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ACIMED

versión impresa ISSN 1024-9435

ACIMED v.15 n.4 Ciudad de La Habana abr. 2007

 

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Acimed 2007; 15(4)

Abril 20 de 1833. Presentación del manifiesto sobre la primera epidemia de cólera en La Habana

Por José Antonio López Espinosa1

El cólera, enfermedad infecciosa, que desde tiempos inmemoriales ha producido considerables estragos en el mundo, tuvo su primera incursión epidémica en Cuba en 1833, a partir del primer caso detectado el 25 de febrero de aquel año en la persona del catalán José Soler, para luego convertirse en la primera de las tres grandes epidemias que asolaron la isla en el transcurso del siglo XIX . Esta dejó en La Habana un saldo de más de 9 000 defunciones, con una tasa de mortalidad de casi 60 por 1 000 habitantes, sin contar que en el resto del territorio nacional causó tres veces más víctimas. La segunda epidemia de cólera penetró en La Habana en marzo de 1850 y la tercera en octubre de 1867.

Acerca de la primera epidemia, de la cual se afirma mantuvo ese carácter hasta 1837 o 1838, existe un documento, publicado en el Diario de la Havana del 13 de mayo de 1833, donde el licenciado Manuel José de Piedra Martínez (1799-?) dio a conocer su proceso de aparición y evolución inicial. En virtud de que se trata de un documento raro y valioso, al cual es muy difícil acceder por su grado de deterioro, se ha realizado un paciente trabajo de transcripción del texto original a los efectos de posibilitar que los interesados en el tema conozcan los detalles de los aspectos en él abordados por su autor, quien lo había presentado el 20 de abril anterior, en forma de manifiesto, al Real Tribunal del Protomedicato. He aquí el trasunto:

Sres. Del Real Tribunal del Protomedicato:

Después del funesto aviso del 25 de febrero próximo pasado, de que el cólera había hecho su terrible aparición en uno de los cuartones del barrio de S. Lázaro que me estaba encomendado; después de una continua y general comunicación a este Real Protomedicato, en que siempre se le participaba la muerte y destrucción que causaba esa mortífera enfermedad; parece que en medio de la satisfacción universal que a todos nos cabe, por haber tornado al antiguo estado de salubridad y de haber cesado en fin la influencia maligna de ese cruel azote de la humanidad, parece, repito, que es un deber mío sincerar mi conducta y procedimientos, tan injustamente vulnerados en los días de duelo y de llanto que hemos pasado.

Yo tuve la desgraciada suerte de haber sido llamado para asistir a D. José Soler, y de calificar en su persona la invasión del cólera asiático. Es de advertir que el día anterior había fallecido bajo mi asistencia del mismo morbo el negro Arcadio, al cargo de Petrona Pozo. Los repetidos síntomas alarmantes que presentaron estos individuos y que por primera vez se ofrecían a mi examen me sobrecogieron por aquel momento de tal manera, que desconfié de mis propios conocimientos. En ese estado de perplejidad y sobresalto, no sólo recordé hasta las relaciones de los autores que han tratado acerca de este morbo, sino que me consulté con otros facultativos de conocimientos y con personas que lo habían padecido y examinado en países extranjeros.

Con estos datos no me quedó duda alguna de que los casos que se me habían presentado eran del cólera asiático espasmódico; el mismo que había aparecido y desolado el Asia; que había continuado sus horrorosos estragos en Europa y que por último se había propagado con igual furor en los Estados Unidos de América.

En tal conflicto, mi conciencia, el estricto deber a que me ligaba mi profesión, me ponía en la precisa obligación de dar pronto aviso de esta horrenda novedad a la autoridad competente; pero guiado de la mayor prudencia y sigilo. Séame pues permitido circunstanciar el orden que observé en este paso. Ustedes conocen las precauciones con que cumplí el acto a que el destino me conducía, es decir, ser el ominoso anunciador de la voz de alarma en este vecindario. Lleno de congoja y de consternación, me presenté en la morada de usted señor Regente, a eso la una y media del citado día 25, en ocasión que se hallaba rodeado de muchas personas y muy ajeno a la novedad que le llevaba. Aquella concurrencia me obligó a llamarlo aparte y comunicarle lo que había observado en Soler, su estado y la certeza de que había concebido que el cólera se había presentado en el barrio de S. Lázaro, así como la necesidad de que usted reconociese al paciente por sí mismo, para que tomase las providencias oportunas que juzgase convenientes. Con este aviso determinó usted entrar en mi carruaje sin pérdida de momento, y habiendo llegado a la habitación de Soler, después de examinarlo detenidamente y haber coincidido conmigo en la calificación del morbo, recuerdo muy bien los términos en que usted se expresó: “No hay duda, es el mismo cólera asiático; usted ha caracterizado con exactitud el terrible azote que tal vez viene a devorarnos...” De retirada manifestó usted en su casa al Sr. fiscal Dr. D. Antonio viera que en el momento pasase a ver y examinar a D. José Soler, esperando allí al Sr. segundo protomédico, para cuya reunión me previno usted fuese a conducirlo. Con efecto, un momento después estábamos juntos con el Sr. fiscal, quienes no sólo guardaron el caso de Soler como colérico asiático; sino que aprobaron unánimemente el plan terapéutico que yo tenía establecido, disponiendo en aquel acto el Sr. de Hevia la incomunicación del paciente con el público, así como que se arrojasen al mar los comestibles que allí habían y se expedían al vecindario; retirándose enseguida a dar a conocer a la primera autoridad de la isla tan desagradable como triste caso. De antemano había dispuesto usted una junta de los mismos señores con mi asistencia en su morada para las cuatro de la tarde y, cuando llegué a la hora indicada, ya encontré en ella al Sr. asesor tercero, Dr. D. Joaquín Leandro de Solís, con D. Manuel de Urrutia, capitán juez pedáneo de S. Lázaro, con objeto, según dijo su señoría, de hacer ejecutar, pues así se lo había prevenido el Excelentísimo Señor Gobernador y Capitán General, las medidas y precauciones que ustedes acordasen sobre el particular. Esta es la fiel relación de cuanto ha ocurrido.
Ahora bien; ¡de cuán diverso modo se ha interpretado por ciertas personas aquel acto preciso de mi deber! ¡cuántos y varios han sido los rumores y voces que se han esparcido atacando directamente mi conducta! También es cierto que yo tuve que pasar por el trance amargo de leer a la junta de los facultativos, reunidos por disposición del tribunal, la relación exacta de cuanto había observado en unión de ustedes mismos en la persona del colérico D. José Soler y de aseverar positiva, aunque dolorosamente, la aparición de esta cruel epidemia en nuestra patria.

Todavía se dudaba de su realidad y se veían, no obstante, caer las víctimas de su saña a centenares, decidiendo su existencia el breve período de pocas horas. Es cierto que el terror y espanto que inspiró el recelo de la aproximación de esta terrible enfermedad, inclinaba a los ánimos pusilánimes a adoptar aquello que más lisonjeaba y complacía sus deseos y esperanzas; parecía que con la incredulidad lograban disipar el mal que ya volaba sobre nuestras cabezas.

Es una observación constante que todos los pueblos que han sido visitados por ese azote, han presentado la misma alternativa de incertidumbre en los principios de su invasión y que el convencimiento de su cruel existencia generalmente no ha entrado, sino después de una de una triste y desoladora experiencia. ¡Tal es la miserable condición de los mortales!

Era un deber la participación a ustedes, que me imponía la ley y mi conciencia y, en caso semejante, debía considerarla como oportuna e interesante al vecindario, puesto que en su vista podían adoptarse los medios necesarios para contenerla en su misma cuna y salvarnos con anticipación del peligro que nos amagaba. Ello es que ustedes la estimaron de la mayor consecuencia y atención y, en su virtud, aconsejaron instantáneamente, con el celo y el tino que acostumbran, las medidas más precisas y urgentes para aislar la epidemia en el mismo punto que asomaba y sofocarla allí si era posible. Una ciega fatalidad inconcebible y aquella incredulidad tenaz que había preocupado los ánimos, hizo desechar las precauciones que la experiencia tiene enseñadas para semejantes circunstancias. Todo se abandonó; los casos se repitieron simultáneamente con rapidez de rayo y la epidemia logró extender su maligna influencia por todos los barrios intra y extramuros a la manera de un torrente impetuoso que todo lo inunda y arrasa, con tal intensidad como lo acreditan los estragos que ha causado y los progresos con que desgraciadamente amenaza a toda la isla, atacando las vidas y las riquezas de sus moradores.

La experiencia ha demostrado que la duración de la influencia y constitución de esta misteriosa y viajera enfermedad se dilata en un lugar desde las seis semanas hasta los tres meses. Entre nosotros el cólera ha prolongado su período por ocho semanas y su mortandad y rigor hasta el 28 del pasado, ejercido principalmente entre la gente de color, ha sido tan desastrosa que puede compararse con la que ha causado en las ciudades más populosas del mundo que ha invadido.

Siempre será un objeto muy digno del interés de las indagaciones de este Real Protomedicato inquirir el modo como pudo introducirse entre nosotros la epidemia que tan mortíferamente ha reinado, después que no había noticias que existiese en nuestro hemisferio ni en el antiguo, y después que habían cesado las medidas adoptadas por este gobierno para impedir su comunicación de los lugares infectos. Este descubrimiento nos servirá por lo menos de una instructiva lección que nos enseñe en lo sucesivo a desconfiar, quizás enteramente, de aquellas esperanzas con que La Habana se había creído a cubierto de toda infestación, fundados en la benignidad de su clima, en su ventajosa posición geográfica y en la influencia de sus vientos reinantes, acreditados en el transcurso de tres centurias de años.

La consternación que difundió la repentina e inesperada aparición del cólera en todas las clases de habitantes en los primeros días aciagos; la confusión que reinó generalmente; el miedo; la aprehensión y el desaliento unido a la predisposición universal fueron varias de las muchas causas que ocasionaron el desarrollo de la epidemia y que ésta hubiese ejercido su predominio tan poderosamente. De aquí aquellos desastrosos y rápidos progresos que han dejado un gran vacío entre los hombres y las propiedades, que siempre lamentará la patria.

En medio de este estado horrible de cosas, siempre procuré cumplir por mi parte los deberes y obligaciones sagradas que me imponía mi facultad y la humanidad afligida en las pasadas circunstancias. Siempre estuve al frente del mal y todo el paciente que reclamó mi asistencia, cualquiera que fuera su condición, me vio en el lecho del dolor, donde tal vez espiró sin que me hubiese arredrado el temor del peligro universal que a todos amenazaba. Por aquellos mismos días, y durante la mayor intensidad de la epidemia, se me confió cuidar y asistir a la guarnición, los presidiarios y demás empleados del castillo del Morro. Aquí se duplicó mi trabajo y las fatigas continuas de ir y volver de aquella fortaleza en que alternaba con mi comprofesor D. José Eligio, reunido a una moral atormentada con el horror de las muertes que presenciaba, y el sentimiento que me acompañaba constantemente sobre el modo con que se había interpretado el aviso y participación a este Real Protomedicato, fueron predisponiendo paulatinamente mi constitución a recibir el morbo epidémico. Y efectivamente, después de 25 días continuados sin descanso, ni aún en las horas del reposo, fui atacado el 19 del pasado.

A las nueve y media de la noche, agobiado con los síntomas característicos del morbo, me resolví a la ventura, a bajar del castillo, pues en ese horrible momento habría sido para mí un dulce consuelo el espirar rodeado de mi familia, si ésta era la suerte que, como a otros muchos, me estaba reservada. Afortunadamente los amagos cedieron a los medicamentos que me dispuse en la misma cama en que yacía. Y aún en aquella triste situación, tuve la satisfacción, siempre que se me solicitó, de prevenir algunas curaciones que tuvieron un éxito favorable.

Esta es la relación histórica de la parte que me ha cabido en la epidemia pasada y a cuanto he podido observar sobre sus fenómenos, nada podré añadir de nuevo que no esté ya comprobado en los principios establecidos por los facultativos de todos los países que han escrito sobre esta desconocida y terrible enfermedad. Se ignora todavía, debemos confesarlo, el plan general y positivo de su carácter, su naturaleza y el método de curarla. La diversidad de opiniones en este punto es prueba de su impenetrable oscuridad, y la multitud de medicamentos insinuados y prevenidos hasta aquí es la evidencia más concluyente de la ineficacia, quizás de todos, cuando la invasión se presenta con toda su malignidad.

Bajo tal vago concepto, séame lícito manifestar sencillamente el plan terapéutico que he observado y del cual tal vez se pueda deducir la triste aserción de que lo mismo que ha salvado a algunos pacientes, a otros no ha podido arrancarlos del sepulcro. Sin embargo, he aquí mi método. Durante el primer período disponía los antiespasmódicos internamente, alimento animal y abrigo. Si lograda la reacción se ostentaban síntomas flogísticos, prevenía las emisiones sanguíneas locales, bebidas temperantes, cataplasmas emolientes al vientre y alimentos farináceos. Si el paciente no presentaba sensibilidad alguna en el tubo gástrico del estómago ni en la región hepática, entonces seguía el método flogístico sin el uso de emisiones sanguíneas locales. Externamente mandaba a todos en general los revulsivos de las clases que necesitaban. En el estado de convalecencia arreglaba la dieta a la situación en que quedaba el paciente.

Es de advertir que desde el día 25 del pasado fue cediendo la intensidad de la epidemia y se observo que a partir de entonces no se desarrollaba en todos de un mismo modo. A unos los atacaba sólo con frialdad glacial en toda la periferia con vómitos a la vez; a otros con diarreas y calambres y algunos con diarreas biliosas que duraban uno o dos días. Si la persona invadida no usaba de precauciones o incurría en algún desarreglo, seguida y positivamente se le presentaban todos los síntomas patonómicos del cólera.

Después de esta manifestación que he formado con la sencilla idea de ponerla en su conocimiento para sincerar mi conducta, concluiré con una confesión harto desconsoladora y que no sólo probará la intensidad maligna de esta enfermedad desconocida en su naturaleza, sino también la imperfección de nuestros recursos y la deficiencia limitada de nuestros sentidos, los que hasta ahora no han podido discurrir los medios de vencerla o de contenerla en su rapidez, después de diez y seis años que hace fue conocida en Bengala y que ha gastado en recorrer varios países del antiguo mundo hasta invadir el nuestro.

Como la verdad no admite disfraz y debe presentarse con toda franqueza, debo decir que el número de fallecidos en esta ciudad y sus barrios extramuros hasta el puente de Chávez, sucumbidos a la energía de la epidemia, asciende a 11 086; pero en medio de este general desconsuelo, les cabrá a todos los facultativos, como a mí la dulce satisfacción de haber arrancado de las puertas del sepulcro a muchas víctimas de su saña. En este concepto lisonjero acompaño a ustedes las tres adjuntas relaciones de las personas, tanto de este vecindario como del castillo del Morro, que he logrado bajo mi asistencia y cuidado restituir a la vida y la salud. Las dos últimas corresponden a la indicada fortaleza del Morro, y en ellas tiene igual parte mi comprofesor D. José Eligio, como igualmente el señor comandante y los señores oficiales de la tropa que la guarnece, quienes pusieron en práctica todos los medios de un régimen sanitario que hicieron observar al soldado como al presidiario, de que resultó que fueran muy pocos los invadidos y sólo desgraciado el negro emancipado que consta del mismo estado. Esta es una prueba evidente de lo mucho que contribuye el buen régimen y la estricta disciplina en el soldado, que le impide los desarreglos que en esta epidemia tienen tanta tendencia para su invasión.

Si lo expuesto no es suficiente a sincerar las inculpaciones que me hizo el vulgo por mi opinión, desgraciadamente comprobada con más de 11 000 víctimas; si no basta digo, es suficiente para satisfacción de mi conciencia y de mis deberes, que pienso haber llenado a la ustedes.

Dios guarde a ustedes muchos años.
Habana 20 de abril de 1833.

Ldo. Manuel José de Piedra. 

Referencias bibliográficas

  1. De Abreu AE, Gutiérrez NJ. Memoria histórica. Del cólera morbo en La Habana. Rep Med Hab 1843;4(Suppl):I-V:1-100.
  2. Delgado García G. El cólera morbo asiático en Cuba. Apuntes históricos y bibliográficos. Cuad Hist Salud Publ.1993;(78):4-44.
  3. De Piedra MJ. Manifiesto que presentó al Real Tribunal del Protomedicato el Ldo. Manuel José de Piedra, el 20 de abril, día en que se reunieron todos los profesores médicos y cirujanos ante dicho Tribunal para declarar la no existencia del cólera en esta capital y sus barrios estramuros, y que ahora hace á este ilustrado público. Diario de la Havana. 1833;133(mayo13):2.

1Licenciado en Información Científico-Técnica y Bibliotecología. Investigador Agregado. Universidad Virtual de Salud de Cuba. Centro Nacional de Información de Ciencias Médicas-Infomed.

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