SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 número289El debido proceso penal en el modelo constitucional cubanoLa ordenación del procedimiento administrativo común desde el texto constitucional cubano de 2019 índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Articulo

Indicadores

  • No hay articulos citadosCitado por SciELO

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Universidad de La Habana

versión On-line ISSN 0253-9276

UH  no.289 La Habana ene.-jun. 2020  Epub 25-Abr-2020

 

Artículo Original

Por una plena protección judicial y constitucional

For a Thorough Judicial and Constitutional Protection

0000-0002-9100-6736Ivonne Pérez Gutiérrez1  *  , 0000-0002-5023-5647Luis Alberto Hierro Sánchez1 

1Facultad de Derecho, Universidad de La Habana

Resumen

La recién aprobada Constitución cubana consagra a la tutela judicial efectiva como principal garantía de los derechos refrendados en dicho texto. Se trata de un término complejo que, en no pocas ocasiones, se confunde con el acceso a la justicia o el debido proceso; sin embargo, son dos de los elementos claves que, junto a la obtención de una sentencia motivada y razonable, su ejecución y la prohibición de indefensión, conforman un macroconcepto que indica cabal cumplimiento de la función estatal de impartir justicia, y que resulta de aplicación a cualquier materia. Todo proceso penal, civil, familiar, administrativo o laboral constituye vehículo idóneo para la realización de una labor judicial tuitiva y efectiva, y su expresa regulación en la Carta Magna constituye punto de partida y meta de actuación para los órganos administrativos, así como expresión de la necesidad de reforma de las leyes procesales que le materializan.

Palabras-clave: acceso a la justicia; debido proceso; derechos y garantías; ejecución; tutela judicial efectiva

Abstract

The recently approved Cuban Constitution enshrines effective judicial protection as the main guarantee of the rights it endorses. Due to its meaning complexity, effective judicial protection is frequently confused with access to justice or the due process of law; however, they are two of the key elements that shape a macro concept which applies to all procedural types and that indicates the accomplishment of the state function of justice administration, along with obtaining a reasoned and reasonable judgment, its enforcement and the defenselessness prohibition. Each criminal, civil, family, administrative or labor process represents the ideal vehicle for conducting a protective and effective judicial work, while its express constitutional regulation constitutes the starting point and the main goal for the administration action, as well as the need to reform the procedural laws that materialize it.

Key words: access to justice; due process of law; rights and guarantees; effective judicial protection; judicial enforcement

INTRODUCCIÓN

La nueva Constitución cubana ha impuesto varios retos a quienes estudian, legislan o ejercen el Derecho y, entre ellos, se encuentra la aplicación de un término que se utiliza -de forma indiscriminada en no pocas ocasiones- en el ámbito de la impartición de justicapícia; su empleo responde a diferentes intereses: posibilidad de acceder a la vía judicial, pedido de parte de ser escuchado, que sea acogida su pretensión, función tuitiva del tribunal o cumplimiento de lo dispuesto por dicho órgano. Todas estas variantes están comprendidas en el macroconcepto «tutela judicial efectiva».

Estamos en presencia de una institución muy tratada a nivel internacional por la Jurisdicción Constitucional, pero poco estudiada desde otras ramas del Derecho. En Cuba, ha corrido idéntica suerte y ha correspondido a los constitucionalistas el mérito de analizar su contenido y posibilidad de materialización, con el agravante de que el país no cuenta con una jurisdicción constitucional que -como en otras naciones- haya construido su contenido; sin embargo, la práctica forense ha hecho gala de sus postulados y, habitualmente, se acude al término como si fuese una «varita mágica» de solución procesal.

La consagración constitucional provoca estudio e inmediata aplicación, con independencia de la necesaria regulación y especificidades propias de las normas de desarrollo. El capítulo VII dedica nueve preceptos a las garantías, y en su letra aparecen estas mezcladas con derechos. Se hace referencia aquí a la posibilidad de solución extrajudicial de los conflictos, a particularidades del proceso penal, habeas corpus, habeas data, a la exigencia de responsabilidad ante cualquier acción u omisión causante de daños o perjuicios y la atenuación del principio de irretroactividad cuando beneficie al imputado o acusado. Sabiamente, el legislador ha colocado la tutela judicial efectiva en la posición de garantía «sombrilla», pues comprende en sí a las restantes garantías y, a la vez, le visualiza como imprescindible derecho de los justiciables.

Precisamente en ello radica su complejidad, pues es más que un derecho o una garantía, constitucional o procesal: constituye punto de partida y meta de actuación si de justicia se trata.

BREVES ANTECEDENTES HISTÓRICOS

Las garantías procesales, contempladas en los precedentes textos constitucionales, tienen como centro de atención la figura del imputado o acusado en el marco de un proceso penal, no así en el ciudadano común que puede participar -como parte o tercero- en procesos de distinta naturaleza. Específicamente, la Constitución cubana de 1976 no contempla en su articulado un capítulo dedicado a las garantías jurisdiccionales de los derechos, como tampoco lo hicieron sus posteriores reformas de 1978, 1992 y 2002.

Algunos de sus preceptos -además de los estrictamente penales- muestran una vocación protectora (artículos 26 y 63, por ejemplo), aunque de manera asistemática respecto a su contenido y ubicación dentro de la Carta Magna. El artículo 26 -ubicado entonces dentro del capítulo de los fundamentos políticos, sociales y económicos del Estado- relativo al derecho de toda persona a reclamar reparación e indemnización cuando sufriere daños o perjuicios causados por funcionarios o agentes estatales en el ejercicio de sus funciones, encuentra correlato perfeccionado en los actuales 98 y 99; el 63 regula el derecho de toda persona a dirigir quejas y peticiones a las autoridades, y a recibir la atención o respuestas pertinentes, en plazo adecuado, de conformidad con la ley.

La preceptiva del artículo 63 no puede interpretarse como si se tratara del derecho a la obtención de una tutela efectiva o, al menos, del acceso judicial en todas las esferas, sino que se limita a refrendar el derecho a la queja, que en la práctica no se ha empleado ni entendido en función de garantizar el derecho a la tutela judicial y su efectividad, sino que se ha utilizado una vez agotada la vía judicial, cuando existe inconformidad con su actuar o se intenta combatir la inconstitucionalidad de determinada actuación o norma, por lo que ese derecho de petición -en consideración propia- constituye la antesala nacional directa de la tutela judicial efectiva.

Dicho derecho de petición constituye la base del término en análisis, pero no resulta suficiente en lo atinente a la posibilidad cierta de eficacia. Consecuentemente, hizo falta la consagración del derecho de acceso a la jurisdicción, y de otras fórmulas que proporcionasen justeza y validez a la decisión alcanzada. Así, la gran mayoría de los textos constitucionales refrendan la existencia de un derecho fundamental, dirigido a la obtención de la tutela judicial efectiva.

Al decir de Morales Godo (2000), el origen del término es procesal, con una plasmación posterior en los ordenamientos constitucionales, y corresponde a Giuseppe Chiovenda el mérito de haber proporcionado a la Constitución italiana de 1948 el instrumento «derecho de tutela». En este sentido, Morales Godo (2000) afirma que «sus trabajos permitieron el desarrollo posterior hasta la constitucionalización del derecho de tutela como derecho subjetivo autónomo luego de la segunda guerra mundial, en Italia precisamente y, luego, en todo el resto de Europa» (s. p.). Sin embargo, el crédito de haberle puntualizado como «derecho a una tutela judicial efectiva» le corresponde al legislador español, en el artículo 24 de la Constitución, del cual irradia hacia América Latina.

Para la doctrina y la jurisprudencia españolas resulta efectiva una tutela cuando permite el acceso a los tribunales -tutela efectiva, en sentido estricto- y cuando propugna la observancia del derecho al debido proceso, con base en el due process of law del derecho anglosajón, y asociada a la obtención de una resolución de fondo.

Díez-Picazo (2008) analiza la significación y alcance del precepto constitucional 24 y valora cómo las interpretaciones del Tribunal Constitucional han enriquecido la letra estricta del artículo. También evalúa cómo le han complicado, pues considera que el legislador, al referirse al «derecho a obtener la tutela efectiva de jueces y tribunales», alude solo al acceso a los tribunales, pues con ello quedaba constitucionalmente prohibida toda forma de denegación de justicia, pero que «el Tribunal Constitucional ha ido más allá, utilizando el argumento de que la tutela judicial debe ser efectiva: no basta que haya un acceso sin restricciones a la jurisdicción, sino que ello ha de servir para algo» (p. 425).

EL NUEVO TEXTO CONSTITUCIONAL CUBANO

El artículo 92 del nuevo texto constitucional establece la responsabilidad del Estado de garantizar, conforme con la ley, el acceso de todas las personas a los órganos judiciales -a fin de obtener de ellos la tutela efectiva de sus derechos e intereses legítimos-, a lo que añade la obligatoriedad en el cumplimiento de las decisiones judiciales y la correspondiente responsabilidad a la que conduce su irrespeto.

La institución objeto de examen aparece regulada como derecho fundamental y autónomo; pero, al mismo tiempo, se trata de la garantía principal entre las que se dedican a la protección jurisdiccional de las personas, por lo que se define como instrumento o herramienta para la defensa de sus derechos e intereses legítimos y, como consecuencia de ello, cualquier vulneración de las formalidades del proceso la conculca.

El radio de acción de la tutela judicial efectiva es de tal amplitud que abarca al resto de las garantías jurisdiccionales. En este sentido, resulta indubitada la conexidad entre la tutela judicial efectiva y el habeas corpus (artículo 96), ya que la solicitud de restituir el derecho a la libertad se tramita ante el órgano judicial competente, lo que implica el consecuente respeto de todas las formalidades procesales establecidas en la ley.1

De manera similar, existen puntos de contacto con la tutela extraordinaria de los derechos (artículo 99), requerida también del acceso a los tribunales y, consecuentemente, del respeto al debido proceso, aunque su carácter de tutela privilegiada le conceda un procedimiento expedito, concentrado y preferente. La vulneración de los derechos fundamentales alcanza las garantías procesales y, por tanto, tal infracción puede abrir el cauce de este particular procedimiento, aunque ello parece menos probable -en virtud de los argumentos esgrimidos anteriormente- en relación con las posibilidades de defensa de estos derechos en sede ordinaria, lo que no obsta para que en su momento se cree un órgano de rango superior en función de la defensa de los derechos constitucionales.

ACERCAMIENTO A UNA DEFINICIÓN

El término se compone de tres voces y cada una ostenta significado propio. En primer lugar, la «tutela», en alusión a la protección de los derechos e intereses legítimos alegados por los justiciables y discutidos en el proceso. Por su parte, el apellido «judicial» establece al tribunal como el encargado de esa salvaguarda para indicar al proceso como escenario de actuación. Por otro lado, la tutela reclamada debe ser efectiva, adjetivo que más que aclarar el concepto contribuye a su indeterminación, ya que dicha efectividad solo se alcanza si se cumple el mandato judicial. Así, la tutela judicial efectiva obliga a mirar desde dos posiciones: la del juzgador y la del justiciable.

Con la vista puesta en la jurisdicción, hay que atender a la organización y estructura de la administración de justicia, a los principios que informan su actuación y a las potestades que se les conceden a los juzgadores -como materialización de la obligación del Estado de ofrecer y garantizar la solución de los conflictos. En cuanto a quienes reclaman la tutela, es imprescindible establecer primero el acceso a esa posibilidad, física y legalmente; luego, dotarle de un cauce procesal con los elementos necesarios para que pueda ser calificado de adecuado, y con mecanismos de ejecución que permitan distinguir como efectiva la función tuitiva. En esta segunda mirada, se encuentran los puntos de conexión entre tutela judicial efectiva y debido proceso.

El debido proceso, como indica su nombre, centra su atención en la categoría «proceso», por lo que el calificativo «debido» comprende un grupo de derechos, a ejercitar por los justiciables y a observar por la judicatura, en forma de garantías; mientras la tutela judicial efectiva excede lo estrictamente intraprocesal, para establecerse también de forma previa y con posterioridad al proceso.

Precisamente, el proceso constituye el medio idóneo -no se ha encontrado fórmula que le supere- para la satisfacción de los derechos e intereses legítimos de los justiciables, quienes, generalmente, encuentran respuesta en los mecanismos judiciales. El proceso, los juzgadores y los justiciables han de estar dotados de un conjunto de herramientas y derechos que hagan factible alcanzar la justicia en sede judicial. Tales garantías encuentran expresión en los elementos que integran la tutela judicial efectiva, los que aseguran un proceso útil para los justiciables.

Todos estos elementos han sido tratados de una forma u otra por la doctrina que llevó al Derecho Procesal a erigirse como ciencia, aunque adquieren mayor connotación con los nuevos paradigmas de lealtad y probidad en el debate, con la observancia de los intereses de personas en situación de vulnerabilidad -especialmente niños y niñas-, humanismo, celeridad y justicia que enarbola el proceso moderno.

La tutela judicial efectiva comprende, por tanto, la conformación de un debido proceso legal que impida la indefensión; prioriza la existencia de un adecuado régimen cautelar, así como de un modelo probatorio que permita alcanzar la certeza judicial, sin que se produzcan desbalances que puedan causar desigualdad entre las partes; un catálogo de medios de impugnación que garantice combatir todas las resoluciones judiciales que afecten los intereses de las partes, así como una ejecución forzosa que propicie el cumplimiento específico de los títulos que se generen judicialmente.

Todo ello motiva el análisis de los elementos que la configuran, contenido que abarca desde el acceso a la justicia hasta la ejecución del mandato jurisdiccional. Muchas veces, la tutela judicial efectiva se confunde -desde un criterio personal- con el debido proceso, aunque excede su alcance. El debido proceso se circunscribe a las garantías que pueden exigir las partes y cumplir el tribunal, durante el curso del proceso; mientras que la tutela judicial efectiva se corresponde, además, con momentos previos a la presentación de demanda y posteriores a la obtención de sentencia. Establece la necesidad de lograr un pronunciamiento judicial motivado y congruente con las pretensiones deducidas por las partes, dentro de un plazo razonable que permita calificar de efectiva y garantista la impartición de justicia.

ELEMENTOS DE LA TUTELA JUDICIAL EFECTIVA

Para hacer referencia a la tutela judicial efectiva y a los elementos que la integran hay que partir de los principios -en especial de la visualización de un procedimiento oral, que permita el despliegue de los derechos y garantías propios de la institución.

Principios

El lenguaje forense no escapa de la recepción común del vocablo, en el que el término «principios» puede resultar de difícil definición. «La vaguedad y confusión del tratamiento dado al tema de los principios en el campo jurídico en general se refleja en la rama procesal, cuando se observa que su número crece de una manera desorbitada y sin seguir una línea clara y precisa de congruencia» (Briseño, 1989, p. 27). De ahí que analizar cómo cada uno de ellos materializa la función tuitiva del tribunal exceda los propósitos de este examen, aunque algunos merecen especial detenimiento.

Las normas procesales modernas establecen un catálogo de principios o reglas de actuación, pero las leyes rituarias nacionales datan de la década del setenta del pasado siglo y, aunque de avanzada para el momento de su promulgación, pocas veces los enuncian expresamente. Lo cierto es que los principios pueden, o no, aparecer en la norma, pero están presentes en el proceso y corresponde a quienes juzgan hacerlos valer.2

La imparcialidad «modulada»

Esbozar un concepto de imparcialidad puede resultar aparentemente sencillo, pero tiene muchas particularidades, en virtud de su conexión con la independencia. De forma poco académica, pero gráfica, pudiera decirse que la independencia se refiere a las influencias externas al proceso, mientras que la imparcialidad alude a lo «interno» del juzgador, a su subjetividad. Y en función de esa subjetividad es que, doctrinalmente, se conoce la imparcialidad «intrajuicio», en el entendido de que el tribunal no se encuentre comprometido con las partes.

En diferente contexto, pero de aplicación, se alude a la «multiparcialidad» «como la posibilidad de potenciar en cada momento del proceso a la parte más desequilibrada o debilitada de manera que, haciendo fuerte a una parte, se consigue el equilibrio necesario para poder tomar decisiones conjuntas y equitativas» (Ales, 2013, p. 2). Sin embargo, el empleo del prefijo «multi» coloca al juzgador en difícil posición, ante la interrogante de quiénes son todos los que deben ser atendidos; por ello, se prefiere adjetivar la imparcialidad -cuando de tutela judicial efectiva se trata- como «modulada», porque la garantía está, precisamente, en que el juzgador vele porque exista una adecuada defensa en el proceso para quienes la necesiten.

Sería inapropiado pretender que el juez abandone su actitud de imparcialidad y se convierta en protector de la parte más débil. Admitirlo sería poner en tela de juicio la existencia misma de la jurisdicción. Se trata, entonces, de conceder al juez potestades para corregir los defectos en que hayan incurrido las partes en la realización de los actos procesales e, incluso, que les instruya sobre los presupuestos que condicionan la validez del acto; no puede ser, a un tiempo, juez y abogado pues -aunque de buena fe y en pos de la justicia- se muestra partidario de una justicia parcializada.

Dichas modulaciones no pueden ser sinónimo de un actuar arbitrario, sino de ponderar la situación de las partes en el proceso, sobre todo de cara a la producción de la prueba. Es colocar la balanza de la justicia en el fiel cuando, por circunstancias inherentes a las partes o derivadas de su actuar, ha ocurrido un desbalance en la igualdad procesal, que debe ser restaurada por el tribunal. Esto no implica parcialidad, pues situarse en la posición de los niños y niñas en torno a los cuales gira el proceso, o de la persona que ha sido víctima de violencia, no significa ser parcial, sino atender a las diferencias y constituirse como garante de la justicia.

La igualdad en el debate

La igualdad es uno de los principios que, desde que fuera esgrimido por el pensamiento revolucionario francés, ha evolucionado; pero, en el orden procesal, se mantiene su visualización como «igualdad de armas procesales». Llevada al contexto del Derecho Procesal del siglo xxi, significa que ambas partes en el proceso han de contar con idénticas posibilidades económicas y de derecho, lo que equivale a decir que tienen garantizado, por igual, su acceso a la justicia y técnicas oportunidades de alegación, contradicción y prueba, aunque conscientes de que esta paridad resulta imposible, se alude a una «igualdad por compensación» (Ovalle, 1991, p. 8).

Se atribuye el mérito de su utilización por vez primera a Couture, pero en la actualidad, varios son los autores que lo emplean y le adecuan al contexto de su utilización, pues cobra cada día mayor fuerza en los textos procesales, aunque constituye un término asociado, específicamente, al Derecho del Trabajo, a la protección de intereses colectivos y difusos, y a la salvaguarda de personas en situación de vulnerabilidad -niños y adolescentes, adultos mayores, personas que sufren algún tipo de discapacidad o que padecen discriminación de cualquier índole.

Este apellido de la igualdad no resulta una mera cuestión semántica, sino un principio de actuación, pues corresponde al juez cuidar porque en el proceso se nivelen las naturales desigualdades materiales y económicas. Llama la atención que el legislador venezolano -por citar un ejemplo- no alude a igualdad, sino a equidad,3 en franco reconocimiento de que resulta indispensable apreciar las diferencias, para aspirar a la igualdad efectiva como principio político que supone una conducta ética de quien la aplica, que ha de mirarla desde la ponderación y la justicia.

Por ello, con acierto, se sostiene que se trata de una aspiración del orden jurídico de alcanzar la nivelación de las desigualdades -de ahí que también se utilice el término «desigualdad compensatoria»- que entre las partes existe de forma previa al proceso y que no puede permitirse en este. Válido acotar que, como valor constitucional, implica la atención a las diferencias, a la posible situación de desprotección en que se encuentre la parte. Idéntica suerte corre la imparcialidad, que ha de modularse de forma tal que permita a los juzgadores fortalecer en el proceso a la parte más débil, en pos de alcanzar el verdadero equilibrio procesal y que se tomen decisiones equitativas.

De este modo, la igualdad debe interpretarse como garantía de la justicia, como principio raigal del debido proceso, que trasciende a la efectividad de la tutela judicial.

Acceso

Para explicar qué se entiende por acceso a la justicia, se debe comenzar por la categoría «acción», considerada una facultad consustancial a todo sujeto de derecho y que solo existe verdaderamente cuando se ejerce ante los tribunales y por vía de demanda, para dar inicio al proceso (Mendoza, 2001). Podemos decir, entonces, que hay verdadero acceso a la justicia cuando no existen exenciones al control jurisdiccional, por lo que pudiera verse como el «derecho a que el asunto pudiera ser planteado ante y resuelto por un órgano jurisdiccional» (Ortells, 1997, p. 258).

A tono con dicha afirmación, resulta imprescindible una acotación esencial: para que exista verdadero acceso a la justicia no puede haber materia eximida de control judicial y ello implica tener un derecho sustantivo que respalde pedidos, un cauce procesal claro y jurisdicción especializada. Pudiera parecer que -en clave civil y familiar- no existe impedimento para la realización de este acceso, pero lo cierto es que temas como: el derecho de personas en la línea del reconocimiento a su orientación sexual, la formación de familias con sustento en el afecto como categoría jurídica y la violencia intrafamiliar, por solo citar algunos, carecen aún de este tratamiento. En sede penal, se hace obligatoria la participación de la víctima en el proceso, pues no basta con que la Fiscalía actúe a su nombre. Por otra parte, tanto en lo laboral como en lo administrativo, es muy limitado el acceso al ámbito judicial.

Si de disciplina de trabajo se trata, puede decirse que, prácticamente, no existe acceso a la justicia, pues solo son reclamables -ante el Tribunal Municipal Popular (artículo 175 del Código de Trabajo para el Sistema de Justicia Laboral)- aquellas medidas que impliquen una modificación definitiva del estatus laboral del trabajador; cualquier medida que se adopte o se modifique, según disposición del Órgano de Base, puede ser injusta o, aun siendo justa, resulta de elemental observancia el derecho a la impugnación. En peor situación se encuentran aquellos sectores en que todos los conflictos se tramitan y resuelven en sede administrativa -entiéndase la educación, la salud, la investigación científica y el turismo, así como los cuadros y funcionarios, entre otros. Su atención constitucional requiere de legislación especial en todas las materias, de manera que lo complemente y particularice, así como de definir el órgano al que corresponde dirimir el conflicto; asignaturas pendientes que exigen pronta respuesta.

En el entorno del acceso, también se mueven los pedidos cautelares que, a pesar su consabida eficacia protectora, resultan poco utilizados de forma previa al proceso y casi siempre con apego al indicativo catálogo de la norma.4 En la actualidad el tema resulta objetivo prioritario de atención teórica, en correspondencia con los sustanciales cambios verificados en la norma de un número importante de países que ampliaron la cerrada lista de las medidas asegurativas, así como los momentos procesales de su adopción. Evolución que se revela de la mano de la protección a la propiedad intelectual, del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar, y a la propia imagen, tal y como puede apreciarse en la Ley de Enjuiciamiento Civil española de 2000.5

Las medidas cautelares, de forma previa o ya en el proceso en sí, devienen herramienta fundamental en la consecución de las garantías ínsitas a la tutela judicial efectiva en el proceso familiar que, sin hacer a un lado el embargo y las restantes medidas de protección patrimonial, ha previsto posibilidades de salvaguardia a las personas y a sus familias. Entre ellas se alude a las internaciones compulsivas, como la posibilidad de que se pudiere trasladar a los presuntos incapaces a un centro (interno) para que no sean escondidos de las autoridades u organizaciones y también -muy propio del Derecho anglosajón- a las órdenes de restricción, en supuestos casos de violencia.

En cuanto a la disposición de precauciones en el ámbito familiar, se afirma que -dada la especial naturaleza de este proceso- «se autorizan medidas cautelares que no apuntan a asegurar el cumplimiento de la sentencia definitiva que habrá de pronunciarse sobre el fondo de la litis, sino fundamentalmente la integridad de la persona o la satisfacción de sus necesidades urgentes, desvinculándose aquellas de la pretensión principal» (Kielmanovich, 2008, p. 41).6

La idea de extender el manto protector de lo cautelar encuentra reflejo en la gran mayoría de las normas procesales modernas -que prevén un extenso catálogo y agregan un poder genérico en manos del juzgador. Se considera un signo de perfección que una norma autorice medidas cautelares indeterminadas o atípicas. A ello pudiera oponerse la preocupación de que el juez pueda experimentar una sensación de inseguridad, de «miedo al vacío» que le lleve a no aplicar la norma; pero lo cierto es que con esta formulación se ensancha el arbitrio judicial y las posibilidades de solicitud de parte, pues «se puede definir caso por caso, sin tipificación previa. El litigante puede así esbozar el régimen de tutela provisional más adecuado para su caso» (Montero, 1985, p. 688).

En el contexto patrio, la Instrucción N.º 216 establece la posibilidad de norma en blanco o medida genérica, y le concede posibilidades al juzgador en lo atinente a disposiciones de oficio. También se ha avanzado en la adopción de medidas relativas a los abuelos u otros familiares, con sustento en el interés superior de niños y niñas; pero aún falta claridad en cuanto a su contenido, alcance y duración, así como en la posibilidad de disponer medidas autosatisfactivas o de tutela anticipada. Estas cuestiones han de ser atendidas en la nueva legislación procesal. Con las medidas cautelares se persigue, en última instancia, el objetivo de garantizar el principio de tutela judicial efectiva, en tanto se pretende que las resoluciones judiciales no resulten inocuas e insustanciales y, con ello, dotar de efectividad a los derechos individuales y sociales que está llamado a proteger el Derecho.

Algunas cuestiones intraprocesales. La legitimación y la prueba

En cuanto a la legitimación, se sostiene que su concepto es de difícil comprensión, y de más compleja aplicación. Así, se intenta esclarecer que es «la capacidad para actuar judicialmente un derecho concreto […] es la que puede justificar la presencia de una persona en el proceso» (Díaz, 2001, p. 104). Sucede que este concepto se encuentra estrechamente vinculado al derecho subjetivo que se estime vulnerado y a la tradicional asunción del papel de parte en el proceso, lo que hoy se ha visto amplificado para comprender también otros intereses que ameritan protección.

Ante la certeza de que es la legitimación un presupuesto procesal, la interrogante se suscitaría entonces para conocer si basta con acreditar el interés legítimo, como postulado para la admisión de la demanda. Se trata de una cuestión de fondo que habrá de resolverse luego de la sustanciación del proceso, con la resolución que le ponga fin; en caso contrario, se estaría limitando el derecho a la tutela judicial efectiva. Soporta esta idea el análisis de que «si solo el titular de un derecho subjetivo tiene derecho a acudir a los tribunales, ello implica que el acceso a la jurisdicción está reservado para quien “tenga la razón”, pero para saber quién tiene la razón se debe tramitar un proceso y emitir una sentencia, de tal manera que, bajo esta concepción, el “derecho a la acción” no es más que un apéndice del derecho sustancial» (Toscano, 2013, p. 241).

Aclarado por la doctrina que, en cuanto a legítimo, se trata de un interés reconocido y protegido por el Derecho, se presentan casos como defensa del interés personal a través de la defensa del interés común o familiar. En estos supuestos, se rompe el típico esquema de la dualidad de posiciones7 del que está impregnado el proceso (Mendoza, 2015). En los procesos de corte familiar -que propenden a la intervención de otros sujetos, en virtud de su relación afectiva o aportación en la actividad familiar en torno a la cual gira la litis- pueden participar quienes formen parte de ese núcleo, no siempre circunscrito al padre y la madre, mas extensivo a la prole de ese núcleo y a quienes coadyuvan al cuidado y atención de los menores.

El interés superior -en el caso concreto- encuentra en el derecho de participación del niño uno de los criterios de mayor relevancia de cara a su determinación. Participar no es sinónimo, en sentido estricto, de ostentar la condición de parte procesal. En el caso de los menores, resulta obvio que dicha condición es irrelevante -si se tiene en cuenta que requieren de una tutela jurídica diferenciada, resultado de la situación de vulnerabilidad que presentan, por su edad-, de ahí que se conviertan en centros de interés de la judicatura que examina el caso concreto. No se les puede excluir, pero tampoco mezclar o medir con el mismo rasero que al resto de los participantes en el proceso.

Su condición de sujeto de derechos amerita que sea tenido en cuenta en el proceso, cuyo cometido inmediato no es la resolución del conflicto entre los padres, sino velar por lo que es mejor para ese menor. Para ello, debe entenderse que el interés superior se alcanza cuando se logra poner la autonomía progresiva del niño en función del resultado procesal. No significa que el interés superior del niño se derive siempre de lo que este desee. Se trata de hacer valer su «legitimación» en el proceso en que interviene, ya que la litis versa sobre la máxima satisfacción de sus derechos, los cuales serán decididos por un tercero, cuya tutela ha sido reclamada por sus padres u otros familiares.

Válido resulta traer a colación, por su importancia en el entorno cubano, a los abuelos. El ensanchamiento de la legitimación a su favor constituye elemento fundamental -en no pocos casos- para la realización del interés superior de sus nietos y el suyo propio como miembros de la familia.

La prueba

El tema probatorio -como expresión de una tutela en movimiento- requiere especial atención, por ser una de las materias que, aunque siempre presente en los análisis y reformas procesales, ha experimentado más cambios.

Se ha afirmado, con razón, que la prueba es la «columna vertebral» del proceso, pues mientras otras herramientas -como las medidas cautelares- pueden no utilizarse, sin prueba no existe un verdadero resultado procesal. Más que diferentes acepciones, el término aparece enunciado de diversas maneras: derecho, medio, momento procesal y resultado.

El derecho a la prueba constituye una de las garantías del proceso, devenidas derecho fundamental a partir de su regulación constitucional; pues no existe un cabal derecho a la defensa si no se concede a los justiciables la posibilidad de probar los hechos8 y argumentos que soportan sus alegaciones, a fin de crear certeza o convicción en el tribunal.

Normalmente, quien promueve o acusa es quien acredita aquel derecho que reclama, o justifica los hechos. Así, en el proceso penal, la carga de la prueba corresponde -en exclusiva- a la Fiscalía, mientras que en el proceso civil solo se genera para el demandado, cuando alega excepciones perentorias -en el entendido de nuevos hechos. No siempre existe correspondencia, pues ¿qué sucede si quien alegó no está en condiciones de probar lo dicho?, ¿y si esa carencia de pruebas se debe a la obra de una contraparte más poderosa?; o, aun habiendo desplegado las partes lo que consideran suficiente para acreditar sus alegaciones, el juzgador podría no alcanza la certidumbre necesaria para dictar el fallo.

En esos casos, corresponde a los jueces ordenar -con la mira puesta en que su sentencia se apegue a los hechos y a la justicia- las diligencias que considere necesarias para alcanzar la imprescindible convicción; criterio que -conforme a la tutela judicial efectiva- se aleja de la tradicional postura de que el juez es únicamente un verificador de los hechos, y no un averiguador de la verdad, con sujeciones probatorias referidas a aclarar determinados aspectos de lo aportado por las partes (Sentís, 2000). Corresponde entonces al juzgador disponer pruebas de oficio, o invertir la carga de la prueba y, más modernamente, desplazar las cargas probatorias.

Los fundamentos de estas posibilidades probatorias descansan en la oralidad como principio, y en el garantismo que impregna al proceso actual, en tanto constituye un objetivo primordial conquistar el valor superior del ordenamiento jurídico: la justicia -que representa un ideal de la sociedad-, por lo que el Estado debe poner al servicio de quienes dirigen el proceso las facultades necesarias para la consecución de tal fin.

La iniciativa probatoria de los jueces resulta complementaria a la carga establecida para las partes, en orden a sus alegaciones, como respeto al principio de contradicción y al onus probandi. Que el poder del juez se encuentre refrendado legalmente, no apunta a su ejercicio libérrimo, aunque los jueces no suelen excederse en este sentido, sino todo lo contrario. Lo cierto es que, ante iniciativa probatoria del juzgador, ha de concederse a las partes la oportunidad de controvertir la pertinencia o relevancia de la prueba, de producir prueba en contrario y de argüir sus razones sobre la eficacia del resultado alcanzado, y todo ello antes de que se dicte sentencia.

La prueba de oficio se concibe por los ordenamientos procesales,9 pero siempre con «tinturas». La lógica tradicional del proceso se opone a que algún sujeto distinto a las partes se encargue de la actividad probatoria, y ello solo es permisible, precisamente, en aras de alcanzar una tutela judicial efectiva. Su influencia resulta apreciable, más allá de la prueba de oficio, pues la creación doctrinal y jurisprudencial aboga por una flexibilización de las cargas, en lo que se conoce como «cargas probatorias dinámicas».

Se hace oportuno acotar que si, respecto a las facultades del juzgador de disponer pruebas de oficio, existen visiones topadas, peor suerte corre el desplazamiento probatorio, en el entendido de que favorece las subjetividades, y ello afecta negativamente la seguridad, lo que le hace alcanzar posturas extremas que le califican como algo utópico. En criterio propio, las cargas probatorias dinámicas constituyen un mecanismo que garantiza la igualdad procesal y la justicia, al colocar por encima de clásicos conceptos o categorías, al ideal que significa la tutela judicial efectiva y que, igualmente, ha de encontrar respuesta en la reforma de ley.

Ejecución de las sentencias y resoluciones firmes

Actualmente, la tutela judicial efectiva se concibe como mecanismo para lograr -de modo eficaz- el ejercicio pleno de los derechos del individuo, a partir de los derechos procesales. Emerge justamente como catalizador, y propicia la efectividad de la garantía procesal, en vías de afirmar el disfrute de los derechos, desde el orden constitucional, porque es expresión del reconocimiento de los derechos fundamentales del individuo.

De no cumplirse el mandato obligacional que constituye la sentencia, se puede producir no solo un cuestionamiento a la autoridad judicial, sino también a la jurisdicción -como vía y cauce de solución de conflictos- porque si no se cumple lo dispuesto, pervive el conflicto y, consecuentemente, la insatisfacción ciudadana. Por eso continúa la búsqueda de mecanismos que contribuyan con los tribunales en la labor de ejecución. Su efectividad no se cuestiona en sede penal, pues existe un engranaje para el cumplimiento de la privación de libertad y de las restantes sanciones; pero no sucede igual en otras ramas, particularmente en clave civil.

Este derecho supone el acceso a los tribunales para la satisfacción de derechos e intereses legítimos, en el marco de un proceso con posibilidades cautelares, garante de la igualdad, de la audiencia y la contradicción, de la defensa y asistencia letrada, de un proceso público sin dilaciones indebidas y con amplias posibilidades de probanza; todo ello en aras de alcanzar una resolución fundada en el Derecho. Asimismo, toda resolución judicial debe ser susceptible de impugnación y, una vez adquirida su firmeza, ha de ser cumplida.

CONCLUSIONES

La recién aprobada Constitución cubana consagra derechos y garantías que le colocan en una posición de privilegio, en relación con los textos precedentes; establecer la necesidad de tutela judicial efectiva resulta uno de sus mayores éxitos.

Como concepto jurídico indeterminado -de raigambre constitucional y procesal- resulta de aplicación para todas las materias del Derecho, de la mano de la acción, la jurisdicción y el proceso, como categorías esenciales. «Procedimiento civil y procedimiento penal se distinguen sin duda, pero no porque tengan raíces distintas, sino porque son dos grandes ramas en que se bifurca a una buena altura, el tronco común» (Carnelutti, 1944, p. 45).

Se trata de que la visión integradora del Derecho Procesal encuentra asidero en esta macrocualidad -que comprende en sí al debido proceso-, porque cuando se materializa como «debido», deviene verdadero instrumento de justicia. Por otra parte, que no tenga una clara delimitación conceptual, no impide que se establezcan pautas o elementos esenciales que le conforman y que han de observarse en cada caso concreto.

Así, la tutela judicial efectiva excede el marco del proceso. De forma previa, se etiqueta como «acceso», en el entendido de que exista la posibilidad de alcanzar la vía judicial para la solución del conflicto o la reclamación del derecho, en cuya virtud se requiere del diseño de un conjunto de posibilidades -reguladas como garantías y derechos que así lo permitan. Pero tiene también una proyección social, y es la relacionada con la presencia de obstáculos objetivos extraprocesales que dificultan, o impiden, un efectivo acceso a la justicia. Con posterioridad, se centra en la concepción de «enérgicos» mecanismos de ejecución, en tanto la eficacia del pronunciamiento judicial deviene reclamo social que el Derecho no puede soslayar y al que, inexorablemente, ha de ofrecer satisfacción.

La tutela judicial efectiva ha de ser concebida como derecho, como principio, como límite de actuación y como aspiración de todo proceso; ello impone desafíos a los distintos «actores» del Derecho. Desde su enseñanza en las aulas universitarias, resulta necesario el énfasis en la vocación por la justicia y en la observancia de los principios. Los legisladores están forzados a dictar normas contextualizadas a la realidad y a la concepción de ese proceso garantista que requieren los justiciables de hoy. Los representantes de parte han de estar absolutamente conscientes de su papel en el proceso, de lo que les corresponde alegar, probar y combatir. Y los jueces, los dómines del Derecho, han de impartir justicia de forma transparente, independiente, imparcial y garantista, para que la credibilidad no resulte una quimera, para que exista una tutela judicial efectiva.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Ales, Paloma (2013): «¿Imparcialidad o multiparcialidad?», Blog oficial del Servicio de Mediación Municipal del Distrito de Triana de Sevilla, <Ales, Paloma (2013): «¿Imparcialidad o multiparcialidad?», Blog oficial del Servicio de Mediación Municipal del Distrito de Triana de Sevilla, http://mediaciontriana.blogspot.com/2013/05/imparcialidad-o-multiparcialidad.html > [21-7-2018]. [ Links ]

Briseño, Humberto (1989): Compendio de Derecho Procesal, Humanitas Centro de Investigaciones y Posgrado, México D. F. [ Links ]

Carnelutti, Francesco (1944): Sistema de Derecho Procesal Civil, vol. IV, UTEHA, Buenos Aires. [ Links ]

Carnelutti, Francesco (1956): Instituciones del Proceso Civil, Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires. [ Links ]

Díaz, Carlos Manuel (2001): «Consideraciones sobre el concepto de legitimación», en Mendoza Díaz, Juan; Carlos Manuel Díaz Tenreiro y Carmen Hernández Pérez, Lecciones de Derecho Procesal Civil, Félix Varela, La Habana, pp.101-134. [ Links ]

Díez-Picazo, Luis María (2008): Sistema de derechos fundamentales, Aranzadi S. A., Navarra. [ Links ]

Kielmanovich, Jorge (2008): «Las medidas cautelares en el proceso de familia», Derecho de Familia. Revista Interdisciplinaria de Doctrina y Jurisprudencia, n.º 39, pp. 39-44. [ Links ]

Mendoza, Juan (2001): «Apuntes sobre la acción», en Mendoza Díaz, Juan; Carlos Manuel Díaz Tenreiro y Carmen Hernández Pérez, Lecciones de Derecho Procesal, Félix Varela, La Habana , pp. 19-31. [ Links ]

Mendoza, Juan (2015): Derecho Procesal. Parte General, Félix Varela, La Habana . [ Links ]

Montero, Juan (1985): Comentarios a la Reforma de la Ley de Enjuiciamiento Civil, Tecnos, Madrid. [ Links ]

Morales Godo, Juan (2000): «Justificación», Acción, pretensión y demanda, Palestra Editores, Lima. [ Links ]

Ortells, Manuel (1997): «La acción», Derecho Jurisdiccional, I Parte, Tirant lo Blanch, Valencia, pp. 231-263. [ Links ]

Ovalle, José (1991): Derecho Procesal, Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, México D.F. [ Links ]

Sentís, Santiago (2000): La prueba, los grandes temas del Derecho Probatorio, Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires . [ Links ]

Toscano, Fernando (2013): «Aproximación conceptual al "acceso efectivo a la administración de justicia" a partir de la teoría de la acción procesal», Revista de Derecho Privado, n.º 24, Universidad Externado de Colombia, pp. 237-257. [ Links ]

Notas aclaratorias

. Cfr. artículo 96 de la Constitución de la República de Cuba y su correlato en el 467 de la Ley de Procedimiento Penal cubana.

2. Tanto la Ley de Procedimiento Penal como la actual Ley de Procedimiento Civil, Administrativo, Laboral y Económico, han sufrido múltiples modificaciones por vía de decretos-leyes e, inclusive, de disposiciones del Consejo de Gobierno del Tribunal Supremo Popular cubano; sin embargo, en clave de principios, pocas han sido las variaciones. Entre ellas destacan las introducidas por la Instrucción N.º 216 de 2012 que establece -en sus primeros acápites- los principios de inmediación, con centración, oralidad, igualdad de las partes, amplias faculta des del órgano judicial, tanto en la práctica de las pruebas como en la dirección del proceso, impulso procesal de oficio, protección cautelar y el interés superior del niño.

3. La Ley Orgánica Procesal del Trabajo, de 2 de agosto de 2002 plantea en su artículo 2: «El juez en sus decisiones no podrá contrariar los principios de uniformidad, brevedad, oralidad, publicidad, gratuidad, celeridad, inmediatez, concentración, prioridad de la realidad de los hechos y equidad».

4. El análisis se realiza solo en sede civil, porque en el proceso penal sí se utilizan las medidas en forma previa al proceso y, de hecho, su adopción revela la posibilidad de entrada del abogado a la defensa del posible imputado; mientras que el proceso solo comienza cuando se realiza formalmente la acusación por vía de conclusiones provisionales. La norma penal contempla un explícito procedimiento para las disposiciones cautelares y aparece perfectamente ordenado un inventario de medidas y procedimientos para su adopción. Regula cinco posibles precauciones para el aseguramiento del acusado: fianza en efectivo, fianza moral por la empresa o entidad donde trabaje el acusado o por el sindicato u otra organización social o de masas a que pertenezca, reclusión domiciliaria, obligación contraída en acta y privación provisional de libertad. Cfr. art. 255 de la Ley de Procedimiento Penal, Ley N.º 5/1977, de 13 de agosto, modificada por el Decreto-Ley N.º 151 de 10 de junio de 1994 y actualizada en 2012.

5. El artículo 727 ofrece un inventario de medidas cautelares específicas, luego remite a las típicas reguladas en leyes especiales y, en su segunda parte, abre el diapasón al reconocer la posibilidad del órgano jurisdiccional de acordar las innominadas.

6. Las cursivas son originales del texto citado.

7. El proceso está informado de principios estructurales, entre los cuales destacan, como binomio contradictorio, la contradicción y bilateralidad de posiciones, dado que pueden existir varios sujetos en cada una de las posturas, pero siempre serán dos esas posiciones: la de actor y demandado, o la del acusado y el acusador; en consecuencia, todo el que interviene en el proceso ha de ocupar una de ellas o adherirse a los hechos y pedimentos de quienes las ocupen. Tal es el caso de los terceros, que ostentan un interés legítimo en el proceso, pero, una vez que entran al mismo, pierden tal condición y se convierten en partes, ya sea en defensa de un interés propio o como coadyuvantes de una de las partes originales.

8. Sabido resulta que, según criterio pacífico en la doctrina, lo que se prueba no son los hechos, sino las afirmaciones o datos que de ellos traen las partes al proceso; pero se opta por mantener la tradición en este sentido.

9. El Código Procesal Civil Modelo para Iberoamérica (artículos 11 y 12 del anteproyecto) establece el impulso y dirección del proceso a cargo del juez y le dota de amplias facultades para la verificación de actuaciones de oficio. El Código General del Proceso de Colombia (artículo 170) permite la introducción de las pruebas de oficio cuando sean necesarias para esclarecer los hechos objeto de la controversia, o cuando sean útiles para la verificación de los hechos relacionados con las alegaciones de las partes, en un ambiente de contradicción. La Ley de Procedimiento Civil, Administrativo, Laboral y Económico de Cuba (artículo 248) le prevé bajo el rubro de diligencias para mejor proveer, colocado solo en el momento previo al dictado de sentencia y con un cierto grupo de requisitos. Por otro lado, el Código Orgánico General de Procesos de Ecuador (artículo 168) recoge -con mejor técnica- las pruebas para mejor resolver.

Recibido: 21 de Octubre de 2019; Aprobado: 08 de Noviembre de 2019

*Autor para la correspondencia. hierro@lex.uh.cu

Conflictos de intereses

Los autores Ivonne Pérez Gutiérrez y Luis Alberto Hierro Sánchez, del manuscrito de referencia, declaran que no existe ningún potencial conflicto de interés relacionado con el artículo.

Contribución autoral Las ideas y análisis han sido resultado de mutua colaboración.

Creative Commons License