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Universidad de La Habana

versión On-line ISSN 0253-9276

UH  no.290 La Habana jul.-dic. 2020  Epub 01-Nov-2020

 

Artículo Original

Estados Unidos-América Latina: geopolítica y dominación imperialista

United States-Latin America: Geopolitics and Imperialist Domination

Juan Ramón Quintana Taborga1  * 
http://orcid.org/0000-0001-6465-5901

1Centro de Investigaciones Sociales (CIS), La Paz.

RESUMEN

En el artículo se analiza cómo, al acercarse a su término la segunda década del presente siglo, América Latina y el Caribe, una vez más en la historia de sus relaciones con los Estados Unidos, adquieren una importancia renovada dentro de una lógica de continuidad y cambio que es consustancial al sistema de dominación continental impuesto por el imperialismo desde hace cerca de doscientos años. Se profundiza, además, en la política aplicada hacia la región por el actual gobierno norteamericano de Donald Trump, quien recoge como cosecha geopolítica el cambio logrado por la estrategia de su predecesor en la correlación de fuerzas de izquierda y derecha, dirigida a alcanzar en el siglo xxi los objetivos tempranamente declarados por Barack Obama de renovar el liderazgo, recuperar la confianza y profundizar la influencia de los Estados Unidos en el ámbito latinoamericano y caribeño.

Palabras clave: América Latina; dominación; Estados Unidos; imperialismo

ABSTRACT

The article analyzes how, as the second decade of this century draws to a close, Latin America and the Caribbean, once again in the history of its relations with the United States, acquire a renewed importance within a logic of continuity and change that is consubstantial with the system of continental domination imposed by imperialism for nearly two hundred years. It is also deepened in the policy applied towards the region by the current North American government of Donald Trump, who gathers as a geopolitical harvest the change achieved by the strategy of his predecessor in the correlation of forces of the left and the right, aimed at achieving in the 21st century the objectives early declared by Barack Obama of renewing leadership, recovering confidence and deepening the influence of the United States in the Latin American and Caribbean sphere.

Keywords: Latin America; domination; United States; imperialism

INTRODUCCIÓN

Al acercarse a su término la segunda década del presente siglo, América Latina y el Caribe adquieren, una vez más en la historia de sus relaciones con los Estados Unidos, una importancia renovada dentro de una lógica de continuidad y cambio que es consustancial al sistema de dominación continental impuesto por el imperialismo desde hace cerca de doscientos años. Se trata de un entramado que incluye la vía del control financiero, la expansión del mercado para sus productos manufacturados, industriales y tecnológicos, la explotación y saqueo de sus materias primas, así como las invasiones militares y ocupaciones territoriales, la imposición de gobiernos sumisos y la transformación de las instituciones de seguridad locales en instrumentos de control político (Quintana, 2016).

La política aplicada hacia la región por el actual gobierno norteamericano recoge como cosecha geopolítica el cambio logrado por la estrategia de su predecesor en la correlación de fuerzas de izquierda y derecha, dirigida a alcanzar en el siglo xxi los objetivos tempranamente declarados por Barack Obama de renovar el liderazgo, recuperar la confianza y profundizar la influencia de los Estados Unidos en el ámbito latinoamericano y caribeño. En este desempeño se advierte un reacomodo en el énfasis que le otorgaba dicho presidente en su «estrategia inteligente» a las herramientas del denominado soft power, al adquirir un mayor protagonismo las del hard power, las cuales constituyen, más que alternativas, complementos de un mismo y complejo mecanismo injerencista (Suárez, 2011; Hernández, 2016b; Suárez 2018).

Si bien en el lenguaje y en las prácticas del gobierno presidido por Donald Trump se manifiestan viejos principios y conceptos, el modo en que se asume y aplica hoy bajo diferentes condiciones históricas una añeja mitología, creada para legitimar y garantizar la reproducción de ese sistema, le confiere una expresión diferente al proyecto de dominación norteamericano. La apelación al discurso basado en el ideario del Destino Manifiesto, el Excepcionalismo Norteamericano, la Doctrina Monroe, la promoción de los intereses nacionales y la defensa de la seguridad no es algo novedoso, como tampoco lo es la combinación de todos los instrumentos de la política exterior estadounidense (diplomáticos, económicos, militares, psicológicos, ideológicos) en la estrategia de control y dominación, dirigida contra determinados procesos y países cuya relevancia es priorizada en una u otra etapa (Kryzanek, 1985; Ayerbe, 2012). Lo inédito es la profundidad y amplitud del enfoque aplicado a partir de la decisión de exterminar de modo definitivo cualquier expresión progresista, radical, revolucionaria, socialista, que pretenda encaminarse por un rumbo independiente del que establece el sistema de dominación vigente.

El nuevo expediente injerencista no se preocupa hoy por presentar argumentos o pretextos justificativos convincentes. No vacila en utilizar la declaración cínica, abierta, de amenazas basadas en presiones de todo tipo y en el uso de la fuerza -incluyendo la militar-, junto a la reiteración de mentiras y calumnias, como acompañantes ideológicos de una estrategia desestabilizadora, con el apoyo de los desarrollos tecnológicos e informáticos. Se retoman con nuevos formatos las acciones subversivas sobre la sociedad civil latinoamericana, focalizadas en sus niveles de base, comunitarios y territoriales; se apela una vez más a la diplomacia pública y a la resignificación de conceptos como los de transición democrática, cambio de régimen y Estados fallidos, para legitimar la injerencia imperial y la restauración neoliberal.

A diferencia de otras etapas -como la de la administración de George W. Bush, cuya elevada retórica agresiva no se tradujo en pautas siempre consecuentes ni funcionales a los designios del imperio-, ahora se procura, a toda costa y a todo costo, cerrar definitivamente los espacios democráticos que se abrieron y ocuparon en América Latina y el Caribe mediante la lucha político-electoral. La meta es destruir logros, imágenes y símbolos de progresismo, emancipación, izquierda, revolución y antimperialismo.

En la actualidad se ha hecho más palpable el cambio geopolítico en América Latina, en el marco de un reacomodo global definido principalmente por la creciente agresividad de la política exterior norteamericana, preocupado por lo que considera como amenazas de China y Rusia, empeñado en reajustar sus alianzas internacionales, por asegurar sus posiciones de influencia, control y dominio en el hemisferio y por revertir los procesos que ha identificado como supuestamente peligrosos para los intereses nacionales y la seguridad de Estados Unidos, como Venezuela, Nicaragua y Cuba. La Revolución bolivariana sigue en el centro de la política subversiva, como lo confirma la reciente intentona golpista -una más-, basada en el rejuego contrarrevolucionario en torno a la figura del autoproclamado presidente venezolano, con el visto bueno de los funcionarios gubernamentales imperiales que manejan la política exterior, la diplomacia y la seguridad nacional de los Estados Unidos, de la extrema derecha de origen cubano en ese país, insertada en su sistema político y de la cipaya oligarquía latinoamericana.

La escena continental es compleja, entre luces y sombras. En México, se desenvuelve entre expectativas y esperanzas el proyecto del Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA) que impulsa en su primer año el gobierno de López Obrador, cuya victoria no pudo evitar el imperio, y donde se aprecia cierta moderación en la postura estadounidense y quizás hasta cautela en su política bilateral, si bien mantiene el tema migratorio y de la seguridad fronteriza. En las últimas elecciones efectuadas en El Salvador, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) es derrotado luego de una sostenida política desestabilizadora por parte de los Estados Unidos, que logró arrinconar a la izquierda y estimuló negativamente los problemas internos, como parte de la estrategia más amplia hacia el llamado Triángulo Norte en Centroamérica, dado su lugar estratégico en la geopolítica regional, junto al empeño por destruir la imagen del sandinismo en Nicaragua. La Revolución democrática y cultural en Bolivia mantiene su rumbo, en una etapa decisiva que culminará dentro de unos meses con una nueva victoria en los comicios presidenciales, y sigue ubicada entre las prioridades que enfrenta el proyecto de dominación norteamericano, decidido a impedir la reelección de Evo Morales. En este sentido, se han reiterado recientes acciones injerencistas, como la presentación por parte de legisladores opositores de una carta a Trump, que solicita la intervención de su gobierno para evitar la mencionada reelección del presidente, acompañadas por nuevas intromisiones del Senado norteamericano en los asuntos internos de Bolivia.

Los Estados Unidos siguen utilizando a Colombia como una pieza fundamental en sus propósitos desestabilizadores, especialmente contra Venezuela, cuyo respaldo a la reciente intentona golpista señalada reiteró la condición subordinada de su gobierno, vinculado de modo escandaloso a la OTAN y su rol obstaculizador en el diálogo con la guerrilla, con la pretensión de interrumpir el proceso de paz y dar el golpe de gracia a la izquierda en ese país. A la vez, el imperio apoya los procesos en curso en Ecuador, donde se revirtió la Revolución ciudadana, y aseguran el control en Brasil, Argentina, Chile y el resto de América del Sur, encaminados a restablecer, esta vez para siempre, la era neoliberal.

En el Caribe, la política norteamericana aprovechó las fisuras o fragmentaciones -a la luz de las posiciones de apoyo a la Revolución bolivariana, con el fin de debilitarlas-, así consiguió, por ejemplo, la presencia de Guyana y Santa Lucía en el Grupo de Lima, propició también posiciones ambivalentes en otros países, como Bahamas, Barbados, Belice, y utilizó a Jamaica como punta de lanza caribeña en la estrategia seguida.

La proyección imperialista incluye todas las opciones y herramientas, acorde con el diseño de la dominación de espectro completo: las que complementan el esquema de control militar, apoyadas por la Administración para el Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés), con el conocido argumento de enfrentar el narcotráfico; las dirigidas sobre la sociedad civil, con el no menos gastado fin de «democratizarla», a través de la Fundación Nacional para la Democracia (NED, por sus siglas en inglés), la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés), entidades empresariales, movimientos sociales, instituciones culturales, comunitarias y religiosas, medios de comunicación tradicionales, redes sociales, partidos políticos opositores; las que promueve la diplomacia pública, viabilizadas por las embajadas estadounidenses en los países latinoamericanos, como medios de injerencia directa; las de guerra cultural, sustentadas en la estimulación de prejuicios y contradicciones internas, con expresiones en la vida cotidiana, con gran capacidad movilizativa y subversiva, que estimulan los conflictos étnicos, raciales, generacionales, religiosos (Ceceña, 2014).

Esa proyección sigue apostando a la revitalización de la desacreditada Organización de Estados Americanos (OEA) como soporte institucional del sistema interamericano, en un constante ejercicio de influencia y presión, que logra, de modo circunstancial, confundir, dividir y debilitar la unidad latinoamericana.

Justamente, el proyecto de dominación imperialista prioriza la desarticulación de las iniciativas de cooperación, integración y concertación regional -como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC)-, con la aspiración de impedir o quebrar esa unidad, según sea el caso. En función de ello, respalda en las contiendas presidenciales a los candidatos y mandatarios que ha fabricado o puede manipular a su antojo, al mismo tiempo que anula la imagen de líderes y antiguos jefes de Estado que conservan apoyo popular. Los procedimientos legales y parlamentarios están a la orden del día, como parte del arsenal político-jurídico que se emplea.

La alternativa militar no está descartada, sino que, por el contrario, como se manifiesta en los documentos y acciones del Comando Sur y del aparato de Seguridad Nacional norteamericano, forma parte del menú de opciones que conforma la detallada y eufemística modalidad del llamado golpe suave (Sharp, 1998). Los Estados Unidos han dejado atrás la época de las acciones encubiertas. Hoy, desde el presidente y el vicepresidente hasta los diversos funcionarios del Departamento de Estado y el Consejo de Seguridad Nacional, manifiestan públicamente las intenciones subversivas del imperio.

La actual administración republicana y conservadora en los Estados Unidos se caracteriza por una clara carga regresiva interna y exterior, visible en la desbordada retórica de índole populista, nativista, racista, xenófoba, misógina, con ribetes fascistas, que acompaña la conducta de Trump, cuya proyección internacional imperial se resume en las consignas America First y Make Great America Again, y que se concreta, ejemplarmente, en su manifestación específica hacia América Latina, simbolizada en la profunda reacción anti-inmigrante contra México, la obsesión con la construcción del muro fronterizo y en la cruzada contra Venezuela, que suma al sinnúmero de acciones y razones, su definición explícita contra toda alternativa socialista, según declaraciones expresadas por el propio presidente.

Para un caso como el de América Latina, es palpable la funcionalidad de las argumentaciones y construcciones ideológicas en la legitimación de la política estadounidense hacia la región y la restructuración del sistema de dominación, atendiendo a una visión estratégica global que le concede tratamientos específicos a cada proceso y país, pero guiado hoy, como ayer, como en un tablero de ajedrez, por la simbología de avanzar en cada jugada, hacia el jaque mate a la Revolución cubana, contra la cual se instrumentan medidas adicionales que recrudecen el histórico bloqueo. En un cuadro como ese es que adquiere sentido la mencionada ofensiva imperialista contra Venezuela, como parte de un diseño integral (Hernández, 2016a).

En ese contexto, no puede obviarse un dato sobresaliente: va quedando poco del prestigio del poder estadounidense en nuestros territorios, surcados cada vez más por el deseo de encontrar un horizonte propio sin pedir permiso a nadie. El prestigio ha cedido paso a otras realidades cada vez más complejas entre las que todavía se cuenta el miedo y la sumisión con la que actúan las élites criollas domesticadas por el imperio en el último siglo, quien está aplicando una política de escarmiento para tratar de sepultar más de una década de soberanías reconquistadas, mutilar nuestras historias surcadas de victorias políticas, frenar sociedades empoderadas y doblegar dominios nacionales sobre los recursos naturales. Cuánto más amplio sea el horizonte de transformaciones populares en América Latina menos posibilidades existirán de vivir bajo dominio extranjero. Al parecer, después de lo sucedido en México, ese es el camino correcto. La indignación de los pobres y de los indios se proyecta en otros rostros multiculturales, mujeres, jóvenes, comunidades sexuales diversas, iglesias o universidades progresistas.

La injerencista política norteamericana enfrenta hoy, en lo que ha considerado siempre su «patio trasero», un escenario incómodo. Incapaz de doblegar las odiadas desviaciones ideológicas y políticas que caracterizan a una parte de Nuestra América, envuelta en un ciclo ininterrumpido de lo que califican como «populismo radical» -que no acaba de prosperar pero tampoco de perecer-, no le queda al imperio más recurso que apelar a modernas combinaciones estratégicas siniestras, en busca de su retorno poscolonial (Quintana, 2018).

Es así que, cuando el imperialismo y las oligarquías latinoamericanas aplican este modelo, que no solo manipula, viola, cambia, reinterpreta y reajusta las reglas de juego de la democracia representativa, sino que también emplea métodos violentos y hasta criminales, esas acciones se legitiman y glorifican, como antes ocurría con las intervenciones e injerencias, los golpes de Estado tradicionales, las dictaduras militares. Según Regalado (2019), «el imperialismo ya no coloca en el primer plano de su estrategia de dominación a la represión bruta y la transgresión abierta de las reglas del juego de la democracia burguesa. Hoy, derroca e impone gobiernos mediante la desestabilización de espectro completo, que presenta a la víctima como agresor y al agresor como víctima» (p. 28).

El nivel de peligrosidad que alcanza la escalada imperialista contra nuestros países, que conforma un eventual preludio de injerencia directa, entre amenazas crecientes y recurrentes e intentos frustrados -como los sucesivos esfuerzos auspiciados por la citada OEA o el estrepitoso fracaso de la anunciada intervención humanitaria en Venezuela, a través de su frontera con Colombia- debe interpretarse como síntoma de la decadencia imperial, como expresión de su impotencia y desespero por reconstruir el sistema de dominación continental, con la conciencia de que la capacidad ilimitada de su tradicional poderío se ha erosionado (Quintana, 2018).

1. LA POLÍTICA DE LOS ESTADOS UNIDOS HACIA AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE

La política de los Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe ha sido y sigue siendo un tema abordado con recurrencia y desde perspectivas diversas por las ciencias sociales, motivadas por las urgencias de conocer y comprender el patrón injerencista establecido desde el siglo xix, reajustado en diversas ocasiones durante el xx y renovado en el xxi.

La dinámica geopolítica que tiene lugar en Nuestra América durante los últimos años expresa, como se sabe, un cambio en el escenario que se configuró a finales del decenio de 1990. Entre los principales hechos que expresan la nueva configuración hemisférica sobresale la creciente y activa ofensiva que impulsa en los distintos contextos nacionales el imperialismo norteamericano, a través de una renovada estrategia de dominación, en interacción con las fuerzas oligárquicas de la derecha latinoamericana, dirigida a expulsar del Estado y el gobierno a las fuerzas progresistas, emancipadoras y antimperialistas, apelando a procedimientos legislativos y judiciales, conjugados con la agresión económica, psicológica y mediática, sin olvidar la opción del intervencionismo militar. Distintas denominaciones se refieren al modelo utilizado, como las de guerra no convencional y de cuarta generación, golpe suave y la dominación de espectro completo, caracterizado por la integralidad de los medios y métodos empleados.

La correlación de fuerzas políticas ha cambiado a favor de los sectores oligárquicos y del imperialismo, al articularse en los últimos años una conjunción de factores (pérdida de capacidad de movilización popular, falta de una adecuada estrategia y métodos para enfrentar ese modelo y sus resultados subversivos, como los reveses electorales o los golpes de Estado de «nuevo tipo»), cuyos efectos se interpretan como el «fin del ciclo progresista». A partir de una lectura que reconocía que la situación imperante en América Latina y el Caribe en el decenio (2000) mostraba un panorama negativo para los intereses imperiales, el pensamiento estratégico norteamericano reformuló el proyecto de dominación, acudiendo a las viejas prácticas de desestabilización y derrocamiento de gobiernos, ajustándolas a las nuevas circunstancias y actualizándolas con las contribuciones tecnológicas del Smart Power, al incorporarle los métodos de acción parlamentaria, judicialización de la política y relegitimación del uso de la fuerza, conjugando todas las dimensiones del esquema subversivo: la económica, mediática, diplomática, cultural, pública y encubierta, legal e ilegal, sin descartar la militar.

Como resultado de esa lectura estratégica, realizada por la Administración Obama recién instalada -el mencionado decenio llega a su fin en los primeros meses de 2009- se ubica el punto de inflexión del reajuste en el proyecto de dominación continental de los Estados Unidos. Ante un mapa latinoamericano dibujado por procesos electorales que condujeron a los mandatos presidenciales de Hugo Chávez en Venezuela, Luis Inacio Lula de Silva en Brasil, Néstor y Cristina Kirchner en Argentina, Tabaré Vázquez en Uruguay, Evo Morales en Bolivia, Manuel Zelaya en Honduras, Rafael Correa en Ecuador, Daniel Ortega en Nicaragua, Fernando Lugo en Paraguay y Mauricio Funes en El Salvador, la conclusión era obvia. Las fisuras en el proyecto de dominación eran tales que, mientras por un lado se mantenían los tratados de libre comercio, las bases militares, instituciones del sistema interamericano y las políticas neoliberales; por otro, se registraban procesos de transformación o reforma social, la aparición de mecanismos de cooperación, integración y concertación, junto a aspiraciones de paz, independencia y un lenguaje que incluía referencias al socialismo y las revoluciones (Pérez, 2019).

Fracasados los intentos regresivos -los golpes de Estado contra Chávez en 2002 y el paro petrolero en 2003, la campaña desestabilizadora contra el Gobierno de Evo en 2008, la intentona golpista contra Correa, el impulso al ALCA y los esfuerzos tradicionales de la OEA por invocar la Carta Democrática, entre otros-, será la modalidad aplicada para sacar del gobierno y del país a Zelaya, el 28 de junio de 2009, unida a la intención de reactivar el sistema de bases militares en Colombia, el punto de viraje para la creación de nuevas condiciones que definieran un antes y un después en la redefinición del proyecto de dominación estadounidense, dirigida a detener lo que se denominó «la ola rosada», o sea, revertir los procesos de izquierda, progresistas, antimperialistas. Curiosamente, ello ocurriría apenas un par de meses después de que el presidente Obama hablara de «un nuevo comienzo», una nueva etapa, en las relaciones interamericanas, durante la Cumbre de las Américas realizada en Trinidad Tobago. Ya no importaba la imagen de coherencia, confianza, credibilidad, que ofreciera el imperio en su vecindario inmediato. Su «nuevo ropaje» se definía con el lenguaje de la demagogia, la mentira y la razón cínica.

Actualmente se sienten los efectos de una multifacética ofensiva contrarrevolucionaria, fruto de intereses convergentes y esfuerzos combinados entre las élites mundiales del capitalismo transnacional, del gobierno de los Estados Unidos como su núcleo hegemónico, así como de las fracciones oligárquicas y de las burguesías dependientes y entreguistas de nuestra región (Salinas, 2017).

Sin embargo, la eficacia de los instrumentos subversivos aplicados en esa ofensiva han sido mayores debido tanto a las inexperiencias, fallas, omisiones y errores cometidos por las fuerzas de izquierda y progresistas durante los últimos veinte años, como a la supuesta superioridad intrínseca de sus portadores, los restauradores del neoliberalismo. Estos necesitan consolidar la percepción de que la historia continental entró en una fase regresiva e imparable a favor del capitalismo salvaje, propio de la actual fase de transnacionalización de este sistema.

Como contrapartidas principales de los denodados esfuerzos del imperio y sus aliados en la región y en el mundo, y del derrotismo que consiguen imponer en no pocos medios políticos e intelectuales, se mantienen y luchan con dignidad la Revolución bolivariana en Venezuela y la democrática y cultural en Bolivia; en Nicaragua el proceso sandinista resiste la sostenida agresión norteamericana y la contrarrevolución interna; y la Revolución cubana continúa su invariable y decidido rumbo hacia el socialismo.

En este marco de luchas por preservar las aludidas experiencias de izquierda, progresistas y antimperialistas de gobierno, se transforma en imperativo político articular la unidad y la más sólida, coherente y sistemática solidaridad con cada una de ellas. El imperialismo y sus aliados buscan lograr exactamente lo contrario. Existen suficientes ejemplos en la historia latinoamericana y caribeña que prueban que cuando hay unidad, dirección política decidida y capaz, objetivos claros de lucha y moral de combate, se multiplican las opciones para contener cualquier ofensiva contrarrevolucionaria e, incluso más, para vencerla.

2. LA NATURALEZA EXPANSIONISTA Y DEPREDADORA DEL CAPITALISMO

Hoy en su fase transnacional más avanzada, la naturaleza expansionista y depredadora del capitalismo explica el grado y modo a través del cual los actores económicos y políticos encargados de reproducirlo están operando para asegurar al gran capital las más altas tasas de lucro posibles. Lucro y más lucro a cualquier costo: esta es la única divisa válida para el 1 % que integra la élite capitalista mundial. Encubierta con las más diversas retóricas, algunas hábilmente diseñadas para reformistas e incautos, esta divisa ayuda a explicar, por ejemplo, procesos restauradores como el que vive Brasil.

La acumulación de los efectos negativos de la concentración de la propiedad, el poder y las riquezas en manos de la referida élite mundial hegemonizada por el capital financiero, son bien conocidos: la devastación del medioambiente continuó con dramáticos efectos sobre el clima; se elevó la polarización de la riqueza a niveles insultantes, como lo ilustra el conocido hecho de que ocho personas se transformasen en detentoras de la misma riqueza poseída por la mitad más pobre de la población mundial; y la destrucción de fuerzas productivas, a través de casi medio centenar de guerras en desarrollo, multiplicó los riesgos para la paz mundial.

La élite capitalista transnacional, en el contexto de una coyuntura económica internacional recesiva y bajo la presión de numerosas crisis sistémicas paralelas originadas por el carácter excluyente del sistema, está actuando de forma más agresiva y unilateral -como lo ilustra la proyección de la Administración Trump-, pero a la vez en forma más hábil a través de mecanismos gubernamentales y no gubernamentales cada vez más concertados, mediante acciones públicas y no públicas, bilaterales y multilaterales con fines complementarios, que no deben subestimarse. Las cumbres de Davos y las reuniones secretas del Club de Bilderberg ejemplifican este modus operandi.

Frente a las crisis sistémicas del modelo capitalista y la reconfiguración geopolítica mundial, relacionada con la emergencia de China y Rusia como poderes renovados, la clase capitalista transnacional está concentrada en lograr la máxima mercantilización posible de todas las esferas de la vida, de un modo intensivo y con un claro objetivo: instalar niveles de dominio y hegemonía incontestables, para lo cual ha tomado la decisión de derribar todos los obstáculos -estructurales, políticos, ideológicos- que se interpongan a este fin (Robinson, 2017).

En el plano estructural, los Estados nacionales, tal y como existen hoy, empiezan a ser obstáculos a superar para facilitar la libre movilidad de los capitales y el control expedito de las materias primas a favor de las transnacionales. Los sistemas políticos de democracia burguesa tradicional son vistos como obsoletos, en la medida que permiten que con voto popular -ejercido de forma legítima según las reglas que otrora la burguesía defendía como paradigmáticas- figuras como Chávez, Lula y Evo lleguen a la presidencia de sus países y se transformen en líderes relevantes. Frente a esta realidad, la opción es reducir aún más los límites estructurales de la democracia burguesa convencional y crear mecanismos que aseguren al gran capital tener sus propios presidentes. Mauricio Macri en Argentina y Sebastián Piñera en Chile así lo ejemplifican.

La estrategia en pos del lucro también explica por qué todos los centros políticos del gran capital convergen, a nivel político, en la urgencia de revertir todas las experiencias de izquierda y progresistas en América Latina y el Caribe. Estos gobiernos, a pesar de que en su mayoría no hicieron transformaciones estructurales de carácter anticapitalista, cometieron un pecado para la lógica neoliberal imperante: aplicaron sus políticas sociales de amplio beneficio popular desde el Estado, y redistribuyeron a los más pobres recursos que antes capitalizaban las élites burguesas y oligárquicas aliadas al gran capital.

En el plano ideológico, el logro del objetivo político mencionado va asociado a una guerra cultural orientada a destruir las identidades nacionales. Para ello, los medios de comunicación, las iglesias evangélicas bajo control directo o indirecto de intereses imperiales y las empresas detentoras de las nuevas tecnologías de la comunicación conjugaron recursos, esfuerzos e inteligencia para confundir y desmovilizar políticamente a importantes sectores sociales, todo ello para facilitar la aprobación, por ejemplo, de las reglas que flexibilicen las condiciones laborales a favor de las empresas y otras bondades requeridas por el capital.

Para estos propósitos, el gran capital ha demostrado márgenes de eficacia incuestionables, cuyo fin último es ideológico: consolidar un sistema de creencias colectiva sobre la supuesta inviabilidad de las revoluciones populares y del socialismo e, incluso, de las tentativas de aplicar políticas de justicia sociales desde el Estado, aún dentro de un horizonte reformista no anticapitalista.

Comprender con visión sistémica este modus operandi del capitalismo transnacional es una exigencia política urgente para el campo de la izquierda y progresista, sobre todo en América Latina y el Caribe, como región que los Estados Unidos siguen concibiendo como su patio trasero. Estamos retados, además, a construir una visión objetiva e integral, que permita orientar los pasos para aprovechar las contradicciones intrínsecas de las políticas restauradoras en curso. Con una perspectiva dialéctica, es vital examinar, bajo el lente de las ciencias sociales, las fortalezas y debilidades de cada acción promovida por la derecha.

Un ejemplo de lo antes afirmado: en medio de sus crisis sistémicas paralelas, el capitalismo transnacional mostró que preserva opciones para reinventar, con grados de eficacia importantes, sus elevadas tasas de ganancias. Evidenció también que dispone de mecanismos de concertación funcionales entre sus principales núcleos de poder, a fin de dirimir razonablemente las contradicciones no antagónicas existentes entre ellos y, a la vez, concertar estrategias orientadas a asegurar el control de los mercados emergentes y las principales materias primas.

Desde inicios de la década final del siglo xx, bajo el desarrollo de la informática, unido a la entronización de las políticas neoliberales, posibilitó que se desarrollara un nivel de especulación cuando, mediante el apalancamiento de los activos en las bolsas de valores, se desarrolló una forma aparentemente «fácil» de obtención de ganancias a través de apuestas financieras, que terminaron acuñando el término «financierización» para caracterizar la forma de operar mediante derivados financieros en la economía mundial.

En rigor, la financierización se ha basado en la redistribución de ganancias virtuales sobre la base de los valores creados en la economía real, de una forma que aleja cada vez más las primeras de esta última, en medio de una globalización a través de la cual se eliminan la mayoría de los elementos de regulación del sistema. Baste señalar que en años recientes los derivados financieros alcanzan los 1 200 billones de dólares, cifra que resulta veinte veces superior al PIB creado en un año en toda la economía mundial. Cuando esta separación llega a un punto crítico de ruptura, como ocurrió con la crisis de 2007-2008, estalla una crisis que en este caso fue comparable a la de la Gran Depresión de los años 1930 y que, aún hoy, no ha logrado pasar a la fase de recuperación.

Las cifras de desarrollo económico global indican claramente una disminución de la hegemonía mundial de los países capitalistas desarrollados -especialmente los Estados Unidos, la Unión Europea y Japón- y, en contraste, un mayor peso de China y la India en el escenario económico mundial.

A más corto plazo, las tendencias muestran que no se ha producido la recuperación esperada de la crisis, ya que si bien hubo una elevación en los crecimientos entre 2009-2012, nuevamente se presentó una desaceleración (marcada por el derrumbe de alrededor de un 50 % de los precios del petróleo en 2014/15) y que permaneció hasta 2016. En 2017 se produce una reanimación, pero esta no se sostiene hasta el presente con los ritmos típicos de la recuperación, augurando con ello el peligro de una nueva crisis entre 2020 y 2021. Así lo confirma la evolución reciente de la economía mundial (Pérez-Gavilán, Gutiérrez del Cid y Pérez, 2017).

En América Latina y el Caribe, unido a las tensiones de diverso tipo que afectan a las principales economías de la región, en el caso de los países donde retornaron gobiernos subordinados al gran poder transnacional, las medidas económicas aplicadas no muestran novedades salvadoras para los propios intereses del capital, ni a medio, ni a largo plazo. Todo indica que los efectos sociales del neoliberalismo volverán a sentirse entre los más pobres. Nuevos «caracazos» podrían estar a la vista, solo que esta vez con un historial de valiosas realizaciones de los gobiernos de izquierda y progresistas en materia de redistribución de renta y más justicia social. Destruir esta memoria histórica es objetivo central del gran capital.

3. PROBLEMAS DEL CAPITALISMO INTERNACIONAL

En el contexto geopolítico global descrito, los problemas del capitalismo internacional se reflejan de manera particular en la política exterior de Estados Unidos, dada su condición de potencia líder del sistema imperialista mundial, cada vez más expansionista y depredadora en su propósito de preservar, consolidar y reproducir su proyecto de dominación global.

El gobierno de Trump pretende restablecer la hegemonía perdida por el imperio mediante la fuerza, rompiendo con las reglas del juego de la economía globalizada, lo que incluye un proteccionismo y guerra comercial intensos; el hostigamiento de los países percibidos como competidores desleales de los Estados Unidos (China y la Unión Europea, entre otros); una política fiscal que comprime los ingresos de los trabajadores y reduce impuestos a los más ricos, acompañada de un descomunal crecimiento del gasto militar con proyecciones presupuestarias aún mayores para los próximos años.

En ese empeño, el gobierno estadounidense actual mantiene en lo fundamental las acciones dirigidas a garantizar su control sobre materias primas, recursos naturales, fuentes energéticas, regiones y países de importancia estratégica para el despliegue de su proyección geopolítica y geoeconómica mundial. Esta proyección ha debido reacomodarse al contexto global, cambiante y cambiado, en el que potencias como China y Rusia están obligando a los Estados Unidos, de forma creciente, a medir con más cuidado los pasos prácticos de su política externa.

La política norteamericana responde hoy, como ayer, a la lógica del imperialismo, si bien no del mismo modo en que lo hacía durante los siglos xix y xx. Pero persiste su apetencia por nuevos mercados, territorios y espacios de influencia. Para ello redefine sus percepciones de amenazas, instrumentos de dominación, relaciones de colaboración con aquellos que identifica como aliados, y de confrontación con los que califica de adversarios. Hacia estos aplica fórmulas de guerra no convencional, una dominación de espectro completo que combina el empleo de la fuerza militar y el instrumental mediático. Asigna un importante rol a la cultura en sus planes hegemónicos, con el fin de subvertir con el mayor consenso social posible a sus enemigos o para apuntalar a los aliados.

Una evaluación integral del discurso oficial y de la ejecutoria de la actual Administración con respecto a Nuestra América conduce a una conclusión esencial: la política hegemónica imperial hacia la región sigue anclada sobre los mismos soportes ideológicos, el mismo pragmatismo y desprecio a nuestros pueblos que inspiró su diseño injerencista y sus proyecciones de control y dominación en el siglo xix. Se ajusta, claro está, al cambiante y cambiado escenario global y la nueva dinámica latinoamericana y caribeña.

La región posee una importancia de primer orden para el imperio, si bien su prioridad en la política exterior norteamericana depende de su acomodo ante el tablero estratégico internacional y de coyunturas, en una u otra etapa (Borón, 2014). Los intereses geopolíticos y geoeconómicos permanentes, unidos a la vecindad geográfica y al simbolismo que conlleva la convivencia en un área tan cercana, se resumen en el reconocimiento de que «tres consideraciones siempre han determinado la política de los Estados Unidos hacia América Latina: primero, la presión de la política doméstica norteamericana; segundo, la promoción del bienestar económico de los Estados Unidos; y tercero, la protección de la seguridad estadounidense» (Schoultz, 1998, p. 17). Esta mirada se aplica hoy a la Administración Trump.

Con respecto a los retos geopolíticos y geoeconómicos globales que plantean potencias como China y Rusia, la política norteamericana ha introducido, con Trump, reajustes que implican desde consideraciones que han llevado a decisiones como las del Tratado Transpacífico (TPP), hasta los calificativos con que se les identifica como enemigos en la Estrategia de Seguridad Nacional, al priorizarse su enfrentamiento.

La política exterior de Trump debe comprenderse como un intento de la potencia imperialista de frenar su crisis hegemónica y su lenta caída económica, comercial y financiera, para lo cual radicaliza el discurso y sus acciones internas y externas, así reafirma la necesidad de profundizar en América Latina y el Caribe el enfrentamiento a las políticas nacionalistas y antimperialistas de aquellos países que defienden el control estratégico de los recursos naturales, la defensa de la soberanía nacional, el desarrollo independiente y los esfuerzos por la unidad e integración de los pueblos y gobiernos de la región (Paz Rada, 2017).

En síntesis, en los Estados Unidos por encima de la figura presidencial, el equipo de gobierno y del partido que ocupe la Casa Blanca, la naturaleza del sistema, los imperativos del Estado (o expresado de otro modo, la lógica del imperialismo) determinan el rumbo de la nación. Por eso es que puede afirmarse que Obama y Trump solo han ocupado la presidencia.

Sin desconocer el papel de la personalidad individual en ese ejercicio, debe atenderse además a otro hecho: con discursos, proyecciones ideológicas y afiliaciones partidistas diferentes, envueltos ambos en no pocas contradicciones, con distancias entre sus dichos y sus hechos, los dos han estado atrapados, como otros presidentes anteriores, en una red de relaciones de poder, entre intereses, presiones, compromisos, concesiones, que condicionan sus desempeños. Esta puntualización es relevante para no perder de vista que, más allá de Trump, el enemigo principal es el sistema imperial y fundamentalmente sus núcleos de poder económicos, financieros, militares e ideológicos en los Estados Unidos (Hernández, 2018).

4. CORRELACIÓN DE FUERZAS POLÍTICAS EN AMÉRICA LATINA

En política, los hechos son los que dicen la última palabra. En este campo sobran los elementos que indican que los Estados Unidos y sus aliados en la región aprendieron rápido y bien, tanto de los éxitos como de las inexperiencias, las fallas, las omisiones y los errores de los sectores de izquierda y progresistas que accedieron al gobierno por la vía electoral, entre 1998 y 2014. Es clave analizar y entender cómo lograron revertir experiencias de gobierno que parecían sólidas, mediante la aplicación de un variado mosaico de acciones: desde los clásicos métodos de mentir, cooptar y dividir, hasta lo más novedosos, basados en la utilización competente de las nuevas tecnologías de la comunicación y otros recursos de la guerra cultural. La efectividad de ese modus operandi tiene que ver con la propia naturaleza de las experiencias aludidas.

Las izquierdas empezaron a acceder al gobierno por elección popular en varios de los países más emblemáticos de la región; que eso ocurre sin resultar de revoluciones sociales, y sin que las propuestas políticas y programáticas de las izquierdas hubieran tenido tiempo y ocasión para reformularse a la luz de sus pasados y recientes experiencias, ni de las necesidades y opciones de nuestros pueblos en estos nuevos tiempos. (Castro, 2012, p. 2)

La dinámica de la correlación de fuerzas políticas en América Latina está marcada hoy, entre otros, por dos procesos de carácter contradictorios: la derecha hemisférica actúa con fines manipuladores, mediante la creciente orientación de sus acciones de influencia hacia las bases sociales más populares; mientras que sectores de izquierda luchan por ser reconocidos por el sistema institucional burgués, con el objetivo de entrar al juego electoral o de continuar en él; todo ello con el fin de alcanzar el poder ejecutivo en cada uno de los países donde desarrollan su acción política.

El primer proceso forma parte de una tendencia que se tornó muy clara y llamativa en Venezuela durante el año 2014. En esta ocasión, uno de los dirigentes antichavistas admitió públicamente que la oposición venezolana se había dado cuenta que era necesario cambiar la forma de hacer política, que había que hacerla en las calles. Esta tesis ya estaba en boga entre dirigentes opositores desde 2006, pero los Estados Unidos, bajo W. Bush, no la favorecían en esa época.

En 2014 el cuadro era otro. El gobierno norteamericano, con Obama, compartía la idea. En consecuencia, todos los partidos de las fuerzas de oposición política al gobierno bolivariano comenzaron a hablar de lucha social, de trabajo con las bases. Fue el año en el que trataron de apelar a los consejos comunales, para supuestamente buscar una alternativa al «régimen de Maduro».

Este curso de acción de la derecha proimperial -aquí ilustrado con el caso venezolano- responde a asesorías hoy conocidas de factura estadounidense, por instituciones como la Fundación para la Democracia (NED), la Agencia Internacional para el Desarrollo de los Estados Unidos (USAID), el Centro Internacional de la Empresa Privada (CIPE), entre otras, que como parte de las políticas «inteligentes» de Obama diversifican su foco y modo de acción, y continúan con los correspondientes ajustes tácticos en el gobierno de Trump. En todos los países de la región se desarrollan planes de acción con ajuste a sus respectivas condiciones políticas y socioculturales locales.

A lo largo del siglo xxi, la asesoría de los Estados Unidos ha impactado de forma directa y creciente en los modos de accionar de la derecha latinoamericana y hemisférica, que se manifiestan a nivel regional, nacional y territorial (Vázquez, 2018).

La destitución de Lugo en Paraguay y Dilma en Brasil mediante golpes de Estado de nueva factura o blandos; los resultados electorales del 2015 en Argentina; la tendencia a la pérdida de espacios territoriales en El Salvador, reflejado en las elecciones municipales de 2015 y 2018; la elección de Piñera en Chile; los resultados en las elecciones en Costa Rica; la acción de aislamiento diplomático contra la Revolución bolivariana por el Grupo de Lima y la exclusión de Venezuela de la Cumbre de las Américas de 2018, constituyen no solo algunos de los resultados del desprecio de los Estados Unidos por América Latina, sino que indican su decisión de revertir todo lo que apunte a promover un nacionalismo patriótico, una revolución o el socialismo.

Como parte de la guerra de posiciones que tiene lugar en la región, la disputa cultural y de sentidos constituye un elemento transversal de los diferentes espacios o frentes desde los que se lucha por el sometimiento de los gobiernos de la región, las bases sociales y de su movilización, así como por el control de los estados de opinión (Vázquez, 2018).

Desde este punto de vista, el fenómeno del cambio cultural que ocurrió en los países latinoamericanos a lo largo de los últimos quince años y que modificó en gran medida el entramado de valores, actitudes y creencias de las clases y capas populares, se explica en un alto grado por el hábil manejo manipulador de los códigos culturales, lo cual logró, en no pocos casos, reformular el discurso contrahegemónico de la izquierda para oponerlo a ella misma.

Esta realidad ha colocado a la izquierda continental ante uno de sus más importantes retos: prepararse para dar la batalla contra los restauradores del neoliberalismo en el terreno de las ideas y la cultura. En estos años quedó perfectamente claro que no basta con incorporar al mercado a millones de nuevos consumidores, como acto innegable de justicia con los que antes no podían serlo por las estructuras de explotación vigentes, sino que lo esencial es incorporar a los procesos de cambio, como actores organizados y conscientes, a esos consumidores pero con conciencia de ciudadanos.

Para los estrategas de la restauración contrarrevolucionaria es esencial que en las fuerzas de izquierda, y en sus bases sociales, se generalice la sensación de temor y se imponga la idea fatalista de que «no hay nada que hacer», salvo prepararse para que el neoliberalismo vuelva a reinar a su antojo. Este criterio se ha asumido de modo derrotista por algunos intelectuales latinoamericanos (Zibechi, 2015).

En tal contexto, todo análisis, académico o político que produzca el campo revolucionario, debe desmontar las visiones funcionales al fatalismo que el imperialismo y la derecha necesitan imponer (Arkonada, 2015). Es imperioso demostrar a través del análisis y la investigación que la correlación de fuerzas en política es tan inestable, tan estable o tan dinámica como sean capaces de serlo los actores políticos ubicados en las antípodas de la confrontación de intereses y proyectos en disputa. Que quede claro: ningún escenario político es inmutable frente a la decisión de luchar de una de las partes.

5. ACCIÓN E IMPACTO DE LA POLÍTICA LATINOAMERICANA DE LOS ESTADOS UNIDOS

En el mapa geopolítico global, América Latina y el Caribe constituyen un eslabón gravitante para el funcionamiento del capitalismo mundial, situación que exige ejercer dominio territorial y control político respectivamente. Desde esta perspectiva, el anclaje imperial latinoamericano -frente a sus adversarios circunstanciales- es clave para preservar rutas comerciales, controlar mares y disponer de reservas estratégicas en materia de recursos naturales. Así, el dominio sobre América Latina es una expresión unívoca del poder imperial que no admite disputa ni competencia a despecho de quienes creen que la región es geopolíticamente irrelevante (Quintana, 2018).

Cuando se examina de conjunto la política latinoamericana de los Estados Unidos durante el período transcurrido desde comienzos del presente siglo hasta hoy, evidencia más continuidades que cambios, a pesar de que en ocasiones las apariencias de determinada retórica demagógica, declaraciones grandilocuentes, pomposas o espectaculares, parezcan indicar antinomias entre liberales y conservadores, rupturas o cambios esenciales entre demócratas y republicanos o entre liderazgos personales. En el fondo, opera la razón de Estado, la lógica del imperialismo.

En la actualidad, el esquema de subversión ideológica que promueve el imperialismo en América Latina, como parte del modelo de dominación de espectro completo, es congruente con el que aplica en Cuba. El discurso contrarrevolucionario utilizado en Venezuela y en Nicaragua pretende actualmente, como en Cuba, desarticular la unidad ideológica entre el pueblo y el liderazgo, en circunstancias en que la ofensiva contra el socialismo se escuda en consideraciones reformistas, socialdemócratas, que apelan a una flexibilización de su relación antinómica e incompatible con el capitalismo, basada en una alternativa centrista, que logra confundir, dividir, sembrar la duda y el desencanto con respecto a la viabilidad del socialismo.

Las codificaciones ideológicas actuales de la política latinoamericana de los Estados Unidos impulsan formulaciones como esas, por lo cual resulta más preciso calificarlas como parte de una ofensiva contrarrevolucionaria, en lugar de considerarla como expresivas de una restauración conservadora (Regalado, 2018). En su conjunto, procuran mayor funcionalidad en los siguientes propósitos, que guían la restructuración del proyecto de dominación continental:

  • Evitar el acceso al gobierno y al poder de las fuerzas revolucionarias.

  • Conseguir su asimilación o cooptación por el sistema en aquellos casos en que lo anterior no se logre.

  • Desalojar o expulsar a estas fuerzas de los gobiernos mediante la aplicación de un variado menú de opciones, en los que no se descarta la variante de la fuerza militar.

La piedra angular de ese proyecto radica en la percepción de que los procesos revolucionarios, emancipadores y antimperialistas se desmoronan y que llegó la hora de su aniquilamiento físico y simbólico, para destruir cualquier intento, manifestación, y sobre todo, logros y perspectivas de todo poder que cuente con una base popular, respaldo masivo y vocación emancipadora -aunque no sea fruto de una ruptura revolucionaria radical- comprometido con la soberanía, la independencia y el antimperialismo.

El imperialismo hoy no está dispuesto a aceptar la revolución. Tampoco las reformas. No conoce límites. Por eso, es imprescindible entender sus características como sujeto dominante y hegemónico, para el que hoy no hay término frente a sus apetitos de poder (Quintana, 2019).

Sería casi imposible seguir en el análisis cada detalle, cada paso, en la articulación del discurso y el decurso de la política norteamericana hacia Nuestra América del gobierno de Trump. Por un lado, la prolífera retórica discursiva, no pocas veces contradictoria, que caracteriza a la figura presidencial, dificulta precisar la lógica, el hilo conductor, la línea maestra, de la política hacia la región. Es usual que Trump formule promesas o afirmaciones que luego abandona o reconsidera, o que entran en contradicciones puntuales con las de determinadas figuras relevantes en su gobierno. Por otro, ha sido frecuente la inestabilidad de los funcionarios que asumen responsabilidades ejecutivas en las instancias principales vinculadas al quehacer internacional, diplomático, militar -en los Departamentos de Estado y Defensa, la Seguridad Nacional, las Naciones Unidas, el Comando Sur- que han sido relevados de sus cargos (John Kelly, James Mattis, Rex Tillerson, H. R. McMaster, Kurt Kidd, Nikki Hale), de manera que seguirle la pista a esos quehaceres a partir de las declaraciones que ellos emitían, o que emiten quienes les sustituyeron, tiene una utilidad relativa.

Ante casos específicos, como los de Venezuela y Cuba, las constantes menciones en el discurso gubernamental oficial, los medios de prensa y trabajos académicos, que anuncian o recomiendan nuevos pasos que luego se dilatan, posponen o modifican, introducen dificultades adicionales en los esfuerzos por visualizar el curso concreto de la injerencista política norteamericana. En determinadas ocasiones, el tratamiento de México se ha correspondido con una caracterización semejante. Y no es extraño, de otra parte, que de repente se toman decisiones repentinas o se acometen acciones que escapan a la lógica que venía percibiéndose; parece que la política no es coherente, que no responde a un diseño estratégico, sino que más bien es rehén de las coyunturas que se enfrentan o del voluntarismo presidencial.

CONSIDERACIONES FINALES

Desde luego que es imprescindible atender a todos esos referentes para comprender, diagnosticar y pronosticar la acción e impacto de la política latinoamericana de los Estados Unidos. Se impone mirar con objetividad más allá del comportamiento imperial episódico y puntual, hacia el sistema político y económico de ese país, en su conjunto y desde el movimiento dialéctico. En este sentido, los personajes que mueven la política norteamericana, y que se mueven dentro de ella, son los sujetos de un proceso histórico objetivo. La subjetividad que entrañan sus acciones es fundamental. Ella, sin embargo, se despliega en un contexto concreto, bajo múltiples determinaciones y condicionamientos inherentes al sistema y su lógica, que trascienden la voluntad individual

Comprender a los Estados Unidos y su patrón de dominación no es un ejercicio sencillo. Además de la constante actualización informativa, es imprescindible el auxilio teórico, para lo cual la concepción materialista de la historia, la teoría marxista-leninista del imperialismo, los aportes gramscianos sobre la dominación y la hegemonía, los desarrollos recientes del pensamiento crítico contemporáneo, son referentes fructíferos.

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Recibido: 29 de Noviembre de 2019; : de ; Aprobado: 18 de Diciembre de 2019

*Autor para la correspondencia. juraquita7@gmail.com

Declaración de conflicto de intereses

El autor declara que no existe conflicto de intereses

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