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Universidad de La Habana

On-line version ISSN 0253-9276

UH  no.289 La Habana Jan.-June 2020  Epub Apr 25, 2020

 

Artículo Original

El debido proceso penal en el modelo constitucional cubano

The Due Process of Law in the Cuban Constitutional Model

Juan Mendoza Díaz1  * 
http://orcid.org/0000-0002-4534-905X

Mayda Goite Pierre1 
http://orcid.org/0000-0002-8525-5074

1Facultad de Derecho, Universidad de La Habana

Resumen

La nueva Constitución de 2019 regula, por primera vez en la historia constitucional cubana, la garantía del debido proceso penal. El artículo estudia los orígenes del debido proceso legal, su evolución histórica hasta nuestros días y luego realiza un análisis de las principales garantías contenidas en el artículo 95 de la Constitución cubana.

Palabras clave: garantías constitucionales; legalidad penal; presunción de inocencia

Abstract

The new Constitution of 2019 regulates, by first time in Cuban constitutional history, the guarantee of due process in criminal proceedings. The article studies the origins of due process of law, its historical evolution to present days and performs an analysis of the main guarantees contained in article 95 of the Cuban Constitution.

Keywords: constitutional guarantees; legality in criminal proceedings; presumption of innocence

INTRODUCCIÓN

El debido proceso llegó a los predios americanos acompañado de la tutela judicial efectiva, de la mano del artículo 24 de la Constitución española de 1978, que en un mismo artículo une ambas categorías.1 Esta fusión provocó en aquel país primero, y luego en los restantes que siguieron el modelo español, una profusa jurisprudencia que fue mezclando dichas categorías.

Además de la confusión doctrinal y jurisprudencial que acompaña a estas instituciones, existen diferencias en su origen y configuración.

El debido proceso tiene un surgimiento histórico anterior. Conocido también como «debido proceso legal» o «proceso con todas las garantías», se plasmó por primera vez en la Cláusula N.º 39 de la Carta Magna de Juan Sin Tierra, en fecha tan temprana como 1215, en la cual se dispuso: «Ningún hombre libre podrá ser detenido, ni preso, ni desposeído de sus bienes, ni declarado fuera de la ley, ni desterrado, ni perjudicado de cualquier otra forma, ni procederemos ni ordenaremos proceder contra él, sino en virtud de un juicio legal por sus pares o por ley del país» (Pacheco, 2000, p. 47). No es ocioso recordar que la Carta Magna y el catálogo de garantías que recogió este cuerpo constitucional primigenio, desempeñó un importante papel en la conformación del modelo procesal inglés. Tras la ruptura de Enrique VIII con la Iglesia Católica romana, en el siglo xvi, Inglaterra logró distanciarse de la influencia que ejerció por toda Europa el modelo de enjuiciamiento inquisitivo canónico y desarrollar un sistema adversarial, inspirado en la mejor etapa del Derecho Romano de la época republicana2 (Satrústegui, 2009, p. 250).

El catálogo de garantías inglés tuvo una influencia decisiva en la conformación del sistema penal de los Estados Unidos, lo cual se evidenció en 1787, cuando se adoptaron diez enmiendas a la Constitución norteamericana, las que fueron posteriormente aprobadas, de forma definitiva, por el Congreso de la Unión, el 3 de noviembre de 1791 y que son conocidas como la Declaración de Derechos o Bill of Right.3 A partir de ese momento, el concepto «right to due process of law» se tornó en un derecho genérico en el sistema legal de los Estados Unidos; se extendió al resto del mundo y sirvió para identificar un catálogo de diversas garantías asociadas al juzgamiento penal.

El origen de la tutela judicial efectiva es otro y se encuentra en el constitucionalismo europeo del siglo xx. Los orígenes del concepto están asociados a la categoría de la acción procesal, a partir de que logró su independencia y configuración científica, tras las aportaciones de los grandes pandectistas alemanes de finales del xix. En el plano teórico, el primer reclamo por constitucionalizar la acción corresponde al procesalista uruguayo Eduardo Couture, en su trabajo titulado Las garantías constitucionales del Proceso, de 1948 (Mendoza et al., 2017). En la actualidad, la noción de tutela judicial efectiva -tal y como quedó denominada en la Constitución española de 1978- es una categoría mucho más abarcadora que la «acción», a pesar de que algunos autores llegaron a denominar a la tutela judicial efectiva como la «constitucionalización del derecho de acción» (De la Oliva, 1980, p. 135). En la conformación de este concepto la Constitución española tuvo la influencia de la Constitución italiana de 1947 y de la Constitución de Bonn de 1949.

A los americanos nos llegó el concepto procedente de España, por la influencia que la doctrina y la jurisprudencia de ese país tuvo en los ámbitos académicos y judiciales de esta parte del mundo.

Ahora bien, el alcance que tiene en la actualidad el concepto de tutela judicial efectiva se debe a la jurisprudencia ordinaria y, muy especialmente, a la constitucional, tanto a la española, como a la de los países que la incorporaron en sus textos constitucionales. El término es actualmente un hipervínculo por el que se accede a un terreno insondable de doctrina y jurisprudencia, el cual ha evolucionado hasta alcanzar niveles que el legislador español no pudo concebir cuando lo aprobó (González, 2011).4

Como ya apuntamos, la explicación jurisprudencial del derecho a la tutela judicial efectiva amplió el concepto y extendió sus límites, lo que provocó que muchas de las garantías del debido proceso quedaran insertas en la tutela; en algunos casos se les identifica, en otros se les separa, o se les interrelaciona. Pudiéramos decir que el criterio predominante es el que considera que la tutela judicial efectiva es el derecho matriz, del cual se deriva el concepto de «debido proceso».

La tutela judicial efectiva comprende el acceso a la justicia, el derecho a obtener una sentencia motiva que resuelva el fondo del conflicto y el derecho a lograr su ejecución.

Por su parte, el debido proceso es un paquete de garantías procesales, unas de carácter general -válidas para todas las modalidades de enjuiciamiento- y otras de naturaleza más específica, asociadas particularmente al proceso penal, que incluye en ocasiones hasta el habeas corpus.

Para una cabal determinación del contenido del debido proceso hay que acudir, necesariamente, a los principales instrumentos internacionales de protección de los derechos humanos, con independencia de que hayan sido, o no, ratificados por el país, pues recogen los paradigmas fundamentales de esta materia, fruto del trabajo que durante años ha realizado el sistema especializado de las Naciones Unidas. El instrumento de mayor importancia en este campo, a nivel universal, es el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, cuyo artículo 14 contiene un amplio catálogo de garantías configuradoras del debido proceso;5 en el ámbito regional es la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José), cuyo artículo 8 tiene iguales propósitos.6

Para concluir esta parte introductoria, dedicada a conceptualizar el debido proceso penal, es muy esclarecedora la valoración hecha por Javier Llobet Rodríguez (2008), en la que el destacado profesor costarricense describe, de manera magistral, la complejidad teórica del concepto y su forma de materialización práctica:

El concepto de debido proceso es impreciso, y hasta podría ser sostenido por alguien que todo quebranto a la ley procesal supone una violación del debido proceso. Se trata de un concepto de carácter abstracto que con frecuencia es utilizado de manera indistinta con el de presunción de inocencia, cuando se refiere a los derechos del imputado, llegándose a abarcar los diversos derechos que el Derecho Internacional de los Derechos Humanos y el Derecho Constitucional han ido considerando como necesarios para el juzgamiento de los delitos. Se trata en definitiva de un principio que está relacionado también con el del Estado de Derecho, en cuanto se garantiza la seguridad jurídica de los habitantes del Estado, de modo que no pueden ser condenados si no es conforme a una serie de normas que garanticen en definitiva el respeto a su dignidad humana, especialmente la presunción de inocencia y el derecho de defensa, lo mismo que la imparcialidad del juzgador. (pp. 318-319)

Al proceso de inclusión en las constituciones del catálogo de garantías judiciales y procesales del debido proceso es al que se le conoce como «constitucionalización del Derecho Procesal».

EL DISEÑO CONSTITUCIONAL CUBANO DEL DEBIDO PROCESO PENAL

El constitucionalismo cubano estuvo ajeno, durante años, al panorama antes descrito, por lo que el debido proceso vivía solo en las elucubraciones teóricas de la doctrina patria, en clave de lege ferenda.

La Constitución de 2019 cumplimentó muchas de las aspiraciones de la doctrina constitucional y procesal cubana, donde quedó plasmado un capítulo que regula un conjunto de garantías privilegiadas, que el legislador ordinario debe respetar e instrumentar en las leyes procesales y que, por el rango que tienen, pueden ser también aplicadas de forma directa. Siguiendo a Ferrajoli (2006), el legislador constitucional cubano separó los derechos de las garantías porque, como bien apuntaba el profesor italiano, se trata de una separación indispensable, en la que la ausencia de las correspondientes garantías equivale a una «laguna» y, por tanto, a una inobservancia de los derechos positivamente estipulados; pues, como acertadamente declara, un derecho fundamental reconocido, pero no justiciable, o sea, no aplicable por falta de garantías y de procedimientos definidos, constituye un «derecho inexistente».

Con acierto, el legislador constitucional cubano separó las categorías tutela judicial efectiva (artículo 92) y debido proceso; este último se bifurcó en dos modelos: el primero, con una proyección general para todos los tipos procesales (artículo 94), y el segundo, en una dimensión estrictamente penal (artículo 95). Estas categorías, que se enmarcan bajo el título «Garantías de los Derechos», se adicionan a otro grupo de instituciones -que se inscriben en el concepto genérico de «garantías» y van desde la posibilidad de solucionar los conflictos por vía alternativas, el habeas corpus, el habeas data, la responsabilidad patrimonial de la administración, hasta los mecanismos de protección privilegiada de los derechos constitucionales (artículo 99)- que debe dar cabida a una modalidad de amparo que aún el legislador ordinario no ha bautizado con el tipo procesal que utilizará para instrumentarla.

El debido proceso penal está regulado en el 94 constitucional y contiene ocho garantías básicas del enjuiciamiento en esta materia; ello no implica que sean las únicas que debe contener un modelo procesal penal garantista, sino que son aquellas que no pueden faltar, para que pueda ser calificado como tal. Este catálogo de garantías incluye aquellas que el legislador constitucional no quiere dejar al antojo del legislador ordinario, sino que son ordenadas desde el propio texto magno, para que estén contenidas, ineludiblemente, en la ley procesal penal, con el valor adicional de poseer fuerza de aplicación directa, con prevalencia por sobre cualquier otra norma de inferior categoría. A continuación, analizaremos cada una de las garantías contenidas en el artículo 94, las que juntas conforman el concepto genérico de debido proceso penal.

LA LEGALIDAD DE LA PRIVACIÓN DE LIBERTAD

La libertad es un derecho fundamental, consagrado en el artículo 46 de la Constitución, que es el primero del catálogo de los Derechos en el texto constitucional, lo que evidencia la preminencia que tiene en relación con todos los demás.

Resulta conocido que la libertad, al igual que otros derechos constitucionales, puede ser objeto de limitación, pero deben especificarse los casos en que esto procede y las formas en que debe ejecutarse. El apartado a del artículo 95 está dedicado, justamente, a regular los casos de excepción al disfrute del derecho fundamental a la libertad, y dispone que las personas no podrán «ser privadas de libertad sino por autoridad competente y por el tiempo legalmente establecido» (Constitución de la República de Cuba, 2019).

Nos encontramos ante uno de los desafíos más importantes del proceso penal, que comprende la privación anticipada de libertad. Estamos hablando de imponer a un individuo una limitación temporal de este derecho fundamental, sin que esté amparado en un título ejecutivo, o sea, en una sentencia de condena. Se trata de uno de los retos más trascedentes que tiene la presunción de inocencia, pues aún sin existir juzgamiento y sin que se pueda determinar fehacientemente que la persona es culpable, se le priva de uno de sus derechos más relevantes. Queda claro que esto solo puede hacerse bajo el fundamento de la necesidad que impone un proceso investigativo, encaminado al esclarecimiento de un delito, y es necesario que se realice cumpliendo las formalidades y procedimientos establecidos en la ley ordinaria; a este proceso es al que se denomina «legalidad de la privación de libertad».

El mecanismo procesal para imponer la coerción a la libertad personal es el régimen cautelar y, más concretamente, la medida cautelar de detención o prisión preventiva. Este es un tópico extremadamente complejo y sujeto a la puja de fuerzas encontradas, que defienden, de una parte, la prevalencia de fuertes garantías para su imposición, mientras que, por la otra, los órganos encargados de la persecución la utilizan como un medio de investigación, en el entendido de que, al privar de libertad a un individuo, se logrará un esclarecimiento más rápido del delito y una colaboración más eficaz del imputado. En el análisis de este tema prevale la admonición de Llobet Rodríguez (1993), para quien la regulación de la prisión preventiva revela mejor que cualquier otra institución el sistema procesal que se sigue en un país.

El dilema fundamental del régimen cautelar estriba en que se adoptarán medidas restrictivas de derechos que no se apoyan en un título, piedra angular de cualquier tipo de ejecución forzada. Por esta razón se hace necesaria la definición de unos mínimos que deben darse para que se justifique la intervención coactiva del tribunal. A estos mínimos la doctrina los denomina «presupuestos de las medidas cautelares» y son universalmente conocidos por sus términos latinos: fumus boni iuris y periculum in mora.

En el proceso penal, el fumus es la existencia de elementos de culpabilidad que hagan presumir que la persona sobre la cual recaerá la medida es el autor del delito, o sea, que exista una sospecha fundada de la participación del imputado en el hecho punible. Por su parte, el periculum es la posibilidad real de que el imputado pueda evadir la acción de la justicia o entorpecer la investigación. Cualquier otra circunstancia que se quiera introducir, como el peligro de reiteración, la gravedad del delito, u otra, se apartan del espíritu de lo cautelar y contraviene el principio de legalidad en este ámbito.

Cierra este cuadro de legalidad la exigencia de que la medida sea impuesta por autoridad competente y por el tiempo legalmente establecido. Ambas exigencias constituyen dos desafíos para el legislador ordinario cubano, pues la medida cautelar de prisión debe ser impuesta por un juez, toda vez que se trata de una severa intromisión en el plano de los derechos fundamentales y que no debe ser adoptada por ninguna otra autoridad. Esta exigencia de que sea un juez quien imponga la medida de prisión es lo que se conoce en la doctrina como «principio de jurisdiccionalidad», pues nadie que no tenga facultades jurisdiccionales debe privar de libertad a un individuo, aunque sea una medida de naturaleza temporal.

El otro desafío del debido proceso como garantía constitucional es que la prisión debe aplicarse por el tiempo legalmente establecido, en una realidad en la que el legislador no fijó un tiempo máximo de duración de la prisión cautelar. La duración de cualquier medida cautelar está signada por los principios de temporalidad y variabilidad. Debe fijarse un tope de duración, de ahí su temporalidad, y a la vez está sujeta a la mutación de las condiciones que justificaron su imposición, de tal suerte que, si cambian o desaparecen las razones que motivaron su imposición, la medida cautelar debe cesar o modificarse por una menos severa. El legislador ordinario cubano debe dar cabida a ambos principios en la reglamentación de la prisión provisional.

LA ASISTENCIA LETRADA DESDE EL INICIO DEL PROCESO

Disponer de un profesional del Derecho que pueda asumir la representación del imputado, desde una fecha temprana de la investigación, constituye una de los logros más valiosos en el diseño del debido proceso penal, y a esto está referido el apartado b del artículo referido.

La asistencia jurídica en el proceso penal es una derivación de la garantía general de tutela judicial efectiva, solo que en el proceso penal se interpreta como la necesidad de poder disponer de un abogado, desde la fase más temprana posible de la investigación, que le posibilite operar como un valladar ante los posibles actos invasivos de los órganos encargados de la persecución penal y que la asistencia se extienda hasta la fase judicial del proceso.

A este tipo de asistencia jurídica se le denomina «defensa técnica», para diferenciarla de la «defensa material», que es la que propiamente realiza el imputado para salvaguardar su situación ante la autoridad, y se materializa a través de la asistencia jurídica, ya sea por la libre elección de un profesional con dedicación a la postulación, o mediante los mecanismos diseñados en cada país para garantizar la defensoría pública, a cargo del Estado. La defensa técnica tiene varias claves de conflicto, que van desde el logro de una presencia temprana del abogado defensor en la fase investigativa, los mecanismos de designación de dicho letrado -ya sea de forma preceptiva o potestativa- hasta el establecimiento por el Estado, como responsabilidad que le viene atribuida, de un servicio de defensoría pública de calidad. En algunos países, como el nuestro, la defensa de oficio no la asume directamente una entidad gestionada por el Estado, sino la organización profesional que agrupa a la abogacía, pero el Estado, como parte de su responsabilidad, debe sostener los gastos que esta actividad origina, forma, como elemento de legitimación del proceso y la pena, en aquellos casos en que, por motivos diversos, el imputado no designa abogado para su defensa (Mendoza, 2016).

Los principales instrumentos internacionales, ya mencionados, recogen el derecho a la asistencia jurídica, pero no fijan plazos para su realización, lo que complejiza su concreción en los ordenamientos nacionales. Por esa razón, el tema de la celeridad en poder disponer de un abogado se ha ido incorporando en el catálogo de las exigencias internacionales, de tal suerte que el hecho no es solo disfrutar de la asistencia de un profesional del Derecho, sino que su presencia sea temprana. En el año 1990 se celebró en La Habana el Octavo Congreso de Naciones Unidas sobre Prevención de Delito y Tratamiento del Delincuente, donde se aprobaron los «Principios básicos de Naciones Unidas sobre la función de los abogados» (ONU, 1990). Este instrumento internacional, que por su naturaleza no tiene carácter vinculante para los Estados, constituye el más importante cuerpo normativo referencial sobre el papel del abogado en el proceso penal y sirve de guía en la actualidad a los procesos de reformas legislativas que realizan los diferentes países en este campo. El Principio N.º 7 fija la asistencia jurídica inmediata a las personas detenidas o arrestadas y, en cualquier caso, en un plazo que no rebase las 48 horas.7

La Constitución, en correspondencia con el reclamo ciudadano formulado en las asambleas que se efectuaron en todo el país para debatir el Anteproyecto, le ordenó al legislador ordinario que la asistencia jurídica debía concretarse desde el inicio del proceso, lo cual abrió una interrogante fundamental en el mundo profesional: ¿en qué momento se considera que inició el proceso penal?

El panorama que prevale en la actualidad es complejo, pues en lo relativo al aseguramiento del acusado hemos sufrido un proceso paulatino de retroceso, que ahora debe cambiar por mandato constitucional.

La Ley N.º 1251, de 25 de junio de 1973, puso fin a la vigencia en Cuba de la Ley de Enjuiciamiento Criminal española de 1884, y eliminó la figura del juez de instrucción, quien imponía la medida cautelar, por lo que la investigación fue asumida por los órganos de instrucción del Ministerio del Interior, bajo el control de la fiscalía, y la prisión preventiva era decretada por un juez ordinario mediante un procedimiento oral, expedito y contradictorio. En 1977, con la promulgación de la Ley N.º 5, Ley de Procedimiento Penal, la adopción de la prisión provisional pasó a ser una facultad de la fiscalía, con una aprobación o revocación judicial, mediante un procedimiento escrito, que sustituyó el proceso introducido en 1973. En 1994 se modificó nuevamente el régimen cautelar del proceso penal, y el Decreto Ley N.º 151, de 10 de junio de ese año, eliminó la intervención judicial en esta fase, lo que fue calificado por Rivero García (2009), como «el traspaso del señorío del aseguramiento» (p. 42) de manos de la judicatura a las de la policía y la instrucción, excepto la prisión provisional, cuya decisión quedó en poder del fiscal. A partir de ese momento, cesó todo control judicial en el aseguramiento del acusado.

El problema actual no es solo que quien impone la prisión provisional no es un juez, sino que la intervención del abogado está sujeta a la imposición de una medida cautelar, de tal suerte que, si no hay medida cautelar, no es permisible designar abogado con capacidad de dialogar con los órganos investigativos, lo que crea la irregular situación de que -con una investigación en curso en su contra- al imputado le resulta imposible que su abogado pueda interactuar con los ejecutores de la indagación. En caso de que se imponga una medida cautelar, se autoriza la designación de abogado y la posibilidad de que este se persone en el proceso investigativo; solo que, en el caso de la prisión provisional, el imputado puede estar detenido hasta siete días, que es el plazo máximo que tiene la fiscalía para imponerla. A partir de ese momento es que se considera que el acusado es «parte en el proceso» y puede designar abogado y tener acceso a las actuaciones.

En el nuevo escenario que abre la Constitución esta situación debe variar radicalmente. El legislador ordinario tiene el reto de ajustar el modelo procesal penal a mandato de la Carta Magna, bajo la premisa de que cuando dice que se dispondrá de abogado «desde el inicio del proceso», no puede estar condicionado a la existencia de una medida cautelar que convierta al imputado en parte, como ocurre actualmente.

Las respuestas que debe dar el legislador ordinario -para que su actuar sea coherente con la Constitución- deben estar basadas en si el «inicio del proceso» es desde el momento en que una persona tenga conocimiento de que existen actos de indagación en su contra, o si se considera a partir de que se realiza una imputación formal -en la que se le informa de la acusación en su contra y se le da el derecho a declarar- o desde el momento en que se produce el arresto. Sobre este primer desafío somos del criterio de que las personas tienen derecho a disponer de asistencia jurídica desde el momento en que tengan conocimiento de que existe una indagación penal en su contra, que es el más temprano de los eventos antes descritos; o sea, que comprende tanto el caso de que se le cite para realizarle la imputación, como que sea arrestada y conducida a una entidad policial. Un modelo de administración de justicia garantista y democrático debe ofrecer a las personas la posibilidad de que un profesional del Derecho pueda interactuar con los órganos de la investigación, ante cualquier contingencia con visos de persecución penal -exista o no imputación formal en su contra (Montero et al., 2013).

Cualquiera sea la solución que se adopte en la situación anterior, el segundo desafío que se le presenta al legislador ordinario es explicar si la «asistencia letrada» es obligatoria en todos los casos o solo si la persona solicita su presencia, que es lo que se conoce como «modelos de asistencia preceptiva o dispositiva». Tras la aprobación del texto constitucional se escuchan algunos reclamos por que se establezca un modelo de asistencia jurídica preceptivo, o sea, que se debe garantizar la presencia del abogado en todos los casos. Pensamos que no se trata de un modelo que se ajuste al escenario cubano, no exactamente por la obligatoriedad de garantizar en todos los territorios del país la presencia de un abogado -en los casos en que se pretenda tomarle declaración a un imputado- pues esto depende de organización y presupuestos, lo cual la abogacía cubana puede asegurar. El inconveniente que formulamos a este modelo es su inutilidad, pues el nivel de cultura jurídica de la población cubana permite que la presencia de un abogado en la imputación pueda condicionarse a su voluntad y no como una regla de imposición generalizada (Mendoza, 2001).8

LA PRESUNCIÓN DE INOCENCIA

La presunción de inocencia, garantía que tiene asiento en el ordinar c del artículo 95 constitucional, es otra de las temáticas imprescindibles del debido proceso penal pues, junto a la asistencia letrada, son las que permiten que el resto de las garantías puedan tener una materialización práctica y dejen de ser solo postulados constitucionales.

La dificultad de esta garantía no está en su conceptualización teórica, sino en su realización práctica. La totalidad de los instrumentos internacionales la incluyen en el catálogo de las garantías indispensables del debido proceso, todas las Constituciones hacen referencia a ella y está recogida en la antesala de la generalidad de los códigos procesales del mundo. El dilema se presenta a la hora de apreciar si es una garantía que está vigente solo a la hora de dictar el fallo y presumir a favor del acusado -ante la falta de pruebas suficientes en su contra (in dubio pro reo)- o si debe tenerse en cuenta durante todo el proceso penal, esencialmente durante la fase investigativa.

La dificultad de dar respuesta a la segunda interrogante -si es una garantía que está presente en todo el desarrollo del proceso- fue aprovechada por el pensamiento positivista de principios del siglo xx, del que se hicieron eco figuras tan prominentes como Raffaele Garófalo, Enrico Ferri o Vicenzo Manzini, para cuestionarse cómo era posible presumir la inocencia, en los casos de culpabilidad evidente, mediante la propia confesión del acusado o porque fuera sorprendida in fraganti. Aunque se considera un tema polémico en la doctrina, el criterio que prevalece es el que postula que el imputado debe «ser tratado» como inocente durante todo el desarrollo del proceso penal (Llobet Rodríguez, 1993) o, en palabras de Maier (1999), «gozar de la misma situación jurídica que un inocente» (p. 34).

Ese «trato» como inocente es el que se pone en juego al momento en que las autoridades a cargo de la investigación deben adoptar medidas tan invasivas de los derechos fundamentales como la privación temporal de libertad. Si el principio no está presente, como una divisa esencial en el actuar de las autoridades que investigan, dentro del catálogo de las medidas cautelares de posible aplicación, la prisión provisional se convierte en la regla y no en la excepción, y se convierte entonces en un medio de investigación para favorecer una confesión o es vista como una pena anticipada de lo que luego decidirá el tribunal. Bajo las pautas de la presunción de inocencia, no hay por qué imponer prisión provisional a un individuo, aun en los casos en que existen suficientes elementos de culpabilidad, y con la premisa de que luego el tribunal lo condenará a prisión; la prisión provisional solo tiene apoyo y sustento ante los peligros de fuga u obstaculización de la investigación, como ya se esclareció anteriormente, y no puede perseguir finalidades propias del Derecho Penal sustantivo.

La materialización más evidente de este principio se ve en la fase decisoria, en la que el juez, ante la duda, debe presumir a favor del acusado. En la balanza de la decisión -y a la vista del material probatorio aportado por la fiscalía- con la que el juez valora si condena o no al acusado, el principio viene en auxilio del juzgador para indicarle que la incertidumbre debe favorecer al imputado, por lo que debe decretar su absolución (in dubio pro reo).

EL TRATO DIGNO Y LA PROSCRIPCIÓN DE LA VIOLENCIA O COACCIÓN EN EL PROCESO PENAL

El concepto de dignidad humana está presente en varios artículos de la Constitución, y su formulación inicial está en el mismo Preámbulo del texto magno, ilustrado por ese certero postulado martiano que llama a que la primera ley sea la del culto a la dignidad plena del hombre. Magnífica resulta igualmente la formulación del artículo 40, en el que se dispone que la dignidad humana es el valor supremo que sustenta el reconocimiento y ejercicio de los derechos y deberes consagrados en la Constitución, los tratados y las leyes.

En correspondencia con las formulaciones precedentes, la garantía contenida en el apartado d del artículo especificado, se convierte en una herramienta de protección de la dignidad humana, que posibilita evitar que el uso de la violencia, la coacción o los tratos crueles, inhumanos o degradantes puedan estar presentes en el proceso penal con el fin de lograr el esclarecimiento de un delito.

La Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 estableció, en su artículo 5, que «nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes» y, como derivación de ese postulado general, en el marco de las Naciones Unidas se generó, en 1987, la «Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes». En esta se define como «tortura» cualquier acto de alguna autoridad, o persona con ejercicio de poder, que implique el uso de la fuerza o coacción, para lograr una confesión de una persona, y conmina a los Estados a adoptar medidas legislativas, administrativas y judiciales, para evitar que se puedan producir actos de esta naturaleza.

La utilización de estos procedimientos lleva aparejada una responsabilidad penal o administrativa para quien los aplique, pero su inserción en el catálogo de garantías del debido proceso tiene el propósito de evitar que puedan utilizarse en el proceso penal , no solo por la carga de vejamen que tienen para la dignidad humana, sino también para evitar que las declaraciones obtenidas por este medio puedan ser esgrimidas en contra de quien las ha ofrecido, conminado por la presión que sobre él se ejerció. Es por eso que esta garantía se incardina con la prevista en el apartado c del artículo 94 -relativo a las garantías del debido proceso en su proyección general- que faculta a las personas para excluir del proceso aquellos medios probatorios que hayan sido obtenidos violando lo legalmente establecido.

DERECHO A LA NO AUTOINCRIMINACIÓN

El reconocimiento de la garantía que se incluye en el apartado e del artículo 95, el derecho o privilegio que tienen las personas a guardar silencio y a no autoincriminarse -lo cual es extensivo a sus parientes más cercanos, sin que esta actitud sea reprochable o haga presumir su culpabilidad- es uno de los logros del modelo de enjuiciamiento acusatorio, en oposición al sistema inquisitivo medieval canónico, en el que la confesión era vista como un acto liberador. Tuvieron que pasar siglos, y el proceso penal tuvo que enfrentar infinidad de obstáculos, para que el imputado disfrutara de esta prerrogativa, que ha sido descrita gráficamente por Binder (1993) como «el señorío del imputado sobre su propia declaración» (p. 179), mientras Armenta Deu (2008, p. 80) la considera una garantía instrumental del derecho a la defensa.

Ese señorío del imputado sobre su propia declaración posibilita que pueda hacer silencio o, incluso, mentir, sin que esta conducta se califique como reprochable. Esta consideración fue la que hizo cambiar el esquema de las leyes procesales decimonónicas -que incluían la declaración del acusado (confesión, según la nomenclatura de raigambre canónico-inquisitiva)- en el catálogo de los medios de prueba. El derecho a guardar silencio o la no autoincriminación pasaron a integrar el ámbito de herramientas de la «defensa material» del acusado, que le legitima a exponer y expresar lo que estime conveniente.

Este mandato constitucional obliga a que se destierre de la práctica procesal cubana un método muy usual, consistente en que los órganos de la instrucción, e incluso la fiscalía, califican la negativa del imputado a declarar como una «falta de colaboración» con la investigación, lo que impone una carga peyorativa sobre la actitud del imputado, a la que no es ajena el tribunal, y entra en contradicción con el respeto que debe ofrecerse a una garantía que la Constitución le reconoce a las personas, por lo que no puede revertirse en su contra.

Información sobre la imputación

De una lectura gramatical del ordinal f, del artículo que comentamos, se puede inferir que este se refiere, exclusivamente, a la información que debe ofrecerse al imputado durante la etapa previa al proceso penal -la que marca el comienzo de la indagación-; pero esta garantía ampara, tanto ese primer momento, como la información que debe ofrecer el tribunal mediante el escrito acusatorio -que es el vehículo a través del cual la fiscalía hace real y efectivo el ejercicio de la acción penal-, una vez concluida la fase preparatoria.

La primera información está a cargo de los órganos que desarrollan la investigación, y se conoce como «instructiva de cargos» o «imputación formal». Es el procedimiento mediante el cual el investigador informa a la persona de lo que se le acusa, así como las circunstancias que acompañan a esa imputación; se le ofrece, además, la posibilidad de expresar a su favor todo lo que estime conveniente, en el entendido de que aquello que refiera la persona imputada debe ser objeto de comprobación. En este primer momento en que el imputado alega, es cuando se pone en práctica su derecho a la defesa material y es la ocasión en la cual, según expresamos en el acápite relativo a la asistencia jurídica, la persona puede requerir la presencia de un abogado para que le asista.

Las normas ordinarias que regulan el proceso penal deben garantizar que la información ofrecida al imputado cumpla su cometido y, en tal sentido, deben contribuir a eliminar las trabas o impedimentos que puedan existir: si la persona no habla el idioma español, por ejemplo, debe proveérsele un traductor, si tiene algún tipo de discapacidad, debe eliminarse esta barrera impeditiva.

El derecho a ser informado se extiende durante toda la fase previa, pues si durante el proceso investigativo surgieran nuevos elementos de incriminación, el funcionario a cargo del procedimiento debe informarlo al imputado y darle igual posibilidad de exponer lo que tenga que expresar al respecto.

Ya en la etapa judicial, en la que el tribunal informa de la acusación, es una exigencia procesal la claridad expositiva de los hechos y de todas las demás circunstancias jurídicas que acompañan a la acusación, como el título de la pena, el grado de participación que se considera ha tenido el imputado, las circunstancias que pueden modificar su responsabilidad penal y la solicitud concreta de sanción que se propone. Estas informaciones son las que garantizan el cabal cumplimiento de otro principio de naturaleza procesal específica, el de contradicción, que no podría tener una materialización cabal si el acusado no tuviese conocimiento de todo el universo de circunstancias en su contra. Por lo general, las leyes procesales, en esta etapa, tienen efectos preclusivos, para evitar que en el juicio se puedan presentar nuevos elementos o circunstancias desconocidas por el acusado. De surgir algo relevante, que altere los hechos originalmente imputados, la ley debe prever la posibilidad de un retorno a la fase previa para darle al acusado una nueva oportunidad de alegaciones contradictorias en relación con lo que ha surgido.

JUEZ NATURAL Y PRINCIPIO DE LEGALIDAD PENAL

El legislador constitucional unió en el apartado g, del referido artículo, dos instituciones básicas del debido proceso penal: la garantía del tribunal prestablecido legalmente y la garantía de ley penal previa, o principio de legalidad penal, que es como comúnmente se conoce en la doctrina.

Garantía del juez natural

El principio del tribunal prestablecido es conocido indistintamente como de «juez legal», «natural», «ordinario» o «predeterminado» y constituye una garantía fundamental, reconocida en la mayoría de las constituciones, y asociada al enjuiciamiento penal, como uno de los pilares básicos del debido proceso. Ampara el derecho que asiste a todos los individuos a ser juzgados por un órgano jurisdiccional -constituido previamente a la comisión del delito mediante ley y perteneciente a la jurisdicción penal ordinaria- bajo el imperio de los principios de independencia e imparcialidad.

Es una de las garantías de mayor antigüedad, pues forma parte del paquete inicial contenido en la Carta Magna de Juan sin Tierra: «un juicio legal por sus pares o por ley del país» -que es también el fundamento del juicio por jurados. Ha estado presente, desde ese momento, en los textos constitucionales y normas procesales de la generalidad de los países del mundo.

Juan Montero y otros autores (2013) nos refieren la dimensión positiva y negativa de este principio. La proyección positiva debemos verla como el derecho que tiene todo ciudadano a ser juzgado por tribunales de tipo ordinario -entendiendo que esto no se opone a que puedan ser tribunales especiales; lo que significa es que el tribunal que juzgue el caso debe haber existido con antelación a la comisión del delito y haber sido creado por una disposición normativa de rango superior, formando parte del sistema de órganos judiciales del país. Lo anterior no significa que una persona no pueda ser juzgada por tribunales especiales o aforados,9 siempre y cuando estos estén preestablecidos en la ley y el justiciable reúna los requisitos predeterminados por el ordenamiento legal para que su actuar sea de la competencia de este tipo especial de órganos jurisdiccionales. La proyección negativa, por otro lado, está encaminada a establecer una prohibición total de los tribunales de excepción, vistos estos como órganos jurisdiccionales creados ex post facto, con el único propósito de asumir el conocimiento de un hecho delictivo determinado, cuyo desarrollo se produce con antelación a la creación del órgano juzgador. En esta segunda proyección, y en diferentes países, es que la garantía ya ha sido sometida a prueba, sobre todo cuando se producen cambios políticos violentos o procesos revolucionarios que ascienden al poder, a partir de los cuales se forman tribunales especiales, para juzgar hechos precedentes, que es justamente lo que trata de evitar esta garantía.

Ley penal previa

La doctrina denomina «principio de legalidad penal» o «ley penal previa» a una institución de naturaleza sustantiva, que formula que nadie puede ser sancionado si no es por un delito que esté previsto en norma prestablecida. Se trata del conocido «principio de legalidad penal», al que se identifica por su expresión latina nullum crimen, nulla poena sine lege. Solo las conductas que han sido reguladas en la norma penal pueden ser objeto de persecución y castigo; no es posible forzar la interpretación con el propósito de calificar con una norma precedente un hecho que se cometió con posterioridad, lo que implica una negación al uso de figuras como la analogía, ya que el hecho debe encuadrar cabalmente en la norma vigente al momento de la comisión, de lo contrario, no es posible calificarlo como delito.

El legislador une estas dos categorías en un mismo postulado, pues tienen un cometido similar, una en lo procesal y la otra en lo sustantivo, pero, en ambos casos, el propósito es impedir que los Poderes Públicos puedan adoptar decisiones intencionadas -encaminadas a castigar al individuo por tribunales o leyes sustantivas que no estuvieran vigentes al momento en que cometió el ilícito reprochable- que alteren el orden natural de las cosas.

GARANTÍA DE LA NO INCOMUNICACIÓN

La incomunicación del imputado con el mundo exterior formó parte de los mecanismos del sistema inquisitivo para lograr una rápida confesión, por los efectos psicológicos que el aislamiento carcelario produce en las personas (Bejerano, 2016); de tal suerte que la doctrina considera que la incomunicación por sí sola puede llegar a constituir una forma de tortura y, por lo tanto, debe proscribirse (Llobet Rodríguez, 1993). Esta razón motivó su prohibición en el catálogo de garantías del debido proceso, y la creación de mecanismos que posibiliten una rápida y efectiva comunicación del imputado con sus familiares y, en el caso de los extranjeros, con sus representantes consulares. Queda excluida de esta garantía la comunicación con el abogado -que encuentra amparo en el derecho a la defensa- aunque, vale la pena señalar que, antes de que existiera un reconocimiento efectivo del derecho del imputado a recibir asistencia jurídica inmediata, los mecanismos de incomunicación operaban por igual para familiares y letrados.

La garantía del apartado h del artículo que comentamos desbroza cualquier impedimento y conmina a los órganos encargados de la investigación a poner en conocimiento inmediato de los familiares, o las personas que el propio imputado indique, su detención y la información sobre la situación procesal en la que se encuentra.

PROTECCIÓN A LAS VÍCTIMAS

Las víctimas estuvieron durante años relegadas a la condición de meros espectadores del proceso penal, lo que fue causa de la denominada «doble victimización» o «segunda victimización», pues, en adición a lo sufrido como entes pasivos del delito, debían soportar los vaivenes de un proceso en el que cumplían solo la función de testigos.

Actualmente, las víctimas ocupan un lugar esencial en el diseño del debido proceso constitucional, ya que no solo tienen derecho a una reparación económica, sino que deben proveérseles garantías que les permitan materializar su derecho a la información, a la protección física y jurídica, a la petición, la intervención, todos incluidos en el concepto genérico de «reparación integral» (Salas Beteta, 2011).

Las constituciones y las leyes procesales fueron abriendo espacio a las víctimas -como coadyuvantes del ministerio público en el proceso penal- y dándoles crédito como parte en proceso, con los derechos que les son atribuibles a las partes procesales. En algunas legislaciones se les ha otorgado una posición ponderante que no depende, incluso, de la postura que adopte la fiscalía, ya que pueden sostener de forma propia la acción penal, en los casos en que la fiscalía decida retirarse.

El Código Procesal Penal Modelo para Iberoamérica reconoció el clamor existente en la doctrina de brindar mayor protagonismo a las víctimas, y bajo la denominación de «ofendido» le franqueó una intervención de coadyuvante de la fiscalía (querellante adhesivo); bajo esta condición se le permitió proponer pruebas, participar en el debate y solicitar a la fiscalía que se recurra la sentencia. El Código mantuvo el criterio, que prevalece en muchos escenarios, de no ofrecer mayor protagonismo a la víctima en el ejercicio de la acción, considerando que persigue intereses privados como la venganza y la indemnización civil (Llobet Rodríguez, 1993).

En el período que siguió a la promulgación del Código Modelo, la víctima fue adquiriendo un progresivo empoderamiento en los procesos penales en América Latina, y se le otorgaron garantías propias del debido proceso que, hasta ese momento, eran solo privativas de los imputados; entre ellas la posibilidad de hacerse representar por abogado, el control del ejercicio de la acción penal, la posibilidad de intervenir en las decisiones liberadoras como el sobreseimiento, así como el acceso a los medios de impugnación, lo que se hizo extensivo a organizaciones reconocidas por el Estado, que conciben la defensa de intereses colectivos (Llobet Rodríguez, 1993).

El empoderar a las víctimas en el proceso penal, para que puedan ejercer la acción penal de forma paralela al ministerio público -e incluso, excluyente, en aquellos casos en que el acusar público desista de su ejercicio- no es un tema uniforme en las constituciones y leyes procesales de los países de nuestra familia jurídica. Las Constituciones de Colombia,10 Bolivia11 y Ecuador,12 por solo citar tres ejemplos de nuestro continente, ofrecen a las víctimas una cobertura bastante amplia en el proceso penal.

El caso paradigmático en este campo es el español, cuya Constitución regula, en el artículo 125, el derecho de los ciudadanos a ejercer la acción popular y, bajo esa cobertura, la Ley de Enjuiciamiento Criminal dispone, en su artículo 101, el derecho de todos los ciudadanos españoles a ejercer la acción penal. Esto se complementa con lo dispuesto en el artículo 270 de la propia Ley, que abre el ejercicio de la acción a todos los españoles, hayan sido, o no, ofendidos por el delito, mediante la «acción popular», que no tiene amparo en una lesión concreta al derecho de un individuo o una colectividad, sino en las ansias de justicia que puedan impulsar a una persona o a un colectivo social. Este peculiar escenario normativo posibilita que en un proceso penal en España concurran, conjuntamente con el Ministerio Público, acusadores públicos, en virtud de los preceptos mencionados, y también acusadores privados, que son las víctimas del delito, pero estos últimos, al amparo del derecho a la tutela judicial efectiva, prevista en el artículo 24.1 constitucional.

CONCLUSIONES

La Constitución de 2019 abre un espacio sin precedentes en el panorama normativo cubano, pues define, de manera clara y precisa, las principales garantías del debido proceso penal, y conmina al legislador ordinario a tenerlas en cuenta en la norma procesal que debe generarse. La Constitución pone fin a años de debates en el mundo jurídico sobre los derechos de los imputados en el proceso penal y perfila una firme esperanza en el mejoramiento del modelo procesal penal cubano.

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Notas aclaratorias

. Artículo 24.1 Todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión. 2. Asimismo, todos tienen derecho al Juez ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia.

2. El mencionado artículo 39 diseñó lo que luego sería definido por la doctrina y las leyes como «due process of law», e incluye el origen de instituciones que posteriormente tuvieron un desarrollo en la legislación de numerosos países, por considerarse garantías básicas del modelo democrático de administración de justicia penal, tales como el juicio por jurados y el principio del juez natural o predeterminado.

3. Quinta Enmienda: Nadie estará obligado a responder de un delito castigado con la pena capital o con otra infamante si un gran jurado no lo denuncia o acusa, a excepción de los casos que se presenten en las fuerzas de mar o tierra o en la milicia nacional cuando se encuentre en servicio efectivo en tiempo de guerra o peligro público; tampoco se pondrá a persona alguna dos veces en peligro de perder la vida o algún miembro con motivo del mismo delito; ni se le obligará a declarar contra sí mismo en ningún juicio criminal; ni se le privará de la vida, la libertad o la propiedad sin el debido proceso legal; ni se ocupará la propiedad privada para uso público sin una justa indemnización.

4. La forma en que definitivamente quedó plasmado el término «tutela judicial efectiva» en la Constitución española no fue el resultado de un debate jurídico-teórico sobre la acción, ajustado a las necesidades de una realidad, sino una simple enmienda de estilo, con el ánimo de mejorar la redacción del texto legal. Lo que ahora es un concepto que toda la doctrina repite, tuvo su origen en un debate parlamentario sobre el estilo y conformación del derecho de acceso de los ciudadanos a la jurisdicción y no sobre el contenido esencial que ahora se debate.

5. Artículo 14.1: Todas las personas son iguales ante los tribunales y cortes de justicia. Toda persona tendrá derecho a ser oída públicamente y con las debidas garantías por un tribunal competente, independiente e imparcial, establecido por la ley, en la substanciación de cualquier acusación de carácter penal formulada contra ella o para la determinación de sus derechos u obligaciones de carácter civil. La prensa y el público podrán ser excluidos de la totalidad o parte de los juicios por consideraciones de moral, orden público o seguridad nacional en una sociedad democrática, o cuando lo exija el interés de la vida privada de las partes o, en la medida estrictamente necesaria en opinión del tribunal, cuando por circunstancias especiales del asunto la publicidad pudiera perjudicar a los intereses de la justicia; pero toda sentencia en materia penal o contenciosa será pública, excepto en los casos en que el interés de menores de edad exija lo contrario, o en las acusaciones referentes a pleitos matrimoniales o a la tutela de menores. 2. Toda persona acusada de un delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad conforme a la ley. 3. Durante el proceso, toda persona acusada de un delito tendrá derecho, en plena igualdad, a las siguientes garantías mínimas: a) A ser informada sin demora, en un idioma que comprenda y en forma detallada, de la naturaleza y causas de la acusación formulada contra ella; b) A disponer del tiempo y de los medios adecuados para la preparación de su defensa y a comunicarse con un defensor de su elección; c) A ser juzgado sin dilaciones indebidas; d) A hallarse presente en el proceso y a defenderse personalmente o ser asistida por un defensor de su elección; a ser informada, si no tuviera defensor, del derecho que le asiste a tenerlo, y, siempre que el interés de la justicia lo exija, a que se le nombre defensor de oficio, gratuitamente, si careciere de medios suficientes para pagarlo; e) A interrogar o hacer interrogar a los testigos de cargo y a obtener la comparecencia de los testigos de descargo y que estos sean interrogados en las mismas condiciones que los testigos de cargo; f) A ser asistida gratuitamente por un intérprete, si no comprende o no habla el idioma empleado en el tribunal; g) A no ser obligada a declarar contra sí misma ni a confesarse culpable. 4. En el procedimiento aplicable a los menores de edad a efectos penales se tendrá en cuenta esta circunstancia y la importancia de estimular su readaptación social. 5. Toda persona declarada culpable de un delito tendrá derecho a que el fallo condenatorio y la pena que se le haya impuesto sean sometidos a un tribunal superior, conforme a lo prescrito por la ley. 6. Cuando una sentencia condenatoria firme haya sido ulteriormente revocada, o el condenado haya sido indultado por haberse producido o descubierto un hecho plenamente probatorio de la comisión de un error judicial, la persona que haya sufrido una pena como resultado de tal sentencia deberá ser indemnizada, conforme a la ley, a menos que se demuestre que le es imputable en todo o en parte el no haberse revelado oportunamente el hecho desconocido. 7. Nadie podrá ser juzgado ni sancionado por un delito por el cual haya sido ya condenado o absuelto por una sentencia firme de acuerdo con la ley y el procedimiento penal de cada país.

6. Artículo 8 Garantías Judiciales. Toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella, o para la determinación de sus derechos y obligaciones de orden civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter. Toda persona inculpada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se establezca legalmente su culpabilidad. Durante el proceso, toda persona tiene derecho, en plena igualdad, a las siguientes garantías mínimas: a) derecho del inculpado de ser asistido gratuitamente por el traductor o intérprete, si no comprende o no habla el idioma del juzgado o tribunal; b) comunicación previa y detallada al inculpado de la acusación formulada; c) concesión al inculpado del tiempo y de los medios adecuados para la preparación de su defensa; d) derecho del inculpado de defenderse personalmente o de ser asistido por un defensor de su elección y de comunicarse libre y privadamente con su defensor; e) derecho irrenunciable de ser asistido por un defensor proporcionado por el Estado, remunerado o no según la legislación interna, si el inculpado no se defendiere por sí mismo ni nombrare defensor dentro del plazo establecido por la ley; f) derecho de la defensa de interrogar a los testigos presentes en el tribunal y de obtener la comparecencia, como testigos o peritos, de otras personas que puedan arrojar luz sobre los hechos; g) derecho a no ser obligado a declarar contra sí mismo ni a declararse culpable, y h) derecho de recurrir del fallo ante juez o tribunal superior. 3. La confesión del inculpado solamente es válida si es hecha sin coacción de ninguna naturaleza. 4. El inculpado absuelto por una sentencia firme no podrá ser sometido a nuevo juicio por los mismos hechos. 5. El proceso penal debe ser público, salvo en lo que sea necesario para preservar los intereses de la justicia.

7. Los Principios Básicos recogen tres postulados esenciales en esta materia: Principio N.º 1 Toda persona está facultada para recurrir a la asistencia de un abogado de su elección para que proteja y demuestre sus derechos y lo defienda en todas las fases del procedimiento penal. Principio N.º 5 Todas las personas arrestadas, detenidas o acusadas de haber cometido un delito deben ser informadas inmediatamente de su derecho a estar asistidas por un abogado de su elección. Principio N.º 7 Todas las personas arrestadas o detenidas deben tener acceso a un abogado inmediatamente y, en cualquier otro caso, dentro de las 48 horas siguientes al arresto o a la detención.

8. El modelo potestativo de asistencia letrada tomó relevancia internacional a partir del fallo de la Suprema Corte de los Estados Unidos en el caso Miranda vs. Arizona, de 1966, en el que, basado en la Quinta Enmienda a la Constitución de ese país, se dispuso que la declaración de un imputado solo era válida si previamente había sido alertado de sus derechos constitucionales a: no declarar en su contra, disponer de asistencia de un abogado y si no pudiera pagarlo, que le fuese asignado por el Estado. Si el individuo no hacía uso de ese derecho, la investigación seguía su curso y era posible tomarle declaración libremente. En el proceso de reformas que tuvo lugar en América Latina a finales del siglo xix, que se extendió hasta la primera década del xxi, y puso fin a los modelos inquisitivos de enjuiciamiento que imperaban en casi todo el continente, se impusieron, en muchos países, modelos preceptivos de asistencia jurídica, motivados, esencialmente, por la falta de cultura jurídica de la población sobre sus derechos y por el temor a que los órganos investigativos forzaran la actuación, para evitar la presencia de los abogados en esa fase tan temprana del proceso.

9. El tema de los tribunales aforados no es pacífico en la doctrina y la jurisprudencia, pues existe la consideración de que los tribunales militares solo deben juzgar delitos de esa naturaleza, y que los civiles solo pueden acudir a ese foro en el caso de que se hayan cometido delitos de esta naturaleza. Existen excepciones a ese criterio, como es el caso de nuestro país, en que los tribunales militares pueden juzgar delitos comunes, siempre que hayan sido cometidos por militares, y en el caso de civiles vinculados a la comisión con militares, estos últimos responderán igualmente ante el tribunal militar, que tiene una vía jurisdiccional atractiva en relación con la ordinaria. Existe un fallo -Caso Castillo Petruzzi y otros vs. Perú, Sentencia de 30 de mayo de 1999- de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre este tema, en la que se dispuso que el juzgamiento de civiles en tribunales militares implicaba una violación del principio de juez natural

10. La Constitución de Colombia autoriza a que el legislador ordinario permita a la víctima el ejercicio de la acción penal, atendiendo al bien jurídico vulnerado y a la menor lesividad de la conducta punible (Parágrafo 2 del artículo 250).

11. La Constitución de Bolivia no hace referencia expresa al derecho de la víctima a ejercer la acción penal. Se regula solamente que se le reconoce el derecho a intervenir en el proceso penal, de acuerdo con la ley, con derecho a ser oída y la posibilidad de ser beneficiaria de la asistencia jurídica gratuita, en caso de bajos recursos económicos (artículo 121.II); bajo la anterior cobertura, el Código Procesal Penal autoriza a la víctima a ejercitar la acción penal como querellante (artículo 78).

12. La Constitución de Ecuador reconoce el derecho de la víctima al ejercicio de la acción penal (artículo 77).

Received: October 21, 2019; Accepted: November 06, 2019

*Autor para la correspondencia: mendoza@lex.uh.cu

Conflictos de intereses

Los autores Juan Mendoza Díaz y Mayda Goite Pierre, del manuscrito de referencia, declaran que no existe ningún potencial conflicto de interés relacionado con el artículo. Las ideas y análisis han sido resultado de mutua colaboración.

Contribución autoral

Juan Mendoza Díaz originó la idea del artículo, realizó los análisis, la discusión y la redacción general. Mayda Goite Pierre realizó los análisis, la discusión y la redacción general.

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