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Revista Novedades en Población

 ISSN 1817-4078

        15--2020

 

ARTÍCULO ORIGINAL

Inmigración, simbolismo y percepciones de amenaza en la sociedad norteamericana

Inmigration, Simbolism and Perceptions of Threat in the American Society

Jorge Hernández Martínez1  * 

1 Sociólogo y politólogo. Profesor Titular del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos (CEHSEU). Presidente de la Cátedra “Nuestra América” y director de la revista Universidad de La Habana. Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos (CEHSEU). Universidad de La Habana. Cuba

Resumen

El presente trabajo analiza el contexto en el que resurgen las representaciones que hacen de los inmigrantes una presunta amenaza a la seguridad e identidad nacional en los Estados Unidos, bajo coordenadas como las que se han esbozado, que alimentan una simbología cultural que halla un entorno favorable en las condiciones actuales de la sociedad norteamericana. La exposición procura alejarse de encuadramientos coyunturales y aunque se concentra en el marco político de la actual Administración Trump, el abordaje recorre con fluidez anteriores períodos, presentando los procesos bajo análisis como una secuencia interactiva entre presente y pasado. Se trata de reflexiones que responden más a un esfuerzo sociológico interpretativo que a una investigación acuciosa que interpela empíricamente a la realidad. La intención es contribuir al intercambio y debate intelectual sobre el tema, formulando eventuales hipótesis a desarrollar y verificar en estudios posteriores.

Palabras clave: Amenaza; identidad cultural; inmigración; seguridad nacional; simbolismo

Abstract

This paper analyses the context in which the representations that make immigrants an alleged threat to national security and identity in the United States that feed a cultural symbolism that resurfaces a favorable environment in the current conditions of American society. The presentation tries to move away from conjunctural frames and although it focuses on the political framework of the current Trump Administration. The approach flows smoothly through previous periods, presenting the processes under analysis as an interactive sequence between present and past. These are reflections that respond more to an interpretive sociological effort than to a diligent investigation that empirically questions reality. The intention is to contribute to the exchange and intellectual debate on the subject, formulating eventual hypotheses to develop and verify in later studies.

Key words: cultural identity; immigration; national security; symbolism; threat

Introducción

De manera muy visible, en los Estados Unidos han cobrado fuerza renovada en el presente siglo viejas preocupaciones, como las relacionadas con las percepciones de amenaza a la nación, condicionando una reformulación de perspectivas teóricas y prácticas políticas que influyen tanto en la conciencia colectiva como en los enfoques gubernamentales. Arraigados por razones históricas como símbolos en ciertos sectores de la opinión pública durante el siglo XX, en el que alternan de manera latente o manifiesta sus expresiones con disímiles alcances legales y amplificados por los estudios académicos, los medios de comunicación tradicionales y las novedosas redes sociales, tales desasosiegos atraviesan hoy la sociedad civil y el sistema político. A través de una intensa cobertura discursiva y de variadas acciones propagandísticas e institucionales, se retoman visiones racistas, xenófobas y excluyentes que demonizan o satanizan a los inmigrantes y estimulan su rechazo, al considerarles como peligros para la seguridad y la identidad de la nación.

Una vez más se coloca a la inmigración en el centro de una construcción cultural que se troquela en torno a percepciones negativas del otro, cuya imagen se presenta como la de un enemigo cuyo idioma, costumbres, creencias religiosas e ideas políticas contaminan a la sociedad, por lo cual debe ser objeto de control social, legal y de represión. La pujanza y reproducción de esa mirada hacia el otro ha conformado una ideología del miedo, que permea la cultura, al instalar en la vida cotidiana y en las definiciones gubernamentales un síndrome de asedio a la sociedad norteamericana que brota con intermitencia en su historia reciente. No se trata, desde luego, de un fenómeno nuevo, si bien el patrón sociológico de prejuicios, intolerancia y discriminación que le sostiene se manifiesta hoy, al finalizar la segunda década siglo XXI, en medio de condiciones sociales y políticas que han posibilitado un despliegue inusitado, como parte de un proceso de transformaciones más amplio, de carácter clasista, socioeconómico, ideológico, demográfico, productivo, tecnológico y geográfico.

Los antecedentes se remontan a tiempos decimonónicos y a los comienzos del siglo XX, en tanto que en períodos más cercanos adquieren notoriedad y hasta cierto consenso, en el marco del gradual proceso de derechización ideológica que viven los Estados Unidos durante los últimos cuarenta años. En este sentido, el decenio de 1980 fue escenario, bajo los dos períodos de la presidencia republicana de Ronald Reagan, del florecimiento de iniciativas legislativas antinmigrantes y de acciones discriminatorias, alentadas por la llamada Revolución Conservadora; y durante el doble gobierno demócrata de William Clinton, en la década de 1990, prácticas similares se materializaron con la conocida Operación Guardián y el reforzamiento fronterizo con México. Esas acciones evidenciaron similitudes partidistas e incluso ideológicas en el tratamiento del asunto, al ser compartidas por republicanos y demócratas, por conservadores y liberales. La percepción de la inmigración, como símbolo del enemigo en casa, quedaba así ubicada en el imaginario estadounidense en el umbral del nuevo milenio, con un estereotipo reforzado que, luego de la desaparición de la amenaza comunista, heredaba los prejuicios y la desconfianza con que se veía a esta.

La sensación de temor y la convicción de que existía una amenaza que debía ser enfrentada sin dilación abona el terreno psicológico e ideológico de la nación, y propicia un ambiente sociopolítico marcado por el miedo, que se afianza luego de la crisis creada en septiembre de 2001 por los atentados terroristas, que refuerzan a nivel nacional ―en el plano legal, institucional, sociopolítico e ideológico― la cultura de intolerancia. Este brote, desatado por la doble administración republicana de George W. Bush, al fabricar los “nuevos enemigos” en torno a la guerra global contra el terrorismo a la luz de un nacionalismo chovinista patriotero, no se agota al concluir su mandato. Prosigue durante el doble gobierno demócrata de Barack Obama, rompiendo con no pocas expectativas y considerándose por muchos como algo paradójico, en la medida en que no solo no cumplió la promesa de realizar una reforma migratoria integral, sino de que, en cambio, superó la cifra de deportaciones ilegales alcanzada por su predecesor. Las proyecciones de la presidencia republicana de Donald Trump, por su parte, no han podido reflejar mayores reacciones de racismo, xenofobia e intolerancia antinmigrante. Las manifestaciones más cercanas de su actuación y de su retórica quedaron claras a finales de 2018 e inicios de 2019, con el cierre temporal del Gobierno a causa del diferendo con el Congreso, referido al debate sobre el presupuesto para la construcción del muro en la frontera con México y a la militarización de la zona, consonantes con sus tempranas declaraciones de rechazo a la inmigración latinoamericana y a la originada en el Medio Oriente, de religiosidad musulmana.

Con ese telón de fondo, el presente trabajo pretende aproximarse al análisis del contexto en el que resurge una simbología cultural basada en representaciones que hacen de los inmigrantes una presunta amenaza a la seguridad e identidad nacional en los Estados Unidos, bajo coordenadas como las que se han esbozado. La exposición procura alejarse de encuadramientos coyunturales y aunque se concentra en el marco político de la Administración Trump, el abordaje atraviesa con fluidez anteriores períodos, presentando los procesos bajo análisis como una secuencia interactiva entre presente y pasado. Se trata de reflexiones que responden más a un esfuerzo sociológico interpretativo que a una investigación acuciosa que interpela empíricamente a la realidad. La intención es contribuir al intercambio y debate intelectual sobre el tema, formulando eventuales hipótesis a desarrollar y verificar en estudios posteriores.

Desarrollo

Entre los temas que sobresalen en los estudios sobre la realidad estadounidense que se realizan desde las ciencias sociales en el presente siglo se hallan los referidos al entramado de relaciones que conforman diversos procesos que giran alrededor de la inmigración, tales como el de lo que se percibe como amenaza a la seguridad y la identidad nacional, la etnicidad, la asimilación y la resistencia cultural, asumidos en sus implicaciones para la política interna y exterior del país. Esa atención se acrecienta a partir de que “la Administración de W. Bush enfocó la atención sobre un viejo problema, no resuelto (…). La tendencia a vincular la seguridad nacional con el fenómeno histórico de la inmigración, desembocó en la puesta en práctica de medidas que afectan los derechos humanos de los inmigrantes, elevan el control de las fronteras y potencian la represión contra la inmigración” (Aja, 2009, p. 154).

No obstante las inquietudes que despierta la creciente tendencia de la inmigración como proceso que, desde distintas latitudes, impacta el tejido socioeconómico, la cultura y la composición étnica y racial norteamericana, es la que se alimenta de los flujos y oleadas que se originan en América Latina la que históricamente ha provocado las principales preocupaciones y la que ha dado lugar a los mayores pronunciamientos gubernamentales y políticas públicas, al considerarse a esa población “como un desafío al poder de los blancos anglosajones y protestantes (WASP, según sus siglas en inglés), grupo dominante desde la fundación de la nación” (Rodríguez, 2015, p. 50). Si bien en los últimos años, en el contexto que crean los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 y al calor de la actual Administración Trump en los Estados Unidos, la figura del inmigrante procedente del Medio Oriente y del mundo musulmán pasa también con fuerza a primeros planos, se trata de un fenómeno relativamente reciente, en comparación con la antigüedad, persistencia y resonancia del cuadro antes referido.

Esa situación trasciende con mucho el escenario actual y remite a una pauta histórica asociada a la etapa colonial misma y a la formación de la nación norteamericana. La migración a las colonias, y más tarde a la nación independiente, pasó por diferentes etapas y, de acuerdo con las particularidades de cada una de ellas, la inmigración se constituyó por grupos e individuos de diversos orígenes geográficos, clasistas y culturales. De esta manera, en la época colonial hubo frecuentes migraciones por motivos religiosos, mientras que en el siglo XIX las dificultades económicas en Europa, las hambrunas y la posibilidad de adquirir tierras en las vastas zonas en América del Norte en proceso de ocupación y organización, unido al auge del capitalismo que conllevó la industrialización, la urbanización y las demandas de mano de obra, fueron imanes irresistibles para muchos. En la segunda mitad de dicho siglo, la política inmigratoria de los Estados Unidos comenzó a restringir de modo cada vez más rápido el ingreso a quienes no consideraban aptos para incorporarse al marco institucional o, peor aún, a quien representaba una amenaza para el mismo. Tal fue el caso de que se rechazara, por razones ideológicas, a anarquistas y comunistas. Salud y raza también fueron motivos para que se les negara la entrada a otros más. En el caso particular de los asiáticos, que llegaron voluntariamente, y de algunos mexicanos que residían en el territorio arrebatado a México, su color de piel era un supuesto obstáculo para el pleno ejercicio que ciudadanos caucásicos disfrutaban. La inmigración asiática fue finalmente prohibida. En el siglo XX la inmigración continuó, vinculada y promovida por sucesos de orden internacional. La nueva condición de los Estados Unidos como potencia hegemónica después de la Segunda Guerra Mundial abrió sus fronteras a refugiados que huían de sus países.

La diversidad que desde entonces caracteriza a esa población se revela con dramatismo, como es conocido, a partir de los datos del censo de 1990, cuando se tomó conciencia de que uno de cada cuatro estadounidenses pertenecía a una de las denominadas minorías etnorraciales más grandes, y de que con el tiempo aumentaría en forma considerable tal diversidad demográfica del país, debido por un lado al lento crecimiento de la población blanca mayoritaria, y por otro, al rápido crecimiento de las minorías asiáticas y latinas. Según un criterio especializado, “los pronósticos para el 2050 indican que cerca del 50 % de los habitantes de esa nación será miembro de grupos minoritarios, por lo que existe la posibilidad de que la hasta hoy minoría étnica, pase a ser mayoría (reconociendo lo cuestionable y discutible del término). Lo real es que los Estados Unidos dejarían de ser un país predominantemente blanco y de origen europeo” (Aja, 2009, p. 145).

Esa diversidad ha hecho más compleja la configuración de una nacionalidad que incorpora a los ciudadanos de ese país alrededor de una identidad común, a pesar de que, desde el punto de vista histórico, las colonias de inmigrantes que se establecieron en los Estados Unidos han mantenido su propia identidad dentro del marco de una asimilación que puede considerarse como bastante definida a la nación que los iría recibiendo, y que es asumida en buena parte de los estudios como una suerte de crisol, en donde se funden orígenes diversos, y se logra que una sociedad étnica, racial y culturalmente heterogénea se vuelva más homogénea. Como se conoce, el concepto se utiliza especialmente para describir la asimilación de inmigrantes a los Estados Unidos. La metáfora de la fundición o fusión sugerida por el término de melting pot contiene una visión engañosa, manipuladora, que subestima y edulcora diferencias y contradicciones profundas. Al calor de las ideas del multiculturalismo, hacia finales del siglo XX ganan espacio otras narrativas, que describen a la sociedad norteamericana como un mosaico, en el que diferentes culturas se mezclan, pero no se funden, ya que mantienen sus distinciones, registrándose una conjugación de procesos de resistencia y de asimilación. La representación metafórica, también conocida, que identifica esta situación, es la de la ensalada cultural, basada en el término de salad bowl, que intenta reflejar esa complejidad.

Antinorteamericanismo y representación simbólica de la amenaza

La representación simbólica de la inmigración como amenaza a la identidad y la seguridad nacional se articula como reacción contra conductas asociadas al antinorteamericanismo, entendido como una expresión ideológica que comprende un abanico de reacciones de crítica, antipatía, desprecio, hostilidad, agresividad, así como reclamos de justicia, ajuste de cuentas e, incluso, sentimientos de venganza ante lo que se ha considerado como excesos o abusos en el uso de la fuerza por la política de los Estados Unidos. Esas manifestaciones se han dirigido también hacia ese país (no solo a sus Gobiernos), identificado a través de sus propios mitos, llevando consigo acciones extremas contra los principios que sostienen las representaciones con las que se considera a sí misma como nación necesaria, indispensable, superior y predestinada al ejercicio de un ineludible rol mesiánico, sustentado en razones histórico-culturales y político-religiosas (Hernández, 2017).

Algunos le conciben como una ideología, otros como expresión práctica de un comportamiento reactivo. En ocasiones se le ubica a raíz de los actos terroristas de septiembre de 2001. En otros casos, se remite su origen a los años de 1950 o a los escenarios inmediatos que siguen a las dos guerras mundiales, como un resultado de la Guerra Fría (Garaudy, 2002; Vidal, 2002).

Diversas contribuciones intentan precisar los componentes del antinorteamericanismo, atendiendo tanto a su significación para la cultura política y el plano doméstico como para la proyección exterior de los Estados Unidos, mostrándolo en toda su connotación objetiva y subjetiva, desmitificándolo y revelando su funcionalidad (Friedman, 2012). Se trata de un concepto que recrea la ideología del Destino Manifiesto: la idea de que los Estados Unidos son un pueblo elegido por Dios para civilizar al resto del planeta, exportando democracia, libertad y capitalismo (Morgenfeld, 2013).

Max Paul Friedman demuestra cómo dentro de los Estados Unidos la idea del antiamericanismo fue y es utilizada para bloquear reformas progresistas, tildándolas de contrarias a los supuestos valores estadounidenses. El concepto es utilizado asimismo para estigmatizar cualquier crítica externa a las políticas de ese país. Así, quienes critican el accionar imperialista de la Casa Blanca o del Pentágono (pero no al pueblo estadounidense), son calificados, por ejemplo, de opositores a la libertad y la democracia. Friedman, en cambio, sostiene que la supuesta existencia de un sentimiento antiyanqui en el mundo no es una real amenaza para la sociedad estadounidense, sino solo un argumento de los sectores norteamericanos más conservadores para justificar su agresiva política exterior. A diferencia de la mayoría de los estudios sobre la problemática, que dan por supuesta la existencia de un generalizado sentimiento antiamericano y proponen distintas explicaciones (envidia, ignorancia, autoritarismo), dicho autor se focaliza en iluminar las falacias de esos argumentos y en explicar cómo ese concepto opera ideológicamente, legitimando violaciones a los derechos humanos, en nombre de la seguridad nacional (Friedman, 2012).

A partir de ese enfoque, el antinorteamericanismo se concibe como una construcción ideológica que, sin desconocer sus raíces y expresiones anteriores, adquiere una acentuada y manipulada presencia en el discurso político gubernamental y las formulaciones estratégicas estadounidenses a partir de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, al justificarse la denominada guerra global contra el terrorismo en términos del enfrentamiento a acciones antinorteamericanas, incluyéndose en estas las conductas de inmigrantes y extranjeros.

Ello se expresa en el siglo XX tanto en el plano doméstico (legitimando consenso interno), como internacional (en tanto plataforma de política exterior). Sus raíces ideológicas se hallan en la cultura política y el proceso histórico de desarrollo capitalista en los Estados Unidos. Su contenido se plasma de diversos modos, sobre todo en las percepciones de amenaza que conlleva, propiciando la conflictividad internacional, como sucede con notoriedad, por ejemplo, a lo largo de las dos primeras décadas del siglo XXI, bajo las dobles administraciones de George W. Bush y de Barack Obama, así como durante el período de gobierno de Donald Trump. Tales percepciones se han manifestado a través de diversas vías, si bien es en los documentos denominados Estrategias de Seguridad Nacional en los que mejor se aprecia lo que se presenta como peligro para la identidad, la cultura y la seguridad nacional, luego de que tras los atentados del 11 de septiembre se acrecienta la manipulación nativista, chovinista y patriotera, al introducirse el concepto de seguridad de la Patria o seguridad interna (Homeland Security) y expandirse con la obra de Samuel Huntington el de enemigo interno, basado en la representación negativa de los inmigrantes, sobre todo latinoamericanos y, especialmente, mexicanos (Huntington, 2004).

Los acontecimientos del 11 de septiembre propician, así, el despliegue, ampliación y consolidación de una plataforma ideológica que si bien focaliza un “nuevo” enemigo que viene a ocupar el lugar del eje articulador de la política exterior que durante la Guerra Fría lo constituía el comunismo internacional ―el terrorismo―, retoma elementos de continuidad que están en la base de la cultura política norteamericana, y que al mismo tiempo brindan legitimidad a la política interna. Cuando el Gobierno de W. Bush conjura su lucha aberrante contra el terrorismo, entre cuyos promotores incluye a los inmigrantes, pasa por alto o desconoce las raíces de violencia e intolerancia interna, que marcan la cultura política de la sociedad norteamericana. El decurso de la historia de los Estados Unidos confirma que dichas raíces no tienen que ver con inmigrantes, ni con grupos o Gobiernos hostiles del llamado Tercer Mundo. En realidad, las mismas conforman una cierta tradición, la cual ha propiciado circunstancialmente expresiones de terrorismo interno, estimuladas por ideologías y prácticas de extrema derecha, insertadas orgánicamente en el espectro político estadounidense y argumentadas como legítimas, en la medida en que afectaban o retaban los principios de la cultura o la seguridad nacional (Hernández, 2007).

Las manifestaciones de intransigencia, sentimientos antinmigrantes, racismo, represión, que afloran desde entonces como política estatal, articulando un ambiente conspiratorio, que presenta al país como una “fortaleza sitiada”, que debe protegerse del antinorteamericanismo, no son novedosas. Mucho más allá del contexto que se crea, por ejemplo, con la aprobación de la llamada Ley Patriótica, el 26 de octubre de 2001, que otorga nuevos poderes a las agencias federales para combatir el terrorismo interno; del discurso del presidente W. Bush en West Point, el primero de junio de 2002, donde se refiere a la denominada guerra preventiva contra los países que integran el presunto “Eje del Mal”, o de las ulteriores proyecciones externas intervencionistas patentes en el documento titulado Estrategia de Seguridad Nacional, la historia de los Estados Unidos contiene las claves que explican el lugar y papel de la intolerancia en las definiciones de la cultura política de ese país, en la que el uso y abuso de la violencia sobresale como instrumento recurrente, supuestamente legítimo, bajo las condiciones singulares que caracterizan la evolución del colonialismo, el capitalismo y, muy especialmente, del imperialismo norteamericano. Por ejemplo, el tristemente célebre Comité de Actividades Antinorteamericanas que utilizó como caballo de batalla Joseph McCarthy en su “cacería de brujas” en los años cincuenta, había surgido en 1938, o sea, incluso con anterioridad a la Guerra Fría. Esa entidad es una muestra gráfica del antinorteamericanismo, cuya implementación se nutrió de una simbología que identificaba a los inmigrantes ―a sus estilos de vida, religiosidad e ideas políticas― como amenazas a la identidad y seguridad de la nación.

Las amenazas a la seguridad nacional

La seguridad nacional de los Estados Unidos opera ideológicamente en un doble plano: uno, de legitimación interna; y otro, de apuntalamiento doctrinal de la política exterior. En realidad, se trata de una noción resbaladiza, de una etiqueta de usos múltiples y universales, para connotar cualquier situación, interna o externa, que requiera la acción inmediata, priorizada, militar, costosa en términos humanos, económicos o políticos, por parte del Gobierno norteamericano. Desde el punto de vista externo, el concepto en realidad posee una connotación transnacional, en el sentido de que se insertan en ella escenarios del llamado Tercer Mundo, en los que los Estados Unidos lo que defienden, en rigor, no es su seguridad nacional, sino su hegemonía. Desde el ángulo interno, el concepto también se utiliza con gran diversidad y movilidad, para justificar cualquier atmósfera represiva. El mismo desborda el marco estrecho de la ideología política imperialista (entendida como representación teórica clasista de intereses de la oligarquía financiera y grupos de poder hegemónicos) y su expresión consciente al nivel de la conciencia de clase (impregnada notablemente por la intransigencia extremista de los WASP). Se extiende o ramifica como parte de la cultura política en ese país, como resultado de un mecanismo psicosociológico, expresándose con frecuencia, de manera inconsciente, en amplios sectores de la sociedad norteamericana de la mayor diversidad clasista, a través de la efectiva maquinaria de los medios de difusión masiva. Lo que se presenta habitualmente como seguridad nacional no lo es tanto, sino más bien de lo que se trata es de la seguridad de la clase dominante (o de sectores de ella), manipulada como interés común de toda la nación.

Las definiciones de la llamada seguridad nacional ocupan un importantísimo lugar y papel en la cultura política norteamericana, y en particular en la articulación de los perfiles de intolerancia, afincados en el anticomunismo y en una actitud de aparente defensa de los intereses nacionales, presentados a la opinión pública norteamericana como “en peligro”, a causa de una amenaza externa; aunque también se incluyen los fenómenos internos que atentan contra “lo norteamericano”, como, por ejemplo, idiomas extranjeros, prácticas religiosas y organizaciones sociales o políticas relacionadas con los inmigrantes.

En el proceso de formación de las concepciones contemporáneas sobre la seguridad nacional de los Estados Unidos ―identificable, aproximadamente, en los primeros cinco años de la segunda posguerra―, y en su ulterior desarrollo en los años cincuenta, desempeñan un rol sustancial un conjunto de tendencias y tradiciones ideológicas, inherentes a la evolución del capitalismo norteamericano y a las particularidades históricas que configuraron el sistema político y la cultura nacional en ese país.

Dentro del cuadro ideológico y cultural esbozado, no resulta raro encontrar expresiones, prácticamente desde la etapa inmediata que sigue luego de 1865 a la Guerra Civil, que se afirman con mayor visibilidad en los períodos posteriores a las dos guerras mundiales (es decir, los decenios de 1920 y 1950), de violencia desmedida, que no respetan normas morales o sociales, y que en ocasiones chocan además con las leyes. Se trata, principalmente, de acciones de movimientos organizados de extrema derecha, que como regla se materializa en una tendencia que aparece como respuesta ante lo que sus miembros consideran como una amenaza a la identidad o intereses nacionales, una posible pérdida de sus derechos, o afectación de su posición como grupo ante el resto de la sociedad. En su movilización confluyen factores como los analizados: el puritanismo dogmático, la intolerancia, los prejuicios religiosos, racistas, étnicos, muy vinculados al sentimiento antinmigrante, junto a las corrientes de pensamiento aludidas.

Entre las manifestaciones más conocidas que responden a la definición anterior se encuentran, desde luego, las que dimanan de concepciones y prácticas de extrema derecha, como las que afirman la supremacía blanca ―de gran actualidad bajo la Administración Trump―, o religiosa, el rechazo a todo lo que atente contra la esencia de la cultura nacional (como los inmigrantes) y contra lo que se consideran excesos del Gobierno federal, que obstaculizan la libertad individual y exigen tomarse la justicia por sus propias manos. Entre ellas pueden mencionarse el Ku Klux Klan, el Movimiento de Identidad Cristiana; las organizaciones neonazis, como las de cabezas rapadas (skinheads); las llamadas Milicias y otras que integran lo que se conoce como el Movimiento Vigilante. En todos estos casos se estimula, por ejemplo, como sucede en la actualidad, bajo Trump, la xenofobia, la legitimidad de portar armas y de realizar acciones criminales, como las de linchamientos de negros en estados sureños.

Como puede apreciarse, lo anotado conlleva definiciones que pueden inscribirse en el patrón del terrorismo doméstico y afectan el sentido convencional de la seguridad nacional norteamericana, toda vez que afectan el orden interior, la estabilidad social, la tranquilidad ciudadana y la gobernabilidad estatal. Esta situación no responde a connotaciones políticas, al menos en lo esencial, y en la mayor parte de los casos, ni siquiera las contiene. Son expresiones de una cultura de la violencia inseparable de la historia de los Estados Unidos contra todo aquello que se codifique como antinorteamericano. Sin embargo, casi nunca se le ha categorizado, de manera explícita y consecuente, como un problema de seguridad nacional, ni se les ha encuadrado, pongamos por caso, en una prioridad antiterrorista ni de alcance nacional, como las diseñadas, por ejemplo, a partir de septiembre de 2001.

Esa atmósfera represiva, intolerante, violenta, reaparece en el siglo XXI también en el plano exterior ―a pesar de que ya no exista el sistema socialista mundial ni la Unión Soviética, y de que no pueda hablarse de una “amenaza” comunista―, pero proyectada hacia diversos temas, como el de la lucha contra el terrorismo y la inmigración.

La cultura política ha desempeñado un papel activo como legitimación de la hegemonía norteamericana, en la medida en que ha suministrado las bases ideológicas y psicológicas para su sostenimiento, justificación y adecuación doctrinal o teórica, propiciando el consenso a nivel doméstico y argumentando la necesaria “defensa” de la seguridad en el plano externo. En muchos casos, apelando a la coerción, a un componente de violencia institucionalizada que se expresa de manera recurrente durante el período de Guerra Fría y aun con posterioridad a este, extendiéndose hasta el actual siglo. Esa argumentación, si bien consiste en una construcción que toma como referente el entorno mundial, no hace sino complementar la misma racionalidad que apuntala ideológica y psicológicamente el consenso dentro de la sociedad norteamericana (Said, 2002 y 2006).

Así, se ha contribuido a descodificar la lógica oculta tras la retórica que llamaba a enfrentar el llamado antinorteamericanismo (esa nueva construcción del “enemigo”, que como novedosa percepción de la “amenaza” en el siglo XXI evoca las manipulaciones con que bajo el macarthismo se diseñó al “peligro comunista” cual eje de lo que se calificó entonces como “actividades antinorteamericanas”).

La funcionalidad que aporta el proceso de legitimación ideológica aludido se expresa en dos niveles, dimensiones o ámbitos, que se refuerzan mutuamente: el del consenso interno y el de la posición externa, en este caso en torno a la seguridad nacional. Ambos definen los argumentos, las nociones visibles, los valores, que configuran el eje de una hegemonía que casi nunca aparece (nominalizada como tal) de modo explícito en las definiciones estratégicas del Gobierno ni en las propuestas elaboradas por los tanques pensantes que nutren las proyecciones externas ―políticas, económicas, militares― de los Estados Unidos.

Las amenazas a la identidad: xenofobia, nativismo y populismo

El arraigo del conservadurismo actual se beneficia de factores culturales que le aportan soporte o basamento, como la xenofobia, el nativismo y el populismo, en tanto son percibidos como amenazas a la identidad nacional.

La xenofobia expresa temor y aversión hacia los extranjeros, a la otredad, a lo "extraño" y diferente. Surge y permanece cuando un grupo de personas de origen extranjero, crecientemente visible, que habita en un lugar determinado, es rechazado porque los nacionales desean distanciarse y diferenciarse de ellos.

A través de los años han surgido movimientos xenofóbicos como una respuesta de rechazo al continuo flujo de migrantes en un determinado lugar. Por lo general, los inmigrantes arriban a los sitios que son demandados por diferentes razones, lugares que constituyen los enclaves en los cuales, de forma simultánea o como consecuencia, surgen y florecen los movimientos xenofóbicos. Aún más, la situación se agrava cuando flujos migratorios no esperados arriban en cantidades mayores a las que normalmente se aceptan y los sentimientos tienden a exaltarse, llegando inclusive a adoptar actitudes violentas, como ha ocurrido en diversas etapas de la historia de los Estados Unidos.

Desde las últimas décadas del siglo XX existen situaciones contradictorias que invitan a reflexionar sobre el surgimiento de actitudes xenofóbicas. Por un lado, los procesos de integración regional en América del Norte, por ejemplo, han generado un sistema avanzado de comunicaciones y tecnologías de transporte que han facilitado una mayor comunicación entre las sociedades, registrándose aumentos sustantivos en el intercambio de bienes y servicios entre las naciones integrantes de esa región. En teoría, los procesos de integración han permitido una creciente homogeneización y/o aceptación de las culturas, conformándose un ambiente multicultural y, por ende, el temor de la otredad se debería diluir, lo que nos llevaría a concluir que deberían disminuir las actitudes xenofóbicas. No obstante, en la realidad, las crisis económicas recurrentes, el desempleo y la vulnerabilidad económica, así como las características y valores inherentes de ciertas etnias ―lenguaje, comportamiento, apariencia física, entre otras―, enclavadas en un lugar específico de un país como los Estados Unidos, importador de inmigrantes, esporádicamente se convierten en los factores que provocan actitudes y movimientos antinmigrantes o xenofóbicos (Verea, 2003).

El nativismo es otro de los factores que pretenden conservar la nación predominantemente blanca, de origen europeo y de preferencia protestante. Bajo esta perspectiva, se percibe a los inmigrantes como un grupo potencialmente problemático, social y culturalmente diferente. Representa la oposición más radical a las minorías internas, sobre la base de sus lazos o relaciones extranjeras. La oposición a los extranjeros se funda en un ferviente nacionalismo, es decir, se trata de una visión que los ve como una amenaza para la nación.

El nativismo denota un fuerte vínculo a un cierto grupo en el cual uno ha nacido. Esta amplia denominación les permite englobar casi cualquier tipo de organizaciones de extrema derecha ―desde los Know Nothing de mediados del siglo XIX, el Ku Klux Klan o la John Birch Society― aunque no necesariamente sean antinmigrantes. Así, considera que ciertas influencias originadas en el exterior amenazan la vida interna de la nación. Se trata de una intensa oposición a una minoría interna con base en sus conexiones antiestadounidenses externas. De modo específico, los antagonismos nativistas pueden variar debido al carácter cambiante de la minoría sujeto de su irritación, y a las condiciones de cada día. En todos los casos, el patriotismo es un elemento básico y presente (Feagin, 1997).

Sobre esa base, dicha expresión ideológica denota clara idealización y preferencia por ciertos rasgos supuestamente distintivos de las raíces de la nación estadounidense ―anglosajona, protestante, republicana (no en el sentido del actual partido político)―. De acuerdo con los nativistas, cualquier influencia externa tendría el potencial de contaminar la esencia nacional del país y restarle esplendor y autenticidad. El objeto de los ataques nativistas es, en general, una minoría. No obstante, en lo particular, la etiqueta de dicho grupo minoritario varía según la época. Así, en la etapa colonial fue el anticatolicismo; a mediados del siglo XIX era el rechazo a los inmigrantes irlandeses y alemanes; en la década de 1880, los trabajadores chinos (coolíes) experimentaron el repudio de ciertos sectores en Estados Unidos; poco después, el antijudaísmo llegó como un reflejo del caso Dreyfus francés en las postrimerías decimonónicas. En el siglo XX, en especial a partir de finales del decenio de 1980, mexicanos, centroamericanos y, en menor magnitud, asiáticos están en la constante mira de los nativistas (Bosniak, 1997).

Resurgido en su segunda expresión histórica, entre los años de 1915 y 1920, el Ku Klux Klan, que había nacido como una organización racista de veteranos de guerra de los Estados Confederados de América tras la Guerra Civil, luego de 1865, favorecía la supremacía de la raza blanca y ya no solo centraba su animadversión en los afroamericanos, sino también en los inmigrantes en general, en los judíos y en los católicos. Sin embargo, su rechazo continuó manifestándose de forma más virulenta contra las minorías no blancas.

En toda expresión nativista hay una exaltación del patriotismo estadounidense. El interés de la patria está por encima de cualquier otra consideración discriminatoria, incluso la de clase. Entonces, es un “acto heroico por el bien de la patria” repudiar, o al menos despreciar, todo gesto no estadounidense (Velasco, 2007). Esas expresiones de repulsa tienen un componente económico, político, social, racial, cultural o ambiental. No es raro encontrar postulados nativistas culpando a los extranjeros de los males económicos, sociales y/o políticos de los Estados Unidos. Si el extranjero no tuviera relación alguna con dichos males, un buen nativista no claudicaría hasta hallar o, en su defecto, construir, lo que considera como ese anhelado y desafortunado vínculo.

En los debates contemporáneos sobre identidad, el término se ha relacionado con el hecho de pertenecer o, por el contrario, ser excluido de una colectividad en particular. La identidad contiene, pues, conceptos de inclusión y exclusión: para ser nosotros se necesita de unos otros. Las identidades colectivas están formadas por un determinado grupo que se reconoce a sí mismo con un pasado común, es decir, una memoria colectiva. Esta memoria colectiva va acompañada de nociones, ideas y recuerdos sobre las identidades de otras naciones, por lo que los debates sobre las diferencias culturales caen fácilmente en el nacionalismo y la manipuladora afirmación de la superioridad de un grupo sobre otro (Joppke, 2000).

Entre los argumentos más sobresalientes que se han esgrimido en contra de los inmigrantes, se ha expresado que ciertas razas son intelectual y culturalmente inferiores a la mayoría blanca; que presentan dificultades para asimilarse; que quitan oportunidades de empleos a los nativos y, más recientemente, que abusan de los servicios públicos que los Gobiernos proveen. La corriente nativista estadounidense de la segunda mitad del siglo XX puso énfasis en las fronteras, especialmente en la del sur. Percibidas desde entonces como altas y rígidas murallas, las fronteras tenían la función de dividir y detener la entrada no solo de la fuerza de trabajo, sino de un inmenso flujo de vagos y semicriminales, personas "no deseables" que, según ellos, decoloraban, afeaban, contaminaban, agredían su primacía blanca. En la actualidad, las posiciones del presidente Trump hacia México sirven de ejemplo elocuente.

En el siglo XXI, la mejor expresión intelectual de los llamados de “alerta” nativista, racista, xenofóbica, con respecto a la necesidad de enfrentar fenómenos y comportamientos antinorteamericanos, se halla en la racionalidad que aporta Samuel P. Huntington en su conocido libro Who are We, donde argumenta las amenazas que la migración desde América Latina ―y sobre todo la mexicana― representa para la identidad cultural y la seguridad nacional de los Estados Unidos.

Junto a lo señalado, se advierte el papel de otro nutriente: el populismo, que es también un fenómeno esencialmente ideológico, instalado históricamente en la cultura política y hasta en la cultura nacional de ese país, si bien se ha expresado desde un punto de vista institucional en determinados agrupamientos formales, de la sociedad civil, del movimiento social, así como en partidos políticos y entidades que funcionan al interior de estos. Posee, desde luego, una connotación política, en la medida en que se proyecta contra la autoridad del Gobierno, del estatus quo, en que apela a la violencia verbal y física también, y en que se expresa, interrelaciona y hasta funde, con la derecha radical o extrema derecha, con sus organizaciones políticas, insertándose en el movimiento conservador. El populismo, sin embargo, viene a formar parte del imaginario de la sociedad estadounidense, está en su ADN cultural, al reclamar la identidad del hombre común, el del “pueblo”, definido generalmente de modo difuso y confuso, pero como regla, alejado de la aristocracia, de la burguesía y la élites financieras e intelectuales (Hernández, 2002 y 2017). A la sensación de amenaza se le agrega otro elemento: el afán por restablecer un orden anterior, por restaurar o recuperar algo perdido. La focalización del Gobierno como fuente de sus problemas es una especie de constante en el ejercicio antielitista, nativista, xenófobo, racista, anticatólico y antisemita. La proclividad a creer en una teoría conspirativa es otro rasgo bastante común en la ideología populista. La búsqueda de fantasmas, de fuerzas ocultas que ponen en peligro lo que ellos representan, que simbolizan la esencia de la nación, de su identidad.

Conclusiones

Desde las últimas décadas del siglo XX, la inmigración en los Estados Unidos ha crecido de manera exponencial, sobre todo la de carácter irregular. Las reacciones de intolerancia, discriminación y de fanática supremacía blanca, se conjugan en un entorno sociopolítico y cultural de rechazo que se expresa en la profundización de un sentimiento antinmigrante ―difuminado en la sociedad norteamericana, aunque alcanza expresiones concretas y tangibles en los sectores conservadores del movimiento social y de los partidos, así como en niveles gubernamentales, académicos y de los medios de comunicación―, que los considera una amenaza para la economía, el Estado de bienestar, la seguridad nacional y la identidad cultural estadounidense. El fenómeno no es nuevo, si bien alcanza hoy una repercusión sobresaliente, a partir del discurso y actuación presidencial, junto al enfoque ideológico profundamente racista, xenófobo, nativista, que impregna a diversos sectores de estructura clasista, marcada por el ideario WASP, al considerar la imposibilidad de la “americanización” del inmigrante. Sobre esa base se impulsa una serie de ajustes de tipo legal y normativo para controlar la inmigración, y se manipula el tema en coyunturas electorales.

En época cercana, con Obama, ya se había puesto de manifiesto esa tendencia, atribuyéndosele incluso el mayor número de deportaciones en la historia norteamericana reciente. Entre otros antecedentes, más lejanos, pero conocidos y trascendentes para la articulación del clima antinmigrante en los Estados Unidos, vale la pena recordar la promulgación en 1952 de la ley Mc.Carran-Walter, muy influida por el macarthismo y la histeria anticomunista de la Guerra Fría, que profundizaba los límites a la inmigración; la ley Simpson-Rodino, en 1986, sobre la llegada de inmigrantes ilegales procedentes de América Latina, que imponía, por vez primera en la historia norteamericana, sanciones (multas e incluso cárcel), a quienes contrataran a indocumentados; la Proposición 187, en 1994, que prohibía a los indocumentados el acceso a la salud y educación pública, entre otros servicios sociales.

En resumen, la sociedad norteamericana se encuentra hoy en un tiempo de reverdecimiento de tendencias de extrema derecha, en lo que confluyen visiones, reacciones, prejuicios, percepciones, como los que se han analizado, con ribetes fascistas en muchos casos, que conforman un terreno fértil para la persistencia del simbolismo negativo de la imagen de la inmigración, a pesar de ser los Estados Unidos una nación de inmigrantes.

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Received: May 20, 2019; Accepted: July 15, 2019

*Autor para la correspondencia: jhernand@cehseu.uh.cu

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