicho por más de un crítico; El hombre que amaba a los perros ha sido cuestionada por presentar una imagen envilecida de los líderes soviéticos. "Solo en la literatura, por encima del registro de los hechos y de la ciencia, puede intentarse la restitución" (Sebald, 2007, p. 221): estas palabras, tal vez la última variación de una noción tan antigua como la Poética de Aristóteles, las escribió W. G. Sebald, otro escritor igualmente empeñado en el tratamiento novelístico de pasados históricos que continúan más o menos secretamente gravitando sobre el presente.

Por eso -no hay que olvidar tampoco que el propio Padura alerta en el epílogo que "se trata de una novela, a pesar de la agobiante presencia de la Historia en cada una de sus páginas"- me interesa ahora, más que someter a examen la exactitud histórica del relato, más que deducir de la narración una ideología determinada en la mente del autor, atender a la forma literaria que adquiere el contenido histórico al entrar en el espacio novelístico. Y, sobre todo, meditar sobre la manera en que esta entrada de la historia en la novela supone la tangencia de dos géneros tradicionalmente excluyentes como son la novela y la tragedia.

El título de la novela de Littell nos remite a las Erinias, esos temibles seres míticos que castigaban el matricidio y que terminan mudando su nombre por el de Euménides -esto es, benévolas- al integrarse al orden olímpico -y político- en la última sección de la Orestía de Esquilo. Littell, como Esquilo, coloca el foco de su atención sobre el sentido y las condiciones de producción -y reproducción- del crimen, tanto al nivel de un individuo -Max Aue, el protagonista- como al de la sociedad de la que es un miembro a la vez representativo y anómalo.

De algún modo la novela se organiza según una estructura paralela a la de la Orestía (Mendelsohn, 2012) (curiosamente, los títulos que designan la división de los capítulos se corresponden con los movimientos de la suite barroca; pero la enorme importancia que en esta novela alcanza la música -un elemento artístico, por cierto, íntimamente involucrado en el espectáculo de la tragedia griega- no hay que buscarla en el orden de lo estructural, sino en el de lo temático).

También, en un plano más visible de la narración, nos encontramos con una serie de motivos que adquieren su significado cabal cuando son entendidos como provenientes del ámbito de la tragedia esquilea -el caso más relevante, ya que no el único, es el de las propias furias vengadoras de las que son una encarnación la pareja de detectives que acechan al protagonista-. Además, una serie muy relevante de cuestiones que recorren esta novela se presenta bajo una articulación análoga a la de algunos tópoi trágicos; pienso, sobre todo, en la reflexión sobre el grado de implicación que cabe atribuir al agente en sus actos, en un contexto de genocidio organizado.(2)

Por lo que atañe a El hombre que amaba a los perros, ocasionalmente el propio texto hace explícito un vínculo que no suele salir de los límites de lo tácito: en la Primera Parte aparece un Trotski que, confinado en su "isla-prisión" turca y enfrentado a la evidencia de que los largos tentáculos de Stalin se encargarían de que su existencia en el exilio transcurriera en los márgenes del ostracismo, piensa en su propia vida "en términos de tragedia: clásica, a la griega, sin resquicios para las apelaciones" (Padura, 2009, p. 110); y una de las últimas frases de la novela clasifica al personaje de Iván como "un carácter a veces exageradamente trágico", y lo incluye en la nómina de "las víctimas [...] cuyos destinos están dirigidos por fuerzas superiores que los desbordan y los manipulan hasta hacerlos mierda".

Ahora bien, entre estos dos pasajes se encuentra aquel en el que Ramón Mercader penetra en el refugio mexicano de Trotski, armado de un piolet de alpinista y convertido en "el sujeto del destino" (Padura, 2009, p. 372). En opinión de Jean-Pierre Vernant (2002), la acción trágica se define por la presencia "de las fuerzas suprahumanas que actúan en el drama" (p. 48), por el hecho de que "lo que engendra la decisión es siempre, en última instancia, una anánke" (p. 48). Ese destino del que Mercader es sujeto, al tratarse de un marxista-leninista-stalinista que ha interiorizado "una fe científicamente sustentada, cuya materialización era la nueva sociedad soviética" (Padura, 2009, p. 214), no puede ser otra cosa que una necesidad de carácter histórico que supera al individuo y determina sus actos.

Lo que en el caso de la tragedia griega es designio divino, en El hombre.… es "mandato de la historia" (Padura, 2009, p. 339), pero la analogía se funda en que ambas instancias funcionan como lo que trasciende al personaje -ya sea bajo la forma de un absoluto religioso o laico-, como aquello que corre "por encima de los plazos humanos" (Padura, 2009, p. 229). En principio, esto no implica una cancelación de la facultad de elección de Mercader, de cuya implicación en la acción no parece caber duda: "Ramón había entregado su alma a aquella misión porque quería ser el protagonista, y no le importaba tener que matar, o incluso que lo mataran a él, si lograba su propósito [...]; quería ser un elegido de la providencia marxista" (Padura, 2009, pp. 375-376).

Aquí su actuación se presenta como plenamente fundada en su conciencia, aunque simultáneamente en correspondencia con las leyes históricas, tan vinculantes en relación con el ámbito social como lo son las leyes físicas para el de la naturaleza, y vueltas transparentes ante el sujeto actuante a través del dominio de los principios del materialismo histórico, el más eficaz de los oráculos. De hecho, se nos dice que "hizo lo que le mandaron por obediencia y convicción" (Padura, 2009, p. 563). "Piensa siempre que estás trabajando para la historia", le espeta su supervisor de la KGB, aunque esta admonición se revela como innecesaria, convencido como está Mercader de que la Historia lo recompensaría (Padura, 2009, p. 520), y de que el ajusticiamiento de Trotski -que va a cometer impulsado por "el odio más sagrado y justo" (Padura, 2009, p. 339)- significaría "su conducto [...] hacia la Historia" (Padura, 2009, p. 272).

Sin embargo, en otras ocasiones esa voluntad suprahumana designa un fatum que supone el límite de la voluntad individual: "la conciencia de que [...] la capacidad de decidir por sí mismo se había evaporado comenzaba a asediarlo y le llevaba a sentirse un instrumento de designios poderosos en cuyos mecanismos había sido engarzado, negándosele cualquier posibilidad de retroceso" (Padura, 2009, p. 454). Esta traumática intuición se produce cuando se va acercando el momento de llevar a la práctica el homicidio. Retrospectivamente, casi treinta años después de la consumación de ese acto, en la rememoración de Mercader el equilibrio entre necesidad y libertad que hemos encontrado planteado antes aparece definitivamente roto, y el asesinato de Trotski se califica como "el acto que consumaría la irreversibilidad de su destino, puesto en manos ajenas desde aquella madrugada en la Sierra de Guadarrama, cuando Caridad lo requirió y él dijo sí" (Padura, 2009, p. 470).

Hasta aquí, puede parecer que lo que en algún momento era percibido por Mercader como una razón trascedente y personal, éticamente radiante y semánticamente unívoca, se trueca, cuando la acción ha dejado de ser un proyecto regentado al mismo tiempo por Mercader y las leyes de la historia para materializarse como sanguinaria contingencia, en un orden impersonal -esos "designios poderosos" que absorben su voluntad, esas "manos ajenas"- al que es imposible adherirse como individuo.(3) Más aún, cierta tropología apunta a que ese orden sigue siendo personal, solo que personalmente perverso: se habla -Mercader está instalado en Moscú, después de haber cumplido sentencia en la cárcel mexicana- de que ha ido "al altar del sacrificio" (Padura, 2009, p. 527) -quizá no esté de más recordar que, al principio de la novela, Trotski comprendía que la desgracia de sus descendientes se debía a que habían sido "sacrificadas en el altar de una revolución pervertida" (Padura, 2009, p. 111)-; y, a estas alturas, "sus distantes jefes" equivalen a un "mundo de las tinieblas" (Padura, 2009, p. 508).

Piensa uno en aquellos dioses infantiles para los que, según el Conde de Gloster, matar hombres es un deporte; pero "altar sacrificial", "tinieblas" o "plan infernal" no son, al menos desde que se produce la revelación última, otra cosa que figuras metafóricas: Kotov, responsable lo mismo de la extinta fe histórica de Mercader que de esta anagnórisis que viene a coronar un proceso gradual de desengaño (Padura, 2009, pp. 517 y 528), declara a propósito del asesinato de Trotski: "el demonio había estado colaborando con ellos: cada detalle esbozado dos, tres años antes se había perfilado y encajaría de una manera tan perfecta que nadie, salvo un plan infernal, pudo haberlo dispuesto así" (Padura, 2009, p. 430) y admite habitar un "infierno materialista dialéctico" (Padura, 2009, p. 521).

Lo que ocurre después impide entender en sentido literal este amargo sarcasmo, puesto que hace patente que el verdadero tránsito se verifica de lo providencial a lo humano, demasiado humano; que Mercader ha sido instrumento no de leyes históricas progresistas, ni siquiera ya de ciegas fuerzas suprahumanas, sino "del odio" (Padura, 2009, p. 521) y de la voluntad de poder de los hombres; que, tan simple como eso, "había sido utilizado para cumplir una venganza" (Padura, 2009, p. 527) a modo de "marioneta en un plan turbio y mezquino" (Padura, 2009, p. 528). No creo ocioso señalar que nada de esto toma por sorpresa al lector, pues ya en un suceso cronológicamente posterior, pero presentado anteriormente en el argumento de la novela, encontramos, en el personaje de Iván, una replicación del reconocimiento por Mercader de los resortes determinantes en su actuación; a saber: "las maquinaciones y los propósitos más siniestros de los hombres", aunque hombres "disfrazados de benefactores, de mesías, de elegidos, de hijos de la necesidad histórica y de la dialéctica insoslayable de la lucha de clases" (Padura, 2009, p. 320).

Vernant ha postulado que "la tensión entre lo actuado y lo sufrido, lo intencional y lo forzado, la espontaneidad interna del héroe y el destino fijado de antemano por los dioses" (Vernant, 2001, p. 73) es una marca de lo trágico. Ahora, lo que es en Esquilo o Sófocles coexistencia de dos fenómenos igualmente válidos que no se anulan entre sí pese a ser antitéticos -Clitemnestra, daímon de la Casa de los Atridas y mujer adúltera y resentida; Edipo, culpable en lo religioso e inocente en lo jurídico- deviene, en El hombre que amaba a los perros, dos fases esencialmente distintas, y sucesivas en el tiempo, de un mismo fenómeno, de las cuales una se descubre como ilusoria -Mercader, agente consciente- y la otra se impone como real -Mercader, objeto de manipulación por fuerzas que lo superan.
Por devastadores de la individualidad humana que resulten los acontecimientos del drama, el desvelamiento final de la presencia de un orden ontológicamente superior, que sobrevuela por encima de los sucesos humanos puestos en escena, es lo que en la tragedia clásica otorga una significación a la acción del hombre; lo trágico no se manifiesta si no es en el despliegue de "un sentido más allá de la destrucción incondicionada y absurda", escribe Albin Lesky (1975, p. 157). Es entonces cuando el héroe, "porque lo contempla y no deja de pensar en [el sufrimiento impuesto e incomprendido] sin intentar desprenderse de él, poco a poco se transfigura y termina irradiando, él, el criminal, un destello sobrehumano casi divino" (Barthes, 2002, p. 4).

En la novela de Padura, hemos visto cómo lo que se ha revestido con la apariencia de ser "un castigo divino" queda delatado como "obra de hombres borrachos de poder, ansias de control y pretensiones de trascendencia histórica" (Padura, 2009, p. 403). Si no nos encontramos -y esto vale tanto para El hombre que amaba a los perros como para Las Benévolas, cuyo título es, más que índice de conciliación alguna, una oscura ironía- con una esfera trascendente en la que se neutralicen "los conflictos y todos los sufrimientos" (Lesky, 1975, p. 158) que desgarran a los personajes, sí nos enfrenamos a una visión según la cual el hombre es una pieza en un juego cuyas reglas ignora, y dirigido a un fin que no le concierne -o sea: a ninguno que se pueda verificar.

Sin embargo, a diferencia de los demás, Ramón Mercader y Max Aue han llegado a vislumbrar, desde una perspectiva privilegiada, el tablero sobre el que ese juego tiene lugar. El velo de las apariencias

-el velo de la ideología, de los discursos emitidos desde y para el poder- se ha corrido ante ellos, y así han podido atisbar ese agujero negro que es el vertedero de la acción y de la palabra y que les devuelve, como irrisoria compensación, la revelación de un orden ciertamente no divino, pero en cualquier caso absolutamente trascendente al individuo -sobrehumano, por ende, si bien en un sentido secularizado.(4)

En efecto, en estas novelas, la magnitud del trauma que significan el nazismo o el estalinismo es lo bastante importante como para resquebrajar el concepto afirmativo de la historia y el progreso que informa, Lukács dixit, el modelo clásico de la novela histórica y que, incapaz de prestar inteligibilidad a la experiencia social e individual, deja su sitio a un modelo trágico. Uno que, según la aguda visión de Wittgenstein, no se agota en la pretensión de que todo es inteligible.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

ANDERSON, PERRY (2011): "From Progress to Catastrophe", London Review of Books, vol. 33, n.o 15, London, July 28, pp. 24-28.

BARTHES, ROLAND (2002): "Cultura y tragedia", trad. de Gerardo Fernández Fe, Unión, n.o 45, La Habana.

BLUMENFELD, SAMUEL (2006): "Il faudra du temps pour expliquer ce succès: propos avec Jonathan Littell", Le Monde des Libres, París, 16 de noviembre, <http://www.lemonde.fr/livres/article/2007/03/09/jonathan-littell-il-faudra-du-temps-pour-expliquer-ce-succes_835008_3260.html> [4-2-2012].

GRÜTZMACHER, LUKASZ (2006): "Las trampas del concepto "la nueva novela histórica" y de la retórica de la historia postoficial", Acta Poética, n.o 27, México D. F., pp. 141-167.

JOSIPOVICI, DANIEL (2011): What ever Happened to Modernism?, Yale University Press, New Haven and London.

LESKY, ALBIN (1975): "El problema de lo trágico", en El teatro griego y la Divina Comedia, selección de Guillermo Rodríguez Rivera, Editorial Pueblo y Educación, La Habana.

LITTELL, JONATHAN (2006): Les Bienveillants, Gallimard, Paris.

LITTELL, JONATHAN (2007): Las Benévolas, trad. española de María Teresa Gallego Urrutia, RBA, Barcelona.

MENDELSOHN, DANIEL (2012): Waiting for the Barbarians: Essays from the Classics to Pop Culture, The New York Review Collection, New York.

MENTON, SEYMOUR (1993): La nueva novela histórica de la América Latina, 1979-1992, Fondo de Cultura Económica, México D. F.

PADURA, LEONARDO (2009): El hombre que amaba a los perros, TusQuets Editores, México D. F.

SEBALD, W. G. (2007): "Un intento de restitución", en Campo Santo, Anagrama, Barcelona, pp. 214-221.

VERNANT, JEAN-PIERRE (2001): "Esbozos de la voluntad en la tragedia griega", en Jean-Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet, Mito y tragedia en la Grecia Antigua (I), Paidós, Barcelona, pp. 45-78.

 

 

 

RECIBIDO: 14/1/2016
ACEPTADO: 28/4/2016

 

 

Juan Manuel Tabío. Facultad de Artes y Letras, Universidad de La Habana, Cuba. Correo electrónico: juanmanueltabio@gmail.com

 

NOTAS ACLARATORIAS

1. Solo uno de los seis rasgos -el que tiene que ver con "la ficcionalización de personajes históricos"- que para este crítico definen la Nueva Novela Histórica Latinoamericana (Menton, 1993) puede ser en rigor encontrado en El hombre que amaba a los perros -no tengo en cuenta los dos últimos, referentes, respectivamente, a la intertextualidad y la dialogicidad, que poco tienen que decir a propósito de la adscripción de una novela a un género determinado-. De cualquier forma, después de que Lukasz Grützmacher (2006) haya cuestionado -con no poca razón- la pertinencia de los parámetros de Menton, cuesta trabajo tomarlos al pie de la letra.
2. Véase, entre otros muchos pasajes:
habría que considerar esas cosas desde un punto de vista ético no ya judeocristiano (o laico y democrático, que viene a ser exactamente lo mismo), sino griego: los griegos contaban con el azar en los asuntos de los hombres (también hay que decir que era con frecuencia un azar disfrazado de intervención de los dioses), pero no estimaban ni poco ni mucho que ese azar menguara su responsabilidad. El crimen tiene que ver con el acto y no con la voluntad. Cuando Edipo mata a su padre, no sabe que está cometiendo parricidio; matar, en el camino, a un extraño que nos ha insultado es, para la conciencia y la ley griegas, un acto legítimo y no hay en él culpa alguna; pero ese hombre era Laertes, y la ignorancia no hace que el crimen sea diferente: y eso Edipo lo admite y, cuando se entera por fin de la verdad, él mismo escoge el castigo y se lo inflige. El nexo entre voluntad y crimen es una noción cristiana que persiste en el derecho moderno; el derecho penal, por ejemplo, considera que el homicidio involuntario o por negligencia es un asesinato, pero menos grave que el homicidio premeditado; otro tanto sucede con los conceptos jurídicos que atenúan la responsabilidad en caso de locura; el siglo XIX acabó de vincular la noción de crimen con la de anormalidad. A los griegos poco les importaba que Heracles matara a sus hijos en un arrebato de locura o que Edipo matase a su padre por accidente: la cosa no cambiaba, era un asesinato y los asesinos eran culpables; entraba dentro de lo posible compadecerlos, pero no absolverlos, y ello incluso aunque, frecuentemente, fuera a los dioses a quien correspondiera castigarlos, y no a los hombres. Desde este punto de vista, fue justo el principio a que se atuvieron los juicios de la posguerra, que juzgaban a los hombres por sus actos concretos, sin tomar en cuenta el azar, pero se llevaron a cabo con torpeza; los alemanes, al juzgarlos unos extranjeros cuyos valores no admitían (por más que les reconocieran el derecho de los vencedores), podían sentir que los descargaban de ese peso y que, por lo tanto, eran inocentes: como aquel a quien no juzgaban consideraba que era una víctima de la mala suerte, aquel a quien sí estaban juzgando lo absolvía y, ya de paso, se absolvía a sí mismo; y el que se estaba pudriendo en un calabozo inglés, o en un gulag ruso, hacía otro tanto. ¿Pero es que podía haber sido de otra forma? (Littell, 2007, pp. 601-602)
3. "También el agente trágico aparece dividido entre dos direcciones contrarias: unas veces aítios, causa responsable de sus actos en tanto que expresan su carácter de hombre; otras, simple juguete entre las manos de los dioses, víctima de un destino que puede ligarse a él como un daímon" (Vernant, 2001, p. 75).
4. Algo muy similar ocurre, según Josipovici (2011) en las primeras novelas de William Golding, quien "is adept at making us feel what Jones, talking of Sophocles, described as the envelope of life, the sense that we who ewrw at the center of this nervous bundle of emotions called the self are made to recognize that there exists a life outside us which is utterly other than us. That recognition is, as in Aeschylus and Sophocles, heart-rending, but it is also, in a strange way, healing" (p. 56).

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