Cuando la menor de los hermanos Henríquez Ureña comenzara a ejercer su magisterio en la habanera colina universitaria y marcara con su impronta a los estudiantes de la Escuela de Letras, que en 1962 abrió sus puertas como parte de la Reforma Universitaria promulgada un año antes, había recorrido un largo camino y cosechado merecido prestigio en el campo intelectual. Ganar su propio espacio, en medio de una familia tan renombrada, no debe haber sido tarea fácil para la más joven y la única mujer de los cuatro hijos nacidos de la unión de Francisco Henríquez Carvajal y Salomé Ureña.
Para Max, que por entonces tendría unos nueve años, el nacimiento de su hermana Camila el 9 de abril de 1894 se une en el recuerdo, según deja constancia, con el comienzo de días de inquietud y zozobra, pautados por la enfermedad de la madre, cuya gravedad se hace cada vez más evidente, y las vicisitudes políticas del padre, a quien su inconformidad con el régimen del presidente Ulises Heureux lo hacen emigrar y establecerse en Cabo Haitiano, traslado sumamente fatigoso para la debilitada Salomé.
Si Camila, de apenas un año, advertía la ausencia del padre, al decir de la madre en carta de 1895: «De mañana señala tu catre y dice papá no» (Familia Henríquez Ureña, 1994, p. 215); una vez muerta Salomé, quedará en su compañía, mientras sus hermanos marchan a estudiar a Estados Unidos, hasta que la caída del gobierno de Juan Isidro Jiménez, del cual Francisco Henríquez fuera ministro, y los problemas económicos hacen que decida buscar nuevos horizontes en Santiago de Cuba. Camila, de diez años, junto a su padre y la nueva familia formada por él, se asienta en la oriental ciudad cubana, a donde pronto llegan sus dos hermanos mayores. Pedro pasará un tiempo en La Habana, para finalmente viajar a México; Max, despliega en Santiago su talento como educador, ensayista y promotor cultural, aunque con estancias en La Habana y en otros países. Es, por tanto, la joven hija quien más asiduamente acompaña al padre hasta los momentos finales.
Si bien, por el medio intelectual de la familia Henríquez Ureña, era lógico que Camila estuviera en contacto con las grandes obras de la literatura universal desde muy pequeña, Pedro se admira en carta a su amigo Alfonso Reyes (1968, pp. 170-171) no solo de los idiomas que su hermana conocía a los diecisiete años, sino de sus lecturas de los poetas griegos y de los autores clásicos, de especial importancia para ambos amigos quienes habían redescubierto una Grecia que Henríquez Ureña calificara de agonista.1
Aunque tanto al padre como al hermano les preocupaba que Santiago de Cuba no fuera el lugar idóneo para la educación de Camila, y Pedro alguna vez apuntara que la manía de trabajar del padre le imposibilitaba enseñarla metódicamente y tampoco ella se carteaba con él, o con Max, de modo tal que pudiera recibir estímulo, lo cierto es que la niña, convertida por entonces en adolescente, no solo era lo suficientemente culta como para despertar la admiración de su hermano, sino que había sido capaz, en dos años que pasara en La Habana, de obtener el título de Bachiller en Ciencias y Letras y entrar en la Universidad de La Habana en las carreras de Filosofía y Letras y en la de Pedagogía.
Pedro, diez años mayor que ella y quien, a partir de su reencuentro en La Habana, deviene tutor intelectual, en otra carta no solo pormenoriza los autores bien conocidos por Camila -Homero, los trágicos, Platón, Dante, Shakespeare, Goethe; predilección que, por cierto, siempre la acompañaría- sino que subraya cómo «sin que nadie pusiera empeño en ello» (Henríquez y Reyes, 1968, pp. 184-185) habían sido elegidos y estudiados por ella. Con orgullo fraternal, pero no sin su objetividad acostumbrada comenta: «Lo clásico es espontáneo en ella. Pero tiene el mismo apasionamiento que todos nosotros por la vida intelectual» (Henríquez y Reyes, 1968, p. 310).
Poco después de terminar los estudios de Filosofía y Letras y obtener el doctorado con la defensa de una tesis sobre «Francisco de Rioja; su verdadera significación en la lírica española», Camila matricula estudios de posgrados en la Universidad de Minnesota, en la que Pedro era profesor, y colma su acendrado gusto por la obra de Dante al dedicarse a su examen por cerca de tres años, así como a otras investigaciones que realizara sobre literaturas romances para optar, primero, por el grado de Master of Arts con su tesis «Los pastores de Belén de Lope de Vega» (1918) y, más tarde, el doctorado. También en esa universidad haría su debut como profesora.
Sin embargo, contra lo que pudiera esperarse en una familia con una cultura tan arraigada, Camila, con su «mucha seguridad de carácter» (Henríquez y Reyes, 1968, p. 257) y «su admirable e invisible resistencia pasiva» (Henríquez y Reyes, 1968, p. 337), detectadas por el hermano, tuvo que enfrentar los estereotipos y lo prejuicios generalizados sobre el papel de la mujer, a los cuales su padre y su hermano no eran ajenos.
En 1920 Camila regresa a su hogar en Santiago de Cuba. Comienza a trabajar como maestra, recibe lecciones de canto y de danza, ofrece algunos conciertos, continúa sus estudios de idiomas y trabaja en el tema con el cual obtiene el doctorado en Pedagogía en la Universidad de La Habana en 1927: «Ideas pedagógicas de Eugenio María de Hostos», el cual se convierte en su primer libro, publicado en República Dominicana en 1932, y un texto fundamental para la comprensión del hostosianismo pedagógico y su significación en la historia de la educación en Hispanoamérica.
Precisamente en el mismo año, 1927, en que recibe ese nuevo título doctoral, ocupa la cátedra de Lenguas y Literaturas Hispánicas de la Escuela Normal de Oriente, donde también enseñaban su padre y su hermano Max. Si Camila hace suya la tradición familiar, indudablemente la asume por decisión personal e íntima convicción, puesto que como había advertido Pedro, cuando solo era una joven estudiante, Camila, con serenidad y firmeza, no solo tiene criterios propios, sino que, sin dejar de oír consejos, elige su camino y obra según sus convicciones. El hecho en que mejor se manifiesta lo independiente de su personalidad es en la decisión de adoptar la ciudadanía cubana en 1926, a diferencia de su padre y sus hermanos. Es posible que Camila recordara aquellas palabras que Martí le escribiera a su tío Federico desde Montecristi: «De Santo Domingo, ¿por qué le he de hablar? ¿Es eso cosa distinta de Cuba? ¿Ud. no es cubano, y hay quien lo sea mejor que Ud.? ¿Y Gómez, no es cubano? (Martí, 1963-1974, p. 110). Mas, lo fundamental debe haber sido su íntimo sentir como lo demostrara una y otra vez a lo largo de su vida. Si Pedro quería que Camila acabara de decidir su vida, esta opción, cimentada en la labor que por entonces desplegara, fue su callada respuesta ante apremios de partir y comenzar una nueva vida en otras tierras. Sin duda, hará viajes, visitas y hasta largas estancias, pero en todo momento procurará el regreso al país con el que se siente personalmente identificada.
Al comienzo de la década del treinta, antes de la muerte del padre, tuvo lugar la ida a París que Papancho, como solían los hijos llamar a Don Francisco, tanto había deseado para Camila y esta asiste al fin, tal como estimaban conveniente para una mujer algunos de los varones de la familia, a convites «de gran toilette»; pero también realiza estudios en la Sorbona. Entre 1932 y 1934 Camila, quien a los veintiocho años había procurado, mediante las anotaciones en un diario, que el recuerdo, las impresiones y los conocimientos adquiridos en su viaje a Italia permanecieran, quizás a manera de memoranda para posibles lecciones, viaja por Santo Domingo, Puerto Rico, España, Francia, Bélgica, Estados Unidos y México, sin dejarnos constancia alguna, al parecer; mas tales andanzas prefiguran, quizás, un destino de perenne viajera frente a su decisión de arraigar, con un sentido de pertenencia y compromiso social tantas veces puesto de manifiesto: será este el péndulo que marcará su vida.
A su regreso a Santiago, ya a partir de 1934, Camila comienza a estrechar sus vínculos con el ambiente cultural habanero, muy intenso en esos años por la efervescencia que en todos los órdenes marca la caída del tirano Gerardo Machado y la posibilidad abierta de lograr la república a la cual se aspirara en las luchas independentistas.
En el mencionado año ofrece Camila en la sociedad conocida como Lyceum,2 en La Habana, su primera conferencia, precisamente sobre la poesía de una mujer muerta en plena juventud, pero que en su momento rompiera barreras: Delmira Agustini. En ella Camila da muestra de su cultura, de sus amplios conocimientos en el campo literario, de su exquisita sensibilidad y del valor que confiere a los textos per se como los mejores exponentes para propiciar una certera valoración, pero también nos hace pensar que en la serena mujer de letras, lo apolíneo suponía lo dionisíaco, y que si, al igual que su hermano Pedro, pondrá el acento en el control intelectual de las emociones y renuncia a su propia expresión poética, no por ello desconoció el intenso bullir de las pasiones, según se hace evidente en su acercamiento a la poetisa uruguaya, de quien resalta la extrema sinceridad, osada para la época, en la expresión “por primera vez en nuestras letras” (1982, p. 595), de la pasión amorosa en toda su complejidad desde la óptica femenina.
En 1936 pasa a vivir en La Habana y su figura intelectual se proyecta con fuerza en el ámbito cultural. Se vincula estrechamente con la sociedad cultural femenina del Lyceum,2 de la cual fue vocal, miembro de consejo de redacción de la revista y presidente de la institución. Fue esta el lugar de reunión de buena parte de la intelectualidad progresista de la época tal como atestigua Vicentina Antuña (Henríquez Ureña, 2004, p. 10). Mas, de los peligros que entrañaba la actividad cultural en aquellos años es buena muestra el hecho de que Camila Henríquez Ureña, junto con otras liceístas, terminara en la cárcel de mujeres de Guanabacoa, cuando, a mediados de 1935, en representación de la institución, fueron a recibir una comisión de profesores universitarios e intelectuales estadounidenses entre los que se encontraba el conocido dramaturgo Clifford Odetts, por entonces comunista.
También fungió como secretaria de la Sociedad Hispano-Cubana de Cultura, presidida por el sabio investigador Fernando Ortiz, desde su primera etapa (1926-1932), cuando su hermano Max fue en Santiago el director de Archipiélago, revista de este centro de investigación y difusión cultural. Sin embargo, coincide su traslado a La Habana con el inicio de un nuevo periodo de la institución y en el marco que esta proporciona, Camila participa tan activamente como en el Lyceum: pronuncia conferencias, presenta a prestigiosos intelectuales y, junto con el poeta español Juan Ramón Jiménez y el ensayista cubano José María Chacón y Calvo, se encarga de seleccionar los poemas que conformarán la antología de La poesía cubana en 1936, publicada bajo los auspicios de esta asociación a manera de especie de balance de la labor poética que por ese año se hacía en la Isla.
También en la década del treinta igualmente actuó como secretaria de la asociación La Cueva, creada para el fomento del teatro; pronunció conferencias en varios lugares de Cuba o por medio de la radio; tradujo para la revista Ultra; trabajó en la reorganización de los planes de estudio de las Escuelas Normales para la formación de maestros y ofreció cursos de verano en la Universidad de Columbia, en Estados Unidos. Sin embargo, Camila no se contentaba con desplegar tan intensa labor en las instituciones que por entonces mantenían en alto la cultura y el pensamiento progresistas, sino que se vinculó estrechamente con el movimiento femenino: presidió por algún tiempo la Unión Nacional de Mujeres, que se fundó poco después de salir de la cárcel el grupo de presas políticas del que formó parte y se une al comité gestor del III Congreso Nacional de Mujeres que se celebró en abril de 1939 con la asistencia de unas dos mil trescientas delegadas de todo el país. Fue ella quien tuvo a su cargo el discurso inaugural y dirigió, después, la comisión «La mujer y la cultura».
En Cuba, la lucha de las organizaciones femeninas, apoyadas por otras fuerzas sociales y políticas, había obtenido importantes logros: la ley de la patria potestad (1917), la ley del divorcio (1918), la regulación del trabajo de las mujeres (1923), la ley del sufragio femenino, el decreto-ley de protección a la maternidad (1934) y el decreto sobre el trabajo de la mujer (1937). Sin embargo, en vísperas de los trabajos de una asamblea constituyente y la celebración de elecciones generales, convocadas por Batista, a su vez obligado por la fuerte oposición interna y la situación internacional, las pasiones políticas estaban exacerbadas y asumir la organización del III Congreso Nacional de Mujeres no era una labor sin riesgos, desde ser tachado de rojo, hasta enfrentar los intentos de escisión que buscaban propiciar el fracaso de tales esfuerzo. Por ello, exhorta Camila en el discurso inaugural del congreso a no temer el debate, al tiempo que subraya cómo la mujer se asoma en un momento crucial a la conciencia de libertad para darse cuenta que se involucra en luchas mucho más amplias, que sus reivindicaciones no pueden separarse de la solución de los graves males que la sociedad estaba viviendo. Ya en una conferencia pronunciada en 1938, como parte de los preparativos del congreso, había expresado que una de las tareas principales de las agrupaciones femeninas en aquel momento se definía en el aunar fuerzas en defensa de la paz y de los ideales de justicia social. Igualmente, en su intervención sobre mujer y cultura, con acierto explicita: «Las mujeres de excepción de los pasados siglos representaron, aisladamente, un progreso en sentido vertical. Fueron precursoras a veces, sembraron ejemplo fructífero. Pero un movimiento cultural importante es siempre de conjunto, y necesita propagarse en sentido horizontal» (Henríquez Ureña, 2004, p. 15).
Pero, sin duda, la pieza clave en la expresión de sus ideas sobre el problema es la conferencia que pronuncia, una vez terminadas las labores del congreso, en la Sociedad Hispano-Cubana de Cultura con el título de «Feminismo». En este ensayo, elogiado por un crítico tan severo como lo fuera su hermano Pedro,3 Camila ubica la situación de la mujer a través del tiempo, explicita sus derechos y toca diversos aspectos implicados en la cuestión: el trabajo, las leyes, el control de la natalidad, el matrimonio, la prostitución, la necesidad de educación y cultura, la transformación de la manera de pensar y la función del movimiento feminista. La mujer ha sido, para emplear los términos sintéticos de Guerra y Capote (en Henríquez Ureña, 2004, p. XV), un «ser para los otros» y ha de cambiar, convertirse en un «ser para sí», pero que no olvide su compromiso con el resto de la humanidad. Expone con sinceridad, sin vacilaciones, sus propias limitaciones con el fin de ofrecer una respuesta a determinadas inquietudes, a veces con una sonrisa no exenta de ironía, como cuando evoca anécdotas o pasajes literarios que, por contraste, refuerzan su argumentación. Ideas sobre las cuales insistirá al hablar al año siguiente ante la Sociedad de Mujeres Americanas en Nueva York, para concluir que en la medida en que se contribuya a establecer un nuevo tipo de organización social:
podríamos las mujeres enorgullecernos de las consecuencias de haber conquistado el derecho a instruirnos, a ganar nuestro sustento, a asumir junto al hombre la dirección de los asuntos públicos, porque habríamos aportado nuestra contribución legítima, positiva, al bienestar de la humanidad, colaborando al establecimiento de una sociedad equilibrada (Henríquez Ureña, 2004, p. 102).
Fueron los años habaneros comprendidos entre 1936 y 1942 un tiempo de despegue y madurez, pero también de una increíblemente intensa actividad intelectual y social. Como reconociera su hermano Pedro, Camila estaba en el centro: «tienes parte en las actividades directivas y orientadoras, y eso no se puede sustituir» (Henríquez Ureña, 2004, p. 34). Berta Arocena, que tuviera un papel importante en la dirección del Lyceum, nos deja esta imagen de Camila tal como la apreciara en el año 1939:
Rozándola, nos luce distante. Atractiva, desde luego, porque Camila Henríquez Ureña hace de su presencia un regalo. Es alta, erguida, viste impecablemente y armoniosamente. No desentona en la asamblea ni en el frívolo salón. Sus modales acompasados proyectan un clima grato que desearíamos frecuentar. No obstante, emana un aura hermética -¿reserva o timidez?- que dificulta su acceso. Camila Henríquez Ureña es una persona «que no se da» al primer cambio de frases que sigue a la presentación […] ¿Cuándo le oí decir «a mí nunca me vencerá la vida, solo me abatirá la muerte», mientras sus modales acompasados le suavizaban el reto audaz? No sé. Pero eso me dio su medida (Henríquez Ureña, 2004, pp. 227, 229).
Se convoca por entonces en la Universidad de La Habana oposiciones para ocupar una cátedra que agrupaba las literaturas española, inglesa, francesa y alemana. Para muchos que ansiaban la presencia de la prestigiosa intelectual en el claustro universitario, había llegado el momento, puesto que Camila dominaba el inglés, el francés y otras lenguas romances, leía con facilidad el alemán y hasta el noruego, además de su amplia formación literaria; pero por el concepto que ella tenía de la especialización científica, del profesor universitario y su propio respeto, se negó a aspirar a tan disparatada propuesta desde el punto de vista académico y profesional. La falta de flexibilidad de la estructura universitaria y la absurda acumulación de materias que tal plaza implicaba, privaron en aquel momento a nuestros estudiantes de sus lecciones. Sin embargo, contratada por Vassar College, en Estados Unidos, y también por otras universidades, ejercerá la docencia en ese país a partir de 1942 hasta su jubilación, aunque todos los años regresara a la patria para ofrecer cursos de verano en la Universidad de La Habana o patrocinados por el Lyceum, así como conferencias en esta o en otras instituciones, como la Universidad del Aire, programa radial en el que se expandían los conocimientos a todos los cubanos. «Los valores literarios de Cuba en la cultura hispánica» fue el tema abordado por Camila en la transmisión del 17 de septiembre de 1950.
Destaca en su disertación, que restringe por la complejidad del tema y el tiempo disponible al periodo anterior al inicio del movimiento modernista, el papel de la poesía femenina, a la cual no duda en calificar, por su amplitud y libertad de expresión, como el mayor en el mundo hispánico antes del siglo xx (Henríquez Ureña, 1982, p. 23); juicio indudablemente sustentado por sus estudios sobre autoras en las letras hispanoamericanas.4 Rescata en este texto el nombre de numerosas mujeres que, a pesar de las restricciones que sobre ellas pesaban, tanto en España como en Hispanoamérica en siglos pretéritos, hicieron sentir su valía en el campo de las letras, muchas veces desde el convento, al tiempo que distingue cómo las mujeres de letras asumieron las distintas etapas de la historia de la América hispánica y se detiene en nombres emblemáticos, no solo en el cultivo literario sino en el amplio diapasón de la cultura. Resalta la capacidad de discernimiento de Camila al referirse a sus contemporáneas, si tenemos en cuenta las dificultades que la cercanía encierra para cualquier crítico e historiador de la literatura, quienes a menudo atiborran sus textos de nombres que años más tarde se eclipsan por completo.
Aunque a partir de la década de los cuarenta la labor académica se impone en la vida de Camila, no dejará nunca a un lado su interés por reivindicar a la mujer y, en particular, la significación de su obra en Hispanoamérica. Dedica notables ensayos al estudio de la presencia femenina en la historia y la literatura: «La carta como forma de expresión literaria femenina», «La mujer en el teatro de Bernard Shaw», «Presencia de la mujer en el romanticismo», «Mujeres de la Colonia», así como otros dedicados a justipreciar la obra de creadoras e intelectuales, como el «Delmira Agustini» o el que le dedica a la helenista cubana Laura Mestre. Estos ejemplos, elocuentes per se, constituyen un notable antecedente de los actuales estudios de género.
Antes de ocupar cátedra en Vassar College, en 1941 Camila viaja a Argentina en combinación con su hermano Pedro -que se encontraba por entonces en los Estados Unidos ofreciendo conferencias en la Universidad de Harvard-, en travesías casi paralelas hasta Valparaíso, Chile, desde donde continúan juntos. En Buenos Aires Camila pronuncia varias conferencias, conoce la intensa vida cultural y traba relación con muchas de sus principales figuras: Eduardo Mallea, Victoria Ocampo, Ezequiel Martínez Estrada, quien la impresiona especialmente. Al igual que cuando en 1922 viajara a Italia, Camila confía sus impresiones a las páginas de un diario, pero el carácter de sus anotaciones, tienen ahora un toque más personal. Impresiones, reflexiones, estados de ánimo, asoman junto con sus punzantes observaciones sobre quienes la rodean y hasta su sentido del humor (Henríquez Ureña, 1988, p. 255).
Entre 1942 y 1959, es decir, a lo largo de diecisiete años, Camila enseña en instituciones académicas norteamericanas, principalmente en Vassar College, en donde permanece, primero como Visiting Profesor y, más tarde, desde 1944 y hasta su jubilación, como Associate Profesor de la cátedra de Lengua y Literatura Española e Hispanoamericana. Si bien ofrece diversos cursos académicos y hasta preside el Departamento de Español, no disminuye su actividad cultural, aunque el ambiente de los campus universitarios de Estados Unidos, tan cerrado y aislado, le produjera cierta asfixia espiritual (Henríquez Ureña, 2004, pp. 160-162). Presenta a prestigiosos poetas y profesores españoles, como Jorge Guillén y Tomás Navarro Tomás; participa en congresos de mujeres; publica artículos en The Hispanic American Historical Review, de la Universidad de Wisconsin, o en Vassar Miscellany News; ofrece conferencias en distintas universidades y da clases en el Center College de Kentucky y en la llamada Escuela Española de Middlebury College, en Vermont, la cual reunía en aquellos años un conjunto de escritores y profesores de habla española de primera magnitud: Pedro Salinas, Raimundo Lazo, Jorge Guillén, Fernando de los Ríos, la propia Camila, Rosario Novoa, entre otros. Esta última recuerda cómo ambas, en las tertulias que con frecuencia se organizaban, terminaron por oficiar como maestras de baile y evoca la manera en que Camila, sin perder nada de su elegancia ni de su empaque tan señorial, se movía en el baile como una auténtica caribeña (Yañez, 2003, p. 100).
No deja durante todos estos años de venir, verano a verano, a La Habana, pero no para descansar, pues siempre dicta algún curso en la universidad o en el Lyceum. Fue precisamente en esta última institución en que, fiel a su opinión de que además de instruir y divertir los libros «nos ayudan a vivir» (Henríquez Ureña, 2004, p. 50), ofrece un ciclo que deviene con el tiempo su libro más veces editado, Invitación a la lectura, con alguna que otra variante en su título, en el cual defiende la lectura como piedra angular de la cultura, sagazmente discrimina entre formación profesional y cultura general -conceptos que tantos tienden a confundir-, propone un papel orientador del maestro desde los primeros grados para promover gusto y discernimiento en sus educandos, entre otras válidas reflexiones que justifican la vigencia de este pequeño libro, cuya necesidad se acrecienta en la actualidad cuando muchos postergan la lectura. Solía decir Camila que su hermano Pedro consideraba que solo se podía ser culto si se leía un libro diariamente; pero, sobre todo, para ella la literatura era apreciada e importante porque en esta se ponía de manifiesto lo humano. En consecuencia, era lógico que confiriera importancia a la tarea de colaborar a difundir no solo el hábito sino también el placer de la lectura.
A la conciencia de esta necesidad hay que adscribir su labor como consejera y editora del Fondo de Cultura Económico, así como la dirección de la Biblioteca Americana de dicha editorial; funciones que desempeña en México durante uno de sus años sabáticos, entre 1947 y 1948. De la buena acogida y de la resonancia de esta estancia mexicana se hacen eco algunos poemitas de despedida conservados; mientras que buena parte del sabático de 1953 lo consagra a la investigación en el Archivo de Indias, pues, al parecer, tenía en proyecto un libro sobre la mujer en la sociedad colonial.
A diferencia del tono melancólico de Camila al salir de La Habana en 1941, con su imagen del interminable hilo de Ariadna al que se sentía atada (Henríquez Ureña, 1988, p. 239), en el viaje emprendido doce años después se muestra menos introspectiva y en capacidad de disfrutar el hermoso espectáculo que la ciudad depara al viajero. Al pasar por Puerto Plata, en la costa dominicana, se niega a descender en repudio del dictador Trujillo, pero evoca con emoción a su madre, con unos versos de la poetisa inspirados en la bahía que ambas, juntas, alguna vez contemplaran. En San Juan, sin embargo, la esperan rápidas carreras para encontrar a sus amigos Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí. El poeta la llena de recomendaciones para su estancia sevillana y termina anhelando: «¡Ah, si yo estuviera con Ud. en Sevilla!» (Henríquez Ureña, 1994, p. 87). El viaje prosigue hasta el destino previsto y en el relato entonces nos sorprende una anotación poco usual en alguien siempre tan contenido y reservado para sus emociones: «La vista [en referencia a la catedral al acceder por el Patio de los Naranjos] me emocionó hasta las lágrimas. (Creo que voy a llorar mucho en este viaje)» (Henríquez Ureña, 1994, p. 96).
Otra novedad también nos deparan estas anotaciones, pues si bien se han conservado algunos de los diarios de viajes de Camila, es evidente que ninguno de ellos fue escrito con ánimo ya no de publicación, sino ni siquiera de la lectura ajena. Sin embargo, entre los papeles de 1953 hay una descripción de Sevilla, su semana santa y su feria, que indudablemente implican el objetivo de darlos a conocer, bien en una clase o conferencia, bien en alguna publicación, como atestigua el dejar constancia de donde ha de intercalar una cita o una anécdota y el tener en mente a su posible oyente. A su carácter único dentro de la cuantiosa papelería que Camila nos legara, se suma el interés de que se trata, podríamos decir, «del viaje de vuelta»: Sevilla vista por una nativa de tierras americanas y no, como suele acontecer en las crónicas de viajeros más difundidas, la visión del europeo que se aventura por el llamado «nuevo continente». Camila escribe para un lector de este lado del océano que no ha tenido la oportunidad de conocer ni la ciudad ni sus más reputadas celebraciones de primavera. Se vale de la referencia literaria, las huellas conservadas en la arquitectura colonial, la nota personal, el deseo de una pronta constatación de lo descrito, de modo que, a través de la imagen recreada, el receptor devenga también partícipe. Con afán didáctico proporciona los datos necesarios, pero su preocupación mayor es no quedarse en la mera superficie o en el pintoresquismo tradicional, sino que se aprehenda el sentir verdadero y profundo de los sevillanos.
Camila que alguna vez confesara que en estos años «vivía nada más que pensando cuando volvería a Cuba» (Henríquez Ureña, 2004, p. 163), al saberse cercana a su jubilación, prepara con tiempo su regreso. Sin embargo, una invitación del Center College retarda por un año el retorno definitivo. De todos modos, en 1958 se despide de Vassar y envía todas sus pertenencias al apartamento que había adquirido en un edificio junto al mar en La Habana. Llega a Cuba el 8 de junio de 1960 e inmediatamente comienza a asesorar al Ministerio de Educación en la formación de maestros, ofrece cursos incansablemente, trabaja en la selección de programas académicos y en la preparación de guías orientadoras. En 1962 se incorpora, finalmente, al claustro de la Universidad de La Habana, pero siempre encuentra tiempo para participar en el consejo editorial de Casa de las Américas y colaborar con cuanta institución académica o cultural se lo solicite, incluyendo las peticiones de sus alumnos a través de la Asociación de Estudiantes de la Escuela de Letras, a quienes brinda sus textos y notas de clases para reproducirlos y ofrece conferencias, en actos organizados en teatros habaneros, en relación con puesta en escena del momento.
Atrás quedaban la alta jerarquía universitaria alcanzada en Estados Unidos que en aquel entonces solo dos mujeres ostentaban, el descanso o al menos la labor sosegada que la jubilación supone y los holgados emolumentos de dos retiros a que tenía derecho por el trabajo de tantos años. En cambio, al fin, parecía cerrarse el hilo de Ariadna, puesto que, desde los años veinte, había dado pasos unívocos en procura de enraizarse definitivamente en la patria de su elección, decidida y firme, pero sin violencias, sin desdecir su gusto por los viajes. Por otra parte, su vocación magisterial encuentra una amplía realización entre los estudiantes que por primera vez adentra en el disfrute y análisis de la literatura, una y múltiple, tal como ella la entendía, y para cuya enseñanza se había preparado desde sus estudios en París sobre literatura comparada.
Los cursos de literatura universal o general, pues mucho se vacila en cuanto al nombre apropiado, le ofrecían la oportunidad de mostrar las literaturas nacionales en sus relaciones e imbricaciones y no separadas del contexto general, aparte de que el diálogo profesor-alumno presuponía una riqueza mayor en la apreciación del texto. Pero una emoción incomparable debe haberla embargado, a ella que tanto se había preocupado por difundir la lectura, cuando oyó vocear por las calles de La Habana los tomos del Quijote, ahora al alcance de todos por el módico y casi irrisible precio de veinte centavos. A los setenta años, con su parsimonia y elegancia habitual, Camila se multiplica. No solo ofrecía numerosos cursos y conferencias, asesoraba y asumía distintas labores culturales, sino que continuaba sus estudios de ruso, asistía a los seminarios de filosofía, ejercía funciones de dirección, actuaba como tutora de estudiantes, procuraba paliar carencias bibliográficas dando a la publicación artículos y aun el texto preparado como base de sus clases, mas no dejaba de asistir a cuanto acto convocaran sus estudiantes, incluyendo, por supuesto, las fiestas, en las que su grata conversación atraía, alrededor de su sillón, a más jóvenes que cualquier otra cosa.
En 1967 cuando la Dra. Henríquez Ureña asume las palabras de recordación en el centenario del nacimiento de Laura Mestre, era difícil que alguien estableciera afinidades entre la humanista, más bien celebrada por su traducción de Homero, que optara por el seguro refugio de su casa para desarrollar su labor, y la sabia profesora que no desdeñara el quehacer público y el compromiso activo con su sociedad. Pero una lectura cuidadosa del texto nos hace comprender cuánto hubieran podido compartir estas dos mujeres consagradas al cultivo intelectual y que nunca se conocieron, a pesar de vivir en la misma ciudad, al menos a fines de la década del treinta, cuando Laura ya andaba por sus setenta años. Ambas consideraban el conocimiento de la lengua en función de la apreciación de la literatura e igualmente priorizaban la lectura y presentación de la obra con el método del comentario de texto, considerado por ambas como el más apropiado para acercar al posible lector a una recepción idónea, al tiempo que valoraban la literatura por su proyección humana y lo que ella aporta a la conformación espiritual de las nuevas generaciones; ambas se definían por su vocación magisterial y su afán didáctico al tiempo que adoptan, sustentadas en una vasta cultura y dominio de la lengua, un estilo claro pero no exento de elegancia, a fin de tender puentes que faciliten la intelección e incorporación propia de lo que desean trasmitir. Habría que resaltar otros puntos, de semejanza y diferencia, pero lo interesante es cómo, a través de la presentación de la obra de Laura, Camila tal parece hablarnos de sus propias convicciones en relación con la apreciación literaria (Henríquez Ureña, 1982, pp. 526-539).
En 1970 cuando se le confiere la categoría de Profesora Emérita de la Universidad de La Habana, Camila agradece con la convicción de un destino cumplido: «el de consagrar mi vida a la enseñanza» (Yañez, 2003, p. 134). Quizás esta conciencia y opción de su destino fue decisiva para la renuncia a la poesía en los años treinta, pero también para su consagración a una obra ensayística, tal como le recomendó Pedro, a tenor de su propia selección y de los rasgos de afinidad que con él orgullosamente descubría. Camila que escribía y reescribía sus conferencias cada año para sus cursos, se decía poco afecta a dedicarse a la escritura de una obra mayor. Difería, pues, radicalmente de sus hermanos que también fueron maestros, pero que no desdeñaban la escritura como medio de expresión y difusión de sus ideas. Educada y rodeada a lo largo de su vida de un ambiente de gran cultura, se generó en ella, siempre consciente de los méritos ajenos, un alto concepto de la labor ensayística en que tanto brillaban particularmente su hermano Pedro y otros amigos. Mas, si a ello se suma su vocación educadora que hacía del magisterio su interés primordial, en alguna medida se explica su reticencia, signada además por la modestia que siempre la caracterizó. Sin embargo, como ya se ha dicho, muy otra era la valoración de su propio y exigente hermano sobre su ensayo «Feminismo» y de otros no menos exigentes críticos sobre su legado.
Cuando en 1982 se publican algunos de sus estudios y conferencias, puesto que colegas y estudiantes no se resignaban a que se perdiera en algún oscuro archivo la obra de tan notable mujer de letras, Mirta Aguirre, también poeta, ensayista y profesora, asegura de uno de los artículos recopilados:
Bello estudio, por su aliento poético y su perspicacia filosófica, «Tres expresiones literarias del conflicto renacentista» es logro de un magnífico profesor de literatura: trabajo que, como algunos más de los que en este libro se ofrecen, no deberá ignorar quien no quiera desconocer lo más serio que sobre el asunto se ha producido en la bibliografía cubana (Henríquez Ureña, 1982, p. 9).
En efecto, este estudio de Camila Henríquez Ureña es una excelente muestra de su modo de enfocar la literatura, de sus métodos, pero también de aquellos tres aspectos que exigía a un verdadero maestro: «conocimientos, inteligencia y, sobre todo, sensibilidad» (Henríquez Ureña, 2004, p. 146).
Con su mirada abarcadora de la literatura como un todo, busca y establece los vínculos entre tres figuras, Hamlet, Don Quijote y Segismundo, estudiados dentro de su contexto nacional y hasta de género literario; pero en los cuales Camila advierte la especificidad de sus propuestas ante un mismo problema en el pensamiento humano: la aparición de la duda como resultado de la quiebra de valores considerados inamovibles hasta el momento. Con mirada sintetizadora elige, en la transformación histórica que implica la época, los rasgos fundamentales como base sobre los que erigir la confrontación entre estos tres grandes personajes emblemáticos en su búsqueda del bien y la verdad a partir de la fractura constatada entre apariencia y realidad, del que solo Segismundo sobrevive al aceptar como realidad lo aparencial (Henríquez Ureña, 1982, pp.142-164).
Por otra parte, al revisar su papelería podemos apreciar cómo la literatura y las tendencias observadas en su tiempo despertaban su interés, así como la forma en que investigaba y proyectaba sus resultados, fundamentalmente en ciclos de conferencias. Aunque casi siempre resulta muy difícil datar los textos encontrados en sus archivos, en el caso del estudio sobre los mitos en la literatura contemporánea, no cabe duda de que sobre el tema impartió un ciclo de conferencias en los años cincuenta, cuando ya daba los pasos necesarios con vista a su jubilación y regreso a Cuba. Las referencias que suponen un auditorio y una continuación a manera de curso, así como los autores consultados y fichados, confirman la datación de manera que la disertante deviene una de los adelantados en tales estudios, sobre todo por su enfoque, novedoso por aquel entonces y aún en la actualidad, y en el que evidencia su asimilación del influjo de los grandes humanistas a cuya sombra se había formado, pero también su independencia y perspectiva propia.
Se han conservado las fichas de las obras consultadas, resúmenes a veces, pero en las que no faltan sus comentarios, como cuando decididamente declara que no le gusta el punto de vista de un autor, lo cual no es óbice para que disciplinadamente continuara consignando sus ideas. Por otra parte, ellas denotan la amplitud de sus pesquisas, pues indaga no solo en distintos intentos de explicar los mitos, desde variadas disciplinas o en relación con el concepto de héroe, sino también revisa ensayos dedicados a la tragedia clásica y a obras de autores contemporáneos, así como uno de los libros claves para el estudio de la tradición clásica, el de Gilbert Highet publicado en aquellos años. Por cierto, también conservó algunos apuntes tomados en una conferencia impartida por este destacado profesor precisamente sobre los mitos en la literatura actual y a la cual tuvo la oportunidad de asistir. Sin embargo, no se hallan los textos de todas las conferencias que, al parecer, ofreció sobre esta materia, agrupadas, al menos, en dos ciclos diferentes.
En «El mito de la rebeldía y su expresión literaria» despliega Camila su argumentación, centrada en la actitud humana ante lo inexplicable y lo imposible, en los grandes conflictos a que se enfrenta el hombre en su lucha por el conocimiento y por hallar su razón de ser, simbolizados en los mitos y proyectados en la literatura. Es a través de este enfoque que se explicita la permanencia de ciertos mitos y su recurrencia literaria a través de los tiempos; sin dejar a un lado su complejidad interpretativa dentro de la dialéctica individuo/colectividad, hombre/naturaleza, vida/muerte, hombre/divinidad, en tanto la indagación misma se vuelve sinónimo de rebeldía. Sus deslindes del tema la llevan a fijar tres tipos y a cuyas manifestaciones literarias propone dedicar las siguientes charlas, aunque hemos conservado solo la primera: la referida al héroe de carácter divino que se sacrifica por el ser humano, Prometeo (Henríquez Ureña, 2004, pp. 3-26).
Del otro ciclo titulado «Mitos de ayer y de hoy. En torno al teatro francés contemporáneo», por suerte se ha conservado el texto de la cuarta y posiblemente última conferencia: «La creación de nuevos mitos. Camus y la interpretación mítica del hombre de hoy», en cuyos inicios pasa revista sobre aquellos que denomina «los dramaturgos neo-helénicos [sic.] de la Francia contemporánea» y muestra las vías tan disímiles adoptadas por Anouilh y Camus, en tanto el primero procura lo que hoy llamaríamos la intertextualidad, mientras el segundo se vincula en su propuesta del conflicto del hombre contemporáneo, encarnado en su Calígula, con la comprensión sofoclea del ser humano, admirable y terrible a un tiempo, y que Anouilh prefiere ignorar (Henríquez Ureña, 2004, pp. 36-38).
El enfoque de la Dra. Henríquez Ureña se separa, por tanto, de la consideración a veces anecdótica, a veces meramente de constatación de menciones o referencias usual en muchos estudios de tradición o pervivencia clásica, sin aventurarse por razones y replanteos que el uso del mito supone, tanto en la consideración de este como en la interpretación de la obra del autor. Camila, que entiende y procura la comprensión de las obras literarias con un profundo sentido humanístico, procura en su estudio desentrañar las implicaciones profundas que redundan no solo en la vigencia del mito y en las variantes que asume su empleo, sino también en una mejor aprehensión de la cosmovisión del autor contemporáneo y del sentido específico que imprime al mito en busca de una expresión personal.
Nos hemos detenido en estos ejemplos de la labor de Camila Henríquez Ureña en la medida en que aclaran cuál es la extensión real que para ella supone el magisterio. Tantas veces se presentó como solo una profesora y se admiraba cuando la mencionaban como escritora, investigadora o crítica que, con los años transcurridos, la imagen de la profesora es la que ha primado y se obvian los restantes aspectos de su labor. En verdad, es que, según su pensar, la vocación magisterial, encerraba no solo el profesar, sino la acuciosa labor del investigador, el ejercicio de la crítica, el incitar a la lectura y a la reflexión, sin olvidar la interpretación creadora; mientras que sus hallazgos, aciertos y enfoques novedosos los estimaba siempre en función de su incidencia en la formación de sus discípulos y no para darlos a conocer en libros o publicaciones, a menos que ello fuera un apoyo para sus educandos.
Para quien estimaba que el profesor debía reunir tres atributos: conocimientos, inteligencia y, sobre todo, sensibilidad; que se sentía estudiante, pues con cada clase aprendía algo nuevo cada día; que encontraba la felicidad en el enseñar y consideraba que: «el que educa, más que informar debe forjar» (Henríquez Ureña, 2004, p. 146); no había estrictos límites entre el profesor y aquellos que solemos abarcar con el término de intelectual, en cuanto afirmaba que: «la función social del intelectual es, en su esencia, parte de la función educadora» (Henríquez Ureña, 2004, p. 176) . Por ello, indudablemente, le bastaba a Camila autodefinirse a partir de su magisterio, al tiempo que encuentra en los años finales de su vida su realización mayor. No escatima, entonces, esfuerzos al constatar que «la cultura ha dejado de ser un privilegio de algunos para hacerse algo general» (Henríquez Ureña, 2004, p. 139).
En 1973 la Profesora Emérita de la Universidad de La Habana se despidió de sus colegas y estudiantes, dejando planes y tareas pendientes para su próximo regreso, puesto que, después de tantos años, le era posible visitar su tierra natal. Volvía a Santo Domingo con la primera bandera que se izara en la institución de enseñanza fundada por su madre. Volvía al reencuentro con sus raíces, a cerrar el círculo fundacional iniciado por Salomé Ureña y simbolizado por la bandera que luego de acompañarla, cual moderna Eneas, ahora podía devolver, enaltecida, a la tierra en que ondeara por primera vez. Allí muere el 12 de septiembre a los 79 años con la serenidad de siempre y seguramente con la sonrisa íntima de quien sabía, como poco antes había manifestado, que había cumplido su destino.