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Revista Cubana de Investigaciones Biomédicas

versão impressa ISSN 0864-0300versão On-line ISSN 1561-3011

Rev Cubana Invest Bioméd v.16 n.2 Ciudad de la Habana jul-dez. 1997

 

Ciencia y pseudociencia: una distinción crucial

Editorial

Ciencia y pseudociencia: una distinción crucial

La pseudociencia no puede progresar porque se las arregla para interpretar cada fracaso como una confirmación, y cada crítica como si fuera un ataque... como la magia y como la tecnología, la pseudociencia tiene un objetivo primariamente práctico, no cognitivo, pero, a diferencia de la magia, se presenta ella misma como ciencia y, a diferencia de la tecnología, no goza del fundamento que da a ésta la ciencia.
Mario Bunge
Ya en 1976 Illich1 alertaba que "el compromiso social de proveer a todos los ciudadanos de las producciones casi ilimitadas del sistema médico amenaza con destruir las condiciones ambientales y culturales para que la gente viva una vida autónoma y saludable. La medicina institucionalizada ha llegado a ser una grave amenaza para la salud". La parafernalia tecnológica desempeña un papel singular, por ejemplo, en el enfermo terminal, ya que contribuye a ignorar que la prolongación de la muerte no es sinónimo de prolongación de la vida. Paralelamente, se ha producido un auge espectacular de la producción y comercialización farmacológicas que ha permitido que la industria farmacéutica escale el tercer lugar mundial en cuanto a volumen de ganancias y al adquirir un poder económico manipular el consumo mundial de fármacos.

Paralelamente, cabe tener en cuenta que por medio de la práctica social las sociedades han desarrollado experiencias y sistematizado formas especiales de "conocer y saber" acerca de la salud y la enfermedad, que han ido configurando un conjunto de nociones y conocimientos formados en la práctica cotidiana y espontánea de la gente común, hasta llegar a la práctica empírica que concentra y sistematiza la experiencia de la colectividad en largo tiempo.2 Este saber informal, de indudable valor cultural, es considerado por algunos salubristas como algo que es necesario conservar o recuperar debido a su valor secular.

Todo ello explica en parte la tendencia a que cada vez más gente eluda la "medicina oficial" y acuda a procedimientos marginales o alternativos, parte de los cuales se encuadran en la llamada Medicina Natural y Tradicional (MNT), fenómeno que emerge con especial énfasis en países desarrollados pero que ha alcanzado gran empuje en Cuba, donde se parte de una cultura popular propensa a este tipo de prácticas y de un favorable contexto sociocultural e histórico. Cuba es un país con gran tradición de yerberos y prácticas mágico-religiosas, como señalaba Fernando Ortiz en 1951:3

La medicina folklórica es la que más se practica en la realidad, pues las clases pobres, que son más numerosas e ignorantes, tienen que acudir en sus dolencias a la medicina casera y a los recursos del curanderismo profano o religioso, benéfico o explotador, bien intencionado o con malicia y eficaz o inútil y hasta nocivo, por no tener ellas a su alcance otros medios defensivos de su salud.

Las terapias de este tipo producen, sin embargo, un marco polémico. Se identifican en la actualidad dos posiciones extremas: una, caracterizada por la defensa sectaria y vehemente de estas prácticas; la otra, representada por su negación categórica desde posiciones cientificistas. Posiblemente, ambas sean perniciosas. Naturalmente, entre esos dos polos se ubica una amplia gama de posiciones, en muchos casos matizadas por la confusión y el desconcierto.

Este proceso se ha venido desarrollando a lo largo de los últimos años en un marco carente de nítidas directrices orientadoras en lo que se relaciona con la investigación y el carácter científico o no de las diversas expresiones posibles de la MNT. Parece claro que la actividad de investigación en este campo ha sido -con excepción de la fitoterapia- fragmentada, no exigida ni sistematizada, muy escasamente estimulada y no sentida como necesaria por la casi totalidad de los practicantes, quienes se contentan en general con sus observaciones y las anécdotas que pueden relatar.

Es imposible valorar una propuesta científica si no se cuenta con un marco teórico potente que permita distinguir entre ciencia y pseudociencia. Con frecuencia se escuchan debates en que intervienen declaraciones del tipo "la práctica X sí es científica pero la Y no lo es, en tanto que la teoría Z aún está en discusión". Muchas veces, lamentablemente, se trata de palabras vacías de contenido, pues no dimanan de un examen sistemático y correcto de X, Y y Z, sino de convicciones nacidas de la intuición, de la asimilación inercial de lo que dicen o hacen otros, o de una concepción errónea de los objetivos y procedimientos de la ciencia.

Por lo tanto, lo primero que debe establecerse con transparencia es que el propósito central de la ciencia es el establecimiento de las leyes que rigen los fenómenos que examinan, así como conformar teorías (sistemas de leyes) que expliquen los acontecimientos, tanto los actuales como los potenciales. Tal esfuerzo se orienta a conseguir, a la postre, el control tecnológico más fructífero de esos acontecimientos.

Es bien conocido que el proceso de conformación de dichas leyes y teorías exige la aplicación de un método riguroso, que muchas veces es arduo y árido, complejo y lento, a diferencia de la especulación no científica, que resulta más fácil y en principio más interesante que la paciente colección de datos objetivos en un marco teórico previo y el proceso subsiguiente de desentrañarlos y organizarlos dentro de estructuras teóricas que sean interna y externamente coherentes.

La ciencia no pretende ser final, incorregible y definitivamente cierta. Como resume Bunge,4 lo que afirma la ciencia es:

  • que es más verdadera que cualquier modelo no científico del mundo
  • que es capaz de probar, sometiéndola a contrastación empírica, esa pretensión de verdad.
  • que es capaz de descubrir sus propias deficiencias
  • que es capaz de corregir sus propias deficiencias.
Lo que se propone sobre estas bases es construir representaciones parciales de la realidad que la modelen de manera cada vez más adecuada. Nunca parte de postulados mesiánicos e inamovibles; en todo caso, de hipótesis siempre abiertas a ser desechadas o mejoradas si se hallan motivos para ello. Ninguna especulación extracientífica es tan modesta ni da tanto de sí. La pseudociencia es, en cambio, típicamente arrogante, se autoproclama dueña de la verdad y raramente se autocritica.

Las especulaciones no científicas acerca de la realidad suelen caracterizarse por uno o más de los siguientes rasgos:

  • no suelen formular interrogantes transparentes, sino más bien problemas para los que ya se tienen respuestas anticipadas
  • no proponen hipótesis ni explicaciones fundamentales y contrastables; para averiguar la verdad se valen de técnicas inescrutables
  • no se proponen hacer contrastaciones objetivas de sus tesis y desdeñan o eluden los estándares universalmente admitidos para ello
  • suplen los argumentos estructurales con ilustraciones de sus concepciones y las evidencias estadísticas con anécdotas
  • las leyes que esbozan o enuncian son básicamente especulativas y se definen a través de categorías difusas y elusivas
  • permiten la coexistencia de contradicciones internas en su propia formulación; su carácter sectario no consiente las enmiendas que se podrían derivar de dichas contradicciones.

  • Algunos defensores de prácticas que carecen de toda explicación racional o que están en franca oposición a leyes comprobadas de la ciencia, arguyen que lo único importante es si el método funciona o no. Esto trae a colación un viejo dilema: si los tratamientos no suponen iatrogenias ni efectos secundarios negativos, y además hay testimonios favorables a su efectividad, ¿por qué cuestionarlos?, ¿por qué no aprovechar el recurso terapéutico sin más discusión?, ¿cuál es la posición científicamente válida ante este dilema?

    Hay dos razones de naturaleza diferente pero cada una suficiente para objetar la traslación de este burdo pragmatismo a la ciencia médica. La primera concierne al espíritu del pensamiento científico. Aceptar las terapias a partir exclusivamente de sus éxitos clínicos, supone un error metodológico, porque tiende a convalidar la renuncia a determinar su base teórica y restringe la investigación, si es que la admite, a un marco puramente empírico. El problema de aceptar oficial o socialmente terapias sin base científica, y manejarlas como válidas, puede suponer un freno y un retraso grave en dicha investigación, e implicar a la larga grandes despilfarros en inversiones y subvenciones. Además de lo anterior, hay que enfatizar que tal convocatoria supone restringir nuestras herramientas valorativas al marco del pragmatismo, como si la teoría y el conocimiento general no pudieran ser útiles incluso para el propio perfeccionamiento de dichas terapias. Cabe no perder de vista una realidad admitida en todos los entornos mundiales en que rige un sentido estratégico de la ciencia: "La práctica sin teoría es ciega y la teoría sin práctica es estéril".5

    Por otro lado, hay otra razón práctica: no es nada insólito que un paciente, ante una enfermedad grave, preocupado o irritado por una ausencia de mejoría, acuda al terapeuta alternativo abandonando el tratamiento prescrito inicialmente. Cuando más tarde, en ausencia de mejoría o tras una recaída, vuelve a su médico habitual, el abandono del tratamiento ha resultado clave. Esta pérdida de tiempo, puede resultar trágica.6

    La especulación acientífica ofrece muy poco a la ciencia contemporánea. Prestar atención automática a cada propuesta, por descabellada y contradictoria que sea, no puede ser la regla de conducta, aunque sólo fuera por mero afán de racionalidad y de ahorro de recursos humanos y materiales. Sin embargo, aun en casos como estos, pudiera ser aconsejable contrastar rigurosamente y con estándares valorativos indiscutibles las pretensiones de corte pseudocientífico, pues establecer que ellas son falsas significará adquisición de conocimiento y, llegado el caso, permitirá combatir convicciones absurdas o erróneas, especialmente cuando han conseguido extenderse.

    La condición más importante que tiene que cumplir una tecnología terapéutica para verse dignificada por el escrutinio científico no es, sin embargo, que se asiente en un cuerpo teórico adecuado. Aunque ello, desde luego, es altamente recomendable para, como se ha dicho, no despilfarrar recursos, no resulta absolutamente indispensable.

    Existen diversas expresiones terapéuticas alternativas que invocan sistemáticamente la existencia de energías desconocidas para la física, y procesos fisiológicos no descubiertos por la bioquímica ni la biología. La pertinaz y enmarañada alusión a tales energías y procesos no sólo no aporta un ápice de evidencia en favor de su existencia real (del mismo modo que la repetición machacona de que se ha alcanzado un obejtivo no contribuye en nada a la convicción de que se ha alcanzado) sino que obstaculizan seriamente su valoración. Por lo tanto, constituye una demanda crítica que la propuesta tecnológica esté definida claramente y no maneje términos borrosos e inapresables; y lo que sí es simple y directamente imprescindible para proceder a la contrastación rigurosa que demanda su convalidación inicial es que formule con nitidez sus presuntas virtudes.

    Se vislumbra un confuso entramando teórico-conceptual que involucra a todos: practicantes, investigadores, personalidades científicas y dirigentes de la ciencia. La disparidad de actitudes y posiciones entre personalidades relevantes de las ciencias de la salud es tal que se registra desde gran entusiasmo hasta honda preocupación y alarma; no se observa, sin embargo, indiferencia. Es necesario aprovechar ese interés para promover espacios de discusión científica dentro y entre los estamentos involucrados.

    Luis Carlos Silva Aycaguer, Dr. C.
    Vicerrectoría de Investigaciones y Posgrado
    Instituto Superior de C. Médicas de la Habana

    REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

    1. Illich I. Némesis médica. Joaquín Ortiz, México, 1978.
    2. Breilh J. El deterioro de la vida. Corporación Editora Nacional, Quito, 1990.
    3. Ortiz F. La medicina folklórica de Cuba. Bohemia/1951;12(48):16-8.
    4. Bunge M. La investigación científica. Ciencias Sociales, Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1972.
    5. Bernal J. La ciencia en nuestro tiempo. Nueva Imagen, México DF, 1979.
    6. Tellería C, Sanz VJ, Sabadell MA. La homeopatía: historia, descripción y análisis crítico. Alternativa Racional a la Pseudociencia. Zaragoza, 1994.

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