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Universidad de La Habana

versión On-line ISSN 0253-9276

UH  no.294 La Habana mayo.-ago. 2022  Epub 01-Jun-2022

 

Artículo original

Capitalismo del conocimiento. Transición y contradicciones políticas en los Estados Unidos del siglo xxi

Knowledge capitalism, transition and political contradiction in 21st-century United States

0000-0003-4305-1097Ernesto Domínguez López1 

1Universidad de La Habana, Centro de Estudios Hemisféricos y Sobre Estados Unidos (CEHSEU). La Habana, Cuba.

RESUMEN

Análisis de las principales transformaciones estructurales acumuladas desde finales del siglo xx y de la crisis desarrollada en el siglo xxi en Estados Unidos. Como resultado, se establece que la crisis se corresponde con la ocurrencia de una transición entre coyunturas históricas, como parte de la conformación y evolución del capitalismo del conocimiento en ese país y el sistema-mundo, inclusive, del despliegue de una división internacional del trabajo que desplaza a la industria manufacturera a las periferias y concentra las industrias del conocimiento como procesos centrales, con vastos cambios en las estructuras sociales y económicas. Las contradicciones y la crisis políticas, en primer lugar, la intensificación de la polarización y el auge del populismo, se interpretan como componentes del proceso de cambio en la estructura política.

Palabras-clave: Estados Unidos; transición; capitalismo del conocimiento; crisis; populismo; polarización política.

ABSTRACT

The article proposes a study of the core structural transformations accumulated in United States between the last third of the 20th century and the crisis of early 21st century. It establishes that the latter corresponds to a transition between historical junctures, as part of the formation and evolution of knowledge capitalism in that country and the world-system. This includes the unfolding of an international division of labor and value chains that relocates manufacturing industries to peripheries and concentrates knowledge industries as central processes, with vast changes in social and economic structures. Contradictions and political crises, in particular the intensification of polarization and the upsurge of populism, are interpreted as components on the transformation of the political structure within the general transition.

Key words: United States, transition; knowledge capitalism; crisis; populism; political polarization.

Introducción

La historia del capitalismo ha estado influida primariamente por las dinámicas de los centros de poder, que generan configuraciones clave para la estructura del sistema-mundo moderno. Cada macroetapa (era) está marcada por un modelo dominante de organización de la producción de la realidad social, típicamente identificada a través del tipo de actividad económica central en la estructuración del sistema en su conjunto. Capitalismo mercantil y capitalismo industrial son generalmente aceptados -con algunas excepciones-, así como las etapas transicionales entre ellos, y entre el feudalismo y el capitalismo.

Las primeras décadas del siglo xxi fueron escenario de procesos de amplia repercusión, tanto en términos espaciales como estructurales. Entre ellos se cuentan la guerra global contra el terrorismo lanzada por la administración de George W. Bush (Bush 43) en Estados Unidos, la recesión económica iniciada en 2007 y más recientemente la pandemia de COVID-19. A ello hay que agregar la creciente crisis ambiental, enlazada directamente con el problema de la matriz energética, las crisis políticas observadas por todo el planeta y los cambios en la correlación de fuerzas en el sistema internacional.

Dentro de esos marcos, resulta de interés explorar las transformaciones y crisis experimentadas por Estados Unidos, potencia hegemónica durante décadas, cuya evolución reciente está signada por profundas crisis y conflictos internos e internacionales. El objetivo de la discusión que sigue es determinar si el periodo señalado se corresponde con una transición histórica y precisar el alcance de esa transición. Como objetivos secundarios, se pretende identificar las principales transformaciones estructurales acumuladas desde finales del siglo xx, explicar el carácter y papel de la crisis global y evaluar la naturaleza y función de los principales procesos y conflictos políticos observados en ese escenario.

En el estudio se aplica un enfoque evolucionista de la historia. Según este, la evolución de los complexus culturales se produce mediante su adaptación a las condiciones cambiantes creadas por el medio y por mutaciones internas del sistema, un proceso que ocurre en varios niveles y ritmos, en los que estructuras y modelos organizacionales permanecen mientras son capaces de reproducir el sistema, para ser sustituidos por neoformaciones cuando agotan esa capacidad. Esos periodos de cambio en los principios organizacionales de distinto nivel (entre coyunturas, eras y modos de producción) son las transiciones, que pueden ocurrir como reformas o como revoluciones, según la profundidad, naturaleza y ritmo del cambio (Domínguez López, 2020).

Transformaciones estructurales y capitalismo del conocimiento

Entre finales de los años sesenta y comienzos de los setenta del siglo xx, varios autores, en particular, los sociólogos Alain Touraine (1971[1969]), Daniel Bell (1999[1973]) e Iván Illich (1975[1973]), avanzaron la idea de la decadencia de la sociedad industrial y la emergencia de lo que denominaron sociedad posindustrial. Sus trabajos convergen en dos componentes fundamentales: una transformación económica marcada por la transición de la industria manufacturera a los servicios como principal contribuyente al crecimiento económico, nucleada en torno a estructuras para la producción y explotación de conocimientos; y, un cambio en la jerarquía social, con ascenso de los estratos profesionales.

La denominación es insuficiente: el calificativo posindustrial es negativo, expresa lo que ya no es, sin permitir identificar la esencia de lo emergente, además de ignorar la naturaleza del modo de producción dentro del que se produce esa transformación. Por ello, propongo la nomenclatura capitalismo del conocimiento. A las dimensiones apuntadas propongo agregar dos, que siguen naturalmente de la aplicación de un enfoque sistémico: la transformación del marco político-institucional para proteger el control de las élites sobre las industrias clave de acuerdo a la economía política del capitalismo del conocimiento; y, una redistribución geográfica de los procesos económicos a escala global, en los que la producción de conocimiento y la provisión de servicios de alto contenido en conocimiento se concentran en los centros de poder y la manufactura se desplaza hacia regiones semiperiféricas.

Un proceso de este alcance no puede ser explicado en detalle en el limitado espacio de este trabajo. En las páginas que siguen presento parte de la evidencia que demuestra la ocurrencia de las transformaciones fundamentales que lo componen. La interdependencia y complejidad de los fenómenos involucrados obliga a tratarlos de forma combinada.

En 1969, Peter Drucker afirmó que la estructura económica estadounidense había cambiado de la producción y distribución de bienes a la producción y distribución de conocimiento, se estaba transformando en una economía del conocimiento. Apuntó que, hacia 1955, las industrias del conocimiento contribuían con la cuarta parte del producto nacional bruto del país, mientras que para 1965 alcanzaba un tercio (Drucker, 1969: 247-268). A la altura de 2007, la manufactura aportaba solo el 12,8 % del producto interno bruto (PIB) del país, para descender hasta el 12,0 % en 2015 (Bureau of Economic Analysis, 2017). Por su parte, la producción de conocimiento y los servicios con alto contenido en conocimiento aportaban el 57 % del PIB en 2007 y, del resto, el grueso correspondía a servicios tradicionales (Bureau of Economic Analysis, 2017). Es evidente que esta no era una economía industrial, sino una economía del conocimiento.

Clave en el proceso fue la deslocalización industrial, es decir, el desplazamiento de la producción manufacturera a territorios periféricos, en busca de ventajas fiscales, fuerza de trabajo más barata y, en general, menores costos, por medio del offshoring y el outsourcing. Estos cambios llevaron a la aparición de las maquilas en América Latina y la industrialización de países como Corea del Sur, Taiwán, Thailandia, Malasia, Singapur y China, cada uno de ellos con condiciones diferentes, distintos grados de participación del Estado y diversos niveles de desarrollo. La masa mayor de esa producción se destinó al mercado estadounidense.

Las instituciones científicas y educativas se convirtieron en parte integral de una red que produce valor económico directamente, lo cual cambia a su vez las percepciones de los actores políticos y condiciona la evolución de las instituciones (Viale y Etzkowitz, 2010). Como resultado, el conocimiento se convirtió en mercancía, como bien de capital y bien o servicio de consumo, lo cual lo convirtió en algo tan fundamental como los recursos naturales (Johnsen, 2014).

Un ejemplo de la transformación, con importantes implicaciones sociales, son los servicios de salud, considerados una industria. En 1960-2018, su participación en el PIB pasó del 5,01 % a 17,73 %. A diferencia del resto del mundo «desarrollado», los servicios de salud en Estados Unidos son financiados por un conjunto incoherente de aseguradores privados y programas federales, estaduales y locales, dirigidos a proveedores diversos e integrados en múltiples redes, en gran medida inconexas, que pasaron de proveer el 27,55 % de los gastos en salud, al 74,78 % en 2018 (National Health Expenditure Accounts). O sea, el crecimiento del sector de la salud vino acompañado por un cambio en la estructura interna que lo convirtió en una industria controlada por las aseguradoras privadas y grandes cadenas de hospitales (Gordon 2016: 481-483).

Este desarrollo fue acompañado por la política de desregulación y reducción de impuestos a corporaciones y personas de altos ingresos, implementada sostenidamente a partir de los años ochenta. La presidencia de Ronald Reagan marcó un hito en ese proceso, con su Reaganomics, que supuestamente liberaría las capacidades creativas y productivas de toda restricción y la riqueza generada de esa manera fluiría desde la cima hacia abajo -la hipótesis del trickle down-. También promovió la desregulación del mercado laboral y el quebrantamiento de los sindicatos (Komlos, 2019).

Paralelamente, las décadas más recientes han visto un considerable trabajo legislativo orientado a garantizar el control sobre los derechos de propiedad intelectual por parte de empresas e individuos, mediante protecciones contra las reproducciones independientes (United States Copyright Office, 2021). Esto es particularmente importante, pues es expresión directa de la importancia del conocimiento en la nueva era del capitalismo.

En 1999, la Ley de Modernización de los Servicios Financieros derogó la Ley Glass-Steagall, de 1933. Eliminó en la práctica las restricciones remanentes al funcionamiento de la banca y permitió la fusión de los bancos comerciales con los bancos de inversiones, lo cual transformó a los primeros en proveedores de activos para la especulación, mediante la titularización de las deudas de sus clientes. El resultado fue la financiarización extrema de la economía. En 2008, el total de activos financieros en Estados Unidos equivalía al 442 % de su PIB por su valor monetario (Vasapollo y Arriola, 2010: 144). Una gran parte de ello se produjo como resultado de la aplicación de formas sofisticadas de «ingeniería financiera» para crear derivados complejos, que atrajeron la atención de múltiples inversores (Cousseran y Rahmouni, 2005; Benkert, 2004).

Esos mercados son relevantes en tanto son fuente de financiamiento para el funcionamiento de las empresas y el Estado, a partir de la comercialización de bonos, acciones y otros activos o de la participación en la comercialización de derivados. Grandes masas de capital generadas por países con superávit fueron absorbidas por el doble déficit estadounidense (comercial y presupuestario( a través de esos mercados y contribuyeron al continuo incremento de los créditos al consumo, el deterioro del ahorro nacional y el apalancamiento (Varoufakis, 2011: 90-145).

Una de las consecuencias fue la aceleración de la circulación de capitales, la sobreacumulación en algunos bancos, la búsqueda de formas nuevas y más expeditas de poner fondos en circulación y el crecimiento de la especulación. El efecto más claro fue la formación de burbujas en diversos sectores, estimuladas por la gran disponibilidad de créditos al consumo mediante hipotecas, tarjetas de crédito y otros mecanismos que, a su vez, hicieron crecer los precios, con ofertas que se supusieron al alcance de todos por la magia de los instrumentos financieros.

Lo que observamos es la implementación de una nueva división internacional del trabajo, con la distribución espacial de los procesos productivos siguiendo las líneas de las ventajas competitivas de una u otra región, las facilidades para el funcionamiento de las empresas, el grado de concentración de la demanda o de la fuerza de trabajo y las capacidades de generación de conocimiento, todo ello conectado a una economía financiera altamente especulativa y en expansión. La generación de valor se puede producir encadenando procesos específicos localizados en regiones y países distintos, con el consumo final situado en otros países y regiones y con instrumentos financieros que incrementan y distribuyen globalmente el riesgo.

La desindustrialización relativa en Estados Unidos se complementó con la automatización de la manufactura remanente. Gran parte de los obreros de las cadenas de producción masiva del modelo fordista-taylorista perdieron su lugar. A su vez, los fondos de pensiones privados se convirtieron en inversores institucionales expuestos a la volatilidad de los mercados financieros. Esto significa la transformación del mercado laboral, con la creación de espacios para nuevos sectores y la decadencia de otros, y la limitación y vulnerabilidad de las redes de seguridad para los trabajadores (Domínguez López y Barrera Rodríguez, 2018: 146-155).

La consecuencia fue la fractura de ese mercado, con la contracción de la oferta para segmentos intermedios, ocupados en la posguerra por obreros industriales y trabajadores de servicios tradicionales. Tan solo entre 1993 y 2010, los empleos en ese segmento se redujeron en seis puntos porcentuales, mientras la banda superior (con alta calificación) y la franja inferior (baja calificación) aumentaron en tres puntos cada una (Autor y Dorn, 2013).

Todavía se debe añadir otro factor: la transformación del modelo corporativo. Las empresas y conglomerados «clásicos», fruto de la integración vertical y la economía de escala, modificaron su naturaleza con el despliegue del outsourcing. En muchos casos abandonaron la producción directa de bienes y pasaron a ocuparse del diseño y el marketing, mientras subcontratan la producción; en otros casos se subcontratan servicios laborales a autoempleados y empresas especializadas. Esto significa la pérdida de empleos seguros, beneficios sociales, deterioro de la negociación colectiva y el subsecuente estancamiento o reducción de los salarios reales. Ejemplos relevantes de esta llamada «economía colaborativa» son empresas como Uber, Amazon y AirBnB. Todo esto ha llevado a plantear la desaparición de la corporación típica, sustituida por otros modelos con métodos «flexibles» de empleo y operación (Davis, 2016).

Una de las consecuencias directas de esas transformaciones ha sido el crecimiento sostenido de la desigualdad, como resultado de la transformación del mercado laboral y el debilitamiento de los mecanismos de redistribución. En 1929, el 1 % de superior de la escala social absorbió el 21,24 % de los ingresos, el decil superior obtuvo el 46,36 %, los deciles del 5 al 9 -interpretado aproximadamente como clase media- se quedaron con el 39,41 %, mientras la mitad inferior solo alcanzó el 13,91 %. La crisis, el New Deal y las políticas de posguerra, cambiaron es panorama. En 1976, la distribución fue, respectivamente, 10,22 %; 33,76 %; 45,69 % y 20,55 %. A partir de entonces la tendencia se revirtió. En 2019 esos valores fueron, respectivamente, 18,72 %; 45,35 %; 41,14 % y 13,52 %. Es decir, se acercaron a los niveles de los años veinte del siglo pasado, con la mitad inferior quedando incluso un poco por debajo de su posición en 1929. En términos de riqueza, la diferencia es aún mayor: el 50 % inferior típicamente acumula entre 0 y el 5 % del total (Piketty, 2014), mientras que el centil superior pasó de 48,24 % en 1929, a 22,30 % en 1976 y a 34,87 % en 2019 (World Inequality Database). Aquí no están incluidos ingresos adicionales obtenidos en el extranjero y no repatriados, ni la evasión fiscal, que incrementarían la brecha notablemente.

La diferencia de ingresos no es solo función de la disponibilidad o no de empleo u otras fuentes de ingreso, sino de la calidad de estos. Esta se comenzó a medir en 1990, a través del índice de calidad del empleo en el sector privado (JQI), indicador introducido en 1990. Este se calcula con información sobre empleos productivos -no de supervisión- en 180 grupos de industrias en los 20 macrosectores de la clasificación del Buró de Estadísticas del Trabajo (BLS). Expresa la razón entre empleos de alta calidad (ingresos semanales por encima del parámetro de calidad para cada industria) y de baja calidad (por debajo del parámetro). Los parámetros se definen a partir del promedio de salarios y compensaciones semanales en el total de industrias, ponderado por el número de empleos en cada industria. Porcentajes por debajo de 100 indican una mayor concentración de empleos de baja calidad en las industrias, porcentajes por encima de 100 representan concentraciones de empleos de alta calidad. La tendencia fue a una caída sostenida del JQI 2020 (82 %) con respecto a 1990 (94 %) (Cornell Law School, 2020).

La desigualdad es un fenómeno complejo que no puedo abordar a profundidad aquí. Entre otras cosas, la identificación de los macrosujetos sociales debe combinar diversos factores, pues además del componente clasista, hay que considerar los fenómenos etno-raciales, las identidades religiosas, el género y otros con larga historia o de más reciente visibilización. Esa segmentación y el crecimiento de la desigualdad implican que las percepciones y los impactos de los procesos sobre los grupos pueden diferir considerablemente, y consecuentemente las preferencias políticas y comportamientos divergen también. Ello en medio de cambios estructurales como los descritos anteriormente, que modificaron de manera significativa los equilibrios aparentes de la posguerra.

La crisis

Los orígenes inmediatos de la recesión de 2007-2009 son muy conocidos, especialmente el estallido de la burbuja inmobiliaria en 2007, con la consecuente reacción en cadena que provocó la caída del edificio especulativo construido a partir de la financiarización. También desempeñó un papel importante el vasto conjunto de operaciones no controladas, fraudes y formas diversas de corrupción dentro del sistema, facilitado por la actuación de las empresas calificadoras de riesgos (Standard & Poors, Moody’s(. Estas entidades cumplen la función de evaluar el riesgo que implica la adquisición de bonos y otros títulos. Se suponen imparciales y objetivas, pero como instituciones for profit reciben pagos de las empresas que evalúan, lo cual es, sin dudas, un condicionamiento muy fuerte para su trabajo.

Los indicadores económicos muestran la considerable caída de la actividad económica en ese bienio 2007-2009, pero también un posterior regreso al crecimiento durante la administración Obama. Técnicamente se trata del mayor periodo de crecimiento continuo del PIB en la historia de Estados Unidos, interrumpido por el impacto de la pandemia de COVID-19. Sin embargo, el tema es más complejo. Las fluctuaciones en la tasa de crecimiento, particularmente cuando se observa el PIB real (a precios fijos), nos muestran que la recuperación no fue un proceso estable (Bureau of Economic Analysis, 2021c). Otro indicador clave es el desempleo. El porcentaje de desempleados creció rápidamente hasta alcanzar un máximo en 2009. Después las cifras descendieron, pero lentamente, y solo alcanzaron los niveles precrisis a finales de 2016, para crecer bruscamente en 2020, debido a la pandemia (Bureau of Labor Statistics, 2016; 2021b). El retardo es un indicador del ritmo real de recuperación de la economía, particularmente en lo que se refiere a la recuperación de las fuerzas productivas.

De la cifra de desempleados se excluyen las personas que han dejado de buscar trabajo activamente. Estas se consignan como «fuera de la fuerza laboral», lo cual influye en estos porcentajes, mejorándolos (Bureau of Labor Statistics, 2016). La tasa de participación cayó bajo con la recesión, pero la tendencia a la reducción es de más larga duración. De un 67 % en 2001, bajó lentamente hasta el 66 % en 2007, y luego aceleró su reducción hasta alcanzar el 62,5 % en 2015. La recuperación fue tardía y lenta, sin alcanzar los niveles previos -solo llegó al 63,5 % en 2019( para volver a caer, más bruscamente, a partir del impacto de la COVID-19 (Bureau of Labor Statistics, 2021a). El sistema de indicadores de desempleo-participación en la fuerza de trabajo, en condiciones de reducción de la calidad del empleo, configuran una situación de deterioro sostenido de las condiciones materiales de la población, en la que se combinan tendencias de larga duración con impactos de procesos críticos que los agudizan).

¿Qué representa la recesión de 2007 en la historia del capitalismo estadounidense? Uno de los problemas fundamentales en la organización del sistema emergida de la transición de los años 70 del siglo xx es que introdujo un creciente grado de inestabilidad. Cuando se alcanzó cierto umbral -en este caso, la acumulación de impagos de hipotecas( el colapso parcial fue indetenible. Como resultado de las conexiones entre la economía financiera y la economía «real», la caída en Wall Street implicó la contracción del financiamiento de la producción y el consumo.

Estos fenómenos no fueron resultado de anomalías en el funcionamiento del modelo de acumulación dominante que definió la coyuntura histórica conformada a partir de la transición de los años 70 (Domínguez López, 2016), sino de sus fundamentos. El capitalismo se construye sobre un sistema de contradicciones que configuran sus peculiaridades y condicionan las variantes que son posibles en distintos escenarios y periodos. La crisis visibilizada por la recesión de 2007-2009 fue el resultado de la incapacidad del modelo de acumulación vigente para sostener la reproducción del sistema, gestionar las contradicciones y responder a las demandas emergidas en el proceso desde dentro y fuera de los complexus culturales. Por tanto, se trata de una crisis estructural que abrió espacio para una transformación cualitativa (Domínguez López y Barrera Rodríguez, 2018: 145-176).

Este criterio se refuerza si se consideran otras dimensiones. Uno de los rasgos que definió la sociedad estadounidense, particularmente durante la posguerra, fue el crecimiento de la clase media, que integró una gran masa de trabajadores industriales y otros empleados de las grandes corporaciones, con salarios relativamente elevados y seguros, acceso a la educación, muchos de ellos propietarios de viviendas, con prestaciones sociales garantizadas por el empleo y acceso a los nuevos productos destinados al ocio y la mejora de la vida cotidiana (equipos electrodomésticos y automóviles, por ejemplo). La clase media se convirtió en la principal consumidora de la producción en masa y durante ese periodo la desigualdad se redujo a su mínimo histórico en ese país, aunque la desigualdad entre «razas» se mantuvo (Gordon, 2016: 329-531). Las transformaciones descritas de forma sintética en el epígrafe inicial tuvieron como consecuencia la decadencia efectiva de la clase media, la reducción de la movilidad vertical y la pérdida de capacidad de consumo y estatus social (Temin, 2017).

La más importante de las huellas de la crisis en este ámbito fue la creciente demanda de la población por políticas públicas orientadas a la recuperación de estatus, si bien el tipo y signo de las preferencias conformó un espectro fragmentado. La consecuencia más visible de este fenómeno lo encontramos en el crecimiento de la polarización política. Este es un concepto que no ha encontrado consenso en torno a una definición (Domínguez López, 2019a; 2019b). A partir de la revisión de la literatura especializada y los datos de investigación, la entiendo aquí como: proceso de organización del sistema y los procesos políticos, o algunos de sus ámbitos, según polos diferenciados, en torno a los cuales se aglutinan las posiciones y preferencias políticas de los diversos sujetos participantes. Los polos deben diferenciarse, pero eso no implica que deban estar muy distantes o situados en los extremos del espectro -esto último sería un caso límite(. La teoría permite además la existencia de más de dos polos, aunque el caso típico para el escenario estadounidense es la bipolarización (Domínguez López, 2019a). La polarización adopta varias formas. La literatura distingue típicamente tres tipos: polarización de élite, polarización partidista y polarización de masas (Domínguez López, 2019b: 58-62).

Los estudios empíricos han identificado un proceso sostenido de polarización de élites a partir de los años 70, visible en el Congreso, muy estudiado, dada la disponibilidad de datos «duros» sobre votaciones, con el DW-NOMINATE como método más usado. Los estudios muestran que el índice de polarización en el Congreso federal -distancia entre las posiciones normalizadas del republicano medio y el demócrata medio(, utilizado como indicador de la polarización de élites, había ascendido de 0,6 a 0,9 entre 1870 y 1920, para luego descender bruscamente y mantenerse entre 0,4 y 0,5 entre los años 30 y los 70 del siglo xx. A finales de los 70 inició un crecimiento rápido, que lo colocó en torno a 1,1 en 2012 (Moskowitz, Rogowski y Snyder, 2019: 2). La intensificación de la polaridad a nivel de élites es uno de los procesos desarrollados desde la transición de los 70, pero no mostró ninguna variación significativa en el contexto de la crisis de los 2000.

El impacto de la crisis se observa claramente en otra forma de polarización política: la polarización de masas. Este es un indicador mucho más difícil de medir, pues depende de sondeos de opinión, es decir, de datos blandos, y no datos duros, como son considerados los registros de votación que utiliza el DW-NOMINATE. En la figura 1 es visible que la polarización de masas, después de mantenerse en niveles bajos durante por lo menos una década, se intensificó durante la crisis en dos aspectos esenciales: un reforzamiento de la bimodalidad de la distribución de preferencias y un distanciamiento de las medianas de preferencias en cada partido. Esto se traduce en una creciente fractura de los consensos y el crecimiento del potencial de conflicto. La expresión más palpable de la agudización de este fenómeno se pudo observar en el entorno de las elecciones presidenciales de 2020, en la negativa del presidente saliente, Donald Trump, y de decenas de millones de sus partidarios, a aceptar el resultado de la votación. El asalto al Capitolio de Washington el 6 de enero de 2021 es evidencia de la profundidad de la crisis política.

Fuente: Pew Research Center, 2017

Fig. 1 Polarización en la población general. Las líneas verticales indican las medianas de las posiciones de los demócratas (azul) y los republicanos (rojo). 

Otro fenómeno se situó en el centro de atención: la emergencia de un intensificado populismo, con expresiones en distintas zonas del espectro político estadounidense. La prensa ha tratado este tema de manera recurrente durante años, no solo en el país norteamericano, sino como una realidad presente en múltiples escenarios a nivel global. No cabe dudas de la realidad de su existencia ni de la relevancia y visibilidad que ha adquirido. En las primeras décadas del siglo xxi encontramos varios proyectos que compiten o dialogan para tratar de producir una definición y una teoría que permitan explicar las formas populistas existentes en la práctica (Laclau, 2005; Rovira Kaltwasser y otros, 2017). Empero, la literatura especializada parece lejos de un consenso sobre su definición y naturaleza.

Dada esta carencia, y a partir del estudio de la literatura teórica y la investigación empírica, propongo definir el populismo como un fenómeno complejo y real, que actúa como eje y dimensión de procesos políticos, y puede cristalizarse a través de organizaciones, movimientos, bases sociales, plataformas, líderes y políticas públicas. En su forma básica, expresa en diversas dimensiones una oposición vertical esencialmente dicotómica y disruptiva del orden político dentro del que existe. En tanto tal, está conformado por cuatro dimensiones necesarias y suficientes para su existencia: semantización continua de los significantes pueblo y élite, adaptados a estructuras sociales y sistemas de contradicciones específicos; acción política crítica del orden político establecido y que rompe con las instituciones formales e informales que lo articulan; un núcleo ideológico incompleto que dibuja un pueblo perjudicado por las instituciones vigentes y depositario de valores esenciales, opuesto a una élite que se apropia ilegítimamente de los beneficios del orden imperante. Este núcleo se combina necesariamente con otras ideologías para conformar una propuesta completa, cuya naturaleza varía de acuerdo a la combinación específica; un estado de resentimiento en una población relativamente amplia, que se considere perjudicada por el funcionamiento de las instituciones que organizan a la sociedad dada en el momento histórico dado.

Siguiendo esta definición, es posible identificar manifestaciones muy importantes de populismo en Estados Unidos en el contexto de la crisis. Dos formas tempranas y relevantes fueron el Tea Party y el Occupy Wall Street. A pesar de sus notables diferencias -emanadas de los componentes conservadores o progresistas que guiaron su actuación y los segmentos de la sociedad que movilizaron( ambas eran decididamente populistas y emergieron en respuesta a los efectos de la crisis, la pérdida de estabilidad y estatus social y el funcionamiento de las instituciones políticas (Kumkar, 2018, Skocpol y Williamson, 2012).

La continuidad del «momento populista» se observó claramente con el inesperado éxito de Donald Trump y más ampliamente el llamado trumpismo, que en gran medida capitalizó y amplió la movilización iniciada por el Tea Party (Norris e Inglehart, 2019), para así controlar el polo conservador del bimodalismo político. El populismo progresista encontró continuidad en figuras como Bernie Sanders y Alexandra Ocasio-Cortes, y en plataformas como Justice Democrats que, con menos éxito, compitieron por el control del Partido Demócrata e impulsaron cambios en el debate político (Domínguez López y González Delgado, 2020).

Esta intensificación del populismo en Estados Unidos en el contexto de la crisis es consistente con sus antecedentes históricos (Taggart, 2000: 25-45; Kazin, 2017). Más aún, es consistente con estudios que muestran que el populismo emerge o reemerge en situaciones de crisis, fruto del descontento de sectores que se perciben como afectados por el orden social y político (Shils, 1956; Taggart, 2000; Algan y otros, 2019). Es notorio, además, que en las elecciones presidenciales desarrolladas entre 2008 y 2020 fueron electos o tuvieron un peso considerable tres figuras que se presentaron como externas al establishment político y con un discurso de cambio: Barack Obama, Bernie Sanders y Donald Trump. La implicación es clara: se trata de un periodo de crisis política dado por la pérdida de confianza en las figuras e instituciones políticas tradicionales.

Conclusiones

Estados Unidos ha experimentado una transformación estructural, acumulada a lo largo de décadas, a través de dos coyunturas históricas (la posguerra y el periodo entre la década de los setenta del siglo xx y los comienzos del siglo xxi) que, en síntesis, han llevado a la paulatina disgregación del capitalismo industrial en ese país y la emergencia de una nueva era. Esos profundos cambios se expresan en todas las dimensiones del complexus cultural, con la formación de la economía basada en el conocimiento, el desarrollo de la deslocalización industrial y la automatización, la decadencia de la clase obrera industrial en el país norteño, el crecimiento de la desigualdad y el desarrollo de la polarización política.

La evidencia es consistente con la formación de una nueva era del capitalismo, que autores como Daniel Bell, Iván Illich y Alain Turaine denominaron posindustrial. Esta denominación es limitada, al estar construida desde la negación. El estudio de los principales componentes del cambio desde la perspectiva de los estudios sobre la historia del capitalismo me lleva a proponer el término capitalismo del conocimiento.

En esta era, la producción y comercialización de conocimiento se convierte en núcleo del desarrollo económico, a la vez que factor clave en la organización social y los procesos políticos, con el control sobre los estándares tecnológicos, la información sobre miles de millones de personas naturales y jurídicas, los instrumentos de gestión de información y las plataformas digitales para la comunicación y circulación de contenidos son claves del poder. Ello, acompañado por altos niveles de financiarización, potenciados por la expansión y perfeccionamiento de los medios digitales para la gestión de esos mercados y la comunicación instantánea.

Estos procesos son clave en la reorganización del sistema mundo según una nueva división internacional del trabajo. Parte del cambio radica en la emergencia de nuevas demandas políticas y la insuficiencia de instituciones y modelos anteriores para gestionarlas, y con ello la necesidad de nuevos modelos de funcionamiento.

Las décadas iniciales del siglo xxi y hasta la redacción de estas líneas (agosto de 2021) enmarcan una crisis estructural del capitalismo estadounidense -y global-, que se expresa en todos los ámbitos, como se aprecia a partir de la evidencia combinada de las crisis económica, social y política. Existen otras dimensiones, como las crisis ecológica, energética, demográfica, intelectual, que no se tratan aquí por motivos de espacio. Una crisis de este alcance permite identificar el desarrollo de un periodo de transición, resultado de las mutaciones acumuladas durante décadas, en el que se producen y producirán ajustes estructurales como parte del proceso de adaptación del complexus cultural estadounidense, con vastas ramificaciones en el sistema-mundo.

Los procesos políticos desarrollados en Estados Unidos durante las dos décadas transcurridas desde el comienzo del siglo xxi y hasta el momento de redactar estas líneas, la intensificación de la polarización y el populismo, pueden y deben ser interpretadas dentro de estos marcos. Las políticas públicas, las estrategias de política exterior, las plataformas programáticas conformadas por las administraciones y los actores políticos en ese contexto aparecen como intentos por responder a las demandas emergidas de las mutaciones acumuladas y por ocupar los espacios creados por la transición. Las contradicciones políticas son, por tanto, parte integral de los procesos de cambio concomitantes en esa transición.

En ese contexto, la pandemia de COVID-19 apareció como una fuente adicional de fuertes presiones sobre el complexus cultural estadounidense y el sistema-mundo en general y, como tal, demandó respuestas de distinto tipo. Catalizó procesos en curso, en los ámbitos productivos y sociales, en la capitalización del conocimiento y el balance en el sistema internacional. Pero no es la causa de la crisis, sino un factor de agudización, que impone nuevos imperativos en el proceso de transición, cuyo resultado todavía está por verse.

Referencias bibliográficas

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Recibido: 15 de Enero de 2022; Aprobado: 22 de Febrero de 2022

*Correo electrónico: ernestodl@cehseu.uh.cu

El autor declara que no tiene conflicto de intereses.

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