De la hegemonía del Estado-Nación a la hegemonía sistémica
El siglo xxi que ha encontrado la humanidad es más incómodo de lo que se suponía. No pocos imaginaron que el fin del bipolarismo, con el declive de una de las superpotencias, indicaba el momento en el que mantener un oneroso arsenal nuclear no fuera necesario. Si el siglo xx había sido el de las guerras mundiales y el de prolongados conflictos armados de carácter local, tal vez habría oportunidades para una paz mediocre, en la que con resignación se asumía la existencia de un capitalismo global de matriz neoliberal, que ampliaba considerablemente los límites de la exclusión social. Ese sistema, nacido junto con la tercera posguerra mundial y bajo el liderazgo estadounidense, tenía un nombre poco creativo y de largo pedigrí histórico: Nuevo Orden Mundial. Samir Amín (2006) lo denomina el «imperio del caos» (p. 121): una globalización militar que fortalece el proyecto hegemonista de Estados Unidos.
Pero las relaciones internacionales, como cualquier otra relación social, entraña una incesante colisión de poderes. Implica relaciones de interdependencia y asimetrías consustanciales a la fracción de poder que cada actor dispone y que se expresa en el papel que desempeña en el comercio, la inversión y las finanzas internacionales; en la capacidad productiva y el desarrollo tecnológico; en el conocimiento científico y sus múltiple usos en el sector civil o militar; en la calidad de vida de los ciudadanos; en la posesión y el empleo de los recursos naturales; en la influencia del idioma y la cultura; y en el poderío militar. En pocas palabras, la combinación de dimensiones suaves o duras del poderío -con predominio de las primeras, que son de orden cultural e ideológico- que ahora se le llama «poder inteligente» y que producen como resultante la hegemonía.(1) Y aunque es cierto que Gramsci (1997) empleó la categoría hegemonía en el análisis de las relaciones de poder al interior de un Estado, lo cierto es que atisbó lo que denominó «agrupaciones de Estados en sistemas hegemónicos» (p. 181).
El sistema internacional, cuyos actores preeminentes continúan siendo los Estados, puede ser entendido como la interrelación de subsistemas que, grosso modo, Raúl Prebisch definió para el caso argentino y extrapoló en ejercicio de homotecia a las relaciones internacionales como el «centro» y la «periferia». Immanuel Wallerstein añadió en su conceptualización del Sistema-Mundo el matiz de fluctuación, la semi-periferia: la región o los países que siendo parte del núcleo del sistema capitalista muestran un declive relativo, o sus pares de la periferia con indicadores macroeconómicos ascendentes.(2) Acá creo que es importante resaltar una interrogante: ¿Pensamos la hegemonía a la usanza habitual del Estado-Nación o en clave de Sistema-Mundo? ¿Cuándo Estados Unidos se desempeña como policía de la Aldea Global, lo hace solo a su nombre o, además, en representación y defensa del conjunto del sistema?
Henry Kissinger (1979) parece haber comprendido tempranamente que la capacidad de Estados Unidos de ejercer el liderazgo dentro de la elite de las potencias defensoras del sistema capitalista, demandaba «compartir las responsabilidades y la hegemonía» con esos actores. Kissinger será franco en este tema:
No era natural que las decisiones importantes que afectaban el destino de países tan ricos en tradiciones, orgullo nacional y poderío económico como Europa Occidental y Japón, se tomaran a miles de millas de distancia. Yo había insistido durante años que era en beneficio del interés nacional norteamericano que las responsabilidades fueran compartidas. Si Estados Unidos insistía en ser el fideicomisario de todas las áreas no comunistas, nos agotaríamos psicológicamente mucho antes de hacerlo físicamente. Un mundo con más centros de decisión, creía yo, era plenamente compatible con nuestros intereses, además de nuestros ideales. Por esto me opuse a los esfuerzos de las administraciones Kennedy y Johnson para hacer abortar el programa nuclear francés, y si era posible hasta el británico, y a la tendencia de Washington, en los años sesenta, de convertir la consulta en la exégesis de las prescripciones norteamericanas. (p. 61)
Polaridades y hegemonía compartida
En 2004, Thomas P. M. Barnett formuló su teoría, en la que define el Mundo en dos subsistemas: el «núcleo» y la «brecha». Barnett creó la cara opuesta a la teoría de la desconexión de Samir Amín y asumió que los conflictos locales que se generan en la periferia global son consecuencia de la «desconexión del sistema», de la «brecha». Mirando la actual crisis en la península coreana, se comprende porque es funcional a esa perspectiva la denominación de Rogue State. Para la política exterior de Estados Unidos y sus aliados, e incluso para aquellos que potencialmente podrían constituir uno de los polos de atracción en el sistema de las relaciones internacionales, la República Popular Democrática de Corea, opera como un «Estado bandido» al construir un programa militar nuclear que garantiza esa desconexión, violando las «reglas de juego» preestablecidas por las potencias.(3)
Algunos políticos y académicos sugieren una asociación entre la noción de un orden global más justo con la construcción de una base de sustentación multipolar.(4) Acá se encuentra otra cuestión polémica. El Mundo ha vivido épocas de unipolaridad, bipolaridad y multipolaridad -visto en retrospectiva histórica, al menos en lo que se refiere a comercio, finanzas, tecnología y conflictos bélicos desde el siglo xiv hasta los inicios del siglo xx-. En épocas de incertidumbres post-unipolares, con una frágil y aún no consolidada emergencia multipolar y «turbulencias»,(5) definida por Richard Haass (2008) como «no polaridad»,(6) como bien conceptualiza Barnett, el mayor reto para la hegemonía en clave Sistema-Mundo consiste en los niveles de desconexión que implica no asumir el rol subalterno en el Sistema-Mundo capitalista. Esto es en relación con los procesos emergentes en la periferia. Pero no en relación con los «polos» que implicarían, desde la visión estadocéntrica, un Mundo con cuotas de poder menos inequitativas. Pensemos que los «polos» y su capacidad de generar estabilidad dependen de los consensos, el primero de los cuales y requisito indispensable es en relación a la defensa del «sistema». Theotonio dos Santos (2004) lo califica de «hegemonía compartida» (pp. 257-279). Hay que aclarar que esa hegemonía compartida se produce en el bloque en el poder(7) «sistémico», que refleja no solo la cooperación de las potencias(8) que lo componen, en defensa del sistema, sino que además permite ver que las contradicciones interimperialistas no se agotan, sino que adquieren otras formas en su expresión. Los matemáticos plantean que dos puntos definen una recta y tres definen un plano. Y en ese plano se encontrarían N puntos. Recordemos que nuestra noción espacial de estabilidad está asociada a la existencia de un plano. En nombre de la estabilidad y perdurabilidad del sistema, pensando la hegemonía en clave de Sistema-Mundo, es posible la transferencia de liderazgo, tal y como sugiere Paul Kennedy (2017).(9)
¿Interesa al sistema que desde la periferia emerjan competidores hacia su núcleo? Al igual que en las sociedades estratificadas en clases, la oportunidad de movilidad social ascendente, al menos como ilusión, resulta necesaria y consustancial a la necesidad de legitimación, en términos actuales «ganar-ganar». ¿Pero cuál es el rol predeterminado desde el centro del Sistema-Mundo capitalista para las sociedades de la periferia? ¿No es acaso el de suministrador de recursos, perpetuar su dependencia tecnológica y colonialidad intelectual, transferirle costos ambientales y mantener las condiciones de explotación que permitan la obtención creciente de plusvalía?
Y quizás esto nos lleva entonces de vuelta a Barnett. Si la desconexión del sistema es en sí percibida como amenaza, ello explicaría en parte los nuevos conflictos bélicos locales, que permiten reordenar los territorios y las fronteras geopolíticas en función de mantener el control sobre puntos clave y recursos estratégicos. Ahora, creo necesario que la reflexión se dirija a una cuestión que pasa inadvertida. Si el sistema, o sus garantes coaligados, tienen que verse obligados a librar nuevas guerras, ¿entonces cómo interpretar sus resultados? Tradicionalmente la victoria o derrota se medía en términos de aniquilar o incapacitar al adversario. Importante era imponerle condiciones. Más importante aún resultaba el control sobre el territorio ocupado. Un símbolo era tomar la ciudad capital del oponente. Pero las nuevas guerras tienen otro matiz. A diferencia de otros siglos, incluido el xx, donde las grandes potencias medían sus rivalidades en confrontaciones directas y a gran escala, la nueva tecnología nacida a partir del «equilibrio de terror» no permite escalar irresponsablemente los conflictos a riesgo de asumir costos insuperables.(10) Hay choques, pugnas, más propias de la reticencia a superar la visión que impuso el Estado-Nación.
Sin embargo, los conflictos actuales han visto como una parte activa a un Estado o a una coalición de Estados, cuya ventaja real en el campo de batalla proviene de tres cuestiones esenciales: la adquisición de información sobre el adversario y sus capacidades (inteligencia); el control de los medios y de la información que se produce y reproduce sobre el conflicto; y la asimetría tecnológica militar a su favor. Si usualmente interesaba el control territorial, ahora lo importante es el control del territorio con valor estratégico, sea por sus rutas de «re-conexión» al sistema, asociadas al tráfico mercantil; sea por los recursos e infraestructura que en él se encuentran disponibles; o incluso por la inherente «denegación de acceso» al territorio o los recursos para terceros.(11) En todo caso, volviendo a la hegemonía, la garantía de que el uso de la fuerza sea «legítimo»,(12) estaría garantizado por la conveniente socialización a través de las multimedias, la creación de una opinión pública favorable, su correspondiente aprobación como un mandato internacional y la concreción multilateral del uso de la fuerza.(13)
Conclusiones
El Sistema-Mundo del siglo xxi se proyecta como una época de confirmación de un sistema capitalista globalmente de hegemonía compartida, donde las resistencias se encuentran en la periferia, particularmente por el reto que representa la convivencia bajo un mismo sistema de múltiples modos de producción precedentes y yuxtapuestos. El surgimiento de un Mundo multipolar implica mayores grados de estabilidad del sistema, en el que a la vez se verifican las contradicciones interimperialistas por el acceso a territorios, recursos y mercados, de manera indirecta y solo en el ámbito de la periferia. La hegemonía es a la vez esencial como elemento legitimador del empleo de la fuerza (violencia legítima), pues el sistema capitalista global la empleara en la periferia, donde y cuando resulte necesaria, a los efectos de mantener la integridad de aquellos espacios territoriales, cuyos recursos o posición estratégicos exijan evitar una «desconexión del sistema», aun cuando esta sea parcial -en el territorio, o por la profundidad de los cambios sociopolíticos que se generen en esa dirección- y limitada en el tiempo.