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Universidad de La Habana

On-line version ISSN 0253-9276

UH  no.294 La Habana May.-Aug. 2022  Epub June 01, 2022

 

Artículo original

El poder. De la Sociedad del Espectáculo a la Sociedad del Conocimiento

The power. From the Entertainment Society to the Knowledge Society

Sunamis Fabelo Concepción1 
http://orcid.org/0000-0002-4752-2688

1Universidad de La Habana, Centro de Investigaciones de Política Internacional (CIPI). La Habana, Cuba.

RESUMEN

El presente artículo propone un acercamiento teórico a algunos de los debates contemporáneos sobre el poder. En ese sentido, parte de un análisis histórico de las principales reflexiones sobre el tema durante la segunda mitad del siglo xx, centrando su atención en la relación entre hegemonía (Gramsci), imperialismo cultural (Schiller) y construcción de consenso como mecanismos centrales en los procesos de producción de poder. Especial énfasis se pone en el enfoque del tema desde el contexto de las relaciones internacionales. Para ello, se profundiza en los teóricos Joseph Nye y Robert Keohane, así como en los desafíos que plantea el tema en la sociedad del conocimiento. Estados Unidos es utilizado como caso de estudio.

Palabras clave: poder; Estados Unidos; hegemonía; Sociedad del Conocimiento; Donald Trump.

ABSTRACT

This article proposes a theoretical approach to some of the contemporary debates on power. In this sense, it starts with a historical analysis of the main reflections on the subject during the second half of the 20th century, focusing on the relationship between hegemony (Gramsci), cultural imperialism (Schiller) and consensus building as central mechanisms in the processes of power production. Special emphasis is placed on the approach to the subject from the context of international relations. To this end, the theorists Joseph Nye and Robert Keohane are examined in depth, as well as the challenges posed by the subject in the knowledge society. The United States is used as a case study.

Keywords: power; United States; hegemony; Knowledge Society; Donald Trump.

Introducción

«El espectáculo es el mal sueño de la sociedad moderna encadenada, que no expresa en última instancia más que su deseo de dormir. El espectáculo vela ese sueño.»

Guy Debord. La sociedad del espectáculo (1968)

El poder es un concepto ampliamente abordado por diversas ciencias sociales y desde distintas perspectivas a través de la historia. Los pensadores del siglo xx tuvieron una amplia producción intelectual al respecto, desde la filosofía, la política, la cultura, la historia, la psicología, la economía, entre muchas otras disciplinas que irían surgiendo y que tenían como centro la construcción de consensos. Antonio Gramsci, Guy Debord, Herbert Schiller, Michael Foucault son referentes esenciales en ese sentido.

Al reflexionar sobre el poder en la sociedad capitalista contemporánea, sus características y efecto, muchos de sus principales exponentes coincidieron de una forma u otra en la necesidad de abordarlo a partir de entender los elementos que conforman la esencia de la racionalidad de la sociedad capitalista moderna y destacar sus efectos sobre los procesos de conformación de la subjetividad de las personas, como primer paso hacia la construcción de un saber estratégico.

El periodo 1917-1989 está marcado por diversas coyunturas históricas que han puesto de manifiesto continuos afanes por encontrar una salida a la crisis del sujeto liberal y a la de su sustrato material: el capitalismo liberal. Estos años han registrado los distintos intentos realizados desde la izquierda, pero también desde la derecha, por hallar una solución a las aporías del liberalismo: el ensayo del socialismo real, el fascismo, la construcción del capitalismo de Estado (y su manifestación para el consumo de masas: el Estado de bienestar), demuestran que el impulso hacia el cambio de la subjetividad constituía una urgencia sentida en los más diversos estratos sociales. Sin embargo, la historia de este siglo xx demuestra en ese sentido su fracaso como época: encontrar los caminos para permitir a la subjetividad humana desembarazarse de las estructuras que la dominaban (Acanda, 1998).

De manera que, si partimos de esta premisa, puede considerarse que entre todas las aristas desde las cuales es posible aproximarse a diversas reflexiones sobre el poder, aquella que involucra las categorías de hegemonía vs. dominación, como expresión de mecanismos de construcción de consenso y sus efectos en la subjetividad como sujeto de poder, es una de las que mejor se aviene a nuestro objeto de reflexión, sin menoscabar el valor de otras que, por el contrario, transversalizan dichos procesos.

Debates contemporáneos en torno al poder

La década del sesenta del siglo xx marcó un determinado grado de maduración de las condiciones revolucionarias, que se expresó en las antagónicas reacciones de un mundo que, por una parte, tendía a alinearse hacia el sistema capitalista y, por otra, una sociedad que hacía resistencia al poder desde todas las manifestaciones: la estética, el arte, la educación, la comunicación. Si bien desde los años cuarenta Adorno y Horkheimer habían reflexionado sobre las posibilidades inherentes al desarrollo de la modernidad, marcada por la generalización de la razón instrumental asociada a la expansión ilimitada de las técnicas de dominio y manipulación, como apoteosis de la producción incontestada de una subjetividad aherrojada (Acanda, 2000); el nuevo contexto, cuyo punto clímax puede situarse en 1968, puso de manifiesto una profunda crisis de subjetividad, a través del desarrollo de un nuevo sistema de relaciones sociales condicionado por la irrupción sociocultural de los impactos de la sociedad de consumo y, con ello, el desarrollo científico-técnico alcanzado posteriormente al fin de la Segunda Guerra Mundial.

Entre los diversos exponentes que reflexionaron al respecto se encuentra Guy Debord, uno de los teóricos del capitalismo más importante del siglo xx, quien llamó a este fenómeno la sociedad del espectáculo, porque justamente esta sociedad se presentaba a sí misma como espectacularización del mundo y de todo lo que forma parte de él, a través del simulacro, la exaltación y la banalidad, ante lo cual se manifestaron diversos cuestionamientos y reacciones que marcaron la época.

Si la administración de esta sociedad, así como todo contacto entre los hombres, no pueden llegar a ejercerse más que aceptando como intermediario a este poder de comunicación instantánea, ello es debido a que esta «comunicación» es esencialmente unilateral; de modo que su concentración contribuye a centralizar en las manos de la administración del sistema los medios que le permiten perpetuar justamente esa administración (Debord, 2003).

Los jóvenes de 1968 abrieron una herida importante en la historia: ¿Crisis, huelga, revuelta o revolución? Los intelectuales y teóricos sociales no se han puesto de acuerdo para explicar qué era lo que había traído aquel mayo de 1968 para sorpresa de la primavera parisina, que luego trascendería las fronteras francesas y se expandiría por todo el mundo. «¿Por qué unos jóvenes bien alimentados y con un razonable poder adquisitivo se revelan contra una sociedad que, lejos de padecer una crisis económica, atraviesa un periodo de crecimiento sostenido y de bienestar? ¿De qué se quejan si ya lo tienen todo? ¿No son la pobreza y la miseria las causas de las revoluciones?» (Pardo, 2003).

Aquel contexto se puso de manifiesto entre los sectores más progresistas. «La imaginación al poder», «Paren el mundo que me quiero bajar», «Bajo los adoquines hay una playa», «Todos somos judíos alemanes», «No queremos un mundo donde la garantía de no morir de hambre se compense con la garantía de morir de aburrimiento», «Joven, tienes 29 años pero tu sindicato es del siglo pasado», «Seamos realistas, pidamos lo imposible». Bajo consignas como estas quedó marcado el espíritu de aquella época revolucionaria que reaccionaba contra una sociedad de consumo, cuestionando el papel del individuo en ella. El desarrollo de la «sociedad del espectáculo» estaba íntimamente ligado a la irrupción y auge de las industrias culturales en la vida cotidiana, que comenzó a agregar a los productos además de su valor de uso y su valor de cambio, un nuevo valor: el valor simbólico.

Sin embargo, la sociedad civil que representaron aquellos jóvenes revolucionarios no logró convertirse en sujeto del cambio. Ante la situación desencadenada, la respuesta fue doble: además de la política contrainsurgente, la apertura del consumo. Ser joven, además de una amenaza revolucionaria, se convirtió, al mismo tiempo, en potencial espacio de ganancias económicas. A la represión se sumó la ambigüedad emanada de las relaciones mercantiles, con la intención de metabolizar la inspiración revolucionaria por el propio sistema capitalista, liberal entonces, neoliberal poco después.

Viví en Italia y en España, principalmente en Florencia y Sevilla -en Babilonia, como decían en el Siglo de Oro-, aunque también en otras ciudades aún vivas, y hasta en el campo. De esa manera me gané unos cuantos años agradables. Mucho más tarde, cuando la marea de destrucciones, contaminaciones y falsificaciones alcanzó a toda la faz de la tierra y la hubo penetrado casi en toda su profundidad, pude volver a las ruinas que subsisten de París, porque para entonces ya no quedaba nada mejor en ninguna parte. En un mundo unificado, no es posible exiliarse […]. Aunque yo soy el ejemplo destacado de lo que esta época no quería, saber lo que ha querido no me parece tal vez bastante para dejar constancia de mi excelencia (Debord & Marcus, 2003).

Si bien Europa se había convertido en la cuna de aquella revolución cultural, los ecos del mayo francés no se hicieron esperar en el resto del mudo. Así, por ejemplo, en Nueva York, el desencadenante fue la reacción a la guerra de Vietnam, las manifestaciones juveniles en la República Federal de Alemania, la Huelga General en Roma, las protestas estudiantiles de la España gobernada por Franco, la Primavera de Praga, las manifestaciones en Argentina contra la dictadura del presidente Juan Carlos Organía (el llamado Cordobazo) o el trágico desenlace de las protestas en México.

En 1969, en pleno auge de ese contexto, del otro lado del Atlántico se publicó el primer libro de Herbert Schiller, surgido de diversos artículos y escritos realizados entre 1965 y 1967 y a los que dio una conexión bajo el título original: Comunicación de masas e imperialismo yanqui. Esta obra supuso una investigación profunda sobre la relación existente entre lo que Schiller denominó «el complejo militar-industrial (interrelaciones entre corporaciones y organizaciones gubernamentales) y las industrias de la comunicación en EE. UU.». Con ello introduciría la coordenada económica en el estudio de la comunicación de masas y abriría las puertas a un campo inexplorado hasta entonces: las conexiones entre las empresas de medios y el resto de la industria y de esta con el sector militar, con lo cual logró concentrar así en un mismo volumen lo militar, la tecnología y el imperialismo y sentar las bases de una nueva forma de dominación, en este caso estadounidenses, en ese mundo poscolonial surgido tras la Segunda Guerra Mundial, marcado por una Europa en decadencia.

En ese nuevo mundo la supremacía militar y económica son insuficientes como forma de dominio. Surge entonces la necesidad de un nuevo imperialismo, el de la comunicación, y una nueva forma de control: la comunicación social. Esa dominación cultural nace de las propias necesidades económicas del sistema, pero su impacto va más allá del plano meramente económico para alcanzar la conciencia tanto individual como social.

Para Schiller (1992), imperialismo cultural es: «El conjunto de procesos por los que una sociedad es introducida en el seno del sistema moderno mundial y la manera en que su capa dirigente es llevada, por la fascinación, la presión, la fuerza o lo corrupción, a moldear las instituciones sociales para que correspondan con los valores y estructuras del centro dominante del sistema o para hacerse su promotor».

Es decir, que se hace necesaria la dominación semántica, papel que cumplían las masas medias. Esa dominación semántica se basa en la difusión de un sistema de valores cuya finalidad es la de conseguir que la población -primero nacional y luego internacional- se mantenga en sintonía con el status quo dominante. «Existe un poderoso sistema de comunicaciones para asegurar no una sumisión sufrida de mala gana, sino una alianza con los brazos abiertos en las áreas penetradas, identificando la presencia norteamericana con la libertad: libertad de comercio, libertad de palabra y libertad de empresa» (Schiller, 1992).

Esa nueva forma de poder se erigió como premisa necesaria para que la supremacía y expansión de Estados Unidos se hicieran factibles. De esta forma, la comunicación de masas se convierte, según Schiller, en escudero de la propia expansión económico capitalista y su ideología de consumo o, siguiendo la analogía de James Curran en referencia al profesionalismo en los medios, en su caballo de Troya particular para conquistar nuevas regiones (Segovia, 2000). Es un importante y eficaz aparato internacional de relaciones públicas y satisface intereses tanto económicos -de las multinacionales- como militares -afán imperialista del ejército- (Schiller,1992). «Las técnicas de persuasión, manipulación y penetración cultural, ayudadas por la sofisticada tecnología de las comunicaciones desarrollada por los programas espaciales militares, se están convirtiendo claramente en más importantes, y más deliberadas, en el ejercicio del poder americano» (Shiller,1992).

Valdría la pena para seguir en esta reflexión recordar algunos aspectos desarrollados por Foucault (citado por Acanda, 2000), otro gran referente en materia de poder y que coincide en buena medida con estos presupuestos, en un sentido más amplio, en lo referente a su teorización sobre el poder como herramienta de control social: «Lo que hace que el poder se sostenga, que sea aceptado, es sencillamente que no pesa solo como potencia que dice no, sino que cala de hecho, produce cosas, induce placer, forma saber, produce discursos; hay que considerarlo como una red productiva que pasa a través de todo el cuerpo social en lugar de como una instancia negativa que tiene por función reprimir» (Acanda, 2000).

Así mismo, advierte la inherencia de esa condición a la propia lógica del capitalismo. Continúa Foucault:

Este régimen no es meramente ideológico o superestructural; fue una condición de la formación y desarrollo del capitalismo. Y es el mismo régimen que, sujeto a ciertas modificaciones, opera en los países socialistas. El problema político esencial del intelectual […] es el de investigar la posibilidad de constituir una nueva política de la verdad. El problema es el de cambiar no la conciencia de la gente -o lo que ellos tienen en sus cabezas- sino el régimen político, económico, institucional de producción de la verdad. No es una cuestión de emancipar a la verdad de cualquier sistema de poder (lo que sería una quimera, pues la verdad es ya poder) sino de separar el poder de la verdad de las formas de hegemonía social, económica y cultural dentro de las cuales opera en el presente (citado por Acanda, 2000).

De manera que no es casual que el siglo xx haya sido catalogado como el «siglo americano». Uno de los factores clave, tanto para Foucault como para la lógica que plantea Schiller, ha sido la capacidad de control que desarrolló Estados Unidos. Schiller enfatizó en ello a través de las comunicaciones a nivel internacional, en primer lugar, gracias a la defensa a ultranza del libre flujo de la información, doctrina que se convirtió en la abanderada para la penetración de los medios estadounidenses y el avance de lo que hoy muchos autores críticos, siguiendo a Schiller, consideran el componente imperialista de la teoría de la comunicación estadounidense (Segovia, 2000).

El desarrollo histórico de Estados Unidos propició, desde la revolución de independencia y la formación de la nación, las condiciones objetivas y subjetivas favorables para el desarrollo de un modelo de capitalismo de libre mercado que ha venido imponiéndose con el concurso ideológico de los resortes culturales, académicos y comunicacionales, compulsando a naciones aliadas y subordinadas a adoptarlo. Esas condiciones han sido impulsadas por el expansionismo geopolítico inicial, que conllevó un proceso de auge industrial generalizado luego de la guerra civil, de concentración de la propiedad, la producción y el capital, conducente a la transición imperialista en las postrimerías del siglo xix y comienzos del xx, en cuyo marco se afianzaron las élites de negocios y gubernamentales, el mundo empresarial corporativo y financiero (Hernández, 2021).

En tal sentido, se presentan dos cuestiones importantes, íntimamente ligadas: la dominación cultural y la dependencia tecnológica. Ya Immanuel Wallerstein en su teoría del sistema mundial argumentaba cómo desde el siglo xvii se ha conformado una economía-mundo: el capitalismo, que ha estructurado una división del trabajo a escala mundial, cuyo eje son los países del centro capitalista desarrollado dominante, y quedan en lugar subordinado y dependiente los países de la periferia subdesarrollada tercermundita. De ahí el concepto de semiperiferia para clasificar a aquellos Estados que han alcanzado un desarrollo medio del capitalismo.

Por lo tanto, desde esa óptica es posible argumentar cómo el libre flujo de la información legitima y refuerza la capacidad de unas pocas economías dominantes para imponer sus definiciones culturales y perspectivas sobre el resto del mundo. Tal fenómeno siempre se presentó como una cuestión de defensa de derechos humanos y de libertad individual. Desde sus primeros escritos, Herbert Schiller denunció las desigualdades que esta supuesta libertad provocaba en el flujo informativo, cimentando aún más firmemente su carácter unidireccional. En palabras de Miguel de Moragas (1981), la voz de Schiller, desde la propia Norteamérica, viene a ser una voz de solidaridad hacia los planteamientos que, desde el Tercer Mundo, pugnan por conseguir un equilibrio en el flujo internacional de la comunicación (Segovia, 2000).

Sin dudas, el fortalecimiento de la lógica del capital y el desarrollo del neoliberalismo alcanzaron su clímax entre 1989 y 1991 con el fin de la Guerra Fría y el colapso del socialismo europeo, con lo cual resultó el fin de los metarrelatos del siglo xx. Si bien estas reflexiones sobre el poder han trascendido en el tiempo, el siglo xxi y los condicionamientos de los nuevos tiempos han implicado determinados reajustes en estas teorías, que en nada menoscaban su valía, al contrario, las reafirman, por cuanto las convierten en referencia obligada, portadora de una misma lógica intrínseca que trasciende los tiempos y se perpetúa a través de su constante capacidad de actualización.

Los análisis referidos coinciden, además de en la descripción de la lógica del capital a través de mecanismos de construcción de consensos que tienen su base en el control de la subjetividad a nivel nacional e internacional, en el desarrollo de un concepto central asociado al ejercicio del poder: las clases. A partir de ello, se cuestiona un sistema de relaciones sociales determinado que genera consenso a partir de relaciones de poder. Sin embargo, en el siglo xxi el concepto de clase se ha ido complejizando y variando esencialmente cada vez más con el impacto de las tecnologías en la vida cotidiana. La economía del conocimiento ha introducido nuevos matices y, por lo tanto, a día de hoy este tema puede generar infinitos debates.

Antonio Gramsci es un antecedente esencial a tener en cuenta en dichas cuestiones. Gramsci centró la atención en los mecanismos de conformación y consolidación de la dominación a través de la hegemonía. El dominio burgués no se ejercía por imposición, sino que esa clase tenía la capacidad para establecer y preservar su liderazgo intelectual y moral, para dirigir más que obligar. En ese sentido, Gramsci enfatizó en la importancia de la relación entre cultura y política, teniendo en cuenta el papel de los intelectuales, que son quienes han organizado las revoluciones y dirigido a la clase obrera.

En el modo capitalista, lo cultural adquiere una importancia extraordinaria para la reproducción del sistema de relaciones sociales. Esto condiciona el surgimiento de un grupo social con un peso importante en el capitalismo, que tiene la tarea de realizar una actividad intelectual, la cual no se limita ya a la legitimación ideológica del orden existente o la de difusión de la alta cultura. Ello propició al sistema capitalista encontrar una forma de afianzamiento. El intelectual aparece insertado activamente en la vida práctica como constructor, organizador (persuasivo permanentemente), no como simple orador. Por lo tanto, de lo que se está hablando es de un sector considerable que está vinculado a la hegemonía de la clase dominante (la burguesía) directamente. Pero su lugar en el poder es meramente instrumental y virtual: los intelectuales orgánicos, el nuevo intelectual de la racionalización y la tecnologización, en tanto ellos propagan las normas de la cultura cotidiana. Difunden la concepción del mundo propia del modo de producción capitalista, caracterizada por la idolatría al progreso tecnológico, la visión tecnocrática-funcionalista del progreso y la racionalidad instrumental.

Esta reflexión resulta un punto de partida para entender la consecuente evolución y complejización de aquel intelectual como sujeto de estos procesos, así como el resultado en que ha devenido lo que Daniel Bell denominó la sociedad posindustrial (1973), asociado principalmente al lugar importante de los servicios y su resignificación en este contexto. En tal sociedad, cuando se habla de servicios no se trata solo de los tradicionales, sino que se añaden un gran número de empresas destinadas a la comercialización del conocimiento y la tecnología, de tal manera que el proceso de transferencia tecnológica en gran medida ha sido articulado por esa vía.

Todo lo anterior se relaciona con la creación de lo que se ha denominado contemporáneamente como economía del conocimiento, la cual es aún insuficiente para caracterizar el mundo en que vivimos y, por tanto, resulta más adecuado referirse a sociedad del conocimiento, pues engloba reordenamientos sociales y políticos necesarios para que esta pueda existir e incluye políticas educacionales, interfaces entre los centros de educación y estructuras productivas, aprehensión social del papel del conocimiento, composición por nivel de preparación profesional de la población, entre otros (Domínguez, 2017).

Uno de los principales desafíos es, como en otros momentos de la historia, el cambio tecnológico y su impacto sobre los modelos productivos. El capital digital está reemplazando la propiedad intelectual en la cima de las cadenas de valor mundial. Se atraviesa por una enorme transformación del mercado laboral que, sin dudas, se profundizará en lo adelante. Este proceso impacta directamente en una rápida precarización de los trabajadores. Se refuerzan las plataformas de trabajo tipo UBER,1 con todas sus consecuencias. De ahí que, conceptos tradicionales que habían servido a lo largo de los siglos xix y xx para explicar diversos fenómenos a lo largo de la historia tienden a ser insuficientes en la actualidad y, por lo tanto, demanda nuevos espacios de reflexión que los reajuste a los tiempos que corren. En este contexto, el poder que otorgan las tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC) (en apariencia), se asume por el nuevo sujeto como condición inherente a la vida cotidiana. Esa contradicción representa en buena medida la nueva crisis de subjetividad de estos tiempos, como elemento diferenciador, central para la reflexión.

Se vive en un flujo continuo de datos, propiciados por las diversas plataformas de internet a que acceden los ciudadanos desde distintas partes del planeta. En la economía digital, los datos, transformados por algoritmos en inteligencia artificial (IA), se convierten cada vez más en el factor que más incide de la economía y en la principal fuente de poder y riqueza. Estos sistemas digitales inteligentes están revolucionando las fuerzas de producción y avanzan sobre cada uno de los sectores productivos de la sociedad (finanzas, transporte, comercio, salud, agro, educación) primero conectando a sus actores y actividades y, luego, convirtiéndose en el cerebro que controla cada sector.

Ergo, a la altura de la segunda década del siglo xx los debates sobre el poder giran en torno al tema de las TIC, al igual que en otras coyunturas históricas, como manifestación de una crisis del sujeto no resuelta y, por el contrario, en gran medida agravada. Entre los principales desafíos en tal sentido pueden relacionarse los siguientes: la guerra tecnológica protagonizada entre EE. UU. y China; el desarrollo de la quinta generación (5G) de redes inalámbricas para móviles, exponente de una de las mayores confrontaciones a nivel internacional que tienen lugar en la actualidad; apertura de la carrera por el siguiente gran estándar en se ámbito; y la guerra por el control de las narrativas, a través del fenómeno de las fake news unido al impacto de la posverdad.

La internet de las cosas, entre otros importantes adelantos que están a nivel de mercado -pero también a nivel de laboratorios probados-, intentan vender la idea de que los conceptos de soberanía y el papel rector o conductor del Estado se desmoronan. En general, avanza la tendencia hacia una nueva dependencia por la subordinación de los territorios digitales, propiciado por la falta de soberanía comunicacional y tecnológica de la mayoría de los países del planeta y la ausencia de regulaciones a las TIC.

Estados Unidos entre el poder duro, el poder suave y el poder inteligente

A partir de los años setenta del siglo xx, el enfoque del paradigma realista que privilegiaba las cuestiones de seguridad y los análisis diplomático-estratégicos, en los que cuentan fundamentalmente los Estados y, entre ellos, las potencias principales de cada momento histórico, entrelazados en una dinámica conflictiva que los condiciona a la búsqueda, preservación y expansión del poder; comenzó a ser cuestionado desde la teoría de las relaciones internacionales. Este debate estuvo enmarcado en un periodo signado por la terminación del proceso de descolonización -se estaban dando los primeros pasos de la globalización neoliberal- y el proceso de distensión iniciado en aquellos años. Ello comenzó a generar un cambio de paradigma hacia posiciones más coherentes con la nueva realidad, mucho más compleja e interdependiente. De ahí que a través de la interdependencia compleja se planteara la existencia de una pluralidad de actores internacionales, reforzado por la interdependencia de las economías y la disminución del papel de los Estados privilegiando las fuerzas trasnacionales. Dentro de sus principales teóricos está Joseph Nye y Robert Keohane.

El concepto de interdependencia representó una crítica al realismo político. Sus teóricos analizaron cómo la política internacional se había indo transformando a través del aumento de las diversas y complejas conexiones transnacionales e interdependencias entre los Estados y las sociedades, mientras que la fuerza militar y el equilibrio de poder decrecía, pero manteniendo un nivel importante.

Este modelo tiene tres características principales:

  1. La existencia de múltiples canales conectando las sociedades. Estos canales serían las relaciones interestatales, transgubernamentales y transnacionales.

  2. La agenda de las relaciones interestatales consiste en múltiples problemas que no están ordenados en una jerarquía clara y consistente. Esta ausencia de jerarquía entre los problemas significa, entre otras cosas, que la seguridad militar no domina consistentemente la agenda. Muchos problemas surgen de lo que normalmente se considera política interior y la distinción entre problemas internos y externos se diluye.

  3. La fuerza militar no es utilizada por los gobiernos, respecto de otros gobiernos dentro de la región o respecto de los problemas, cuando prevalece la interdependencia compleja. Puede, sin embargo, ser importante en las relaciones de estos gobiernos con otros externos a la región o respecto de otros problemas. Sus teóricos argumentan también el declinamiento del uso de la fuerza militar como una herramienta política para incrementar otras formas de interdependencia, lo que aumenta la probabilidad de cooperación entre Estados.

De manera que, a partir de la interdependencia compleja se originan procesos políticos distintos, que traducen los recursos de poder en poder como control de resultados. No todos los recursos de poder de un país son efectivos en todo momento y su acumulación no tiene mayor utilidad si los resultados de sus acciones no corresponden a los objetivos planteados.

Nye hizo una clasificación del concepto poder, a partir de la identificación y combinación de tres grandes tipos de poderes: poder duro (hard power), poder suave (soft power), y poder inteligente (smart power), donde define el poder blando como la habilidad de obtener lo que quieres a través de la atracción antes que a través de la coerción o de las recompensas. Surge del atractivo de la cultura de un país, de sus ideales políticos y de sus políticas. Por otro lado, el poder duro descansa en la inducción (zanahoria) o la amenaza (garrote). De la intersección de ambos, surge el poder inteligente, que, según Nye, significa aprender cómo combinar poder duro y blando y mantener un balance adecuado entre ambos (Hernández, 2020)

Estas teorías han ido ganando particular importancia en el proceso de conformación de la política exterior norteamericana. Ya desde la década de los ochenta del siglo xx con el Proyecto Democracia, la remodelación del aparato propagandístico radial contra los entonces países socialistas de Europa Oriental (Radio Libertad y Radio Europa Libre) y la puesta en práctica de la emisora radial y televisiva en contra de Cuba, se inscribió en la «diplomacia pública». Desde entonces, se puso de manifiesto la importancia creciente que adquiere el componente ideológico y la información en la proyección del poderío norteamericano en el ámbito internacional, como complemento del económico y el militar.

La revolución informativa, propiciada o relacionada con el desarrollo acelerado de la microelectrónica (computadoras, satélites, cables de fibras ópticas, bancos de datos, sistemas de transmisión en línea, etc.), en la que Estados Unidos empieza a ocupar una posición privilegiada, les imprimen una nueva dimensión a los mecanismos gubernamentales para influir en el exterior. En la década de 1990, a raíz de la publicación de Joseph Nye del libro Bound to Lead: The Changing Nature of American Power (1990) se institucionaliza la necesidad de incorporar el llamado «poder suave» como arsenal de los instrumentos de política exterior de EE. UU., y se asume que este país tenía la capacidad de influir en el sistema de relaciones internacionales e imponer el modelo de sociedad que sustenta los «principios democráticos y de economía de mercado occidentales» (Castro, 2013).

La llamada «nueva doctrina de política exterior y de seguridad» de la presidencia de Barack Obama se asumió bajo la denominación de poder inteligente (smart power) como estrategia que explota la diplomacia, la persuasión, la construcción de capacidades y la proyección del poder militar, socioeconómico, político e ideológico, así como la influencia imperial. Esta doctrina intenta cubrirse con un manto de legitimidad política y social, que viene acompañada con una fuerte campaña de propaganda y relaciones públicas con el fin de proyectar una imagen benévola y justificativa de su «destino manifiesto» hacia regiones y áreas del mundo. Ello es posible, esencialmente, a través de una combinación de las fuerzas de defensa con todos los recursos de la diplomacia, que enfatiza ideológicamente en la “promoción de la democracia” y la utilización de las fuentes de financiamiento para los llamados programas de ayuda al desarrollo, como táctica para influir en el destino de los pueblos, y usar la fuerza militar sólo en casos extremos.

Se trata de una guerra prolongada y continuada por el dominio y control de las sociedades y de las mentes, pero su diferencia cualitativa actual consiste en la interacción funcional de la tecnología (medios de comunicación) y de la informática (electrónica y computación) orientada a un objetivo de control y dominio mediante una estrategia comunicacional, que se apoya además en la canalización de fondos (no solo a grupos opositores legítimos o no, sino también a fuerzas sociales marginales que pueden crear caos y desestabilización y combinan sus acciones con el boicot económico para crear un clima de inestabilidad e ingobernabilidad) con el fin de promover el cambio de régimen y donde el uso o amenaza de la fuerza como elemento de la disuasión es central en su proyección global.

Donald Trump: una combinación de poderes

Entre 2008 y 2016 tuvieron lugar en EE. UU. elecciones en las que resultaron como vencedores dos candidatos que, a pesar de ser muy distintos entre sí, el demócrata Barack Obama y el republicano Donald Trump, tenían un denominador común: llegaron a la Casa Blanca siendo considerados outsiders. De manera que, entender la clave del éxito en el ejercicio del poder que ambos candidatos demostraron lleva necesariamente a comprender los recursos de poder que en ese sentido explotaron y cómo ambos procesos se articulan en una lógica de causa-consecuencia que los convirtió en parte de la continuidad de un mismo proceso.

Si Obama desarrolló en extenso el poder inteligente (smart power) y la táctica de ganar las mentes y los corazones; Donald Trump explotó aquellos resentimientos ocultos en el alma de las personas, desatando las pasiones, el nativismo, el nacionalismo extremo que despierta la identificación de un enemigo y el hábil manejo de una cultura política tradicional. La candidatura de Donald Trump permitió articular un conjunto de ideas que estaban latentes en la sociedad norteamericana, que parecían marginales y en retirada después de los triunfos de Obama. En cualquier caso, la implementación del poder inteligente, pero con predominio del poder duro (pero emocional) sobre el poder suave (racional), igualmente combinados de manera eficaz, continuó marcando una tendencia donde el uso de las TIC y el componente emocional marcaron la diferencia en ambos procesos, aunque en sentidos inversos.

El arribo en 2016 de Donald Trump al gobierno de los Estados Unidos propició que las propuestas racistas, xenófobas, proteccionistas y nacionalistas con un fuerte discurso demagógico muestren un estilo de comunicación peculiar que no solo encontró lugar en la Casa Blanca, sino que también comenzó a ganar simpatía popular en Estados Unidos hasta llegar a influir significativamente en la polarización política que presenta esa sociedad hoy, haciendo del «nativismo» una de las principales cartas de triunfo.

En EE. UU., desde 1960, tiene lugar un proceso de acumulación de frustraciones del sector de hombres blancos adultos, a partir de hechos como la emancipación de la mujer, la lucha por los derechos civiles, las leyes para la igualdad social, el dinamismo del movimiento de la población negra y latina, de homosexuales y defensores del medio ambiente y de la paz. El sector de hombres blancos considera que estos grupos le han ido restando poder y derechos, así como robando sus espacios de expresión. Se trata de ese sector poblacional blanco, de clase media, que se ha ido incrementando durante las últimas décadas, que fue orgullo de la nación en los años de la segunda posguerra, sobre todo en los de 1950, pero que ha sido, según sus percepciones, maltratado por la última revolución tecnológica, la proyección externa de libre comercio y la reciente crisis económica. La presentación que hizo Trump sobre las preocupaciones e intereses de ese sector venía muy bien a la estructura ideológica, al imaginario, de los votantes blancos trabajadores -llamados de «cuello azul» y de clase media-, muchos de ellos de bajos ingresos y menor nivel de educación, a quienes persuadió de que los extranjeros y los inmigrantes les estaban «robando» el país, y de que sus dificultades económicas tenían que ver con los Tratados de Libre Comercio. Trump proviene de ese escenario de respuesta a estas frustraciones que se estaban gestando desde hacía años, contexto en el que surge lo que se conocería como la nueva derecha y que después se fue concretizando cada vez más en lo que se plasmó en la coalición conservadora que floreció en la década de 1980 y, en el siglo xxi, en el Tea Party. (Hernández, 2016).

El movimiento conservador, cuyo desarrollo se hizo notablemente visible al comenzar la campaña electoral a inicios de 2016, que estuvo alimentado por el resentimiento de una rencorosa clase media empobrecida y por la beligerancia de sectores políticos que se apartan de las posturas tradicionales del partido republicano, rompió los moldes establecidos y evocó un nacionalismo chauvinista, acompañado de reacciones casi fanáticas de intolerancia xenófoba, racista, misógina. En ese sentido, varios estudios de Variedades de Democracia (V-Dem), un centro de investigación con sede en la Universidad de Gotemburgo (Suecia), afirman que los republicanos se han vuelto bajo la dirección de Trump más populistas y menos liberales que en cualquier otro momento de la historia reciente (El Economista, 2020).

A finales del siglo xx, el Partido Republicano ya parecía un poco menos liberal y más populista que la mayoría de los principales partidos europeos. Sin embargo, según el análisis de V-Dem, empezó a desviarse de verdad hacia el «antiliberalismo» al abrazar los valores religiosos bajo el mandato de Bush, elegido en 2000. Más tarde, el partido se inclinó hacia el populismo en 2010 con el auge del movimiento del Tea Party, que se comprometió a frenar lo que consideraba una injustificable expansión del gobierno federal bajo Barack Obama. Sin embargo, el mayor cambio, especialmente hacia el antiliberalismo, llegó con la elección de Donald Trump (El Economista, 2020).

Según algunos especialistas, el partido de Trump se parece ahora más a los partidos europeos más derechistas, como Ley y Justicia (PiS), en Polonia, o Fidesz, en Hungría, que a cualquier otro grupo político importante en Europa occidental. El Partido Demócrata también ha coqueteado con el populismo en los últimos años, pero no en la misma medida que los republicanos.

Por lo tanto, el éxito de lo que se ha dado en llamar como «el fenómeno Trump», se ha basado, en buena medida, en aprovechar el resentimiento acumulado contra un gobierno encabezado por un presidente negro, ante la posibilidad de que le sucediera en el cargo una mujer, unido a una crisis de credibilidad y confianza más amplia. Estos elementos permitieron diluir en su discurso las complejas diferencias de la sociedad norteamericana para dejar por un lado a los supremacistas blancos y, del otro, a las diversas minorías de ese país.

En una entrevista reciente a Nye, el autor analiza, entre otras cuestiones, el peligro que plantea el nativismo en la opinión pública de los Estados Unidos. Nye advierte que hay entre un treinta o un 40 % de la opinión pública estadounidense que tienen una mirada muy acotada y nativista. Por otro lado, al analizar las recientes encuestas del Chicago Council on Global Affairs que le pregunta a la gente qué quería: una política exterior acotada o un amplio compromiso con el mundo, el 70 % elegía un amplio compromiso. Sin embargo, hay un 30 % que está ahí, y siempre lo ha estado. Trump ha sido capaz de movilizarlo y fue electo al elevarlo al 46 % en 2016 (Darío, 2020).

El mensaje de este tipo de discurso de corte populista que ha sostenido Donald Trump, tiene importante eco en sectores de la población estadounidense que se sienten enajenados del proceso de globalización, particularmente los conservadores, hombres, blancos y de bajo nivel educacional. Se trata de un apoyo más emocional (visceral, puede leerse en alguna bibliografía) que racional, y en esto constituye otro importante factor a tener en cuenta. Es por ello que gana el apoyo de los intereses de clase de los sectores más desposeídos que, al mismo tiempo, se sienten perdedores por las condiciones histórico-concretas en las que viven ellos y los niveles de desigualdad del país.

En general, la suma de estos aspectos está en consonancia con el objetivo de enriquecimiento de las formas de dominación cultural: la construcción del consenso desde los liderazgos culturales y racionales se integra al fundamentalismo religioso y al fascismo. Un esquema en el que la comunicación política ha resultado vital para incidir en el cambio cultural como fundamento de la efectividad de la dominación (González Martín & Vázquez, 2020).

En general de lo que se ha tratado es de una guerra de las narrativas, que se ha articulado en el discurso de Donald Trump en consonancia con un contexto marcado por una ideología liberal agotada y un conservadurismo en ascenso con ribetes fascistas. Esto ha sido causa, y consecuencia a la vez, de una nación dividida ante diversas cuestiones que atañan directamente al ciudadano común y que han ido evolucionando y acumulándose en la agenda política del país, tales como empleo, economía, inmigrantes, seguridad ciudadana, violencia y discriminación racial.

Conclusiones

Los debates desarrollados durante el siglo xx en torno al poder han dejado constancia del lugar central de la crisis de la subjetividad humana asociada al desarrollo científico técnico para el abordaje de ese fenómeno. Las reflexiones sobre hegemonía e intelectual orgánico, de Gramsci, así como imperialismo cultural, de Schiller, logran captar las esencias y principales coordenadas desde las cuales aproximarse a la manifestación del poder en nuestros tiempos: la sociedad del conocimiento.

Estados Unidos cuenta con varios ejemplos que lo hacen uno de los principales referentes del tema en cuestión, a través de la aplicación de la fórmula del poder inteligente para la conservación y prolongación de su hegemonía asociada a la ventaja tecnológica. Esto se manifiesta, sobre todo, en contextos de percepción de amenazas, como es el caso respecto a algunos sectores vinculados a la 5G por China. El liderazgo tecnológico se ha convertido cada vez más en una fuente muy importante de poder, ya que tiene efectos no solo en la economía, sino también en el poder militar, así como en términos del poder blando. En ese sentido, el control y tratamiento de datos constituye el nuevo contexto crítico del sujeto.

Controlar cómo las ideas se difunden, supone la capacidad de penetración y subversión de la red de redes, sobre todo a partir de los análisis algorítmicos de los datos, lo cual no es solo la puerta trasera de la seguridad nacional, sino un asunto de interés doméstico para conducir o inducir a los ciudadanos, por cuanto el control tecnológico implica el control de las narrativas. De ahí que, fenómenos como la polarización política y clima de violencia que se vive actualmente al interior de EE. UU. y que ha venido atizándose en los discursos con fuerte componente nativista durante todos estos años, ganen cada vez más espacio en esa sociedad.

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Notas aclaratorias

1 La uberización hace referencia a las cada vez más numerosas plataformas de economía colaborativa en las que, a merced de internet y las nuevas tecnologías, unas personas ponen a predisposición de otros particulares, sin necesidad de mediadores, diversos bienes y servicios.

Received: December 22, 2021; Accepted: February 07, 2022

Correo electrónico: sunamisfabeloc@yahoo.es

La autora declara que no tiene conflicto de intereses.

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