Introducción
En estos últimos días −cuando muchos recordamos el retorno de nuestro país a la élite del beisbol mundial y en medio de una situación económica y social difícil cuyo fin no parece vislumbrarse−, un asunto de significativa importancia recorre la prensa nacional y foránea: las elecciones al máximo órgano de poder del Estado, la Asamblea Nacional del Poder Popular.
El evento, ocurrido el pasado 26 de marzo de 2023 −que marcó el inicio de la X Legislatura, con la elección o ratificación de diputados al Parlamento cubano−, colocó en primer plano, como en otros momentos históricos trascendentales para el país, innumerables polémicas que defendían, o ponían en tela de juicio −y lo siguen poniendo−, no solo el mecanismo per se de elección de los representantes públicos y, en particular, de los máximos cargos del Estado, sino todo el sistema político forjado desde 1959.
Las discusiones han transitado desde el cuestionamiento o ponderación a la existencia del Partico Comunista de Cuba; partido único de la nación cubana −amparado en el art. 5 de las dos Constituciones aprobadas por voto popular mayoritario durante del periodo revolucionario, a contra pelo de los postulados de la llamada tradición democrático-liberal que siempre han avalado la legitimidad de los procesos democráticos solo sobre la base de la existencia plural de partidos políticos y la competencia entre estos−, hasta la capacidad, o no, de la sociedad civil cubana de ser realmente representada en la Asamblea Nacional del Poder Popular y de hacer que el gobierno brinde solución a la agenda de transformaciones sociales o sectoriales de la primera.
La complejidad de estos temas, sin embargo, sistemáticamente tratados en nuestros contornos nacionales oficiales, sobre todo desde lo político, haciendo una defensa del socialismo −a veces a ultranza− como sistema social llamado a superar los males probados del capitalismo, no resuelve el problema. Tampoco pueden que ser evaluados, con objetividad, soslayando lo que ha aportado de positivo este sistema burgués de clases a la civilización -tras largos siglos de pugna contra el feudalismo y el régimen esclavista− y subestimando el rechazo preponderante -consecuencia no solo del saqueo colonial, sino de avasallamiento cultural− de una parte importante de la población mundial -tanto en los países más avanzados como en los de mayor atraso material− a cualquier proyecto social que haya pretendido superar, alguna vez, la desigualdad generada por la existencia de la propiedad privada.
Para tratar de explicar por qué el sistema político y electoral cubano son tales y no de otra forma, es obligado recordar qué antecedentes históricos y conceptuales externos e internos los condicionaron y en qué medida los cubanos hemos ido insertando experiencias válidas de otros países −e, incluso innovando, con propuestas concretas−, al proyecto anticapitalista que queremos construir.
Recordando los orígenes y evolución del Estado
Las primeras nociones acerca del Estado y sus funciones principales, al parecer, datan de la Edad Antigua, identificándose con las polis o ciudades-Estado griegas, que surgieron como consecuencia de la lucha encarnizada entre lo que se llamó el demos −las masas pobres de la ciudad y el campo junto a los círculos urbanos de la clase esclavista− y la vieja nobleza gentilicia, los conocidos como eupátridas. Pero las primeras teorías filosóficas sobre estos procesos aparecieron en los siglos vi y v a. C., particularmente, cuando, para ideólogos de la nobleza gentilicia y partidarios de la aristocracia esclavista como Pitágoras y Heráclito, respectivamente, el hombre tenía necesidad de un amo, por lo que debía someterse a un orden y se justificaba el gobierno de unos pocos por su superioridad frente a las masas (Kechekian, 1964, p. 46).
Durante el periodo floreciente de los Estados griegos antiguos, otras importantes ideas fueron emergiendo. Hombres como Demócrito1 o Sócrates2, identificados totalmente con los círculos contrarios a la democracia ateniense y con postulados dirigidos contra la organización democrática del poder del Estado, o como Platón,3 Aristóteles y otros, también con relevancia en la historia de la filosofía, hicieron sus propias valoraciones sobre esa institución y las formas en que los distintos sectores sociales debían participar o no, en la toma de decisiones de los asuntos más importantes (Kechekian, 1964).
La llamada Modernidad, cientos de años después, también trajo consigo otras maneras de hacer política e interpretarla y de explicar los conflictos entre fracciones sociales: Maquiavelo, Hobbes, Spinoza, Locke, Montesquieu, Rousseau y Hegel, destacan entre tantos que se ocuparon de estos asuntos.
Maquiavelo, por ejemplo, reconocido como el primero que desbrozó el camino para la ciencia política burguesa, en sus Discursos sobre Tito Livio distinguió dos formas fundamentales de Estado: la monarquía (el principado) y la república, en la que, según él, participaban de manera simultánea los representantes del pueblo, los de la nobleza y un jefe de estado elegido, lo que combinaba y aseguraba, de la mejor manera posible, los principios democrático, aristocrático y monárquico (Kechekian, 1964, pp. 159-160).
El Barón de Montesquieu, por su parte, en su obra El Espíritu de las leyes (1748), defendió la idea de tres poderes para la construcción de un Estado ideal. Atribuyó al parlamento la labor legislativa, al Monarca la función ejecutiva -que llevaría a cabo mediante su equipo de gobierno− y, finalmente, a los magistrados, ubicados entre ambas esferas, una labor de arbitraje con plena independencia de cualquier grupo.
En su concepción del poder, Montesquieu intuía que «cuando el poder legislativo y ejecutivo se reúne en la misma persona, o el mismo cuerpo, no hay libertad» (Montesquieu, 1992, p. 104). De igual manera, si el poder de juzgar, no está bien deslindado del poder legislativo, «se podría disponer arbitrariamente de la libertad y la vida de los ciudadanos» (p. 104). Para él, «todo se habría perdido si el mismo hombre, la misma corporación de próceres, la misma asamblea del pueblo, ejerciera los tres poderes» (p. 104).
La propuesta del filósofo de la Ilustración J. J. Rousseau, de igual forma vinculada directamente a los intentos de superación del régimen feudal, encaminó sus análisis más al significado de las relaciones gobernantes-gobernados que a la importancia de la división misma de poderes. Sentó las bases de la destrucción del mito de la democracia liberal cuando desmitificó la propiedad privada como derecho natural de los hombres y del régimen político que se erige sobre su base como el más idóneo en la naturaleza humana. También reveló el secreto por el que los ricos se aferraron al Estado como garante de sus riquezas. En este sentido expresó:
Careciendo de razones válidas para justificarse y de fuerzas suficientes para defenderse, […] el rico, constreñido por la necesidad, concibió, al fin, el proyecto más arduo que haya realizado jamás el espíritu humano; el de emplear a su favor las mismas fuerzas de los que lo atacaban, de hacer de sus adversarios sus defensores, de inspirarles otras máximas y de darles otras instituciones que le fuesen tan favorables a él como contrario le era el derecho natural (Rousseau, 1973, pp. 562-563).
En correspondencia con la manera en que entendía el Estado, la soberanía era inalienable y, como tal, no podía ser representada. Por eso, los que actuaban en nombre del pueblo eran solo parte de un contrato social que apenas explicaba la relación entre gobernantes y dirigidos.
Sin embargo, a pesar de que la mayoría de todos estos grandes pensadores asumieron, con distintas explicaciones y aproximaciones conceptuales las diferencias sociales y, con ello, lo que ulteriormente ha sido reconocido como clases sociales, fue J.G. Federico Hegel4 quien aceptó que estas contradicciones eran irreconciliables y que el Estado burgués constituía la institución llamada a colocarse por encima de la sociedad y a equilibrar todos esos conflictos. Fue él quien, por primera vez, planteó, de manera sistemática, la tensión entre la dinámica polarizante y excluyente de la economía capitalista y las pretensiones integradoras del Estado burgués.
Su propuesta de división de poderes partía de la necesidad de un poder legislativo, uno judicial y el otro principesco, mediante los cuales, a diferencia de la formal separación de funciones enunciadas por Locke y Montesquieu, quedaba representada la verdadera unidad entre el poder creado para hacer las leyes y el órgano ejecutivo diseñado para llevarlas a la práctica. En su concepción, el aparato legislativo debía personalizar a las castas y no al pueblo, y estar integrado por dos cámaras: la primera, representando a la nobleza, como eslabón intermedio entre el poder ejecutivo y la sociedad civil; y, la segunda, integrada «la parte móvil de la sociedad civil» (Galarza, 1964, p. 131), o sea las castas de los artesanos, los comerciantes, los fabricantes, entre otros, dejando fuera de sus propuestas, para la toma de decisiones, a los sectores de menos recursos.
En este contexto de fines del siglo xviii y principios del xix, aun cuando la idea de Rousseau de practicar la democracia directa, sin mediación de representantes públicos, seguía siendo un desafío válido, la creación de sistemas políticos de base territorial ampliada, exigía la búsqueda de otras formas de gestión política que garantizara la aparición de nuevas maneras, más efectivas, para el ejercicio de la democracia, según era entendida. Fue la disyuntiva que lograron resolver en los Estados Unidos, hace más de dos siglos, los estadistas y juristas norteamericanos, quienes, en septiembre de 1887, redactaron su primera y única Constitución vigente hasta hoy, a partir de la cual asumieron las siguientes tres tareas básicas:
Primero, que, por las grandes dimensiones de los territorios no era posible reunir a todo el pueblo, así pues, había que elegir representantes -la llamada democracia indirecta− que, periódicamente, en las distintas localidades, actuasen en nombre de aquel.
Segundo, que para que estos representantes no se vieran tentados a disponer libremente del poder que de manera transitoria pudieran ostentar, sus funciones se deberían dividir -siguiendo el legado de Montesquieu− en ejecutivas, legislativas y judiciales, y ningún representante podría acumular los tres.
En tercer lugar, que aunque ningún representante de ninguno de los tres poderes podría disponer de un poder absoluto, existía una esfera de acción social de reserva, aparentemente creada para privilegiar a todo el pueblo, que no podría ser invadida por nadie. Es la que se ha dado en llamar los derechos naturales e inalienables de los ciudadanos -también divulgadas como libertades cívicas y políticas y principales virtudes de la llamada democracia liberal−, que tenían como centro el derecho preeminente a la propiedad privada, justamente el que hoy, y casi de manera imperceptible por parte de las grandes mayorías, ha seguido constituyendo la garantía del poder hegemónico de los ricos sobre los que tienen pocos o ningún recurso material.
La mayor duda de todas estas propuestas de representación popular, discutidas por los padres de la nación norteamericana, sin embargo, a pesar de su aparente coherencia y justicia, estaba vinculada sobre todo a los mecanismos de elección del presidente que, como el resto de los cargos públicos -para no fragmentar la unidad lograda luego del triunfo sobre el imperio inglés−, se pensaba, no debían estar vinculados a organización partidista alguna y podían ser honorarios.
Fue el momento en que -considerando las grandes extensiones del territorio federal y la imposibilidad de que los potenciales votantes tuvieran la capacidad adecuada para juzgar las respectivas pretensiones de los candidatos−, se decidió que la elección del primer ejecutivo tampoco fuera de manera directa por parte de los electores, sino a través de los llamados compromisarios. Estos no tendrían otra función que esa, elegir al presidente.5
Así, mientras Rousseau fue el primero en revelar y estimular la necesidad del voto directo como máxima expresión de la soberanía popular, los Estados Unidos, al parecer, fue el primer Estado del mundo occidental en formalizar la elección de sus presidentes de manera indirecta, como forma de compensar las complejidades que traían consigo votar masivamente sin conocer, con certeza y justicia, por qué candidato votar.
En este contexto, la pretensión de frenar el papel de los partidos políticos como centro de los sistemas electorales en los Estados Unidos no pudo ser conservada durante muchos años. Prontamente se crearon las primeras fracciones políticas6 que, ulteriormente, con nuevos reordenamientos, derivaron, sobre todo, en lo que hoy se conoce como bipartidismo -demócratas y republicanos− y que tras múltiples otras variantes prácticas nacionales, expresadas en lo que hoy se conoce como sistema de partidos políticos7 (Sartori, 1987), se hizo extensivo, a los sistemas electorales de muchos otros países de la Europa Occidental. Allí también las élites de poder avanzaban en la promoción de estructuras políticas partidistas, como instrumentos de elección, sobre todo cuando iban comprobando, cada vez más, que su existencia no ponía en riesgo los avances logrados ante los regímenes feudales que le precedieron y frente a los imperios de que habían formado parte (García Cotarelo y Blas Guerrero, 1986, p. 320).8
El debate, tras fórmulas perfeccionadas durante años, que ha avanzado desde el voto censitario hasta el sufragio universal -con espacios que se fueron abriendo a las mujeres−, se ampliaba a encontrar los mejores mecanismos electorales para promover los representantes públicos, justamente aquellos funcionarios que, después de electos, tendrían la misión de garantizar el tipo de gobernantes y entes judiciales -ministros, jueces y fiscales- que necesitaban las élites para el control del Estado. Esto, con el curso de los años fue habilitando mayores espacios a la competencia entre partidos políticos y trajo consigo lo que con posterioridad ha sido reconocido como sistemas electorales mayoritarios y proporcionales (Cotta, 1982; Pasquino, 1982; Valdés, 2011).9
También, como parte de estos nuevos procedimientos e instrumentos de poder -en los que siempre son las élites las que nominan los candidatos de los partidos para cargos públicos- se dio paso a la representación directa, típica de sistemas presidencialistas -como el de los Estados Unidos, Rusia, países de Latinoamérica y los países africanos−, que promueve el voto selectivo por uno u otro candidato para un mismo cargo público; y a la representación proporcional con listas de candidatos, característica de sistemas parlamentarios -como el de Reino Unido, Alemania, España, Italia e Israel, entre otros−, en los que cada partido político presenta formalmente en un solo documento (lista) -incluso con asignaciones concretas de cargos-, sus respectivas propuestas al órgano legislativo y los electores, por ley, tienen la casi exclusiva opción de votar por una u otra de esas listas. Una especie de «voto unido», diríamos en Cuba.
Desde entonces, han seguido siendo las élites las responsables directas no solo de nominar los candidatos más afines a los intereses económicos de los llamados grupos de presión, que están dispuestos a aportar el dinero a las campañas electorales -sacando del juego político a las izquierdas, tradicionalmente sin respaldo material− sino de indicar, a esos mismos candidatos a cargos de representación pública, qué tipo de promesas deben hacerle a sus potenciales votantes, cuáles cumplir y cuáles no.
Igualmente, ha sido el mismo sector que, para compensar los elevados niveles de abstencionismo presentes en muchos países y en busca de mayor legitimación, ha estimulado la creación legislaciones que formalizan el voto obligatorio,10 llegando a imponer sanciones por no votar, que van, entre otras, desde aplicar multas de significativo valor monetario y limitar el ejercicio de cargos públicos, hasta rechazar su inclusión en los propios registros electorales.
Así, la historia ha probado no solo que las élites partidistas, en coordinación con otras estructuras de poder económico, procuran ocultar, por múltiples formas de socialización política y subterfugios, que la ciudadanía no puede nominar, de manera directa, sus propios candidatos a cargos de representación pública, sino que tratan de hacer creer que el compromiso democrático de los electores es, justamente, solo, validar, o no, la propuesta que hacen los partidos políticos. Es lo que también se esconde tras la lógica liberal sinuosa de que mientras a la sociedad civil le corresponde elegir a los candidatos que proponen los partidos políticos, a los partidos políticos les corresponde tomar las riendas del gobierno y el Estado y hacerlos funcionar.
En este último sentido, aun cuando es cierto que la revocación del mandato de los representantes populares está presente en las Constituciones o leyes complementarias de muchos países, tampoco es falso que su promoción no constituye una prioridad para las élites políticas y económicas y, por tanto, no son estimuladas como un tópico importante en el debate y la acción popular. Se oculta que, en la práctica, la única posibilidad real de invalidar a un representante ya electo por parte de los electores, si aquel se vuelve a postular, es emitiendo su voto de castigo, lo que puede repetirse, como norma, solo cada de 4 o 5 años.
Contrariamente a lo que asumen las grandes mayorías, ningún proceso electoral desarrollado dentro de los marcos de la llamada democracia liberal es consecuencia de genuinas formas de existencia de las libertades de pensamiento, de expresión y organización que nos han inculcado los políticos y los medios. Formalmente pueden existir solo en la medida en que no transgredan las legislaciones burguesas trazadas y, en última instancia, siempre que no pongan en riesgo las estructuras fundamentales de poder económico del sistema capitalista -las más poderosas transnacionales bancarias, industriales y culturales-, tal y como ocurrió también en Cuba.
Lo general y lo específico de la experiencia del capitalismo en Cuba
En nuestra experiencia, como parte del proceso de formación de los Estados capitalistas a nivel mundial y, en particular, del nacimiento de las estructuras políticas y legislativas que diseñaron, también transitamos básicamente por las mismas transformaciones que tuvieron lugar en Occidente, lo que puede ser probado mediante los siguientes ejemplos.
Primero, luego de años de forja de la nacionalidad cubana -en los que polemizaron corrientes ideológicas y partidos políticos, reformistas, conservadores e independentistas, como el autonomista, el liberal-constitucionalista y el Partido Revolucionario Cubano (PRC), que tuvieron su máxima expresión cultural y política bajo el liderazgo de hombres como Varela y José Martí-, creamos la República en Armas, fomentamos cuatro constituciones mambisas11 inspiradas en la tradición democrático-liberal de las revoluciones norteamericana −de las Trece Colonias− y la francesa, de fines del siglo xviii y, finalmente, logramos la independencia de España.
Segundo, como consecuencia de la ocupación militar norteamericana y del Tratado de París, así como de la decisión de importantes personalidades políticas cubanas de desarticular el PRC, desarmar el ejército mambí y cerrar la Cámara de Representantes, la voluntad de los mambises cubanos de crear una república soberana e independiente, quedó frustrada.
En este sentido, aun cuando la Constitución de 1901 que acompañó al naciente Estado fue presentada como un documento liberal y avanzado que abrió espacios inéditos a la realidad cubana del momento,12 igualmente se debe reconocer que la estructura de poder que lo encabezó -con el respaldo de la Enmienda Platt−, nos fue impuesta por el gobierno de los Estados Unidos, a imagen y semejanza de su propio sistema político, ponderando también, para nosotros, un sistema presidencialista de gobierno.
De esto se derivó -en correspondencia con la divulgada división de poderes propuesta antes por Monstesquieu−, la conformación de un poder legislativo bicameral, integrado por la Cámara de Representantes y el Senado, un poder ejecutivo encabezado por el presidente -también elegido de manera indirecta, por compromisarios−, que, a su vez, estaría asistido por sus secretarios (ministros), y un poder judicial, formalmente independiente, cuyo organismo superior era el Tribunal Supremo de Justicia.
Esta constituyó la etapa en que las nuevas élites cubanas -la llamada oligarquía−, en alianza con los empresarios norteamericanos -dueños crecientes de las industrias, las grandes extensiones de tierra y de la producción azucarera−, fueron creando y ordenando los primeros partidos políticos electorales. Fue lo que dio lugar al bipartidismo cubano -liberales y conservadores−, presente hasta los años veinte del siglo pasado que, como en otros países, empleaban mecanismos y subterfugios -como la corrupción y la compra de votos− para mantener el control sobre el gobierno, tanto en los procesos de elección del presidente como de los representantes populares al parlamento.
Tercero, luego de la caída del dictador Gerardo Machado -a principios de los años 30−, cuando llegaron a constituirse gobiernos populares como el de los cien días, y en un contexto internacional favorable a la concertación de amplias alianzas -entre potencias y fuerzas políticas− contra el fascismo, las élites de poder en Cuba se preocuparon por evitar nuevas crisis políticas. Fue el contexto en que se redactó la Constitución de 1940 que, aun cuando mantuvo formalmente la ya tradicional división de poderes, también promovió -bajo la presión se los sectores más revolucionarios-, por primera vez, la articulación entre los derechos individuales y los sociales,13 algo inédito no solo en nuestra historia constitucional anterior, sino con respecto a documentos políticos y legislativos existentes en muchos otros países.
Además, aunque el poder legislativo conservó su carácter bicameral, obtuvo mayor autoridad en sus relaciones con el poder ejecutivo, debilitando el papel del presidente -elegido, por primera vez, de manera directa, sin compromisarios− y fortaleciendo un sistema semiparlamentario,14 muy parecido al sistema parlamentario de gobierno existente en varios países de Europa, desde hacía 20 o 30 años, y vigente aún en la actualidad.
De esa manera, en consecuencia con la nueva situación creada, cuando proliferaban nuevos partidos políticos y no era visible la preponderancia de uno sobre otros -monopartidismo− o de dos sobre los demás -bipatidismo−, las fuerzas contendientes por los cargos de representación pública decidieron crear dos grandes coaliciones de partidos, igualmente típico hoy de muchos países. Por un lado, se articuló la llamada Coalición Socialista-Democrática -integrada por seis partidos políticos entre los que destacaban Unión Nacionalista y el Liberal, junto a Unión Revolucionaria Comunista− que respaldaba a Batista como candidato presidencial, y de otro lado, el bloque opositor, aglutinado alrededor del PRC (A) -e integrado, además, por los Partidos Acción Republicana, ABC y Demócrata Republicano− que promovía a Ramón Grau San Martín.
A esto siguió todo un largo proceso de elecciones pluripartidistas, cada cuatro años -para escoger tanto al presidente como a los integrantes de las dos cámaras del Congreso−, marcado además por la formalización constitucional del voto obligatorio -como existe en otros países− que, en su conjunto, lejos de mejorar la situación del país, agudizó aún más los conflictos sociales y de clase -marcados, sistemáticamente, entre otras acciones, por fraudes y robos al erario público−, aumentó nuestra dependencia política, económica y hasta cultural de los Estados Unidos y generó mayor atraso y subdesarrollo.
En 1952, cuando las fuerzas de izquierda -encabezadas por el Partido Ortodoxo− parecían emerger con la victoria y acercarnos a la solución de muchos de nuestros problemas, sufrimos el conocido golpe de Estado de Batista, lo que probaba una vez más que las oligarquías no creían ni en las propias bases del sistema liberal burgués.
La ruptura que trajo consigo la Revolución
A partir de enero de 1959, con el triunfo de la Revolución, y en correspondencia al legado que nos dejó la república neocolonial, comenzó todo un largo proceso de transformaciones sociales, lleno de conflictos.
Desde entonces, y con el beneficio que nos trajo el empleo consecuente del método de ensayo y error para analizar la historia universal y lo acontecido con nuestra propia experiencia de siglos, a la dirección política del país le quedó claro que el desmontaje paulatino del sistema político capitalista anterior debía comenzar con la destrucción de los fundamentos de la máquina estatal-burocrático burguesa y, como parte de esta, del sistema de partidos políticos que constituía el núcleo duro de nuestros sistemas electorales.
Así, el primer acto que ejecutaron las fuerzas revolucionarias -encabezadas por el Ejército Rebelde−, como medida práctica para la supresión del parlamentarismo burgués y todos los mecanismos y procedimientos que lo respaldaban, fue la disolución del Congreso y la designación de un nuevo Consejo de Ministros -denominado Gobierno Revolucionario Provisional− que fue investido de los derechos de un órgano legislativo y ejecutivo, y de los plenos poderes de una Asamblea Constituyente.
Otras acciones complementarias por parte del Ejército Rebelde, como el desarme y la sustitución de viejo ejército y la policía, junto a la disolución de los partidos políticos -casi desmembrados− que apoyaron al régimen, o colaboraron con él, y la inhabilitación por treinta años de sus dirigentes, candidatos, representantes, senadores, alcaldes y otros, para desarrollar cualquier cargo público y ejercer los derechos electorales, iban dirigidos a cercenar las bases del sistema político capitalista. También era la única garantía de la soberanía nacional y de ulteriores conquistas revolucionarias.
Casi de manera simultánea, y como continuación de todo este proceso, se fueron diseñando dos tareas fundamentales que contribuyeron a delinear la estructuración del nuevo sistema político: por un lado, se asumía la necesidad de crear un órgano de dirección política15 que, continuando el legado de José Martí -como el de Mella, Villena, Guiteras y Pablo de la Torriente Brau, entre otros líderes revolucionarios−, garantizara la unidad política y de acción del pueblo, ante los reales y potenciales intentos, internos y externos, de hacernos retornar al capitalismo.
Por otro lado, era conveniente diseñar un Estado,16 en el que el pueblo practicara la democracia directa -tal como proponía el filósofo político Rousseau en su momento− y en el que también existieran órganos de representación pública, cuyos candidatos -distintamente a las bases de representación popular que se fueron abriendo paso tras las propuestas iniciales de los padres fundadores de la nación norteamericana− no fueran nominados por las élites de los partidos políticos, tradicionalmente dependientes de los dueños del poder económico, sino por el pueblo, quien, en realidad, debía ser el representado.17 Fueron los dos derroteros estratégicos que han marcado el sistema político y electoral cubano, desde entonces hasta la actualidad.
En este sentido, si bien es cierto que, durante los primeros casi 17 años de Revolución, bajo el liderazgo de un Gobierno Revolucionario Provisional −nacido de la guerra revolucionaria−, no existió ninguna Constitución o Ley Electoral que regulara la existencia de órganos de representación popular y de elecciones periódicas a nivel nacional, provincial y local, tampoco es falso que el proyecto democrático que se quería construir en Cuba no tenía referentes históricos y teórico-prácticos y, por tanto, tenía que ser modelado, casi, desde la nada.
Además, en condiciones de creciente bloqueo económico y de amenazas de invasión, por parte de los diferentes gobiernos de los Estados Unidos, lo más coherente para la sobrevivencia de una Revolución como la nuestra, era fortalecer la alianza económica con la URSS y los países socialistas del momento y prepararse en la esfera militar, lo que nos trajo el empleo de mucho tiempo y el gasto de no pocos recursos. El año 1976, sin embargo, más consolidado el país en el orden económico y militar, realmente, marcó un antes y un después dentro de lo que se considera el proceso de perfeccionamiento del sistema político y electoral cubano.
A partir de esa fecha y cumpliendo acuerdos del Primer Congreso del Partido (1975), se llevó a referendo popular, en febrero de 1976, la primera Constitución Socialista del siglo xx -la que obtuvo el 97,7 % del voto popular emitido− y, casi cinco meses después, se aprobó la Ley No. 1305, la primera Ley Electoral del periodo revolucionario.
De estos acontecimientos se derivó también, por primera vez en nuestra historia y, presumiblemente, en la experiencia de la mayor parte de los sistemas electorales conocidos, primero la nominación directa por parte del pueblo de los candidatos a delegados de base -de circunscripción-, y después la elección, también de manera directa, por parte del propio pueblo, de esos mismos delegados de circunscripción, a las respectivas Asambleas Municipales del Poder Popular, en ambos casos, sin mediación de partidos políticos.
De la propia Constitución y Ley Electoral también resultó la nominación indirecta, a través de los delegados de circunscripción electos, de delegados a las Asambleas Provinciales y diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular. Después, asimismo emergió la elección indirecta, mediada por los propios delegados de base -de circunscripción-, a través de su voto directo y secreto a nombre de las circunscripciones que representaban, de los delegados provinciales y diputados al máximo órgano de poder del Estado. A partir de esta fecha, los candidatos a diputados -como los delegados a las Asambleas Provinciales- comenzaban a ser presentados en listas cerradas -según la cantidad de cargos en disputa- que no permitían escoger entre varias propuestas, similar a los sistemas parlamentarios de gobierno.
Por medio de esa misma Ley Electoral de julio de 1976, la nominación del presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular y del presidente de los Consejos de Estado y de Ministros -vigentes en la nomenclatura legislativa cubana hasta 2019-, también se hacía de manera indirecta, con respecto a la población y a los mismos delegados de base. El papel de electores, en este caso, igual que en sistemas parlamentarios de gobierno como el de España, Alemania e Italia, correspondía a los diputados electos, auxiliados, en el caso de Cuba, por una Comisión de Candidatura constituida por las más importantes organizaciones de masas y sociales del país y presidida por el Partido Comunista de Cuba, lo que estuvo vigente hasta 1992.
En ese propio año de 1992, recién consumado el derrumbe del socialismo en la antigua URSS y los países de Europa oriental y central y en correspondencia con los desafíos que planteaban a Cuba los nuevos contextos, tuvieron lugar nuevas reformas políticas y constitucionales que abarcaron varias aristas fundamentales del sistema político y electoral cubano. Algunos de estos cambios, derivados del IV Congreso del Partido Comunista de Cuba -celebrado en Santiago de Cuba, en 1991- y reflejadas en la nueva Ley Electoral -la No. 72, del 29 de octubre de 1992- aprobada por la Asamblea Nacional del Poder Popular, quedan resumidos en dos puntos:
Nuevas formas en la organización y funcionamiento del órgano político -el Partido Comunista de Cuba-, retomando la asamblea de ejemplares como método de participación popular más idóneo para fortalecer el crecimiento a las filas del Partido y creando las condiciones para enmendar el error histórico de no permitir la entrada de creyentes a la más importante organización política del país.
Mecanismos inéditos de elección de los diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular que, si bien conservaban la obligación de que fueran los delegados de circunscripción -electos en la base- los que se encargaran de nominar a los representantes al máximo órgano de poder del Estado -presentados, también como hasta esos momentos, a través de las Comisiones de candidaturas, en listas cerradas que no permitirían más propuestas-, asimismo promovían, por primera vez en la historia, que estos potenciales representantes, nominados formalmente por los delegados de base, fueran ratificadas por no menos del 50 % del voto directo de la población en la base, lo que constituía un importante paso de avance en relación a la anterior legislación electoral.
A partir de la nueva Ley Electoral vigente, la Comisión de Candidatura seguía integrada, formalmente, por las más importantes organizaciones de masas y estudiantiles del país, pero dejaba de ser presidida por el Partido Comunista de Cuba para acreditar la mayor responsabilidad de dirección a la Central de Trabajadores de Cuba (art. 69). Era este otro paso de gran trascendencia a los efectos de legitimar un sistema político que había dejado de representar los intereses de la oligarquía y que rechazaba el carácter electoral de los partidos políticos. (Pérez Martínez, 2020; 2021).
Las últimas elecciones para diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular
En este contexto, más allá de lo ya publicado oficial y extraoficialmente en nuestro país y en el exterior sobre la complejidad del momento que estamos viviendo y de las polémicas en torno a esto, es oportuno hacer referencia al recién concluido, el pasado 26 de marzo, proceso de elecciones de diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular que constituye el preámbulo inmediato del inicio de la X Legislatura del Parlamento Cubano y que marcará los nuevos derroteros del proyecto cubano de construcción socialista (Prieto Valdés, 2019; 2020).
Los procedimientos empleados -que tuvieron como referente la última Constitución aprobada en 2019, mediante refrendo popular y la Ley No.127 de 2019, Ley Electoral aprobada por el Parlamento-, así como los resultados globales más importantes alcanzados, pueden resumirse en los siguientes aspectos:
En relación a los pasos dados y procedimientos empleados para la elección de los diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular (Trabajadores; 2023 Ley No. 127 del 2019. Ley Electoral, 2019, pp. 181-184):
1.º de diciembre del 2022: El Consejo de Estado liberó la convocatoria a elecciones nacionales para elegir, por término de cinco años, a los diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular, lo que desplegó el cumplimiento de varias tareas.
Se realizaron 950 plenos nacionales de las organizaciones de masas y estudiantiles -de ellos, seis nacionales, 118 provinciales y 826 municipales- de donde emergieron, hacia las Comisiones de candidaturas a los niveles municipal, provincial y nacional, 19 034 propuestas de precandidatos a diputados.18
Las Comisiones de candidaturas municipales estudiaron las propuestas recibidas de los plenos de las organizaciones de masas y estudiantiles de su territorio, consultaron con cada delegado de las Asamblea Municipal del Poder Popular sus propuestas, seleccionaron la cantidad de precandidatos a diputados que le correspondían (según las cuotas asignadas a razón de un diputado cada 30 000 personas) y remitieron sus propuestas a la Comisión de Candidaturas Nacional (CCN) conforme con lo establecido en la Ley Electoral vigente. Una búsqueda y propuesta de precandidatos, a sus respectivos niveles, también hicieron las comisiones de candidaturas provinciales y nacional e igualmente fueron remitidas.
La CCN, a fin de preparar el proyecto de candidatura a diputados, analizó cada una de las propuestas de precandidatos que les remitieron de la dirección de las organizaciones de masas a nivel nacional, las comisiones de candidaturas municipales y provinciales y, además, analizó los diputados de la IX Legislatura salientes. Igualmente hizo su propia selección de precandidatos, buscó la anuencia de estos y la envió al Consejo Electoral Nacional (CEN) que verificó el cumplimiento por parte de los precandidatos de los requisitos exigidos por la Ley Electoral para la nominación.
27-28 de enero/ 2023: Aprobación de las candidaturas para la nominación de diputados y la elaboración de biografías.
Luego de que el CEN verificó la legalidad de las propuestas, la CCN entregó a cada Comisión de Candidatura Municipal la propuesta de candidatura para la nominación de los candidatos a diputado que le correspondía (de acuerdo con el municipio por el que hayan determinado que cada uno debe ser propuesto). A esto se adjuntaron las biografías, fotos y los fundamentos de cada caso, acompañada de la reserva correspondiente.
Seguidamente, las Comisión de Candidatura Municipales informaron a sus delegados sobre la propuesta de integración de dichas candidaturas y consultaron individualmente sus opiniones.
5 febrero: Se realizaron sesiones extraordinarias de las Asambleas Municipales del Poder Popular para la nominación de los candidatos a diputados, quienes obtuvieron más del 50 % de los votos de los delegados de base para integrar la lista electoral. Con esta decisión, los 470 precandidatos se convirtieron en candidatos a diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular.
6 febrero-24 marzo: Los candidatos electos hicieron recorridos por los distritos electorales y municipios por los que fueron nominados y desarrollaron encuentros con la población que, en caso de ser elegidos, deberían representar.
26 de marzo (domingo): Los cubanos acudieron a las urnas a ejercer su derecho al voto libre, igual, directo y secreto para elegir a los diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular. En este contexto, el escrutinio, alejado de los mecanismos formales de compartimentación de las democracias liberales, fue también completamente público, como en elecciones anteriores.
Durante el conteo final de votos y en correspondencia con la Ley Electoral (art, 117), pudieron estar presentes no solo las autoridades electorales del territorio, los representantes de las organizaciones políticas y de masas y los candidatos, sino los ciudadanos de cada localidad, quienes también controlaron la seriedad de las mesas electorales.
Vinculado a la cantidad y calidad de los votos emitidos por parte de la población (Cabrera Monzón, 2023;) Antón Rodríguez, 2023, 30 de marzo; Antón Rodríguez, 2023, 31 de marzo):
Del total general de 8 129 321 ciudadanos cubanos con derecho al sufragio, ejercieron el voto libre, igual, directo y secreto 6 167 605 electores para un 75,87 % del total. Es un dato que, aun cuando marca una tendencia decreciente en relación a comicios internos anteriores,19 y requiere un profundo análisis, también debe reconocerse está en la media de los resultados electorales en otros países.20
Del total de boletas depositadas en las urnas (6 167 605), resultaron válidas el 90,28 %,21 en blanco el 6,22 %22 y anuladas el 3,5 %.23
Del total de boletas válidas emitidas, el voto por todos lo constituyó el 72,10 %, inferior al 80,44 % alcanzado en 2018. Este procedimiento que tradicionalmente es precedido del llamado oficial al «voto unido» y que, como ya fue explicado antes, constituye una variante sui géneris de los sistemas parlamentarios de representación proporcional -que presentan listas cerradas con tantos candidatos como escaños se pretendan alcanzar en el Parlamento- tiene la virtud de que elige a candidatos que son nominados no por las élites de los partidos políticos, sino por representantes del pueblo -delegados de circunscripción- que fueron elegidos en las bases populares.
Con respecto a la representación territorial (Cabrera Monzón, 2023):
Del total de 470 diputados electos -135 menos que en la anterior legislatura-, 221 (47,02 %), son también delegados de circunscripción, 135 (28,7 %) representan intereses provinciales y 114 (24,2 %) son de interés nacional. Obsérvese que una de las distinciones más importantes establecidas por la Ley Electoral No. 127 de 2019, a diferencia de cualquier otra legislación vigente, es que hasta el 50 % de los diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular24 deben ser delegados de base, fortaleciendo formalmente el vínculo directo de la ciudadanía con la máxima instancia de poder del Estado.
En correspondencia con lo anterior, aun cuando el total de diputados corresponde a la relación oficialmente establecida de un diputado cada 30 000 habitantes o fracción mayor de 15 000, en el caso de municipios con un máximo de 45 mil habitantes o inferior se eligen dos diputados, uno de los cuales debe ser delegado de circunscripción. Precisamente respondiendo a la representatividad de dirigentes de base, de los 168 municipios del país, 128 tienen 2 diputados y uno es delegado de base.
La composición etaria, racial, por sexo y nivel de instrucción de los 470 diputados electos a la Asamblea Nacional del Poder Popular quedó resumida en la tabla 1, confeccionada a partir de datos publicados en los medios de prensa nacionales (Granma, 2023, 9 de febrero):
Categoría | Legislatura | |
---|---|---|
Actual | Anterior | |
N (%) | N (%) | |
Jóvenes (18-35 años) | 94 (20 %) | 80 (13,2 %) |
Mujeres | 260 (55,3 %) | 322 (53,2 %) |
Negros y mulatos | 214 (45,5 %) | 245 (40,5 %) |
Nivel educacional superior | 449 (95,5 %) | 524 (86,6 %) |
Promedio de edad | 46 años | 51,9 años |
En relación a los sectores laborales mayormente o menos representados se resumen en la tabla 2 (Granma, 2023, 9 de febrero):
Categoría | No. diputados |
---|---|
Estructuras del Poder Popular | 71 |
Gobierno | 37 |
Dirigentes políticos | 29 |
FAR | 11 |
Subtotal | 148 (31,4 %) |
Educación general | 34 |
Educación superior | 22 |
Salud | 32 |
Cultura | 27 |
Prensa | 19 |
Deporte | 12 |
Subtotal | 137 (29,14 %) |
Cooperativo y campesino | 14 |
Energía y minas | 13 |
Industria médico-farmacéutica | 11 |
Industria general | 10 |
Subtotal | 72 (15,3 %) |
Otros sectores* | 113 (24,04 %) |
*Trabajadores de ministerios como el de Trabajo y Seguridad Social, el MININT, el CITMA, instituciones de la sociedad civil como la CTC, los CDR, la UJC, la ANAP y asociaciones de periodistas, juristas, economistas, jóvenes creadores, abogados, historiadores e informáticos.
Estos datos, sobre la composición territorial, social y laboral de los diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular, que marcan una notable diferencia con respecto al resto de los parlamentos del mundo -por su capacidad de integrar representantes de las estructuras políticas, estatales y del Gobierno con amplios sectores de la sociedad civil-, responde a la existencia de una Comisión de Candidatura -integrada por las más importantes organizaciones de masas y estudiantiles del país y presidida por la CTC- que, más allá de la necesidad de ser perfeccionada -en cuando a su constitución y transparencia funcional-, supera, en mucho, en cuanto a representación, las propuestas que hacen las élites de los partidos políticos en la mayor parte de los países. La práctica universal ha demostrado que, donde postulan las élites partidistas, no puede haber representación proporcional entre los intereses del Estado y el Gobierno y los que se expresan en la sociedad civil.
Al proceso de elección de los diputados a la ANPP, correspondiente al inicio de la X Legislatura -que, dicho sea de paso, a diferencia de casi todos los parlamentos, no otorgará otros ingresos a la gran mayoría de los representantes públicos elegidos que los que correspondan al salario que cada uno devenga en la institución de donde proviene- resta la constitución final del Parlamento el próximo 19 de abril.
Allí tendrá lugar la elección de su dirección -presidente, vicepresidente y secretario que, a su vez, lo serán del Consejo de Estado- la elección de los miembros del Consejo de Estado y la elección del presidente y vicepresidente de la república, pero no habrá sorpresas. Será un sufragio de segundo grado, también llamado elección indirecta, parecida a la que se realiza en muchos otros países, con la diferencia «no despreciable» de que -al igual que durante la elección de delegados a la Asamblea Municipal del Poder Popular y de diputados-, a lo largo de todo este proceso, tampoco habrá pugnas partidistas, ni campañas electorales. No habrá promesas de lo que se va a hacer, sino reconocimientos a lo que ya se ha hecho.
Allí, la Comisión de Candidatura Nacional solicitará a cada diputado electo le sea enviado, de manera anónima, sus propuestas personales para los distintos cargos a elegir; primero, con el objetivo de escoger la dirección de la Asamblea Nacional del Poder Popular y la composición del Consejo de Estado; y, en un segundo momento, para elegir al presidente y vicepresidente de la república. Después les serán consultadas, individualmente, las propuestas que vayan adquiriendo el mayor consenso y, finalmente, mediante su voto libre, igual, directo y secreto, en sendas boletas electorales preparadas por separado a tales efectos, hará su elección. Esto podrá seguir ocurriendo cada cinco años.
Pero si la ciudadanía desea poner fin al mandato del presidente de la república, del presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular o de algún otro de los representantes públicos elegidos, incluyendo los delegados de circunscripción, puede invocar la Ley No. 135 de 2020- Ley de Revocación de los elegidos a los órganos del Poder Popular, siguiendo el principio democrático organizativo de que quien postula, revoca.
Conclusiones
Así, luego de concluido todo este análisis, varias ideas deben ser resaltadas:
Primero que, aun cuando el sistema político y electoral cubano actual tiene diferencias sustanciales con respecto a los modelos de participación directa e indirecta conocidos por la historia -desde la Antigüedad hasta lo que acontece hoy- tampoco es falso que entre 1901 y 1959, durante el periodo de la llamada república neocolonial, nosotros practicamos, en general, las mismas reglas políticas y legislativas que sustenta la tradición democrático-liberal.
Segundo que, aun cuando, en la primera mitad del siglo xx cubano nosotros practicamos las mismas reglamentaciones que regulan el funcionamiento de la gran mayoría de los Estados, en nuestra experiencia ni el sistema capitalista resolvió los problemas económico-sociales del país ni garantizó la verdadera participación popular en los procesos de toma de decisiones. Todo transcurría sobre la base del empleo de las masas populares, más o menos cada cuatro años, únicamente para legitimar las propuestas de candidatos a cargos de presentación pública que hacían las élites partidistas.
Tercero que, aun cuando el sistema político y electoral cubano actual emplea mecanismos y procedimientos de la democracia directa e indirecta, presentes tanto en los sistemas presidencialistas de gobierno como en los parlamentarios, en nuestra propuesta se utilizan dos tipos de procedimientos que prácticamente no tienen antecedentes en la historia: en primer lugar, la nominación, por parte de la población vecinal, de delegados de base que después son elegidos directamente en las propias circunscripciones electorales. Después, la nominación por parte de los delegados de base elegidos, de los candidatos a diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular, que luego son elegidos, o no, directamente por la población, en las áreas o distritos electorales por donde fueron nominados.
Aquí, sin embargo, tampoco podremos quedarnos conformes. El tránsito de la democracia liberal a la participativa en Cuba apenas está comenzando. Llegarán nuevos desafíos y tendremos que encontrar nuevas soluciones