Introducción
Entre los principales factores que han determinado la historia y el presente de América Latina, ha sido la práctica geopolítica, imperialista y neocolonial de los Estados Unidos el de mayor permanencia, profundidad y alcance en el desarrollo de los procesos económicos, políticos y socioculturales que tienen lugar al sur del Río Bravo. Mucho antes de que el poderoso vecino del Norte se convirtiera en un gran poder, manifestó un fuerte interés por el resto del continente, perfilándose desde muy temprano como una amenaza para los países recientemente independizados, hace doscientos años. Con posterioridad, bajo los soportes ideológicos de la Doctrina Monroe y del Panamericanismo en tiempos decimonónicos, se propiciará la articulación del sistema interamericano en el siglo xx, con lo cual el impacto multidimensional de la política exterior estadounidense sería decisivo para las relaciones de dominación y dependencia que se establecen en la región.
Las concepciones que sostienen a ese sistema, con base en tradiciones y mitos que acompañan la formación de la nación norteña, como el Destino Manifiesto, el Excepcionalismo Norteamericano y la Ciudad en la Colina, ensamblados en las cosmovisiones teóricas del pragmatismo, el positivismo y el darwinismo social, empalman orgánicamente con los soportes mencionados y con el conjunto de instrumentos que desde entonces forman parte de la política imperialista: manipulación política, intervencionismo militar, presión diplomática, penetración económica e influencia cultural. Esa plataforma incluye los criterios confrontados que sobre el diseño y desarrollo del gobierno formalizaron prematuramente los llamados padres fundadores de la nación, a través de las dos visiones tradicionales (la federalista y la antifederalista), integradas en una suerte de consenso en los compromisos plasmados en la Constitución de Filadelfia, que tendrían gran impacto tanto en la política interna como en la exterior, al mismo tiempo que conjuga las cuatro concepciones filosóficas que nutren la política exterior basadas en las miradas de sus líderes históricos emblemáticos norteamericanos (Jefferson, Hamilton, Jackson y Wilson), todos presidentes, salvo el segundo de ellos, que reflejan, en muchos sentidos, los orígenes políticos e ideológicos de la sociedad norteamericana y de la cultura cívica. Esas pautas permanecen hasta el presente.
Asumiendo esas constantes como telón de fondo, el presente ensayo expone de forma abreviada algunas consideraciones acerca de las concepciones teórico-ideológicas que sirven de base en la actualidad a la política latinoamericana de los Estados Unidos, y de los diversos instrumentos que posibilitan su ejercicio. Ambos elementos articulan, de ayer a hoy, un sistema de dominación continental que, entre continuidades y cambios, aún es vigente, en circunstancias en las que Nuestra América vive importantes transformaciones en la correlación interna de fuerzas políticas que entran y salen de los gobiernos mediante procesos electorales, colocándose ante una Administración demócrata en los Estados Unidos que no consigue dejar atrás el eco de su antecesora republicana. El propósito de las notas que siguen es contribuir a la comprensión de lo que cambia y de lo que permanece en tales bases conceptuales e instrumentales, a la luz de la tercera década del siglo en curso, trascendiendo la narrativa anecdótica o la serialización episódica de los acontecimientos (Halperin, 2003). De manera gradual, se introducen definiciones y referentes teóricos pertinentes, como los referidos al sistema de dominación, el imperialismo, la hegemonía y la geopolítica.
Justamente, el análisis toma en cuenta el carácter geopolítico de la dominación imperialista, palpable en sus dimensiones económica, política, cultural e ideológica. Se parte de considerar que el campo económico y social del capital completa su fortaleza en las condiciones del imperialismo contemporáneo, con su conversión en capital simbólico. Así es que se ha hecho de la enajenación mediático-cultural la norma de la vida actual en las sociedades capitalistas, generando a la vez ilusiones y tensiones insolubles tanto en el centro como en la periferia del sistema, cual es el caso de las dos Américas. La hegemonía se revela, en ese marco, cual expresión superlativa de la dominación clasista, como lo que es: una praxis y un modo de pensamiento, una subjetividad, que se elabora desde las matrices ideológicas de los que ejercen el poder.
La aproximación teórica más funcional para comprender la dominación, entendida como entramado de relaciones políticas de sometimiento y dominio, subordinación y obediencia, adhesión y rechazo, conflictividad y consenso, es la propuesta por Gilberto Valdés con una mirada marxista y, en particular, gramsciana, sobre el carácter múltiple de la misma: «Con la categoría de sistema de dominación múltiple podremos visualizar el conjunto de formas de dominio y sujeción, algunas de las cuales han permanecido invisibilizadas para el pensamiento crítico» (Valdés Gutiérrez, 2009, p. 14). Según esa concepción, dicho sistema abarca las concepciones y los instrumentos de explotación económica y exclusión social, opresión política en el marco de la democracia formal, discriminación étnica, racial, de género, de edades, de opciones sociales, por diferencias regionales, de enajenación mediático-cultural y depredación ambiental. Es decir, con una impronta geopolítica, saturando todos los espacios de poder, desde los más convencionales, como el territorial, hasta los extensivos hoy al ecológico, cibernético, psicológico, virtual.
América Latina ante la geopolítica imperialista recargada
Nuestra América fue el primer ámbito geográfico, desde el punto de vista histórico, objeto de la expansión territorial y económica, de las apetencias geopolíticas internacionales y de las incipientes manifestaciones del carácter propiamente imperialista de la política estadounidense. La región fue, además, la primera en inspirar una formulación doctrinal de política exterior, el monroísmo, cuya expresión en el presente decenio, bajo el gobierno de Joseph Biden, mantiene plena vigencia. Tal atención tenía que ver con las precoces inquietudes de los Estados Unidos, aún antes de alcanzar su fase imperialista, por los procesos emancipadores locales y por los rivales europeos, entonces coloniales, en Nuestra América. Recuérdese que el proceso de expansión continental estadounidense hacia el oeste se extiende más allá de su propio espacio original, sobrepasa su frontera sur, despojando primero a México de gran parte de su territorio al aplicar la concepción del Destino Manifiesto a mediados del siglo xix, mucho antes de transitar la fase del capitalismo premonopolista hacia la imperialista, y extendiendo la dominación, después, por la región centroamericana y caribeña. En este sentido, las particularidades históricas del desarrollo del modo de producción y de la formación social capitalista en los Estados Unidos condicionan la temprana definición geopolítica de su Estado-nación que, como regla, acompaña los procesos de configuración de las estructuras y rasgos del imperialismo.
Y será en América Latina donde nuevamente, aunque dos siglos después, se evidencia el accionar geopolítico norteamericano dirigido a proteger sus espacios de dominio y control, evitando y revirtiendo, por un lado, las luchas independentistas, revolucionarias, antineocoloniales y antimperialistas, y por otro, enfrentando la disputa hegemónica con potencias de otras latitudes, como Rusia y China (Grabendorff, 2018).
Los verdaderos intereses a los que responde hoy como ayer ese accionar tienen que ver con la preservación del sistema de dominación continental basado, en su sentido más amplio, en razones económicas, así como en imperativos geopolíticos con connotaciones militares, y en la significación simbólica que desde el punto de vista ideológico coloca a la región en la órbita de lo que los Estados Unidos consideran, prácticamente desde su fundación nacional, como si fuese un apéndice de su propio territorio. Al justificar la política hacia Nuestra América, es escamoteada la meta real de mantener la dominación y la hegemonía norteamericana, presentándose con eufemismo la defensa de la seguridad nacional de los Estados Unidos y de los países latinoamericanos como motivación de las acciones imperiales1. Ahí radica el soporte teórico de la inserción del espacio latinoamericano en las visiones y proyecciones geopolíticas norteamericanas (Hernández Martínez, 2016).
Una y otra vez aparece y reaparece el pretexto conceptual e ideológico que afirma lo imperioso de defender ante presuntos enemigos externos la supuesta seguridad en el continente, como si la misma fuera un interés común entre Estados Unidos y Nuestra América. En este sentido, se sigue presentando y definiendo a esta última no como sujeto de su propia seguridad, sino como objeto de la seguridad imperial norteamericana. No debe perderse de vista esta importante precisión, toda vez que bajo esa ecuación se reproduce, una y otra vez, el lugar y papel asignado al ámbito latinoamericano en el tablero geopolítico imperialista. Desde este punto de vista, lo que tiene lugar es una reproducción ideológica cíclica de las formulaciones del Destino Manifiesto y una renovación recurrente de la narrativa que sostiene la Doctrina Monroe, a partir de lo cual se actualizan las concepciones que sostienen la dominación imperialista en el continente y los instrumentos que la implementan.
Sobre la base de lo señalado, la proyección geopolítica de los Estados Unidos debe comprenderse a partir del siglo xx en términos de su condición imperialista, y esta, a su vez, con el enfoque utilizado por Lenin al abordar el fenómeno en el contexto histórico que rodeaba a la Primera Guerra Mundial, como resultado de la monopolización y del nacimiento del capital financiero, que dejaban atrás la época del capitalismo de libre competencia (Lenin, 1968). La vigencia de tal perspectiva responde a que no se trataba de una definición acabada, sino de un abordaje metodológico, como guía analítica. De ahí que su caracterización estructural haya mantenido su validez, al presentar al imperialismo como articulación económica global, que, como todo fenómeno histórico, no permanece inmutable, sino que se transforma. Las expresiones concretas reales de los atributos que Lenin identificó han ido variando en consonancia con las diferentes condiciones históricas, más sus puntos de partida han conservado actualidad (Lenin, 1974).
Desde el punto de vista histórico, el proceso que sigue a la Segunda Guerra Mundial le imprime al imperialismo contemporáneo su fisonomía como sistema internacional que, sobre la base de tales rasgos, coloca su epicentro en Estados Unidos, exhibiendo una rápida consolidación de su hegemonía. Desde entonces, ella se manifiesta -entre rivalidades interimperialistas, contradicciones globales, competencias productivas y tecnológicas, conflictos bélicos y redes de alianzas-, con una definida proyección geopolítica, ampliando su radio de influencia por los espacios más diversos: geográficos, económicos, políticos, militares, ideológicos, culturales, y en periodos más recientes, cibernéticos y aeroespaciales. En ese marco, tan importante como la identificación de los amigos y aliados del imperialismo norteamericano, son las percepciones de amenaza ante los que se consideran como enemigos, reales o no, en cuya construcción simbólica es determinante el papel de la ideología, como activo factor subjetivo que fundamenta la visión geopolítica con la que se posiciona en el sistema internacional.
En correspondencia con ello, la condición hegemónica de los Estados Unidos, como expresión multidimensional que alcanza en el citado contexto posbélico, es integral y dinámica. Se manifiesta con ritmo creciente en los espacios mencionados, alcanzando su plenitud en menos de un decenio. Tanto al interior de la nación norteamericana como en sus relaciones externas impera un consenso que se materializa través de una diversidad de aparatos ideológicos del Estado, que incluyen instituciones educativas y culturales, medios de comunicación, organizaciones sociales, cuyo accionar conjunto propicia dinamismo mediático-propagandístico, optimismo sociocultural, desarrollo de alianzas diplomáticas y militares internacionales, expansión ideológica y auge económico-financiero.
Las nuevas codificaciones acerca de la «amenaza», que se estructuran bajo la Guerra Fría, sustituyen el peligro fascista por el comunista, erigiéndose la confrontación geopolítica en un mundo bipolar, entre el «Este» y el «Oeste», en la piedra angular de la política exterior norteamericana, cuya narrativa jerarquiza la importancia de defender la seguridad nacional, concebida como pretexto y función de la dominación internacional. Ese complejo y contradictorio proceso ideológico condiciona -y a la vez, es resultado de- una profundización creciente de la condición hegemónica de los Estados Unidos o, para expresarlo con mayor exactitud, del imperialismo norteamericano. En la medida en que se afirma el consenso doméstico -aportando argumentaciones y justificaciones de aceptación general en la opinión pública-, se convierte en fuente de legitimidad de las políticas en curso, sin que aparezcan dentro de esa sociedad límites morales o legales trascendentes en su despliegue. Esa legitimación posee un valor agregado, y es que el establecimiento y reproducción del consenso, toda vez que expresa los intereses de una clase dominante, es el resultado político de la legitimación ideológica del poder del Estado, impregnando la conciencia de las clases dominadas y propiciando también legitimidad a las proyecciones externas.
Se trata del consenso que necesita el imperialismo, al ejercer el poder mediante su sistema de dominación. En este sentido, se manifiesta la función de la ideología como mecanismo de poder, según lo concibe Foucault, al considerar que el poder no es algo que posee la clase dominante, sino una estrategia. Es decir, el poder no se posee, se ejerce. Para Foucault, el poder es ante todo despliegue de relaciones de fuerza, de dominación, y la ideología es un instrumento poderoso de dominación cuando propicia o sella la creación de consenso, sin tener que apelar a la coerción (Foucault, 2001). Desde este punto de vista, se corrobora la interpretación gramsciana, según la cual la clase dominante en el imperialismo ejerce su poder no solo por la coacción, sino porque logra imponer su visión del mundo a través de los mencionados aparatos ideológicos del Estado, como la escuela y los medios de comunicación, que junto a otras entidades, como la familia y la religión, garantizan el reconocimiento y la internalización de su dominación por las clases dominadas. Se trata del proceso de conformación de consensos para asegurar su hegemonía, incorporando algunos de los intereses de las clases oprimidas y grupos dominados. La mejor expresión de la hegemonía, o su momento de mayor eficiencia, es cuando no necesita estar acorazada de coerción (Gramsci, 1976).
Estas precisiones son relevantes en la medida en que, en las condiciones actuales del imperialismo norteamericano, en su actuación interna y externa, tiende a ser más frecuente y cotidiana la dominación que la hegemonía. Según lo señalara Lenin, el viraje de la democracia a la reacción política constituye la tendencia política del imperialismo, tanto en la política exterior como en la interna (Lenin, 1974).
Al producirse el llamado «fin» de la Guerra Fría, a comienzos de la década de 1990, el término de imperialismo había prácticamente desaparecido del lenguaje periodístico, académico, partidista y gubernamental. Como lo precisara Atilio Borón (2004), el desvanecimiento de la problemática del imperialismo era un síntoma de dos cosas: del irresistible ascenso del neoliberalismo como ideología de la globalización capitalista en las últimas dos décadas del siglo pasado, y de las transformaciones acaecidas a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, que ponían en cuestión algunas de las premisas mismas de las teorías clásicas del imperialismo.
Desde que comienza el siglo xxi, el sistema de dominación imperialista procura ajustarse a las circunstancias cambiantes del sistema internacional, que difiere bastante del que existía en la época en que Lenin caracterizó al imperialismo, en los primeros decenios del siglo xx. Así, teniendo en cuenta el condicionamiento histórico de todo proceso social, el imperialismo no es un fenómeno estático, sino dinámico. La realidad en el presente siglo es otra, definida por los efectos acumulados de dos guerras mundiales, de varias fases en el desarrollo de revoluciones científico-técnicas, de profundos cambios políticos y culturales, acompañados de la globalización neoliberal y de sucesivas crisis, entre otros fenómenos que han transformado al modo de producción capitalista, impulsando nuevas relaciones sociales y desarrollando las fuerzas productivas.
El auge del pensamiento único (bajo la confluencia ideológica del neoliberalismo, el posmodernismo y de un renovado irracionalismo filosófico), ha traído consigo una narrativa concentrada en la globalización y la posmodernidad, lo que llevaría a pensar más en visiones apocalípticas sobre el fin del mundo que en el fin del capitalismo (Ramonet, 1999). Ello llevaría a muchos estudios a dejar a un lado al imperialismo, considerándolo como algo anacrónico o fosilizado, desconociendo que sigue vigente. Ha cambiado, pero su esencia sigue siendo imperialista. Más allá de ciertas modificaciones en su morfología, sus componentes estructurales básicos se mantienen: los grandes monopolios de alcance transnacional y base nacional, fruto de la elevada concentración de la propiedad, de la propiedad y del capital, junto a los gobiernos de los países metropolitanos o potencias imperialistas; las instituciones financieras internacionales, que integran una arquitectura mundial; los procesos de exportación de capitales, en interacción con una tendencia recíproca y complementaria, a partir de la cual el imperialismo también recibe los efectos importadores; y la continuidad del proceso geopolítico y geoeconómico, relacionado con el control de territorios, mercados, materias primas e inversiones. Por su diseño, propósito y funciones, esos elementos no hacen sino reproducir, consolidar y perpetuar, renovándola, la vieja estructura imperialista. Su lógica de funcionamiento no es la misma desde el punto de vista de la forma, pero en cuanto a muchos de sus contenidos y esencia sí lo son, sin que se subestimen los efectos de los avances científicos y tecnológicos. También lo es la ideología que justifica su existencia, los actores o sujetos que la dinamizan y los resultados de las relaciones de dominación y hegemónicas, de opresión, explotación y control que promueven. La práctica imperialista es, por definición, profundamente geopolítica, hoy recargada. El sistema de dominación que construye no puede sino establecerse y desarrollarse a partir del ejercicio del poder en todos los espacios, incluyendo en el siglo xxi, de manera prioritaria, el ideológico, el cultural y el cibernético, enriquecido con instrumentos de dominación novedosos. Más allá de los territorios y los océanos, la conquista de las mentes y los corazones se inserta en el centro mismo de la disputa hegemónica actual.
Antecedentes y pautas del sistema de dominación continental
Así, a las concepciones tradicionales que sustentan el sistema imperialista, como las referidas a los mitos fundacionales de la sociedad estadounidense, como los del Destino Manifiesto, el Excepcionalismo Norteamericano, la Ciudad en la Colina; u otras concernientes a la identidad y la seguridad nacional, relacionadas con el anticomunismo, el antiterrorismo y el antinorteamericanismo; o con la pureza racial y étnica, asociadas a las ideas del supremacismo blanco, la xenofobia y al nativismo; se agregan desarrollos doctrinales, como los que han aportado algunos periodos de gobierno, a través de sus presidentes, que han justificado calificativos como los de Doctrina Nixon, Doctrina Reagan, Doctrina Bush, aún y cuando los enfoques teóricos hayan sido casi siempre sus asesores, como Kissinger, Kristol, Brzezinski, comprometidos todos con lentes geopolíticos. En marcos como esos han surgido conceptualizaciones que se suman al arsenal de términos ya existente (como los de contención, contrainsurgencia, tercera frontera, conflicto de baja intensidad, imperio del mal, Estados villanos), y adquieren presencia habitual en el discurso oficial y oficioso, como las de transición, cambio de régimen, Estado fallido, troika de las tiranías, potencias revisionistas. Algunas concepciones, como las relativas al tema de los derechos humanos, aparecen y reaparecen con formulaciones diversas, según la retórica presidencial de cada momento. En ese caso, caben como ejemplos las referencias distintivas a Carter, Obama y Biden, todos demócratas, o sea, compartiendo la misma afiliación partidista.
En cuanto a los instrumentos de control y dominio se aprecia una situación parecida. A los más conocidos o convencionales -como los militares, basados en tratados legales, bases establecidas a lo largo y ancho del mundo, operaciones o maniobras por aire, mar y tierra, en demostraciones de fuerza con sofisticadas naves aéreas y marítimas, armamentos de creciente capacidad destructiva, equipamiento personal bélico y de comunicación para los soldados; los económicos y financieros, expandidos a través de las poderosas empresas de producción y distribución transnacionales y de la banca mundial; los políticos y diplomáticos, materializados en instituciones gubernamentales y no gubernamentales, entidades multilaterales y foros mundiales; los círculos y medios académicos, científicos, periodísticos y artísticos-, se han ido añadiendo instrumentos sumamente funcionales y novedosos, apoyados en la inteligencia artificial, las nuevas tecnologías de la información y gestionados mediante redes sociales, que manipulan la verdad y la realidad, invaden la privacidad, manipulan las conciencias y comportamientos, imponen métodos parlamentarios y judiciales, así como noticias falsas en la vida política. En la actualidad, se observa una combinación, superposición y simultaneidad en el uso de los instrumentos basados en la diferenciación tradicional entre instrumentos de poder duro y blando, a partir de las concepciones desarrolladas por Joseph Nye sobre el poder inteligente, cuyo empleo supone la conjugación de los anteriores (Hernández Martínez, 2016; Estrada Álvarez y Jiménez Martín, 2020; Romano, 2020; Vázquez Ortiz, 2021).
Los ejemplos ilustrativos de los instrumentos en el ejercicio de la dominación imperialista en América Latina pueden ser numerosos, de uno u otro tipo, vigentes o no. Desde las instituciones fundamentales o emblemáticas que integran el conocido Sistema Interamericano, como la Junta Interamericana de Defensa (JID), el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), la Organización de Estados Americanos (OEA), la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), el mecanismo de las Cumbres de las Américas, desde la primera, con sede en Miami, en 1994, realizada luego en países latinoamericanos, hasta la novena, en 2022, realizada en Los Ángeles, por segunda vez, en territorio norteamericano.
Quizás, la manera más gráfica con la que se puede ilustrar la tendencia a acudir a todo tipo de instrumentos sea examinando las prácticas que hace más de diez años se pondría en boga a través de la llamada Guerra no Convencional, que como concepción que nace en documentos militares, tiene antecedentes en enfoques precedentes, surgidos también en ese ámbito, pero elaborados también en medios académicos e instituciones vinculadas a los servicios especiales, de inteligencia y contrainteligencia (Vázquez Ortíz, 2018). En este sentido, bien pudiera pensarse en las concepciones asociadas ayer al llamado «tendido de puentes», dirigido a erosionar desde adentro los países socialistas europeos, la contrainsurgencia, enfocada contra fuerzas de guerra irregular, como en Vietnam; a la guerra de baja intensidad, aplicada en Centroamérica, así como en otras denominaciones y variantes; como las de la guerra híbrida, que incluyen la guerra económica, psicológica, mediática, cultural, en todos los casos con fines comunes, de subvertir gobiernos y debilitar o destruir procesos revolucionarios y antimperialistas, aplicando concepciones e instrumentos en combinación, con mayor visibilidad en ciertas etapas del proceso de restructuración que experimenta el sistema de dominación continental y procurando ajustarse a las circunstancias cambiantes y mantener sus intereses (Regalado, 2018).
En resumen, se ha venido produciendo una centralización muy marcada y pronunciada en la estructura o configuración mundial del imperialismo, cuyo centro de gravedad se ha desplazado hacia los Estados Unidos. En la actualidad, el imperialismo tiene una ubicación espacial, en términos geopolíticos se localiza en Estados Unidos y se caracteriza por rasgos, entre los cuales se encuentran:
la militarización del sistema internacional para preservar el orden mundial capitalista;
la creciente tendencia a recurrir a la violencia en un sentido integral (psicológica, física, diplomática, política, comercial, militar) para el control de los recursos y posiciones estratégicas;
la concentración económica y la tiranía de los mercados financieros;
la centralidad de la ideología como factor indispensable que complementa y completa la diversidad de instrumentos que garantizan la hegemonía imperialista.
El marco de ese accionar lo conforma la estructura de poder que en los Estados Unidos comprende una compleja constelación de instancias y sujetos, tanto del sistema político como de la economía y la sociedad civil: departamentos y agencias de la rama ejecutiva; cámaras, comités y subcomités de la legislativa; grupos de la oligarquía financiera, cual núcleo de la burguesía monopólica; corporaciones industriales; centros de pensamiento; asociaciones y organizaciones sociales, incluidas las religiosas, que operan como grupos de interés y presión. Esa estructura se proyecta en todos los ámbitos relevantes, a nivel interno y externo, para el ejercicio del poder y la consolidación hegemónica, como los de las altas finanzas, la seguridad y la defensa. Y es en el campo de la geopolítica internacional donde la hegemonía imperialista puede alcanzar su plenitud.
Toda vez que en el análisis resulta una cuestión central, conviene precisar que, desde la concepción original clásica, entendida como una geopolítica de la dominación, hasta otras más recientes, la geopolítica remite a la distribución geográfica del poder. Supone la concepción y la práctica instrumental orientada a garantizar intereses clasistas de expansión ideológica y política de la democracia burguesa representativa, el modelo de economía neoliberal y la militarización como medios de la dominación imperialista. El caso ejemplar es el de los Estados Unidos como Estado que se ha apropiado de los principales espacios internacionales a través de una conjugación de fuerza e influencia, con el fin de controlar territorios, recursos naturales y energéticos. Como contraste, la geopolítica crítica, concebida como una geopolítica de la emancipación, deconstruye la teoría geopolítica clásica, mostrando sus funciones políticas e ideológicas para el imperialismo, concibiendo al espacio geográfico cual construcción social compleja que incorpora componentes físicos, históricos y culturales, atendiendo a su carácter clasista, proponiendo opciones teóricas y prácticas a la dominación. De ahí que las contribuciones de Marx y Engels al estudio de las clases sociales y la lucha de clases, las de Lenin a la teoría del imperialismo, las de Gramsci acerca de la hegemonía, continúen siendo una base indispensable para la comprensión de la geopolítica imperialista, que es la predominante en el mundo actual, signado por el neoliberalismo. Recuérdese que las ideas y prácticas dominantes en un sistema, sea una formación social nacional o sea la realidad internacional, son las que produce, adopta, difunde y establece la clase dominante.
América Latina se inserta hoy con protagonismo en el proceso de transición hegemónica global que está teniendo lugar, definido por la declinación relativa estadounidense y el ascenso de potencias como China y Rusia, cuyo dinamismo geopolítico y geoeconómico incluye nuevos posicionamientos que rivalizan con la tradicional presencia e influencia norteamericana en la región, lo cual les convierte en blancos de una geopolítica recargada (Frenkel y Comini, 2017; Detsch, 2018). Los cambios que se están generando en el sistema mundial capitalista se expresan en el actual mapa latinoamericano como factores internacionales que hacen aún más complejo el escenario continental de transformaciones operadas en las correlaciones de fuerzas políticas desde finales del siglo xx e inicios del xxi, y condicionan tanto a los Estados como a los gobiernos, sus proyecciones de desarrollo, las luchas por el poder y los procesos de concertación e integración regional. En ese contexto, los gobiernos progresistas o de izquierda, con respaldo popular, surgidos de procesos electorales amparados en las reglas de la democracia liberal representativa burguesa, han generado una intensa reacción por parte del imperialismo estadounidense y las oligarquías latinoamericanas, con el empeño de lograr su reversión y derrocamiento. Es una nueva expresión del viejo conflicto entre revolución y reforma, entre revolución y contrarrevolución (Castro, 2012; Regalado, 2018). Los Estados Unidos reivindican en ese marco, terminada la Administración Trump y en curso la de Biden, la Doctrina Monroe, y se disponen a recuperar lo que aprecian como terreno perdido en la región, intentando manejar la creciente presencia china y rusa, así como quebrar los esfuerzos por lograr la unidad latinoamericana (Morgenfeld, 2018; Salinas Figueredo, 2018).
La disputa que llevan a cabo los Estados Unidos en Nuestra América frente a China y Rusia, desde luego, no solo es comercial, sino también tecnológica, todo ello con una connotación geopolítica. Así, el documento Estrategia de Seguridad Nacional 2017, presentado por Trump, destacaba la preocupación respecto al avance de ambos países como actores de peso, calificándoles como «potencias revisionistas» que «modifican la balanza de poder», lo cual implica «consecuencias globales y amenazas a los intereses norteamericanos». Señalaba que China «busca poner a la región en su órbita a través de inversiones y préstamos» y que Rusia, prosigue con «sus fallidas políticas de la Guerra Fría» apoyando a Cuba, considerando a la Isla, junto a Venezuela y Nicaragua, como integrantes de una «troika de las tiranías», que ponía en peligro la democracia en el continente, por lo que debían ser neutralizados (White House, 2017).
Como continuidad de esa pauta, se aprecia el documento titulado Guía estratégica interina de seguridad nacional, emitido por el gobierno de Biden en 2021, que podría considerarse como anticipación de la que será su Estrategia de Seguridad Nacional. Si se compara con la de Trump, cuatro años antes, se evidencian puntos comunes. Por ejemplo, se menciona entre los adversarios a China, Rusia, Irán y Corea del Norte, precisándose al primero como la principal amenaza (White House, 2021, 2022).
La relación histórica de los Estados Unidos con América Latina se define, desde el siglo xix hasta hoy, ante todo, por una gran asimetría de poder, por una fuerte dependencia y reiterada conflictividad. El relieve, importancia y prioridad que adquiere América Latina para los Estados Unidos a través de los años y de los siglos, depende de coyunturas, en una u otra etapa, pero existen intereses geopolíticos y geoeconómicos de larga data, a partir de la vecindad geográfica y del simbolismo que conlleva la convivencia en un área tan cercana. La definición de Lars Schoultz aporta una concisa y reveladora clave metodológica: «Tres consideraciones siempre han determinado la política de los Estados Unidos hacia América Latina: primero, la presión de la política doméstica norteamericana; segundo, la promoción del bienestar económico de los Estados Unidos; y tercero, la protección de la seguridad estadounidense» (Schoultz, 1999, p. 17).
América Latina ha cambiado profundamente desde finales del siglo xx, logrando abrirse paso procesos, gobiernos y movimientos sociales de izquierda, junto a alternativas integracionistas, pero la proyección estadounidense ha mostrado más continuidad que cambio, y el imperialismo ha modificado su morfología, pero sigue siendo imperialista. En ocasiones han cambiado los medios, pero no los fines. Shoultz (1999) precisa, además, que, a lo largo de doscientos años, esas consideraciones se han mantenido como motivaciones o intereses en una u otra etapa en las que han prevalecido unos sobre otros, dando la impresión de que la política cambia, cuando en realidad no es así. El concepto de sistema de dominación múltiple, expuesto al inicio de este trabajo, permite comprender el entramado de dimensiones y procesos implicados en esa lógica de dominio imperialista, en la que la hegemonía se manifiesta objetiva y subjetivamente como lo que es.
Otra importante contribución para entender la dominación estadounidense, en este caso relacionada con la hegemonía, la expone Pinheiro Guimarães (2002), quien propone un concepto clave, el de estructura hegemónica, que, en su opinión, resulta preferible al de Estado hegemónico. Este nuevo término resulta de gran utilidad para tener en su justa medida una correcta visión Estadocéntrica de la política internacional, a la vez que permite comprender la funcionalidad de la política exterior norteamericana como instrumento dentro un sistema de dominación más amplio, pero sin que ello conduzca a desdibujar la identidad de Estados Unidos como Estado nacional y como el actor más poderoso en la geopolítica hemisférica con intereses específicos.
Desde ese punto de vista, la propuesta de Pinheiro Guimarães viene a ser la más apropiada para abarcar los complejos mecanismos de dominación. El concepto de estructura hegemónica de poder evita discutir sobre la existencia (o no), en el mundo de la pos Guerra Fría, de una potencia hegemónica, Estados Unidos, y determinar si el mundo es unipolar o multipolar, si existe o no un condominio. Según el propio Pinheiro Guimarães (2002):
Es más flexible e incluye vínculos de interés y de derecho, organizaciones internacionales, múltiples actores públicos y privados, la posibilidad de incorporación de nuevos participantes y la elaboración permanente de normas de conducta; pero, en la esencia de esas estructuras, están siempre los Estados nacionales (p. 99).
Así, las estructuras hegemónicas desarrollan estrategias de preservación y expansión de su poder en los ámbitos económico, tecnológico, político, militar e ideológico, y el liderazgo de las mismas varía de acuerdo al espacio geográfico, el momento y el tema en cuestión. Es una perspectiva teórico-metodológica dialéctica y totalizadora, congruente con la teoría del imperialismo, el neorrealismo político y la geopolítica crítica2.
En cuanto a la ubicación y el papel específico de los Estados Unidos en el sistema de dominación mundial, con implicaciones para las regiones del Tercer Mundo, como América Latina, Pinheiro Guimarães (2002) ha señalado que:
En el centro de las estructuras hegemónicas se encuentran las grandes potencias y, dentro de ellas, la superpotencia (Estados Unidos), el único Estado con intereses económicos, políticos y militares en todas las áreas de la superficie terrestre, en la atmósfera y hasta en el espacio sideral, y el gran responsable por la creación de las estructuras hegemónicas que lideran. Así, el examen de los objetivos de la política exterior norteamericana desde la última posguerra es esencial para comprender el escenario internacional, la evolución de las grandes tendencias y la acción de las estructuras hegemónicas (p. 100).
Si se prolonga ese análisis, queda claro que el sistema de dominación de los Estados Unidos en el continente ha experimentado un proceso de restructuración que incluye, desde una acentuada penetración económica y financiera a través de las principales empresas transnacionales de ese país que actúan de modo directo y mediante su preponderancia dentro de entidades, como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), y que garantizan el control de capitales; pasando por una creciente, en ocasiones sofisticada y renovada militarización. Ello se suma a las bases, efectivos y operaciones tradicionales componentes tecnológicos novedosos, basados en la informatización, la satelización y la robótica, junto a los muy desarrollados aparatos ideológicos, que incluyen los medios de comunicación, las instituciones educacionales, culturales y académicas, los espacios digitales, las redes sociales y blogs que configuran un poderoso sistema transnacional de información, propaganda e influencia que con el concurso de sofisticados métodos judiciales y parlamentarios, imponen con estereotipos, falacias y noticias manipuladas, las imágenes, las agendas temáticas, las concepciones de la democracia, las aspiraciones de los movimientos sociales y los patrones de la vida cotidiana (Romano, 2019). Se trata de un expediente geopolítico recargado, que echa mano a una síntesis que combina la gama amplia de concepciones, añejas o novedosas, y no descarta instrumento alguno.
Las apreciaciones expuestas posibilitan resumir las bases y las pautas que han caracterizado, de manera general y esencial, el desenvolvimiento histórico y estructural de la política estadounidense hacia América Latina y sus expresiones actuales, ante la tercera década del siglo xxi. La principal clave analítica radica en la comprensión de los complejos mecanismos que integran la dominación y la hegemonía (Smith, 1966; Ayerbe, 2002; Suárez Salazar, 2007).
Estados Unidos y la actual dinámica continental
La Administración Trump tuvo una orientación geopolítica general contrastante con la pauta que había caracterizado al doble gobierno de Obama. Trump implementó acciones que recordaban el clima de la Guerra Fría, basadas en un enfoque de línea dura, belicista, apoyada en un incremento del presupuesto militar y una retórica agresiva ante aquellos países o situaciones que se consideraban hostiles a los intereses norteamericanos. Dejaba atrás el esquema adoptado por su predecesor, que atendía al multilateralismo y la diplomacia, regresando al patrón geopolítico, por solo mencionar el antecedente más cercano, a comienzos del presente siglo, que caracterizó la ejecutoria internacional de W. Bush.
La novedad atribuida en no pocos estudios a la narrativa geopolítica que sirve de soporte a dicha proyección, sin embargo, es bien relativa. Trump retomó el enfoque geopolítico bipolar, o sea, la relación binaria amigo-enemigo, que aplicaría a viejas y a recientes percepciones de amenaza. Ya no se trataría del comunismo, ni tampoco del terrorismo internacional, sino de «nuevas» potencias revisionistas, identificadas con supuestos enemigos actuales, como Rusia, China, Corea del Norte e Irán.
Para un país imperialista como los Estados Unidos, no podía ser de otra manera. Ese ha sido el enfoque más funcional a la hora de enfrentar lo que considera como retos estratégicos en el mapa internacional (que en su mayor parte provienen de presuntas amenazas de Estados, como los mencionados, pero también de procesos de cambio, movimientos sociales, organizaciones políticas u otros actores, considerados preocupantes) con el propósito de neutralizarlos, en función de ajustar su poderío a las condiciones cambiantes y recientes.
Todo se ello se ha troquelado habitualmente en torno a los temas de significación geopolítica, como la seguridad nacional, que ocupa un sitio central tradicional, abordándose en estrecha ligazón con los valores del ideario fundacional norteamericano, colocando la defensa de la identidad, la patria y los intereses nacionales como foco de un relato permanente, que con frecuencia se maquilla o disfraza, y que en ciertas etapas, gobiernos, mandatarios y estrategas de turno, se empeñan en calificar como nuevas, con la intención de presentarse con imágenes innovadoras, como liderazgos intelectuales o políticos trascendentes.
Con Trump se prolongaría, si bien con matices y expresiones diferentes, en un contexto distinto, el enfoque que hicieron suyo previamente en su política exterior, en este siglo, W. Bush y Obama, confrontando lo que consideraban como conductas antinorteamericanas. Esa visión se basó en percepciones en torno a las fuentes de amenaza, proyectándose contra los enemigos o peligros que en el sistema internacional rodean a Estados Unidos, colocándolos en un presumible mundo hostil (Hernández Martínez, 2017). Las ilustraciones más diáfanas de ello aparecen en documentos oficiales, como las mencionadas Estrategias de Seguridad Nacional: W. Bush, las de 2002 y 2006; Obama, las de 2010 y 2015; Trump, según ya se mencionó, la de 2017. En el caso de Biden, si bien no se cuenta aún un documento similar, sí se elaboró la Guía estratégica interina de seguridad nacional que enuncia las directrices gubernamentales. Si se compara con la anterior, la emitida bajo Trump cuatro años antes, se evidencian vasos comunicantes y puntos comunes. Por ejemplo, se menciona entre los adversarios a China, Rusia, Irán y Corea del Norte, precisándose al primero como la principal amenaza. Con respecto al continente, aparecen menciones sucintas a México, Centroamérica, a la migración irregular, entre otras referencias.3
La situación existente en la actualidad tiene lugar en un entorno de abierto despliegue de la ofensiva estadounidense articulada con las oligarquías latinoamericanas. Ello ha promovido una ola contrarrevolucionaria beneficiada de los aprendizajes de la derecha, los errores de la izquierda y un derrotista enfoque en el terreno intelectual, que interpreta los procesos en curso cual fin del ciclo progresista iniciado a comienzos del siglo xxi (Arkonada, 2015).
El cambiante y cambiado contexto en América Latina responde a la combinación de una diversidad de factores, endógenos y exógenos, entre los cuales la citada estrategia híbrida de los Estados Unidos de Guerra no Convencional y golpes blandos ha sido elemento decisivo (Sharp, 2010; Ceceña, 2014; Vázquez Ortíz, 2018; Vázquez Ortíz, 2021). Los procesos electorales, presidenciales y legislativos, realizados en varios países durante 2021, en un contexto de pandemia y malestar social generalizado, como El Salvador, Bolivia, Ecuador, Perú y Chile, matizan el contexto latinoamericano con resultados diversos desde el punto de vista de su significado político para los Estados Unidos, constituyendo un revés para sus intereses el retorno del Movimiento al Socialismo (MAS) al gobierno en Bolivia, la reelección de la presidencia sandinista en Nicaragua y abriéndose una zona de penumbra en Perú (Alcántara, 2021). Todo ello se suma a la atención con que el gobierno norteamericano evalúa las posturas de México, inquieto ante cierto radicalismo de su actual presidente. Pareciera que la pauta establecida hasta hace unos años, según la cual la reelección de presidentes en ejercicio en América Latina era la tendencia, fueran líderes de izquierda o derecha, ha cedido ahora su lugar a la de votar contra el gobierno de turno y darle la oportunidad de gobernar a la oposición. En once de las doce elecciones presidenciales que se completaron en la región desde 2019, el voto fue por cambiar al partido en el poder (Lissardy, 2022).
Reflexiones finales
El panorama latinoamericano ha cambiado de manera muy dinámica durante los dos decenios que han trascurrido en el siglo xxi. Estas transformaciones han estado bajo la influencia de los factores internacionales que han tenido y tienen un profundo impacto en el marco de la disputa de espacios en la arena geopolítica y geoeconómica continental. En ese marco, se agita a la vez el dinamismo interno en el continente, a partir de que diversos países han procurado ampliar y diversificar sus relaciones internacionales, cuestionan a la OEA, desconfían de las promesas del actual gobierno de los Estados Unidos, respaldan a la Revolución cubana y condenan al bloqueo. Es en un contexto de cambios en la reconfiguración de poder global, de relativa declinación hegemónica imperialista y de nuevos ímpetus por parte de las dos potencias extracontinentales referidas a lo largo del análisis, los que se añaden otros actores, como Irán, con presencia significativa en el entorno latinoamericano (Sorj y Fausto, 2010; Serrano Mancilla, 2015; Detsch, 2018).
En el diseño de la estrategia de los Estados Unidos hacia América Latina, el conflicto con Cuba ha sido y es una pieza funcional. El imperialismo le concede tratamientos singulares a cada situación y país según lo que cada caso le tribute a la intención, hoy como ayer, de debilitar y derrocar el proceso revolucionario en la Isla, más de sesenta años después de su triunfo. En un cuadro como ese es que adquiere sentido la ofensiva contra Venezuela, como parte de un diseño que contempla a Nicaragua junto a la Isla, como casos críticos priorizados, dentro del panorama regional más amplio de cambio, en la correlación de fuerzas entre la izquierda y la derecha.
Con Obama esa estrategia cosechó lo que no logró W. Bush, en el sentido de propiciar el cambio de rumbo en los procesos progresistas, emancipadores, antimperialistas y revolucionarios en la región, a partir del golpe de Estado de nuevo rostro, el 28 de junio de 2009, en Honduras, al desarrollarse, refinarse y aplicarse, en una nueva combinación, los métodos subversivos, que desde entonces enfatizan los de carácter judicial, legislativo, mediático, junto a los tradicionales de guerra económica, cultural, psicológica, presión diplomática y militar. La ofensiva norteamericana prioriza -utilizando concepciones novedosas y otras viejas, remozadas, apoyadas por un arsenal cada vez más amplio de instrumentos de dominación-, el empeño por profundizar los retrocesos de los procesos antimperialistas que se afianzaron, procurando la obstaculización y regresión de las experiencias de integración, cooperación y concertación, como las de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Ha acompañado esa vertiente la revitalización del viejo sistema interamericano, sobre todo el papel de la desacreditada OEA, pero, además, el del TIAR y el reimpulso a las Cumbres de las Américas (Suárez Salazar, 2017).
El paisaje continental es muy heterogéneo y su futuro es incierto. Por una parte, impresiona la capacidad de resistencia de Venezuela y Cuba ante la desbordada beligerancia estadounidense, lo cual motiva un variado concierto de voces, que expresan coincidencias y discrepancias. Por otra, se aprecia un caso, como el ya aludido de México, que se orienta con autonomía, compromiso y firmeza en un ejercicio de defensa de su soberanía, recuperando su tradicional mirada exterior hacia el Sur, confrontando con inteligencia las presiones de los Estados Unidos; en tanto que otros, como los de Colombia y Brasil, se siguen insertando con docilidad, entreguismo y beneplácito en la estrategia imperialista. A la vez, son aún incalculables las consecuencias de la crisis desatada por la pandemia del coronavirus e impredecibles los derroteros políticos y de los rumbos de la política norteamericana, con el actual y ambiguo gobierno de Biden. Podría concluirse afirmando, con el riesgo de la esquematización, que en el balance entre cambio y continuidad, sobresale lo segundo. Ello tiene lugar mientras transcurren procesos en Nuestra América, en los que los resultados electorales y tensiones en determinados países parecen reorientar de nuevo no pocos rumbos, con implicaciones para sus sistemas políticos, economía y políticas exteriores. Todo ello introducirá, inevitablemente, reacomodos en el sistema de dominación de los Estados Unidos, aunque sea difícil discernir entre el rango real de sus cambios y las apariencias (Arnson, 2022; Morales, 2022). Y sin olvidar que, a menudo, las cosas cambian, pero todo sigue igual.