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Revista Cubana de Salud Pública

versão impressa ISSN 0864-3466versão On-line ISSN 1561-3127

Rev Cubana Salud Pública v.32 n.2 Ciudad de La Habana abr.-jun. 2006

 

Instituto Superior de Ciencias Médicas de La Habana

El laberinto bioético de la investigación en salud

José Ramón Acosta Sariego1

Resumen

Se hace un análisis histórico de la relación entre investigación científica y práctica asistencial en salud. Se describe el proceso de conformación de las normas nacionales e internacionales que regulan la investigación científica en este campo. Se determinan los pilares fundamentales que sustentan la calidad de la evaluación ética de proyectos y se discuten los aciertos e insuficiencias del trabajo de los comités de ética para la investigación en Cuba. Se concluye que nuestro país ha alcanzado altos estándares en cuanto a la normatividad y regulación social de las investigaciones en salud, sin embargo, el papel de los comités de ética no está desplegado en todas sus posibilidades y para mejorar su trabajo se precisa de emprender acciones de identificación y solución de las necesidades de capacitación de sus miembros y de los investigadores en general en el campo de la Ética de la Investigación y la Bioética.

Palabras clave: Ética de la investigación, Bioética, comités de ética de la investigación.

Introducción

Investigación científica y práctica médica

Cuando en 1947 la Asociación Médica Mundial aprobaba el decálogo de Nüremberg, estaba alboreando una nueva etapa de la interrelación entre investigación científica y práctica médica, entre el interés investigativo corporativo y el bienestar individual y colectivo. Los procesos judiciales que le inspiraron habían sido seguidos durante los dos años inmediatos anteriores contra los jerarcas fascistas y sus bases gremiales, incluidos médicos y científicos, quienes habían ejecutado con saña y meticulosidad, tanto la limpieza étnica, fusionando eficientemente eugenesia con eutanasia, como “experimentos médicos” justificados con supuestas necesidades de la contienda bélica en que el nazi-fascismo había sumido a gran parte de la humanidad a mediados de la pasada centuria.

Durante el largo lapso de 2300 años que media entre el siglo V a.n.e. cuando se consolidó la escuela médica nacida en la isla griega de Cos, fijado este momento por la época de la que datan los más antiguos documentos del Corpus Hipocraticum, y los comienzos del siglo XIX en que al rebote de la racionalidad iluminista se empezó a recelar abiertamente de los tratamientos consagrados por más de dos milenios de memoria histórica del arte de curar en occidente, la actitud ética predominante para enjuiciar moralmente la relación entre investigación y práctica médica estuvo signada por lo que la ética médica tradicional estableció como patrón de excelencia, la beneficencia ejercida a ultranza y ataviada con el ropaje del llamado hoy paternalismo médico .

A la luz de esa antigua perspectiva ética, los médicos debían evitar realizar alguna acción sobre sus pacientes que no estuviera encaminada a producirles un beneficio directo y previsible. La norma prudencial de actuación profesional consistía en ajustarse al tópico establecido por la práctica empírica recogida en preceptos y aforismos. Todo nuevo conocimiento debía ser producto fortuito de una práctica médica así entendida, por tanto toda desviación de este canon era en potencia condenable moral y hasta jurídicamente. Esto explica el lento progreso del arte médico durante el medioevo europeo que debió nutrirse de los avances de la medicina árabe y persa que se desarrollaron en el entorno más flexible que permitía el mandato coránico de recorrer los caminos del conocimiento.

Aquellos que trataron de investigar abiertamente y divulgar sus resultados, como el iconoclasta Miguel Servet, terminaron en la hoguera. Otros más astutos lo hicieron tan en silencio que no llegaron nunca a socializar sus descubrimientos, baste saber que los códices leonardinos que su albacea literario Francesco Melzi nunca logró publicar, sólo fueron conocidos de manera casi accidental a mediados del pasado siglo XX. Los más prácticos como Gustavo Ambrosio Paret marcharon con los ejércitos para aprovechar la libertad de actuación que ofrecía el teatro de la guerra. Pero lo cierto es que las excepciones sólo justifican la regla, la mayoría de los médicos se ajustó al canon, al punto que por ejemplo, aún hasta la reforma de Varela en la facultad de medicina de la Universidad de La Habana , tanto los Aforismos atribuidos a Hipócrates como el medieval Metudus Medendi, figuraban entre los libros de texto.

Pero al fin, el triunfo de la razón sobre la metafísica abrió el camino a la eclosión del positivismo científico1 que despertó un inusitado interés por el conocimiento cierto de las cosas y el régimen de los hechos. El arte de curar se hizo verdaderamente científico, creyó encontrar las balas mágicas, la moderna panacea, y experimentó entonces el vértigo del entusiasmo originado por los descubrimientos en biomedicina que marcaron la segunda mitad del siglo XIX. Según Diego Gracia esto produjo un cambio de actitud ética en la cual ya la investigación per se no sólo fue considerada éticamente aceptable, sino socialmente necesaria.2

Cuba en 1900 fue escenario del primer experimento controlado de que conoce la historia de la medicina, el que condujo la Cuarta Comisión del Ejército de los Estados Unidos con el fin de comprobar la teoría metaxénica de la transmisión de enfermedades, ideada, probada e internacionalmente informada por Carlos J. Finlay casi veinte años antes. Con este fin el equipo norteamericano bajo la dirección de Walter Reed puso en práctica los preceptos del naciente método científico para controlar el azar y asegurarse con un margen razonable de error que la transmisión de la fiebre amarilla se producía por la inoculación por parte del mosquito cúlex ( Aedes aegypti ) a un individuo sano después de haber picado previamente a un enfermo. Es harto conocida la mala conducta científica de Reed al ni siquiera mencionar a Finlay en su informe final tratando con esto de apoderarse de la gloria que le correspondía al cubano, quien por las innumerables pruebas a su favor definitivamente recibió el apoyo mayoritario de la comunidad científica. Esta actitud fuera de toda consideración moral ha solapado en cierta forma otro grave problema ético que suscitó este experimento, el hecho de que el mismo se llevó a término a pesar de la muerte de siete voluntarios sanos ocurrida durante su realización.

Este lamentable hecho suscitó una polémica entre quienes consideraban debía prevalecer el bienestar individual y aquellos que defendían el derecho a la actitud altruista de los sujetos sometidos voluntariamente a investigaciones científicas y dispuestos a correr riesgos personales en beneficio de la humanidad. En el ámbito nacional ambos polos estuvieron representados. Por una parte, Juan Guiteras , quien tras la amarga experiencia de perder a tres pacientes al tratar de reproducir el experimento de Reed en el hospital “Las Animas” en 1901, tuvo la valentía de suspender la investigación y desde entonces, como refiere Gregorio Delgado3 en su enjundioso ensayo al respecto, se convirtió en un acérrimo opositor de las pesquisas científicas que involucraran a sujetos humanos y las combatió desde su autoridad moral y los diversos cargos públicos que ocupó durante los primeros años de la vida republicana.

En el otro extremo estuvo Matías Duque quién desarrolló investigaciones en pacientes para probar nuevos tratamientos de la fiebre puerperal y la lepra. En 1928 el Dr. Duque llegó a solicitar sin éxito a la presidencia de la república autorización para utilizar a condenados a muerte a fin de inocularles tumores cancerosos y caso de curar se les redujera la condena a diez años de prisión.

Esta controversia ética que hemos ejemplificado desde la experiencia nacional se suscitó paralelamente y fue reflejo de lo que ocurrió a nivel internacional durante toda la primera mitad del siglo XX, con claro desequilibrio a favor de quienes apelaban a la libertad científica apoyados en el terreno teórico por la puesta a punto del método científico, y en el práctico por intereses institucionales y políticos.

El Código de Nüremberg puso en la liza una nueva perspectiva, he ahí su importancia más allá de las lógicas limitaciones contextuales, donde el balance entre la necesidad de la investigación en humanos requerida para el avance de la ciencia y el bienestar general, y el deber social de proteger la integridad, salud y vida de todos los ciudadanos queda fijado por fronteras morales y tutelado por controles éticos generalmente aceptados.

Nostalgia y trasgresión

Algunos expertos en temas bioéticos tildan a Henry K. Beecher, artífice de la Declaración de Helsinki, como un nostálgico del paradigma clásico en el que el beneficio al paciente era lo fundamental. Para ello se basan en las ideas contenidas en su libro de 1959 Experimentation in Man que establecen una diferenciación profunda entre la investigación clínica con fines terapéuticos y la investigación clínica sin fines terapéuticos. Estos criterios se reflejaron años más tarde en la propia estructura de la Declaración de Helsinki, cuyo comité de redacción de la primera versión, la de 1964, Beecher presidió. Las tesis de Beecher eran claramente paternalistas, criticó severamente lo que él calificaba de énfasis excesivo del Código de Nüremberg en la cuestión del consentimiento, el cual consideraba un lastre innecesario para la investigación que tuviera un fin claramente beneficente, como era el caso de la que persiguiera fines terapéuticos.

En 1966, Beecher publicó un controversial artículo: Ethics and Clinical Research en The New England Journal of Medicine en el cual analizaba 22 reportes de investigaciones clínicas producidos por prominentes especialistas que acusaban serias transgresiones de los principios éticos acordados en Helsinki.

Dado que el Código de Nüremberg era en esencia un conjunto de principios con una gran fuerza moral pero de limitado alcance práctico, la Declaración de Helsinki se convirtió en el asidero ético más socorrido por los científicos, centros de investigación e instituciones de salud, estuviesen éstos adscriptos o no a la Asociación Médica Mundial, como es el caso de Cuba que fue separada de la Asociación Médica Mundial, una organización esencialmente gremial, al autodisolverse el Colegio Médico Nacional en 1966. La Declaración de Helsinki contó a su favor con que era y sigue siendo aún un instrumento vivo, que se revisa y renueva periódicamente–no siempre para mejor–por lo que progresivamente los criterios paternalistas de Beecher fueron cediendo terreno, especialmente en las versiones posteriores a la publicación en 1978 del Belmont Report, documento elaborado por una comisión del senado de los Estados Unidos– The National Commission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral Research -creada al amparo de la National Research Act , ley aprobada en 1972 a raíz de las revelaciones del escandaloso estudio de Tuskegee el cual había desatado el “odre de los vientos” que permitió fueran conocidos otros casos de notoria mala conducta científica ocurridos en Norteamérica, entre otros, el estudio sobre células cancerosas realizado en el Jewish Chronic Disease Hospital of Brooklyn, New York y el estudio sobre hepatitis conducido en Willowbrook State School para niños discapacitados.

El estudio de Tuskegee, recibió su nombre del instituto de investigaciones donde se realizó, una dependencia del Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos, localizado en el condado de Macon, estado de Alabama. Fue una investigación prospectiva iniciada en 1932, irónicamente un año antes del incendio del Reichtag, e interrumpida 40 años más tarde por la presión de la prensa y la opinión pública. En esencia este estudio consistió en dejar evolucionar la sífilis en una muestra conformada por 407 pacientes jóvenes y negros, a fin de establecer con precisión la historia natural de esta enfermedad. A estos individuos se les engañó al no revelarles la verdad en cuanto a la naturaleza de lo que padecían y se les negó con ello el acceso al tratamiento adecuado. Tras el escándalo mediático y el evidente trasfondo racista del suceso, en un momento además en que la sociedad norteamericana efervecía de luchas por los derechos civiles, una sentencia judicial obligó al gobierno a indemnizar a las víctimas, brindarles atención médica de por vida y ofrecerles una disculpa pública. Esta última acción sólo fue cumplida 30 años después por el presidente William Clinton con fines puramente electorales y cuando ya sólo sobrevivían menos de una decena de las víctimas de Tuskegee.

Estas revelaciones demostraron que los nazis no fueron ni los primeros, ni los últimos en realizar investigaciones fuera de todo recaudo ético y aquellos que habían formado parte de quienes les acusaron y juzgaron en Nüremberg, tenían “moscas” en la casa.

El Informe Belmont tuvo una gran trascendencia en términos de ética aplicada a la investigación científica porque popularizó la visión utilitarista del sistema de los tres principios: beneficencia, autonomía y justicia, así como los procedimientos para hacerlos efectivos en la evaluación y seguimiento de investigaciones biomédicas y médico-sociales, a saber, la ponderación de los riesgos y beneficios para los sujetos sometidos a pesquisas, el consentimiento informado y la selección equitativa de las muestras. El sistema de los tres principios–beneficencia, autonomía y justicia- enunciado en el Informe Belmont fue refrendado un año después de su aparición, por la publicación en 1979 del libro Principles of Biomedical Ethics de Thomas L. Beauchamp y James E. Childress.4 Tal fue la aceptación y popularidad en los medios académicos y científicos de esta propuesta teórica que la misma se ha identificado erróneamente como el único o principal sustento teórico de la bioética, contribuyendo decisivamente con ello al proceso de medicalización de la disciplina, lo que significó un franco reduccionismo en relación con las ideas originales del creador del neologismo bioético, Van Rensselaer Potter, quien la concibió como una ética ambientalista orientada a lograr una cultura de la supervivencia de largo alcance.5

La mayor parte de lo que se ha escrito sobre ética de la investigación después del Informe Belmont ha seguido la rima–a veces acríticamente–de sus postulados, incluso es fácilmente identificable su influjo en importantes instrumentos internacionales contemporáneos como la versión final de las Guías Éticas Internacionales para Investigación Biomédica que involucra a Humanos, conocidas como Normas CIOMS (Consejo Internacional de Organizaciones de Ciencias Médicas, por sus siglas en inglés) -OMS (1993), la Guía ICH Tripartita y Armonizada para la Buena Práctica Clínica (1996), La Declaración Universal del Genoma y los Derechos Humanos de la UNESCO (1997), el Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y la Dignidad del Ser Humano con respecto a las Aplicaciones de la Biología y la Medicina , y el Convenio relativo a los Derechos Humanos y la Biomedicina , firmados ambos por la Unión Europea (1997) y las Guías Operacionales para Comités de Ética que evalúan Investigación Biomédica de la OMS (2000), por sólo citar algunos notorios ejemplos.

El proceso de fiscalización de la investigación científica para evitar desmanes y dilapidación de recursos iniciado con los llamados “códigos históricos” de Nüremberg y Helsinki, ha tenido evidente trascendencia y real impacto en la comunidad científica internacional. Sin embargo, la injusticia social predominante en el mundo unipolar contemporáneo ha provocado que estos beneficios no alcancen a todos equitativamente, y que junto a los desiguales accesos a alimentos, bienes y servicios, incluidos los medicamentos y la atención de salud, existan diferentes estándares para considerar el bienestar y los riesgos de los individuos y comunidades sujetas de investigaciones científicas ya bien residan estas en el centro o la periferia de la economía mundial.

A fines de la década de los años setenta, la OMS y el CIOMS evaluaron las especiales circunstancias en que fueron emitidos el Código de Nüremberg y la Declaración de Helsinki y la situación de desvalimiento normativo que acusaban los países subdesarrollados hacia donde las grandes trasnacionales farmacéuticas habían trasladado la mayoría de los ensayos clínicos potencialmente conflictivos desde el punto de vista ético, por lo que en 1982 crearon un comité de expertos el cual elaboró una Propuesta de Normas Éticas Internacionales para las Investigaciones Biomédicas en Sujetos Humanos . Tras un largo proceso de divulgación, análisis y aplicación en más de 150 países, fueron corregidas, modificadas, reelaboradas y presentadas a la Conferencia del CIOMS, celebrada en Ginebra en 1992, aprobadas definitivamente y ratificadas, en 1993, por el Comité Consultivo Mundial de Investigaciones Sanitarias de la OMS y por el Comité Ejecutivo del CIOMS.6

Tal parecía que después del minucioso trabajo del CIOMS y la OMS a fin de elaborar las normas éticas para la investigación científica de mayor alcance internacional en cuanto a su carácter vinculante por el crecido número de miembros de ambas organizaciones, no existirían divergencias mayores en cuanto a los conceptos sobre el bienestar de quienes estuviesen involucrados en estas pesquisas, ya bien residieran en naciones del Sur o el Norte. Sin embargo, estas expectativas fueron rotas por el debate ético originado durante la segunda mitad de la última década del siglo XX concerniente a los ensayos clínicos promovidos por el Instituto Nacional de Salud de los Estados Unidos y el ONUSIDA en países subdesarrollados a fin de probar la supuesta efectividad de un tratamiento reducido con AZT para evitar la transmisión vertical del VIH, o sea, la infección madre-feto.6 La cuestión ética más peliaguda de este caso consistía en que el tratamiento establecido que empleaba dosis mayores de AZT, era una prestación gratuita y al alcance de todas las madres gestantes VIH positivas de los países del llamado Primer Mundo, por tanto resultaba desde todo punto de vista inaceptable para ese contexto seleccionar al azar una muestra de personas a quienes se pretendiera administrar un esquema del mismo medicamento, pero en dosis mucho menores a riesgo de que el tratamiento experimental no fuera efectivo y la transmisión vertical del virus ocurriera. Por otra parte, el estándar de tratamiento para estos casos en los países pobres que acogieron la investigación era cero. Quiere esto decir que las gestantes involucradas en la investigación tenían la oportunidad, aunque sólo fuera por azar, de acceder a un tratamiento que en la práctica dolorosa de sus miserables vidas le sería imposible.

Los promotores argumentaban que de probarse la hipótesis de trabajo, el tratamiento preventivo de la infección vertical del VIH se abarataría y mejorarían entonces las posibilidades de acceso de los más pobres. Lo descarnadamente cierto es que ni con esas dosis reducidas, a los gobiernos y menos a los ciudadanos pobres de los países involucrados, les sería posible acceder al beneficio social que un resultado científico positivo significaría. Sin embargo, a los gobiernos de los países industrializados que promovían el estudio les reportaría un sustancial ahorro.

Este caso tiene infinidad de aristas éticas que no se pueden analizar en este trabajo, baste decir que se evidenció la existencia en la práctica de un solapado doble estándar-uno más-para considerar el bienestar de sujetos social y económicamente diferentes y que el consentimiento informado de las gestantes a quienes se les propuso participar más bien fue un consentimiento obligado, no por parte de los investigadores, sino de las condiciones de vida a las que estaban sometidas. La generalidad de los códigos y normas para la investigación científica prescriben que no es aceptable realizar una investigación en un país o comunidad pobre que haya sido o posiblemente sería rechazada en un país rico y que todo nuevo tratamiento debe ser contrastado contra el mejor tratamiento existente.7 El debate fue sustanciado por las propuestas de modificaciones a la Declaración de Helsinki para su versión de Edimburgo 2000, en particular la interpretación del texto de su artículo 29 que en su versión en idioma inglés dice: …The benefits, risks, burdens and effectiveness of a new method should be tested against those of the best current prophylactic diagnostic and therapeutic methods…,8 dado que el adjetivo current tiene varias acepciones como actual, present, existing y common, puede entenderse que el mejor tratamiento presente es el que existe a nivel internacional, o el que esté disponible en el lugar donde se realiza el ensayo. La versión en español usa precisamente la expresión “mejor método disponible”, con alguna suspicacia pudiera pensarse que a los hispanoparlantes, generalmente pobres, les queda reservado, entre otros desheredados, este ambiguo estándar. En fin, una hoja de parra a la que apelan los que interpretan de manera tendenciosa el texto de la declaración para justificar su sinuosidad al considerar diferentes estándares del bienestar de los sujetos sometidos a investigaciones científicas. Más desembozados han sido quienes plantean sustituir la palabra current por possible, de esta forma, posible para algunos sería el mejor tratamiento y para otros, posible sería simplemente nada.

De todas formas y a pesar de inconvenientes como los anteriormente analizados, durante las últimas décadas se ha ido estructurando a nivel internacional toda una conceptualización, así como la correspondiente metodología y procedimientos estandarizados para garantizar que las investigaciones científicas en el campo de la salud y la biomedicina se realicen teniendo en cuenta su real importancia social, su beneficio al desarrollo humano y al progreso de la ciencia, así como los derechos y bienestar de los individuos y sistemas–no sólo humanos, sino todos los entes vivientes, los sistemas bióticos e incluso los abióticos–así como velar por la validez científica de los proyectos de investigación, tanto en el sentido de evitar posibles sufrimientos y daños a los sujetos de investigación que pudiera acarrear un mal diseño, sino también en razón de justicia para que no se dilapiden recursos humanos, materiales y financieros en proyectos de dudosa calidad científica.

Un importante paso fue la Conferencia Internacional de Armonización, que en 1996 elaboró las llamadas Normas ICH, conocidas internacionalmente por sus siglas en inglés International Conference of Harmonization. El objetivo de esta guía es proveer de un estándar unificado para la Unión Europea, Japón y los Estados Unidos, facilitando de este modo la aceptación mutua de resultados provenientes de investigaciones clínicas. Estas normas fueron suscritas también por Australia, Canadá, los países Nórdicos y la OMS.9 El hecho de que la OMS las haya refrendado ha sido un paso decisivo en su internacionalización, pero es obvio que si los estándares globales son fijados por un grupo de países altamente desarrollados, se instaura de hecho un mecanismo excluyente para los países pobres que difícilmente pueden darles cumplimiento con sus propios recursos.

Sin embargo, un producto de este proceso tangible y alcanzable por todos ha sido la especificación de los principios éticos de la investigación en salud más allá de los enunciados en el Belmont Report . Hoy día es generalmente aceptado que existen dos principios inalienables para que una investigación clínica sea moralmente válida: su real utilidad social y su validez científica. Cualquier otro principio es sucedáneo a los anteriores.10,11

En síntesis, los pilares que han permitido hacer efectivo en la práctica estos postulados han sido los siguientes:

  • Promulgación de códigos éticos y normas de buenas prácticas para la investigación que teniendo en cuenta las características de los diferentes países, observen el espíritu general de los instrumentos internacionales y la universalidad de determinados principios éticos generalmente aceptados.
  • Establecimiento de agencias reguladoras nacionales que representen el compromiso y autoridad de los estados en la salvaguarda del bienestar de sus pueblos y la integridad de los ecosistemas, así como la calidad científica de las investigaciones que se realicen en el campo de la salud pública y la biomedicina.
  • Evaluación independiente y colegiada de los proyectos de investigación, así como el seguimiento de su ejecución una vez aceptados por comités de ética multidisciplinarios, donde estén representados incluso los intereses de los posibles beneficiarios y la comunidad en su conjunto.
  • Identificación de necesidades de aprendizaje y acciones educativas en el campo de la Ética de la Investigación y la Bioética , tanto para investigadores y profesionales de la salud, como población en general.

Todo lo anterior se resume en la figura.

Fig. Factores esenciales para el control ético de investigaciones científicas.

Experiencias cubanas en el control ético de las investigaciones en salud y biomedicina

Como se puede colegir de los párrafos precedentes la comunidad científica cubana ha estado al tanto y participado de este proceso de conformación de una nueva actitud ética que comprende la necesidad, acepta la validez moral y promueve la investigación científica en humanos tutelada mediante el control ético ejercido por la sociedad. No pretendemos reseñar hechos o periodizar etapas, remitimos al lector interesado al trabajo de Deybis Orta y María Amparo Pascual que protagonistas ellas-entre otros muchos compañeros-de nuestra historia científica reciente, hace ya casi una década publicaron un trabajo sobre los orígenes y ulterior desarrollo de la investigación científica en salud y biomedicina de la etapa revolucionaria que mantiene total vigencia y que los años transcurridos desde que vio la luz no han hecho más que enriquecer sus enunciados con nuevos hechos y logros.12

Trataremos entonces de analizar los factores que apuntamos como determinantes para hacer efectiva la conciliación entre el interés investigativo y el bienestar general por un lado y la salvaguarda del bienestar, la salud y la vida de los individuos por otro.

En primer lugar, las regulaciones de todo tipo, tanto las que pudiéramos llamar técnico-científicas, como las preponderantemente éticas suman un numeroso grupo de documentos del más diverso alcance. Sin embargo, las que a mi juicio han jugado un papel determinante en refrendar la nueva actitud ética han sido tres, a saber, la Ley de Salud Pública (1983),13 el Código de Ética de los Trabajadores de la Ciencia (1994) y las Buenas Prácticas Clínicas (BPC) en Cuba (promulgadas en 1992 y revisadas en 1995 y 2000).14 Todos estos documentos reconocen que el proceso de investigación desde su concepción y ejecución, hasta la aplicación de sus resultados debe perseguir el beneficio de toda la sociedad. En mi experiencia práctica de evaluación de proyectos no recuerdo haber propuesto el rechazo de alguno por falta de valor social, todo lo contrario. Nuestro contexto general no permite que proyectos con tales lastres sean siquiera presentados, ya que como generalidad, estos tienen que enmarcarse en las líneas de trabajo aprobadas para cada centro de investigación que a su vez responden a problemas y necesidades del país. La triada normativa a la que me estoy refiriendo también se pronuncia firmemente por la voluntariedad informada y la protección del bienestar de los sujetos y grupos involucrados en investigaciones científicas. Por tanto, el marco ético-jurídico adecuado existe en Cuba y ha sido el más tempranamente adoptado en América Latina.

En cuanto al control estatal, el Buró Regulador de la Salud, de relativa reciente creación, ha venido a integrar la actividad fiscalizadora de varias agencias, entre las que descuellan dos fundamentales, el Centro para el Control Estatal de la Calidad de los Medicamentos (CECMED) existente desde 1991 y el Centro para el Control de la Calidad de los Equipos Médicos (CECEM). Es decir, ningún proyecto que involucre a seres humanos, particularmente los ensayos clínicos pueden realizarse sin ser aprobados previamente por nuestras agencias reguladoras luego de un riguroso proceso de revisión.

Por otra parte, la evaluación ética independiente y multidisciplinaria ha estado ejerciéndose por los comités de revisión y ética (CRE) que se crean ad hoc para evaluar un proyecto de investigaci ón determinado–su origen estuvo ligado a la labor asesora del Centro Coordinador de Ensayos Clínicos (CENCEC). Sin embargo, a mediados de la década del noventa comenzaron a fundarse Comités Institucionales de Ética de la Investigación (CEI) en importantes unidades de salud e investigación. Estos últimos órganos tienen la ventaja de su permanencia y por tanto de mayores posibilidades de seguimiento de los proyectos previamente aprobados. La procedencia de los CEI fue legalmente refrendada por la Instrucción VADI No. 4/2000 del Viceministro a Cargo de la Docencia e Investigaciones del MINSAP. De los primeros siete CEI existentes en 1994, todos concentrados en Ciudad de la Habana , ya en 2005 sumaban más de 100 dispersos por todo el territorio nacional.

Si contamos en Cuba con normativas éticas, agencia reguladora estatal y comités de evaluación ética multidisciplinarios e independientes, ¿dónde radica entonces el desventurado “talón de Aquiles” de la preservación y promoción del bienestar individual y social en las investigaciones en salud y biomedicina que se realizan en Cuba?

En una pesquisa realizada por la Dra. Olga M. Rodríguez , especialista del CENCEC,15 de un total de 46 ensayos clínicos en ejecución en el 2001, 20 habían sido evaluados bajo las normativas puestas en vigor en el año 2000 por las BPC y la Instrucción VADI 4/2000. De este total,18 tenían deficiencias en cuanto a la documentación de su carpeta y no contenían referencias acerca de si el CRE o CEI que los evaluó había tenido en cuenta la calificación e idoneidad de los investigadores. En 15 casos el comité estuvo integrado por cinco miembros o menos, composición que no permite desplegar el principio de multidisciplinaridad. En cuanto a la cuestión de los dictámenes emitidos por los CEI, seis proyectos se aprobaron sin modificaciones y 14 con modificaciones, esto llama mucho la atención porque es casi imposible que un comité considere a un proyecto tan perfecto que no requiera y no se le sugieran modificaciones de ningún tipo. Finalmente, en 13 casos el dictamen del CEI se emitió en la primera presentación del proyecto, proporción desmedida de acuerdo a la experiencia internacional acumulada en este tipo de evaluación. Coincido con la autora de que al parecer existió superficialidad en algunos de estos análisis.

¿Qué están indicando, además, estos resultados? Simplemente que el tercer elemento que señalaba como pilar de garantía del bienestar de los sujetos sometidos a investigaciones y al mismo tiempo de la validez científica de los resultados obtenidos, el de la formación en Ética de la Investigación , está acusando fallas. Dicho de otra forma, la limitación por parte de los investigadores, miembros de comités de ética y directivos en cuanto a la sistematización de las categorías, métodos y procedimientos propios de la Ética aplicados al proceso de investigación científica, está influyendo determinantemente en que no se asegure la calidad del mismo al máximo de las posibilidades creadas por el marco ético-jurídico e institucional vigente en nuestro país. Se deja ver una reserva de calidad no utilizada o desperdiciada, y esto en potencia puede afectar negativamente el bienestar individual de los sujetos involucrados en estos proyectos. Por otra parte, el beneficio social pudiera afectarse también al retardarse la validación e introducción de los resultados a la práctica social, así como por el despilfarro de recursos resultantes de deficiencias de diseño no detectadas en una evaluación superficial por parte de los comités de ética. Solo el contexto general en que se desarrolla la investigación científica en Cuba, su esencia intrínsicamente humanista, así como la calidad profesional de los investigadores cubanos nos ha salvaguardado de lamentables errores que no por ello dejan de ser un peligro potencial que podemos y debemos conjurar.

La conclusión más general de estas reflexiones se resume en que en Cuba se han alcanzado altos estándares en cuanto a la normatividad y regulación social de las investigaciones en salud, sin embargo, el papel de los comités de ética no está desplegado en todas sus posibilidades y para mejorar su trabajo se precisa de emprender acciones de identificación y solución de las necesidades de capacitación de sus miembros y de los investigadores en general en el campo de la Ética de la Investigación y la Bioética.

Summary

The bioethical labyrinth of health research

A historical analysis was made on the relationship of scientific research and health assistance practice. The process of drafting international and national standards regulating scientific research in this field was described. The main pillars that support the quality of ethical assessment of projects were determined and the accomplishments and shortcomings of the Cuban ethical commissions for research were discussed. It was concluded that our country has reached high levels of standardization and social regulation in health research; however, the ethical committees have not played their roles to the utmost, so it is necessary to improve their work by undertaking actions to identify the training requirements of their members and of researchers in general in the field of Research Ethics and of Bioethics.

Key words: Research ethics, bioethics, ethical committees for research.

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Recibido: 27 de diciembre de 2005. Aprobado: 3 de enero de 2006.
José Ramón Acosta Sariego . Instituto Superior de Ciencias Médicas de La Habana. La Habana, Cuba.
e-mail: joseacosta@giron.sld.cu

1Profesor Titular.

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