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Revista Cubana de Salud Pública

versión impresa ISSN 0864-3466versión On-line ISSN 1561-3127

Rev Cubana Salud Pública v.31 n.2 Ciudad de La Habana abr.-jun. 2005

 

El bicentenario de la introducción de la vacuna en Cuba. Discurso conmemorativo*

Gregorio García Delgado1

Compañeras y compañeros:

Se me ha pedido que, en muy breves palabras, caracterice el contexto en que se produjo la introducción de la vacuna antivariólica en Cuba, hace 200 años. A tantos años vista resulta difícil, incluso para los historiadores, retrotraer la mente hasta aquella época, que -como casi todo momento histórico- estaba preñada de hechos que hoy nos pueden parecer insólitos, de una época de premonitorias contradicciones y de esperanzas que podían o no realizarse.

Eran los tiempos -que duraron unos 50 años- en que predominaba en Cuba, en lo económico y en lo político, la pujante aristocracia criolla, las raíces de cuyo poderío yacían en la plantación cañera y en la esclavitud. Eran los tiempos de hacendados provistos de títulos nobiliarios y de rangos militares, con intereses que no siempre coincidían con los de la metrópoli, pero nada dispuestos a separarse de la Madre Patria.

Eran los tiempos de Francisco Arango y Parreño, pero también -desde 1802- de un personaje al cual José Martí llamó "aquel obispo español que llevamos en el corazón todos los cubanos", Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa, el obispo Espada. Este representante del minoritario y casi perseguido catolicismo ilustrado español, que se inspiraba en Feijóo tanto como en Jovellanos, llegó dispuesto a "barrer", como él mismo decía, con algunos de los males que plagaban al clero y a la población habanera.

Ante sus empeños tenían que ceder algunos avejentados frailes y fieles que de vez en cuando salían a flagelarse públicamente, ya sin mucha convicción ni esfuerzo, es cierto, pues su propósito era recibir las limosnas de otros fieles, menos dispuestos a tales manifestaciones. El fanatismo había decaído mucho, pero estas procesiones no dejaban por ello de ser un rasgo medieval a principios del siglo XIX, algo nada raro en España, pero que sí resultaba chocante al ilustrado obispo y a los ya bastantes descreídos habaneros de entonces.

También barrió Espada con la costumbre de enterrar en las iglesias y la sustituyó con el hábito de inhumar en los cementerios. Creó el primer cementerio habanero, el que llevó su nombre. Así logró despojar a las iglesias de los olores mórbidos que generalmente acompañaban las ceremonias religiosas; pero -de paso- también las despojó de los considerables ingresos que percibían por estos enterramientos, y con ello se aseguró la ferviente enemistad de unos cuantos párrocos.

Todos estos hechos, unidos a su posterior apoyo a la constitución de 1812, a las ambiciones de obispos expulsados de América del Sur que querían se les concediese la sede habanera, a las artimañas de un arzobispo de Santiago de Cuba que solicitaba la anulación de la diócesis de La Habana, y a otros demandantes, provistos de razones tan "espirituales" como las mencionadas anteriormente, amén de algunos dineros que se movieron en la corte de Madrid y en la de Roma, condujeron a sendos procesos, abiertos en esas ciudades, donde el obispo Espada era calificado de jansenista, masón, hereje, heterodoxo y cuanto crimen se pudiera extraer de los dolidos bolsillos y las vanidosas mentes de sus enemigos. La Corte y el Altar se unieron en esos infames procedimientos que convirtieron a Espada en el más digno de los obispos que haya tenido Cuba nunca. Los amigos del ya anciano obispo, por su parte, entre ellos de manera muy destacada Tomás Romay, lograron impedir que se le obligara a viajar a Madrid.

Espada fue quizás quien con mayor energía respaldó a Tomás Romay en su labor de propagar la vacuna. Recuérdese que, además de obispo, era desde 1803 el director de la Sociedad Económica. Pero, ¿quiénes podían oponerse en Cuba a la difusión de la vacuna?

En España se había aplicado con éxito en varias zonas del país. Y en noviembre de 1803 se inició la famosa "expedición de la vacuna". Partió a bordo de la corbeta María Pita, donde la vacuna se iba trasladando de brazo a brazo entre unos veinte niños para que así cruzara el Atlántico y llegara a las colonias hispanas de América, extraordinaria cruzada sanitaria dirigida por el médico hispano Francisco Xavier Balmis.

Si en España se aplicaba la vacuna desde 1800 y además se había habilitado una expedición para propagarla en América, resulta obvio que en Cuba no podía tropezar con oposición oficial alguna, ni del gobierno ni de la iglesia; pero sí tendría que enfrentarse a un pequeño grupo social, poco estudiado por cierto, el de los inoculadores, algunos de los cuales eran médicos (el propio Romay estuvo anteriormente entre ellos), otros cirujanos latinos o simples practicantes. Los "inoculadores" aplicaban la variolación, es decir tomaban el pus de los enfermos de viruela con un hilo o una lanceta, y trataban de atenuar su virulencia, ya aireándolo, ya dándole algo de calor. Desde luego, esto podía resultar o no resultar, y si no resultaba la persona podía padecer un grave ataque de viruelas y hasta fallecer. Era un procedimiento extraordinariamente riesgoso, pero era el único medio preventivo que existió con anterioridad. La inoculación basada en la viruela de las vacas era mucho más efectiva y, cuando más, sólo podía causar una calentura en el inoculado. Pero no todos los partidarios de la variolación estaban dispuestos a renunciar a ella en favor de la vacunación. En esa reticencia influían concepciones, hábitos y razones puramente crematísticas.

Las demostraciones realizadas por Romay y la presencia de la expedición de Balmis, que llegó a La Habana el 26 de mayo y permaneció en la ciudad hasta el 18 de julio, ayudaron a vencer la oposición de los inoculadores. Otro factor que ayudó fue que la vacunación era gratuita, no así la variolación que practicaban los inoculadores. De esta manera, la vacuna, aunque no era ni obligatoria ni se reactivaba, como hubiera querido Romay con su buena intuición médica, probablemente contribuyó a elevar la esperanza de vida de la población cubana de entonces. Pienso que no sería exagerado suponer que quizás se halle entre los presentes alguien que descienda de aquellos que se salvaron gracias a esas primeras campañas de vacunación, realizadas por Tomás Romay, y que -quizás sin saberlo- haya venido aquí a rendir homenaje a ese benefactor ilustre cuya memoria hoy honramos. Así sea. Gracias.

*Presidieron este acto los doctores José Ramón Balaguer Cabrera, Ministro de Salud Pública, Ismael Clark Arxer, Presidente de la Academia de Ciencias de Cuba y José López Sánchez, fundador de este Museo, biógrafo de Tomás Romay y maestro de todos nosotros.

1Historiador médico del Ministerio de Salud Pública, Jefe del Departamento de Historia de la Salud Pública en la Escuela Nacional de Salud Pública.

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