Introducción
América Latina se distingue hoy por las profundas brechas étnicas, raciales y de género en el acceso y la calidad del empleo (CEPAL, 2018). El papel del trabajo como recurso inestimable para la igualdad se debate ante la disyuntiva de afirmar un capital que desarticula los sentidos de vida o reivindicar el rol del Estado, a contracorriente de iniciativas populares y el éxito de experiencias situadas.
Los efectos de la agenda neoliberal y el retroceso de gobiernos progresistas de izquierda desdibujan una realidad alentadora en términos de inclusión laboral. La débil institucionalidad de algunas estructuras para avanzar en la senda de la igualdad complejiza la centralidad que hoy atraviesa el trabajo ante la constitución de un orden emancipatorio.
Si bien la tradición sociológica exhibe un delineado recorrido en esta dirección, los estudios centrados en la vulnerabilidad, género y trabajo no encuentran una postura clara e informada en las políticas de protección social (Hopenhayn, 2007). Sus contribuciones examinan los programas y recursos destinados a reducir las desigualdades en grupos sociales concretos; no obstante, en algunos casos desconocen el impacto de género diferenciado que podría suponer los aspectos del diseño e implementación de la política (Cecchini, 2019; Del Valle y Boga, 2017).
La respuesta de los Estados e instituciones para mitigar el efecto de la actual crisis sanitaria devela el impacto diferenciado de esta situación sobre el bienestar de las personas y en particular las mujeres en desventaja social. Son precisamente ellas quienes presentan mayor dificultad al acceso a la protección social, máxime si ello depende de la formalización de un empleo. Al mismo tiempo, la caída que experimentan sus ingresos ―formales o informales― por interrupciones laborales impide la cobertura a las necesidades más esenciales, a la vez que deteriora la capacidad de consumo en el hogar.
El presente artículo examina el rol de la protección social en Cuba, como uno de los ámbitos más activos en el enfrentamiento a la crisis generada por la COVID-19. Desde una mirada multinivel, se analiza su impacto en la provincia Santiago de Cuba y los desafíos que, en opciones de política social, se esbozan para generar un adecuado nivel de resiliencia en materia de género. De esta forma, la reflexión recupera una arista poca visible en los estudios comparativos sobre protección social en la región, en tanto aporta elementos que analizan cobertura y prestaciones, en la pretensión de que alcancen un grado óptimo.
Consensos y desafíos para una protección social con enfoque de género. Su examen en Cuba
La política de protección social tiene dentro de su más amplia orientación, generar un nivel de respuesta y capacidad frente a situaciones de riesgo derivadas de condiciones socioeconómicas o contextuales. Impiden que eventos como los riesgos epidemiológicos, crisis sanitarias y tensiones en el cuidado de niños, dependientes y enfermos crónicos, desencadenen en estado de indefensión entre los grupos menos favorecidos (Cecchini, 2019).
Las primeras estructuras destinadas a ofrecer protección social en la región se instituyen sobre la base de una relación salarial que fomentó el modelo de “hombre proveedor” (Sunkel, 2006), pacto en el cual el trabajador formal, tradicionalmente en figura del varón, procuraba un nivel de respuesta contra riesgos derivados de enfermedades, desempleo y eventos vitales como la muerte. Aunque en las últimas décadas el paradigma de trabajador urbano heterosexual ha declinado, resultado del ingreso creciente de las mujeres al empleo, determinados instrumentos operan bajo supuestos patriarcales en que las mujeres solo acceden a beneficios sociales, una vez mostrada su condición de madres, viudas o jefas de familia (Di Marco, Patiño y L.F, 2015).
En Cuba, desde el inicio del período revolucionario, su modelo de protección social se ha caracterizado por un marcado acento universalista, asociado a una amplia red de bienes y servicios cuyos gastos han sido en su mayoría sufragados por el Estado (Peña, 2014). El gasto social per cápita y las iniciativas del Estado para ampliar su cobertura confirman el estatus de derecho de la política social cubana, que tiene en la satisfacción creciente de necesidades básicas su pilar más demostrativo (Espina, 2017).
La crisis de los 90 y sus procesos de reajuste reformulan el diseño de una política en la que el mercado, las redes de apoyo y la familia toman una mayor presencia como sostén y red básica de solidaridad. Si bien las medidas aliviaron la profundización de la pobreza, se hizo notar un patrón de desigualdad, cuyas brechas tuvieron claros reflejos en mujeres, jefas de familia y población rural con insuficientes activos para el sustento del consumo y la movilidad social.
Las reformas iniciadas en 2011 como parte del proceso de actualización del modelo económico y social cubano encuentran la existencia de múltiples arreglos en la provisión del bienestar. La existencia de estrategias orientadas a la generación de fuentes de ingreso destaca un mayor peso de la esfera doméstica, con un gasto social más orientado hacia las relaciones mercantiles respecto a etapas precedentes (Peña, 2017). La sobrerrepresentación de personas negras y mestizas en situación de pobreza (Zabala, 2018), la reducción de núcleos protegidos (Fundora, 2018), así como la débil suficiencia de las prestaciones de Seguridad Social (Colina, 2020), colocan al sistema de protección social en el centro de la política de aseguramiento frente a la vulnerabilidad.
Sin embargo, esta realidad también tiene algunas aristas a atender. Las brechas de equidad en Cuba se vivencian de manera particular según las heterogeneidades espaciales y el grado de desarrollo material al que su población accede. Es el territorio uno de los ejes que con mejor precisión expresa el peso determinante del empleo en la integración social y sus peculiares expresiones por espacios económicos.1 Lo anterior se halla relacionado con una activación de nudos de desigualdad, que condiciona niveles distintos de autonomía e inclusión en ámbitos de la vida social.
El análisis de este tópico pone de relieve el alcance y calidad de los recursos destinados a la protección social y los actuales criterios para su asignación. Indudablemente, ello da lugar a nuevos enfoques para repensar la arquitectura del modelo de bienestar cubano.
Análisis de la condición y posición de las mujeres en la sociedad y en el empleo: su reflejo en Santiago de Cuba
La Revolución cubana impulsó con énfasis la “emancipación de la mujer”, proceso que consideraba eliminar las condiciones de subordinación, exclusión e invisibilización en que vivían muchas mujeres a partir de su incorporación a la vida económica y política del país. Desde la década de los años 60 se pretendió promover la incorporación de mujeres al mundo público y al trabajo remunerado a través de programas de inserción laboral y educación, acompañados por otros de apoyo al cuidado como la creación de círculos infantiles, centro de cuidados para ancianos, planes vacacionales para niños/as provistos por los centros de trabajo de madres y padres, comedores obreros y estudiantiles, un mecanismo llamado Plan Jaba que daba prioridad a personas trabajadoras en la compra de alimentos, entre otras medidas (Romero, 2019).
Como resultado, las mujeres han incrementado su participación en la educación y desde inicios de los años 80 son mayoría entre las que matriculan y se gradúan de la enseñanza universitaria. La participación en la ocupación ha tenido una tendencia creciente y a su vez, desde 2008, representan la mayoría de los que detentan nivel superior dentro de los ocupados. Por otra parte, han logrado importantes espacios en la toma de decisiones del país.
De manera general puede decirse que en 2018 representan el 37% del total de las personas ocupadas (Oficina Nacional de Estadísticas e Información [ONEI], 2019), el 66% de los profesionales y técnicos del país, el 81,9% de los profesores, maestros y científicos, y más del 70% de los fiscales, los presidentes de Tribunales Provinciales y jueces profesionales. En el sistema de las Ciencias, la Innovación y la Tecnología constituyen el 53,5% y son más del 64,2% de colaboradores internacionalistas. Ostentan el 47,2% de los altos cargos de dirección y representan el 48,86% del Parlamento. A nivel de la gestión local son nueve (de 15) presidentas de Asambleas Provinciales del Poder Popular (62,5%), ocho ministras (38%) y 42 viceministras (35,6%). En el Consejo de Estado representan el 42% (Federación de Mujeres Cubanas [FMC], 2016).
Luego de las transformaciones institucionales referidas en el nuevo texto constitucional, en Santiago de Cuba asume una mujer la condición de gobernadora provincial, mientras que en cuatro municipios, de un total de nueve, ellas ocupan la responsabilidad de intendentes. Asimismo, el sistema de ciencia e innovación tecnológica experimenta en el presente lustro un incremento de mujeres que alcanza el 45% de los profesionales del campo. Actualmente representan el 40% del total de ocupadas con nivel superior y el 65% de la fuerza técnica y profesional a escala provincial. Aunque su presencia en cargos de dirección refiere el 35% de trabajadores, salta a la vista su gradual acceso en el sector de los servicios, con un incremento sostenido en los dos últimos años (ONEI, 2019).
En casi todas las categorías ocupacionales los hombres representan la mayoría de las personas ocupadas, excepto en la de administrativos y técnicos, en las que ellas constituyen el 58% y 63% respectivamente. El análisis por estructura de edades revela algunas particularidades en actividades como los servicios y cargos de dirección. En la primera, el incremento se observa en mujeres entre 17 y 19 años de edad, a la vez que experimenta un deterioro en el transcurso del tiempo; en la segunda ellas acentúan su presencia a medida que refiere edades superiores.
A este escenario se incorpora el incremento sostenido de la fecundidad adolescente, con cotas que superan las cifras a escala nacional y con niveles más elevados en la zona rural (Benítez, Naranjo y Garzón, 2020). Ello, combinado con las tasas de migración femenina, presiona la generación de estrategias destinada a la provisión de cuidado al interior del hogar, cuya calidad puede variar según el nivel de ingreso familiar, condiciones ambientales, área de residencia, entre otros elementos (Pérez, Carbonero, Poveda, Gómez, y Oliver, 2018).
La pandemia que desató el SARS-CoV-2 impuso condiciones de vida nunca antes experimentadas. Los procesos de aislamiento social y atención rápida y precisa a las personas afectadas impusieron otros ritmos de existencia en el día a día del mundo, no muy distantes a los vividos en Cuba.
Se debe resaltar que Cuba tiene un grupo de regulaciones que protegen a las personas trabajadoras en casos de desastres, eventos sanitarios o por el padecimiento de enfermedades. Estas regulaciones parten del Código del Trabajo (artículo 44), del Reglamento para la aplicación del Código (artículo 34) y de la Ley 105/2008. Sin embargo, ha sido una experiencia única la producida por la COVID-19, ya que en ella están involucrados la mayoría de los países del mundo y, por otra parte, pareciera que mientras aparece la vacuna la mejor medida es su prevención mediante el aislamiento social, por lo que la capacidad de producir socialmente se encuentra muy limitada.
Por otra parte, han sido además enunciadas un conjunto de medidas para proteger a los grupos que sean vulnerables por diferentes razones: condición de salud, de edad, vivir solos, baja solvencia económica, entre otros. Estos grupos están compuestos en su mayoría por personas mayores de 60 años, con padecimientos de enfermedades crónicas no transmisibles y que viven solas. Desde diferentes ángulos, han sido atendidos mediante la aplicación de medicamentos para elevar la respuesta inmunológica y el seguimiento estrecho de su estado de salud por el área. También para aquellas personas que viven en condiciones de desventaja económica y además pertenecen a los grupos de vulnerabilidad por condición de salud, se han implementado varios mecanismos, como son la entrega de alimentos elaborados a domicilio desde los comedores comunitarios del Sistema de Atención a la Familia, la utilización por parte del sistema bancario del pagador a domicilio, la extensión del horario de pago a pensionados y permisos para que familiares cobren las pensiones, entre otras medidas.
Vulnerabilidades a las que se enfrentan las mujeres
La pandemia de la COVID-19 no conoce fronteras ni sexos, color de la piel o clases sociales. Sin embargo, afecta de manera diferenciada a distintos grupos de personas y agudiza desigualdades preexistentes. En particular, tiene efectos más adversos entre mujeres y niñas debido a la división sexual del trabajo, que las sitúa en los trabajos menos reconocidos y retribuidos, y en muchos casos, en el sector informal de la economía. Ellas son las encargadas de las tareas de cuidado y reproducción de la vida cotidiana, trabajos que se incrementan en épocas de pandemia dadas las demandas de atención ante el cierre de escuelas y de servicios de cuidado a personas mayores. También ellas tienen menores oportunidades de tener ahorros económicos que les ayuden a amortiguar la crisis. Son también las principales víctimas de violencia de género.
Cuba tampoco escapa a esta realidad: también aquí las mujeres enfrentan mayores vulnerabilidades. A continuación, se ofrecen argumentos que apoyan estas afirmaciones:
Constituyen la mayoría del sector de Salud Pública y de las ocupaciones consideradas imprescindibles en los peores momentos de la pandemia
Las mujeres constituyen la mayoría del sector de Salud Pública y de las ocupaciones consideradas imprescindibles en los peores momentos de la pandemia, por estar al frente de aquellas, tal vez menos valoradas, pero necesarias para el sostenimiento de la vida.
Según el Anuario Estadístico de Salud, las mujeres representaban en 2019 el 71,2% del personal de salud. Tienen un peso destacado en las especialidades que de forma más directa tratan la pandemia: neumología el 60%, especialistas en medicina interna el 42,7% y en terapia intensiva y emergencia el 45%. Además, representan el 69,5% de los especialistas en medicina general integral ―especialidad que detentan los Médicos de la Familia― y el 87,8% del personal de enfermería (Ministerio de Salud Pública [MINSAP], 2020). De igual forma, refieren el 60,3% de profesionales cubanos de salud que forma parte de las 34 brigadas médicas del contingente “Henry Reeve” para el combate a la pandemia en 27 países (Alonso, 2020, 15 de junio).
Por su parte, el sistema sanitario en Santiago de Cuba colocó a las mujeres en la primera línea de atención a la enfermedad, con más del 89% de ellas en el área de enfermería. La capacidad asistencial diseñada para la prevención del contagio encuentra en las mujeres el 70,2% de laboratoristas clínicas y microbiólogas y el 49% de los recursos destinados a la actividad de Higiene y Epidemiología. De acuerdo con los últimos datos del Anuario de Salud de la provincia, ellas son mayoritarias en el personal que laboran en hogares de ancianos y casas de abuelos, tareas que resultaron cruciales en el cuidado a la población vulnerable en época de aislamiento social.
Ven menguados en mayor medida sus ingresos provenientes del trabajo formal y del informal
El empleo formal en Cuba en 2018 ―última información disponible― se caracteriza por ser mayormente provisto por instituciones estatales, ya sea presupuestadas o empresariales, y abarca el 71,1% de las personas ocupadas. El perfil de las personas ocupadas es principalmente masculino, entre 40-59 años, blanco, en correspondencia con su distribución a nivel de grupo etario. Predominan aquellos con nivel medio superior y medio, por lo que existe una fuerza de trabajo calificada, lo que contrasta en cierta medida con la categoría ocupacional de operario, que se ha mantenido creciendo y cubre el 43% del total. Sigue predominando la ocupación en agricultura, caza y silvicultura con un 17% de la ocupación, así como en Salud Pública y Asistencia Social (11%) y Educación (10%).
Las mujeres desde el 2008 constituyen la mayoría de los ocupados con nivel superior. Ellas se encuentran principalmente ocupadas en el empleo estatal presupuestado, comportamiento asociado a la división sexual del trabajo, pues en estas actividades se refleja en mayor medida aquellas “típicamente femeninas” como salud y educación, donde además ellas son mayoría entre las graduadas.
Según informó la ministra del Trabajo y Seguridad Social (Cubadebate, 2020) en abril de 2020, de los 3 millones de trabajadores del sector estatal, el 58% permanece en su puesto de trabajo, de ellos el 76% pertenece al sector empresarial y el 26% al sector presupuestado. Por otra parte, informó que 600 038 laboran a distancia y 138 638 trabajadores han sido declarados interruptos. Entre ellos se encuentran 83 454 madres al cuidado de niños y 65 062 que son considerados trabajadores vulnerables.
Las medidas de protección laboral aplicadas en la pandemia encuentran a las mujeres siendo mayoría en el sector estatal presupuestado, en especial en el de Educación, el cual cerró parcialmente su actividad con el paso de la docencia a la modalidad de teleclases. Es de esperar que la mayoría de las personas que hayan sido declaradas interruptas sean mujeres. A ellas se les suman las madres al cuidado de niños, quienes tienen que acogerse a esta medida por el cierre de las escuelas.
Un balance de los principales indicadores de empleo en Santiago de Cuba confirma a fines de 2018 un total de 133 7742 mujeres en edades productivas sin vínculo laboral, que podría suponer un sector importante de mujeres con trabajos inestables, generalmente ocasionales y con menor nivel de protección social y laboral. El examen a la tasa de actividad económica acusa uno de los valores más bajos en el último decenio (51,3%), luego de un sostenido deterioro en los últimos cinco años y una brecha negativa de participación de 24% respecto a los varones. Aun así, ellas suponen el 48% del empleo estatal, con mayor representación en los sectores de Salud Pública y Asistencia Social, Educación, y hoteles y restaurantes (ONEI, 2019).
La crisis desatada por la pandemia puso al descubierto el importante rol de las mujeres para conservar la dinámica laboral, en medio de tensiones para el sostenimiento del hogar y la prevención del contagio. Sobre el particular, un total de 7 819 mujeres trabajadoras en Santiago de Cuba referían tener hijos en diferentes niveles de enseñanza y 490 en círculos infantiles (Ministerio del Trabajo y Seguridad Social [MTSS], 2020). La presencia de niños en casa y el costo que adiciona su cuidado pone en juego la actividad económica de muchas mujeres que no encuentran otra opción que el retorno hacia el hogar. Evidentemente, ello tiene reflejos de distinto orden según los arreglos destinados a la provisión de ingresos, particularmente el número de trabajadores formales en los que recae el sustento familiar. Hasta inicios de 2018, por cada 100 niños cubanos entre 0 y 18 años, 36 eran menores de 6 años (Centro de Estudios de Población y Desarrollo [CEPDE], 2020).
En un estudio dirigido a conocer los determinantes de exposición al riesgo frente a la incidencia del nuevo coronavirus en el municipio Santiago de Cuba,3 se evidenció en el 61% de los encuestados la existencia de madres solas encargadas del cuidado a grupos vulnerables en el período de confinamiento. El dato del Censo de Población y Viviendas confirmó para el 2012 un 39% de mujeres inactivas en posición de jefas de familia, condición que debió aumentar tras el deterioro de la participación laboral femenina y la tendencia creciente del envejecimiento demográfico. Basta considerar que la “capacidad de pago de una mujer sola con un hijo es menor a la de una relación sin hijos con un solo perceptor de ingresos” (Cecchini, 2019, p. 69), ello tensiona el alcance que hoy ofrece el sistema de protección social, de cara a la heterogeneidad de estructuras familiares que condicionan la vulnerabilidad.
Un recorrido en la etapa 2013-2018 muestra una disminución de 2 379 personas beneficiarias por la asistencia social y de 1 418 núcleos protegidos. A ello se suma el impacto diferenciado de la pandemia por concepto de actividad económica y nivel de productividad, con presiones para la satisfacción de sus necesidades básicas y cuyas expresiones pueden acentuarse dependiendo de las condiciones económicas territoriales.
Teniendo en cuenta la desigual inserción entre hombres y mujeres al empleo, así como la dedicación casi exclusiva de ellas al trabajo doméstico, podría esperarse un comportamiento diferenciado durante la fase de recuperación. La contracción en el nivel de actividad en el sector de hoteles y restaurantes, comercio y reparación de efectos personales, actualmente responsables de ocupar más del 10% de las mujeres, no favorecería el crecimiento de la participación laboral femenina en un futuro inmediato.
Dentro del sector privado las personas ocupadas en el sector por cuenta propia han venido incrementándose de manera sostenida: pasaron de representar dentro de los privados el 23% en 2007 hasta el 61,4% en 2018. La ampliación de las facilidades para solicitar alguna licencia para ejercer el trabajo por cuenta propia, así como los ingresos asociados por lo general a este sector, hacen que se mantenga como una opción de empleo deseada, a la que acuden en lo fundamental personas sin vínculo laboral o “amas de casa”. Las actividades con mayor número de licencias concedidas son: trabajador contratado,4 elaboración y venta de alimentos (9%), transportación de carga y pasajeros (8%) y arrendamiento de viviendas (5%). El 65% de los portadores de estas licencias se concentran en las provincias de La Habana, Matanzas, Villa Clara, Holguín y Santiago de Cuba. Como factor común, estos territorios se encuentran a la cabeza del desarrollo turístico (Figueredo, Izquierdo y Carmona, 2020b). Las mujeres representan el 36% de quienes detentan estas licencias, además de ubicarse principalmente como trabajadoras contratadas (Díaz y Echevarría, 2015). Al mismo tiempo, debe considerarse que, en 2017, de las mujeres que se encontraban ocupadas en el sector privado, el 99% lo hacía como trabajadora por cuenta propia.
Al cierre del mes de abril del 2020, existen 222 723 cuentapropistas con suspensión temporal de la licencia, lo que representa el 35% del total de trabajadores. Los más acogidos a esta medida son los contratados, los transportistas de carga y pasajeros, los arrendadores de vivienda, los vinculados a los servicios gastronómicos en cafeterías y los servicios de belleza (Cubadebate, 2020). Como se puede observar, son las mujeres las que probablemente se encuentren más afectadas en el cierre de sus contratos en las actividades para ejercer el trabajo por cuenta propia.
De igual forma, a inicios de 2019 un total de 11 500 mujeres con empleo en Santiago de Cuba se clasificaban como cuentapropistas. Entre las modalidades más ejercidas destacan trabajador contratado, agentes de telecomunicaciones, servicios gastronómicos en cafeterías y servicios domésticos. Antes de emplearse en el sector, 1460 de ellas se hallaban en la categoría de quehaceres del hogar, lo cual muestra el dinamismo del empleo no estatal para movilizar su capacidad de trabajo. No obstante, la creciente presencia masculina en la actividad y la marcada distribución de roles permiten aseverar la existencia de brechas de ingresos con perjuicio de ellas, con escasa inversión de las competencias adquiridas.
Dentro del trabajo remunerado, el sector informal ha ganado peso en los últimos años. No existen datos públicos que permitan conocer el peso de este sector, sin embargo, la población no económicamente activa (PNEA) puede ayudarnos a comprender su magnitud. En Cuba este indicador solo se hace público en los Censos de Población y Viviendas: en el último Censo del 2012, la población en edad laboral que no está ocupada formalmente ni se encuentra buscando empleo rondaba los 2,7 millones de personas, destacando una ligera disminución respecto al 2002. Su perfil es principalmente urbano, mayoritariamente femenino y predominan las personas de color de la piel blanca. Respecto al Censo del 2002 tenían mayor nivel educacional (ONEI, 2014). Un dato más reciente del 2018 muestra que su contrario, la población económicamente activa (PEA) y su tasa de actividad no indicaba su desaparición: por cada 100 personas en edad laboral y aptas para trabajar, solo 64 estaban ocupadas o buscando empleo. Una situación que se agrava para las mujeres, pues solo 49 de cada 100 en edades productivas se encontraban activas.
Las principales causas de inactividad en los dos últimos censos tenían, en los quehaceres del hogar, el mayor número de personas (en 2002 el 43,5% y en 2012 el 43,9%), seguido por el grupo de jubilados y pensionados, y estudiantes. Luego de estas tres causas se encontraban aquellos que declaraban “No realizo ninguna actividad” (en 2002 el 8,2% y en 2012 el 3,53%). En el análisis por sexo también las mujeres eran las más representadas dentro de las que declaraban inactividad por quehaceres del hogar, pues representaban el 61,4% del total de mujeres inactivas en 2012.
Por la división sexual del trabajo que predomina en nuestra cultura este es un comportamiento esperado, pues son las mujeres a quienes se les continúa asignando las labores de trabajo doméstico y de cuidados.
En 2019 parecía que este escenario estaba mejorando, pues se anunció que se habían incorporado al empleo formal 32 500 personas más respecto al 2018, y esto representaba por primera vez un incremento de las personas activas laboralmente en los últimos cuatro años (Figueredo, Izquierdo y Carmona, 2020a). Según esta fuente, este aumento se relacionaba principalmente con el mejoramiento salarial del sector estatal presupuestado.5 También se asocia al incremento de otras facilidades laborales como el pluriempleo,6 modalidad laboral aprobada en 2009.
En Cuba aún son escasas las investigaciones sobre el trabajo informal, pero se puede afirmar que existe una gran heterogeneidad entre las personas que realizan este tipo de trabajo, principalmente si se realiza para sí mismo o para otros; el grado de obligación contractual en que se acuerda, la estabilidad del trabajo, los ingresos que se obtienen, entre otros elementos. En ese amplio diapasón encontramos desde personas que brindan servicios o productos con ingresos estables, pero sin la licencia para ejercer el trabajo por cuenta propia, hasta quienes, desde su condición de trabajadores estatales, laboran bajo contratos verbales en pequeñas y medianas empresas privadas como búsqueda de complemento a sus ingresos. Otro caso poco oculto y quizá más extendido se encuentra en aquellos que viven de lo que revenden cada jornada, cuyos ingresos por lo general no superan el umbral del consumo diario; o quienes traen mercancía del exterior para transaccionar al detalle o de forma mayorista a otro grupo de empleados informales, situados con frecuencia en condiciones de precariedad laboral.
Todas estas prácticas coexisten en un marco de políticas universales de salud y educación con imperantes desafíos asociados a la falta de derechos laborales que distingue al trabajo informal. La estabilidad de los contratos, su regularidad y acuerdo sobre los ingresos; la garantía de acceder a la seguridad social en caso de enfermedad, por licencia de maternidad o para cuidar a otros, exigen de una respuesta interinstitucional para formalizar empleos que están desprotegidos, se realizan en condiciones de riesgo y resultan inseguros.
En un contexto como el impuesto por la pandemia, su cobertura de garantías se encuentra particularmente afectada, desamparada de un ingreso mínimo estable y garantía de contrato que puede ser peor para las mujeres. En una situación sostenida de paralización de actividades, las reservas que algunas personas pudieron tener probablemente ya se terminaron o se encuentren tocando fondo. Mayores tensiones deben enfrentar las personas que son además jefas de hogar, donde las mujeres tienen un peso importante; según la proyección de hogares: las mujeres en 2020 podrían representar el 48,4% de los jefes de hogar (Centro de Estudios de Población y Desarrollo [CEPDE], 2016).
Aumenta la carga del trabajo doméstico y de cuidados
En tiempos en que toda la familia está en casa y en que se requiere extremar las medidas higiénicas, es de esperar que los tiempos de trabajo doméstico hayan aumentado. La Encuesta Nacional de Igualdad de Género, 2016, había identificado que se mantiene la brecha entre hombres y mujeres, donde las mujeres dedican 14 horas semanales más como promedio al trabajo no remunerado y de cuidados (CEM-CEPDE, 2018), independientemente de si están o no ocupadas en la economía.
Resulta muy probable que estas horas de trabajo no remunerado y de cuidados hayan aumentado en el tiempo de aislamiento social, y no necesariamente mejor distribuido entre los miembros de la familia. A la permanencia de toda la familia en casa se les suma el aumento de la limpieza del hogar y del lavado de ropa, combinado a una dedicación mayor a la preparación de alimentos y el fregado. Para los hogares con hijos/as en edad escolar, la modalidad de teleclases probablemente haya traído nuevas tensiones para atender, junto con los/as estudiantes, las tareas orientadas y distribuirlas a lo largo de la semana, en función de afectar lo menos posible el proceso de aprendizaje. El cierre de otros servicios de cuidado para personas mayores y las restricciones por razones de salud en la movilidad de estas personas, sin dudas aumentó su demanda al interior del hogar. Por la división sexual del trabajo, que asigna estas funciones a las mujeres, es de esperar que sean las madres y abuelas quienes apoyen a los/as estudiantes y a las personas mayores en su desempeño cotidiano.
La encuesta realizada por el Grupo de Trabajo de enfrentamiento a la COVID-19 en Santiago de Cuba dio cuenta de que en más del 60% de los hogares con presencia de niños y adultos mayores, las mujeres constituyen la principal fuente de cuidados. En el estudio, el 26% de los encuestados reconoció la sobrecarga de trabajo femenino en el espacio doméstico, particularmente el ejercido por las mujeres jubiladas y en menor proporción, por varones trabajadores. De lo anterior se desprende que, como respuesta a la necesidad de proteger el ingreso de las mujeres frente a la eventualidad, se introdujeron arreglos que colocaron a los adultos inactivos a ofrecer mayor apoyo en las actividades domésticas, particularmente intensas ante la permanencia de niños y personas dependientes en el hogar. Ello es consistente con la importante cifra de mujeres que continuaron laborando en sus puestos de trabajo, o fueron reubicadas en actividades priorizadas como la producción de alimentos y la atención a grupos y personas vulnerables.
Según CEPDE (2020), al finalizar el 2019 la provincia Santiago de Cuba informó un 20% de su población con más de 60 años y un 6% con edad superior a los 75. Ante la responsabilidad casi directa de ellas en el cuidado de personas dependientes, se incorpora la alta vulnerabilidad del municipio Santiago de Cuba, al poseer una de las tasas más elevadas de personas con discapacidad (3,8% de la población local), en localidades que concentran un importante número de mujeres en edad laboral sin empleo (Ramos, 2019). Algunos programas en curso como Santiago Inclusivo, destinado a promover la inclusión laboral de personas con discapacitad y mujeres en particular, responde a la intención de fomentar oportunidades por la vía del empleo y, en consecuencia, extender las garantías de acceso a la protección social.
Aumenta la violencia de género en etapa de aislamiento
La violencia de género, ejercicio de violencia sobre aquellas personas que no acatan el orden establecido por la dominación masculina patriarcal, no es un fenómeno específico de la pandemia ni de Cuba, y aunque no a las únicas, tiene entre las mujeres sus principales víctimas. La Declaración sobre la Eliminación de la Violencia Contra las Mujeres, emitida por la Organización de Naciones Unidas en 1993, la concibe como “todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la vida privada” (Organización de Naciones Unidas [ONU], 1993, s.p.).
En Cuba, la Encuesta Nacional sobre Igualdad de Género (Federación de Mujeres Cubanas [FMC], 2018) aborda desde diferentes aristas el tema de la violencia de género. La encuesta revela que un 26,7% de las mujeres entre 15-74 años había sido víctima de alguna de las manifestaciones de violencia en su relación de pareja en los últimos 12 meses, y otro 22,6% declaró haber sido víctima en otro momento de su vida. El tipo de violencia que prevalece es la psicológica y la económica. Sin embargo, la forma extrema de la violencia de género, el femicidio, tiene también presencia en nuestro país. En 2019 se reconoció por primera vez la existencia de este problema en el Informe Nacional Voluntario sobre la Implementación de la Agenda 2030: en 2016 la tasa de femicidios fue de 0,99 por 100 000 habitantes de la población femenina de 15 años y más (Gobierno de Cuba, 2019, p. 64).
En el estudio Violencia de género; su comportamiento en la provincia Santiago de Cuba (Guardia, 2014), se conoció que en el período comprendido entre 2009-2013, en poco más del 1% del total de hechos violentos denunciados las mujeres tuvieron participación en condición de víctimas o autoras. Entre las cuestiones más significativas, resalta el hogar como espacio de mayor ocurrencia, a la vez que encuentran en sus cónyuges o parejas de hecho, sus principales ejecutores. Quizá haya que destacar que una parte considerable de estos casos por lo general no llegan a radicarse en los Tribunales a solicitud de las propias víctimas (Hernández, 2014), situación con desenlaces irreparables, en caso de no operar con la debida rapidez.
El aislamiento físico puede resultar inseguro para las mujeres y niñas que estén viviendo en situaciones de violencia, ya que aumenta la cantidad de horas que conviven junto a los perpetradores de este acto. Además, es probable que mantengan menos contacto con su red de apoyo y se sientan más aisladas al interior del hogar, con las consecuencias de depresión y otras afectaciones para su salud mental. Las restricciones de movilidad y el cierre de servicios de apoyo como las Casas de Orientación a la Mujer y la Familia, y los servicios de consejería donde existan, hará más difícil el acompañamiento oportuno de estas personas. La crisis económica y la escasez de recursos para enfrentar la vida cotidiana probablemente aumente la dependencia económica de estas mujeres respecto a sus parejas y exparejas. En este sentido, estos hombres pueden estar sintiendo una pérdida de poder por la inseguridad económica, el miedo a perder el trabajo y el aumento del estrés, por lo que podrían elevar la frecuencia y la severidad de la violencia (ONU MUJERES, 2020).
Lecciones y aprendizajes para la etapa de la pospandemia. Entre antiguos pilares y nuevos desafíos
La consolidación de conquistas en términos de derechos, políticas y seguridad laboral, sostenidas por más de cinco décadas; da cuenta del interés concedido a la protección social por parte del proyecto sociopolítico cubano. No obstante, los cambios registrados en la última década en la estructura del empleo, el perfil de la actual fuerza de trabajo y el comportamiento presente y perspectivo de la dinámica demográfica exigen asumir nuevos enfoques consagrados en las convenciones internacionales de protección social y su vínculo estrecho con el carácter socialista y dignificador de nuestra nación. Así pues, los retos impuestos por la pandemia revalorizan el rumbo al fortalecimiento del sistema de protección social cubano, requiriendo tomar en consideración un sistema de elementos tendientes a promover niveles adecuados de vida con independencia de la situación laboral en que los actores se encuentren. En este empeño, se propone:
Avanzar en la extensión y cobertura de la seguridad social a través de instrumentos que visibilicen la diversidad de arreglos que trazan distintos grupos para la provisión de protección social. Ello precisa incorporar en la política un enfoque sensible a las relaciones de género, las capacidades territoriales y ciclos vitales como punto de partida para la atención de personas afectadas por distintas desigualdades.
Vinculado a lo anterior, se sugiere el fortalecimiento de un sistema amplio y sistemático de información respecto a las personas destinatarias de activos y prestaciones. Ello agiliza la puesta en marcha de correctivos que coarten la transmisión de la vulnerabilidad una vez que se identifiquen las brechas de bienestar.
Revitalizar los roles y competencias de las organizaciones sindicales a través de espacios de diálogo que contengan la equidad de género como condición básica. De esta forma, la negociación colectiva ―con independencia de la forma de gestión y de propiedad en que se inscriba― establecería las condiciones laborales adecuadas para la promoción de la capacidad social del trabajo y la eliminación de cualquier práctica discriminatoria.
Incorporar la provisión de cuidados como otro de los pilares de la política de protección social, sustentado en una red de programas y servicios públicos, capaz de redistribuir entre distintos actores la reproducción de la existencia. Para tal fin, se precisa la adopción de bases normativas que garanticen el desempeño de este rol en un entorno seguro y favorable tanto para personas cuidadoras, como para quienes demandan del cuidado. Desfeminizar el conjunto de actividades realizadas en el seno del hogar, no es solo un imperativo ético, es condición necesaria para el desarrollo social.
Consolidar la integración entre las políticas de protección social, las sectoriales y las de promoción social, en ámbitos orientados al desarrollo humano y formación de competencias para el empleo. Los programas de inclusión laboral diseñados para este fin facilitan la adquisición de incentivos en mujeres cuyos ingresos dependen del trabajo informal, a la vez que fomenta la capacidad de ahorro y rutas laborales estables.
Introducir en los sistemas de protección social los riesgos asociados al impacto de los migrantes internos en edad laboral, en particular en mujeres provenientes de zonas rurales. Asimismo, atender las causas que inciden en el incremento de la fecundidad adolescente en zonas específicas del país y el efecto de la vulnerabilidad ambiental en mujeres, niños y ancianos.