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Universidad de La Habana

On-line version ISSN 0253-9276

UH  no.283 La Habana July.-June 2017

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

Democracia vs. participación política, más allá del Estado de Derecho

 

Democracy vs. Political Participation, Beyond the Rule of Law

 

 

Daniel Rafuls Pineda

Facultad de Filosofía e Historia, Universidad de La Habana, Cuba.

 

 

 


RESUMEN

Nuevo intento de reflexionar acerca de tres categorías básicas de las ciencias sociales y de las ciencias políticas, en particular, que más incidencia han tenido, en los debates contemporáneos de los últimos cincuenta años sobre los procesos democráticos. Con el pretexto de probar las manipulaciones tradicionales que ha hecho la politología occidental para dividir los países en Estados democráticos y dictatoriales, el trabajo aborda tres tópicos particulares de singular importancia. Primero se realiza un análisis de la categoría "Estado de Derecho" y del llamado "índice del Estado de Derecho", a través de varios de los componentes básicos con que son promovidos. Después se propone una revaluación crítica de la categoría "democracia" y del denominado "índice de democracia", que sirven de base para, sobre todo, enjuiciar a los países no desarrollados y, finalmente, se examina el término "partidos políticos", su estrecho vínculo con las élites de clases que los representan y la poca relación que, verdaderamente, tienen todas esas categorías con la participación política. El trabajo no tiene nada de imparcial. Intenta contextualizar las categorías enunciadas y trata de probar que la gran mayoría de ellas, tienen un "pecado capital": sirven para ponderar el sistema capitalista.

PALABRAS CLAVE: democracia, Estado de Derecho, participación política, partidos políticos.


ABSTRACT

This paper reconsiders three major concepts in social sciences, and particularly political science, which have had the greatest impact on the current discussion, over the last fifty years, of democratic processes, with the aim of proving usual manipulations by Western political science to divide States into democracies and dictatorships. First, the concept of the Rule of Law and the so-called Rule of Law Index are examined, taking into consideration some of its factors measured. Second, the concept of democracy and the so-called Democracy Index, on which developing countries are judged, are critically reviewed. Finally, the concept of political parties and their close relationships with the upper classes represented by them are examined as well. It is shown that all these concepts are scarcely linked to political participation. This paper isn't unbiased at all. It tries to put them into context and prove that most of them have a "deadly sin": they are good for praising capitalist system.

KEYWORDS: Democracy, Rule of Law, Political Participation, Political Parties.


 

 

Introducción

No son pocas las polémicas de los últimos años alrededor de las categorías democracia, participación política y Estado de Derecho, que han sido evaluadas desde diferentes escuelas de pensamiento y a partir de distintas disciplinas científicas como la historia, la filosofía y el derecho. Pero todas han tenido como elemento coincidente que la gran mayoría de sus análisis provienen del pensamiento liberal occidental, de la fuente generadora de ideas que, hasta hoy, ha tenido el control de los medios de difusión y hasta del sentido común.

Los debates sobre estos tres términos, independientemente de dónde tengan lugar, como norma, suelen ir más hacia clasificar los Estados en "democráticos" y "no democráticos" a partir de normas ya preestablecidas para todos los tiempos, colocando a los partidos políticos como eje central de sus análisis que a evaluar los resortes esenciales que amplían o limitan la participación ciudadana real, en los procesos de toma de decisiones sobre, al menos, los asuntos de mayor trascendencia.

En este contexto de búsqueda de nuevos derroteros para entender el verdadero alcance de la democracia y la participación política, en relación con el Estado de Derecho, parece necesario incursionar, nuevamente, en el estudio de estos términos y determinar cáles de sus contenidos básicos sirven para interpretar la realidad política del siglo XXI y cuáles deben ser desechados.

El Estado de Derecho, una aproximación conceptual

La expresión Estado de Derecho, en términos convencionales, es equivalente al concepto hispano imperio de la ley o a lo que los anglosajones denominan Rule of Law, que significa regular la existencia del Estado a partir de leyes concretas.(1) Pero aunque algunos autores refieren a Immanuel Kant como el precursor intelectual del concepto,(2) tampoco es falso que su origen etimológico parece remontarse a la doctrina alemana del Rechtsstaat (Estado Constitucional o de Derecho) que se hizo pública, en fecha próxima a la segunda mitad del siglo XIX, para oponer el naciente Estado burgués a la política estatal aristocrática.(3)

El Estado de Derecho, sin embargo, vinculado a la preponderancia de sistemas políticos capitalistas, pero utilizado también para evaluar la legitimidad de Estados como China, Vietnam o Cuba, ha sido presentado a través de dos dimensiones básicas que precisan mucho más su comprensión actual. Una dimensión, más formal, que hace depender el poder del Estado, con todas sus estructuras y funciones, de procedimientos legales establecidos, que no necesariamente, excluye los Estados autoritarios por su potencial apego a determinadas normas y regulaciones jurídicas.(4) Y otra más compleja, que considera no solo la existencia formal de leyes que regulen globalmente el Estado, a través de sus estructuras, mecanismos y funciones sino que normen, también, sus contenidos y límites. Esto llega a puntualizar, con mayor profundidad, su relación con el ciudadano en concreto y la sociedad civil.

Esta segunda manera de entender el Estado de Derecho que, expresamente, excluye los llamados Estados totalitarios y que, según los medios de difusión y el sentido común, suele llamarse democracia plena, se articula alrededor de tres ideas esenciales que comparte la tradición liberal:

1. La existencia de la división clásica de los tres poderes: legislativo, ejecutivo y judicial, que no solo cumplan funciones autónomas y diferentes, y despersonalicen las decisiones, sino que tampoco, por separado, puedan tener jurisdicción decisional sobre los otros.
2. La habilitación de un conjunto de mecanismos y procedimientos que, al tiempo que regulen legalmente la elección de representantes a las distintas instancias de poder del Estado, también normen, desde el punto de vista legal, las vías para revocarlo.
3. La garantía de que toda norma jurídica y que cualquier funcionario del Estado cuando las aplica, respete, promueva y consagre los derechos esenciales que emanen de la naturaleza de las personas y de los cuerpos intermedios que constituyen la trama de la sociedad.

Así entendido el asunto, es lógico que haya coincidencias entre el llamado Índice del Estado de Derecho (Rule of Law Index), que se publica anualmente,(5) y la consideración de que haya Estados democráticos y no democráticos.

La democracia: orígenes y evolución histórica

Pero el propio tema de la democracia, ha sido una de las problemáticas de más connotación social desde los orígenes de las sociedades clasistas, y de mayor ambigüedad conceptual, hasta la actualidad. Constituye, posiblemente, el asunto que mayores polémicas ha suscitado dentro de los más variados contextos académicos y de más notable trascendencia política en las confrontaciones que, diariamente, tienen lugar para dirimir los problemas relacionados con el control del poder del Estado y fuera de los marcos nacionales.

En nombre de la democracia hoy no solo se establecen normas, como en la "Carta Democrática Interamericana" (aprobada en Perú por la Organización de Estados Americanos -OEA, en 2001),(6) para, indirectamente, limitar la radicalidad de cualquier gobierno latinoamericano; y se realizan los llamados ataques preventivos para, supuestamente, "liberar" a la civilización occidental de los actos terroristas promovidos por los catalogados pueblos no democráticos del Medio Oriente (o por "algún otro rincón oscuro del mundo", según destacó en su momento George W. Bush). También se promueven "forcejeos" coyunturales, amparados en la propia "Carta de las Naciones Unidas" (sobre soberanía nacional), para impedir que los residentes en Crimea, por ejemplo, o en Escocia, aun mediante referéndum popular masivo, puedan decidir, respectivamente, si quedarse como parte de Ucrania o de Gran Bretaña, o volver a sus orígenes nacionales.

Un lugar de particular importancia, dentro de las más variadas polémicas sobre la democracia, que complementa al Índice del Estado de Derecho, promovido por los modelos occidentales de pensamiento, fue la decisión de institucionalizar, a nivel internacional, algunas normas que pudieran contribuir a determinar cuándo un Estado es democrático y cuándo no. Es lo que explica que, desde 2006, Occidente creara el "índice de democracia", con consideraciones vinculadas a los procesos políticos internos, a partir de lo cual se ha dividido a los Estados en países con democracia plena, con democracia defectuosa, con regímenes híbridos y, particularmente, con regímenes autoritarios, donde, por cierto, los países subdesarrollados tienen un lugar casi exclusivo.(7)

En este contexto, sin embargo, más allá de las posiciones ideológicas con que se evalúa la existencia o no de un Estado de Derecho y de la pretendida racionalidad que le imponen los propios intelectuales al término democracia, para apologetizar los sistemas políticos capitalistas o socialistas según sea el caso, hay evidencias que testifican acerca del carácter necesariamente excluyente de este concepto y, por consiguiente, de su vulnerabilidad para ser empleado como la categoría que, desde el punto de vista de la más auténtica voluntad popular, mejor refleja la participación ciudadana.
El hecho es que, conceptualmente hablando, la democracia, desde sus orígenes hasta hoy, siempre ha sido excluyente; excluyente de, al menos, una parte de la sociedad. Cuando aparece enunciada por primera vez, en la Grecia antigua, como reflejo de un importante florecimiento de los derechos ciudadanos -etimológicamente refiere al poder del pueblo como forma de ejercer el Gobierno-, nunca asumió el demos; es decir al pueblo, como un vocablo para denominar a todos los residentes del territorio helénico y, particularmente, a los de Atenas. Entonces, el demos (pueblo), y consiguientemente el sujeto de poder, solo tenía en cuenta, aproximadamente, a las 20 mil personas que eran consideradas ciudadanos, en menosprecio de los más de 80 mil que conformaban a los trabajadores de pila, las mujeres, los extranjeros y los esclavos, lo que significaba que, por esa época, democracia no era sinónimo de poder de todos los residentes en el territorio, sino de solo una parte de ellos.

Algo parecido ocurrió en el Medievo con respecto al sector social que decretaba, o no, los criterios y normas de actuación en el territorio, pero con la diferencia de que nunca fue llamado democracia, no porque no hubiera una parte minoritaria de la sociedad que tuviera el control del Estado, sin considerar las opiniones e intereses de la otra, sino porque las decisiones de ese sector social dominante no se tomaban por mediación de votos. Allí, tras una compresión sui-géneris de la civilización occidental y, con ello, del régimen feudal, los reyes, con el apoyo de los señores feudales, que constituían la parte minoritaria de la sociedad, cobraban impuestos a las grandes mayorías de campesinos y artesanos, disponían la colonización y evangelización de pueblos enteros, incluyendo los de ultramar (con culturas, costumbres y tradiciones religiosas distintas).

Pero después de la Revolución francesa, ni las consideradas más avanzadas democracias capitalistas, difundidas por los apologetas del mundo occidental como la mejor expresión de los principios de separación de poderes, sufragio universal, libertad de prensa, de expresión y de organización, expuestos por el pensamiento liberal, han logrado garantizar una verdadera participación, mucho menos política, de todos los residentes de su territorio en los procesos de toma de decisiones.(8) En la mayoría de los casos, han estructurado y desarrollado sistemas políticos opulentos, basados en disímiles formas solapadas de intercambio económico y cultural asimétrico, entre países ricos y pobres, y entre personas de muchos y escasos recursos que privilegian las oligarquías nacionales y trasnacionales minoritarias, en detrimento de las necesidades de las grandes mayorías.

Los partidos políticos como asideros de los procesos democráticos

La democracia capitalista, sin embargo, a pesar de las múltiples formas en que se puede expresar en la práctica, no es una categoría que se maneja en abstracto burdamente, sin respaldo de importantes cuotas del pensamiento científico. A ello han contribuido teóricos políticos occidentales, de la talla de Schumpeter y R. Dahl, así como Kelsen y Norberto Bobbio que, con el apoyo de los medios de comunicación dominantes, han dejado una importante obra académica que, hasta hoy, marca las pautas básicas de interpretación de los procesos políticos contemporáneos.

Así, fue el propio Schumpeter, con una obra considerada como muy representativa de la teoría y práctica políticas de la segunda mitad del siglo XX, quien, después de la Segunda Guerra Mundial, y participando en un debate que intentaba definir la democracia por la fuente o los objetivos, llegó a concebirla como un simple método y, por consiguiente, como una problemática que "no puede ser un fin en sí mismo" (1942, p. 242). Por eso, en su concepción, ella no tenía ningún significado ético-normativo y, apenas, constituía un modelo o método de organización de la decisión colectiva, cuyo eje, como también destacaron otros, lo constituía la competencia entre partidos políticos,(9) justamente, lo que hoy sigue siendo considerado, por la ciencia política occidental y el sentido común, el resorte esencial de cualquier proceso que pretenda ser verdaderamente
democrático.

En este sentido, dentro del propio campo académico no marxista, mucha importancia se le ha otorgado a la percepción que tuvo Max Weber sobre los partidos políticos. Los concibió como las formas de socialización, que descansando en un reclutamiento formalmente libre, tienen como fin proporcionar poder a sus dirigentes dentro de una asociación y otorgar a sus miembros activos, por este medio, determinadas probabilidades, ideales o materiales (la realización de fines, objetivos o lograr ventajas personales, o ambas cosas) (1971, p. 228).

Otras definiciones parecidas, van desde asumir los partidos políticos como "un grupo de individuos que participan en elecciones competitivas con el fin de hacer acceder a sus candidatos a los cargos públicos representativos", según Stefano Bartolini (1993, p. 301), hasta aquella, amplia y de las más aceptadas, que los percibe como "una asociación de individuos unida por la defensa de unos intereses (intereses de la clase social que representan), organizada internamente mediante una estructura jerárquica, con afán de permanencia en el tiempo y cuyo objetivo sería alcanzar el poder político, ejercerlo y llevar a cabo un programa político" (Maurice Duverger, 2004, pp. 15-16).

Pero esta manera lineal de entender el tema, que confirma las tesis democrático-liberales acerca de que, en los llamados Estados de Derecho, los partidos políticos reflejan el pluralismo político y son instrumentos fundamentales para la participación política, resulta una aseveración no tanto imprecisa como falsa.

La gran mayoría de esas definiciones sobre los partidos políticos, vistas desde fines del siglo XX y principios del XXI, enseñan varias debilidades que no consideran la historia real de los procesos sociales y deslegitiman sus fundamentos esenciales tradicionales. Primero, asumen la pluralidad de partidos políticos como la condición sine qua non de todo proceso verdaderamente democrático, ignorando no solo la existencia de otras experiencias con probados niveles de gobernabilidad, sino de historias pluripartidistas fracasadas que condujeron a cambios profundos en sus regímenes sociales. Segundo, consideran el contexto democrático liberal burgués como el espacio ideal para desarrollar la competencia entre partidos políticos, desconociendo que, en buena medida, los privilegios de un país desarrollado alcanzado a costa de otros, o el distanciamiento entre ricos y pobres dentro de una nación, que promueve el capitalismo, impide la confrontación partidista en condiciones de real igualdad y la hace ilegítima. Y tercero, en general, presentan a los partidos políticos como instituciones ubicadas por encima de las clases sociales que, supuestamente, representan los intereses de los más amplios sectores de la sociedad, obviando que, desde que aparecieron (los partidos políticos), estos defendieron un núcleo central de intereses clasistas alrededor del que se articulaban otros intereses de clases y grupales.

En este sentido, aunque es cierto que los partidos políticos dieron sus primeros pasos en Inglaterra desde el siglo XVIII, con la disputa del poder por parte de los Tories (conservadores) y los Whigs (liberales) y, sobre todo, a partir de la Revolución norteamericana y de la gran Revolución francesa (que sentaron las bases del régimen democrático representativo y la expansión del sufragio), tampoco es falso que, desde que nacieron hasta hoy, se han debatido en garantizar que solo el núcleo hegemónico interno de cada organización tenga el control real de todas sus decisiones.

Esto se hizo más visible a partir del siglo XIX, desde la propia creación de los llamados partidos de cuadros, o de notables (haciendo referencia a su composición social), la conformación de los denominados partidos de comité (en consideración a su estructura organizativa), y de los partidos de representación individual (por el género de personificación que expresaba). Todas las organizaciones se articulaban alrededor de un "núcleo duro" que decidía cómo proyectar su imagen hacia el naciente régimen democrático burgués y de qué manera conservar su control sobre cada institución.

Los partidos de masas o aparato tampoco escaparon de esta lógica. La escasez de recursos con que contaban y, sobre todo, las características de sus proyectos políticos, en contextos de conformación del capitalismo pero con importantes componentes absolutistas, les exigían niveles de organización y de autofinanciamiento que no tenían precedentes en la historia de los grupos políticos. Fue la manera en que comenzaron a crearse, organizarse y defenderse los partidos socialistas en Alemania (1875), Italia (1892), Inglaterra (1900) y Francia (1905) (Norberto Bobbio y Matteucci Nicola, 1982).

Fue, sin embargo, el siglo XX el que trajo mayores desafíos a los defensores de la democracia liberal. En nuevas condiciones históricas era necesario fortalecer las estructuras creadas por el pensamiento liberal para que, al tiempo que otorgaba los toques destructivos finales al sistema feudal, se pudiera evitar el legado del socialismo que había comenzado a abrirse paso, desde el punto de vista práctico, con la gran Revolución de Octubre, a partir de 1917. Era el mismo contexto en que se desataron la Primera y Segunda Guerras Mundiales por la redistribución del mundo.

En este sentido, aunque es cierto que la legalización generalizada de los partidos políticos y, sobre todo, su regulación constitucional, datan de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial(10) y que, desde mucho antes (siglo XIX), algún partido político, en solitario o en coalición, siempre estuvo al frente de los gobiernos de turno, tampoco es falso que los resultados a que condujeron esas contiendas militares mundiales llevaban la impronta tradicional de la relación metrópolis-colonias, o de otras formas históricas de expoliación humana, que rebasan lo estrictamente partidista. Es lo que ha seguido ocurriendo en estos años con los actos de agresión política, militar, económica y diplomática de los Estados Unidos, respaldados por la OTAN, para librar su pretendida "guerra contra el terrorismo" en Irak, Afganistán, Libia o Siria. Ninguno de los países integrantes de la coalición deja de ser miembro de esta por tener gobiernos demócrata, republicano, socialdemócrata, socialista, liberal o demócrata-cristiano.

La verdadera historia de la actuación de los partidos políticos, hasta la actualidad, sin embargo, no parece obedecer a ninguna voluntad interna de competir para imponer, a nivel de gobierno, un programa político propio.

En la segunda mitad de la década del cuarenta del siglo pasado, cuando las economías capitalistas de Europa y Japón habían sido destruidas por las guerras y los EE. UU. no tenían con quien comerciar, tanto los gobiernos socialistas, laboristas y socialdemócratas, como los conservadores y democristianos, tomando como motor impulsor los 20 mil millones de dólares aportados por el Plan Marshall (para levantar esas economías), elevaron los salarios de los trabajadores, crearon nuevas formas de empleo, introdujeron la enseñanza y salud gratuitas, así como otros amplios beneficios a favor de jubilados y demás sectores sociales de bajos recursos (lo que derivó en el nacimiento del llamado "Estado de bienestar social general"). Contrariamente hoy, cuando se ha considerado imprescindible recuperar el crecimiento de las economías nacionales y existe la voluntad de elevar los beneficios de las más grandes empresas europeas y norteamericanas en depresión, tanto los llamados gobiernos de izquierda como los reconocidos tradicionalmente de derecha decidieron implementar el neoliberalismo. Iniciaron el desmontaje del Estado de bienestar y, en general, redujeron las inversiones sociales, lo que se ha expresado en la venta de las propiedades estatales, el aumento del desempleo y la reducción de todo lo que pueda ser considerado necesidades superfluas de la población en el viejo continente. Son las respuestas nacionales no precisamente a las demandas de los partidos políticos en el Gobierno, o a sus programas preelectorales, sino a las exigencias del Fondo Monetario Internacional, el Banco Central Europeo y la Comisión Europea.(11)

Todo esto tiene su explicación. Si, a diferencia de etapas anteriores del desarrollo humano, cuando los partidos políticos brindaban la apariencia de competencia entre ellos, hoy se hace cada vez más visible que, en realidad, son las instituciones bancarias y empresas financieras transnacionales las que deciden qué medidas aplicar en cada Estado y cómo sortear las crisis económicas, en correspondencia con las necesidades de expansión o restricción de los gastos sociales (para acrecentar las ganancias de los grupos económicos que representan), entonces no hay por qué seguir creyendo en el mito acerca de la validez de la libre competencia entre partidos políticos, como si estos, realmente, decidieran algo.

Es un problema de situación límite. No lograr deslindar la diferencia de un programa partidista, elaborado y defendido desde la oposición, del programa que se aplica cuando se llega al Gobierno y, tampoco, poder discernir los propósitos prácticos del partido o coalición que gana las elecciones de los intereses de quien, en realidad, conduce las riendas políticas del Estado como núcleo articulador de todo sistema político, significa continuar creyendo que son los partidos políticos los personeros de la participación política, y soslayar otros mecanismos verdaderamente definitorios, incluyendo el papel de las élites.

La teoría elitista del poder y la percepción de Marx

Aun cuando las élites, desde la monarquía hasta las democracias liberales, han administrado el poder público con determinado nivel de anuencia popular, su estudio, teórica y sistemáticamente, comenzó solo a fines del siglo XIX, cuando el político y pensador italiano Gaetano Mosca (1858-1941), considerado el padre de la teoría de las élites, publicó su libro La clase política en 1896. Mosca (1992) fue el primero en reconocer la existencia de una clase gobernante y otra gobernada, con lo que inicia una importante tradición teórica alimentada por muchos pensadores a lo largo del siglo XX. Otros autores, como R. Michels, V. Pareto, W. Mills y J. Schumpeter, que ulteriormente desarrollaron el propio tópico, partían de que la dicotomía entre los que dirigen y los dirigidos, los que gobiernan y los gobernados, los que dominan y los dominados no es falsa, existe.

En este contexto, muy importante fue la obra de Michels Los partidos políticos. Un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna (1996). Allí el pensador realiza una crítica severa a los ideales de las democracias occidentales, vinculando las élites a la delegación de derechos y la representación popular, y también describe su concepción de la existencia y preponderancia de un grupo dirigente que no vacila en llamar oligarquía. Michels desarrolló lo que, después, se llamó la "ley de hierro de la oligarquía" sobre la creciente oligarquización de los partidos políticos, en particular, y de las organizaciones sociales, en general.

Otros autores, como Vilfredo Pareto (1980), afirmaron que la sociedad estaba compuesta por dos estratos, uno superior y otro inferior: la clase selecta y la no selecta, confirmando que los Estados de principios del siglo XX eran marcadamente desiguales. Pero fue Charles W. Mills después de la Segunda Guerra Mundial, quien revitalizó la teoría de las élites. En 1956 publicó su libro La élite del poder, donde calificó de una manera inédita al grupo dominante del gobierno. Para Mills, la élite de poder "está formada, simplemente, por los que tienen el máximo de lo que puede tenerse que, generalmente, se considera que comprende el dinero, el poder y el prestigio, así como todos los modos de vida que conducen esas cosas" (1989, p. 17).(12)

Estos análisis, realizados por los teóricos del elitismo político, a pesar de los criterios de muchos, no difieren, sustancialmente, de las aportaciones anteriores de Marx que, junto a Engels, hizo una interpretación sui generis de los Estados. Aunque, en su conjunto, los fundadores del marxismo reconocían que el Estado se caracterizaba por varios elementos comunes importantes,(13) tanto Engels, como Marx asumieron que, el Estado no solo era, y seguiría siendo, el instrumento básico de dominación en la sociedad de clases que, de alguna manera, tratara de regular el funcionamiento de la sociedad en su conjunto (para que unos hombres no devoraran a los otros como parece haber sido aceptado por muchos pensadores de la Antigüedad, el Medioevo, la Modernidad y hasta la época contemporánea), sino que, por regla general, es "el Estado de la clase más poderosa, de la clase económicamente dominante que, con ayuda de él, también se convierte en la clase políticamente dominante, adquiriendo con ellos nuevos medios para la represión y la explotación de la clase oprimida" (Engels, 1974, t. III, p. 346 ).

Esto significa que si lo esencial, en la propuesta del marxismo acerca del Estado, era el reconocimiento de su carácter de clase, entonces habría que convenir que todo lo que fuera diseñado, históricamente, por parte de los estados esclavistas, feudales y capitalistas y todo lo que se siga diseñando, en materia de estructura del Estado y de participación política en general, se va a articular alrededor de los intereses de la clase que tenga el control fundamental en la toma de decisiones políticas. Esta idea, más allá de los múltiples tejidos en que se expresan las relaciones sociales, fue una de las traducciones prácticas más concretas e importantes de su concepción materialista de la historia, que justifica los cambios superestructurales (a pesar de su relativa independencia), de acuerdo a las transformaciones que puedan tener lugar en la base económica. Es lo que explica que los clásicos del marxismo consideren a los partidos políticos como entes también esencialmente clasistas, por la voluntad, en última instancia, de sus liderazgos de clase y no por su potencial composición social pluriclasista, en general, y es lo que, asimismo, condiciona su rechazo a los parlamentos burgueses y a la propagandizada tripartición de poderes.

En este sentido, si los Estados responden a la voluntad de clase del liderazgo que articula todas sus propuestas programáticas específicas y los partidos políticos que los administran, también, entonces, la llamada división de poderes y los sistemas electorales existentes, sean mayoritarios, proporcionales o una combinación de estos, marcarán la independencia de acción y podrán ser justos solo en lo que concierne a determinadas funciones formales, no en relación con el argumento, con el que la politología occidental ha defendido tradicionalmente los modelos democrático-liberales, o sea: colocando a los estados capitalistas por encima de la sociedad, de la manera más neutra posible, como si este fuera capaz de atenuar las más profundas diferencias sociales y de clases.

La participación política real como esencia de la democracia

El problema de la verdadera participación política, sin embargo, tampoco es un asunto de la necesidad de un solo partido político para enfrentar, con mayor justicia y celeridad, los cambios sociales. Aun cuando ha tenido múltiples maneras de ser interpretada, e independientemente del régimen político en que se promulgue, esta se ha considerado, sobre todo, en dos sentidos esenciales: primero, como la capacidad de la población para sensibilizarse, con la información oficial que le brindan los gobiernos, a los distintos niveles y, consiguientemente, actuar en apoyo a sus decisiones; y, en segundo lugar, como el proceso de intervención popular que transita por distintas etapas y niveles de formulación, planificación, ejecución y evaluación de políticas desde la base, para tomar las decisiones y repartir los beneficios (Cecilia Linares Fleites, Sonia Correa Cagigal y Pedro Correa Moras, 1996).

Así las cosas, más allá de las conjeturas sobre el Estado de Derecho y de la pertinencia, o no, de los partidos políticos, para que un país sea democrático y, por consiguiente, muestre altas dosis de participación política, es necesario que:

  • Exista un equilibrio real a nivel de vida social cotidiana. No puede tener igual vocación por la política, ni tiempo para dedicarse a esta, el que goza de elevados niveles de vida, incluyendo satisfacciones vinculadas a la educación y la cultura en general, que el que no ha cubierto sus necesidades básicas. Estén creadas todas las estructuras políticas y jurídicas que permitan la elección de representantes populares y la revocación de su mandato, en condiciones de igualdad, lo que incluye una sociedad civil ordenada y responsable para postular sus candidatos y marcos institucionales jurídicos adecuados para que el proceso de elección o revocación se desarrolle con justicia y equidad.
  • Los cargos de representación popular, a todos los niveles del poder del Estado, no sean vitalicios, o demasiado prolongados en el tiempo, sino rotativos. La democracia también tiene un significado ético-normativo.
  • Existan no solo instituciones jurídicas que, potencialmente, puedan impartir justicia, de manera imparcial, sino organismos, con representación popular y profesional rotativa, cuya función básica sea velar por las decisiones e integridad ética de jueces, fiscales, abogados y notarios públicos, a todos sus niveles de funcionamiento.
  • Existan no solo instituciones responsables ante la ley para dar respuestas a las demandas y quejas de la ciudadanía en particular, y de la población en general, sino organismos imparciales, con representación popular y profesional rotativa, cuya función básica sea velar por el respeto de los derechos ciudadanos. Para esto, habrá que aprobar una ley de derechos del ciudadano que lo proteja ante los excesos del Estado.
  • Exista transparencia informativa. Esto, además de la habilitación de una ley concreta, aprobada por el parlamento, que regule qué tipo información debe ser limitada, por seguridad del Estado, incluye la declaración de bienes de los funcionarios públicos, lo que legitima la calidad de representación.
  • Se garanticen las condiciones y mecanismos idóneos para que, a través de un adecuado proceso de centralización-descentralización, los trabajadores y las comunidades, puedan ejercer, directamente, su derecho como dueños del Estado.

Todo lo anterior significa que, más allá de la manera en que se entienda la existencia o no de un Estado de Derecho y de la retórica tradicional con que se defienda la necesidad de un sistema plural de partidos políticos (como condición sine qua non de la "verdadera democracia"), lo esencial, durante la construcción de proyectos que permitan trascender el capital, sigue siendo no solo garantizar la representación formal más auténtica de los pueblos en las más diversas estructuras de poder, sino asegurar que todas las decisiones sean consecuencia real de la voluntad ciudadana. Es lo único que, en el siglo XXI, puede legitimar la democracia a que aspiran los seres humanos.

 

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RECIBIDO: 19/2/2016
ACEPTADO: 5/4/2016

 

 

 

Daniel Rafuls Pineda. Facultad de Filosofía e Historia, Universidad de La Habana, Cuba. Correo electrónico: visa@ffh.uh.cu

 

NOTAS ACLARATORIAS

1. Según los autores J. Mark Payne y Pablo Alonso (2007), para que exista un Estado de Derecho debe coincidir que el derecho sea el principal instrumento del Gobierno, que la ley sea capaz de guiar la conducta humana y que los poderes la interpreten y apliquen congruentemente (p. 66).

2. Sobre todo, por ejemplo, a partir de su propuesta acerca de que los hombres tienen la obligación absoluta -imperativo conceptual- de regular su conducta y de su defensa del principio de separación de poderes en ramas legislativa, ejecutiva y judicial. Algunos autores, como Manuel García Pelayo (1991) y Jesús Rodríguez Zepeda (1994), defienden este enfoque. Para este último: "La definición más precisa de la noción de Estado de Derecho en el pensamiento moderno está probablemente en la obra del filósofo alemán de finales del siglo XVIII Immanuel Kant" (p. 31).

3. Según el autor Antonio Javier Abellán (2015), fue a partir de esa fecha, con la publicación del libro de Robert Von Mohl La ciencia de la política alemana de acuerdo a los principios de los Estados de Derecho (Tübingen, 1833), que comenzó a utilizarse el término. En ese texto se promulgaba la idea de otorgar al sistema legal alemán la fiabilidad de la ley romana.

4. Autores como Joseph Raz (1985) son partidarios de usar el término Estado de Derecho en sentido formal, reduciendo el Estado de Derecho al principio de legalidad. Él consideraba que:

Un sistema jurídico no democrático, basado en la negación de los derechos humanos, en una gran pobreza, en segregación racial, en desigualdad sexual y en la persecución religiosa puede, en principio, conformarse a los requerimientos del Estado cualesquiera de los sistemas jurídicos de las más ilustradas democracias occidentales. Esto no significa que este sistema sea mejor que aquellas democracias occidentales. Sería un sistema jurídico, inconmensurablemente, pero sobresaldría en un aspecto: en su conformidad al Estado de Derecho (p. 264).

5. El Índice de Estado de Derecho -"Justicia Mundial" (World Justice Project -WJP) se considera un instrumento de evaluación cuantitativa diseñado para ofrecer una imagen completa y detallada de la medida en que los países se adhieren a la aplicación de los principios del Estado de Derecho. Se consideran ocho dimensiones básicas: el control de los poderes gubernamentales, ausencia de corrupción, orden y seguridad, protección de derechos fundamentales, gobierno abierto, cumplimiento de la ley, acceso a la justicia civil y acceso a la justicia penal (Rule of Law Index -WJP 2014, 2014). El índice de 2010 evaluó a 35 países; en el 2011, a 66; en el 2012, a 97; y finalmente, en el 2014, a 99.

6. A principios de siglo no se vislumbraba la emergencia inmediata de ningún gobierno de izquierda, más allá del cubano y del venezolano que recién, en 1999, había ganado las elecciones nacionales. Entonces la alerta no podía estar dirigida contra la posibilidad de golpes de Estado de derecha, sino contra las revoluciones armadas. Por eso, el art. n.o 19 de la "Carta Democrática Interamericana" expresó: "la ruptura del orden democrático o alteración del orden constitucional que afecte, gravemente, el orden democrático en un Estado miembro, constituye [...] un obstáculo insuperable para la participación de su Gobierno" (OEA, 2001). En un sentido parecido se pronunció la llamada "Cláusula democrática", concertada durante la Cumbre de las Américas del mismo año en Canadá.

7. El índice de democracia (ID) es una medición hecha por la Unidad de Inteligencia de The Economist (EIU por sus siglas en inglés), a través de la cual se pretende determinar el rango de democracia en 167 países, de los cuales 166 son Estados soberanos y 165 son Estados miembros de las Naciones Unidas. El estudio fue publicado por primera vez en el año 2006 y ha tenido posteriores actualizaciones en 2008, 2010, 2012 y 2014. La unidad de inteligencia del índice de democracia de The Economist basa los resultados en 60 indicadores que se agrupan en cinco diferentes categorías: proceso electoral y pluralismo, libertades civiles, funcionamiento del gobierno, participación política y cultura política. En esta concepción, son consideradas democracias plenas las que reciben entre 8 y 10 puntos; democracias defectuosas, entre 6 y 7,9 puntos; regímenes híbridos, entre 4 y 5,9 puntos y regímenes autoritarios, menos de 4 puntos. Según el ID de 2016, por ejemplo, entre los Estados nacionales considerados con regímenes autoritarios, no se ubica ningún país europeo, excepto Rusia y Bielorrusia. Se destaca, también, la presencia de China, Vietnam y Cuba, con sistemas políticos encabezados por partidos hegemónicos o únicos, junto a monarquías absolutas como la de Omán y Arabia Saudita, o a Monarquías con representación popular restringida como Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Catar y Barhein. Por otra parte, entre los países con democracia plena se mencionó en los primeros lugares a los países nórdicos (Noruega, Suecia, Islandia, Dinamarca y Finlandia), a los Estados Unidos, Alemania y la mayoría de los países europeos, junto a otros de Asia y América Latina.

8. Basta recurrir, por ejemplo, a una de las encuestas realizadas en los Estados Unidos, por el Wall Street Journal (WSJ) y la National Broadcasting Corporation (NBC) (dos de las entidades más señaladas de los llamados medios establecidos o mainstream media), presentadas en el mes de agosto de 2015 a sectores significativos de su población, para comprender que los ciudadanos norteamericanos han perdido confianza en los políticos, las instituciones y el sistema de gobierno. Los resultados fueron desde apenas un 40 % de apoyo a Obama y un 64 % que estaba insatisfecho con el estado de la economía del país, hasta un 76 % que desconfiaba de un futuro mejor para sus hijos y un 79 % que se mostró insatisfecho con el sistema político.

9. Esta fórmula, según Samuel Huntington (1994, p. 20), cerró el debate en 1970. Otros autores no marxistas anteriores y contemporáneos, como Moissei Ostogorski y Max Weber, junto a Robert Michel, Maurice Duverger y Giovanni Sartori, también se destacaron por sus estudios sobre los partidos políticos.

10. Así quedó plasmado en las Constituciones de Alemania (1949), Italia (1948), Francia (1958), Grecia (1974) y España (1978).

11. La incidencia de esas tres instituciones en la cotidianeidad de los países de la Unión Europea, que implica otorgarles poderes importantes sobre vigilancia (económica) y un control más estricto de las finanzas públicas, antes que los gobiernos nacionales aprueben sus planes económicos, ha sido calificada por Joao Manuel Durao Barroso, presidente de la Comisión Europea, como una "revolución silenciosa". Para otros autores, es un "golpe de estado silencioso" contra las soberanías nacionales (Willy Meyer, 2011). Esta decisión, que también ha tenido fuertes incidencias en Portugal y, sobre todo, en Grecia, asimismo está presente en España. La aprobación, por parte de los ministros de la Eurozona, de un rescate de hasta 100 mil millones de euros para salvar al sistema financiero español fue condicionado, entre otros compromisos, por parte de España, a ceder los poderes del Gobierno para la supervisión de los bancos a la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y la autoridad bancaria del bloque que, cada trimestre, deben realizar un examen sobre el cumplimiento de un paquete de recortes de 65 mil millones de euros (El País, 2012, p. 5).

12. Desde hace unos diez años se ha considerado al llamado Club Bilderberg (surgido en 1954) una de las más importantes élites de poder a nivel mundial. Reúne anualmente a las 130 personas más influyentes del mundo. Objeto de diversas teorías conspirativas, los miembros del Club, se encuentran en complejos de lujo ubicados en Europa y Norteamérica donde la prensa no tiene ningún tipo de acceso. Su oficina está en Leiden (Holanda) (Daniel Estulín, 2007).

13. Entre estos elementos, la prerrogativa de intervenir en nombre de toda la sociedad, la aplicación de impuestos para cubrir los gastos del Estado y el mantenimiento de su aparato y la posesión de un poder coercitivo contra las clases y grupos sociales opuestos, a través de componentes e instrumentos importantes como la burocracia permanente, los destacamentos especiales de hombres armados (el ejército y la policía), los organismos punitivos y de información del Estado, las cárceles, entre otros más.

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