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Revista Cubana de Educación Superior

versión On-line ISSN 0257-4314

Rev. Cubana Edu. Superior vol.38 no.1 La Habana ene.-abr. 2019

 

Artículo Original

La filosofía como problematización dialógica. Una reflexión desde la universidad

Philosophy as Dialogic Problematization: A Reflection as of University

Ernesto Abel López Guerra1  * 

Roberto Pellón Montalvo1 

Félix Valdés Barrios1 

1Universidad de las Artes, Cuba.

RESUMEN

El diálogo, como recurso fundamental de estructuración de la actividad humana, ha sido objeto de un particular interés para la filosofía. Este trabajo muestra la contribución que puede hacer esa disciplina a la consolidación del diálogo en las sociedades de hoy, particularmente entre los actores del proceso enseñanza-aprendizaje en el contexto universitario. La filosofía ofrece una enseñanza que resulta la idea cardinal de esta reflexión: la resolución de problemas complejos -como los relativos a la formación de las nuevas generaciones- debe fundarse en la capacidad de problematización de los sujetos implicados en ese proceso y esta es legítima y más eficaz cuando se ejercita en condiciones de diálogo.

Palabras clave: democracia; diálogo; filosofía; proceso enseñanza-aprendizaje; problematización

ABSTRACT

Dialog as a fundamental resource for structuring human activity has been of particular significance to philosophy. In this paper, contributions which this science can make to promoting dialog in today’s societies, particularly between the actors involved in teaching-learning process at universities, are shown. Philosophy teaches a lesson upon which this reflection is based - complex problem-solving, such as problems regarding education for new generations, must be focused on the ability to problematize subjects involved in this process, and this problematization becomes legitimate and more effective in dialogs.

Keywords: democracy; dialog; philosophy; teaching-learning process; problematization

«Filosofar no debería ser salir de dudas, sino entrar en ellas.» Savater (1999, p. 84)

INTRODUCCIÓN

La resolución de los complejos problemas del mundo de hoy plantea a los actores sociales la necesidad de concertar sus decisiones a través del diálogo. Sin embargo, la puesta en valor y la activación de ese recurso es también un proceso complejo, de ahí que deban ser considerados los criterios que a su respecto aportan los distintos saberes. Las acepciones y connotaciones del término «diálogo» son diversas y se arreglan al carácter y propósito del acercamiento a él, sea desde el conocimiento ordinario o desde una determinada disciplina (lingüística, semiótica, pedagogía, psicología, sociología, ciencias políticas). Es clara la conexión del término con las preocupaciones relativas al lenguaje, la interpretación, la comprensión, la comunicación, el entendimiento, la concertación y la negociación.

El lenguaje es el medio fundamental de la comunicación, la cual estructura la actividad de ese ser gregario (social) que es el hombre. La forma de estructuración discursiva (lingüística) de la actividad y, particularmente, de la comunicación humana es el diálogo, entendido como la interlocución de unos sujetos respecto a cuestiones de interés común (que los implican) y que se expresa como intercambio (emisión-recepción) de información. Esta se intercambia a partir de unas preguntas y respuestas que se plantean de forma implícita o explícita, más o menos precisa.

Ahora bien, si el diálogo es la forma fundamental de estructuración de la comunicación y esta es consustancial a la actividad del hombre, ¿cómo entender la afirmación tan frecuente en nuestros días de que, aquí o allá, respecto a uno u otro asunto, está faltando el diálogo? Habría que decir que, en un sentido general, el diálogo no podría faltar en términos absolutos mientras subsistan la cuestión implicante y los sujetos implicados en ella. Sin embargo, en determinada situación y respecto a cierta cuestión, sí puede verse afectado al punto de que los sujetos implicados en ella podrían no percibirse a sí mismos como las partes de una relación.

La relación entre las partes de un diálogo puede dejar de ser manifiesta y sostenerse de forma latente. De hecho, la latencia y la manifestación son más bien estadios alternos y, por tanto, intermitentes. Ello explica el hecho de que la percepción de la ausencia del diálogo respecto a determinada cuestión suela acompañarse de la vindicación de este por los actores.

La tesis principal de esta reflexión es que el ejercicio de problematización dialógica que define la naturaleza de la filosofía es un referente en la comprensión de la interacción y la comunicación humanas y, consecuentemente, debe servir al propósito de potenciar la capacidad de problematizar y dialogar de los sujetos en el proceso enseñanza-aprendizaje. A partir de algunos preceptos del pensamiento filosófico occidental, este texto plantea un conjunto de interrogantes acerca de la relación profesor-estudiante en el proceso de formación.

Las ideas y preocupaciones que aquí se exponen aluden, sobre todo, a las asignaturas de formación básica general, dada la naturaleza particular de sus contenidos y de su encargo respecto al de las llamadas asignaturas de especialidad, pero también a estas últimas, considerando que ellas no solo transfieren conocimientos y desarrollan habilidades, sino que también forman valores y actitudes.

Está claro que los enfoques antropológico, sociológico, psicológico y pedagógico aportarían importantes elementos de juicio al análisis del tema, pero aquí este es tratado desde la perspectiva singular de la filosofía: una que aludiría al mismo en sus presupuestos y en los términos de mayor generalidad.

DESARROLLO

La constitución de la cultura occidental, con su característica racionalidad logocéntrica y sus criterios de rigor (reflexividad, coherencia, consistencia lógica, capacidad explicativa, probidad, etc.) comenzó con el denominado tránsito del mito al logos en la Antigua Grecia. Este proceso se fundó en la ponderación progresiva de la razón -de la estructuración lógica del pensamiento- como recurso de la concertación de una visión ordenada del mundo y, particularmente, de las relaciones humanas.

El sospechoso «Conócete a ti mismo», del sabio jonio Tales de Mileto, no hizo más que denotar el valor de la autorreferencia para conocer al otro, a la vez que afirma la idea de la unidad no solo de la especie humana, sino también del cosmos. Así quedó planteada, en la Jonia de los siglos vii y vi a.C., la noción de la identidad razón-orden que explicaría la posibilidad del conocimiento del otro y del entendimiento con él.

El maestro debe tener siempre la referencia de cómo pensaba y actuaba en sus tiempos de estudiante, a la vez de una idea de cómo pensaría y actuaría si fuera uno de sus discípulos; esa percepción de sí mismo le proveería una mejor perspectiva de los puntos de vista, los intereses y la conducta de aquellos, de su relación con ellos, así como del contexto en que esta tiene lugar.

En la Elea de los siglos vi y v a.C. Parménides muestra su preocupación por el rigor y la veracidad del conocimiento, por la distinción entre saber científico -sistemático, metódico, capaz de aprehender la esencia de los fenómenos- y opinión (doxa), entendida como conocimiento ordinario o sentido común -que percibe la realidad en forma fragmentada, desordenada, azarosa, fenoménica-. Se reconoce este como el punto de inflexión del pensamiento griego antiguo hacia la metafísica, en el sentido de maduración de la reflexividad y de la capacidad de abstracción, que trae aparejado un desarrollo inusitado de la vocación crítica (problematizadora) de la filosofía.

Ya parecía estar claro en aquellos tiempos que el debate de problemas complejos exige rigor, requiere una posición informada, documentada; asimismo, que la ponderación de la opinión individual suele inhibir la posibilidad de concertación, tan necesaria en el tratamiento y resolución de problemas de interés común. El diálogo supone la concurrencia de perspectivas, conocimientos y experiencias, que está en la base de la concertación de una posible solución de los problemas complejos, de ahí que desde entonces la disquisición filosófica haya tenido un espíritu dialógico. Bien dice Savater que «la filosofía no es la revelación hecha por quien lo sabe todo al ignorante, sino el diálogo entre iguales que se hacen cómplices en su mutuo sometimiento a la fuerza de la razón y no a la razón de la fuerza» (Savater, 1999, p. 2).

De lo que se trata no es de soslayar el sentido común y la opinión personal, sino de no atenerse a ellos sin su debida puesta en cuestión. Habría que preguntarse si la inviabilidad y la aridez de las controversias en que solemos involucrarnos no se deben al carácter infundado y estrictamente personal de los juicios que en ellas esgrimimos. ¿Cuán fundado es el conocimiento que impartimos a nuestros estudiantes? ¿Estimulamos a estos a proveer la debida fundamentación a sus apreciaciones? ¿Hacemos cotidianamente del aula un espacio propicio para la producción concertada de ideas?

La sofística, en tanto apología de la oratoria como recurso de la interlocución, a la vez que exaltación del propósito de derrotar al contrario en el debate público a partir de una noción pragmática de la verdad, la justicia y la virtud, también nos ha legado desde la Antigua Grecia de los siglos v y iv a.C. cierta enseñanza admonitoria.

¿Cuánto de sofística puede haber en la exposición de nuestros puntos de vista? ¿No suele ocurrir en los debates que una de las partes subestima, desacredita u omite a la otra? ¿Puede el profesor proceder como un sofista al manejar ciertos temas? ¿Puede un debate en clases concluir en una idea errónea, injusta, ilegítima, incluso inviable? ¿Fomenta el profesor con su desempeño el respeto a la percepción de los otros y el apego a la verdad en el tratamiento de los problemas? Por último, preguntémonos en este punto, si son tantos los problemas del mundo de hoy que, dada su complejidad, requieren ser debatidos, ¿por qué el debate no es una práctica más regular en el contexto educativo?

A algunos de aquellos sofistas, particularmente a Protágoras de Abdera, pero sobre todo a Sócrates, les debemos con la mayéutica la elevación del diálogo a método del conocimiento, a la vez que de la enseñanza. Tal cual la oficiaron estos filósofos, la mayéutica instituyó el planteamiento de preguntas y respuestas como un ejercicio de problematización de vocación resolutiva que supone el reconocimiento de la capacidad de los sujetos para acceder al conocimiento y para producirlo.

Es sabido el influjo de la mayéutica en la constitución de ciertas perspectivas de la pedagogía contemporánea, como son la enseñanza problémica y el aprendizaje significativo. Sería de gran utilidad evaluar la entronización de estas en la práctica de nuestras instituciones educativas. ¿Qué lugar tiene el diálogo en las actividades docentes? ¿Se trata de un diálogo real o de uno simulado? ¿Atiende la concepción de las asignaturas los intereses de los estudiantes? ¿No suele darse por sentado que el profesor es quien sabe y siempre tiene la razón? ¿Se asocia al ejercicio de problematización una proyección resolutiva de estudiantes y profesores?

Sócrates promovía el respeto al conocimiento y la humildad del que sabe. Aseguraba que la mayoría de quienes en su tiempo se consideraban sabios no lo eran en verdad; primero, porque no eran conscientes de lo que ignoraban y, en segundo lugar, por el carácter infundado de sus certezas. Según la postura socrática, el reconocimiento de la complejidad de una cuestión ha de suponer alguna incertidumbre en nuestra visión de esta. ¿Puede alguien pretender que su juicio sobre asuntos tan complejos como los que corresponde a las universidades tratar es infalible e inamovible? ¿Puede alguien considerar que su perspectiva sobre un fenómeno social es la única válida?

Para el sabio ateniense, la humildad de quien sabe ha de expresarse en la apertura mental y la flexibilidad de posición que están en la base del diálogo. Precisamente en forma dialógica documentó Platón las enseñanzas del librepensador ateniense. Su alegoría de la caverna -Libro VII de La República- argumenta la idea de la complejidad de la relación sujeto-realidad en el proceso del conocimiento, confiriéndole centralidad a la perspectiva del sujeto y a la capacidad de este de superar la experiencia sensorial sirviéndose de la razón. Un particular interés reviste justamente la explicación que ofrece el más notable discípulo de Sócrates de la forma en que se producen las imágenes distorsionadas de la realidad por el influjo de la sensoriedad y de los prejuicios del sujeto.

Sin embargo, advertencias tan añejas y repetidamente validadas no parecen estar siempre a mano, a juzgar por la ingenua insolencia que nos asiste a profesores y estudiantes cuando nos aferramos a convicciones cuya veracidad en ocasiones no resiste, incluso, la prueba del sentido común. Una situación de diálogo supone la admisión del valor que pueden tener otras perspectivas, de la posible complementariedad entre ellas, así como de la capacidad de los interlocutores de rebasar los límites de su propia experiencia.

La cuestión de la naturaleza y la validez del conocimiento, como objeto de la proyección crítica de la filosofía a lo largo de la historia, cobra una especial importancia en la modernidad. Así, a la altura de los siglos xvi y xvii, Francis Bacon centra su atención en el proceso de generación del saber y, sobre todo, en sus fuentes, como criterios de definición de su estatus científico.

En su Novum Organum, el barón de Verulam identifica el origen de las distorsiones que suele experimentar el conocimiento en cuatro tipos de prejuicios. Dos de esos vicios o propensiones de los sujetos del conocimiento nos interesan particularmente ahora: los idola fori (ídolos de la plaza) y los idola teatri (ídolos del teatro). Los primeros, refieren esos obstáculos del entendimiento que, según Bacon (1949), son la falta de claridad y rigor en el uso del lenguaje. Los términos del lenguaje común, válidos en el contexto del conocimiento ordinario, suelen filtrarse a la actividad científica generando con ello contradicciones, malentendidos y errores; por eso era tan necesario, pensaba Bacon, comprender la distinción entre los saberes científico y ordinario, lo mismo que entre sus respectivos lenguajes. Los segundos explican la inclinación del sujeto a asumir acríticamente las ideas tradicionales, adjudicándoles una autoridad irrevocable. Ello, afirmaba el empirista inglés, entrañaba el riesgo de que criterios erróneos fueran adoptados como premisas en el proceso del conocimiento (Bacon, 1949).

¿Somete el profesor constantemente a juicio crítico las «voces autorizadas» y sus propias apreciaciones? ¿Estimula a los estudiantes a hacer lo mismo? ¿Fomenta el empleo del lenguaje especializado como condición de rigor y de una comunicación efectiva en el análisis de los problemas?

La vocación crítica de la filosofía en materia de teoría del conocimiento se expresó también en la antípoda de aquel empirismo, el racionalismo cartesiano, que tuvo en su centro la consagración de la duda como método. Para Descartes, la duda metódica, en tanto perspectiva fundamental del sujeto, constituye el recurso más fiable en la aprehensión crítica de la experiencia sensible y en la superación de las limitaciones de la intelección humana. El reconocimiento del lugar de la duda en el proceso del conocimiento tiene un incuestionable valor para la comprensión de la dinámica y del progreso de la ciencia y, particularmente, del interés que suscitaría el tema en el ulterior desarrollo del pensamiento filosófico, allende las inconsecuencias del escepticismo de este pensador del siglo xvii francés.

Es importante considerar que el escepticismo en filosofía no es solo una contestación a aquellas posiciones que, según esa perspectiva, sobrevaloran la capacidad del sujeto para conocer la realidad, a la vez que desestiman la complejidad de esta; o sea, su emergencia no solo deriva de la lógica interna del pensamiento científico y filosófico, también ha estado asociada a las crisis que experimentan las sociedades por la agudización de sus contradicciones en el plano económico, político y moral. En esos procesos, los ideales hasta entonces imperantes, ya sean de paz, orden, justicia, bienestar, felicidad o progreso, lo mismo que las instituciones que los enarbolan -la ciencia, la escuela, la Iglesia, los partidos, el Estado- suelen perder el crédito que detentaban.

El desinterés de los estudiantes respecto a los contenidos de las asignaturas puede deberse a la incidencia de factores de índole propiamente pedagógica, pero también puede ser una manifestación de la crisis de credibilidad de la institución educativa y de los valores que ella promulga. La afectación del diálogo entre maestros y alumnos que se produce en el segundo caso es más importante y, a la vez, de más difícil resolución puesto que alude a una situación que desborda a la institución educativa. Claro, ambos tipos de factores suelen actuar de forma conjunta. De cualquier manera, la recuperación de la función social y de la legitimidad de la escuela siempre comportará una recomposición de la relación entre alumnos y maestros en el escenario educativo y ello hace pertinente -posible y necesaria- la reactivación del diálogo entre estos actores sociales.

¿No debe contribuir la educación al desarrollo de la capacidad de problematización de los ciudadanos? ¿No son consustanciales al juicio crítico de los sujetos la duda y la especulación? Con justicia ha dicho Ortega y Gasset (2012, p. 5): «Siempre que enseñes, enseña a la vez a dudar de lo que enseñes».

La duda siempre está asociada a la incertidumbre que comporta el conocimiento de fenómenos complejos. ¿Por qué satanizar la duda, la incertidumbre y la especulación, en lugar de visibilizarlas y de aprovecharlas en el ejercicio de problematización y en la procura de respuestas y soluciones satisfactorias? «Aprender a preguntar bien -dice Savater (1999, p. 84) - es también aprender a desconfiar de las respuestas demasiado tajantes […] quien no sea capaz de vivir en la incertidumbre -enfatiza el filósofo español- hará bien en no ponerse nunca a pensar».

No se puede dialogar ignorando o silenciando las dudas de los interlocutores. No es real la concertación que se instituye mediante un diálogo que tampoco lo es. La simulación del diálogo solo podría velar y alimentar el diferendo.

¿Cuán recurrente puede ser aquella situación en que los estudiantes guardan silencio cuando, al término de la clase, el maestro les pregunta si tienen alguna duda sobre la materia recién tratada y este asume -incluso lo declara con cierta ironía- que todo se ha entendido y se retira del aula? ¿Será que las cuestiones estudiadas son demasiado simples? ¿Acaso no suscitan el interés de los estudiantes? ¿Deben formar parte del currículo? ¿Radicará el problema en el método que emplea el maestro? Seguramente se entreveran aquí el contenido y la forma del proceso enseñanza-aprendizaje, pero lo más importante a considerar es la relación de este con la realidad social que lo encuadra.

¿Qué clase de relación se estaría instituyendo entre los actores del proceso formativo? ¿Qué valoración tendrán los estudiantes de las materias, del proceso formativo y de la institución educativa misma? ¿Qué posición ante la realidad social estaría fomentando aquella en los futuros profesionales? ¿Estarán ellos en capacidad y en disposición de contribuir al desarrollo de la sociedad que los está formando de esa manera?

Como consta en la «Declaración Mundial sobre la Educación Superior en el Siglo xxi», emitida en 1998 por la UNESCO, «los sistemas de educación superior deberían: aumentar su capacidad para vivir en medio de la incertidumbre, para transformarse y provocar el cambio, para atender las necesidades sociales y fomentar la solidaridad y la igualdad; preservar y ejercer el rigor y la originalidad científicos» (UNESCO, 1998, p. 1).

En la Éfeso de entre los siglos vi y v a.C., Heráclito acuñó la perspectiva dialéctica, argumentando la idea de la naturaleza compleja de la realidad, a la vez que del conocimiento de ella. Por primera vez se entendía de una forma sistemática el carácter diverso, mutable y contradictorio de todo cuanto es en el cosmos. Heráclito es el precursor de la idea de que tal visión de la realidad comporta una postura flexible y una mentalidad abierta del sujeto del conocimiento.

Las ideas erradas, que no faltan en la historia del pensamiento filosófico, no hacen más que mostrar las limitaciones de la experiencia humana en los diferentes periodos; ellas también constituyen una fuente de aprendizaje. Una concepción tan portentosa de la historia del hombre -del arte, de la religión, la moral, la política, la ciencia y la filosofía-, como lo fue la filosofía hegeliana, agota su capacidad explicativa al proclamar como la realización definitiva y culminante del Espíritu Absoluto al Estado y la cultura prusianos del periodo de Federico Guillermo III. Ha sido esa traición políticamente pragmática a la dialéctica la más estrepitosa que haya conocido la historia de la filosofía.

Si bien, la dialéctica se ha constituido en la perspectiva más apropiada para la ciencia, su aplicación aún no está exenta de inconsecuencias, las cuales pueden deberse a la impronta no solo del conocimiento ordinario, sino también de los intereses de los sujetos. En el proceso enseñanza-aprendizaje, la aplicación de la dialéctica puede verse limitada por su arreglo al punto de vista y a los intereses de una de las partes implicadas, así como por la determinación de su pertinencia respecto a solo algunas cuestiones, solo a veces o en cierta medida. De semejante manejo de la dialéctica suelen derivar, por supuesto, unos planteos insuficientemente fundados y unas respuestas insatisfactorias que solapan el diferendo de los interlocutores y simulan una concertación que no podría ser sino frágil. Cuando se soslaya el juicio y el interés de alguna de las partes de la relación que suscita un asunto, la visión de este difícilmente resulta integral y, por tanto, veraz.

Algunas interrogantes serían útiles para determinar si la relación entre estudiantes y profesores en el proceso formativo está planteada desde un enfoque dialéctico: ¿Cómo se comporta la correlación entre esos actores en la definición de las posibilidades de problematización en la actividad docente e investigativa? ¿Asume el profesor el carácter contradictorio, diverso y mutable de la realidad y del conocimiento de esta? ¿Concibe el proceso enseñanza-aprendizaje y se plantea una relación con sus estudiantes a partir de esa concepción? ¿Constituye la integración de saberes un presupuesto epistemológico del proceso formativo? ¿Considera el profesor la contestación de los estudiantes como una posibilidad de enriquecer y recontextualizar (actualizar) su percepción de las cuestiones que trata en clases?

La concepción hegeliana de la dialéctica se ve limitada también por el idealismo que comporta. Para Marx, la crítica al idealismo no es un mero ejercicio intelectual; a él le preocupaban las implicaciones de aquel en la comprensión de la historia y de los problemas concretos de la economía y la política de su tiempo. Según Marx, la filosofía tiene el encargo de explicar las condiciones más generales del cambio histórico. La transformación revolucionaria de la sociedad capitalista requería la transformación revolucionaria del pensamiento.

Por supuesto, el idealismo ha subsistido de una forma clara o velada, consciente o inconsciente y más o menos consecuente, en la apreciación que el hombre de hoy suele tener sobre los más distintos fenómenos. Veamos cómo puede manifestarse esa postura filosófica en la relación entre los actores del proceso enseñanza-aprendizaje.

El sistema educativo es, como afirma Althusser (2003), el aparato ideológico más importante, dado el carácter especializado, sistemático y sostenido de su participación en la reproducción de las relaciones sociales; lo es comportando como relación principal la que entablan unos actores que se distinguen por su posición y función social como educadores y educandos. El discurso curricular de una institución educativa, que es el emitido principalmente por el claustro de esta a través del proceso formativo, incurre en idealismo cuando, desde una postura conservadora y acrítica, niega las contradicciones y anomalías de la realidad social generando una imagen distorsionada de ella o, lo que es lo mismo, sustituye esa realidad por otra que no admite problematización ni cuestionamiento.

Así se produce una contradicción entre la realidad (lo que es) y la idea de ella que, en una suerte de fetichización escolástica, sanciona el discurso institucional.

¿Cómo se entreveran el conocimiento y las creencias en el discurso curricular? ¿Cuánto catecismo puede asistir al proceso de enseñanza-aprendizaje? ¿Cuán fundadas son las convicciones de los estudiantes y los profesores? ¿Está habilitado el ejercicio de la crítica respecto a lo establecido como «el deber ser»? ¿Cómo se define esa entidad?

Vicios asociados a ese idealismo son el consignismo, el voluntarismo y la demagogia que tanto afectan la credibilidad de profesores y directivos de la institución educativa y, por tanto, su comunicación con los estudiantes. Si bien en determinadas circunstancias estos también pueden reproducir esas prácticas, su posición es más tendente al cambio, por tanto, alternativa y contestataria respecto a la de sus maestros y mayores. Se sabe que estos últimos suelen etiquetar como «problemáticos» y «conflictivos», inmaduros o «rebeldes sin causa» a aquellos estudiantes que «se marcan» por su posición crítica, ya sea del contexto social o de la institución educativa misma. Definitivamente, es idealista la idea aquí subyacente de que problematizar es crear problemas y de que los problemas no existen si no se habla de ellos. ¿No es potencialmente constructiva la contestación de los estudiantes? ¿A quién favorecería la alienación de estos? ¿Sería sostenible ese provecho?

Que el estudiante no tenga una propuesta alternativa al estado de cosas que enjuicia y que su desafecto carezca a veces de claridad y coherencia es menos importante que el hecho de que se haya debilitado la influencia de la institución educativa. Habría que preguntarse cómo se gestó esa situación y cómo podría ser superada. Considérese la afirmación de Marx (1981, t. 1, p. 7) de que «el propio educador necesita ser educado.»

Así lo entiende Ortega y Gasset (2005): en la construcción de la Universidad hay que partir del estudiante, no del saber ni del profesor, la Universidad tiene que ser la proyección institucional del estudiante.

Como suele afirmarse, el futuro de una sociedad será el que construyan sus generaciones más jóvenes, pero estas no podrían concebirlo sino en el contexto de la relación con sus mayores. Del carácter de esa relación dependerá la medida en que la idea del futuro afirme o niegue la realidad que la generó. ¿Puede no haber contradicciones, anomalías e insatisfacciones en una sociedad? ¿Podrían ellas ser superadas sin ser atendidas? ¿Podrían ser atendidas si se niega su existencia? ¿Será posible la superación de los problemas sociales, en general, y de la educación, en particular, sin la concurrencia de las preocupaciones y los intereses de los distintos actores del sistema educativo?

La dialéctica materialista, perspectiva filosófica que está en la base de la concepción del mundo y de la historia fundada por Marx y Engels, mantiene su capacidad explicativa respecto a problemas esenciales, no solo del capitalismo sino también de la edificación del socialismo en la actualidad. El marxismo es una concepción revolucionaria en el plano no solo de la teoría, sino también de la práctica; es no solo la explicación más coherente de la esencia y la dinámica del capitalismo, sino, además, la concepción mejor fundada de una sociedad alternativa. La revolución socialista no se realizaría con la expropiación de los capitalistas y el establecimiento de un nuevo Derecho; es necesaria una transformación progresiva del carácter de la relación entre los hombres en todos los ámbitos de la sociedad, que se expresará en la creación de una nueva institucionalidad.

En principio, la educación puede ser tan democrática como lo sea la sociedad en la que se encuadra, pero también es cierto que en su seno puede incubarse el desbordamiento de las posibilidades de realización de la democracia, a partir del registro que los actores del sistema educativo pueden hacer de las contradicciones, exigencias y tendencias de la sociedad. Los organismos internacionales demandan cada vez con más fuerza de las instituciones educativas, particularmente del nivel terciario, la asunción de una postura proactiva ante los complejos problemas del mundo de hoy. Se requiere de la universidad el liderazgo en la agencia del cambio que necesitan las sociedades y que pasa necesariamente por la ampliación y la consolidación de la democracia.

La Declaración de la Conferencia Regional de Educación Superior en América Latina y el Caribe, efectuada en el 2008 en Colombia, plantea que, «si bien se ha avanzado hacia una sociedad que busca cambios y referentes democráticos y sustentables, aún faltan transformaciones profundas en los ejes que dinamizarán el desarrollo de la región, entre los cuales, uno de los más importantes, es la educación y en particular la Educación Superior» (ANUIES, 2008, p. 2).

Un decenio antes, la «Declaración Mundial sobre la Educación Superior en el Siglo xxi» denotaba como «Misiones de la educación superior», entre otras, las siguientes:

inculcar en los jóvenes los valores en que reposa la ciudadanía democrática […] proporcionando perspectivas críticas y objetivas, a fin de propiciar el debate sobre las opciones estratégicas y el fortalecimiento de enfoques humanistas […] reforzar sus funciones críticas y progresistas mediante un análisis constante de las nuevas tendencias sociales, económicas, culturales y políticas, desempeñando de esa manera funciones de centro de previsión, alerta y prevención (UNESCO, 1998, p. 1).

Diversos y no pocos son los obstáculos que enfrenta la realización del socialismo en nuestro país y muchas las potencialidades del mismo que no han sido activadas, sobre todo en materia de participación ciudadana en la concepción y el control de los procesos que tienen lugar en los distintos ámbitos de la sociedad. La universidad cubana debe y puede generar las dinámicas necesarias para la superación de esa situación, pero esto supondría que ella es capaz de transformar la suya propia; o sea, que puede democratizarse a su interior en términos de consolidación del diálogo entre los actores de sus procesos sustantivos y de la participación concertada de estos en la gestión institucional.

¿Cuánto puede aportar la perspectiva marxista al análisis de la relación entre la educación superior y la sociedad? ¿Qué influjo tiene la dialéctica materialista en la dinámica del proceso enseñanza-aprendizaje y en la investigación universitaria, en términos de proyección problematizadora y transformadora de la realidad?

CONCLUSIONES

Incluso el discurso pesimista del filósofo que pondera el absurdo, la irracionalidad y el nihilismo es expresivo de la preocupación por la comunicación y el entendimiento entre los hombres. La angustia de ese filósofo es compartida con el prójimo. Esa convivencia hace posible (y necesario) el diálogo entre ellos, que cobra una forma particular -un tono de universalidad- en el discurso filosófico.

Este trabajo ha expuesto la índole conflictual del posicionamiento de los sujetos del proceso enseñanza-aprendizaje, a la vez que argumentado la contribución que puede hacer la filosofía a la comprensión de la dinámica de este y, consecuentemente, a la activación de las potencialidades del diálogo en el escenario educativo del nivel superior, atendiendo a las exigencias actuales de la sociedad cubana. La universidad tiene mucho que aportar en la conversión del diálogo en una práctica permanente y generalizada, en un recurso del perfeccionamiento de nuestro socialismo, en el soporte de la unidad de los cubanos.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Althusser, L. (2003): Ideología y aparatos ideológicos del Estado, Nueva Visión, Buenos Aires. [ Links ]

ANUIES (2008): Declaración de la Conferencia Regional de Educación Superior en América Latina y el Caribe (CRESALC), México. [ Links ]

Bacon, F. (1949): El nuevo órgano, Losada, Buenos Aires. [ Links ]

Descartes, R. (1981): Discurso del método, Alfaguara, Madrid. [ Links ]

Marx, K. (1981): «Tesis sobre Feuerbach», en K. Marx y F. Engels, Obras escogidas en 3 tomos, t. I, Progreso, Moscú. [ Links ]

Ortega Gasset, J. (2005): Misión de la Universidad. Obras completas en 10 volúmenes, vol. 4, Taurus, Madrid. [ Links ]

Ortega Gasset, J. (2012): Ideas y creencias, Gredos, Madrid. [ Links ]

Platón, J. (1988): La República, Alianza Editorial, Madrid. [ Links ]

Savater, F. (1999): Las preguntas de la vida, Editorial Ariel, Barcelona. [ Links ]

UNESCO (1998): «Declaración Mundial de la Educación Superior en el Siglo xxi», Conferencia Mundial sobre la Educación Superior, París, <UNESCO (1998): «Declaración Mundial de la Educación Superior en el Siglo xxi», Conferencia Mundial sobre la Educación Superior, París, http://www.unesco.org/education/educprog/wche/declaration_spa.htm > (2005-04-11). [ Links ]

Recibido: 11 de Abril de 2018; Aprobado: 03 de Octubre de 2018

*Autor para la correspondencia. eabel@isa.cult.cu

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