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Conrado

versión On-line ISSN 1990-8644

Conrado vol.19 no.92 Cienfuegos mayo.-jun. 2023  Epub 30-Jun-2023

 

Artículo Original

América Latina: entre la transculturación y la interculturalidad

Latin America: between transculturation and interculturality

0000-0001-5926-6530María Luz Mejía Herrera1  *  , 0000-0001-6304-1924César Miguel Salinas Ramos2 

1Universidad Central “Marta Abreu” de Las Villas. Santa Clara. Cuba.

2Universidade do Vale do Rio dos Sinos. RS. Brasil.

RESUMEN

El presente artículo aborda la vinculación de la categoría transculturación, del cubano Fernando Ortiz, con la filosofía intercultural para comprender los procesos históricos que caracterizan las sociedades latinoamericanas y su posible transformación emancipatoria. Partiendo de la crítica al concepto de aculturación, principal categoría de la antropología tradicional e insuficiente para entender la relación entre culturas diversas, se propone el concepto de transculturación, este permite la visibilización e inclusión de las tradiciones, las etnias, los pueblos que han sido invisibilizados, oprimidos y explotados a lo largo de la historia de estas sociedades y excluidos de la construcción formal de las repúblicas modernas. En este sentido, la interculturalidad promueve la búsqueda de un diálogo entre culturas diversas para la re-construcción de estados y democracias. La metodología usada es la revisión de textos clásicos y contenidos académicos.

Palabras-clave: Transculturación; Interculturalidad; Emancipación; Diálogo

ABSTRACT

This article works on linking the transculturation category of Cuban Fernando Ortiz and intercultural philosophy, to understand the historical processes that characterize Latin American societies and their possible emancipatory transformation. Starting from the critique of the concept of acculturation, the main category of traditional anthropology as insufficient to understand the relationship between diverse cultures, the concept of transculturation is proposed, which allows the visibility and inclusion of traditions, peoples and ethnic groups that have been invisible, oppressed and exploited throughout the history of our societies and excluded from the formal construction of modern Republics. In this sense, interculturality promotes the search for a dialogue between diverse cultures for the reconstruction of our states and democracies. The methodology used in this article is the review of classic texts and academic content.

Key words: Transculturation; Interculturality; Emancipation; Dialogue

Introducción

La conquista y colonización de América dejó una huella ineludible en la identidad de los pueblos, una identidad compleja y en continuo proceso de construcción. El tratamiento actual de la problemática en torno a la cultura latinoamericana se engarza con los estudios sobre dos tendencias o posturas que continúan cobrando vigencia en las perspectivas investigativas de pensamiento latinoamericano: la transculturación y la interculturalidad. A pesar de sus especificidades en el abordaje de lo cultural, el hilo conductor entre ellas es evidente porque sus contenidos convergen hacia un enfoque que se proyecta en función de vislumbrar la mezcla, la fusión cultural y la necesidad de potenciar el diálogo en el contexto de la diversidad de culturas existentes en la región.

La perspectiva latinoamericana acerca de la transculturación, que tiene sus orígenes en el Contrapunteo del tabaco y del azúcar (1940), de Fernando Ortiz (1881-1969), se vincula con el estudio reciente sobre los efectos de la modernidad en América Latina, con lo relacionado con la defensa de las culturas nacionales, la crítica a los intentos de la occidentalización del pensamiento, con el fenómeno de la mercantilización cultural que se perfila en el panorama mundial actual.

De acuerdo con lo expuesto por el autor, el concepto de transculturación expresa las diferentes fases del proceso transitivo de una cultura a otra, porque esta no consiste solo en adquirir o asumir una cultura diferente, sino que este proceso implica necesariamente la pérdida o desarraigo de una cultura precedente, lo que implica un proceso de desculturación, que conlleva, por consiguiente, a la formación de nuevos fenómenos culturales (Ortiz, 1963).

Asimismo, puede plantearse que el tema referido a la transculturación se interrelaciona con otros discursos y estudios teóricos desarrollados actualmente en este continente, sobre todo, con la teoría decolonial y la transmodernidad. Como asevera Mabel Moraña (Moraña, 2017), los presupuestos teóricos, con diversos matices que se insertan en estas tendencias postmodernas y decoloniales, remiten a la problemática de la inserción de América Latina en el espacio civilizatorio del occidentalismo, proceso que conlleva la combinación del producto simbólico proveniente de las relaciones materiales que se operan en el status quo capitalista, con el sustrato original de las genuinas culturas latinoamericanas.

El abordaje teórico de la transculturación se erige como mecanismo y proceso que posibilita la articulación de lo producido, de modo original y auténtico, en el contexto latinoamericano, con la recepción de formas simbólicas provenientes de centros europeos y norteamericanos (Moraña, 2017). De esta forma, la relación de lo vernáculo y lo foráneo se resume en las formas de mestizaje cultural producidas en Latinoamérica, donde las formas de la cultura europea penetraron desde los momentos iniciales de la colonización, en los centros urbanos creados durante los siglos XVI-XVII, proceso que perfiló, desde el punto de vista histórico, los procesos identitarios, el sincretismo cultural y la mezcla de estas culturas durante toda la época colonial (Picón-Salas, 1944).

El impacto de la transculturación y de su perspectiva teórica es innegable en las interpretaciones acerca del significado de lo latinoamericano, en la comprensión de las relaciones interculturales, que potencian la necesidad de autorreconocimiento y diálogo. Estas tendencias de estudio y de investigación, difundidas y trabajadas desde los años setenta del siglo XX, articulan todo un pensamiento que se conforma alrededor del eje de la cultura, para enarbolar lo referido a la liberación latinoamericana, la descolonización y la necesidad de romper con Occidente en las vertientes epistemológicas y con temas tan significativos como la integración latinoamericana.

Sin embargo, la visión utópica de conciliación entre el progreso y el mestizaje cuando se impone la irracionalidad de la modernidad capitalista, es enunciada por Bolívar Echeverría (1941-2010), quien plantea la posibilidad de la existencia de otras formas de modernidad al margen de la narrativa de la globalización capitalista. En esta misma perspectiva, Boaventura de Sousa condena el epistemicidio de la modernidad, que impidió visibilizar y legitimizar saberes culturales y el conocimiento de los pueblos sin historia, preconizados por la modernidad y sus impulsos transculturadores, que como es sabido, impusieron un neocolonialismo cultural, este naturalizó el pensamiento occidental en las tierras latinoamericanas.

El estudio de la cultura latinoamericana, desde el vínculo de lo trascultural y lo intercultural, es pertinente porque la preocupación esencial en la actualidad no se centra en la comprensión de cómo los avances culturales, tecnológicos y epistemológicos de Occidente repercuten en los pueblos y regiones periféricas, se centra en explicar otras formas de interpretación que permitan situar los productos epistémicos y culturales latinoamericanos y sus registros simbólicos. Estas posturas de orientación decolonial perciben la transculturación como una etapa anterior, superada interculturalmente, para dar paso al reconocimiento de estas culturas y sus correspondientes aproximaciones a través del diálogo. En el imaginario simbólico actual los modelos impuestos por la lógica del mercado continúan desarticulando los registros nacionales y locales del tejido cultural latinoamericano, intentan sobredimensionar la prevalencia de los esquemas foráneos e intentan aniquilar la resistencia cultural que se enfrenta a lo extranjero imperial.

La transculturación, de Ortiz es un aporte central para entender la vinculación entre las diversas tradiciones, pueblos y etnias que forman la América Latina, cuya expresión en términos emancipatorios se consolida en la interculturalidad. El principal objetivo del artículo es comprender la vinculación de la transculturación con la interculturalidad, desde una perspectiva crítica y emancipatoria de las tradiciones excluidas, negadas, invisibilizadas o explotadas. La metodología usada es la revisión de textos clásicos y contenidos académicos. Se agradece el apoyo de la Coordinación del Perfeccionamiento del Personal de Educación Superior- Brasil (CAPES)-Código de Financiamiento 001.

TRANSCULTURACIÓN

La historia de Latinoamérica se configura por el encuentro o desencuentro de los pueblos originarios con Occidente, mediante la invasión europea iniciada en el año 1492. El des- encuentro significó la opresión de los pueblos originarios y de los llegados desde el África, por lo que se puede decir, que la historia de América es la historia de la exclusión, es la versión más extrema de la esclavitud. “La esclavitud no fue consecuencia de un racismo; sino viceversa, los racismos nacieron de los propósitos esclavizadores” (Ortiz, 1963, p. 345). De tal forma, que el sistema de la esclavitud entendido como modo de producción, era universal, “la Iglesia (…) era esclavista” (Ortiz, 1963, p. 347).

La esclavitud en “Castilla la hubo de negros y de blancos siempre, antes y después del descubrimiento; y que el catolicismo no impedía por principio ni dogma la esclavitud, ni siquiera la de los cristianos” (Ortiz, 1963, p. 306). Por lo cual no es de extrañarse que “la conquista de América fue despiadada. (…) Fue hecha sin derecho la conquista de las tierras y pueblos contra los indios (Ortiz, 1963, p. 347). El esclavismo formal perduró en la América española hasta que se acaba de forma definitiva en 1886.

Es un proceso de invasión e instauración de un sistema colonial que no se entiende sino con la ideología hegemónica de la Iglesia, sentó las bases para la administración de las poblaciones originarias y seres humanos esclavizados que llegaron a este continente. Se establecieron dos formas de sumisión, una servil “según la cual el señor se sirve de su súbdito para utilidad propia, y esta dependencia comenzó después del pecado; la otra, económica o civil, por la que el jefe se sirve de sus subordinados en utilidad y provecho de los mismos, y esta habría existido antes del pecado” (Ortiz, 1963, p. 349).

Establece una esclavitud natural y otra histórica, genera un sistema total de dominación, un sistema de orden patriarcal basado en la moral racista y excluyente, “tres racismos: uno social, otro ético y otro somático” (Ortiz, 1963, p. 349). Si de modo formal se acabó con la institución de la esclavitud, esta se prolongó en la moral y en el orden simbólico de las repúblicas hasta la actualidad, lo cual se expresa en la segregación que aún caracteriza la organización demográfica de la mayoría de las ciudades latinoamericanas, o en el racismo imperante en todos los espacios de la vida de estas sociedades.

El sistema esclavista persiste en la moralidad contemporánea, una de las principales preocupaciones y dificultades para la construcción de las repúblicas y democracias ha sido la inclusión de los diversos pueblos y etnias que conforman el continente, lo cual se manifestó desde inicios del siglo XX, como expresiones en la literatura.

Sirven de ejemplo, Las democracias latinas de América (1912) y La creación de un continente (1913), del peruano Francisco García Calderón (1834-1905); Eurindia (1924), del argentino Ricardo Rojas (1882-1957); La raza cósmica (1925), del mexicano José Vasconcelos (1882-1959); Casa Grande e Senzala (1934), del brasileño Gilberto Freyre (1900-1987); Manifiesto antropófago, de Oswald de Andrade (1890-1954); Raza de bronce (1919), del boliviano Alcides Arguedas (1879-1946); Radiografía de la pampa (1996 [1933], de Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964).

Como se puede observar, la presencia de los pueblos originarios y de los descendientes africanos, como parte sustancial de estas sociedades, aparecen como un obstáculo para la cohesión social de las repúblicas latinoamericanas, de hecho, se identifican en estas poblaciones rezagos de la premodernidad y la imposibilidad del progreso.

En este contexto aparece la figura de Fernando Ortiz (1881-1969), jurista devenido antropólogo y filósofo de la cultura, parte de la sociedad cubana de las décadas del 30 y del 40 del siglo XX. “Cofundador en 1936, junto con Alejo Carpentier y Nicolás Guillén, de la sociedad de Estudios afrocubanos, trabajó intensamente por instituir la divulgación científica como una potente fuerza cultural en Cuba” (León, 2013, p. 103).

En la madurez de su vida intelectual, según Bronislaw Malinowski (1884-1942), referencia académica fundamental para el cubano, “Ortiz pretendía describir un proceso de intercambio cultural simbólico muy puntual que se verificaba en El Caribe” (González, 2009, p. 12), en realidad acontecía en Latinoamérica toda; para conceptualizar dicho proceso sugirió el término transculturación.

Este aporte influyó en intelectuales como Ángel Rama (1926-1983), según León (2013, p. 108) y en otros como Antonio Cornejo Polar (1936-1997), Néstor García Canclini (1939) y Walter Mignolo (1941), quienes partieron de esa noción para determinar sus estudios teóricos en torno al proceso de modernización socio-cultural en Latinoamérica, asevera González (2009). El aporte del cubano ha sido sustancial para el desarrollo de las corrientes de pensamiento crítico latinoamericano, para la escuela decolonial y para la postcolonial. Además, aportó para la crítica y reconstrucción de la antropología, pues pasó de una concepción clásica, atrapada en una perspectiva imperial y colonial, a una perspectiva crítica, situada, contextualizada y profundamente descolonizadora.

La antropología tradicional surge en medio de la expansión imperial de la influencia del norte global en el mundo y de la consolidación del capitalismo durante el siglo XIX. La antropología “como disciplina emerge de la proyección de Occidente, de la brecha entre el Aquí y el Otro Lugar, (…) acusada de ser una herramienta inherente al poder del Atlántico Norte como ninguna otra disciplina, de ser hija del colonialismo y el imperialismo” (Trouillot, 2011, p. 36).

Eso es evidente en los inicios de esta disciplina, pues muchos “antropólogos han ignorado la dualidad de Occidente y, por lo tanto, las desigualdades globales que hacen posible su trabajo (…) los antropólogos olvidan que la proyección de Occidente no implica una, sino dos geografías relacionadas”, Trouillot (2011, p. 36), es decir, la centralidad hegemónica del planeta en el norte global y los diferentes sures como periferias dependientes.

Con el poscolonialismo se observa un viraje en la antropología hacia la lucha por la descolonización y la intervención directa de antropólogos del sur global en un quehacer científico situado y crítico de su condición. Abre la puerta para el surgimiento de varias escuelas académicas latinoamericanas, dedicadas a pensar la descolonialidad, la interculturalidad, la plurinacionalidad y la inclusión holística de las diversas tradiciones, pueblos y etnias que conforman históricamente nuestras sociedades.

Esta realidad se aprecia a lo largo de la vida del propio Fernando Ortiz, en sus inicios mantiene una perspectiva positivista, influida por el español Manuel Sales y Ferré (1843-1910), biológico-racial lombrosiana, con vinculaciones con el evolucionismo spenceriano hacia posiciones donde las razas se convierten en culturas; con el espaldarazo de B. Malinowski, padre del funcionalismo británico, con respecto al concepto de transculturación, (Tudela, 2000, p. 2623), tuvo enorme repercusión en América Latina.

Se puede definir los inicios académicos del cubano, en Los negros brujos (1906), como etnocéntrico, eurocéntrico, positivista y racista; luego camina hacia su vida académica madura, de abierta defensa a la inclusión de la población de orígenes africanos, como esencia de la cubanidad. En este contexto estrecha su relación con Malinowski, a quien hubo comunicado, que en su próximo libro iba a sugerir un “nuevo vocablo técnico, el término transculturación, para reemplazar varias expresiones corrientes, tales como ‘cambio cultural’, ‘aculturación’, ‘difusión’, ‘migración u osmosis de cultura’ y otras análogas que él consideraba como de sentido imperfectamente expresivo” (Malinowski, 1963, p. 3; Ortiz, 1963, p. 92-93; Riverend, 1963; Guanche, 2023). Estos términos no daban cuenta del proceso dinámico que pretendían conceptualizar, por ser lineales, unívocos, estáticos y mecánicos.

El término aculturación seguía atrapado en una antropología clásica eurocéntrica e imperialista, entendía el proceso de encuentro entre dos culturas como la imposición de la dominante sobre la dominada, lo cual en el contexto latinoamericano no permitiría entender cómo los europeos “aceptaron o permitieron cambios significativos en su forma de vida. En el caso de las Antillas, los castellanos cambiaron.

De ahí que un análisis sustentado solo en las conceptuaciones ‘cultura dominante’ o ‘cultura subordinada’ sería estrecho”, según León (2013, p. 111). Los orígenes del término aculturación aparecen en 1881 en el trabajo de John Wesley Powell (1834-1902), quien expresa, que "el gran regalo a las tribus salvajes de este país (...) ha sido la presencia de la civilización, (…) bajo las leyes de la aculturación, (…) se han sustituido por nuevas y civilizadas, sus viejas y salvajes artes (…), se han transformado los salvajes a la vida civilizada", (Laguna, 1960, pp. 787-788; Guanche, 2023, p. 4).

En 1895 Otis Tufton Mason (1838-1908) “reconoce la idea anterior cuando estudia la diversidad de los intercambios culturales que los pueblos del mundo han realizado y acepta que ‘a esta transferencia general Powell le ha dado el nombre de aculturación” (Guanche, 2023, p. 4).

En 1898 William John McGee (1853-1912), “emplea el término en varias acepciones, pero sin perder su significado etnocéntrico. En su obra sobre Aculturación pirática [1898] distingue formas piráticas y amistosas de aculturación”, Guanche (2023, p. 4). Lo expuesto por Powell, Mason y McGee se asocia con las implicaciones que han tenido el concepto difusión y de asimilación forzada en la historia de la antropología sociocultural, Guanche (2023, p. 4). En 1938, Melville J. Herskovitz (1895-1963), “da a conocer su obra Aculturación. El estudio del contacto cultural, también trata de redefinir el concepto para adecuarlo a las nuevas circunstancias” (Guanche, 2023, p. 5), pero se mantiene la misma lógica unívoca, la acción de la dominante sobre el dominado.

Bajo la misma perspectiva se publican las obras de Ralph Linton (1893-1953), “uno de los pilares de la escuela etnopsicológica, publica en 1940 un estudio sobre la aculturación en siete tribus de indios norteamericanos” (Guanche, 2023, p. 6), y de la Bernard Joseph Siegel (1917-2003) sobre aculturación, en 1955 (Guanche, 2023, p. 6). En el diccionario de etnología publicado en Alemania (1981), traducido al castellano como Antropología cultural, publicado en Madrid (1986), se define la aculturación como “1) adaptación alternante e igualación de diferentes culturas; [y] 2) asimilación de la cultura europeo-americana por la de los pueblos primitivos", Álvarez de Luna (1986).

En el Diccionario de Conceptos en Antropología Cultural (1991) se explica la aculturación como el cambio cultural bajo condiciones de contacto directo entre los miembros de dos culturas. En las últimas décadas posteriores al trabajo de Ortiz se da una nueva compresión sobre el tema aculturación, sin dejar de mantener el significado originario que le dio la antropología tradicional, caracterizada por su eurocentrismo e imperialismo colonial, esto justifica la observación hecha por el cubano acerca de la necesidad del surgimiento de un nuevo término conceptual que permitiera comprender el contacto entre diferentes culturas, desde una perspectiva que no estuviera atrapada en la comprensión tradicional de la antropología occidental.

En el contexto de la invasión europea a América se intentó prolongar un sistema tradicional de coloniaje, en el que “el blanco se reduce a una minoría cerrada, que no constituye familia mestiza o lo hace excepcionalmente, como sucede en el colonialismo europeo más reciente” (Riverend, 1963, p. XXVIII). Pero de forma diferente, durante el siglo XVI, “la formación de una numerosa población híbrida sirvió de vehículo al intercambio cultural en los dos sentidos” (Riverend, 1963, p. XXVIII).

Al inicio del coloniaje español se da una administración de la población de los pueblos originarios y de las poblaciones afrodescendientes para mejorar la productividad de la extracción de recursos mineros y el óptimo funcionamiento de las haciendas o ingenios. Se puede aseverar que se intenta instaurar una sociedad segregada y administrada desde la metrópoli, proyecto que fracasó de modo contundente.

El 16 de septiembre de 1501 se produce la introducción del régimen legal de la esclavitud negra en las Antillas, se fija su responsabilidad en los Reyes Católicos, después comenzaron a llegar negros esclavos a la española, (Ortiz, 1963, p. 303); el 22 de enero de 1510 “ya consta oficialmente el propósito de sustituir a los indios por los negros, basándose en el escaso valor económico de los primeros como trabajadores”, (Ortiz, 1963, p. 305). Si en zonas como los Andes sudamericanos los indios seguían siendo la principal amenaza y sustento del sistema colonial, en el Caribe son los afrodescendientes quienes “fueron aumentando (…), tanto que de nuevo infundieron temores, como ya el gobernador Ovando en 1503 se lo había expresado al Rey” (Ortiz, 1963, p. 307).

Hacia 1516 había ya tantos afrodescendientes en la española que “Gil González Dávila, en memoriales al Consejo de Indias y al Cardenal Cisneros, les pedía que se evitasen los alzamientos negros y que se fabricasen dos ingenios de azúcar (…). En ese año fue prohibida la traída de esclavos negros a las Indias (Ortiz, 1963, p. 307). Miedo fundado, pues para el siglo XIX hay “reiteradísimas noticias de los alzamientos y -palenques de negros cimarrones y hasta de los suicidios colectivos a que acudían los infelices esclavos en su desesperación. Tuvieron fama los mandingas por suicidarse en grupo” (Ortiz, 1963, p. 82), esto contradice la historia oficial que relata una imposición efectiva del poder colonial sobre los diversos pueblos y etnias sometidos a su poder.

En el contexto de feudalización colonial de las sociedades caribeñas los primeros ejemplos de transculturación se dan en medio de la producción hacendataria. Ortiz señala que tanto “el tabaco como el azúcar se entrelazan con las razas. El tabaco es un tesoro legado por el indio, apreciado y recogido enseguida por el negro, pero cultivado y explotado por el blanco”, (1963, p. 57), son los españoles quienes adoptan costumbres de los indios, por fuerza fumaron desde el principio por la boca (Ortiz, 1963, p. 137).

La transculturación del tabaco “desde el ambiente social de los indios hasta el de los negros africanos fue más fácil que entre indios y blancos” (Ortiz, 1963, p. 215). Evidente en la santería de los afrocubanos lucumí o yoruba “se admite que fumaban tabaco (llamado acha) algunas deidades, como Changó, Ogún y Eleguá, es decir, los númenes que manejan el fuego (los dioses de la guerra, del hierro y de la guardería defensiva contra ‘la cosa mala’)”, señala Ortiz (1963, p. 219).

La producción de estos dos productos es determinante para comprender las relaciones sociales y clases que componen la sociedad cubana, “el azúcar fue absolutista español, el tabaco fue libertador mambí. El tabaco (…) a favor de la independencia nacional. El azúcar ha significado siempre intervención extranjera”, (Ortiz, 1963, p. 68).

Se observa la compleja, contradictoria, complementaria y hasta ambigua relación que existió entre los diferentes pueblos, etnias y tradiciones que componen las sociedades caribeñas. Llama la atención que la relación entre las poblaciones oprimidas fue cercana, poseían interacción e intercambio de prácticas y saberes, incluso estrategias de resistencia con respecto a la imposición del orden dominante.

Como lo demuestra Ortiz, “la historia de Cuba es la historia de sus intrincadísimas transculturaciones. Primero la transculturación del indio paleolítico al neolítico y la desaparición de este por no acomodarse al impacto de la nueva cultura castellana, (Ortiz, 1963, p. 93; León, 2013).

Después, la transculturación de una corriente incesante de inmigrantes blancos. Españoles, pero de distintas culturas (…) [eran] transplantados a un Nuevo Mundo, (…) tenían a su vez que reajustarse a un nuevo sincretismo de culturas. Al mismo tiempo, [se da] la transculturación de (…) negros africanos, de razas y culturas diversas, procedentes de todas las comarcas costeñas de África, desde el Senegal, por Guinea, Congo y Angola, en el Atlántico, hasta las de Mozambique (…) todavía [hay] más culturas inmigratorias, (…) siempre fluyentes e influyentes y de las más variadas oriundeces: indios continentales, judíos, lusitanos, anglosajones, franceses, norteamericanos y hasta amarillos mongoloides de Macao, Cantón y otras regiones del que fue Imperio Celeste. (Ortiz, 1963, p. 93; Tudela, 2000)

Esta serie de relaciones e interacciones profundas entre diferentes tradiciones, etnias y pueblos se conceptualizan a través de la categoría científica transculturación. Estas relaciones sociales, hasta aquel momento, se habían comprendido generalizadamente como mestizaje, categoría que no contiene la profundidad ni la especificidad de la propuesta por el antropólogo y filósofo cubano. En el ámbito académico el concepto usado era aculturación, aunque ya se ha comprobado su ineficiencia, mucho más en el contexto latinoamericano.

Se entiende que el vocablo transculturación expresa mejor las diferentes fases del proceso transitivo de una cultura a otra, porque este no consiste solo en adquirir una distinta cultura, que es lo que en rigor indica la voz anglo-americana aculturación, sino que el proceso implica necesariamente la pérdida o desarraigo de la cultura precedente, lo que pudiera decirse una parcial desculturación, y, además, significa la consiguiente creación de nuevos fenómenos culturales que pudieran denominarse neoculturación. Al fin, como bien sostiene la escuela de Malinowski, en todo abrazo de culturas sucede lo que en la cópula genética de los individuos: la criatura siempre tiene algo de ambos progenitores, pero siempre es distinta de cada uno de los dos. En conjunto, el proceso es una transculturación y este vocablo comprende todas las fases de su parábola. (Ortiz, 1963, p. 96), (Riverend, 1963; León, 2013)

De esta forma, Ortiz propone un dispositivo conceptual que permite no solo comprender la sociedad cubana sino las sociedades latinoamericanas en sus variadas e intricadas relaciones sociales; logra dar cuenta de las “complejísimas transmutaciones de culturas que aquí se verifican (…) en lo económico como en lo institucional, jurídico, ético, religioso, artístico, lingüístico, psicológico, sexual y en los demás aspectos de su vida” (Ortiz, 1963, p. 93; Malinowski, 1963, p. 5; Tudela, 2000; Guanche, 2023).

Este concepto permite entender la formación de las repúblicas, en el caso cubano, “la verdadera intensificación de la cocción se produce tras la desaparición del asociacionismo regional y étnico y la suspensión de múltiples rituales festivos de carácter público con la Revolución Cubana [1959]”, (Tudela, 2000, p. 2636). Estos procesos acontecieron en el resto de las sociedades latinoamericanas, de forma similar en la formación republicana.

Interculturalidad

La transculturación da cuenta de la diversidad de relaciones e interacciones de las tradiciones, pueblos y etnias que forman nuestras sociedades. Si no se entiende este concepto como dinámico y dialéctico, puede que se tienda a entenderlo como síntesis. Esto permite aseverar que los distintos movimientos, contradicciones, luchas de poder, de clase o de género, tienden a resolverse de forma contingente de acuerdo con las condiciones objetivas de cada período histórico. El concepto de interculturalidad permite acercarse al concepto de transculturación en su complejidad y la transculturación permite acercarse a la interculturalidad en su diversidad, pero como un destino común.

A continuación, se desarrolla una lectura de la interculturalidad como proyecto latente y necesario para la construcción de sociedades democráticas, incluyentes y justas. Contemporáneamente, la discusión en torno a la interculturalidad se inicia a “finales del siglo XX por una serie de fenómenos en el mundo relacionados con el holocausto, la descolonización en África y Asia, la movilización de pueblos originarios de Latinoamérica y la globalización, que impactan el valor social de la cultura” (Gómez-Hernández, 2022, p. 66). La interculturalidad involucra “un relacionamiento entre personas, colectivos, comunidades y pueblos en situaciones compartidas; está inmersa en condicionantes sociales, políticas, económicas y de otra índole, en movimiento multidireccional” (Gómez-Hernández, 2022, p. 69).

Es decir, involucra grupos humanos que, por sus condiciones objetivas comparten un espacio y tiempo; involucra disputas por los posicionamientos de poder, “su clasificación social, las posibilidades de vida, la permanencia en los territorios, la expulsión o la inclusión/excluyente o integracionista para mantener el modelo de vida que logre imponerse como hegemónico” (Gómez-Hernández, 2022, p. 69).

Por tanto, la interculturalidad posee una dimensión política, la “Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) define la interculturalidad como un proceso, una práctica y un proyecto político de transformación estructural e institucional fundamental, que incluía la transformación radical del estado” (Walsh, 2014, p. 20). Como se puede apreciar la interculturalidad se mueve desde relaciones más inmediatas en la vida cotidiana hasta la propuesta política de una particular configuración de los estados modernos y la globalización.

Entonces se asevera, la interculturalidad si bien aparece como discusión contemporánea, sus orígenes están a lo largo de la vida de esas sociedades; se puede hallar sus orígenes en los diálogos de la Junta de Valladolid, acontecidos en esta ciudad entre los años 1550 y 1551, en relación con el tratamiento de la invasión española a este continente. Por un lado, se tiene la posición del dominico Juan Ginés de Sepúlveda (1490-1573) “para justificar la guerra de conquista como «justa» y para despojar a los primeros pobladores de América de su condición humana” (Guanche, 2016, p. 75).

Por otro lado, está Fray Bartolomé de Las Casas (1484-1566) “como uno de los precursores de los derechos humanos, al proponer la noción del derecho de gentes como argumento en defensa de estos pueblos, que realiza en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias en 1542” (Guanche, 2016, p. 76).

Pese a que ambas posiciones en el contexto en el que acontecen son antagónicas con respecto al tratamiento de las poblaciones indígenas, ambas posiciones exponen la existencia de un “camino paulatino que conduce desde la barbarie a la civilización. Dicho camino de ‘progreso’, o más bien de ‘madurez’, está asentado en la capacidad humana (incluso del indio) de distinguir entre lo bueno y lo malo, lo falso y lo verdadero (Lepe-Carrión, 2012, p. 84).

De tal forma, no solo es una postura que promueve una determinada moral sino una determinada racionalidad, “es decir, de haber re-descubierto el logo deliberativo, del cual Aristóteles (384 a.C.-322 a.C.) había privado a los esclavos, y adjudicárselo también -como parte constitutiva de sus naturalezas-, a los habitantes de nuestro continente” (Lepe-Carrión, 2012, p. 84). Estos pueblos originarios se han categorizados bajo una condición de ambigüedad, potencialmente seres humanos o seres racionales, en la medida en que posean una moral cristiana y una razón deliberativa. Se asevera que aquí sigue estando uno de los retos de la interculturalidad, la dimensión epistémica y ética.

Al avanzar en este sentido, se declara que el “‘negro’ e ‘indio’ son, en resumen, las dos categorías que designan al colonizado en América” (Batalla, 2019, p. 26). Es decir, se desconoce la diversidad étnica que existe al interior de los afrodescendientes y la de los pueblos originarios, se homogenizan y se caracterizan en la condición de sub humanidad o inferioridad ontológica, que debe ser resuelta por la acción caritativa del blanco, mediante la evangelización y/o la escuela.

Según Guanche (2016, p. 75), “El término indio ha tenido y aún tiene connotaciones despectivas en varios países de América e implicaciones racistas y de exclusión cultural”. El prejuicio de la blaquitud, como horizonte, se sustenta en el criterio de “raza”, desarrollado en 1781 por el antropólogo físico alemán “Johan Blumembach (1752-1840), quien propuso la denominación de ‘raza caucásica o caucasoide’ limitada a la población europea. (…) Arthur de Gobineau (1816-1882), también especulaba sobre la supuesta raza nórdica como la mejor de todas” (Guanche, 2016, p. 76). Esto se impuso a nivel imperial en todas partes del mundo.

En el caso de Latinoamérica el sistema racista que se impuso encuentra sus orígenes en el siglo XIV en la España de la Edad moderna, según esa esquematización los españoles se diferenciaban entre los “de supuesta ‘sangre pura’ y personas a quienes se les atribuía tener la ‘sangre impura, manchada o mezclada’ con la población conversa de judíos o moros de España, lo que creó una distinción entre ‘cristianos viejos’ y ‘cristianos nuevos’ o conversos” (Guanche, 2016, p. 77). Así se puede comprender el origen histórico de este particular racismo.

En el texto Imágenes de la blanquitud, de Bolívar Echeverría parte del análisis del texto sociológico clásico de Max Weber (1864-1920), La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905), en el que a partir del estudio de la religiones puritanas se relaciona la construcción de una subjetividad particular, que garantiza un comportamiento o performance adecuado a la reproducción de la economía capitalista, como predestinación para el éxito y el progreso, un mensaje de la divinidad descifrado mediante prácticas concretas o disciplinamiento de los fieles, es decir, es un trabajo sobre sí, basado en el ahorro y en el trabajo arduo.

Así, se encarna el “espíritu del capitalismo”, incluso, con características físicas que se conciben como la corporeidad misma de los sujetos aptos para la reproducción del capital, esto genera una búsqueda por la aproximación a dichas características, desde el autodisciplinamiento (cumplimiento de la ley de Dios), en la búsqueda de un comportamiento particular en relación con la apariencia singular, denominada blanquitud. Con respecto a la vinculación de la llamada “raza nórdica”, su religión principal ha sido el protestantismo y el calvinismo con el que migraron al norte del continente americano, de ahí la vinculación del éxito del capitalismo norteamericano con las prácticas puritanas y un fenotipo físico particular: la blanquitud.

Esta estilización, hasta corporal, se caracteriza por la búsqueda de la blanquitud- fenómeno que no solo pasa en Latinoamérica, sino en todo el mundo, por ejemplo, en África se usan cremas para blanquear la piel, se inunda el “mercado de la belleza”, un fenómeno que se repite desde la India hasta China o Japón. Es un mecanismo evidente en los distintos sistemas educativos, en la medida en que tiende a formar sujetos técnicamente calificados para la reproducción del modo de producción capitalista. Es un mecanismo ético, político y estético evidente en prejuicios racistas de estas sociedades.

Durante el siglo XIX y primeras décadas del siglo XX, nación, cultura y raza eran parte de un mismo proyecto, se fijaba la nación a una raza específica. “La ciudadanía es un privilegio de facto otorgado a ciertas clases sociales blanco-mestizos que excluye a los indígenas” (Guerrero, 2010, p. 35) y negros, en los Andes y Mesoamérica. En el Caribe, se definía “la cubanidad y la puertorriqueñidad a partir de la homogeneidad racial [blanca], en ocasiones, se consideraba el mestizaje como elemento desintegrador de la nacionalidad y de la nación” (Naranjo, 2004, p. 150). En estas disputas de exclusividad se basó la esencia inaugural de estas repúblicas y democracias. Los adelantados europeos en América intentaron prologar el sistema de clases europeo ahora en estas tierras, al considerarse como aristocracia, por tanto, como la clase dirigente.

A continuación, se rescatan premisas de la posibilidad de una interculturalidad, como emancipación posible de las tradiciones, etnias y pueblos explotados, invisibilizados, dominados o excluidos de los proyectos de sociedad en Latinoamérica. Se retoma al fray Las Casas, quien propuso la “primera de las ingeniosas ‘utopías’ originadas por el descubrimiento del Nuevo Mundo y primer detallado proyecto americano de ‘planificación social’ y ‘economía dirigida’, inspirado parcialmente en criterios socialistas y regulaciones del trabajo que parecen actuales” (Hanke, 1949, p. XI; Ortiz, 1963).

Esto va a tono con las recomendaciones a la Corona de Polo de Ondegardo (1500-1575) y de P. José de Acosta (1539-1600) de asumir el “colectivismo inca, y otros que proclaman ideas tendientes a desviar la dirección de las instituciones, en un sentido antiindividualista y anticapitalista, que era ya el dominante en la legislación general y en la vida de los grupos importantes de población” (Ortiz, 1963, p. 338). Se visibiliza que la construcción de la sociedad tuvo posibilidades objetivas de avanzar por otros horizontes distintos al que se impuso hegemónicamente, el de la modernidad capitalista, colonial y patriarcal de origen occidental.

La interculturalidad realiza una crítica a la globalización neoliberal como expresión radical del proyecto monocultural o unidimensional del mundo globalizado, propone una alternativa a la concepción de la historia unívoca y lineal del éxito y progreso que aparece como la única posible. Existen estructuras de poder que restringen el accionar de las subalternidades, pese a que estas representan a la mayoría de la población de estas sociedades, como lo es el caso de los afrodescendientes o el de las mujeres. Se plantea la emergencia comunitaria de diversos actores oprimidos, para la reconfiguración de las relaciones hegemónicas de poder. Existe una perspectiva crítica en la interculturalidad, en tanto puede significar un proyecto ético, político, económico y estético, que se relaciona con un buen vivir comunitario, como horizonte utópico.

La liberación del colonizado-la quiebra del orden colonial- significa la desaparición del indio; pero la desaparición del indio no implica la supresión de las entidades étnicas, sino al contrario: abre la posibilidad para que vuelvan a tomar en sus manos el hilo de su historia y se conviertan de nuevo en conductoras de su propio destino. (Batalla, 2019, p. 35)

Esto significa acabar con conceptualizaciones tradicionales que oscurecen la comprensión de la realidad, invisibilizan la diversidad de nuestras sociedades y reducen los diversos y ricos mundos existentes a uno solo, al hegemónico capitalista de origen occidental. En el caso de la definición de indio, esconde la diversidad étnica de los pueblos originarios de América Latina, ubica a todos en un mismo saco y esconde sus diferencias y tradiciones, que involucran prácticas y saberes singulares, que pueden contribuir a la construcción de los estados y democracias de forma sustancial.

Lo mismo acontece con la negritud, esconde la diversidad étnica de los grupos humanos que fueron traídos en condiciones de esclavitud a este continente; sucede con la definición binaria de hombre y mujer, se niega la posibilidad de las diversidades sexuales que son descalificadas y reprimidas; sucede con instituciones como la familia, religión, propiedad privada, aparecen como relaciones eternas, únicas e incuestionables para la reproducción de la vida.

La interculturalidad abre la posibilidad de pensar en la diversidad de tradiciones, pueblos, etnias e instituciones posibles, de modo que permita construir sociedades que en realidad sean incluyentes, es decir, democráticas. El principio zapatista de la posibilidad que exista un mundo que acepte y reconozca la existencia de muchos mundos es el horizonte que se defiende. Esa es la única posibilidad para la reconstrucción democrática de los estados, mediante y con, la participación de todos quienes los integran.

Se visibiliza que, pese al ejercicio de poder imperial de Occidente, es imposible negar los aportes de los pueblos colonizados para la construcción de las sociedades modernas; la transculturación es un concepto que criticó de forma directa la mirada monocultural y unidimensional, según la cual el dominante se impone y extiende su mundo a los dominados, sin que estos tengan ninguna posibilidad de participar en él.

No se niega la existencia factual y objetiva de relaciones de poder, pero al priorizar la dialéctica en medio de aquella disputa entre las diversas tradiciones históricas, esta logró dar cuenta de un dispositivo que permite la convivencia de mundos heterogéneos de los más diversos orígenes. Esta comprensión abre posibilidad de pensar en subalternidades presentes de forma vital en estas sociedades, mediante la transformación del orden actual que las reprime; pueden convertirse en alternativas viables para la superación del capitalismo colonial y patriarcal que se vive en la actualidad y no permite la vida satisfactoria y plena de las mayorías.

Para definir de manera pedagógica y con más claridad, el carácter utópico e intercultural de la transculturación, se alude a una hermosa alegoría expuesta por Fernando Ortiz, por primera vez en 1939, “diserta en la Universidad de La Habana sobre ‘Los factores humanos de la cubanidad’, [de cuando] el ajiaco ha pasado a ser una metáfora culinaria de la cubanía” (Tudela, 2000, p. 2621). Dicha propuesta fue publicada en la Revista Bimestre Cubana [XIV (2):161-186] en 1940, con el título Los factores humanos de la cubanidad (…). En este artículo aparece por primera vez la metáfora del ajiaco como síntesis simbólica de la cubanía (Tudela, 2000, p. 2626). Parece suficiente esta alegoría culinaria para comprender la condición como sociedades transculturales e interculturales, por lo cual, se cierra este apartado con la descripción del delicioso ajiaco, para dar apertura a la imaginación utópica y culinaria del lector:

Era un “plato único”, comunitario, que consistía en una cazuela de barro abierta con agua hirviendo sobre el hogar, a la cual se echaban las hortalizas, hierbas y raíces (maíz, papa, malanga, boniato, yuca) que la mujer cultivaba y tenía en su conuco según las estaciones, así como las carnes de jutías, iguanas, cocodrilos, majás, tortugas, cobos y otras alimañas de caza y pesca, todo condimentado con el ají. De esa olla se sacaba lo que se iba a comer. Lo sobrante quedaba para la comida posterior, al que se le cocinaba añadiendo agua y nuevas viandas y carnes. “Y así, día tras día, la cazuela sin limpiar, con su fondo lleno de sustancias desechas en caldo pulposo y espeso, en una salsa análoga a esa que constituye lo más típico, sabroso y suculento de nuestro ajiaco, ahora con más limpieza, mejor aderezo y menos ají”. (Tudela, 2000, p. 2628)

Conclusiones

Se aborda el término aculturación, categoría conceptual de la antropología tradicional, caracterizado por su carácter imperial y colonial. El cubano Fernando Ortiz critica el concepto aculturación y propone el concepto de transculturación. El análisis realizado le permite demostrar que las culturas europeas que colonizan a América sí se transforman a partir de su interacción con las culturas originarias y con las de origen africano y asiático; estas no asumen la imposición de los invasores, existen permanentes procesos de resistencia y resignificación.

Los orígenes de la interculturalidad se encuentran en los inicios de la configuración de Latinoamérica, en la construcción de las repúblicas modernas de este continente y en los proyectos descolonizadores a partir de mediados del siglo XX. El diálogo intercultural propone re-construir las repúblicas y democracias mediante la participación de todas las culturas, tradiciones y pueblos que fueron dominados, excluidos e invisibilizados en su diversidad, a partir de la invasión europea iniciada en 1492.

Existe estrecha vinculación entre transculturación (permite comprender la realidad de Latinoamérica como interacción de diversas culturas) y la interculturalidad, propuesta filosófica, política y ética que piensa en la construcción de las repúblicas latinoamericanas y democracias en la diversidad. La mejor metáfora es el ajiaco, plato tradicional cubano, compuesto por diversos ingredientes; las sociedades latinoamericanas están constituidas por diversas tradiciones, etnias y pueblos, pero solo en su relación con los otros agentes sociales, pueden ser tales y constituir sociedades.

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Recibido: 02 de Abril de 2023; Aprobado: 07 de Junio de 2023

*Autor para correspondencia E-mail: marialuzmejias65@gmail.com

Los autores declaran no tener conflictos de intereses.

Los autores participaron en el diseño y redacción del trabajo, y análisis de los documentos.

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