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Podium. Revista de Ciencia y Tecnología en la Cultura Física

versión On-line ISSN 1996-2452

Rev Podium vol.17 no.1 Pinar del Río ene.-abr. 2022  Epub 28-Abr-2022

 

Artículo de revisión

Racionalidad pugilistica y supremacismo médico-legal. Una controversia argumental sobre la violencia consensuada

Racionalidade pugilística e supremacia médico-legal. Uma controvérsia argumentativa sobre a violência consensual

María Lujan Christiansen1  * 
http://orcid.org/0000-0003-2493-4812

1Universidad de Guanajuato, México.

RESUMEN

Este artículo presenta una revisión crítica de algunos de los principales argumentos esgrimidos por detractores y defensores en el denominado debate sobre el boxeo. Se examinan las posturas planteadas por destacados representantes del activismo médico-legal a favor de la abolición total del boxeo y se confronta particularmente el mito de la naturaleza salvaje e irracional de dicho deporte. Se contrasta tal concepción con el abordaje etnográfico propuesto por Lois Wacquant y su mentor, Pierre Bourdieu, sobre la existencia de una racionalidad pugilística forjada en el habitus corporal del boxeador. Se recorren aspectos importantes del problema como es el hecho de que la Pedagogía, a través de la cual se enseña a boxear, dista de ser consciente, reflexiva, teorizadora e intelectualista (lo cual alimenta la apariencia de una supuesta ausencia de formación y cultivo de un saber que es eminentemente práctico). Asimismo, se muestra la dualidad de la argumentación médica al moverse sutilmente del plano epistémico al plano ético-moral y las implicaciones que tal opacidad arrastra. El objetivo del artículo no es cerrar la controversia en detrimento de las preocupaciones del sector médico-sanitario, sino mostrar la complejidad filosófica que le subyace.

Palabras clave: Boxeo; Corporalidad; Habitus; Lógica práctica; Racionalidad pugilística.

RESUMO

Este artigo apresenta uma revisão crítica de alguns dos principais argumentos apresentados por adversários e apoiadores no chamado debate do boxe. Ela examina as posições apresentadas por destacados representantes do ativismo médico-legal em favor da abolição total do boxe e enfrenta em particular o mito da natureza selvagem e irracional do esporte. Esta concepção é contrastada com a abordagem etnográfica proposta por Lois Wacquant e seu mentor, Pierre Bourdieu, sobre a existência de uma racionalidade pugilística forjada no hábito corporal do boxeador. Aspectos importantes do problema são explorados, como o fato de que a pedagogia através da qual o boxe é ensinado está longe de ser consciente, reflexiva, teorizante e intelectual (o que alimenta a aparência de uma suposta ausência de treinamento e cultivo de um conhecimento que é eminentemente prático). Ela também mostra a dualidade da argumentação médica ao passar sutilmente do plano epistêmico para o plano ético-moral, e as implicações que tal opacidade implica. O objetivo do artigo não é fechar a controvérsia em detrimento das preocupações do setor médico-sanitário, mas mostrar a complexidade filosófica que lhe está subjacente.

Palavras-chave: Boxe; Corporalidade; Habitus; Lógica Prática; Racionalidade Pugilística.

INTRODUCCIÓN

Muy recientemente, el 2 de septiembre de 2021, aconteció la muerte de la boxeadora mexicana Jeanette Zacarías Zapata, de apenas 18 años, tras ser noqueada por la canadiense Marie-Pier Houle en el cuarto round. Zacarías falleció en el hospital Sacré-Cœur de Montreal (Canadá), donde había permanecido cinco días en coma inducido. La noticia, que enlutó al mundo del boxeo, evocó otros fatídicos decesos ligados a este deporte, como el del jordano Rashed Al-Swaisat de 19 años, que perdió la vida unos meses antes (el 16 de abril), tras estar internado diez días en un hospital de Polonia a causa de los golpes que recibió en un combate por el Campeonato Mundial Juvenil. La lista de boxeadores fallecidos durante un combate o a raíz de lesiones causadas por este deporte incluye más recientemente a Maxim Dadashev de Rusia, Patrick Day (de Estados Unidos) y Hugo Santillán de Argentina, los tres acaecidos en 2019.

Unos días después del fatal desenlace del combate en el que Jeanette Zacarías pereció, la asociación británica de defensa de personas con daño cerebral, Headway, reiteró el pedido de que se prohíba el boxeo. Headway y otras organizaciones aportaron pruebas de investigaciones británicas sobre conmociones cerebrales en el deporte. Peter McCabe, director ejecutivo de Headway, declaró: "Explicamos las consecuencias -como hemos hecho repetidamente durante décadas- y, sin embargo, nadie parece dispuesto a abordar los peligros claros, obvios e inaceptables del boxeo. No se equivoquen: esta tragedia se repetirá una y otra vez hasta que se prohíba el boxeo".

El principal argumento médico contra el boxeo ha sido el riesgo de una encefalopatía traumática crónica (ETC), también conocida como lesión cerebral traumática crónica (CTBI) y demencia pugilística o "síndrome del puñetazo". Se ha señalado también que otras lesiones causadas por el boxeo pueden provocar ceguera, pérdida auditiva y fracturas y que los estudios demuestran que el boxeo está asociado con lesiones devastadoras a corto plazo y daño neurológico crónico para los participantes a largo plazo (Zazryn, McCrory & Cameron,2009; Hernández Rivas, 2020).

Cada vez que ocurre una muerte en el pugilismo, resurge la efervescencia institucional y mediática en su contra. Recobra fuerza el reclamo de la prohibición total del boxeo contenido en la Declaración de la 35ª Asamblea Médica Mundial (instrumento emitido en 1983, revisado y ratificado por la AMA en 2017 y 2020). En dicha declaratoria, se aduce que: "El boxeo es un deporte peligroso. A diferencia de la mayoría de otros deportes, su intención básica es producir daño en el cuerpo con golpes en la cabeza específi camente", (Cit. en Hernández Rivas, 2020, p. 30). Asimismo, la declaratoria subraya que "los organismos médicos nacionales han organizado activas campañas para abolir todas las formas de boxeo" y que, al no ser escuchados, se han suscitado "una serie de tragedias en el boxeo a nivel mundial" (Cit. en Hernández Rivas, 2020, p 31).

En este artículo, se propone un recorrido por los argumentos más socorridos en la confrontación entre detractores y defensores del boxeo. El punto de partida es un cuestionamiento general a los alegatos del activismo médico-sanitario, seguido de una reflexión crítica sobre la representación del boxeo como actividad irracional. Para ello, se ha revisado un conjunto de trabajos que abonan a un enfoque epistémico, etnográfico y ético para observar el problema de la violencia pugilística desde un ángulo más fecundo.

Para la realización de este trabajo, se tomaron en cuenta documentos clásicos teórico-metodológicos en el área de los deportes de combate, especialmente en el boxeo. Por otra parte, se consultaron algunas fuentes actualizadas en este perfil que enriquecieron esta concepción de racionalidad Pugilística y Supremacísmo Médico-legal (Casper et al, 2019; Finkel et al., 2019; Stewart et al, 2019; Hernández, 2020; Iverson, Gardner, 2020; Wolfson et al., 2020; WMA, 2020; Chistiansen 2020; Chistiansen 2021; Schaffer, 2021.

DESARROLLO

Prohibir el boxeo: el activismo médico-sanitario contra un deporte mortalmente degradante

Instituciones de muy elevado prestigio académico han sido motores de la erradicación del boxeo, tanto profesional como amateur. Un referente paradigmático, en ese sentido, ha sido la British Medical Association (BMA), que ya en 1993 había instado a la prohibición del boxeo en su imponente y polemista publicación TheBoxing Debate. El sector médico ha redundado en señalar que las evidencias de riesgo de lesión cerebral es razón suficiente para prohibir el boxeo en los países civilizados. Los argumentos esbozados para fundamentar tal postura habían sido ya adelantados por expertos del Consejo de Asuntos Científicos de la American Medical Association (AMA). Un somero recorrido por el Journalofthe American Medical Association (JAMA), a partir de la década del ochenta permite captar el ánimo combativo de la comunidad profesional médica por hacer valer su criterio por encima de los intereses del gran negocio boxístico. En 1986, el editor del journal, George Lundberg alegaba que el "crimen organizado en el boxeo" (peleadores, promotores, medios de comunicación y todos aquellos que lucran y viven del boxeo) era un obstáculo a vencer por la comunidad médico-científica, pero que el reto seguía de pie: lograr que en Estados Unidos el boxeo profesional, y posiblemente también el amateur tuviera el mismo destino que en países como Suecia y Noruega, "la extinción", (Lundberg, 1986). Mientras tanto, exhortaba a los estados americanos a tomar la iniciativa: "¿Quién será el primero en abolir y el último en sancionar esta obscena tragedia?" (Ibís., p. 2484). En The New York Time, Lundberg sentenciaba que "el boxeo parece menos deporte que la pelea de gallos; es una obscenidad. Un hombre incivilizado puede haber sido un sanguinario. Pero ninguna sociedad civilizada debería aprobar el boxeo, que es un retorno a la incivilidad". Se resaltaba que la postura científica coincidía con la ético-religiosa: ningún hombre moralmente bueno desearía deliberadamente hacerle daño a otra persona. En este tenor, otro médico aliado del abolicionismo del boxeo, Maurice Van Allen, se refería a este deporte como una exposición del lado salvaje del ser humano: "un deporte mortalmente degradante" Van Allen (1983, p. 250). Le resultaba extraño que, en una época de estridentes voces luchando por la equidad de derechos, no se defendiera los de los empobrecidos jóvenes reclutados para ser sacrificados como espectáculo público de los grupos favorecidos. La única razón de la falta de adhesión a la causa prohibicionista era, según varios miembros de este activismo médico, la enorme ignorancia médica y científica de la gente.

En el Medicine, Conflict and Survival de 1996, se exclamaba: "De todos los deportes peligrosos, somos más entusiastas con la prohibición del boxeo porque sentimos profundamente que es una empresa bárbara que recuerda a las peleas de perros" (Moutoussis, 1996, p. 62). En el artículo "Sobre la naturaleza bárbara del boxeo: reflexiones sobre el debate panorámico acerca de la prohibición del boxeo tras otra muerte", su autor, el médico Michael Moutoussis, afirmaba categóricamente que "es erróneo pensar que el barbarismo, la violencia y la satisfacción del apetito de sangre de las muchedumbres puedan coexistir con la autodisciplina mental de los peleadores" (Ibíd., p. 62). Consideraba al boxeo como antitético al espíritu humanitario de las profesiones de salud, a las que la sociedad admira. Si bien le reconocía a la British Medical Association que el boxeo era repudiable por el riesgo de daño cerebral como objetivo mismo de dicho deporte un medio y un fin, Moutoussis puntualizaba que lo más grave del boxeo era el hecho de que el éxito radicaba justamente en lesionar al rival cuanto se pudiera (lo comparaba negativamente con el judo o la lucha grecorromana, que buscan reducir al rival sin que la violencia acumulativa sea un objetivo en sí mismo). El daño infligido durante el boxeo era apreciado como "una parte integral del barbarismo hecho show, en lo peor de una tradición de gladiadores" (Ibíd., p. 63). Le preguntaba Moutoussi al lector: "¿Cuál es la diferencia entre los romanos regodeándose con gladiadores y un cierto tipo de espectador que grita para que `su' boxeador `mate' o `le saque el ojo a su oponente?" (Ibíd., p. 63). Luego instaba a sus lectores a comprender que las diferencias entre los defensores y los detractores del boxeo eran profundamente valorativas y no meramente biomédicas. Incluso, desde otras aristas, se incitaba a los médicos del deporte a rechazar cualquier compromiso boxístico, dado que hacerlo implicaba cierta complicidad con sus riesgos irreversibles. Afirmaban en 1999 S. Leclerc y C. D. Herrera, de la Unidad de Ética Biomédica de la Universidad McGill (Canadá): "La mera presencia de un médico del deporte en una pelea de box le otorga un aire de legitimidad a una conducta que es médica y éticamente inaceptable" (1999, p. 428). Añadían que la ausencia de un ´médico de boxeo´ al lado del ring enviaría un fuerte y claro mensaje a los aliados del boxeo. El rol que el médico del deporte debía asumir, según estos autores, era el de educar al gran público (y no solo a los boxeadores) de los peligros que tal deporte entraña: "A la luz de la evidencia médica sobre los riesgos para la salud, asociados con el boxeo, una precavida posición agnóstica ya no es justificable" (Leclerc y Herrera, 1999, p. 426).

Este activismo médico-sanitario cobró creciente impulso, siendo portavoz de argumentos y actitudes que incentivaron a otros formadores de opinión a sumarse a la causa. En 2011, por ejemplo, el influyente reportero de prensa, radio y televisión española, Arturo Pérez-Reverte, aseveraba en un Tweet el 3 de julio de 2011: "Lo que sí prohibiría por decreto es el boxeo. (..). Miles de imbéciles aullando porque un hombre le pega a otro" (cit. en Hernández Riva, 2020, p. 32).

La identidad devaluada: el instinto asesino de un boxeador como fundamento de su supuesta irracionalidad

A inicios de 2019, los medios de prensa anunciaban con bombos y platillos la gran pelea que el filipino Many Pacquiao mantendría el 19 de enero en Las Vegas con Adrien Broner. Los titulares inyectaban entusiasmo en la audiencia repitiendo casi al unísono: Pacquiao pone a prueba su instinto asesino a los 40 años. La frase estaba tomada del mismo Pacquiao, que la había expresado en una llamada telefónica con la prensa: "Sigo teniendo ese instinto asesino y ese fuego en mis ojos. Esa agresividad, el interés en mi carrera continúa ahí al 100 %. La velocidad y la fuerza, también".

El estereotipo sobre el carácter salvaje de los boxeadores ha sido frecuentemente internalizado y repetido por sus mismos practicantes. Por ejemplo, aludiendo a la experiencia de estar en el ring ante el temible rival, el antiguo campeón Sugar Ray Robinson afirmaba: "No piensas. Es puro instinto. Si te paras a reflexionar, estás perdido" (Cit. por Hauser, 1986, p. 29), y el entrenador Mickey Rosario lo subrayaba: "una vez sobre el ring, no puedes pensar. Tienes que ser un animal" (Cit. por Plummer, 1989, p. 43). Se conjuga, además, con la atrincherada idea de que el boxeador "nace" con un gusto por pelear, el instinto agresivo "le es nato", "ya lo trae". El boxeador es observado desde un imaginario que lo asocia con un "cuerpo primitivo" vacío de un conocimiento que no sea el de su propia ferocidad corporal lo cual facilita que se le confunda fácilmente con el matón callejero. La idea de que el boxeo representa un arcaísmo reservado a la escala más baja de las clases sociales es frecuentemente tomada como dato, apoyando tal prejuicio en el hecho de que numerosas estrellas pasadas y presentes, como Sonny Liston, Floyd Patterson y Mike Tyson, hicieron su primer aprendizaje del "Noble Arte" en prisión (Wacquant, 2000, p. 41).

Esta aceptación obediente de que el boxeo es una de las últimas barbaridades consentidas en la civilización, coloca a los boxeadores más del lado de la bestialidad que de la humanización. En el contexto interno de su deporte donde la bravura es mitificada, tal bestialización insufla superioridad ante los contrincantes, pero, fuera del acotado campo deportivo, el conocimiento pugilístico no cuenta, no existe. Aquello que el boxeador hace bien y por lo cual destaca, solo es un indicio de su exacerbada animalidad. Desde el más ignoto de los aprendices de boxeo en un gimnasio de un gueto negro, al más afamado y laureado campeón mundial, el boxeador es objeto de actitudes ninguneantes y epistemicidas: es observado como un sujeto epistémicamente inferiorizado y, por ende, socialmente estigmatizado.

Así, el énfasis sobre la naturaleza instintiva e impulsiva del boxeador tiene como efecto indirecto colocarlo en el polo opuesto de la racionalidad. Pero, como se intenta argüir en el presente artículo, estas audaces descripciones deben ser severamente cuestionadas. El sentido de urgencia que los médicos transmiten al gran público alimenta la sensación de que no hay tiempo que perder para actuar preventivamente y evitar más muertes. Sin embargo, cuando se está a punto de arrojar al bebé, junto con el agua de la bañera, es cuando hay que ensayar estrategias distintas de afrontamiento de un problema que en el fondo es filosófico. Lo que, en definitiva, está en suspenso, es nada más y nada menos que la racionalidad o irracionalidad de una práctica deportiva repelida por unos y elogiada por otros.

En lo que sigue, se abordará la pregunta por la racionalidad pugilística y su compleja relación con la violencia boxística. La propuesta no resolverá el intrincado debate sobre el boxeo, pero sí aportará nuevas reflexiones críticas que van más allá de una simplista medicalización y criminalización del problema.

Racionalidad pugilística y habitus. Del cuerpo primitivo al cuerpo cultivado

Para establecer la existencia de una racionalidad pugilística y objetar el mito de su irracionalidad, se abordarán algunos desarrollos de la sociología del boxeo, los cuales se pondrán en diálogo con la epistemología. En el eje del análisis, se encuentra la perspicaz investigación realizada desde la sociología inmersiva o vivencial del francés LoicWacquant, anclada en la epistemología bachelardiana y en los desarrollos de Pierre Bourdieu acerca del deporte y su racionalidad práctica. Es la manera original en la que Wacquant buscó comprender la peculiar lógica del boxeo, lo que llama la atención. No se dejó seducir por la cómoda observación aséptica del cubículo en el espacio académico, sino que se internó en el micromundo de la cultura boxística como un aprendiz (más participante observador que observador participante). En el año 2000, escribió Entre las cuerdas. Cuadernos de un aprendiz de boxeador,donde aseveró que la racionalidad pugilística no es perceptible a menos que uno conviva y atestigüe el proceso de transformación de la particular trayectoria de vida de los boxeadores en un contexto altamente estructurado. Para dar cuenta de dicha racionalidad, apeló al concepto de habitus propuesto por (Bourdieu 1991; Bourdieu 1999), el cual es medular en la sociología contemporánea para explicar por qué las personas tienden a seguir cierta orientación y dirección ignorando u omitiendo otras posibles. En este caso, la cuestión es discernir las condiciones generales que orillan a una persona a ingresar al universo boxístico y lo que ocurre allí adentro. La permanencia en tal nicho deportivo requiere que el individuo adquiera, necesariamente, un habitus pugilístico que, como se verá, nada tiene que ver con el supuesto de una naturaleza bárbara que se traiga de nacimiento.

¿Cómo adviene dicho habitus específico del boxeo? Iniciemos por el principio. Todos desarrollamos un habitus desde los albores de nuestra vida, ya que es una estructura prerreflexiva que influirá en nuestras preferencias, gustos, inclinaciones, expectativas y costumbres. Dicho influjo actúa inadvertidamente, a manera de disposiciones. Su forma original habitus primario está fuertemente condicionada por las figuras cuidadoras significativas usualmente los progenitores, pero irán modificándose a través del tiempo. Aunque tales disposiciones parezcan naturales porque se han cristalizado en un modo de ser muy estabilizado-, no lo son, ya que están estrechamente ligadas a la posición social del individuo. Esto significa que el hecho de pertenecer, desde la niñez, a un cierto entorno socioeconómico el hogar, el conjunto habitacional, la colonia, el club, el gimnasio, el barrio induce un conjunto de gustos, preferencias, actitudes y disposiciones compartidas por ese grupo de pertenencia. Estas coincidencias que Bourdieu denomina homogamia crean regularidades en las clases sociales. Lo que se tiene por inalcanzable (para esa clase social) simplemente no se desea, ni siquiera se lo visualiza como un posible horizonte. Dicho de otra forma, los gustos, deseos y expectativas de cada uno tienden a coincidir con lo que objetivamente está dentro del rango de posibilidad de uno según su posición social. Esto no es casualidad, sino habitus primario.

En el caso del deporte, la orientación clasista se puede identificar sin mayor esfuerzo: las clases sociales que prefieren el golf, el automovilismo, el montañismo, el polo o el tenis son distintas a las que prefieren el fútbol, el atletismo o el boxeo. Respecto a este último, se le asocia generalmente con cierto tipo de personas rústicas, de baja escolaridad y de cierta clase social obrera, con bajo capital cultural.

Entonces, la posición social condiciona significativamente el habitus primario direccionando las elecciones en un sentido antes que otro. La manera en la que uno se relaciona con los demás y con uno mismo también es alcanzada por la posición social, especialmente a nivel de cómo uno se percibe en su propia corporalidad. No es lo mismo concebir el cuerpo de uno como simple sustento que concebirlo como herramienta útil para trabajar, o como arma de defensa y ataque, o como fuente de entretenimiento, de perfeccionamiento o de disfrute mediante el movimiento (Sánchez García, 2008). Es decir, las experiencias que se van viviendo con y a través del cuerpo son las que van configurando y reflejando en qué clase de actividades uno se siente a gusto y en cuáles no. Cuando un campo de actividad es percibido como congruente con dichas preferencias, se percibe como un ambiente natural. Por ejemplo, quien ha preferido practicar sostenidamente un deporte de combate es porque encuentra consistencia entre su habitus primario su expectativa, su disposición y lo que dichos deportes ofrecen. El no sentirse cómodo con el contacto físico sería, a todas luces, un impedimento para dicha práctica. De manera similar, para los jóvenes acostumbrados a entornos donde la violencia física es moneda corriente, puede ser mucho más fácil sintonizar con el boxeo que con la natación. Tal adecuación no es un determinismo, pero ayuda a entender por qué se da la preferencia o inclinación hacia ciertas actividades en detrimento de otras. Parece operar una lógica práctica que, obviamente, no es la lógica de los lógicos, la cual asegura una selectividad recíproca: el individuo elige el deporte que elige al individuo. Es decir, quien se relaciona con su cuerpo como un arma defensiva puede encontrar en el boxeo un deporte que justamente necesita de personas familiarizadas con la agresión defensiva. Las necesidades del individuo armonizan, así, con lo que ese campo social-boxístico ofrece y a la inversa.

Es importante considerar que la posición de clase no solo influye sobre qué tipo de actividad se prefiere, sino también en cómo realizarla. En lo que concierne al deporte, la burguesía cultural clases medias con alto grado de cualificación académica tienden a practicar deporte con objetivos distintos a las personas que realizan trabajos manuales y que tienen baja cualificación intelectual (Sánchez García, 2008). Mientras que, en el primer caso de las clases medias escolarizadas, se tiende a preferir la competencia no remunerada -amateur- o recreativa adecuada a una concepción intelectualizada del propio cuerpo como entidad de perfeccionamiento o autocultivo; en el segundo caso -clase obrera, proletaria- se tiende a preferir el deporte competitivo remunerado consistente con una concepción del cuerpo como mercancía, herramienta de trabajo o unidad productiva. Por ejemplo, el boxeo profesional encarna esta conjunción de deporte y espectáculo, donde la clase trabajadora y la burguesía empresarial entran en una sinergia que muchas veces termina siendo depredadora. El boxeo también puede ser preferido por quienes conciben su cuerpo como un arma de autoprotección y autodefensa. Este habitus de tipo utilitario-instrumental se enmarca, además, en una tradicional idea de masculinidad agresiva muy vigente aún en las clases trabajadoras (Ibíd.).

En pocas palabras, se pueden identificar correlaciones entre la clase social capital económico, el nivel educativo capital cultural y las preferencias deportivas: cuanto menor capital económico e intelectual, mayor preferencia de prácticas deportivas utilitarias y competitivas. Por el contrario, a mayor desarrollo económico e intelectual, mayor inclinación hacia los deportes orientados al autoperfeccionamiento o autocultivo personal. Esta distribución y clasificación no solo de los saberes y los gustos, sino de las personas que los portan, hace ver al boxeo -sobre todo profesional- como vitrina de la instrumentalidad, la vulgaridad, la falta de distinción y de refinamiento de las clases obreras. Ciertamente, el tipo de deporte al que las clases trabajadoras se inclinan sincroniza, despectivamente, con su estilo de vida globalmente considerado: cómo hablan, cómo visten, qué música escuchan, qué lugares visitan o qué tipo de cosas compran, todo deviene revelador de su lugar social. Los hábitos de consumo delatan un habitus, aunque se le quiera ocultar. Por ejemplo, es mucho más esperable que los boxeadores prefieran escuchar cumbia, rancheras, hip hop y reggaetón, en lugar de música refinada, docta y legitimada en el campo de las artes (Aboitiz Bellet & Álvarez Vandeputte, 2011).

Nótese, por supuesto, que todo este background está en las antípodas de ser una condición natural. La facticidad psico-socio-biológica con la que un individuo nace y crece va prefigurando un habitus que, subrepticiamente, se erigirá en una especie de destino social invisible. Es decir, su itinerario futuro estará contorneado, aunque no sentenciado por el conjunto de circunstancias iniciales de las que no tiene ningún control. No obstante, dentro de ese habitus original, el individuo puede prosperar. Es su espacio de condicionamiento, pero también de posibilidad.

Teniendo esto en mente, se puede decir que la violencia impresa en el habitus o disposiciones de los boxeadores no remite a una naturaleza inexorable, sino que es fruto de un largo proceso de modelación interpersonal que irá modificándose en el transcurso de la vida, pero, según Bourdieu, sin cambiar radicalmente. Por ejemplo, una persona de origen humilde, habitando en un entorno de pandillerismo podría iniciarse en el boxeo lisa y llanamente por una necesidad defensiva, utilitaria, pero luego, con el paso del tiempo podría sumergirse en el boxeo profesional o simplemente mantenerse por años en un boxeo recreativo, aunque, según Bourdieu, difícilmente pasará de practicar boxeo a practicar golf o natación o cualquier otro deporte tan alejado del habitus primario de dicho individuo. Estas incursiones son, de hecho, bastante comunes en las historias de los boxeadores, que también comparten similitudes en cuanto a sus lugares de procedencia. Mayoritariamente, los pugilistas son oriundos de barrios marginados, con familias en situaciones multiproblemáticas, con historias de abandono, alcoholismo, adicciones, delincuencia, etcétera, varios de ellos inmigrantes o hijos de inmigrantes indocumentados y con empleos de escasa cualificación. En esos escenarios sociodemográficos, el imperativo de sobrevivir se imprime en el habitus primario con mucha más intensidad que el imperativo de ser alguien, trascender o autorrealizarse que son más bien ideales coherentes con las expectativas de la clase media escolarizada. Ser bueno para la pelea, puede ser incluso un marcador de prestigio, reconocimiento y respeto en el contexto social del que procede el boxeador, además de fungir como un tradicional signo de virilidad, usualmente disminuida en el plano económico). Asimismo, su fuerza física denostada en otro ámbito proclive a la intelectualidad también es altamente idolatrada en su entorno original vigorosidad por la cual se le conceden trabajos rudos para los cuales parece naturalmente apto. Estas cualidades consideradas deseables dentro del grupo de pertenencia, que inclinan a los boxeadores a dedicarse a este deporte el gusto por el riesgo, por la fuerza, por el dominio del miedo, por el arrojo, por el vértigo lo son también para la actividad delincuencial. Esto significa que un individuo que ha desarrollado tales características impresas en su habitus, y que vive en un contexto de escasez de oportunidades, es elegible tanto para el boxeo como para la carrera delincuencial. Este punto debería ser crucial en la reconsideración de prohibir el boxeo, ya que es justamente en esta encrucijada existencial donde se abre la oportunidad de que sea la primera vía el boxeo, y no la segunda la delincuencia, la que se convierta en el camino a seguir.

Poniendo énfasis en este último punto, se puede anticipar la enorme importancia extrapugilística que un gimnasio de boxeo puede tener en un barrio en el cual los principales creadores de oportunidades de ascenso social son las organizaciones delictivas. De hecho, este es uno de los aspectos más interesantes del trabajo de este autor sobre los guetos negros en Chicago (Wacquant 2000; Wacquant 2007). Wacquant (2000, p. 40) señala, atinadamente, que el gimnasio ofrece una sociabilidad protegida, la cual logra cerrándose al gueto y aislándose de esa cruda realidad circundante "un hermetismo que raya con la claustrofilia”. Asimila el gimnasio de boxeo con un santuario, que desempeña la función de escudo contra la inseguridad del barrio y desbanaliza la vida cotidiana al convertir la rutina y la remodelación corporal en un medio de transformación de su habitus original (Ibíd., p. 32). El gimnasio, dice Wacquant, "es un islote de orden y virtud. Afuera están la droga, las balas y la muerte, adentro están el orden, la disciplina y el compañerismo" (Ibíd., p.40). En ese austero, y a la vez, sofisticado ecosistema del gimnasio de boxeo, los jóvenes encuentran un espacio social en el que pueden usar los valores fundamentales de su ethos masculino, pero subyugados a una disciplina férrea donde las cualidades de la calle se ponen al servicio de otras metas. Wacquant es categórico en este sentido: la dinámica pugilista funciona prácticamente como una institución que intenta regimentar toda la existencia del boxeador cómo se alimenta, cómo descansa, cómo emplea el tiempo y el espacio, cómo cuida su cuerpo, cómo regula su estado de ánimo y sus deseos, etcétera. La puntualidad, la regularidad, la inculcación de las cualidades que conforman al boxeador, consisten esencialmente en un proceso artesanal de repetitiva educación del cuerpo, en la que "el trabajo pedagógico tiene por función sustituir el cuerpo primitivo [...] por un cuerpo habituado" (Ibíd., p. 67), un cuerpo estructurado y físicamente remodelado según las exigencias propias del oficio. Este es, precisamente, el proceso de adquisición de ese habitus pugilístico que hay que desarrollar para "pertenecer y permanecer" (Ibíd., p. 73). La rutina sacrificial del boxeador no se queda tras la puerta del gimnasio, sino que impregna todos los aspectos del ámbito privado y social. Por ejemplo, dado que es un deporte en el que las categorías se deciden por peso, llevar una dieta estricta es condición sine qua non para dar el peso justo y no quedar fuera de competencia. Wacquant arguye que el boxeo es "una escuela de paciencia, disciplina y perseverancia antagónica a la gratificación inmediata" (Ibíd., p. 133). Los gestos técnicos básicos del boxeador -jab, gancho, directo, uppercut- parecen engañosamente naturales y obvios, pero suponen una reeducación gímnica completa, monótona, repetitiva. Si por algo les resulta tan útil a Bourdieu y a Wacquant recurrir al ejemplo del aprendizaje del boxeo para explicar la formación del habitus, es porque aquel aprendizaje se realiza mediante un sistema de disposiciones que no requieren de un monitoreo reflexivo de la conciencia sobre el cuerpo (análogo al aprendizaje de la ejecución de un instrumento musical). Tener dominio del gesto deportivo (o del instrumento musical) implica una especie de olvido de cada movimiento aislado: el ejecutante no piensa en el orden en que debe apretar las teclas del piano, o cómo debe acomodar el cuerpo para lanzar un jab o un golpe recto de boxeo (Aguilar, 2017). Simplemente, lo hace estratégicamente en respuesta al contexto, porque, como explica Bourdieu, la adquisición de ese habitus significa que el monitoreo reflexivo de la conciencia ha sido reemplazado por un sentido práctico que el individuo ha desarrollado como consecuencia de un trabajo sistemático y constante de repetición de actos o movimientos corporales hasta llegar a dominarlos (Ibíd., 2017).

En tal sentido, el aprendizaje del boxeo (es decir, la incorporación de un habitus pugilístico) es un ejemplo excepcionalmente oportuno para ilustrar un proceso de adquisición de conocimiento mediante experiencias pedagógicas y socializadoras, que poco se parecen al aprendizaje intelectualizado esto induce al error de creer que el boxeador no atraviesa por una formación epistémica, sino que meramente da rienda suelta a su ferocidad natural .Pero lo que está ausente, no es la pedagogía, sino una pedagogía: la de la instrucción directiva y secuenciada de conocimientos teóricos y de normas explícitas, como ocurre en la transmisión de conocimiento intelectual. Así, según Bourdieu y Wacquant, el boxeo es el prototipo de una práctica cuya lógica, al efectuarse directamente en la gimnástica corporal, no pasa ni por la conciencia discursiva ni por la explicación reflexiva. Es decir, la habituación del cuerpo excluye la aprehensión contemplativa y destemporalizadora de la postura teórica (Wacquant, 2000). En efecto, "las reglas del arte pugilístico se reducen a movimientos del cuerpo que solo se pueden aprehender completamente en la práctica y que se inscriben en la frontera de lo decible e inteligible intelectualmente" (Ibíd., p. 66). Por esto mismo, la pedagogía pugilística es mucho más relacional que académica o escolarizada. Lo que hay son acciones, que al mismo tiempo fungen como evaluaciones. Wacquant afirma: Lo que a ojos del neófito podría parecer un derroche salvaje de brutalidad gratuita y desenfrenada, es, de hecho, un lienzo regular y finamente codificado de intercambios que, aunque violentos, no dejan de estar constantemente controlados y cuya confección supone una colaboración práctica y constante de los dos adversarios en la construcción y mantenimiento de un equilibrio conflictivo dinámico (Ibíd., p. 87. Cursivas agregadas).

El logro de ese equilibrio conflictivo dinámico es el desenlace de una pedagogía que opera en conjunto, teniendo al entrenador como un implícito director de orquesta de una organización jerárquica en la que los más avanzados funcionan como modelo para los menos avanzados. Una parte importante de la naturaleza colectiva de la enseñanza del boxeo se da por el grado de sincronización de los ejercicios, puesto que cada participante funciona como un modelo visual para los demás (Ibíd., p. 109). En la iniciación al boxeo, tanto las normas como las etapas se van aprendiendo colectivamente, por imitación, emulación y estimulación recíproca. La función del entrenador consiste en coordinar y estimular una actividad que resulta ser para los aprendices (escasamente socializados en una pedagogía reflexiva o intelectualista), una potente fuente de experiencia pedagógica cimentada en la instrucción silenciosa mediante una comunicación práctica, de cuerpo a cuerpo (Ibíd., p. 108).

La pedagogía pugilística se orienta así, a una transmisión gestual, visual y mimética, que busca facilitar el ascenso del aprendiz de boxeador en la jerarquía tácita del gimnasio (ascenso muy gradual y adecuado a las limitaciones individuales). Combina disposiciones casi antinómicas: las pulsiones e impulsos inscritos en lo más profundo del individuo biológico (en el límite de lo cultural) se articula con la capacidad de canalizar dichos impulsos, regularlos, transformarlos y explotarlos según un plan objetivamente racional, aunque inaccesible al cálculo explícito de la conciencia individual (Ibíd., p. 97). En las cualidades del (mal) denominado boxeador natural, se devela una naturaleza cultivada cuya génesis social empalma con una moral inflexible del trabajo y del esfuerzo. Dice Wacquant:

El mito de "el don" del boxeador es una ilusión fundada en la realidad, lo que los boxeadores toman por una cualidad de la naturaleza Tienes que tenerlo en ti, es efectivamente resultado del largo proceso de inculcación del hábito pugilístico, proceso que a menudo comienza en la primera infancia, sea en el seno del gimnasio, donde pueden verse niños llevados por socios del club, que intentan boxear, o incluso, en esa antecámara de la sala de boxeo que es la calle del gueto (Ibíd., 98).

Wacquant resalta que el aprendizaje del habitus pugilístico parece situado en la frontera entre la naturaleza y la cultura, pero destaca que dicha adquisición requiere de una gestión casi racional del cuerpo y del tiempo (Ibíd., p. 32). Con estos posicionamientos, Wacquant, al igual que Bourdieu, exaltan su crítica al intelectualismo y al corsé del dualismo mente/cuerpo. Al respecto, afirma Wacquant: "La excelencia pugilística puede definirse entonces por el hecho de que el cuerpo del boxeador piensa y calcula por él, instantáneamente, sin pasar por el intermediario y el retraso costoso que supondría el pensamiento abstracto, de la representación previa y de cálculo estratégico" (Ibíd., p. 96). Es como si en la práctica del boxeo, no habría otra reflexividad que aquella que está impresa en el cuerpo del boxeador actuando tácticamente, un cuerpo que actúa movido por un "sentido del juego" al cual se entrega. Ese sentido práctico opera como un radar, capaz de calcular a partir de las disposiciones ya incorporadas en el cuerpo, como anticiparse o adivinar los movimientos del rival (Aguilar, 2017, p. 287).

La racionalidad pugilística puede apreciarse desde la metamorfosis corporal que el boxeador va experimentando en su desarrollo técnico-táctico, pero también se puede vislumbrar dicha racionalidad en la modelación de los vínculos que hacen posible tal pedagogía vivencial. Esto ocurre porque el boxeo es un deporte de destreza individual pero su aprendizaje es eminentemente colectivo. Wacquant ilustra este punto con el sparring ensayo y preludio del combate real). El sparring es posible porque se instauran cláusulas no contractuales que aseguran el cuidado del otro (se practica con compañeros que fungen como rivales, pero con casco protector y guantes rellenos (Wacquant, 2000, p. 87). Tales medidas se sustentan tácitamente en el principio de reciprocidad, el cual impide que el más fuerte saque ventaja de su superioridad y que el más débil se aproveche indebidamente de la retención voluntaria de su compañero (Ibíd., p. 87-88). El sparring exige aprender a ajustarse a normas sobreentendidas de una "cooperación antagonista" que promueva el respeto mutuo de los adversarios e inhiba la competición desenfrenada (Ibíd., p. 87). Según expone Wacquant, "los ritos de interacción en los que se basan las sesiones de sparring están gobernados por lo que Goffman denomina un consenso de trabajo" (Ibíd., p. 85). Precisamente por ello, Wacquant considera que el sparring muestra idóneamente el carácter pautado de la agresividad pugilística, además de ilustrar la sutil mezcla, en apariencia contradictoria, de instinto y racionalidad, de emoción y cálculo, de abandono individual y de control colectivo en la práctica boxística (Ibíd., p. 83). El sparring activa progresivamente lo que Michel Foucault denomina una "estructura plurisensorial completamente específica" (Ibíd., p. 88), además de ser el soporte de una forma particularmente intensa de trabajo de educación emocional sobre el control de impulsos arriba y abajo del ring. Toda desmesura debe ser inmediata y públicamente castigada por el entrenador delante del grupo de aprendices, que generalmente le tienen un respeto de tipo filial. El entrenador puede fungir al mismo tiempo como mentor, guardián, consejero y confidente, connotando afectivamente la pertenencia al gimnasio, que los boxeadores suelen comparar con su casa o con una segunda madre lo que indica, según Wacquant, la función protectora y nodriza que para ellos puede representar (Ibíd., p. 106).

De esta forma, la racionalidad pugilística no solo trasmuta la vida del boxeador en aspectos motrices, higiénicos, metabólicos y fisiológicos, sino que la disciplina en el gimnasio instaura la regulación de las relaciones sociales, con los compañeros y con el entrenador. En la cultura pugilista, la agresividad interpersonal es consentida, lúdica y precodificada a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, fuera del marco deportivo, como las riñas callejeras. "El gimnasio puede constituirse en una comunidad moral de espíritu democrático todos iguales ante las reglas estipuladas y puede conferir un sentido de diferenciación respecto al barrio o al gueto" (Ibíd., p. 98). La experiencia de arraigo a una comunidad de sentido, que en este caso es el gimnasio de púgiles, es entonces la que le confiere al boxeador una nueva posibilidad de identidad desde la cual ser reconocido como dotado de una racionalidad práctica de alto valor resiliente.

Del peligro del boxeo a su criminalización: los límites de la ética médica

A la luz de las anteriores reflexiones sobre la existencia de una racionalidad pugilística encarnada en el habitus boxístico y de la innegable función de movilidad social que tiene el gimnasio de boxeo amateur y profesional, ¿es viable abogar por leyes que lo prohíban? ¿Cómo se pasa de la demostración de que el boxeo es médicamente riesgoso a la conclusión de que debe ser prohibido? El argumento solo es válido si se supone la premisa implícita de que todas las actividades riesgosas deben ser prohibidas. Todo lo riesgoso debe ser prohibido. El boxeo es riesgoso, por tanto, el boxeo debe ser prohibido). Sin embargo, como se puede fácilmente inferir, deberían entonces también prohibirse otras actividades deportivas dentro de las cuales se suscitan lesiones o decesos, incluso en índices más elevados que en el boxeo (deportes motores, deportes aéreos, montañismo, rugby, entre otros.

Usualmente, la respuesta a este argumento ha sido que, en esas otras prácticas deportivas riesgosas, el daño, cuando ocurre, es accidental y no intencional como sí lo es en el boxeo. Pero esto lleva, entonces, a otro cuestionamiento: ¿debe ser relevante para los médicos la motivación o intención con la cual se produce el daño? Si el médico se rehusara a actuar en los casos donde alguien está lesionado "porque se lo ha buscado", ¿dejaría morir a un delincuente herido? ¿No es la medicina una profesión cuyo compromiso humanitario, hipocrático, es curar y salvar la vida, independientemente de que las lesiones hayan sido causadas con dolor o sin dolor? Además, ¿es coherente suponer que ese riesgo está presente en el boxeo, pero no, por ejemplo, en el fútbol americano o en el rugby? ¿No hay un daño intencional cuando un jugador realiza un derribo para detener a un rival que está a punto de anotar una ventaja?

Los médicos detractores del boxeo han insistido en que las intenciones violentas resultan inadmisibles para el deporte en general y nadie que se considere civilizado debería permitir acciones dolorosamente violentas haya o no haya lesiones. Ahora, hay que hacer notar que esta aseveración no es un juicio médico, sino moral. Esto nos introduce en otro tipo de discusión, que se sitúa más allá de la evidencia médica y que desemboca en una controversia ético-axiológica. Son los filósofos y no los médicos quienes están mejor dotados de recursos argumentales para debatir dicha cuestión.

Por otra parte, los boxeadores aún pueden argumentar sensatamente, que la intención final no es dañar cerebralmente a su oponente, sino ganar el combate. El dar por sentado, sin más, que todos los boxeadores se suben a un ring con el propósito exclusivo de causarle al rival un daño cerebral crónico o agudo es construir un argumento basado en una falsa premisa una especie de falacia de espantapájaros, tan común en el discurso epistemicida. Si causarle un daño al cerebro del oponente fuera la forma única y excluyente de ganar, no se autorizaría un triunfo obtenido por golpes que no fueran dirigidos a la cabeza.

Pero, aun cuando se concediera que el boxeo es, por su violencia intencional, una actividad inmoral, no se deduce automáticamente que deba prohibirse. Hay muchas acciones inmorales que, sin embargo, no son ilegales traicionar a un buen amigo es inmoral, aunque no ilegal. Lo moral y lo legal corren por vías separadas, a veces coincidiendo y a veces no. La pretensión de que todo lo inmoral debe ser ilegal es irrealizable, ya que el ámbito de la ética admite esencialmente la diversidad de puntos de vista para quien considera que el aborto es inmoral, la ley de despenalización está errada, pero para quien se opone a su criminalización, la ley de despenalización es acertada. ¿Es ético usar la ley para imponer un criterio único de cómo deben pensar los demás? ¿Ese moralismo legal no oculta, en el fondo, una jactancia epistémica que implica la pretensión de legislar a favor de los valores de un grupo?

Por otro lado, en este plano moral y deontológico, cabe recordar que la violencia intencional, como ocurre en el boxeo, es consensuada, por lo cual, según el principio de autonomía, no cuenta como violencia (Volenti non fitiniuria: no se comete injusticia con quien actuó voluntariamente. Este principio asegura el derecho de autodeterminación individual, según el cual una persona libre y debidamente informada es capaz de decidir, por cuenta propia, lo que le conviene el límite es el daño a terceros. Los boxeadores aceptan participar en una contienda que tiene reglas conocidas para ambas partes y cuyo cumplimiento está garantizado por un árbitro que tiene el deber de intervenir para evitar, en la medida de lo posible, lesiones o daños que pongan en riesgo la salud. Es cierto y debe reconocerse que no siempre los pugilistas están suficientemente informados de las evidencias científicas acerca de los riesgos agudos y crónicos de su práctica deportiva o bien están conscientes, pero el deseo de trascender y lograr una movilidad social pesa más. Difícilmente pueda decirse que, en esas circunstancias, el consenso es libre e informado. Sin embargo, ¿eso sería una razón suficiente para prohibir el boxeo? ¿No sucede en otras áreas de la vida social algo semejante? ¿Cuánto saben los usuarios de psicofármacos sobre los efectos secundarios de los tratamientos prescriptos por el psiquiatra? ¿Cuánto sabemos los consumidores de alimentos enlatados sobre los riesgos de ingerirlos? El tema del consentimiento informado parece remitir más a la necesidad de educación que a la de prohibición. Aplicarles a los boxeadores ciertas pruebas obligatorias sobre conocimientos de las investigaciones científicas acerca de los efectos de los repetidos golpes en la cabeza, pudiera ser una medida que aumente eficazmente las chances de decidir razonadamente dedicarse al boxeo sin tener que usar este argumento de la ignorancia para prohibirlo.

No obstante, aun en el caso en que un individuo esté plenamente informado sobre los riesgos que corre al boxear, ¿quién, que no sea él mismo, puede decidir lo que es bueno para su vida? ¿Por qué debería ser patologizado un individuo que hace elecciones audaces (bajo el trillado argumento de que es sadomasoquista o de que no sabe lo que hace)? ¿Por qué castigar, prohibir, sancionar o, peor aún, criminalizar a un individuo cuyo estilo de vida y modo de ser (su habitus) no coincide con lo que se tiene por conveniente desde el establishment médico-moral? ¿No es, acaso, un vicio paternalista el de instaurar normas coercitivas en nombre de la salud como un bien universal?

Por otro lado, la proclamada política sanitaria de "cero tolerancias" a las actividades que deterioran la calidad de vida, ¿no debería regir también para el campo no deportivo (prohibiéndose beber alcohol, fumar o comer grasas)? Estas últimas son tan amenazantes como el boxeo en cuanto a sus efectos de deterioro crónico. No hay razón para que, si se criminaliza el boxeo, no se criminalicen también esas otras prácticas tan arraigadas y aceptadas en la vida social de las personas.

Finalmente, cabe pensar qué posible escenario seguiría a la prohibición del boxeo. Seguramente no sería el de su extinción, sino el de su clandestinidad, con todos los riesgos que conlleva la realización de actividades en condiciones mínimas o nulamente controladas un caldo de cultivo para todo tipo de irregularidades que, sin duda alguna, pondría en evidencia que las condiciones siempre pueden empeorar.

CONCLUSIONES

A lo largo de este artículo, se ha planteado una serie de argumentos que problematizan la denostación médica de la práctica del boxeo, así como el reclamo de su extinción. Se ha insinuado que varios de los argumentos esgrimidos por los prohibicionistas son encubiertamente éticos y epistémicamente falaces. Esto no significa negar, minimizar o refutar los riesgos boxísticos detectados a partir de investigaciones biomédicas. Qué hacer una vez que esos riesgos están identificados, es precisamente el nudo neurálgico del desacuerdo y, por lo tanto, de la discusión por venir. El aspecto médico del problema es, innegablemente, de alta relevancia, pero las legítimas preocupaciones y ansiedades del sector médico no lo son todo. Las prácticas deportivas, incluidas las de deportes de combate, están inmersas en formas de vida y en matrices culturales que deben ser analizadas en su dimensión médica, pero también en su dimensión filosófica, sociológica y antropológica. Tanto en el caso del boxeo como en otros similares, la arrogante tendencia a medicalizar los problemas sociales convierte las genuinas discrepancias en "pleitos de vecindad". La realidad social es lo suficientemente compleja como para que una sola profesión pretenda ejercer un supremacismo epistémico y silenciar toda voz disidente desechada como ignorante. Como se ha intentado plantear aquí, la pronta y expedita bestialización del boxeo va en sentido contrario a un diálogo profundo (que no parta de traducir lo diferente como inferior). Si el compromiso médico-hipocrático de proteger la salud y la vida estuviera por encima de cualquier otro compromiso ético, no se plantearía el dilema que nos ocupa. Sin embargo, el deber de cuidar la vida es tan importante como el deber de respetar la autodeterminación de los individuos.

El reconocimiento de dicha autonomía implica no solo no interferir en las decisiones que una persona toma de manera libre, informada, consensuada y responsable, sino también abstenerse de tratar como "irracionales" a quienes hacen elecciones "poco ideales" desde la perspectiva prohibicionista. El trato respetuoso tampoco pasa por acatar posiciones que toleren la existencia del boxeo, ya que la tolerancia encapsula una aceptación forzada y no sincera de aquello que se tolera (un rechazo, no del todo consumado, pero que alimenta la atmósfera discriminatoria del boxeo como un inframundo involucionado, carente de lógica y de racionalidad. Como aquí se adujo, la racionalidad pugilística ejemplifica la operación de una lógica práctica (no intelectualizada), que inscribe en el habitus un saber corporal cuyo extenuante aprendizaje no sucede si la vida entera del pugilista no ha sido regimentada. ¿Se le puede llamar a eso una "naturaleza salvaje"?

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Recibido: 23 de Septiembre de 2021; Aprobado: 10 de Enero de 2022

*Autor para la correspondencia: mlchris_mex@hotmail.com

Los autores declaran no tener conflictos de intereses.

María Lujan Christiansen: Concepción de la idea, búsqueda y revisión de literatura, recopilación de la información resultado de los instrumentos aplicados, confección de base de datos, asesoramiento general por la temática abordada, redacción del original (primera versión), revisión y versión final del artículo, corrección del artículo, coordinador de la autoría, traducción de términos o información obtenida, revisión de la aplicación de la norma bibliográfica aplicada.

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